3. Diario de la casa de la muerte

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DIARIO DE LA CASA DE LA MUERTE

Yo, Kirby Palmer Stassen, estaba en febrero pasado —¿hace dieciséis mil años?— ante la ventana del segundo piso de una residencia de estudiantes, mirando la lluvia suave y cálida que empañaba la avenida Woodland. Llevaba un suéter de cachemira gris oscuro y pantalones de franela gris. Estaba fumando un cigarro. La ventana estaba entreabierta. Sentía el húmedo aliento del día en el dorso de la mano. Era el mejor cuarto de la casa, una suite de dos dormitorios, cerca del cuarto de duchas. Lo compartía con Pete McHue. Ambos éramos alumnos superiores. Era martes por la tarde. Pete estaba tendido en el diván a mis espaldas, con una vieja bata de algodón, leyendo un libro para una asignatura, metiéndose toda esa cosa reseca y muerta en la cabeza, donde permanecería para siempre.

Recuerdo que yo había puesto algo de Chavez en el tocadiscos. No recuerdo el nombre de la sinfonía, pero es la que Clare Boothe Luce le encargó que escribiera en memoria de su hija, que murió en un accidente de coche en California, creo. Mi ánimo estaba mejor para la Toccata para Percusión de Chavez, pero Pete no la habría aguantado. En la acera, una muchacha baja y maciza caminaba hacia el este. Tenía un suéter rojo, y caminaba despacio desafiando la lluvia, aferrando libros con ambos brazos, el trasero erguido, y el pelo castaño y húmedo saltarín. Me pregunté en qué pensaba.

Cuando recordamos los momentos que nos cambian la vida, evocamos una imagen precisa. Yo pensaba en esa buena palabra española que Hemingway usaba tanto, nada. Acento tónico en la primera sílaba. Se entreabren los labios para arrastrar la primera sílaba. La d es suave, a medio camino entre la d y la th inglesas. Nada. De veras, no es nada. Y ese día, esa semana, ese mes de mi vida, a los veintidós años, bien me podría haber bordado esa palabra en la entrepierna.

Mi carrera universitaria formaba un pulcro gráfico, Yo había irrumpido en la escena como un triunfador, dispuesto a comerme la universidad, pero nadie pareció reparar en mi significación e importancia. Así que tuve que cambiar el paso. El gráfico, pues, era una bonita curva ascendente desde la línea inferior, hasta un pico que llegaba hacia la mitad de mi penúltimo año. Kirby Stassen, hombre importante en el campus. Sonidos de fondo: un aplauso continuo.

Luego la curva bajaba. No más honores. Ninguna participación atlética. Máximo número de ausencias de clase. Y, por primera vez, me encontraba en período de prueba. Y llovía. Y en la lluvia había un fantasmal olor de primavera. Chavez redondeó la coda y el ejecutante terminó, y dejó que algunos ruidos del mundo entraran en el cuarto. El tráfico de la avenida. Estudiantes trajinando abajo.

—Son todas patrañas —dije.

—¿Qué? —preguntó Pete.

Nada —dije en español—. Cero por cero equivale a la raíz cuadrada de menos cero.

—Por el amor de Dios, Stass. Deja de señalarte con el dedo. Emborráchate. Acuéstate con alguien. Llevas semanas siendo una lata.

—¿Te molesto? —le pregunté cortésmente.

—Molestas a todo el mundo —dijo Pete, y se hundió de nuevo en su libro.

Y ocurrió precisamente en ese instante. Por primera vez en un largo período gris, hubo un caracoleo de excitación en el fondo de mi alma. ¿Qué demonios me retenía allí? ¿De qué servía deslomarme para conseguir un título, cosa que podía hacer, y luego matricularme en ese Programa de Educación para Ejecutivos que el viejo me tenía preparado?

Fue como un chasquido en la cabeza. Yo había sido parte de todo eso, parte de Pete, parte de los estudiantes que trajinaban abajo, parte del tráfico de Woodland, parte de la extraña chica de suéter rojo. Y de pronto, sin haber hecho nada, estaba en camino. Me había despojado de mi ambiente. Una vez que lo hube hecho, en ese instante, supe que no retrocedería. Incluso sentí nostalgia. El pobre Pete. Era como si hubiera vuelto a visitar uno de los lugares donde me había criado. Estaba parado como un extraño en medio de mi propia vida, con esa excitación que se enroscaba y desenroscaba dentro de mí, y que me cortaba el aliento.

Fui al altillo, busqué mi baúl y mis maletas y las bajé al cuarto.

— ¿Qué haces ahora? —preguntó Pete.

—Me voy.

—Parece que estás planeando un largo fin de semana, amigo.

—Muy largo. Me voy para siempre.

—¿Cuando sólo faltan cuatro meses? ¡Estás chiflado!

—Voy en busca de mi fortuna, sire.

Siguió leyendo su libro, pero noté que de vez en cuando me echaba una ojeada. Fui muy ordenado. Llevaría una sola maleta. Etiqueté el baúl y la otra maleta para que las enviaran por expreso a Burgess Lane 18, Huntstown. Escogí libros, prendas, discos, y formé una pila de cosas para tirar. Cuatro años de adquisiciones frívolas.

—Pete, ven aquí y presta atención. —Se acercó y se cuadró—. Encárgate de que Railway Express recoja estas cosas y las envíe. Escoge todo lo que quieras de esta pila, y distribuye el resto entre nuestros hermanos menesterosos.

Se agachó y recogió un suéter blanco.

—Los pobres te damos las gracias humildemente, caballero.

Nos dimos la mano. Cuando salí del cuarto se había agachado de nuevo y hurgaba en la pila. Me había propuesto ir de cuarto en cuarto e intercambiar el saludo de la fraternidad y despedirme recia y virilmente de mis hermanos residentes. En cambio, bajé la escalera, salí por la parte trasera del edificio, subí al Impala y me alejé de allí. Mi cuenta bancaria había bajado a unos ochenta dólares. Así, en un lento recorrido de la zona comercial cercana al campus, extendí tres cheques de veinticinco dólares en sitios donde me conocían y, noventa minutos después de mi decisión, me había marchado de la ciudad, cantando con Doris Day la canción que pasaban por la radio mientras me dirigía a Nueva York a treinta metros por segundo.

Los reporteros han insistido en esa pregunta: ¿cómo empezó todo? ¿Cómo un joven norteamericano, pulcro y privilegiado, se embarca en una carrera de violencia? Las mujeres —¿todavía las llaman lloronas allá afuera?— son las peores. Las excita sexualmente. Se les nota en los ojos. Por lo que sé, lloronas, empezó ese día de febrero, con lluvia y Chavez y nada.

Es raro, pero mientras trato de comprender la enormidad de lo que me van a hacer —sujetarme con correas y apagar mis luces, ese precioso, único e irreemplazable yo—, todavía siento intensa indignación hacia el payaso del periodismo que inventó ese nombre, la Manada de Lobos. ¿Cuán trivial, fatigoso e impreciso se puede ser?

Es como si esperara más dignidad ante una electrocución, que es de por sí una cosa monótona y tragicómica. Es el incidente terminal apropiado en la vida de personas llamadas Muggsy Spinoza —o Robert «Shack» Hernández— pero parece inadecuado para un Kirby Palmer Stassen. Me disgusta que mi inminente y abrupta defunción se etiquete «Ejecución de una Manada de Lobos».

Quizá todo intento de entender lo que van a hacerme sea tan insensato como una ardilla tratando de meterse un coco en la boca. Desde un punto de vista objetivo, sé lo que ocurrirá. Pero subjetivamente sé que la caballería aparecerá en la cima de la colina, los pieles rojas se escabullirán en los matorrales, el alcaide me dará un traje nuevo, un billete de tren y un apretón de manos, y caminaré hacia el Poniente mientras una noble música crece en la banda sonora.

Otro defecto de la cobertura periodística —¿tendría que haber contratado a un especialista en relaciones públicas?— han sido los imbéciles intentos de psicoanálisis amateur. La conclusión favorita ha consistido en considerarme un psicópata constitucional. Es obvio que esto exime a la sociedad. Si me pueden etiquetar como algo diferente —una desviación de la norma— es obvio que la culpa no es de esta cultura. Dicen que estoy enfermo. Estuve enfermo, desde el principio. Oculté mi malvada violencia detrás de la blanda máscara del conformismo. Era un impostor. Eso es lo que se implica. Y así las escuelas, los programas de adaptación de grupo y las ventajas culturales son inocentes.

Nunca me sentí un impostor.

He intentado evocar todos mis años, y explorar dentro de mí mismo, buscando una pequeña prueba de que esa clasificación es la correcta. No encuentro sed de sangre. Casi destrocé un coche por esquivar una ardilla, y una vez seguí un coche que zigzagueaba a propósito para atropellar a un perro de granja, y me llenó de furia impotente.

Encuentro un solo episodio que no entiendo, y estaba sepultado a mayor profundidad de la que quizá debiera.

Tengo doce años. Estamos a finales del verano. Desde mi cumpleaños he tenido un rifle calibre 22, pero mi padre me lo quitó porque le mentí. Este año está enfadado conmigo. Perdí una pelea y vine a casa llorando, así que me azotó y me ordenó que me quedará en casa una semana. Mi madre me abraza y dice que él es demasiado duro conmigo. Creo que este año le odio. Parece tan cruel con nosotros dos. Mis amigos están afuera, al sol. Yo estoy solo en la casa. Estoy inquieto. No sé a qué jugaba, pero me escondí en el armario de mi madre y me dormí en el suelo, con una de las puertas corredizas entornada.

Me despiertan ruidos. Sé de inmediato que es de tarde. Las persianas están cerradas. Una extraña luz dorada inunda el dormitorio. Sé que no debería estar donde estoy. Me pongo de rodillas. Miro por la rendija, hacia el espejo de la cómoda, y los veo reflejados a ambos, y veo que ellos hacen el ruido que me ha despertado y que no he podido identificar. Al principio, quedo paralizado de espanto, creyendo que él la está matando de un modo horrible, que ella pelea para escaparse, que ambos resoplan y se retuercen en una lucha mortal. Ella suelta un jadeo largo y suspirante, y yo casi grito de pánico, porque creo que se ha resignado a morir.

Pero empiezo a recordar las charlas obscenas del patio de recreo y de los servicios de los chicos. A medida que mis ojos se acostumbran a la luz dorada, y que las nieblas del sueño se evaporan de mi cabeza, veo cómo concuerdan con las descripciones burlonas que me han dado. Me contaban que mi madre y mi padre lo hacían, pero no podía creer que se entregaran en secreto a esa inmundicia.

Están quietos. Intuyo la gran vergüenza de ella. Es la mujer más bella del mundo y, siendo su esposa, debe someterse a esa vileza, a esa degradación desnuda. Juro que cuando recobre el rifle le mataré y ella quedará libre para siempre del dolor que la ha hecho gritar.

Para mi asombro, ella se levanta de la cama y se inclina para besarle con dulzura y decirle con aire travieso que le quiere. Sonríe. Trae cigarrillos y le da uno, y enciende los dos, y luego se acerca al armario. En silencioso pánico me acurruco contra un rincón, detrás de la seda y del perfume de sus vestidos. Ella abre la puerta, coge una bata de una percha y cierra. No les oigo con tanta claridad pero les oigo hablar de una fiesta, de reparaciones que necesita el coche y de mí, de mi desobediencia al salir de la casa. Luego oigo que me llaman afuera, gritan mi nombre en el crepúsculo, así que bajo fingiendo somnolencia, y les digo que me he quedado dormido debajo de mi cama mientras jugaba a que estaba en una caverna. No los miro directamente. Mi cara arde con la vergüenza de ambos. Mi padre me devuelve el rifle confiscado y me frota la cabeza con los nudillos.

A la tarde siguiente voy con mi rifle al bosque que está detrás de la casa. Me tiendo de bruces en un claro, y trato de no pensar en Eso, pero está allí, imágenes doradas en mi cabeza, una sucia y desnuda zambullida. La hierba es una selva. Las hormigas tienen tamaño de leones. Miro la caja de municiones. Peligrosas hasta poco más de un kilómetro. El Club está más cerca que eso. La piscina estará llena. Conozco la dirección exacta del Club invisible. Apunto el rifle en un ángulo alto. Vacío el cargador, recargo, disparo, recargo, disparo, jadeando, las manos trémulas, hasta que gasto la última bala. Los veo caer, gritando, ahogándose, tiñendo de rojo el agua azul. Arrojo el rifle nuevo en la maleza. Estoy llorando. Me magullo los puños contra un árbol, luego caigo de rodillas y vomito.

Cuando voy a casa estoy descompuesto. Ella me acuesta. Espero a que vengan por mí. No viene nadie. Al día siguiente hablé con un chico que estaba en la piscina.

Allí no pasó nada. Dos semanas después busco el rifle y lo encuentro, estropeado por la herrumbre. Lo entierro. Cuando mi padre pregunta qué le pasó, le digo que se lo presté a alguien. Cuando empieza la escuela, él ha dejado de preguntar. Durante largo tiempo sueño con mi padre. Está de pie, desnudo, en el alto trampolín, de espaldas a la piscina. Pequeños agujeros negros le salen en la espalda. Se estremece cada vez que se le abre uno. Espero a que caiga. Pero él se vuelve despacio y se ríe, y hace un gesto, y veo que donde debería estar su pene hay una gran bala: la vaina de bronce brilla al sol, preparada para matar a cualquiera.

El recuerdo estaba muy hundido, cubierto por los desechos de once años, pero lo recobré intacto, usando todo el cuidado de un arqueólogo, la lente, el suave pincel, las antiguas escrituras. No conozco a ese chico extraño. Se mueve en su propio mundo, y juega juegos secretos. El sueño freudiano es ridículamente obvio. Lo entiendo todo. Pero no entiendo el intento de matar. Me pregunto adónde fueron las pequeñas balas, media caja de municiones del 22 que atravesaron una tarde de agosto.

La luz nunca se apaga en esta celda. Está empotrada en el techo, protegida por una gruesa malla de alambre. Uno de los guardias —un individuo raro, con aspecto de oficinista, que hablaba con orgullo profesional— me contó que en caso de corte de energía un generador se activa automáticamente, y si también falla, se activa un segundo generador.

La celda de un condenado a muerte debería ser una mazmorra, con paredes negras y sudorosas y frases de desesperación talladas por quienes han esperado la ejecución. Pero esta celda es un sitio brillante, inmaculado, aséptico, funcional, eficiente. Se diría que no la han usado nunca, pero el guardia con aspecto de oficinista me asegura que sí la han usado, muchas veces.

Tiempo atrás, los condenados a muerte vivían en las mismas condiciones que los prisioneros de los otros bloques, salvo que había uno solo por celda y no tenían asignaciones laborales. Pero desde que terminaron la nueva zona de ejecución, nosotros, los condenados, ocupamos estas celdas especiales a expensas del contribuyente. Tenemos catres mullidos, libros, material para escribir, revisiones médicas y dentales regulares. He engordado cinco kilos desde que estoy aquí. Vivimos bajo una luz continua, sin contacto mutuo, con un guardia siempre alerta. Somos once y llenamos la mitad más una de las veinte celdas especiales.

Me divierte imaginar a un sociólogo marciano estudiando este lugar para llegar a conclusiones plausibles pero erróneas. Podría imaginar que somos individuos de, gran valor e importancia. Podría entender que nos preservan para algún sacrificio supersticioso y bárbaro. Los aztecas engordaban y cuidaban a las vírgenes que iban a ser sacrificadas un año entero antes de llevarlas una por una a la cima de una pirámide y arrancarles al amanecer el corazón palpitante con un cuchillo de obsidiana. Creo que esas doncellas se escogían al azar. No puedo evitar la sensación de que me han escogido de una manera azarosa e irracional para esté dudoso honor.

He sabido qué harán con Nan Koslov. La mantienen aislada en una cárcel de mujeres a ciento cincuenta kilómetros de aquí. Todos los rituales preparatorios se realizarán allí. Cuando llegue el momento de destruirnos a los cuatro, la traerán aquí y, si la coordinación es eficaz, llegará minutos antes de su importante cita. Mi guardia con aspecto de oficinista sonríe y dice: «Las damas primero».

Vuelvo ahora a ese día de febrero en que dejé la universidad. Llegué a Nueva York sobre las seis, bajo una lluvia torrencial que empezaba a transformarse en aguanieve. Dejé el coche en un garaje de la Calle 44 y empecé a telefonear a los hoteles. Había convenciones y la ciudad estaba abarrotada. Desistí después de haberme gastado un dólar en llamadas, y telefoneé a Gabe Shevlan.

Gabe parecía cordial pero preocupado. Le comenté el problema de los hoteles. Me dijo que salía en ese momento, pero que fuera a su casa. Podía dormir en el diván. El llamaría más tarde, y yo esperaría su llamada en su apartamento.

Estaba en la 77, cerca de la Segunda Avenida. Apreté botones al azar hasta que alguien abrió la puerta. Subí al 3B. Gabe no lo había cerrado con llave, tal como había prometido. El sitio era más pequeño y mugriento de lo que había esperado.

Gabe había sido compañero mío de universidad. Se había graduado hacía un año, en junio, había trabajado un tiempo en la CBS, y luego había entrado en una agencia de publicidad. Sin barba parece un Lincoln mal alimentado. Es un tipo tenso y ambicioso, y siempre tiene mil proyectos.

Después de ponerme cómodo y servirme una copa, puse una conferencia a casa y me comuniqué con Ernie. Por el ruido de fondo noté que estaban de fiesta. Parecía estar un poco achispada.

—¿Qué haces en Nueva York? Cariño, no entiendo una palabra de lo que dices. Espera, iré a hablar desde el dormitorio. —Oí que le indicaba a alguien que colgara el teléfono después que cogiera la llamada en la extensión—. ¿Kirby? Dime qué ocurre, cariño.

Le dije que me había ido de la universidad. No le gustó. No congeniaba con sus ideas maternales acerca de mi vida. Insistía en interrogarme buscando una razón que tuviera sentido para ella. ¿Se trataba de una chica? Yo le repetía que me había ido porque estaba harto. ¿Qué pensaba hacer yo? Echar un vistazo y buscar algo. Dijo que mi padre podía darme una lista de personas para ver en Nueva York. Le dije que al diablo con eso. No quería prestarme a ese juego, gracias. Me preguntó acerca del dinero. Dije que un cheque no me vendría mal, y le di la dirección de Gabe. Me hizo esperar mientras iba a buscar a mi padre. Por lo que tardó, supuse que le estaba dando instrucciones.

No me equivocaba. Su voz era un horror.

—¿Qué disparate es éste, hijo?

—Tenía ganas de irme y me fui.

—Tenías ganas. ¡Fantástico!

No me quedó mas remedio que dejarle divagar. Yo estaba echando a perder los grandes planes que él tenía para mí. Lo defraudaba. Defraudaba al Programa de Educación para Ejecutivos. Iba a ser un vago. Pues, por Dios, se acababan los suministros. Basta de colchón de plumas. No recibiría un céntimo de él. Un tonto que abandona cuatro meses antes de graduarse no merece consideraciones. Y ahora, ¿qué tenía yo que decir en mi defensa?

—Adiós —dije, y colgué.

Por cierto, el cheque de Ernie llegó dos días después, el jueves. Por correo aéreo. Quinientos, acompañados de una larga carta en su letra, angulosa, diciéndome cuán doloroso era para mi padre. No sabían qué decirle a la gente, etcétera. Sólo pude leerla una vez.

Gabe telefoneó a las ocho y media para decirme que me reuniera con él en un restaurante italiano. Cuando llegué, Gabe caminaba de un lado a otro frente a la recepción.

Nos dimos la mano, le di las gracias y empecé a contarle por qué estaba en Nueva York, pero él me interrumpió y me dijo:

—Ya tendremos tiempo para eso, Stass. Me vienes bien. Hay tres en la mesa. El tipo es John Pinelli. La rubia es Kathy Keats, una actriz, la esposa de Pinelli. La morena es Betsy Kipp. Es una amiga especial. Hoy tuve que apuñalar a Pinelli en el corazón. Él querrá pegarse a mí como un esparadrapo. Quiero estar a solas con Betsy, así que cuando surja una oportunidad, me echas una mano.

Asentí. Me dio una llave del apartamento y dijo que hablaríamos después, tal vez mañana. Fuimos a la mesa. Estaba en un rincón, cerca de la barra. Tenían un lugar listo para mí. Gabe me presentó. Pinelli era un hombre corpulento, suave y rosado que parecía más sueco que italiano o español o lo que fuera. Las dos mujeres eran despampanantes. Betsy era más joven y tenía un brillo especial. Supe que había visto antes a Kathy Keats, y que había oído su nombre. Supe que la había visto en cine y televisión. Tenía el pelo teñido de un bello rubio platinado, y peinado de un modo majestuoso e intrincado. Estaba a mi izquierda. Sus tersos hombros estaban desnudos.

Tenía una cara a lo Dietrich, larga y ligeramente eslava, cuello largo, porte erecto, de modo que de lejos parecía alta. Pero de cerca se notaba que era una mujer menuda, menos de un metro sesenta, alrededor de unos cincuenta kilos. Nunca averigüé su edad. Esa primera noche le habría dado veinticinco. Desde entonces he llegado a pensar treinta y siete. Parecía muy controlada. Cada movimiento era lento y grácil. Tardaba en sonreír, y luego su sonrisa florecía con gran brillo, pero uno sentía que ella estaba, detrás de la sonrisa, observando a todos.

John Pinelli estaba estúpidamente ebrio, y seguía bebiendo. Pero allí no acababan sus defectos. Era como un buey al que le han dado en la cabeza con una maza. Sacudía la cabezota con desconcierto. Había dos conversaciones simultáneas. Una era entre Gabe, Betsy y Kathy, una charla brillante sobre gente que yo no conocía. Ninguna parecía tener apellido. John Pinelli había entablado un monólogo, y farfullaba tanto que apenas se le entendía. Los otros tres pasaban de él tanto como de mí.

Por lo poco que oí de las divagaciones de Pinelli, se hablaba a sí mismo sobre las grandes, importantes, sensibles y significativas películas que había dirigido.

La comida que trajeron era exquisita. Betsy Kipp y yo fuimos los únicos que la probamos. Pinelli la ignoró. Kathy Keats comió unos bocados con lenta precisión. Gabe siempre ha sido demasiado inquieto para comer mucho.

Fue una velada irreal. Alrededor de las once Gabe dijo:

—Lo lamento, pero tenemos qué irnos.

Pinelli le miró con ojos turbios.

—Tengo que hablar contigo, muchacho —dijo—. Tengo que explicarte por qué me necesitas…

Sentí que me tocaban la rodilla derecha. Bajé la mano y Gabe me dio unos billetes doblados.

Gabe se levantó, retiró la silla de Betsy y dijo:

—Después pasamos cuentas, Stass. Buena suerte, muchachos. —Y se fueron.

Pagué la cuenta. Ascendía a más de sesenta dólares. Gabe me había pasado dos billetes de cincuenta.

Me sentía fuera de lugar. Les dije a los Pinelli:

—Creo que será mejor que me despida, y…

—Quédate con nosotros —dijo ella. Era una orden.

—Guitarras flamencas —farfulló Pinelli—. Guitarras flamencas, chatita.

Ella sabía adonde quería ir él. Le dio el nombre al taxista. Era un lugar oscuro. Los tres nos sentamos juntos ante una mesa redonda y miramos el pequeño escenario donde un hombre sentado en una silla bajo una luz brillante tocaba una intrincada melodía española en la guitarra más llamativa que vi jamás. Tenía uñas más largas que las de una mujer. Bajo la música oí que Pinelli le murmuraba algo a su esposa. Bebimos vino blanco en abundancia.

A las dos y media, cuando dejaron de tocar la guitarra, y Pinelli estaba tumbado con los ojos cerrados, ella le sacó la cartera, extrajo dos billetes de veinte, la guardó en su bolso de noche dorado, me dio los cuarenta dólares y dijo:

—Diré al taxista que te espere.

La ayudé a levantarlo. Una vez que estuvo de pie se las ingenió para caminar. El taxi estaba esperando. Fuimos a un lugar cerca de la Quinta Avenida. Los tres cabíamos apenas en el pequeño ascensor. Subía muy despacio. Cuando se detuvo, Pinelli se deslizó despacio por la pared del ascensor y se quedó sentado en el suelo como un niño gordo, la barbilla sobre el pecho. No lo podíamos despertar. Ella le alzó la cabeza y le abofeteó la cara hasta que la comisura de la boca le empezó a sangrar. Era demasiado pesado para llevarlo. Le agarré las muñecas y lo arrastré. Ella se adelantó para abrir la puerta, la cerró cuando lo metí dentro y luego me indicó el dormitorio.

Retiró la colcha. Lo desvestimos en el suelo y lo dejamos en calzoncillos. Rosadas burbujas de sangre le brotaban de la comisura de la boca. Lo senté contra el costado de la cama. Luego, me arrodillé, apoyé el hombro bajo sus rodillas flexionadas y, soltando un jadeo, lo tumbé en la cama.

—Yo haré el resto —dijo ella.

Fui al salón. Era un apartamento grande, tan alto que por las grandes ventanas se veían las luces del centro. Tenía aire de hotel, como si nadie viviera allí por mucho tiempo.

Estaba mirando las luces cuando ella dijo:

—Oh, creí que te habías ido.

Di media vuelta. Tenía el mismo aspecto que cuando la había visto por primera vez. Seductora, elegante, controlada. Nadie hubiera dicho que acababa de acostar a un borracho.

—Tengo tu cambio, Kathy.

—Déjalo en la mesa.

—Tienes un bonito apartamento.

—¿De veras? Es prestado, por amor de Dios. Siempre vivimos en lugares prestados. Por cierto, ¿cómo te llamas?

—Kirby Stassen.

Me miró con insolencia, inclinando la cabeza a un lado.

—Tanta cortesía, motivada por la culpa. Acostúmbrate, Stassen. Lo hiciste bien esta noche. Y quizá seas tan humano como para sentir pena por John. Pero Shevlan, ese hijo de perra, nunca contrata a nadie que sea humano.

—No trabajo para Gabe.

—¿Así que te pidió prestado a Stud Browning? No me confundas con tecnicismos, primor. Eso no te hace ser más limpio.

—No sé de qué me hablas. Ayer yo era estudiante universitario. Hoy, o mejor dicho ayer, dejé mis estudios. Vine a Nueva York. Conocí a Gabe en la universidad. Los hoteles están llenos. Él me deja dormir en su apartamento. Apenas llegué a decirle hola.

Me miró fijamente.

—¡Santo Dios, estás diciendo la verdad!

—No entendí nada de lo que sucedía esta noche. Lo lamento, pero nadie me dio explicaciones.

—Siéntate, primor, y aprende las cosas de la vida. —Me tomó de la mano y me condujo a un diván largo y bajo—. Gabe ha pedido la excedencia en la agencia. Ha estado montando un paquete para una gran serie televisiva. Stud Browning es el productor. Gabe se da a sí mismo el título de director de unidad. Gabe quiso que John dirigiera. Le dije a John que no confiara en ese hijo de perra, pero John decidió arriesgarse y preparó todo para los dos episodios pilotos que van a filmar. Por Dios, trabajó en la elección del reparto, y en el montaje de la historia, todo. Es un asunto importante para John. Ha tenido mala suerte. Yo iba a actuar también. Dicen que todavía me quieren. Esta noche, Gabe, después de haber utilizado a John tres meses gratuitamente, lo ha echado del equipo. Stud será productor y director y Gabe Shevlan será asistente de dirección. Así de sencillo. Y Gabe usará todas las ideas que le dio John. Estás en mala compañía, Stassen. Tienes aspecto bastante limpio. ¿Quieres ser actor?

—¡Cielos, no!

—¡No sabes lo refrescante que es eso, primor!

Me sonrió. Estaba cerca de mí. Yo había bebido mucho vino. Me sentía suelto y sofisticado. Así que la abracé y la besé. Su espalda parecía frágil bajo mis manos. Fue como besar un cadáver. Cuando la solté, bostezó y dijo:

—Vete a casa antes de que empieces a aburrirme, Stassen.

Caminé hacia casa. Era una noche clara. Había una luz encendida. La puerta del dormitorio estaba cerrada. Me habían preparado una cama. Eso me conmovió. No había pensado que Gabe se tomaría esa molestia.

Le oí salir por la mañana. Miré mi reloj. Las diez menos veinte, Cuando abrí los ojos de nuevo era mediodía. Desnudo, me dirigí al cuarto de baño y me detuve con un gruñido de alarma y sorpresa en la puerta. Betsy Kipp, en ropa interior, estaba inclinada ante el espejo sobre el lavabo, pintándose la boca con un pequeño pincel.

—Estoy lista en un minuto, Kirby —dijo con dulzura—. Gabe tiene batas en el armario.

Me puse una bata y me senté en la cama doble. Ella tenía ropa en la cama, una blusa clara y un traje verde de tweed.

—¿Has dormido bien? —me preguntó.

—Bastante bien.

—Ese diván está lleno de bultos. He dormido allí varias veces. Te lo dejé preparado.

—Gracias.

Salió del cuarto de baño.

—Todo tuyo. ¿Te va bien huevos, tostada y café?

—Perfecto.

—Estarán enseguida porque tengo un ensayo a las dos, así que no te entretengas.

Cuando salí, el desayuno estaba preparado. Desde la mesita para dos se podía alcanzar el fregadero, la cocina y la nevera.

—Siéntate, Kirby. Hay azúcar pero no hay leche. ¿Qué te ha parecido Kathy? ¿No es fenomenal?

—Es algo fuera de lo común.

—Oh, no sé si es fuera de lo común. Tiene su talento. Y, desde luego, ese maravilloso aspecto. Ahora está en decadencia, desde luego, pero creo que ha sacado el mejor partido de lo que tiene. La gente se pregunta por qué no ha plantado a John hace tiempo. Se rumorea que él la tiene atrapada de algún modo. Pero Kathy nunca habla mucho de sí misma. Y cuando tiene una aventura, actúa con discreción.

—Parece que está resentida con Gabe.

—¡Qué tontería! Gabe hace lo que tiene que hacer. Su trabajo no es fácil. Todos se aprovechan de él. Y le dejan el trabajo sucio, como anoche. Dios, tengo que irme. Kirby, ¿te molestaría limpiar el cuarto de baño? No tenemos criada. Nos reuniremos esta tarde en el Absinthe, en la 48 Oeste a las seis y media. Te traeré a una chica, Doxie Weese. Es encantadora, es una actriz muy sensible, y ha sufrido mucho. Hace siglos que no sale con nadie. Así que trátala tiernamente, por favor. Gracias, cariño.

Cuando se fue, el apartamento quedó increíblemente vacío. Lo limpié. Algunas de sus ropas colgaban en el armario. Maté el resto de la tarde. Llegué temprano al Absinthe e iba por la segunda copa cuando entraron los tres. Gabe parecía cansado. Doxie tenía el pelo castaño, poses de sonámbula, y aparentaba trece años. Betsy estaba de mal humor a causa de la estupidez de un nuevo coreógrafo.

Más tarde logré hablar con Gabe acerca de John Pinelli.

—Tratamos de darle un descanso —dijo—. El viejo John ya no tiene talento. Es una lástima. Quería el trabajo, pero no podíamos arriesgarnos. Jugamos con el Buick de terceros.

—¿Qué va a hacer?

—¿Te interesa John, o Kathy?

—Mera curiosidad.

—Tal vez encuentre algo y tal vez no. No te metas con ellos, Stass. Kathy es mil años mayor que tú y mil veces más dura que tú.

—Sólo me pregunto cómo se las arreglarán.

—Y yo me pregunto si te quedó algún cambio de anoche, amigo. Dámelo.

Tres días después, por intermedio de Gabe, conseguí trabajo. Empleado de la agencia. Clasificaba y entregaba cartas y memos, y hacía trámites. A causa de la relación de Gabe con Betsy, me encomendaron a Doxie Weese. Era una zombi. Podía llorar con más frecuencia, con más intensidad y por menos razones que cualquier chica que hubiera conocido. Betsy estaba muy preocupada por ella. Me sugirió que quizá Doxie se sentiría mejor si yo dormía con ella. Dije que ganas no me faltaban, pero que ni siquiera podía cogerla del brazo para cruzar una calle sin que se pusiera a berrear. Betsy dijo que lo intentara. Lo intenté, y lo conseguí. No ayudó a Doxie, y no valió la pena.

Empecé a sentirme inquieto de nuevo, tan inquieto que dije algo que no debía a la persona que no debía en la agencia, y diez minutos después estaba en la calle con un cheque en el bolsillo. Busqué trabajo a regañadientes. De pronto Gabe se fue a Portugal con su unidad para filmar los pilotos. Doxie se fue con la unidad. Betsy, dos días después, se fue a la Costa Oeste. Gabe dijo que podía usar su apartamento mientras él no estaba.

Yo seguía pensando en Kathy Keats y en la sensación que me había dado su espalda, como si pudiera partirla como una rama. La busqué en la guía telefónica. No figuraba. Encontré el edificio. La tarjeta que había debajo del botón correspondiente decía Pinelli. No tuve agallas para apretar ese botón. Al día siguiente, ella salió a las cuatro mirando a través de mí y más allá de mí. Buscaba un taxi.

—Hola —dije.

Me enfocó con los ojos y frunció el ceño.

—Ah, el universitario. ¿Cómo te llamabas?

—Kirby Stassen.

—Consígueme un taxi, primor.

Llamé a un taxi y subí con ella. Parecía sorprendida.

—¿Qué diablos estás haciendo?

—Por ahora, nada. Quiero saber cómo… cómo está su esposo.

—Muy amable por tu parte, Stassen —contestó—, pero ahora voy a la peluquería. —Dio una dirección al taxista.

—Iré contigo y luego te invitaré a tomar algo —dije.

—No salgo hasta las seis.

—Puedo esperar.

—Como quieras, primor.

Ambos nos bajamos del taxi en la peluquería. Indicó un hotel que estaba enfrente y me dijo que esperara allí, en el lobby o, en el bar. Esperé en el bar y después en el lobby. Necesitaba coraje, pero no demasiado. Cuando ella entró, me vio y me ofreció su sonrisa a diez metros de distancia. Se me acercó con aplomo, exhibiendo esa sonrisa, y entonces supe que no iba dirigida a mí, sino a la gente que la miraba.

Había poca gente en el bar. Nos dieron una mesa grande. Estábamos muy solos.

—¿Por qué diablos te preocupa John? —me preguntó.

—No sé. Pero me preocupa.

—¿Y no trabajas para Gabe?

—Se fue a Portugal. Estoy viviendo en su apartamento. Busco trabajo. Tuve un empleo, y no quería estar siempre allí, pero no debí hacer que me despidieran. ¿John tiene trabajo?

—No. Yo he estado haciendo algunos anuncios, para una pasta horrenda que te depila las piernas. Mis piernas todavía son buenas, gracias a Dios.

—Todo en ti es bueno, Kathy.

—Eres un chico atrevido, Stassen. ¿Lo sabías?

—No soy tímido. ¿Tenéis planes?

—Oh, siempre tenemos planes.

—Tus ojos tienen el color de la violencia.

—¡Vaya! ¡Una línea inmortal! Iremos a México, Stassen. A vivir en otro lugar prestado. Una playa en Acapulco. John tiene viejos amigos que están organizando allá una compañía cinematográfica. Cree que puede encontrar algo.

—Me gustaría ir a México.

—¿Por qué me recuerdas a un cocker spaniel?

—¿Cuándo iréis?

—Tendrá que ser pronto. Los Burman regresan de Italia este mes. Querrán el apartamento. Y creo que ya es hora de sacar a John de esta ciudad. Todas las puertas están cerradas. Todas las secretarias tienen orden de ahuyentarlo. El mundo del espectáculo, primor. Patea a los heridos. Diriges cuarenta películas de éxito y puedes aplastar a la gente con los talones. Añades dos fracasos y estás muerto.

—Ya es hora de que yo también me vaya de esta ciudad.

Quiso decir algo, se interrumpió, me miró con intensidad. Tuve la rara sensación de que era la primera vez que me miraba directamente y me veía.

—Por supuesto sabrás conducir, Stassen.

—Sí.

—John es un pésimo conductor. Yo odio conducir. Íbamos a viajar en avión. Pero de este modo… yo podría encargarme de todo. ¿Nos llevarías allá? Sería un trato, Stassen. Nosotros pagamos todos tus gastos más… cien dólares al final del viaje.

—Lo haré por nada.

—Gracias, Stassen, pero no necesitamos a un amigo sino a un chófer. Así todos sabrán cuál es el sitio de cada uno.

Acepté. El coche estaba en un depósito. Era demasiado coche, un Chrysler imperial de dos años, negro, equipado con toda clase de accesorios, aire acondicionado incluido, Había recorrido diez mil kilómetros. Las placas de California habían vencido. Me enteré de que un amigo lo había conducido hasta aquí.

Lo hice revisar para el viaje, y pedí nuevas placas. Llevé mi Chevrolet a Jersey y lo vendí por mil trescientos dólares. Era un mal negocio, pero el mejor que pude hacer. Así que pude salir con unos mil seiscientos pavos, todos en cheques de viajero, excepto doscientos.

Tenían mucho equipaje. La mayor parte era de ella. Llevé el coche al apartamento y lo cargué el día antes de salir, un día de nieve de mediados de marzo. Llené el maletero hasta el tope, y el asiento trasero hasta el techo, dejando espacio para una persona. Ella tenía muchas ideas acerca de dónde debía ir cada cosa, y cambiaba de parecer a cada instante.

—Kathy —dije al fin—, quizá debería conseguir una gorra y un uniforme de chófer. Para que todo esté en orden.

Ella se irguió y me clavó la mirada más desdeñosa que me hayan dirigido jamás.

—Haz tu trabajo sin quejarte, Stassen, y todos nos llevaremos mucho mejor.

Estábamos junto al coche bajo la nieve de grandes copos que se le adherían al pelo. Estuve por largarme. No tenía por qué aguantar insultos de una actriz en decadencia. Era un enfrentamiento. Ella establecía la relación correcta. Un copo se le pegó a las pestañas. No se derritió. Quise aferrarle esos hombros de niña y besarle el ojo y sentir en los labios el hielo del copo de nieve, y el tibio ojo redondo y violeta.

—De acuerdo, señora Pinelli —dije:

Ella arqueó ligeramente los labios.

—Saca la azul del fondo y pon aquí la de cuero, por favor. Tendré que usar la azul cuando lleguemos a un sitio más cálido.

Así que descargué y cargué de nuevo.

—¿A qué hora vengo, Kathy?

—Salgamos temprano. A las diez.

Así que me llevé de nuevo ese mastodonte. Iba inclinado hacia atrás por el peso. Lo guardé en el garaje y lo cerré con llave, y pasé mi ultima noche en el apartamento de Gabe, planeando un itinerario. Calculé un viaje de siete días. No sabía si mi cálculo era atinado. Pensé en mandar una tarjeta a casa para hacerles saber en qué andaba, pero decidí que sería más interesante enviarles una postal desde Acapulco. Obraría milagros en la presión sanguínea de mi padre.

A las once y cuarto de la mañana siguiente, habíamos atravesado el túnel y recorríamos la autopista de peaje de Jersey. Era una mañana clara y metálica, con la carretera seca y el tráfico liviano. Clavé la aguja en noventa kilómetros por hora. Kathy estaba junto a mí, John Pinelli detrás. Ambos parecían abatidos. No se tomaban el asunto con entusiasmo ni excitación. Pero yo sentía ganas de cantar. Decidí comentarles el itinerario.

—He pensado que lo mejor es ir hasta la 301, luego girar hacia el oeste por la 80 hasta que…

—Está bien —dijo Pinelli.

—No sé cuántos kilómetros al día queréis hacer.

—Todos los días a las cuatro, Stassen —dijo ella—, busca un lugar bonito. Pararemos entre las cuatro y las cinco. No viajaré después de las cinco. El almuerzo entre la una y las dos, por favor. Trata de encontrar lugares bonitos para almorzar.

Y así fue, en efecto. Cuando uno tiene suerte, si llega a la carretera antes de las once, y hay que salir de la autopista poco después de las cuatro, aun en un mastodonte como ese Chrysler, sé contenta con hacer cuatrocientos kilómetros diarios. En cada motel ella me daba el dinero, yo entraba para registrarnos, una habitación individual para mí y una doble para ellos. Luego yo iba hasta su habitación y metía el equipaje. Se me concedía el privilegio de comer con ellos, pero no el de cenar. Tenían una maleta con botellas, y cada noche él se emborrachaba, y comían tan tarde como lo permitiera el restaurante más cercano. Nunca cambiaron de asiento. Ella permanecía delante, junto a mí. Cada hora, encendía una vez la radio, buscaba por todo el dial y la apagaba. Nunca pude saber qué clase de programa buscaba. Cada día les dedicaba por lo menos una hora a sus uñas. Cuando tenía la oportunidad, compraba media docena de revistas. Las hojeaba de prisa, como un analfabeto que mira las ilustraciones, y cuando las terminaba, las tiraba por la ventana, una tras otra. A veces dormía, pero no más de diez o quince minutos seguidos. John Pinelli dormía con más frecuencia, por más tiempo y más profundamente: echado contra el equipaje, roncaba estentóreamente.

Para ellos yo formaba parte de la máquina. Eso me irritaba, pero no podía hacer nada al respecto. Trataba de entender su relación. A veces reñían como dos salvajes. Ella se daba la vuelta y se arrodillaba en el asiento. Actuaban como si yo estuviera sordo. Se decían de todo. A veces discutían por cuestiones de dinero. Me pregunté cómo les iba, y no les iba tan mal como yo había creído. Él había tenido participación en un par de películas lucrativas, y tenía parte de la producción de un espectáculo de televisión que se había emitido durante tres años y que aparentemente se emitiría para siempre. Y le quedaba una renta de sus años más prósperos. Vivían siempre en casas prestadas, pero en los moteles, él daba cinco dólares al muchacho que traía el hielo. Algunos de esos chicos se quedaban como si les hubieran dado en la cabeza. Había una elegante tienda de regalos en un motel donde nos alojamos. Ella compró dos camisas de tela hechas a mano, de sesenta dólares cada una.

La mayor riña por dinero fue acerca de si él debía vender su parte del programa de televisión y reinvertirla en la empresa cinematográfica mexicana. Cuando discutían por eso, cada cual sostenía la opinión que el otro había sostenido antes. Y se decían cosas que yo no le diría a una comadreja. Ella soltaba las peores groserías que jamás le oí decir a una mujer. Le decía cosas que daban ganas de matarla, y a los quince minutos, ambos se adormilaban.

A veces discutían acerca de sus talentos. Él dijo una vez que aunque Kathy actuara cincuenta veces mejor, no la contrataría siquiera en una escena de masas. Ella replicó que si alguna vez John tenía la oportunidad de filmar el Rapto de las Sabinas, lo transformaría en un fracaso de taquilla. Él dijo que las yeguas de los westerns tenían más talento. Ella contestó que él era la broma de la industria cinematográfica. Veinte minutos después se elogiaban mutuamente. Ella era mejor que Hayes y él era mejor que Huston.

Pero las peores riñas eran por sus infidelidades. Entonces el lenguaje era tan selecto que me preguntaba cómo no me salía de la carretera. Él le decía que cualquier pelandusca parecía Juana de Arco junto a ella, que si hubiera llevado la cuenta, su diario habría parecido la guía telefónica. Ella respondía que él había pasado cuarenta años demostrando su falta de discriminación. Cualquier cosa tibia y con faldas le venía bien. Luego sé arrojaban nombres, fechas y lugares, pero siempre resultaba que ninguno de los dos tenía verdaderas pruebas. Él la tildaba de zorra flaca, frígida y ridícula. Ella lo llamaba viejo gordo e impotente. Una vez, cuando se acaloraron tanto que pensé que él saltaría sobre el asiento para atacarla, una chispa de su cigarrillo alcanzó a Kathy en la muñeca. Por su modo de actuar, cualquiera hubiera dicho que acababa de perder el brazo. Él la mimó y la acarició, y ella gimió y lloriqueó hasta que encontré una farmacia.

Él entró de prisa, salió con cuatro medicamentos para las quemaduras y le puso una venda como para una muñeca fracturada.

Era un matrimonio raro.

Algo raro sucedió en un motel al oeste de Montgomery, Alabama. Hacía mucho calor para esa época del año. La piscina estaba sin agua, pero había sillas alrededor. Me senté en el crepúsculo tibio, pensando en ir a buscar algo para comer.

Ella apareció por detrás, me tocó el hombro afablemente y se sentó en la silla de al lado. Dijo que John estaba durmiendo. Me llamó Kirby por primera vez. Irradiaba tanta calidez y encanto que era como darse una ducha de chocolate caliente. Estuvimos así un par de horas. Me sonsacó mi historia. Me hizo sentir el hombre más interesante del mundo. Le di un informe completo sobre Kirby Palmer Stassen, desde mi sillita de bebé hasta mi empleo en la oficina.

—¿Qué buscas, Kirby? ¿Adónde vas?

—No sé, Kathy, Todos presionan para que te adaptes. No estoy dispuesto a jugar en el equipo.

—¿Excitación? ¿Eso quieres?

—Tal vez sea eso. Quiero… hacer todo lo que pueda. No quiero andar por un túnel.

Como un tonto, creí que eso alteraba las cosas. Pero al día siguiente volví a ser Stassen, parte del Chrysler. Tuve la sensación de que me había utilizado para una especie de sesión de práctica, como un buen cazador que se prepara para la temporada mediante el tiro al plato.

Seguimos la 79 y la 81 y cruzamos en Laredo, donde nos quedamos una noche y medio día. Algo sucedió allí. Algo íntimo, decisivo y fatal. No sé qué fue, qué se hicieron el uno al otro. Pero fue el final de algo entre ellos. Se intuía. No podía ser algo que se hubieran dicho. Nada podía ser más imperdonable que todo lo que se habían dicho anteriormente.

El cambio fue abrupto. De pronto eran penosamente corteses entre sí. Hacían comentarios sobre el camino y el tiempo. No hubo más batallas. Algo empezó a morir en Laredo. Y yo presencié ese final. Un episodio desconocido destruyó la relación, y de pronto empezaron a ser extraños.

Describo con detalle mi relación con John y Kathryn Pinelli porque sospecho que influyó mucho en lo que ocurrió después. Sé que fue decisiva en el encadenamiento de las cosas. Si no hubiera ido con ellos a México, no habría conocido a Sandy, Nan y Shack en ese tugurio en los suburbios de Del Río.

En otro nivel, si no hubiera sido por los Pinelli y lo que sucedió, no habría estado preparado para conocer a Golden, Koslov y Hernández. No habría tenido esa actitud especial que nos ayudó a los cuatro a adaptarnos como dedos en un guante.

Una vez que has destruido a alguien, y no hay modo de remediarlo, y sabes que vivirás con un curioso remordimiento el resto de tu vida, quizá puedes diluir el remordimiento en más destrucción.

Así que lo que me ocurrió quizá sea suicidio.

Ojalá Kathy tuviera la oportunidad de leer esto. No creo que lo comprendiera, ni que intentara comprenderlo. Si yo pudiera escribirlo como un guión, y si ella tuviera la oportunidad de leerlo, Kathy se entusiasmaría, frunciría el entrecejo para concentrarse, movería los labios en silencio. Pero sé lo que pasaría con esta especie de diario. Lo hojearía, vería que no hay arte, lo arrojaría por la ventanilla del coche y seguiría limándose las uñas, o reñiría con John, o se acurrucaría para dormitar como un gato perfumado.