10
CAL VIVA Y FÓSFORO
A horas avanzadas de una hermosa noche de abril, Sanders, con traje y sombrero negros, fue a buscar a Marcia a casa de sir Dennis Blystone en Harley Street. Sanders, habitualmente tranquilo, no estaba únicamente ansioso; estaba ardiendo en nervios. Porque, mientras estudiaba escrupulosamente los mejores trabajos científicos sobre crímenes, para recoger algunas indicaciones sobre el asalto de casas, había descubierto la respuesta a uno de los principales problemas del caso.
Al principio, no podía creer en lo que vela. Después de la certidumbre vino la duda, y, nuevamente la certeza. Se había dedicado a sus estudios con la formalidad de un alumno que se prepara para examinarse, tomando cuidadosas notas y, ocasionalmente, mandando a comprar ciertas cosas que ahora estaban escondidas entre sus ropas. Pero en este momento, con respecto a ciertos artículos, sabía a qué atenerse.
Pero cuando llegó a la casa de Harley Street, encontró una atmósfera tensa.
Era una casa reposada y digna, como el propio sir Dennis, con candelabros con pantallas amarillas en las paredes del vestíbulo, que al mismo tiempo sugería una oficina y un hogar. Sin embargo, allí había algo que no marchaba bien. Sanders sintió lo mismo que había sentido algunos años atrás, cuando tenía dieciocho o diecinueve, y había ido a buscar a una chica para ir a un baile. El padre de la chica acababa de recuperarse de una borrachera, vagaba por la casa con firme pero nerviosa dignidad; la madre estaba a punto de llorar, y ninguno quería que la chica saliera, pero tenían que guardar la compostura de todos modos.
Vio a sir Dennis Blystone tan pronto como la doncella le recibió. Blystone rondaba por una puerta en la parte posterior del vestíbulo, con un ajado traje de casa; y su cara delicada revelaba una expresión de preocupaciones domésticas. Al mismo tiempo, Marcia bajó de prisa las escaleras, abotonándose un par de guantes oscuros.
—Marcia —comenzó a decir su padre con incertidumbre—. Tú no vas…
—Lo siento —interrumpió ella—. Me llevan a Scotland Yard para interrogarme.
Blystone, que había visto a Sanders con el inspector jefe, no hizo preguntas sobre el asunto. Pero una alta y majestuosa mujer, de ondulado cabello gris, apareció rápidamente por la puerta de atrás. Sanders pensó que, por lo común, su aire majestuoso sería imponente; pero, ahora, casi voló hasta él, también a punto de prorrumpir en llanto.
—Pero eso es absurdo —dijo la mujer—. ¿Qué puede saber ella, una pobre criatura? —Marcia apretó los dientes—. No sabe nada. Ni siquiera estaba allí. ¿Y sabe usted qué hora es? Son más de las once de la noche. No puede…
«Es otra vez ese mismo maldito baile», pensó Sanders, sintiéndose profundamente incómodo. Pero adoptó sus modales más serios.
—No puede evitarse, señora. Ordenes.
—Por supuesto. No seas absurda, mamá —dijo Marcia con vigor—. No os molestéis en esperarme levantados. Muy bien, inspector; estoy lista.
Lady Blystone se dio la vuelta.
—Marcia, ¿por qué sales con esos espantosos zapatos de suela de goma? Vete arriba y cámbiatelos, inmediatamente. Dennis, ¿vas a permitir esto? ¿No puedes hacer algo? ¿No puedes por lo menos acompañarla?
—Vamos, Judy… —comenzó el otro pacíficamente.
—¡Oh, Dios mío! —gritó lady Blystone—. ¿No nos has dado bastantes disgustos todavía para que dejes que lleven a tu propia hija a Scotland Yard como si fuera un malhechor cualquiera? Debería darte vergüenza volver a mirarnos a la cara después de esto.
¿Crees que porque tú amiga, mistress Sinclair, ha sido llevada allí esta noche, está bien que tu propia hija también vaya? Habrá periodistas, lo sabes. Estarán esperando en la puerta con las máquinas fotográficas. Sabes lo que sucederá. Te digo que no…
—Lo siento, señora —atronó Sanders, sintiendo que si continuaba iba a salir corriendo—. Ordenes. Por aquí, miss Blystone. Tengo un taxi esperando.
En el taxi, en medio de la fresca oscuridad y la paz reinantes, habló otra vez:
—Primero tendremos que dar un rodeo. Tenemos que encontrar a sir Henry Merrivale en casa de mistress Sinclair a medianoche, y no debemos mover ni un dedo hasta que no le veamos. ¡De manera que mistress Sinclair ha sido llevada a Scotland Yard! Debe de ser cosa de él; así nos despeja el camino. ¿Pero por qué dijo esa torpe mentira; que la llevaban para interrogarla? Por amor del cielo, espero que no se le ocurra llamar por teléfono. Está enloquecida.
—Bueno, supuse que resultaría romántico —dijo Marcia, mirándole con curiosidad—. Oh, no empiece con sus sermones; esta noche, sobre todo… Ella siempre está así. ¿Comprende ahora por qué mi padre puede sentirse inclinado a divertirse un poco con otras?
—Sí.
—¿Está listo para…?
Completamente listo. Y creo que tengo algunas cosas que la sorprenderán.
El doctor Sanders vio en la cara de Marcia una absoluta confianza en él, una fe incondicional que le hizo sacar pecho. Estaba un poco aturdido. Antes de salir de su apartamento, bebió dos tragos de alcohol; pero ningún estimulante embotellado podía producir ese efecto. El acaloramiento había aumentado, peligrosamente, cuando el taxi se detuvo a unas pocas manzanas de Cheyne Walk.
La casa de mistress Sinclair estaba oscura. También lo estaban las casas contiguas, según observó Sanders. Iluminado por un farol callejero, el lugar parecía más que nunca una casa de muñecas. La puerta verde sobresalía entre los ladrillos de juguete, y la aldaba de bronce brillaba. Desde el jardín llegaba un olor de verdor y brotes nuevos. Una pálida luna sobre Chelsea y el río hacía la escena tan irreal como la aventura en que se habían embarcado. Los dos conspiradores fueron muy lentamente hacia la baja pared de ladrillos y el portal de hierro pintado de verde que daba al jardín de la casa de mistress Sinclair y a la calle.
Sanders pensaba en un párrafo de uno de los tratados que había leído. Debe de haber en este país, murmuraba su autor, una cantidad inmensa de energía desperdiciada cada noche en cerrar con llave, echar cerrojos, trancar, poner cadenas y levantar barricadas en general en las puertas principales. A ningún ladrón bueno se le ocurrirá atacar una puerta principal. Es demasiado pública, está demasiado fortificada, y es un medio de acceso demasiado evidente. En cambio prefiere el comparativo aislamiento y debilidad de una ventana de lavadero.
—Ahí vamos —murmuró Sanders—. ¿Lista?
La oyó suspirar profundamente, pero la vio retroceder de un salto.
—¡Uf!, ¿qué diablos es eso? ¿Qué se ha puesto en las manos?
—Guantes de goma.
—¡Bueno, quíteselos! Son horribles al tacto.
—No los voy a poner sobre usted.
—¡Ya lo creo que no! Oh, pedazo de loco, ¿qué está haciendo ahora? Quite eso. Me está ensuciando las manos con esa porquería; no me la puedo quitar. Oh, Dios mío, ¿qué tiene ahí?
«Bonito comienzo para una incursión», pensó Sanders.
—Quíteselo. ¡Sss! —siseó—. Es sólo papel cazamoscas.
—¿Papel cazamoscas? John Sanders, ¿se ha vuelto completamente lo…?
Ahora, el infernal papel se había pegado a sus propios guantes. Se lo quitó y tanteó para abrir el portal. Y, al mismo tiempo, apareció la gran figura de un policía.
Sería verídico decir que el corazón de Sanders dio un violento vuelco, como alguien que salta desde un tejado. Fue por la repentina y acobardante aparición del símbolo de la autoridad en el jardín de la casa de mistress Sinclair. Era un gran policía con bigote corto, y parecía aún más grande a la tenue luz del farol de la calle.
Pero Sanders no perdió el ánimo.
—Buenas noches, agente —se oyó decir a sí mismo con toda tranquilidad. Dobló el papel cazamoscas y se lo metió en el bolsillo.
—Buenas, señor —contestó bruscamente el policía, pero sin ninguna inflexión siniestra—. ¿Viven en esta casa?
Era el golpe de dados que decidiría la suerte. Si Sanders lo perdía, se terminaba la aventura antes de empezar. Bien lo sabía. Y con la desesperación de no perder la primera tirada, Sanders se arriesgó.
—Es nuevo en esta ronda, ¿verdad, agente?
—Sí, señor. Me han cambiado esta semana.
—Me lo ha parecido —dijo el novel mentiroso. Sacó una llave del bolsillo—. Vivo aquí. O mejor dicho, mi esposa y yo. ¿Por qué?
Introdujo a Marcia en el portal, manteniendo la llave en lugar bien visible. O desde el portal, o desde la chica que estaba a su lado, le llegó un pequeño chirrido temeroso. Si el vigilante esperaba que utilizase la llave, estaba perdido; era la llave del Instituto Harris de Toxicología.
—Oh —gruñó el policía, cuadrándose—. Me alegra oírlo, señor. Bueno, es mejor que eche un vistazo por los alrededores. Hay por aquí un sujeto de aspecto sospechoso.
—¿Un sujeto de aspecto sospechoso?
—Sí, señor. Mal bicho, me temo. Un tipo ancho, pesado, pelado. Me ha arrojado una maceta de flores.
—¿Qué le ha hecho?
El policía resopló.
—Bueno, señor, puede ser que se cayera del borde de una ventana, pero me parece que no. Miraré de nuevo por el jardín del fondo, si le parece.
—¡John! —dijo Marcia. Comenzaba a calmarse; sus labios estaban entreabiertos y sus ojos castaños brillaban—. Me parece que se refiere a tío Henry.
El policía se dio la vuelta violentamente.
—¿No querrá decir que conoce a ese hombre, señora?
—¿Llevaba gafas y un sombrero de copa? —preguntó Sanders—. Claro que le conocemos. Es mi tío. ¡Maldición, agente, esto es demasiado! Es un poco excéntrico; pero cuando se llega a espiarlo como a un criminal…
El resto de enojo que quedaba en la frente de la autoridad se desvaneció.
—Siento mucho haber cometido un error, señor —dijo ceremoniosamente—. Pero tengo que cumplir con mi obligación. Usted comprende. Tendré que dar cuenta de esto, de todos modos. Y me temo que haya hecho pedazos su sembrado de pepinos. Le perseguí entre ellos, y los pisó. Casi le agarro una vez, porque se le cayó el sombrero y se detuvo a recogerlo. Si es su tío, podría haberme ahorrado unas cuantas molestias contestando a mis preguntas. Y podría decirle que un día se va a ver en aprietos si sigue blasfemando como lo hizo conmigo. Buenas noches, señor.
Sanders, con la llave inútil en sus manos, dio algunos pasos más hacia la puerta de la calle. El policía se quedó donde estaba.
—Buenas noches, agente.
Nunca en su vida vivió Sanders segundos más largos. Llegó a la puerta de la calle y levantó la llave.
—¿No te parece, querida —le dijo a Marcia, como si se le hubiera ocurrido otra idea—, que es mejor que vayamos por atrás para encontrar a tío Henry? Probablemente está en su estudio y…
—¿No es mejor que abra la puerta antes, señor? —dijo el agente, con mucha calma.
Sanders se volvió y colocó en la cerradura una llave varias veces más grande que ella. Lo que encontró cuando tocó la puerta fue como el sonido de las trompetas de la esperanza, y el miedo que había estado reuniendo desapareció. La puerta no estaba cerrada con llave. Giró el picaporte, la abrió y miró hacia atrás fríamente.
—¿Satisfecho, agente?
—Buenas noches, señor.
Tomando a Marcia de la mano, entró con ella y cerró la puerta. Había un olor sofocante y rancio en el vestíbulo, como había notado cuando estuvo con el inspector jefe aquella mañana. A través de las cortinas fruncidas de las ventanas laterales se filtraba un débil rayo de luz, que dejaba ver el boceto sin terminar sobre la pared. En alguna parte, se oía un reloj que goteaba su tictac en el silencio. Las maderas del suelo parecían crujir más que nunca.
—Lo ha echado a perder —murmuró Marcia—. ¿No vamos a encender ninguna luz? ¿No pensará que es demasiado raro que entremos y no encendamos ninguna luz?
Sanders espió a través de la ventana lateral.
—No podemos arriesgarnos todavía. Nosotros creemos que mistress Sinclair está en Scotland Yard; pero supongamos que esté todavía en la casa. ¿Y la doncella?
Sintió que ella temblaba.
—No… no me gusta esto —dijo la chica.
—Bueno, usted quiso venir.
—Oh, seguiré adelante. Pero ¿qué sabemos? ¿Y qué quería hacer con ese horrible papel cazamoscas?
—Tenemos que encontrar a sir Henry Merrivale. Le dije que le encontraríamos en la parte trasera de la casa a medianoche. Nosotros no teníamos que movernos hasta entonces, hasta que él inspeccionara el terreno. Pero, con ese policía que nos vigila, no podemos hacer otra cosa. El papel cazamoscas era para ponerlo contra una ventana y romper el cristal sin hacer ruido. Los pedazos de cristal se pegan a él. Ahora no lo necesitamos. Vayamos por la casa hasta la parte trasera. Pero, antes de hacerlo, quiero mostrarle algo.
Todavía crujían las maderas del suelo del vestíbulo. La condujo tan silenciosamente como pudo hasta el recibidor de la parte delantera donde esa mañana había visto, con Masters, a mistress Sinclair y a sir Dennis Blystone. Las largas ventanas no estaban cubiertas más que por unos visillos de encaje a través de los cuales penetraba bastante luz. En el hogar quedaban algunas brasas. El cuarto estaba lleno de pesadas colgaduras y diversos objetos, y la desvaída sombra del gran piano cortaba la media luz que llegaba de la ventana. Sobre una carpeta encima del piano, donde él los recordaba, había una jarra de cristal tallado llena de agua y algunos vasos. Mostraban luces cambiantes en la penumbra. El reloj del vestíbulo goteaba su tictac.
—¿Aún está fuera el policía? —murmuró Sanders. Ella se deslizó hasta la ventana y dio un brinco hacia atrás.
—Sí. Está parado en la acera, mirando precisamente hacia esta habitación…
—Bueno. Ahora observe.
—¿Qué demonios está haciendo? —susurró Marcia—. Usted parece otro, aquí. ¿Qué está haciendo?
—Le voy a enseñar —dijo Sanders— el verdadero significado de la cal viva y el fósforo.
De su bolsillo sacó la pequeña redoma de polvo blanquecino, óxido de calcio o cal viva, que había comprado esa tarde. Manteniéndose cerca del borde de una ventana, recogió un poco el visillo de encaje, abrió la redoma y roció el alféizar de la ventana con su contenido. Luego, poniendo agua en un vaso, comenzó a derramar el agua sobre la cal…
Había un olor acre, un olor parecido al que se percibe en las marmolerías. Parecía que algo estaba sucediendo detrás de la ventana. Un ligero velo se alzaba a lo largo del cristal, y el cuarto se oscureció.
—Ahora la otra ventana —dijo.
El cuarto se oscurecía a medida que el cristal tomaba opacidad blanquecina.
—No se asuste —le dijo impetuosamente—. ¿Ve qué sucede? Ahora ambas ventanas están completamente congeladas, cubiertas y más blancas que si hubiera habido en realidad una verdadera helada. Pero cualquiera que esté fuera, como ese policía, no nota ninguna diferencia. Todo lo que sabe es que no puede ver la habitación. Las cortinas no están corridas; pero, de todos modos, no puede ver. Y a menos que se encienda una luz brillante aquí dentro, la habitación parecerá vacía. De ahí que…
De otro bolsillo sacó con mucho cuidado otra redoma, que había envuelto en una funda de lana. En el cuarto apareció una débil incandescencia amarillo verdosa, con un efecto tan furtivo sobre todo que hasta parecía alterar el aspecto de las caras y del moblaje. La redoma contenía fósforo. Sanders la alzó.
—¿Se da cuenta ahora? —murmuró—. Es la linterna eléctrica del superladrón. Hoy me he enterado de esto en un libro que he leído. Hay luz suficiente para ver… ¿se da cuenta? Pero la luz no salta y relampaguea peligrosamente, como la de una linterna eléctrica. Ahora, suponga que soy un ladrón. Las ventanas están congeladas. No se puede ver esta pequeña luz a través de ellas. Puedo robar en esta habitación en las mismas narices de un policía que esté enfrente mirando hacia aquí. Y nunca sabrá que había alguien en una habitación sin cortinas que da a la calle. La cal viva y el fósforo son simplemente parte de la caja de herramientas de un ladrón moderno.
Esa lucecita cambiante, amarillo verdosa, lo desfiguraba todo. Hacia desconocida la cara de Marcia cuando Sanders la miraba, y él supuso que tendría el mismo efecto sobre la suya. Cuando pasó al lado del piano, la luz produjo diferentes efectos sobre su madera y en la jarra de cristal tallado.
—Pero —gritó la chica, y bajó la voz—, eso fue encontrado en el bolso de mistress Sinclair. No cree que ella sea una ladrona, ¿verdad?
—No, en absoluto. ¿No se acuerda que eso desconcertó a Masters y a los demás? Él y sir Henry Merrivale estuvieron discutiendo sobre el tema. Podrán explicar el significado de los artículos; pero no podrán ver cómo se relacionaban con ella. Ese fue el gran obstáculo. Pero no pertenecen a ella, pertenecen a alguien íntimamente relacionado con ella. Y usted dará en el clavo en seguida cuando piense en la relación entre mistress Sinclair y…
Esta vez, Marcia gritó de verdad. Sanders había estado levantando la redoma, de modo que el centro de la tenue incandescencia pasó desde la piel de oso que servía de alfombra al lado de la chimenea hasta el otro lado del hogar. Primero descubrieron la forma de una silla y, luego, la forma de alguien que les miraba sentado en ella.
Muy cómodo en su silla, con aspecto más envejecido y más perverso, Ferguson les hizo un gesto, con la cabeza.