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Riker Deems Owen dedicó un memorando entero a un análisis de Stassen plagado de digresiones.

En lo que ahora parece un razonamiento superficial, creí al principio que Kirby Stassen sería aquél con quien mejor podría comunicarme. Ahora advierto que me confundió la similitud de nuestros orígenes. Pertenecemos más o menos al mismo nivel social y económico. Tiene aplomo y es cortés, y me trata con un respeto empañado raras veces por una extraña actitud de desprecio.

En apariencia es lo que podríamos llamar un norteamericano típico. Es corpulento, como la mayoría de los jóvenes de hoy. Un metro ochenta y unos setenta kilos. Tiene el aspecto de un hombre que —si pudiera vivir hasta la madurez— se haría muy robusto. Su padre tiene una corpulencia parecida, si bien es un poco más bajo. Aunque el bronceado que obtuvo en Acapulco está perdiendo el color, aún crea un elegante y agradable contraste con sus saludables dientes blancos, sus ojos claros, color gris verdoso, y su pelo y sus cejas, que el sol ha aclarado bastante.

Tiene los ojos separados. Su nariz es algo chata debido a un accidente de coche que sufrió a los diecisiete años.

Esto le da un aire de tosquedad. Sus rasgos son gruesos. Se podría decir que es relativamente más atractivo en su juventud de lo que será dentro de diez años, si es que logra salvar su vida.

La prensa ha insistido en la incongruencia de su saludable aspecto con los salvajes crímenes en los que ha participado. Algunos han utilizado la expresión «cara de niño». Esto me parece impreciso. Yo la llamaría «cara de anuncio». Se podría usar para la publicidad de hoteles de esquiadores, cruceros, o el reclutamiento militar. El aspecto de este joven no es siniestro. Parece saludable y fuerte.

Como he dicho, tiene mucho aplomo. Y tiene la costumbre de mirar directamente, de un modo casi desconcertante. Es limpio como un gato. Se mueve con soltura y elegancia. Escucha con halagador respeto y atención, y me habla formalmente, como un alumno a un profesor.

Al principio, cuando inicié mis visitas periódicas a cada uno de los cuatro procesados, me sentía mucho más cómodo con Stassen que con los demás. En estas semanas, la situación se ha invertido. Puedo comunicarme con Kirby Stassen de un modo asombrosamente limitado. Es como clavar un clavo en acero después de atravesar madera de pino. Los primeros martillazos son fáciles. Penetrar más es imposible.

Esto puede ser en parte por la habitual falta de contacto entre una generación y otra. A veces creo que la Gran Depresión marcó el comienzo de un cambio especial en nuestra cultura. Todos los jóvenes que nacieron durante esos años o después parecen tratarnos con una tolerante irrespetuosidad mucho mayor de la que podría explicar la diferencia de edad. Nuevas pautas de conducta han contaminado el mundo. La diferencia parece agudizarse en lugar de disminuir.

He comentado esta observación con mis amigos más íntimos. Parecen notarlo, pero las razones que ellos dan no me satisfacen. Proctor Johnson, psiquiatra, dijo que en su opinión esta nueva generación ha sufrido una serie tan desconcertante y contradictoria de tensiones sociales y culturales, que han desistido de atribuir una importancia relativa a las ideas y los objetos. Tienen la alegre convicción de que la sociedad les alimentará hagan lo que hagan, y no sienten la necesidad de considerar que una carrera es más importante que la destreza en el esquí acuático. Dice que les hemos privado de la apreciación de la realidad al privarles del desafío.

Por otra parte, George Tibault, profesor de sociología en el Monroe College, dice que no podemos comunicarnos con nuestros jóvenes porque ya no tienen dirección interior, ningún código de conducta basado en una estructura ética arraigada. Según él, adaptan sus propios códigos una y otra vez, según los patrones de conducta aceptados en el grupo en que se encuentren. Afirma que se trata de un espléndido mecanismo que capacita a los jóvenes para satisfacer los requerimientos de supervivencia de nuestra sociedad. Lo hacen mejor que nosotros, los mayores, que tenemos nuestra carga interior de bien y mal. Le dije que me parecía bastante cínico. Él sonrió y citó una definición de «cínico» dada por el diccionario. La anoté: «Inclinado a, o caracterizado por, el desdén ante las pruebas de virtud y desinterés; dado al escepticismo moral».

Tuve que admitir que parecía congeniar con la tendencia de nuestros tiempos tal como la reflejaba el periodismo.

Pero todo esto no resuelve el misterio de Kirby Stassen. He aquí una transcripción de las notas de la señorita Slayter.

—Por tomar un ejemplo, Kirby, me gustaría hacerte una pregunta. ¿Crees que habrías matado o ayudado a matar a Horace Becher si hubieras estado solo, o con otro grupo?

—Esa pregunta no tiene mucho sentido.

—¿Por qué no?

—Nunca habría visto a ese hombre si no hubiera ocurrido como ocurrió. ¿Cómo puedo decirle qué habría hecho?

—Yo creo que tienes suficiente imaginación como para concebir una situación donde habrías establecido contacto con Horace Becher de alguna otra manera.

—¿De qué otra manera?

—Digamos que hubieras hecho autoestop tú solo, y que él te hubiese recogido. ¿Lo habrías matado?

—Eso no tendría mucho sentido, ¿verdad?

—¿Sugieres que el modo en que murió tiene sentido?

—No. Así fue como ocurrió, eso es todo. No habría ocurrido del mismo modo, otra vez, en mil años. Por eso no le veo sentido a esas preguntas hipotéticas.

—Tomémoslo como un juego, ¿puedes imaginar una situación donde sentirías el deseo de matar a ese hombre?

—Supongo que sí. Usted dice totalmente a solas, ¿verdad? Creo que si escapara de este lugar, parara su coche y él encendiera la radio y se enterara de quién soy. Y si estuviéramos en el lugar adecuado. Creo que podría hacerlo. No estoy seguro, pero creo que sí.

—¿Creerías que actúas mal?

—Oh, sé que estaría mal. Todo lo ilegal está mal, ¿verdad?

—¿Pero sentirías culpa? ¿Remordimiento? ¿Vergüenza?

—Eso dependería de quién fuera él.

—No te entiendo.

—Quiero decir que si fuera una persona valiosa sería un desperdicio. Pero si fuera sólo un… un inútil, un ignorante, un estúpido, un charlatán, ¿por qué habría que sentir culpa por eso?

—Era un ser humano, Kirby.

—Lo sé. Con deseos y aspiraciones y un alma inmortal. Pero en el orden de las cosas, ese imbécil era tan importante y atractivo como un escupitajo en una acera húmeda.

—¿Entonces admites la existencia de un orden de las cosas?

—¿Usted no, señor?

—¡Claro que sí! Describe lo que considerarías una persona valiosa.

—Bueno… alguien que está dispuesto a vivir. Alguien que no se conforma con este régimen asqueroso. Alguien que está dispuesto a salir de esta trampa en que nos hemos metido. Como dice Sandy, alguien que pueda dar amor sin llevar la cuenta.

—¿Crees que los cuatro sois personas valiosas, Kirby?

—No quiero faltarle el respeto, pero es una pregunta idiota.

—¿No te consideras valioso?

—Somos tan insignificantes como el tal Becher.

—¿Pero te creías apto para juzgarle?

—¿Quién lo juzgó? Era basura. No era un espécimen raro. Hay veinte millones como él, tan iguales que no se los puede distinguir.

—Kirby, sólo trato de llegar a ti, de encontrar un terreno común para que podamos hablar.

—Entiendo, pero eso no pasará.

—¿A qué te refieres?

—Los caños están tapados. La semántica no sirve. Coja un objeto, un lápiz, un coche o una bóveda de banco, y nos podemos poner de acuerdo. Pero cuando hablamos del amor, de la culpa y del odio, no podemos entendernos. Las palabras no significan lo mismo para mí que para usted. Ya le he explicado dos veces lo que pasó en México, y usted no lo entiende.

—No veo a qué viene eso.

—Si usted entendiera lo que eso significa, entendería todo lo demás.

—Sí, yo… te he explicado cómo planeo defenderte.

—Sí, esa cosa de estimularnos unos a otros, de embriagarnos mutuamente. Quiere presentarnos como un accidente que surgió y sucedió. ¿Usted cree que dará resultado?

—Creo que ninguna otra cosa dará resultado.

—De acuerdo, si hubiese estado solo, quizá no hubiera matado a ese viajante. He aquí una respuesta idiota a una pregunta idiota, pero quizá lo ayude.

—Me propongo ayudarte a ti, Kirby.

—Y yo estoy colaborando. Estoy con usted en todo.

Y así están las cosas. Al principio había abrigado la esperanza de poner a Stassen en el banquillo. Pero el fiscal lo habría dejado hecho polvo. No podría alterar a Kirby. Creo que jamás podría mellar ese aplomo. Pero lograría que Kirby se expusiera, con sus propias palabras, como un monstruo.

Usé esa palabra sin pensar. ¿Un monstruo? Si de verdad es un monstruo, nosotros lo hemos creado. Él es nuestro hijo. Nuestros educadores y psicólogos nos dijeron que fuéramos permisivos con él, que le permitiéramos expresarse libremente. Si saca toda la arena del montón de arena del parvulario, está liberando tensiones ocultas. Le privamos de la seguridad de conocer el bien y el mal. Le corrompemos con mal digeridos bocados de Freud, en cuyas enseñanzas no hay bien ni mal, sólo error y comprensión. Permitimos que hombres prósperos con altos cargos no sufrieran castigo por su conducta amoral, y el niño nos oyó reír. Declaramos que la búsqueda del placer era una meta válida, e insistimos en que sus maestros transformaran la enseñanza en diversión. Predicamos la adaptación de grupo, la seguridad antes que el desafío, la protección antes que el esfuerzo. Desechamos los tabúes sociales y sexuales de siglos, y nos equivocamos al calificar el resultado de libertad y no de libertinaje. Finalmente, envenenamos su flecha de hueso con estroncio 90, le dijimos que gozara de la vida si podía, y confiamos en que de pronto se haría hombre. ¿Por qué nos espanta y aterra tanto encontrar emociones de niño en un cuerpo de hombre; emociones salvajes, egoístas, crueles, impulsivas y superficiales?

Walter y Ernestine Stassen nunca podrán conciliar la amada imagen de su hijo con esta criatura encarcelada e inalcanzable. La contradicción los matará a ambos.

Uno puede imaginar que Helen Wister cometió un error similar cuando cayó en manos del peligroso cuarteto. Como mujer inteligente y perceptiva, debe haber visto cuánto peligro representaban Koslov, Hernández y Golden. En este paroxismo de terror, se debe haber vuelto, es muy natural, hacia Kirby Stassen, oliendo un parentesco, esperando protección. Para ella, él representaría el único factor tranquilizador en una situación de pesadilla, un chico como los chicos con los que había salido.

Uno se pregunta cuánto tardó en comprender que éste fue el mayor error de su vida.

Es una pena que Dallas Kemp no alcanzara a Arnold Crown y Helen Wister por tan poca diferencia.