9. Diario de la casa de la muerte

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DIARIO DE LA CASA DE LA MUERTE

Esta mañana me preguntaba cuánto tardaré en desaparecer del todo. Me refiero a algo más que la muerte. Me refiero al tiempo que pasará hasta que nadie me dedique un solo pensamiento, por fugaz que sea. En cierto sentido esto es un comentario sobre la inmortalidad limitada, una expresión muy contradictoria. La inmortalidad es un absoluto, no sujeto a limitaciones.

Mi padre y Ernie me recordarán, desde luego. Creo que ella durará más que él. Es bastante resistente. Ahora tiene cuarenta y siete años, y le daré el beneficio de la duda y diré que vivirá hasta los noventa. Eso me llevará un poco más allá del año 2000. Aquel representante llamado Horace dijo que su hijo menor tenía dieciocho meses. Supongo que su esposa enseñará a sus hijos a usar nuestros nombres como palabrotas, y supongo que el menor recordará mi nombre y vivirá hasta los noventa años, lo cual extiende la presencia de Kirby Palmer Stassen hasta alrededor del 2050. No puedo extenderla hasta los nietos del representante. Sospecho que para ellos no significará nada. Sabrán más o menos que su abuelo fue asesinado y eso será todo. Extenderla hasta el 2050 la lleva más allá de la vida de cualquiera que conozco, desde luego.

Ahora pensemos en lo físico. La materia no puede ser destruida. Es curioso notar que aún existen, en alguna parte, todas las cenizas que tuve en el ojo, todos mis recortes de uñas, cada piedra qué me ha magullado. Mi ser físico seguirá existiendo. Lo sepultarán en el Memorial Grove de Huntstown. Será una ceremonia muy íntima, sin duda, donde no se dirán palabras elocuentes. Habrá una lápida, eso sí. Ernie insistirá en eso. Algo muy pequeño, pero ostentará el nombre Kirby Palmer Stassen. Podría hacer trampa y decir que el mármol durará mil años, pero si el nombre no significa nada para quien lo lea, habré desaparecido del todo. El escándalo permanecerá vivo en Huntstown. Creo que puedo confiar en que siempre habrá ancianas que contarán anécdotas truculentas de las generaciones pasadas, así que lo estiraré un poco y diré que en el 2100 aún conservarán algún fragmento de información sobre el tema.

En cuanto a mis pertenencias, supongo que Ernie y el viejo se librarán de ellas cuanto antes y con todo sigilo, entregándolas al anonimato del vertedero del pueblo y del Ejército de Salvación. Ernie guardará algunas cosas, supongo. Escarpines. Fotos. Pero no se atreverá a mirarlas mientras mi padre esté allí.

El tercer aspecto de esta mortalidad condicional es fortuito. Supongo que los crímenes, su ejecución y el juicio tienen algún sentido para los sociólogos. Estos casos los estimulan. Sin duda figuraré en algunos textos laboriosos. Me llamarán K.S. o Kirby S., o quizá simplemente S. Pero en este juego puedo contar con que hablarán de . Si el diario que estoy escribiendo llegara a las manos apropiadas, podría inducir un estudio muy exhaustivo. No obstante, en la mayoría de los casos, estos libros mueren cuando muere el profesor que insiste en que sus alumnos lo compren. Eso me permitiría durar hasta alrededor del 2000. Pero aquí hay un imponderable. Es posible que mi caso sea expuesto por alguien capaz de producir un clásico. Si es muy bueno, si es una obra de arte, podría durar hasta trescientos años. Creo que ése sería el límite máximo, dados los continuos cambios en el idioma. Así que el genio es mi única esperanza de sobrevivir a los chismorreos. Esto me podría llevar hasta el 2260, una fecha de ciencia ficción. Y un día de ese año el último hombre leerá acerca de mí, acerca de un crimen de hace trescientos años, y tirará el último libro, y entonces habré desaparecido como si no hubiera existido nunca. El reposo final y definitivo.

Trescientos años es mucho tiempo. Es un diezmillonésimo de la duración estimada del planeta hasta la fecha. La misma proporción que hay entre tres segundos y un año. En la misma escala, mi vida ha durado un cuarto de segundo.

Riker Deems Owen vino esta mañana y, como de costumbre, logró matarme de aburrimiento. Al menos, esta vez, me ahorró la presencia de la núbil y tímida señorita Slayter. Me llevaron a la muy bien equipada sala de conversación para que hablara con él. Hablamos por micrófonos y estamos separados por dos placas de vidrio a prueba de balas. Él no parece advertir que se ha puesto en ridículo ante el tribunal. Es un hombrecillo pomposo, pretencioso y tonto. Hoy habló de la complejidad de la apelación en este caso, de sus esperanzas de obtener una postergación de la ejecución. Sospecho que mi padre ejerce una presión constante. Es inútil, desde luego. Riker Owen lo sabe y yo lo sé, pero él me sonríe vidriosamente en un esfuerzo por alentarme. Uno sólo puede vivir en lugares así cuando toda esperanza ha muerto. La esperanza es una flaqueza enervante que vuelve imposible la adaptación.

Repitió que Ernie y mi padre querían verme, y que eso podría arreglarse, y yo le repetí que no me interesaba verles. No le haría bien a ninguno de nosotros. Me preguntó si por lo menos les escribiría. Le dije que les informara que estoy bien, razonablemente animado, que me dan todo lo que pido dentro de lo razonable. Le dije que estoy escribiendo una crónica de mis experiencias y que me han asegurado que se la entregarán a mis padres cuando me hayan ejecutado.

Este lugar es tan bueno como cualquier otro para insertar mi nota para vosotros, Ernie y papá. No espero que entendáis lo que estoy escribiendo. No espero que intentéis entenderme a mí. Yo no me entiendo muy bien. Podéis leerlo y guardarlo, y quizás un día encontréis a un hombre muy sabio, alguien de confianza, que lo leerá y podrá contaros por qué sucedió todo esto, y que básicamente no soy diferente de los hijos de vuestros amigos. Todos ellos son, en potencia, iguales a mí. Han tenido el privilegio de soportar crisis más blandas.

Os aclaro que no intento heriros con mi franqueza. Si yo escribiera lo que sospecho que os gustaría leer, no tendría sentido escribir.

Mi relato había llegado hasta Chubby’s Grill, en la Carretera 90, en las afueras de Del Río. He dedicado mucho tiempo y espacio a la historia de Kathy Keats. No es un episodio más, ni un aparte, ni una digresión. Lo que ocurrió allí, con ella y con nuestra relación, está cerca del meollo de todo lo que ocurrió después.

Era domingo por la tarde. Sandy Golden se había burlado de mí, pero no de un modo que me enfureciera. Había un eco de excitación nerviosa en su tono de voz.

Sonreí hacia el rincón mugriento de donde venía la voz, compré una botella de cerveza fría en la barra y me acerqué, la cerveza en una mano, la maleta en la otra.

—Todo universitario quiere ser reconocido enseguida como universitario —dijo—. Es como rascar un perro detrás de la oreja. ¿Has estado de excursión por el Oeste? No llevas tus pantalones de Marshal Dillon.

—Es un nuevo tipo de excursión —le dije—. Nadie lleva nada. Nos mantenían con alimentos dietéticos. Tienes que traer tu propio caballo.

—Siéntate, universitario —dijo—. Te presento a Nan y Shack. ¿Cómo te llamas?

—Kirby Stassen.

—Siéntate y hablemos, Kirboo. Estoy entre compañeros obtusos. Soy Sander Golden, poeta, experimentador, antropólogo cultural. Excavo en las pasturas lejanas del espíritu. Siéntate y observa.

Me senté. Mis ojos se habían adaptado a la penumbra. Shack era un monstruo feo. Sander Golden era un impostor sucio, inquieto y divertido, algo mayor que el resto de nosotros, más cerca de los treinta. Sus gruesas gafas estaban reparadas con cinta adhesiva, y descansaban de lado sobre su nariz delgada. Tenía mala dentadura y calvicie incipiente. Nan era una hembra huraña y avinagrada con demasiado pelo y un modo ensayado de mirar directamente a los ojos. Era una mesa con cuatro sillas.

Al tratar de escribir esto, encuentro que hay un problema que no puedo resolver. No puedo comunicar el sabor singular de la charla de Sandy. Cuando trato de transcribir sus palabras, suenan llanas. Su mente siempre se adelantaba a sus palabras, de modo que a veces era casi incoherente. Y él parecía estar siempre de vacaciones. Es la mejor palabra que puedo encontrar. Gozaba de cada minuto, viviéndolo con intensidad, y te arrastraba consigo. Era un tipo ridículo, y uno se preguntaba qué haría o diría a continuación. Era ridículo, pero también era temible. Elaboraba sus propias reglas sobre la marcha.

Tenían una botella de tequila añejo en el suelo. Sandy y la muchacha lo bebían a sorbos en tazas de porcelana para saké, que según averigüé más tarde habían salido de la mochila de Sandy. Shack lo empinaba a tragos. Compré un vaso de la casa y, cuando me invitó, me puse a empinarlo con él.

Shack y Nan no participaban en la charla. Me miraban de vez en cuando, Con aire de reprobación. Yo era el extraño. Y en lo hondo de la efusividad de Sandy, había un desdén que también me señalaba como alguien ajeno al grupo. Yo era una muestra del mundo exterior, y me estaban examinando.

La conversación con Sandy giró en varias direcciones. Yo sabía que él alardeaba, y esperaba la ocasión para atraparlo. Tuve mi oportunidad cuando se puso a hablar de música clásica. No me preguntéis cómo llegamos a eso. Recuerdo vagamente que la charla saltó de Brubeck y Mulligan a Jamal y luego retrocedió un siglo.

—Todos esos tipos se tomaban prestado unos de otros —dijo—. Se estudiaban y tomaban lo que les gustaba. Debussy, Wagner, Liszt… demonios, admitieron que habían copiado a Chopin. Como el tal Bach. Tomó cosas de Scarlatti.

—No —afirmé. El tequila me estaba causando efecto.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que no, Sandy, que te equivocas. Vivaldi influyó en Bach, si en él estás pensando. Antonio Vivaldi. Alessandro Scarlatti se dedicaba a la ópera. Influyó en Mozart, tal vez. No en Bach.

Se quedó quieto como un pájaro en una rama, clavándome los ojos. De pronto chasqueó los dedos.

—Scarlatti, Vivaldi. Me confundí de italiano. Tienes razón, Kirby. ¿Qué pasa con la educación? Creí que los estudiantes sólo aprendían Adaptación de Grupo y Selección Nupcial. —Se volvió hacia los demás—. Eh, animales. Quizá tenga alguien con quien hablar. Shack, pásame la mochila.

Shack se agachó para levantar la mochila. Sandy se la apoyó en el regazo y la abrió. Extrajo una caja de plástico con compartimientos. Tenía unos cuarenta centímetros de longitud, cinco de profundidad y diez de ancho, con seis compartimientos en total, llenos de píldoras.

Miró la hora, sacó dos píldoras diferentes y las puso frente a Nan. Ella las tomó sin decir nada. Él se apartó dos. Luego seleccionó tres y me las alcanzó. Una era un pequeño triángulo gris con puntas redondeadas. Otra era una cápsula gris y blanca. La tercera erá una píldora pequeña, blanca y redonda.

—Buen provecho —dijo.

Noté que los tres me miraban con atención.

—¿Qué son?

—Te llevarán al frente, universitario. Te arrancarán del borde de la acera y te pondrán en medio del desfile. No causan adicción. Milagros de la moderna ciencia médica.

Si aún tenía algo que perder, no recordaba qué era. Las tragué con tequila.

—Tienes una buena provisión —dije.

Nan intervino en la conversación por primera vez.

—Por Dios, tenía esos talonarios de recetas en Los Ángeles, y a cada momento íbamos a una farmacia para pedir recetas del doctor Golden. Empapeló la ciudad.

—En latín —dijo Sandy, dándole palmaditas a la caja—. Me da una profunda sensación de seguridad.

—¿Qué efecto tendrán en un obtuso? —preguntó Nan.

—Eso estamos estudiando —le dijo Golden.

Mientras hablábamos esperé a que algo ocurriera. No sabía qué esperar. Todo había sido tan gradual que no notaba el cambio. De pronto advertí que mi percepción del entorno se había realzado. El color dorado del sol de afuera, la pestilencia rancia de ese tugurio, las uñas mordidas de Nan, las gruesas y velludas muñecas de Shack, los veloces ojos de Sandy detrás de las gafas torcidas. Todos los cantos estaban más afilados. El canto de mi mente estaba más afilado. Cuando Sandy hablaba, era como si pudiera adivinar cada palabra una fracción de segundo antes que la dijera, como un eco al revés. Me temblaban las manos. Cuando yo no hablaba, apretaba los dientes con tanta fuerza que me dolían. Cuando movía la cabeza, parecía estar montada en un mecanismo en vez de girar naturalmente. Una euforia constante me aleteaba en las entrañas. Y todo encajaba en el mundo. Todo congeniaba, y yo conocía el sentido filosófico de todo. A veces me parecía verles a los tres por un telescopio invertido, diminutos, contrastantes, claros. Luego sus caras crecían hasta un tamaño descomunal. Shack era un monstruo divertido. Nan tenía un encantó crepuscular. Sandy era un genio. Eran el grupo más simpático que había conocido.

Y la charla. ¡Dios, qué manera de hablar! Se me ocurrían las palabras precisas, las palabras especiales, y mi conversación parecía poesía. No necesitaba tequila. Parloteaba sin cesar. Puse los puños trémulos sobre la mesa, me incliné hacia adelante, les conté toda la historia de Kathy, y al contarla lamenté que no hubiera un magnetófono para grabarla toda. Conté todo, y al final me callé.

—Está canturreando —dijo Sandy con afecto.

—¿Demasiada D? —sugirió Nan.

—Es fuerte. Puede aguantar una buena carga. ¿Así que no tienes rumbo, Kirby?

—Sin rumbo, solo, libre como un pájaro —dije. Me vibraban los oídos. Oía mi corazón como si alguien martillara un árbol.

—Iremos a Nueva Orleáns —declaró Sandy—. Allá conozco a gente divertida. Será un largo baile. Conseguiremos una colchoneta y viviremos fructíferamente.

—Si este grupo crece más, podemos contratar un Greyhound —gruñó Nan.

—Mira todo lo que él puede aprender —dijo Sandy—. Podemos ahuyentar los problemas de su mente, Nan. ¿Dónde está tu benevolencia?

—No le necesitamos —dijo Nan.

Sandy, rápido como la luz, le dio un puñetazo en la cabeza, tan fuerte que por un instante los ojos de Nan se desenfocaron.

—Eres una lata —dijo Sandy, sonriéndole.

—No le necesitamos —dijo ella—. No tienes por qué pegarme en la cabeza.

—Si prefieres, le digo a Shack que lo haga él, muñeca.

En ese momento yo no sabía dónde Nan guardaba la navaja, pero apareció con rapidez mágica, con un chasquido, la hoja delgada, firme, pálida como el mercurio, a diez centímetros del cuello de Shack.

—Pégame una vez, Hernández —dijo ella, sin mover apenas los labios—. Sólo una vez.

—Por Dios, Nan —gimió él—. Guarda eso. Yo no he hecho nada.

Había dos clientes en la barra. El camarero se acercó a la mesa.

—Eh, no quiero navajas aquí. No quiero líos.

Mientras Nan plegaba la navaja y la guardaba bajo la mesa, Shack se levantó. Era demasiado corpulento para incorporarse con tanta agilidad.

—¿Quieres líos? —preguntó.

—No. Eso es lo que decía, amigo. No quiero líos. —El camarero se marchó. Shack lo alcanzó de una zancada, le aferró el antebrazo y lo hizo girar.

—No he entendido bien —dijo Shack—. Creí que buscabas líos.

El hombre era grande y fofo. De pronto la cara se le puso gris y se le perló de sudor. No entendí hasta que vi la manaza de Shack en el brazo del hombre. Shack parecía tocarlo apenas, pero sus dedos de hierro se hundían en el brazo fofo y redondo. Al hombre se le aflojaron las rodillas. Se irguió con esfuerzo.

—Sin… problemas —jadeó.

—Así me gusta —dijo Shack—. De acuerdo. —Por un instante la cara se le contorsionó con el esfuerzo. El hombre soltó un balido distante, cerró los ojos y cayó sobre una rodilla. Shack lo levantó, lo empujó hacia la barra y lo soltó. El hombre se alejó tambaleando. Shack se sentó.

—La filosofía de la agresión —dijo Sandy—. Ella se enfadó conmigo y se desquitó con Shack, que se desquitó con el gordo. Esta noche, cuando llegue a casa, él le dará una paliza a su mujer. Ella le pega al chico. El chico patea al perro. El perro mata al gato. Fin de la línea. La agresión siempre termina con algo muerto, Kirby. Recuerda eso. Es el único modo de terminar la cadena. Si ella hubiese degollado a Shack, habría sido el fin. Todos somos animales. Vámonos de aquí.

Salimos bajo el sol oblicuo. Yo tenía esa maleta mexicana, barata y lustrosa. Sandy Golden llevaba la mochila al hombro. Nan llevaba una sombrerera grande y blanda, un objeto que parecía un tambor, forrado con un plástico rojo que imitaba la piel de un caimán. Shack llevaba sus pocas pertenencias en una bolsa de papel marrón. El mundo era brillante e indiferente, algo sin sentido. Durante una hora tratamos de parar un coche. Éramos demasiados. No parecía importar. Nan se sentó en mi maleta. Sandy habló de las implicaciones sexuales del diseño del automóvil norteamericano. Con la última luz del día, un viejo paró su camión. A nosotros tres nos hizo, ir atrás y a Nan la hizo sentar delante. Nos dejó en Brackettville, a cincuenta kilómetros. Allí tenía que virar al norte. Comimos hamburguesas dudosas en un café mugriento.

Había estado con ellos el tiempo suficiente como para oler lo que pasaba. Shack acechaba a Nan con una paciencia inagotable, una deliberación implacable; Cuando se le acercaba, se le hinchaba el pescuezo. Ella lo sabía, y también Golden. Pero el patético afán de agradar a Sandy impedía que Shack diera rienda suelta a su salvajismo. No le detenía la navaja. Yo había visto cómo se movía. Se la habría arrancado de la mano antes de que ella pudiera usarla. Su deseo era tan fuerte que parecía almizcle en el aire.

Encontramos un lugar en Brackettville. Un dólar y medio por cama. Pequeñas cabañas mohosas, de imitación a ladrillo amarillo, cada cual con un camastro doble de hierro que se hundía como una hamaca, una lámpara de cuarenta vatios, un lavabo manchado, con un solo grifo, una silla, dos estrechas ventanas, una puerta. Linóleo cuarteado en el suelo. El cuarto de baño, fuera. Sábanas que parecían Kleenex gris. Clavos en los tabiques en vez de perchas. Las Cabañas del Paraíso.

Había seis y éramos los únicos clientes. Cogimos tres. Cuatro dólares y medio por tres camas. Nos sentamos en la cabaña de Sandy y Nan: Shack en la silla, Sandy y yo en la cama, Nan en el suelo. Charlamos. Sandy sacó sus píldoras.

—Estas solas son la muerte, tío —dijo—. Bajas a un metro veinte, donde te hablan los gusanos.

Nos separamos. Yo estaba en la cabaña del medio. Me acosté enseguida, tratando de no pensar en los bichos. Me dormí tan pronto que no la oí entrar. Desperté sobresaltado cuando ella se me enroscó. Me llamaba con voz irritable y me sacudía con insistencia.

Yo me había dormido tan de prisa que el tiempo y el espacio estaban desquiciados. Con una alegría casi intolerable abracé a Kathy Keats y encontré su boca junto a la mía. Pero los labios eran diferentes, la textura era diferente, y su pelo tenía un olor mohoso. Kathy estaba gris y muerta, y al recordarlo, todo lo demás volvió a ocupar su lugar.

Aparté mi boca de la suya y dije:

—¿Nan?

—¿Quién crees que es, Bo Pee? —dijo con voz huraña y somnolienta. Sus caricias eran mecánicas como la letra de una canción.

—No sabía que yo te gustaba.

—¿Por qué no te callas? Sandy dijo que te visitara y aquí estoy, así que liquidemos el asunto. Ahórrame el discurso.

Si yo hubiera despertado pensando que era Kathy, habría sido imposible. Pero no lo fue, y liquidamos el asunto porque parecía más fácil que mandarla de vuelta con un mensaje para Sandy que dijera «No, gracias». Ella actuó con destreza y rapidez, se apartó de mí y se puso sus pantalones en la luz tenue. Se había dejado la blusa.

—Dale las gracias a Sandy —dije en tono socarrón.

—Dáselas tú, algún día —dijo Nan, y el cancel crujió cerrándose de golpe cuando ella se fue. Antes de que pudiera disfrutar de mi propia amargura, volví a dormirme.

Me enteré del motivo de Sandy el lunes, casi al mediodía, a un kilómetro al este de Brackettville en la 90, mientras volaba en la euforia encapsulada del Doctor Golden, llamando con los pulgares a los coches que pasaban rugiendo, en medio de remolinos de polvo. Sandy extendió la mano y palmeó el firme trasero de Nan con aire de propietario.

—¿Esta hembra se portó bien anoche, Kirby, o se puso difícil?

—Ella… se portó bien —mentí, sintiéndome inquieto.

Y tuve que volverme para mirar a Shack. Tenía la cara roja e hinchada y clavaba los ojos en Sandy, como quien ha perdido a su último amigo. Parecía al borde de las lágrimas.

—¡Dios, Sandy! —exclamó—: ¿Así que sí está bien con él, pero nunca…?

—¿Y no tenemos que enseñarle a este joven prometedor todo acerca de la vida y la realidad, Shack? ¿Le privarías de una educación?

—Yo pensé que no querías compartirla, y eso estaba bien, pero si vas a portarte así, yo voy a…

—¿Vas a qué? —preguntó Sandy, acercándose a Shack.

—Quise decir…

—¿Quieres ir a Nueva Orleans o quieres volver a Tucson, Hernández?

—Quiero ir contigo, Sandy, pero…

—Entonces cierra el pico.

Shack soltó un largo suspiro.

—Lo que tú digas, Sandy.

Parecía una escena de toreo. Hernández podría haber desnucado a Sandy con las manos. La muchacha era la capa, extendida frente al toro negro, y grácilmente apartada ante su embestida. Supe que Sandy ponía a prueba su propia fuerza y control. Pero cuando la escena terminó, Shack me miró de un modo perturbador. Hasta entonces me había tratado con indiferencia. Pero intuí que ahora quería ponerme esas manazas encima.

Al fin nos recogió otro vehículo, una furgoneta, con dos hombres curtidos en la cabina. Los cuatro viajamos atrás, y esta vez avanzamos sesenta kilómetros, hasta Uvalde. Después de la comida y el alojamiento, un poco mejor que el anterior, no nos quedaba mucho dinero. Nos sentamos en la cabaña de Nan y Sandy y juntamos todo lo que había. No llegaba a los nueve dólares.

—Si seguimos así —dijo Sandy—, tendremos barba cuando lleguemos a la calle Burgundy. O nos moriremos de hambre.

—Podemos hacer un alto y trabajar un poco —dijo Shack.

—Nunca vuelvas a usar esa palabra en mi presencia —le dijo Sandy.

—Es porque somos muchos —dijo Nan—. Te lo advertí. Podemos separarnos. Tú y yo, cariño, haríamos todo el trayecto en un día, te lo juro.

—Somos demasiado felices juntos para separarnos —dijo Sandy.

—¿A esto le llamas felicidad? —refunfuñó ella.

—Cállate —dijo él—. Esto es divertido. De todos modos, tengo una idea. Para mañana. Tenemos que espabilarnos. Usar todo nuestro talento. Necesitamos coche propio, chicos.

—Modelo gran robo —dijo oscuramente Shack.

—Quizá podamos pedir uno prestado.

—¿Cómo? —pregunté.

—Mira y aprende —dijo él—. Mira y aprende, universitario.

El día siguiente era martes, 21 de julio. El día en que, según dicen, empezamos nuestra «carrera». El lunes a la noche Sandy nos dopó tanto que no nos despertamos hasta el mediodía, y entonces nos levantó de un brinco, le dio a Shack lo que quedaba del tequila y nos hizo caminar hacia el este por la Carretera 90 hasta que nos arrastramos. Era un día deslumbrante, aplastante. No nos dio instrucciones hasta que encontramos un sitio que le gustó.

Sucedió tal como lo había planeado. Nan se quedó al borde del camino con su sombrerera. Nosotros nos tendimos detrás de las rocas y la maleza. Un hombre solo detuvo su flamante break Ford blanco y azul a varios metros de ella, y retrocedió tan de prisa que evidentemente había pensado que era mejor recogerla antes de que llegara otro. Ella se sentó en el asiento delantero con la sombrerera. Le sonrió y le sugirió que la pusiera en el asiento de atrás. Él tomó la caja con ambas manos y giró en el asiento. Mientras estaba en esa posición, ella le clavó la punta de la navaja en la boca del estómago, rasgando apenas la piel, y le dijo que si movía un músculo lo abriría en canal como un ganso de Navidad. Le convenció. El hombre ni siquiera soltó la caja. Lo tuvo así hasta que dos coches pasaron de largo. Cuando el camino quedó despejado en ambas direcciones, Nan nos pegó un grito. Nos levantamos, corrimos al Ford y entramos. Sandy y yo fuimos atrás. Shack fue a la puerta delantera del conductor, la abrió y le asestó un golpe bajo la oreja con su manaza. El hombre quedó atontado. Shack lo empujó con la cadera y se puso al volante. En un instante corríamos a una velocidad legal. Nan miró en la guantera. Encontró una automática calibre 32 y se la pasó a Sandy, que la guardó en la mochila.

—¡Me gustan los breaks! —dijo Sandy respetuosamente, y todos nos echamos a reír. Sin motivo.

Yo no sentía culpa ni temor. No creía que hubiéramos hecho nada grave. Era como una broma complicada.

El hombre se movió, gruñó, y alzó la cabeza.

—¿Qué estáis haciendo…?

Nan le puso la navaja contra las costillas.

—No hagas preguntas, tejano —dijo Sandy.

Diez kilómetros después, Sandy pidió a Shack que aminorara la velocidad. La ruta estaba despejada. Giramos hacia una carretera arenosa que era apenas una huella. Anduvimos a trompicones entre las piedras hasta que quedamos detrás de una loma árida, lejos de la carretera. Sandy le pidió a Shack que girara para que quedáramos encarados hacia afuera. Shack sacó la llave del contacto. Salimos. En el repentino silencio estábamos a mil años de la civilización. Un lagarto nos miró y huyó. Un buitre volaba en el cielo azul, alto como un jet. Se oía el rugido agudo de los coches, cada vez más grave cuando se perdían por la invisible carretera.

A varios metros del coche había una pila de rocas. Nan y Sandy se sentaron en ellas. Me acuclillé a poca distancia de ellos. Shack sacó medio cigarro del bolsillo, lo encendió y se apoyó en el guardabarros delantero. El hombre estaba junto a la puerta abierta. Se frotaba el cuello y pestañeaba. Tendría unos treinta y cinco años, con el pelo rubio cortado al rape y una zona calva. Tenía cara redonda y franca, ojos azules, tez clara. La nariz, la frente y la calva estaban rojas y despellejadas. Llevaba una camisa deportiva azul, manchada de sudor en las axilas, pantalones grises, zapatos blanquinegros. Tenía un torso largo, piernas cortas y arqueadas y un vientre que le colgaba sobre el cinturón bajo. Llevaba una ancha sortija nupcial de oro, y un grueso anillo de sello en el meñique de la mano derecha.

Trató de sonreír.

—Pensé que la dama viajaba sola —dijo—. Lo siento.

—¿Cómo te llamas; tejano? —preguntó Sandy.

—Becher. Horace Becher.

—¿A qué te dedicas, Horace?

—Soy gerente de ventas de la Blue Bonnet Tile Company, cerca de Houston. Estaba recorriendo el territorio. Echando un vistazo.

—¿Echando un vistazo a las muchachas, Horace?

—Bueno, ya sabes lo que pasa.

—¿Qué es lo que pasa, Horace?

—No sé. La vi allí… —Recobró la compostura visiblemente. Su sonrisa se hizo más simpática. Casi se le oía decirse a sí mismo que era un vendedor, así que tenía que vendernos algo—. Supongo que queréis dinero y supongo que queréis el coche. Todo está asegurado, así que es vuestro. No crearé problemas, muchachos. Esperaré el tiempo que digáis antes de hacer la denuncia, y no podré recordar el número de la matrícula cuando la haga. ¿Os parece un buen trato?

—Tírame la cartera, Horace —ordenó Sandy.

—Claro. Seguro. —La sacó y la tiró. Aterrizó cerca de mí. La recogí y se la pasé a Sandy.

Sandy contó el dinero.

—Doscientos ochenta y dos dólares, Horace. Muy bien. Muy considerado, hombre.

—Me gusta llevar mucho efectivo conmigo —dijo Horace.

—Ajá. Tarjetas de crédito. Tarjetas de socio. Estás lleno de tarjetas, Horace. ¿Y también la Legión Americana?

—Ingresé cuando terminó la guerra. Estuve en Japón durante la ocupación.

—Muy bonito. ¿Perteneces a muchos clubes, Horace?

—Bueno, los Elks, los Masons, el Civitan.

—¿Cuál es tu handicap en golf?

—Lo mío son los bolos. Clase A. Ochenta y tres de promedio el año pasado.

—¿Bebes cerveza cuando juegas?

—Bueno, supongo que forma parte del asunto.

—Te ves muy mal, Horace, con esa repugnante barriga. Tendrías que beber menos cerveza.

Horace se palmeó el vientre y rió. Fue un sonido llano y solitario bajo el sol caliente, y no duró mucho.

—¿Quién es la gorda de la foto?

—Mi esposa —dijo Horace, en tono rígido.

—Será mejor qué ella también beba menos cerveza. ¿Estos son tus hijos?

—Dos de ellos. Esa foto es de hace tres años. Ahora tengo un niñito de dieciocho meses. Como decía, podéis llevaros el coche y el dinero. Sin rencores.

—Si lo hacemos, ¿lo llamarías robo, Horace?

El hombre lo miró sorprendido.

—¿No lo sería?

—Esto es una actitud asquerosa, tío. Eres un triunfador, miembro de clubes. Y tienes la oportunidad de prestarnos un coche y algún dinero.

—¿Un préstamo?

—Somos tus nuevos amigos. Trata bien a tus amigos, tejano.

—Claro —dijo animosamente—. Puede ser un préstamo, si queréis.

Había retrocedido poco a poco hacia la puerta abierta. Yo lo había notado, y supuse que Sandy también. De pronto giró y se hundió en el coche, abriendo la guantera. Hurgó con ambas manos, soltando una alegre lluvia de cupones, jirones de Kleenex, bronceador, mapas de carretera. Sus manos se movieron más despacio y se detuvieron. Se quedó en el asiento, como agotado, y oímos su respiración jadeante. Se levantó despacio y nos sonrió con cara enfermiza.

—Eso no ha sido nada cortés —dijo Sandy.

El ruido de un jet desgarró el cielo a lo lejos. Becher se quedó de pie ante el estanque negro de su propia sombra. Sudaba con profusión. La situación estaba cambiando. Él lo había impulsado. Sentí que el estómago me daba vueltas.

Shack caminó despacio hacia la parte trasera del coche, la abrió, sacó una caja de cartón.

Horace se volvió, lo vio y dijo con automática autoridad:

—¡Ojo con eso! Es un pedido especial. ¡Una cerámica italiana especial para un mostrador!

Shack alzó la caja en sus brazos. Con un esfuerzo tan controlado que no se notaba, la elevó sobre su cabeza y la lanzó en un alto arco. La caja trazó una lenta curva en la caliente y blanca luz del sol y se partió con estrépito contra las rocas. Brillantes astillas de mosaico tintinearon sobre las piedras.

Eso también cambió las cosas. Era un símbolo. Becher quizás intuyó que las cosas cambiaban de prisa, así que dijo:

—Puedo haceros un papel. El préstamo del coche y el dinero. Tendréis algo que mostrar.

Nan se desperezó como un gato. Sandy recogió unas piedras y las arrojó una por una, hasta que la cuarta dio en el blanco y partió un mosaico sano que se había caído de la caja rota.

Todo crecía y cambiaba. Nos acercábamos al borde de algo. Recuerdo algo parecido a lo que ocurrió con Becher. Yo tenía catorce años. Éramos cinco, todos de la misma edad. Un sábado de agosto por la noche, fuimos en bicicleta hasta la casa de los Crozier y subimos por la larga avenida hasta la casa desierta. La familia se había ido a su casa de verano en Maine. Paul Reattie, mi mejor amigo en esa época, estaba loco por Marianne Crozier. Nuestra idea, ridícula, traviesa y ligeramente romántica, era irrumpir en la casa, encontrar el cuarto de Marianne y dejarle un mensaje misterioso de un admirador anónimo.

Entramos por la ventana del sótano. Nos daba miedo hacerlo. Habíamos venido preparados, cada cual con una linterna. La electricidad estaba desconectada. Avanzamos despacio en un grupo cerrado, susurrando. A veces nos deteníamos a escuchar. Era una casa enorme y vieja, llena de fantasmas y crujidos. Encontramos el cuarto de Marianne. Para entonces nos habíamos envalentonado y nos pusimos a alardear, cada cual a su modo, ante los demás miembros del grupo. Fats Carey brincó en la cama de Marianne haciendo comentarios obscenos. Gussy Ellison descubrió que el agua corriente funcionaba y corrió de un cuarto de baño al otro, abriendo todos los grifos, llenando todos los lavabos y las bañeras. El constante rugido del agua nos alentó en vez de intimidarnos. Kip McAllen volcó en la cama de la amada de Paul el contenido de los frascos que encontraba en botiquines y cómodas. Al principio Paul se indignó ante esta violación del altar e intentó detener el desorden, pero pronto se plegó al espíritu de anarquía.

Crecía y florecía con nosotros. Recorrimos la casa subiendo y bajando escaleras, tratando de superar a los demás en actos de valentía, y cada cual gritaba al resto que presenciara tal o cual atentado contra la decencia. Cuando al fin nos fuimos, por lo menos tres horas después, temblando de excitación, riendo y gritando como salvajes, cada cual tratando de exagerar su propia culpabilidad, dejamos atrás una ruina: objetos preciosos destruidos, aplastados, manchados y degradados, libros, espejos, cuadros, lámparas, estatuas, ropa, El diario informó luego que la inundación había causado daños estructurales por quince mil dólares, y los otros daños se estimaban en veinticinco mil. Hubo editoriales sobre el vandalismo. Vivimos aterrados durante un mes. Nos reunimos para elaborar una coartada tan intrincada que no habría sobrevivido a diez minutos de interrogatorio intenso. Pero nunca nos interrogaron. Todos veníamos de familias eminentes. Pocas semanas después, tres de nosotros nos fuimos para ingresar en escuelas privadas. Si nos hubiéramos quedado todos en la secundaria de Huntstown, quizá nos habríamos delatado.

Trato de señalar esto: no fuimos a la casa de los Crozier para causar daños por cuarenta mil dólares. Fuimos por razones románticas. Atravesamos la tibia noche cabalgando en nuestros corceles con ruedas dentadas, nobles como caballeros. Cuando nos fuimos era como si hubiéramos sufrido una breve y chocante enfermedad. La violencia era algo acumulativo que se alimentaba de sí mismo.

Recuerdo que, como en un sueño, me subí a una silla y bajé el sable que colgaba de la pared del señor Crozier. Lo desenvainé. Siseaba cuando lo moví en el aire. Había un busto de mármol en una mesita, la cabeza y los hombros de un hombre barbudo. «Te decapitaré», susurré, blandiendo el sable con todas mis fuerzas. La hoja se partió en la empuñadura. Me ardieron las manos. El busto se tambaleó y cayó, y la cabeza se partió en el piso de madera. Era una gran excitación, una liberación rugiente.

Ahora, menos de un decenio después, estaba acuclillado en una comarca calurosa y veía cómo todo crecía de nuevo hacia la demencial liberación.

Becher no podía creer lo que le sucedía. Creo que en cierto sentido pensaba que todo terminaría, y que sería una anécdota que contaría en su oficina y durante sus viajes. Pero en un nivel más primitivo comprendía y estaba espantado. Tenía mal color. Movía la boca. Era como si estuviera en un nido de víboras, preguntándose cómo comunicarse, cómo apaciguarnos, ansiando ser invisible.

Shack sacó del coche la maleta del viajante, la arrojó al suelo, la abrió. Extrajo la ropa y cogió una botella de bourbon, medio llena. La destapó, bebió dos largos sorbos, tosió y se la ofreció a Sandy.

—Dásela a Horace —dijo Sandy—. Es un tipo nervioso.

Shack le dio la botella a Horace.

—Bebe —dijo Sandy.

—Está caliente —musitó Horace.

—Hasta la última gota. Sin parar. O tendrás cosas difíciles que hacer. Bebe, hombre.

Nos miró a todos, se relamió los labios y se puso a beber. Empinó la botella, cerrando los ojos ante el sol. La blanda garganta ondulaba. El líquido bajaba. Casi lo consiguió. Pero su estómago se rebeló. Se tambaleó y cayó de rodillas. La botella se hizo añicos contra el suelo. Horace vomitó en las piedras calientes y la arena. Se incorporó despacio y se apoyó en el coche. Tenía la cara amarillenta.

—No. estás en forma —dijo Sandy—. Necesitas ejercicio. ¿Alguien tiene alguna idea?

—Saltos mortales —dijo Nan—… Son bonitos.

—Saltos mortales… sobre el coche —dijo Sandy.

—No creo que yo…

—Tienes que hacer cosas difíciles, Horace. ¡Vamos!

Shack se le acercó. Horace lo miró y buscó un lugar blando para la cabeza. La primera vez cayó de costado. La segunda vez lo hizo bien. Cuando rodó para sentarse, las piedras le magullaron la espalda. Rodeó el coche lenta y penosamente. Se detuvo, enrojecido, trémulo, jadeante. Sandy le dijo que lo hiciera una vez más. Le llevó más tiempo. Mientras se preparaba para un nuevo intento, Shack le pegó en la espalda y él giró de prisa, tanto que terminó de pie, tambaleando para recobrar el equilibrio. Le sangraba la espalda.

—Hazlo todos lo días y vivirás más tiempo —le dijo Sandy—. ¿Lo harás todos los días?

—Sí —dijo Horace, sin resistencia. Había aceptado la humillación, y no quedaba mucho de él, salvo el ciego deseo de complacer. La vida no lo había sometido a pruebas de fuerza. No tenía recursos para resistir esta pesadilla bajo el sol del mediodía. Esperaba resistir. Eso era todo.

Nan estaba de rodillas, hurgando en la maleta. Extrajo una caja con artículos de tocador y la abrió. Encontró crema de afeitar y apretó el botón. Un largo gusano de espuma cayó en las piedras. Ella nos sonrió a Sandy y a mí.

—Tráeme esa camisa amarilla —dijo Sandy. Nan se la llevó. Él se levantó y se quitó su camisa. Era flaco y pálido, blanco y huesudo al sol, sin vello en el pecho. Se puso la camisa amarilla y se la abrochó. Las costuras del hombro le caían en los brazos. La camisa le colgaba en el cuerpo.

—Es un color excitante —dijo.

—Es demasiado grande —dije yo.

—Puedo escribir lo del coche —dijo Horace. Era una frase talismánica, repetida como un rezo sin esperanzas. Estaba atontado por la náusea, el miedo, el dolor y el agotamiento—. Puedo escribirlo.

Sandy tomó su mochila y sacó la automática. Los ojos azules le bailaban detrás de las gafas. La presencia del arma al sol volvió a cambiarlo todo. Me levanté despacio sobre mis piernas entumecidas. Nan se quedó de pie, ladeando la cabeza. Shack permaneció inmóvil.

Sandy tomó la crema de afeitar y se la arrojó a Horace. Le rebotó en el pecho y cayó al suelo.

—Recógela, Horace. Eso es. Te amo, Horace. Eres el espinazo del nuevo Sur. Aléjate del bonito coche. ¡Así me gusta! Eres maravilloso. Ahora viene la parte de Guillermo Tell. Oíd el redoble de los tambores, ciudadanos. Ponte el recipiente en la cabeza, Horace.

Los ojos de Horace se hincharon.

—No puedes…

—Confía en mí. Tengo buena puntería. ¡Póntelo! Te amo, Horace Becher, gerente de ventas, jugador de bolos, padre de familia.

Becher se quedó de pie con los ojos cerrados y las manos en los costados. Se mecía ligeramente. Sandy se mordió el labio. Vi que el caño de la pistola trazaba pequeños círculos en el aire. La empuñaba con el brazo tendido, apuntando con cuidado.

Se oyó una detonación, un ruido apenas más fuerte que el de una pistola de juguete. Horace se sacudió bruscamente y el recipiente cayó al suelo. Sandy le dijo que lo recogiera de nuevo y se lo pusiera en la cabeza. Apuntó otra vez. La pistola disparó. Un pequeño orificio negro apareció en la frente de Becher, hacia la izquierda. Los ojos se le abrieron mientras caía el recipiente. Dio un paso para abrir las piernas, como para sostenerse. Y luego bajó despacio, interrumpiendo la caída. Se apoyó en un codo por un instante, antes de rodar sobre la espalda. Irguió el pecho y exhaló el aire con un jadeo hueco y vibrante.

Todo había cambiado para siempre. Todos lo sabíamos. Habíamos estado entrando y saliendo por una gran puerta, y de pronto la habían cerrado y le habían echado llave mientras aún estábamos del lado equivocado.

Nan emitió un sonido suave y trémulo. La miré. Arqueaba la cintura, apretándose los puños contra el vientre. Se le aflojó el labio inferior y su expresión era vacía y laxa, como en una entrega sensual. Emitió de nuevo ese sonido.

Sandy se acercó a Horace Becher para mirarle. Rió salvajemente.

Se volvió hacia nosotros disparó al aire y se guardó la pistola en el bolsillo del pantalón.

—Hay cien mil tipos tan iguales a él que no los podrías distinguir en un microscopio electrónico —jadeó—. Amo a cada uno de ellos. Entiendo sus mezquinas y opacas vidas. Uno solo no cuenta. Habría que matarlos a todos, entendiéndolos a todos al mismo tiempo, y son como los chinos en marcha, así que no se puede.

No sé si disparó a matar. En realidad no importa. Íbamos a matarle. Habíamos empezado a oler la muerte. Su indefensión nos llevaba cada vez más lejos. Me temblaban las piernas cuando entré en el coche. Había ocurrido. El cielo nunca sería el mismo. Una vez que hubo ocurrido, era como si fuera lo que todos estábamos buscando. Importaba pero no importaba. Yo había contribuido a pintar una palabrota en la ventana más grande del mundo. Pero nada podía ser del todo serio después de ese instante de mirar a Kathy, exangüe y gris en el piso de mosaicos azules.

Viajamos hacia el este. Íbamos de prisa. Sandy iba al volante, Nan junto a él, Shack y yo detrás. A los diez kilómetros supe que Sandy era un experto. Empuñaba el volante con firmeza, erguía la barbilla, y formaba parte del coche.

—¿Cómo andamos, universitario? —me preguntó con alegría irónica.

—Muy bien, Sandy.

—Saca la farmacia portátil, Nan —le dijo a la chica.

Me tragué las píldoras a palo seco. Los bordes del mundo habían empezado a desdibujarse. En quince minutos el efecto D se reforzó, y la realidad fue brillante, acerada y risible. Yo palpitaba como una línea de alta tensión abierta. Nos alejamos del sol que bajaba en el cielo del oeste, alargando las sombras. Subimos al borde curvo de nuestra gran ola, y Sandy y yo nos alternábamos componiendo versos para un réquiem por Horace Becher, gerente de ventas. Les pedimos a Nan y Shack que recitaran los refranes con nosotros. Compramos gasolina a gritos y nos metimos con el empleado de la gasolinera, en la ciudad de Segun, más allá de San Antonio. El buen Horace estaba muerto en la solitaria pradera, y no lo encontrarían en un mes, y tan sólo lo habíamos salvado del infarto que de todos modos lo habría liquidado.

Teníamos dinero y un coche que podía ir a ciento treinta, de modo que cada minuto nos acercaba un par de kilómetros a Nueva Orleans.

Shack se durmió profundamente. Abrimos un interminable boquete en el anochecer. Nan jugueteaba con la radio, cambiando de emisora con fastidiosa frecuencia, manteniendo alto el volumen.

Y, desde alguna emisora, nos salió el nombre de Horace Becher como un rugido. El coche zigzagueó ligeramente cuando Sandy bajó la mano, apartó a la muchacha y volvió a sintonizar esa emisora.

Recogimos fragmentos de la historia aquí y allá, en todas las sintonías. Una mujer de Crystal City, Texas, amaba a los animales y despreciaba a los buitres. Tenía la costumbre de observarlos cuando sobrevolaban animales moribundos. Cuando el lugar parecía accesible, aparcaba el coche y se internaba en la tierra estéril. Había rescatado potrillos, terneros, ovejas y perros lastimados. Llevaba una carabina para terminar con el sufrimiento de los desahuciados. Había visto el vuelo de los negros pájaros, había ido a ver y había encontrado al hombre muerto, el mosaico roto, marcas de llantas, una maleta abierta, la cartera, y aves carroñeras más audaces que ya le desgarraban la cara. Había ahuyentado a los pájaros, había traído una lona del camión para tapar el cadáver y la había sujetado con piedras. Había conducido hasta el teléfono más cercano, había llamado a los Texas Rangers y les había indicado el paradero del cadáver. En muy poco tiempo, ayudados por la información de la cartera, ellos habían lanzado al aire la descripción del coche y el número de matrícula. Una hora después, un camionero declaró que había visto un break azul y blanco en la carretera donde habían encontrado al hombre. Recordé haber visto un camión a lo lejos cuando salimos a la carretera.

Estaba lejos, pero nos había pasado mientras acelerábamos, y luego lo habíamos dejado atrás. El camionero informó que esto había ocurrido alrededor de la una, que el break había girado hacia el este, y que dentro había dos hombres y una muchacha. La mujer había encontrado el cuerpo a las tres y veinte. El camionero había hecho la denuncia a las seis menos cuarto.

Eso era todo, y era demasiado. Shack maldecía con voz monótona. Sandy frenó a un costado del camino, apagó las luces, apagó la radio.

—Este coche nos traerá problemas —dijo.

—¿Caminamos? —preguntó Shack.

—Tendríamos que separarnos —dijo Nan.

—Tenemos el coche, es de noche y podemos ir de prisa —dijo Sandy—. La cosa está en alejarse. Es importante recorrer varios kilómetros. Pero el vehículo es peligroso.

—¿Y? —pregunté.

—No me gusta ir hacia el este —dijo Sandy—. Hay pocos caminos en la comarca pantanosa. Es demasiado fácil controlar los coches. Apartémonos de estas carreteras grandes. Vayamos a Nueva York. Es una buena ciudad. Cuando estás allí, nadie te encuentra.

—¿En este coche? —preguntó Nan.

—¿Quién dijo eso? Vayamos al norte por una carretera secundaria y encontraremos un lugar para cambiar de coche. Luego seguiremos por esas bonitas carreteras secundarias.

Encendimos la luz de dentro y miramos los mapas. Encontramos un buen lugar para dar la vuelta, y seguimos adelante. Sustituí a Sandy mientras él dormía. Quería deshacerme del Ford. Cada par de faros en la noche era un peligro potencial.

A las dos de la mañana habíamos recorrido más de setecientos kilómetros y habíamos llegado a un lugar pequeño llamado Lufkin. Había un gentío en un edificio de las afueras del pueblo. Ondeaban muchos banderines, así que supongo que era una especie de club. Aparcamos a cien metros, y Sandy fue allá con Shack, después de decirme que esto no había figurado en mi curso de estudios.

Nan y yo esperamos en el coche a oscuras, agachándonos cuando otro coche pasaba y nos barría con sus luces.

—Vengo diciéndole que sería mejor que nos separáramos —protestó Nan—. Pero no, necesita una multitud, un público.

—Puedes largarte cuando quieras. Puedes irte ahora mismo —repliqué.

Me dijo adónde me podía ir yo. Esperamos en un silencio hostil. Yo seguía pensando en el modo mágico en que ese agujero negro había aparecido en la frente pelada por el sol, rodeado por un espumoso borde de sangre.

Un coche sin luces pasó de pronto al lado y se detuvo frente a nosotros. Las luces de freno relampaguearon. Sandy abrió la puerta y me dijo:

—Métete en el otro coche. Date prisa, tío.

Nan y yo entramos en el otro coche. Shack estaba al volante. El Ford se nos adelantó con las luces encendidas. Shack apagó las luces y lo siguió. Habían robado un viejo Oldsmobile que apestaba a granja y estaba inclinado por el lado trasero izquierdo. Estábamos en la carretera de Nacogdoches. Sandy, delante de nosotros, aminoró la velocidad cuando cruzamos un pequeño puente sobre el río Angelina. No venían coches de ningún lado. Más allá del puente había un declive cubierto de vegetación. Shack frenó mientras Sandy dirigía el Ford barranco abajo. Lo aceleró y bajó dando tumbos por la vegetación, con gran estrépito. Lo llevó muy lejos de la carretera. Sólo veíamos el reflejo de las luces. Se apagaron. Minutos después, Sandy apareció en el haz de nuestros faros, sonriendo. Shack bajó. Borraron las huellas del Ford del borde del camino. También habían cogido la matrícula de otro coche. Entramos en el Oldsmobile y arrojamos su matrícula en la maleza.

Sandy se puso al volante y, aceleramos de nuevo. El motor era ruidoso. Sandy reía de placer.

—Robamos primero la placa, y luego dimos vueltas hasta que se acercó un borracho, tambaleándose. Se detuvo ante este coche, nos acercamos por detrás y en cuanto sacó las llaves, caímos sobre él como un árbol. Tuvimos suerte, anda bien. El depósito está lleno.

Doscientos kilómetros después, entramos en Arkansas. El Oldsmobile se estaba recalentando. Hacia el este había una linea gris a lo largo del horizonte.

Sandy volvió a mirar los mapas y nos dirigimos más directamente hacia el este. Al oeste de Eldorado, Arkansas, con el brumoso sol en lo alto, tomamos por un camino polvoriento que se perdía en un denso bosque. Sandy durmió en el asiento delantero, Nan en el asiento trasero. Shack y yo nos tendimos en lugares opuestos del coche. Aves e insectos emitían ruidos somnolientos en el mediodía. El suelo del bosque despedía un olor dulzón y arcilloso. Sentí que mil resortes tensos saltaban, que el mundo se desvanecía. Cuando me venció el sueño, deseé que fuera un sueño interminable.

Sandy me despertó con el pie al anochecer. Había un arroyo helado a treinta metros. Usamos el agua fría para refrescarnos y rasurarnos. Nan se alejó unos metros, se desnudó, se enjabonó, se acuclilló en una laguna poco profunda y se enjuagó, sin saber que Shack no le quitaba los ojos de encima, o sin darle importancia. Cuando se puso los pantalones soltó un gemido gutural, medio gruñido y medio quejido.

Yo la había mirado varias veces mientras se bañaba allí. El sol del Poniente atravesaba los troncos, arrojando motas de luz en la hierba, en sus caderas y en el agua negra. Con esa melena y la tenue sombra oscura que le recorría la raya del trasero, podría haber sido la Mujer Prehistórica, una imagen en un museo de historia natural. Nuestra cultura moderna le había puesto pintura roja en los labios, metal en la boca, y una fruncida cicatriz quirúrgica en el vientre. Pero el resto —los rasgos ligeramente brutales, la curva en S de la cintura a la cadera, los pezones color azafrán, la pirámide púbica, el salvajismo elemental— no había cambiado en cincuenta mil años.

Yo no podía desearla. Me la habían arrojado como se arroja un paquete de cigarrillos a un amigo, y no había sido nada. Una vez que uno se acostumbra a beber ácido, el vino rancio sabe apenas a agua podrida. Sin embargo, pensaba que Nan y Hernández congeniaban a la perfección. Sandy los llamaba animales. Estaban desplazados en el tiempo. Ambos pertenecían a la prehistoria: la violencia despiadada, el merodeo por la tierra salvaje, el furioso apareamiento, los mutuos ataques, la cocción de la carne sanguinolenta de la última presa en la boca de la caverna.

No eran para esta época. Pero su inadaptación era diferente de la de Sandy y la mía. Hay inadaptados natos cuyos cuerpos se aferran apenas a la vida. Y hay inadaptados mentales atrapados en su mente obtusa. Sandy es un inadaptado moral y social que no puede manejar las tradiciones y estructuras de su cultura. Yo soy un inadaptado emocional y espiritual, aunque esto se puede expresar con más sencillez: no tengo capacidad para el amor. Un hombre que no puede amar es como una de esas máquinas que los aficionados a la mecánica construyen por diversión. Giran ruedas, relampaguean luces y suben y bajan émbolos, y todo traquetea, pero sin propósito. Una máquina sin propósito es peligrosa cuando está fuera de control. Una vez estuve muy cerca de poder amar. Hablo de Kathy, por supuesto. Después de Kathy, la máquina sin propósito empezó a funcionar con mayor furia y velocidad.

Mientras viajábamos hacia el este en el crepúsculo de Arkansas, me sentía apagado y desanimado. Me sentía como si hubieran retapizado todo el mobiliario de mi mente con un polvoriento terciopelo negro. Me adormilé cien veces, y cuando me dormía o despertaba, sus voces parecían metálicas e irreales sobre el estruendo del Oldsmobile.

Estaba dormido cuando consiguieron un coche mejor, un Chevrolet rojo y blanco, nuevo, en un pueblo de Arkansas. Lo sacaron del parking de un club privado. Recuerdo vagamente mi traslado del Oldsmobile al coche más nuevo. Y recuerdo a Sandy contando la aventura con voz tensa y estentórea.

Llamaba monstruo a Shack. Al internarse en el oscuro y atestado parking del club, habían encontrado un coche donde una pareja hacía el amor en el asiento trasero.

—Los dos muy acaramelados —contó Sandy—. Antes que yo mueva un dedo, el monstruo abre la puerta trasera, agarra al semental por la nuca, lo levanta, le pega una vez, lo suelta y lo patea abajo del auto. La mujer gime: «¿Dónde estás? ¡Arthur, Arthur! ¿Dónde estás, cariño?». Y el monstruo dice: «¡Aquí estoy!», y se zambulle allí como un defensa sobre un centro. En cinco segundos, esa hembra comprende, que algo nuevo ha entrado en su vida, y que ese algo no le gusta. Se pone a aullar como si la mataran, así que el monstruo la golpea también. Mientras pasa todo esto, saco a Arthur de abajo del coche y lo registro. Cincuenta y ocho dólares, pero sin llaves. Cuando el monstruo sale, le digo que vuelva a meter a Arthur dentro. Cuando esos tórtolos recobren el conocimiento, van a estar algo confundidos. Luego registré este coche, y tenía las llaves puestas.

Así que ahora añadimos violación a la lista, pensé. Después de lo de Horace, aquello era tan grave como una travesura. Después de lo de Horace nada podía ser peor.

Me dormí de nuevo. Recuerdo que desperté cuando Shack y Nan dormían. Sandy conducía de prisa. Vi el fulgor de las luces del tablero contra la pequeña y redonda protuberancia muscular del costado de la mandíbula. La tierra oscura quedaba atrás. Él cantaba. Cantaba esa parte que viene cuando se termina de cantar «I’ve been working on the railroad». Pero cantaba una sola parte del final, una y otra vez. Era un canturreo incesante. Recordé que no era la primera vez que lo hacía. Ahora se ha convertido en parte de todos los recuerdos de esa época. La noche, él rugido del coche y la voz de Sandy, como la banda sonora de una película de arte y ensayo.

Sandy me despertó cuando clareaba. Estábamos frente a la oficina de un motel cerca de Tupelo, Mississippi.

—Necesitamos los servicios del limpio joven norteamericano —dijo—, que, en virtud de su semblante resplandeciente, está fuera de sospecha. Levántate y sonríe, Kirboo.

Después de salir, bostezar, frotarme la cara y desesperezarme, pude ser el chico de los recados responsable. La roja luz de neón que indicaba habitaciones libres estaba encendida, así como una luz sobre la campanilla. Toqué tres veces y oí que alguien se movía. Una rubia de cara pastosa, muy preñada, con bata de satén rojo, abrió la puerta, me miró con expresión estúpida y preguntó qué quería.

Firmé por todos. Ivan Sanderson y esposa, Kenneth Tynan y Theodore Sturgeon. Demuestra pobreza de invención, pero alego somnolencia. Mucho después, esto le dio al fiscal una maravillosa oportunidad para exhibir su considerable talento para el sarcasmo.

Le pagué dieciocho dólares por dos habitaciones dobles. Era un motel fraudulento, brillante y decorado por fuera, muebles de bórax y tuberías en mal estado por dentro. Casi me dormí de pie debajo de la ruidosa ducha. Cuando me acosté, los ronquidos de Hernández parecían redobles de tambor. No me molestó en absoluto.

Cuando cayó el sol estábamos de vuelta en la carretera. Sandy había sacado píldoras que nos levantaron el ánimo y nos hicieron echar chispas de alegría inducida. Flotábamos en nubes numeradas, hacíamos malos chistes. Incluso la tensión entre Shack y Nan había desaparecido, y estaban de imprevisto buen humor. Con voz exageradamente sedosa, ella cantó canciones francesas obscenas que le había enseñado un escultor. Sandy hizo una larga imitación de Mort Sahl.

Pero estábamos atravesando Nashville. No incluiré el episodio de Nashville en esta crónica. La prensa ya se regodeó bastante con él. Fue un episodio sucio, descabellado, cruel y sangriento. Sospecho que esto es lo más cerca que puedo estar de una disculpa. No diré que el episodio de Horace Becher tuvo gracia o estilo. Pero tenía un sabor que no tuvo el asunto de Nashville. El asunto de Nashville fue un síntoma de morbidez y desesperación. Yo participé en él directamente. Desde entonces Sandy dejó de llamarme «universitario». Lo dijo una vez más, durante el episodio de Helen Wister, pero eso fue todo. En Nashville me gané mis sucios galones.

En Nashville también supe algo sobre nosotros cuatro. Supe que nos capturarían. Yo había pensado que nos podríamos escabullir. Llegaríamos a Nueva York y nos separaríamos. Pero Nashville demostró que no nos permitiríamos escapar. Cuando las cosas parecieran demasiado fáciles, complicaríamos de forma impulsiva nuestros problemas, y haríamos intensificar la búsqueda. Aunque Sandy no hubiera soltado y perdido la pistola de Horace Becher en la escena de la matanza, sospecho que alguien hubiera asociado ambos episodios. Pero él lo sirvió todo en bandeja, aunque tardaron mucho en compararlos. Creó que la pérdida de la pistola formaba parte de ese mismo impulso.

Nashville fue un insensato gesto de hostilidad, una palabrota gritada al mundo: No tuvo estilo ni sentido. Se mata a los cerdos con mayor dignidad. Después de Nashville no había vuelta atrás. Hasta Sandy estaba ligeramente aplacado. Hablamos de separarnos, dijimos que era buena idea, que nos separaríamos más tarde. Pero creo que sabíamos que nunca tendríamos la oportunidad, y que, de un modo oscuro y perverso, no queríamos tenerla.

Robo de coches, violación, secuestro, asesinato. Eran palabras mayores. En mi cabeza no podía hacerlas reales. Eran cosas que hacía otra gente. Las cosas que hacía yo eran distintas, porque yo era el singular Kirby Palmer Stassen. Para mí se requerían otras palabras. Yo no estaba embarcado en una carrera criminal; me había embarcado en un programa de experimentación social. Cuando todo hubiera terminado, daría conferencias a gente interesada y la impresionaría con mis pertinentes observaciones acerca del sentido de la vida y el sentido de la muerte.

Cuando regresamos al coche con tanta prisa, Nan y yo nos metimos en el asiento trasero. Debíamos de estar a treinta kilómetros de Nashville cuando ella hizo algo curioso. Creo que sabía, por mi silencio, que yo estaba muy contrariado, y hasta es posible que en los sombríos recovecos de su espíritu existiera el vago impulso de confortarme. Tomó mi mano derecha por la muñeca, se la deslizó en el escote de la blusa y la apretó con fuerza contra sus senos tibios y chatos. La leve agitación del pezón contra mi palma fue tan desagradable como si hubiera atrapado un insecto baboso que se contorsionara presa del pánico. Y entonces recordé, con toda viveza, el acto fatal que mi mano había cometido. Mi ventanilla estaba medio abierta. Me aparté de Nan, apreté el botón eléctrico para abrir la ventanilla del todo, me incliné y vomité en la suave noche tibia. El duro viento me tironeó del pelo y me arrancó lágrimas de los ojos. Cuando me recosté, estaba débil y mareado. Nadie comentó nada. Shack sacó la última botella de tequila de la mochila de Sandy. Sandy no quiso beber. Shack, Nan y yo la compartimos hasta terminarla. Nashville se desdibujó entonces, pero supe que volvería con intolerable viveza. Supe que ese grito final retumbaría para siempre en un rincón de mi cerebro.

El reverendo regresó hoy. Parece que me lo endilgan con creciente frecuencia a medida que se acorta el plazo. El alcaide ha firmado el acta de ejecución. Hoy le dije que estaba demasiado ocupado para concederle la habitual cortesía de diez minutos de mi tiempo. Dije que quería estar seguro de que terminaría este diario. Me miró con severidad y me dijo que sería más adecuado que dedicara ese tiempo a cuidar de mi alma inmortal. Le dije que estaba de acuerdo, y que estaba buscando mi alma inmortal a mi propio modo, y que quizás esperaba encontrarla en alguna parte de estas páginas, y que quizá mi alma fuera un sujeto gris y socarrón con sombrero de gnomo que atisbaba con malicia desde detrás de una palabrota. Se marchó, sacudiendo su eclesiástica testa.