9
EL ÚNICO TESTIGO
—¿… Si vi al asesino? —repitió Marcia Blystone, mirando fijamente a sir Henry Merrivale—. ¿Es eso lo que quiere saber? Sinceramente, no sé de qué me habla.
Al parecer, tampoco lo sabía el inspector jefe; aunque, con precaución innata, no dijo nada.
—Oh, Masters, hijo mío —dijo sir Henry Merrivale con desaliento, contestando a su mirada—. ¿A usted no le han contado la historia del robo el viejo Drake? A mí, sí.
Ahora, sir Henry Merrivale tenía puesta su vieja chistera, inclinada sobre las cejas. Espió malignamente a ambos lados de Great Russell Street. Estudió el edificio en donde había muerto Félix Haye. Y, con algunas acertadas observaciones, relató el robo a grandes rasgos.
—¿Ve lo que sucedió? —preguntó con esperanza de vampiro—. El asesino puso la droga en las bebidas y mató a Haye. Salió, penetró en la oficina de Drake, volvió aquí con el botín y adornó los bolsillos de la gente con el contenido de esas cajas. El hurto en casa de Drake fue a las doce y media. Lo he comprobado. De manera que —insistió sir Henry Merrivale—, ¿quién salió y entró en esta casa durante ese tiempo? Porque estoy seguro de que el asesino lo hizo.
La idea era nueva. Tan nueva, que Masters se olvidó momentáneamente de la chica para seguir el hilo del razonamiento.
—Puedo comprender —admitió el inspector jefe— que el propio asesino destruyera esas cajas. Pero ¿para qué trajo esas…, hum…, chucherías, y las colocó en los bolsillos de los invitados? ¿Por qué?
Parecía que a sir Henry Merrivale le molestaba una mosca invisible.
—Qué sé yo, hijo. Pero eso es lo que pasó. Tiene que ser así. Esas chucherías eran viejas reliquias. El despertador estaba mohoso, el fósforo desvaído, a los relojes se les había acabado la cuerda hacía mucho tiempo. Hombre, no creerá que mistress Sinclair o Blystone, o Schumann, andan por lo común con tales chucherías, ¿verdad?
—No, lo admito.
—Y por eso les fastidió tanto cuando despertaron y encontraron esas cosas en sus bolsillos. Blystone y mistress Sinclair trataron de explicarlas inventando cuentos que no engañarían ni a un niño, si es cierto lo que usted me ha repetido. Lo del fósforo y la cal viva que se usa para limpiar cuadros no es sólo una mentira: es simple desfachatez. ¿Pensó realmente esa mujer que podía hacérselo creer a la gente? Schumann estuvo mejor. Por lo menos, reconoció que no tenía costumbre de llevar el mecanismo de un despertador y que alguien debía de habérselo metido en el bolsillo mientras estaba inconsciente.
Masters pensó en el asunto.
—Muy bien, si usted lo dice —gruñó—. Pero todavía me pregunto, ¿por qué? ¿Por qué corrió el asesino tan gran riesgo volviendo a esta casa? Por supuesto, si quería que los otros aparecieran como culpables, había que sembrar la sospecha por todas partes…
—Me parece —dijo sir Henry Merrivale— que es una jugada bastante buena. En realidad, no puedo pensar por el momento en otra mejor. Trató de hacer sospechosos a los otros y mantenerles quietos con algo que les intranquilizara la conciencia. Pero hay más aún, hijo. ¿Me sigue?
—Hasta aquí le sigo. Si eso es verdad, hemos, bueno, casi hemos eliminado a los tres invitados de la reunión. Si mistress Sinclair o sir Dennis o Schumann fueron el asesino, no habrían puesto pruebas en su contra también en su bolsillo.
—¿Son tan malas las pruebas?
Masters frunció el ceño inquisitivamente.
—Repito, ¿son tan malas las pruebas? —inquirió sir Henry Merrivale—. Piense sólo por un momento. Tiene un caso transparente en sus manos, hijo, con un asesinato muy nítido y resbaladizo en el medio. Por amor de Dios, no dé nada por sentado o se va a meter en un lío. Mientras tanto —se volvió hacia atrás para mirar a Marcia—, ¿por qué no decirnos la verdad?
Ella levantó los ojos y le miró tranquilamente.
—Le estoy diciendo la verdad —dijo en voz baja—. Es completamente cierto que anoche estuve aquí esperando durante más de una hora. Pero en ese tiempo nadie salió o entró por esa puerta. Nadie. Lo juraré por lo que usted quiera. O arrésteme si quiere.
Hubo un silencio. Sir Henry Merrivale, que parecía a punto de encolerizarse, quedó desconsolado y terminó por rascarse la nariz. Masters miró con suspicacia.
—¡Vamos, señorita! —le advirtió—. Tenía que ser por esta puerta. Hay una puerta trasera en el edificio; pero, como sabemos, tenía cerrojo y cadena por dentro…
—¿Y Ferguson? —preguntó, tímidamente, el doctor Sanders—. Allí tienen un sujeto que sale de los edificios sin usar la puerta de atrás ni la de delante. Todas las teorías parecen volver a Ferguson. Ferguson es una especie de ácido reactivo para todo. Pero no se puede probar nada hasta que lo encuentren; y si me permiten una opinión, no haría mal a nadie tratar de encontrarle primero.
Masters salió serenamente del coche para estirarse, pero sir Henry Merrivale intervino.
—¡Vamos, vamos, hijo! No se acalore. Él tiene razón. Veo que tendré que ocuparme de agarrar a Ferguson por el pescuezo. Porque, si la chica ha estado diciendo la verdad, acaban de aparecer algunas posibilidades verdaderamente extrañas. Sin embargo, todavía hay una parte que podremos verificar —guiñó un ojo a Marcia—. No nos contaste la verdad cuando dijiste que tu padre había salido anoche de casa con esos cuatro relojes, y que los llevó a casa de Haye. ¿Verdad?
Ella se cruzó de brazos.
—Si no le contesto —dijo— supongo que me detendrá. Muy bien. Adelante.
—¡Oh, por la luz que me alumbra! —dijo sir Henry Merrivale—. Nunca vi tanta gente con más ganas de que la detengan. ¿Quién te va a mandar a la cárcel? Sinceramente, vamos, no hay necesidad de heroicidades. Todo lo que te preguntaba era…
—No.
—Verás —continuó sir Henry Merrivale inclinando aún más el sombrero sobre los ojos—, nos ahorrarás una cantidad de líos y molestias si nos dices la verdad. Ahora, Masters y yo sabemos qué significan los cuatro relojes y lo que hay dentro de ese maniquí que tu padre escondió en casa de mistress Sinclair. Pero no podemos probar nada, ¿no es así? Tu padre tiene los relojes. Y lo único que le interesa a Masters es el asesinato.
—¿No bromea? ¿Sabe realmente?
Sir Henry Merrivale hizo muy seriamente una cruz sobre su corazón. Pero, si tenía alguna esperanza de que esto apaciguara los temores o preocupaciones de Marcia, estaba equivocado. Esta salió del coche y dio un portazo. Sus ojos tenían esa mirada tensa y vidriosa que revela el peligro de un ataque de nervios a pesar de un semblante tranquilo.
—Entonces, les diré algo más —dijo—. Si alguna vez esto trasciende, yo… me mataré o me iré a Buenos Aires o haré algo por el estilo. Si hay algo que no puedo soportar, es que se rían de mí. Así que pueden ir a investigar y acusar a quien les dé la gana; pero esa mujer mató a Haye. Ya verán.
Sin decir otra palabra, dio media vuelta y se fue andando con rapidez. Sir Henry Merrivale la miró durante un momento; luego, se volvió hacia Sanders.
—Corra detrás de ella, hijo —dijo con la boca torcida—. No diría esto otras veces, pero ahora… ¡detrás de ella! Espere un poco. ¡Demonios, iré con usted! —mirando al inspector jefe boquiabierto, se arrastró fuera del coche, y agarró fuertemente su sombrero—. Quédese aquí, Masters. ¿Por qué cree que me estoy mezclando en este asunto? Dennis Blystone es uno de mis más viejos amigos. Agárrese al asiento y ya nos veremos más tarde. Venga, hijo.
Alcanzaron a Marcia cuando cruzaba Bloomsbury Street. Sir Henry Merrivale iba contoneándose a un lado; Sanders daba grandes trancos al otro; y ella estaba tan ajena a su presencia que casi se deja atropellar por un taxi que pasaba.
—¿No te gustaría almorzar algo? —sugirió sir Henry Merrivale lleno de esperanza.
—No, gracias.
Seguían andando aún más de prisa. A su izquierda, se levantaba la verja enorme, puntiaguda, carcelaria, del Museo Británico; y detrás del patio, el enorme, gris, carcelario edificio del Museo. Cerca de los portales rondaba un grupo de vendedores de diarios y un fotógrafo ambulante con su trípode.
—¿Te gustaría fotografiarte? —sugirió sir Henry Merrivale. Le agradaba que lo retratasen y consideraba que era una fuerte tentación.
—No, gracias —dijo Marcia. Luego, tratando de contenerse, se recostó contra la verja y estalló de risa—. Muy bien —dijo, rebosando de alegría—. Nos sacaremos una foto. Y, luego, iremos a una taberna, y me dirán lo que realmente piensan de este asunto.
Después de la ceremonia de las fotografías —sir Henry Merrivale en su pose más digna, con su chistera sobre un brazo, el puño sobre la cadera como Victor Hugo, y la mirada fija en la cámara, de tal modo que hasta el fotógrafo hizo alguna objeción—, se instalaron en el bar de una ahumada y confortable taberna de Museum Street. Sobre la mesa, había dos jarras de cerveza y un gin-tonic cuando Marcia habló.
—No quise decirlo delante de ese policía —le informó—, pero tengo toda clase de datos sobre usted. Soy amiga de Evelyn Blake, la esposa de Ken Blake. Ella dice que usted es la persona más tunante y que más desprecia las leyes y la moral de todas las que conoce. Dice que cada vez que su marido sale con usted, siempre termina en la cárcel. Por eso creo que verdaderamente usted está de mi parte. De manera que…
—De manera que te escapaste de Masters a propósito, maldita seas —dijo Henry Merrivale sin sorprenderse—. Ya veo. Muy bien; te he seguido. ¿Qué vas a decirme?
—No me importa hablar delante de usted —dijo Marcia, fríamente—. Pero no estoy segura de que pueda hablar delante del doctor Sanders. Después de todo, el doctor Sanders está relacionado en cierta manera con la policía. Y el doctor Sanders piensa que soy cómica.
—Diablos —dijo Sanders, dejando su jarra con un golpe—. Oiga, ¿qué está diciendo? No pienso tal cosa.
—Eso es lo que dijo.
—No dije tal cosa.
—Desde luego que sí. Dijo que mi idea sobre la manera en que había envenenado las bebidas mistress Sinclair era cómica.
Ahora, la exasperación de Sanders era completa.
—Y así es. Pero eso no tiene absolutamente nada que ver con mi opinión sobre usted. ¿No se da cuenta?
—¿Cree que es cómico, sir Henry?
Dando la vuelta a su jarra, sir Henry Merrivale la miraba amargamente divertido.
—Bueno…, mira. Tu teoría se puede probar aquí mismo. Tienes el líquido delante de ti. Y creo que te darás cuenta, hijita, de que es un tremendo disparate. Cierto que puedes mantener el líquido en la boca. Cierto que puedes introducirlo en las bebidas como dijiste. Pero hay una cosa que no puedes hacer mientras estás con el líquido en la boca: hablar. Es absolutamente imposible. Trata de hacerlo. Bueno, mistress Sinclair, antes de probar la bebida de tu padre, le pidió un sorbo. Pero ¿cómo iba a pedirle un sorbo sin hablar? No. Me temo que la cosa no marche. Tienes que encontrar otra manera de explicar cómo se envenenaron las bebidas.
—¡Oh…! —Marcia se contuvo—. Entonces, ¿cómo explica usted lo del veneno?
Sir Henry Merrivale, la frente profusamente arrugada, murmuró algo para sí antes de hablar.
—Supongamos —dijo distraídamente—, que revisamos las alternativas existentes. ¿Eh? Supongamos, con el solo objeto de polemizar, que los invitados dijeron la verdad cuando juraron que no podía haberse introducido, subrepticiamente, la atropina en la cocktelera o en las copas, hasta que Schumann llevó las bebidas al salón. Supongamos que no es una historia que mistress Sinclair, tu padre y Schumann han acordado contar.
—¿Y en ese caso?
—En ese caso —declaró sir Henry Merrivale con trabajo—, parece que tenemos solamente otra alternativa. Solamente otra. Me refiero a la tesis original de que un extraño se deslizó en el cuarto y envenenó la cocktelera mientras los invitados estaban en la cocina, y que ese extraño lavó la cocktelera después —se volvió a Marcia—. Ahora, dime la verdad, o te desollaré viva. ¿Entró o salió alguien de ese edificio mientras estabas allí vigilando?
—No. No; de verdad.
Sir Henry Merrivale la estudió durante largo rato,
—Ajá. Lo aceptaremos. En tal caso, debemos admitir que el asesino es el propio Ferguson; o un compinche de Ferguson. ¡Ahora, no me grites preguntándome cómo salió Ferguson del edificio! Eso es muy simple; lo explicaré antes de que termines ese gin. Pero ése no es el caso. Si Ferguson o algún compinche cometieron el crimen, ¿por qué iba a quedarse Ferguson tanto tiempo después de haberlo hecho? ¿Y quedarse dando vueltas en la oficina Anglo-Egipcia? ¿Y dirigirse ambos a la escalera y hablar con ustedes? ¿E ir a inspeccionar el cadáver después de descubrir el asesinato? ¿Y todavía hablar más? ¿Y hacerse tan evidente antes de decidirse a escapar? Todo eso está equivocado. Si es culpable, ¿para qué deseaba aparecer mezclado en el lío?
—No sé —reconoció Sanders—. Pensé que estaba verdaderamente alarmado cuando oyó hablar del asesinato. Lo admito.
—Sí, eso es lo que quiero decir. ¡Demonios! Supongamos que ni Ferguson ni nadie de fuera hizo la mala faena, entonces…
Sanders le miró.
—¿Quiere decir que Ferguson no tenia nada que ver con el asunto? ¿Y que el asesinato fue perpetrado por uno de los tres invitados al apartamento de Haye?
—Esa es una posibilidad, hijo.
—No la veo —respondió Sanders—. Por el contrario, eso haría completamente imposible el crimen. Uno de ellos tendría que envenenar los cocktails, lo cual es imposible. Uno de ellos tendría que entrar y salir del edificio sin que le vieran, lo cual también es imposible.
—Ajá. Ya sé. Pero —dijo sir Henry Merrivale gentilmente— he tenido que vérmelas antes con estas cosas imposibles.
Durante esa discusión, Marcia había estado mirando por el casi vacío salón, con ojos distraídos y brillantes por una nueva idea. Si Sanders la hubiera conocido mejor, se habría dado cuenta de que tales signos anunciaban dificultades… para alguien. Ahora se dio la vuelta hacia ellos, con un gesto que parecía rogarles no interrumpirla.
—Ya lo tengo —dijo, casi aburrida—. Tiene razón; es sencillo. Sé cómo salió Ferguson del edificio. Sir Henry Merrivale se cogió la cabeza con las manos y lanzó unos quejidos.
—Muy bien —dijo—. Vamos a ver hacia dónde apuntas.
Marcia asintió, con gesto de sonámbula.
—¡Muy bien! El asesinato fue perpetrado por Ferguson y mistress Sinclair en colaboración. Ella proporcionó el veneno; él lo puso en las bebidas, mató a Haye y robó las cajas. Usted dijo que había una relación entre ambos. ¿No es así? ¡Sí! En cuanto a la manera de escapar del edificio, nunca salió de él.
—Espero que estés divirtiéndote —dijo sir Henry Merrivale de mala gana—. Pero continúa.
—¡Escuche, por favor! Estoy segura de esta parte del asunto, porque ese sargento bastante simpático que me llevó a casa anoche, me lo contó todo sobre ella. Usted dirá inmediatamente que Ferguson no se escondió en el edificio. Claro que no; todo lo contrario. ¿Pero quién estaba en el edificio? Dígame sólo esto, ¿quién era la única persona —la única en absoluto— que sepamos estuvo en el edificio todo el tiempo? Era el encargado, un irlandés bajo y rechoncho llamado Riordan. ¿No ve? Ferguson es el encargado.
Por la cara de sir Henry Merrivale cruzó una expresión un tanto despavorida. No dijo nada. Parecía incapaz, por el momento, de articular palabra.
—Ferguson, el verdadero Ferguson, está disfrazado —dijo formalmente Marcia—. Obtuvo trabajo como encargado en ese edificio donde había trabajado antes como empleado de Schumann. Usted le decía a Masters que Schumann creía a Ferguson muerto. Anoche, Ferguson se quitó su disfraz de encargado y se presentó arriba como él mismo. Por eso quiso que le vieran y le hablaran como a sí mismo. Quería impresionarnos con su presencia, y luego desaparecer. Entonces vendría el cuento de que un hombre muerto había aparecido para desaparecer en seguida. De este modo, la policía, lanzada en la búsqueda de un fantasma inexistente, se volvería loca. Y mientras tanto, Ferguson, en su papel de Riordan, el encargado, estaría sentado en el sótano entre las cañerías de agua caliente sin que nadie sospechara de él.
—Ofrézcale un cacahuete a la señorita —dijo sir Henry Merrivale—. Eso es idílico, nada más. ¿Crees sinceramente en esa historia?
—Hay pruebas. ¿Vieron juntos alguna vez a Ferguson y al encargado? No. ¿Dónde estaba el encargado durante ese horrible escándalo, antes y después de la llegada de la policía? El doctor Sanders no le vio. El personal del hospital que llevó a los huéspedes envenenados no le vio. Nadie le vio… hasta que la policía comenzó a buscar a Ferguson. ¡Oh! Tengo razón —no fue una pregunta. Fue una gozosa afirmación.
—No —dijo sir Henry Merrivale—. ¿Por amor de Dios, te callarás antes de que Ferguson se convierta en una terrible pesadilla? Tiene dieciséis caras y todos los colores del arco iris. Es el hombre de goma. Ha comenzado a hacer muecas detrás de las ventanas y aparecerse de pronto desde el interior de los tinteros. Ferguson me persigue, y maldita sea la gracia que me hace. Te digo que no hay nada extraordinario con respecto a Ferguson. El…
Marcia dejó de lado su aire triunfal y se puso seria de nuevo.
—Por favor, dígame entonces: ¿niega que Ferguson y mistress Sinclair estén, de alguna manera, mezclados en este asunto?
Esto detuvo a sir Henry Merrivale, quien estaba hirviendo.
—No. No, no lo niego precisamente. Ya he dicho eso, ¿no es verdad? En consecuencia…
—¿Y admitirá como muy probable que mistress Sinclair pudo haber proporcionado la atropina?
Sir Henry Merrivale parecía fastidiado.
—Termina con el interrogatorio —rugió—. Admitiré que es una probabilidad, pero en cuanto a probarlo…
Marcia se calmó ante este estallido. Pero a estas alturas, el doctor Sanders sintió que debía afirmarse. Todos los alfilerazos del día en contra de su sentido del humor y su aire pedante; toda la pomposidad que ella le había echado en cara, lo cual él juraba por su alma que no era cierto; todo hervía en una mezcla para indicarle el verdadero camino que tenía que seguir.
—Si ése es el caso —observó, encendiendo un cigarrillo con cierta deliberación—, sólo hay una cosa que hacer. Forzar la casa de mistress Sinclair y descubrir la verdad.
—¿Forzar qué de mistress Sinclair? —preguntó Marcia, alarmada.
—Su casa. Entrar como ladrones —explicó—. Haré el trabajo, si quiere.
Hubo un silencio.
—¡Querido, no debe hacerlo! —gritó Marcia—. No le dejaré. Le pescarán.
Una agradable sensación de calor subió desde el pecho y hombros de Sanders hasta su cuello. Fue lo mismo que la primera bebida en un día frío. Porque la cara de Marcia estaba radiante.
—De ningún modo —dijo él.
—¿Pero sabe algo de… escalar casas, y cosas parecidas?
La tentación fue grande, pero Sanders era honesto.
—No desde el punto de vista práctico. Pero sí científicamente. Déjelo por mi cuenta. Entraré sin ninguna dificultad.
—Pero ¿le…? Quiero decir, ¿podría acompañarle?
—Por supuesto, si quiere.
Sir Henry Merrivale miraba a uno y otra con ojos bien abiertos y amargamente divertidos.
—Eh, eh —dijo sir Henry Merrivale—. ¿Lo dice en serio, hijo? Vaya, creo que sí. No es que me guste ser desalentador o aguafiestas, pero con respecto a esa idea…
—Diría que le gusta —dijo Marcia—. Evelyn Blake dice que usted tiene una obsesión verdaderamente patológica sobre el tema de los robos. Dice que usted prefiere ver a alguien escalar una casa para robarla que verle entrar por la puerta. Dice…
—Bueno… bueno —musitó sir Henry Merrivale, acariciándose la gran cabeza calva con una mano, y espiándoles por encima de sus gafas—. Puede que haya dirigido unos cuantos trabajos raros en mi tiempo, es verdad. No es que haga objeciones, entiéndanlo. Sólo me gustará conocer el objeto de este plan. Supongamos que consigan entrar en casa de mistress Sinclair. ¿Qué esperan probar? ¿Qué esperan encontrar?
Sanders estaba tranquilo.
—Pruebas. No estoy seguro de qué clase de pruebas; pero seguramente es sensato hacerlo. Considérelo. Cree que hay una relación entre Ferguson y mistress Sinclair. Piensa que todavía hay más atropina en el lugar de donde procede la última dosis. El centro evidente es su casa. No podemos conseguir una orden de registro con las pruebas que hemos obtenido hasta ahora. De manera que lo que hay que hacer es entrar en la casa y…
Hizo unos gestos. Sir Henry Merrivale le contempló.
—Habla de una manera demasiado persuasiva, hijo —observó, para luego mirar a la chica—. Es sencillo, ¿eh? Pero, digo, tal vez haya algo bueno en la idea. Tal vez pueda ayudarles.
—¿Le gustaría venir con nosotros, señor?
—No, no me gustaría ir con ustedes —respondió sir Henry Merrivale con dignidad—. Tengo una posición que mantener. Soy un hombre importante, maldita sea. ¡Sería bonito que anduviese por ahí escalando ventanas y abriendo cerrojos! —reflexionó—. Lo que quiero decir es que podría arreglar algunas cosas, como por ejemplo que mistress Sinclair despejara el camino, y un par de detalles sobre los vecinos que probablemente no se les ocurra. ¿Cómo se proponen hacerlo?
—Eh… este… la forma habitual.
—¡Oh! En la forma habitual. Ya veo. Bueno, admito que tengo una terrible curiosidad por ciertas cosas que puedan encontrar. Si apareciera un doble mío por la vecindad un poco más tarde, como para inspeccionar lo que encuentren, no se sorprendan mucho. Pero entiendan esto: no esperen que les ayude si se ven en aprietos. No puedo mezclarme en un asunto clandestino como ése. No intervengo en él. No estoy relacionado con él. No les conozco. Antes de comenzar a darles mis instrucciones —insistió sir Henry Merrivale, con cara de extraordinaria malignidad—, ¿han entendido bien lo que he dicho?
Marcia y Sanders asintieron; pero ciertos poderes que escapaban a su control se negaron a hacerlo. La justicia poética no siempre duerme. Sir Henry Merrivale, con las mejores intenciones, había puesto en el pasado a muchos hombres en situaciones equívocas y bajo la garra de la ley. Antes de que pasaran muchas horas, iba a figurar como primer actor de una de las correrías clandestinas más famosas que recuerda la historia.