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EN TORNO A LA MESA DEL COMEDOR
Eran cerca de las once de la mañana siguiente cuando Sanders regresó a Great Russell Street, donde había acordado encontrarse con el inspector jefe. No había regresado a su casa esa noche. Había una cama en el Instituto Harris, que a veces usaba cuando trabajaba hasta tarde; y Masters le había dado muy poco tiempo para efectuar el trabajo que le encargó.
En su maletín llevaba una voluminosa colección de copas y botellas del apartamento de Félix Haye. Durante la mayor parte de la noche y la mañana había estado analizando sus contenidos, con resultados que le dejaron boquiabierto cuando los clasificó. Pero no se sentía cansado.
Era una agradable mañana de abril, con un aroma suave de primavera en el aire fresco, y un ribete de sol que se ensanchaba detrás de los viejos edificios. La casa de Great Russell Street proseguía su vida habitual. En los dos primeros pisos, Mason y Wilkins, Contadores Públicos, y Charles Dellings’ Sons, Compra y Venta de Propiedades, continuaban sus tareas sin ninguna curiosidad. Pero la Compañía Importadora Anglo-Egipcia estaba cerrada, con un policía frente a la puerta.
Encontró a Masters, animado, recién afeitado, en el apartamento de Félix Haye. Sólo Masters y el sargento Pollard estaban allí. La luz del sol que penetraba por las ventanas que daban a la calle convertía el apartamento en un lugar alegre, aunque todavía conservaba su aire de clandestinidad.
—Buenos días, doctor —dijo Masters—. Creíamos que no vendría. Le llevó mucho tiempo, ¿verdad?
—¡Al diablo! —dijo Sanders—. Es la única vez que podemos acusar a la policía de sacar sus ideas de las novelas policíacas. El inspector siempre dice al químico: «analice esto». El químico de la novela va a su laboratorio, sale inmediatamente, y revela hasta las más mínimas cantidades del veneno más oculto. ¿Tiene alguna idea de cuánto tiempo lleva ese trabajo?
—No importa —dijo Masters con suavidad. Los otros dos le siguieron hasta el salón donde ya no había rígidas figuras sentadas en torno a la mesa del comedor—. Vamos al grano… ¿Hay buenas o malas noticias?
—Diría que malas.
El semblante de Masters se nubló.
—¡Oh! ¡Ah! Debería haberlo esperado. Bueno…
Sanders sacó de su maletín la cocktelera de donde sirvieron las bebidas la noche anterior. La habían encontrado sobre una mesita, cerca de la silla de Félix Haye, y todavía estaba a medio llenar.
—Tres de ellos —siguió diciendo Sanders—, bebieron cocktails Dama Blanca. La receta es: gin, cointreau y jugo de limón. Pero en lo que quedaba en la cocktelera… nada de atropina. Nada.
El inspector jefe silbó.
—Eso quiere decir…
Sanders asintió con la cabeza y sacó las tres copas de cocktail.
—En el poso de las copas —continuó—, había atropina, cuya cantidad oscilaría entre un quinceavo y un décimo de grano. A juzgar por los posos, Schumann ingirió la dosis mayor, Haye la segunda y mistress Sinclair la menor. Las bebidas originales deben de haber estado cargadas de ella.
Luego sacó un vaso.
—Sir Dennis Blystone se sirvió highball, un batido americano compuesto de whisky de centeno y ginger-ale. Bebió sólo la mitad: había cerca de un tercio de grano de atropina en el resto. Finalmente, no había atropina en ninguna de las botellas de la cocina: gin, whisky, cointreau, ni en el sedimento del exprimidor de limón. En consecuencia, si el veneno no estaba ni en la cocktelera ni en ninguna de las botellas, significa que fue vertido individualmente en cada una de las cuatro copas.
—¿Quiere decir que alguien entró a hurtadillas y envenenó las bebidas después de que fueran preparadas?
—Sí.
—Por lo pronto —observó Masters, después de una pausa—, no puedo pensar en nada más arriesgado. Alguien vierte atropina en cuatro vasos, y no le pescan. Se puede hacer una vez sin que se vea, o tal vez dos. ¡Pero cuatro! —se quedó pensativo—. A propósito, doctor, ¿cuánto se necesita para que la dosis sea fatal?
—Medio grano, generalmente.
—Y en esos vasos, en que sólo quedaba el poso después de haber bebido —insistió el inspector jefe—, ¿todavía había cantidades que llegaban a un tercio de grano? ¡Caramba! Entonces, ¿el tipo que la puso corría peligro de despachar a todos ellos con atropina?
—Un gran peligro, me parece.
Masters miró la mesa del comedor, como si todavía tratara de visualizar las cuatro víctimas allí sentadas. La luz del sol que penetraba a través de las angostas ventanas ponía de manifiesto los colores de las tablas y de las pinturas murales que se encontraban a ambos lados de la chimenea. Los murales eran admirables obras del siglo XVIII; representaban ninfas junto a un lago, y conservaban sus tonos originales con matices como de acuarela.
Sanders se preguntó vanamente cuál habría sido el propósito original de esta habitación, en el último piso de esa casa. La chimenea tenía un dintel esculpido, sobre el que había unas pocas novelas con cubiertas brillantes colocadas entre dos sujeta-libros; una caja de cigarros, abierta sobre una de las muchas mesitas, y dos ceniceros encima de la mesa del comedor. El paraguas de empuñadura de madera roja estaba ahora sobre la mesa como un estoque.
—Una gran dosis de veneno en cada bebida —proseguía Masters con tenacidad—. ¿Recuerda lo que dijo anoche mistress Sinclair? Dijo que lo podría jurar, dijo que todos lo podrían jurar, que era imposible poner droga alguna en ninguna bebida. Ahora, ¿por qué salió con eso? ¿Por qué se dio tanta prisa en hacernos saber tal cosa? ¿No supone que todos sabían que estaban bebiendo atropina?
—No lo creo probable —observó Sanders—. De todas maneras, sería una diversión social un tanto peligrosa. ¿Ha descubierto algo más?
El inspector jefe se mostró sarcástico.
—Buena cosecha de huellas digitales por aquí; probablemente no conducen a nada. El mango de ese paraguas no sirve. Me temo que usted mismo lo ensució, doctor, cuando subió. Evidentemente, es el arma que mató a Haye. Pero nadie parece saber de quién es o de dónde salió. Descubriré eso cuando me ocupe de los testigos. Fueron dados de alta en el hospital esta mañana, y son terreno propicio.
—¿Y qué hay de Ferguson?
—Está bien. Insista en ello. Todo lo que sé de Ferguson —estalló Masters— es que, sin lugar a dudas, se hizo humo. Tengo ganas de poner a prueba a sir Henry. Bob tenía razón: no salió por la puerta principal, y no salió por la parte de atrás. He recorrido la parte trasera esta mañana. Hay una cañería para desagüe de lluvia, pero no está cerca de la ventana, y Ferguson tendría que ser primo hermano de un gorila para alcanzarla. No, eso no sirve. Debe de haber saltado, sin dejar huellas en el suelo. Sólo tenemos una pista.
—¿Cuál?
—Dejó sus gafas —gruñó Masters—, y sus huellas dactilares quedaron en ellas. No es que nos vaya a ayudar mucho. No estamos mejor que antes, a menos que esté registrado en Scotland Yard, lo cual no es probable. Por ahora tengo la dirección del abogado de Haye, y voy a mandar al sargento para que le vea. En cuanto a mí, voy a atacar de nuevo a mistress Sinclair. ¿Le gustaría acompañarme, doctor?
Sanders tenía ganas de acompañarle. Pensaba que se lo merecía. Fueron hasta Chelsea en un coche de la policía, y pasaron por esa calle que hay al lado del Támesis que parece tener tono otoñal hasta en primavera. Casi podía preverse la clase de casa que poseía Bonita Sinclair: parecía una casa de campo o una casa de muñecas. Los ladrillos oscuros estaban separados por cuidadosas líneas de argamasa blanca; en las ventanas había muchas macetas, que en el verano estarían llenas de rosas; y sobre la puerta verde, una aldaba de bronce con la forma de un gato.
Pero esto no fue lo que hizo frenar violentamente a Masters al detener el coche. A pesar de la primavera y los árboles llenos de brotes nuevos, las largas ventanas que había a la derecha de la puerta reflejaban el resplandor de un fuego. Y, como si paseara cavilando, la figura de un hombre cruzó tras ellas.
—Parece sir Dennis Blystone —dijo Sanders.
—Es sir Dennis Blystone —resopló el inspector jefe—. ¡Oh, qué torpes! Lo de siempre… Le dije a Sugden que no le quitara los ojos de encima. Les hice vigilar a todos, a cada uno en particular, para evitar que se comunicaran antes de que yo llegara. ¡Y ahora mire lo que ha sucedido! Ha encontrado la manera de escapar. Venga.
Una pulcra doncella cogió la tarjeta de Masters. Les condujo a una sala de estar, donde Bonita Sinclair y sir Dennis estaban sentados a ambos lados del fuego.
Todo tenía un aire hogareño. La mujer llevaba un peinador suelto de color azul, y bebía jerez; su belleza estaba realzada por los reflejos de las llamas, o tal vez por el ambiente bastante teatral. Blystone se levantó bruscamente de su silla.
—Buenos días, mistress Sinclair —dijo Masters—. Buenos días, señor. ¿Están mejor?
—Sí, afortunadamente.
Blystone ostentaba una personalidad que —nada podría sugerirlo mejor, aunque haya una contradicción en los términos— parecía vigorosa e indecisa al mismo tiempo.
Era alto, de facciones enjutas, y sus ojos infundían confianza. En segundo lugar, resaltaba el corte esmerado de su traje, que en cierta medida correspondía al esmerado corte de sus gestos. Ambos en tono menor, ambos con tendencia a inspirar confianza y tranquilidad. A Sanders le cayó en gracia en seguida.
—De todas maneras —prosiguió Masters—, creo que les rogué que ninguno de ustedes saliera, de su casa esta mañana.
—Así es, inspector. Lo malo es que… quería enterarme —Blystone asintió gravemente y sonrió como si se acordara de algo. Si aún estaba débil por los efectos de la droga, lo ocultaba muy bien. Su tono tenía ahora un aire familiar que convencía.
—No suelo perder la memoria —prosiguió—. La última vez fue hace muchos años, una noche, en las regatas. Pero todavía lo recuerdo. Cuando me desperté a la mañana siguiente, sufrí inenarrables agonías, pues ignoraba lo que habría hecho la noche anterior. No descansé hasta que vi a cada uno de mis amigos, y les importuné durante una hora con preguntas sobre mis menores actos. Tenía que averiguar lo que había hecho. De la misma manera que ahora averiguo lo que hice anoche.
Masters se puso afable.
—Ajá. Bueno, usted no mató a Haye, ¿verdad?
—No, que yo sepa —contestó Blystone, devolviendo la sonrisa.
Todos se sentaron.
—Esta es la situación —prosiguió Masters—. La dificultad que encuentro es que ninguno admite nada, aunque sea el hecho más pequeño. Pero no podemos negar ciertas cosas. No podemos negar que Haye está muerto. ¿Eh?
—Difícilmente.
—Entonces, alguien le mató. Y es inútil negar —dijo Masters, tendiendo el lazo deliberadamente y como por casualidad— que estamos bastante seguros de que fue muerto por una de las otras tres personas que estaban en la habitación.
No necesitó seguir, porque había obtenido el efecto deseado. Bonita Sinclair colocó la copa de jerez sobre una mesa que estaba a su lado, y le miró con un horror que se reflejaba plenamente en sus ojos. Blystone, aunque permaneció moviendo ligeramente la cabeza como si siguiera muy atentamente lo que decía Masters, le interrumpió.
—En otras palabras, ¿por mistress Sinclair, o por Schumann, o por mí?
—Si así lo prefiere, sí.
—Inspector, eso es ridículo.
—¿Por qué?
—Porque es un simple disparate —replicó Blystone, con cortante sentido común—. Ninguno de nosotros tenía ninguna razón para matarle. Le comunico que era nuestro amigo, y creo que estoy hablando en nombre de todos.
—¿Por qué es necesario hablar en nombre de todos? —preguntó tranquilamente Masters.
Blystone le miró con grave ironía. Pero hubo una ligera pausa antes de que hablara.
—Y no será necesario, inspector, analizar el matiz de cada una de mis palabras. Digamos, entonces, que hablo por mí solamente, aunque creo que sería más cortés hablar por mistress Sinclair, en primer término. Eso es todo —dudó, y luego estalló como si estuviera ansioso por terminar con un subterfugio—: ¡Oh, mire! Es mejor poner esto en claro. Haye era un poco molesto a veces, y alguien podría haberle llamado grosero; pero era un buen amigo, al fin y al cabo. Me hizo una gran cantidad de favores, siempre era interesante, y… si al hombre que le mató no le cuelgan más alto que a Haman, no será por falta de mi ayuda.
Después de este arranque, del cual parecía un poco avergonzado, Blystone adoptó de nuevo sus modales de consultorio y se sentó otra vez.
—¡Bien! —dijo Masters alegremente—. Así nos gusta oír hablar a la gente. Ahora, señor, ¿nadie se sorprendió de que les invitaran al apartamento de Haye a una hora tan avanzada como son las once de la noche?
—No, no particularmente.
—Pero su hija nos dijo que usted nunca va a reuniones.
—Mi hija no tiene nada que ver en este asunto —dijo Blystone, repentinamente fastidiado—. Me dijeron que anoche les molestó un poco, por lo cual pido excusas. Y casi no puedo saber qué quería. No soy uno de esos jóvenes alegres que dan tanto que hablar; pero no me considero tan viejo como para sentarme en una silla de ruedas.
—Por ejemplo —argumentó Masters—. ¿Haye no les invitó para darles alguna información?
Blystone miró de soslayo a Bonita Sinclair, que, a su vez, le sonrió subrepticiamente. Pero, ante la pregunta de Masters, se volvió hacia él violentamente.
—¿Información? No. No comprendo.
—Usted dijo que le había hecho algunos favores. ¿Qué clase de favores?
—Había invertido conmigo ciertas sumas de dinero, siempre con éxito, y me dio algunos… datos bajo cuerda.
—¡Oh!, ¡ah! ¿Y también invirtió dinero con usted, señora? —preguntó Masters, volviéndose hacia la mujer.
Ella adoptó el mismo aire formal que asumiera la noche anterior. Su cabello oscuro estaba recogido en trenzas que formaban moños sobre las orejas. Al inclinarse hacia delante, a la luz de las llamas, colocaba rígidamente un brazo y una mano sobre su rodilla, como en los cuadros de viejas actrices. Pero la postura no parecía ni rígida ni teatral; era tan natural en ella como la sinceridad de su mirada.
—Muy a menudo, mister Masters. Soy terriblemente tonta para los negocios, y mister Haye siempre estaba dispuesto a ayudarme.
—Ahora, señora —prosiguió Masters con su astucia—, me gustaría que siguiera contándome lo que empezó anoche, cuando el doctor nos interrumpió. Le hablo de la atropina. A todos les dieron una dosis de atropina. Pero anoche me dijo que era imposible que alguien pusiera el veneno en las bebidas. ¿Qué quiso decir con eso?
Ella pareció confundida.
—No… Creo que no me interpretó correctamente. O quizá todavía me encontrara bajo la influencia de la droga, y no me expresé claramente. Lo siento. Lo que quise decir, claro está, fue que ninguno de nosotros pudo envenenar las bebidas.
—¿Nosotros?
—Cualquiera de los cuatro que estábamos en el apartamento de míster Haye.
Masters la miró fijamente.
—Perdóneme, señora; pero eso no fue lo que dijo anoche. Usted dijo: Absolutamente n-a-d-i-e.
—Usted no lo interpretó bien —sugirió con un candor tan formal, que Masters quedó un poco vacilante—. Déjeme contarle lo que sucedió.
»Tan pronto como llegamos al apartamento de Haye, me pidió que preparara los cocktails, como me parece que le conté. Sí. Por supuesto, sé que no cree que yo pusiera el veneno en ellos —rió—. Pero no podría haberlo hecho, aunque hubiera querido. Y tampoco pudo hacerlo nadie más. Estaban todos en la cocina, observándome.
—¿Los tres hombres?
—Los tres, a mí alrededor.
—Siga, señora.
—Para comenzar, Denny, perdón, sir Dennis, enjuagó la cocktelera con agua caliente, también las copas, mientras le observábamos. Yo preparé las bebidas, y míster Haye las batió. Sir Dennis preparó su highball, de whisky y ginger-ale —en respuesta a la mirada inquisitiva de Masters, Blystone asintió con la cabeza—. Luego, Schumann puso la cocktelera, el vaso y las tres copas vacías en una bandeja, y las llevó al salón. Le vimos colocarlo todo en una mesita, y luego volvió. El pobre míster Schumann no tocó lo que no debía. Podemos atestiguarlo. Además, yo sabía que no había nada de particular en las bebidas.
—¿Cómo lo sabe, señora?
—Porque las probé —contestó con una sonrisa de triunfo—. La gente siempre lo hace. Quiero decir, cuando se hacen algunos cocktails, se prueban para ver si están bien. Cuando preparé los Dama Blanca, tomé un trago, y me temo que bebí directamente de la cocktelera —hizo un gesto como si hubiera sido una oferta a la delicadeza—. También probé la bebida de sir Dennis. Nunca la había probado antes y quería saber qué sabor tenía.
Masters estaba cada vez más intranquilo. Carraspeó.
—Un momento, señora. Usted dice que Schumann llevó todas las cosas desde la cocina hasta el salón, y volvió. ¿No fueron todos al salón?
—No, eso es lo que quería decirle. Nos quedamos en la cocina, porque mister Haye nos mostraba su destreza con una naranja. Se corta la cáscara de una forma determinada, se tuerce no sé cómo, y aparece la cara de un niño que llora o que ríe —su rostro se cubrió de una sombra de apacible tolerancia o de triste indulgencia—. Nunca conocí a otro hombre como Haye para hacer triquiñuelas, bromas y chistes de todas clases. Cada vez que descubría algo nuevo e ingenioso, como un espejo que no se empaña para el baño, por ejemplo, o una nueva manera de hacer desaparecer un billete de diez libras de un sobre, se ponía tan contento como un niño de escuela. No creo que jamás olvide su figura delante de la nevera eléctrica de la cocina, haciendo decir a esa naranja ma-má, y estallando de risa —hizo una pausa, se estremeció, y añadió de manera casual—: Ese horrible paraguas era suyo, ¿sabe?
Hubo un silencio.
—No lo sabía, señora —observó Masters, hoscamente—. ¿Lo tenía en el apartamento anoche?
—Oh, sí, lo tenía desde hacía mucho tiempo. Generalmente estaba en el perchero del vestíbulo.
—Pero en cuanto al veneno, ¿está dispuesta a jurar que nadie tocó esas bebidas?
Ella entrelazó las manos.
—Sí. Estoy dispuesta. Es decir, sé que ninguno de nosotros pudo hacerlo. Estuvimos observándonos todo el tiempo. Usted comprende, míster Masters; sencillamente, no pudo ser posible. Pero por supuesto que pudo hacerse después. Míster Schumann puso las cosas sobre la mesita, y volvió a la cocina, junto a nosotros, mientras Haye nos mostraba el niño de la naranja —hizo una pausa solemne—. Nos quedamos en la cocina durante… ¿cuánto tiempo?…
Deseosa de establecer hasta la fracción de un segundo, recurrió a Blystone.
—Tres o cuatro minutos, por lo menos —decidió Blystone, mientras miraba severamente a Masters.
—Y durante todo ese tiempo —continuó mistress Sinclair— las bebidas quedaron en la otra habitación, sobre la mesa. Usted sabe, por supuesto tiene que saberlo, que la cocina no se comunica directamente con el salón. La puerta de la cocina que da al vestíbulo estaba cerrada, porque Haye estaba de pie delante de ella. De manera que no podíamos ver el vestíbulo. ¿No está terriblemente claro? Durante ese tiempo, alguien pudo deslizarse, alguno de fuera, y colocar la droga en las bebidas.
Masters hizo otra anotación. Se ponía peligrosamente suave y amable; parecía inflarse.
—Ajá, señora —dijo el inspector jefe con interés—. Una cosa, no obstante. ¿Está completamente segura de que Schumann no envenenó las copas cuando las llevó al salón?
Mistress Sinclair y Blystone hablaron a un tiempo. No había duda al respecto.
—Le observamos desde el vestíbulo —explicó ella—. La bandeja estaba un poco mojada, y no quería apoyarla sobre ninguno de los finos muebles de Haye.
—Ya veo. ¿Estaba servido algún cocktail cuando los llevaron al salón?
—No, los servimos más tarde. La única bebida que estaba en el vaso era la de Denny. Oh, inspector, ¿no es sencillísimo? —se apresuró a decir—. Cualquiera pudo deslizarse en el salón, verter la atropina en la cocktelera y en el vaso, y, es algo horrible, pero ya está.
—Hum, sí. Ya veo. Tal vez colocaron la atropina en la cocktelera, ¿eh?
—Por supuesto.
—Siga, señora.
Ella dudó.
—No hay mucho más. Luego fuimos al salón. Míster Haye sirvió los cocktails y los distribuyó. Nos colocamos alrededor de la mesa. Haye nos hizo sentar a cada lado de la gran mesa, porque dijo que echaría un discursito —una vez más, pareció que se le llenaban los ojos de lágrimas—. Se levantó como un director en una asamblea, y dijo: «Amigos, romanos, compatriotas». Bueno, los presidentes de asambleas no dicen eso por lo general; pero así era como hablaba Haye, y nos desternillábamos de risa cuando decía algo por el estilo. Primero dijo que brindaría por mí. «Por nuestra Dama Blanca», dijo. Y bebimos después de brindar. Luego, agregó que tenía algo que decirnos: se trataba de una especie de celebración…
—¿Y qué tenía que decirles? —interrogó Masters, mientras miraba el fuego.
—Ahí está. Nunca terminó. En primer lugar, recordó un chiste de dos escoceses y lo contó. Parecía animado. Después, afirmó que se acordaba de otro, que nos contaría antes de que se le olvidara. Era uno de esos chistes largos que parecen no terminar nunca, y que están llenos de expresiones en dialecto. A Haye le encantaba imitar los dialectos, especialmente el de Lancashire.
Bueno, al principio no pensé que el chiste fuese muy gracioso. Pero de repente me puse a reír. Todos nos reíamos, y nos reíamos cada vez más. Comencé a sentirme rara y demasiado acalorada. Por cierto, Haye también lo parecía; el sudor le corría por el rostro, se le erizaba el pelo rojo y se reía tanto que apenas podía andar. Lo más cómico era ver a Schumann, que parece un santo, realmente, tan frágil como es, casi doblado en dos, con las manos en jarras apretándose la cintura, y golpeando el suelo con los pies.
»Lo último que recuerdo es que la cara de Haye pareció hincharse hasta llenar la habitación, y estaba tan roja como el pelo que la rodeaba. Decía: ¡Eee, bah goom!, o algo así, en dialecto, y nos señalaba. Todo se hizo confuso y se puso horrible. Eso es lo único que recuerdo.
Contó la historia con aire lejano, fijando la mirada alternativamente en el fuego y en Masters. Pero la narración tenía una extraordinaria vida que ella subrayaba con uno o dos ligeros gestos. ¿Se debería esta vivacidad a su ojo de artista para los cuadros?
—No quiero ni siquiera pensar en ello —agregó.
El inspector jefe se volvió a Blystone con aire reservado.
—Usted, señor, ¿tiene algo que añadir?
—Creo que no —dijo Blystone, pasándose una de sus curiosas manos por la frente—. Advertí que algo iba mal, por supuesto, pero no hubo tiempo de hacer nada. Quería cantar, en realidad. Iba a empezar esa canción: «Rema hasta la playa, marinero, rema hasta la playa». Pero no puedo recordar si lo hice.
—¿También coincide en que ninguno de ustedes pudo envenenar las bebidas?
—¿No es evidente?
—¿Y es cierto que la atropina seguramente fue puesta en la cocktelera por alguien de fuera, mientras ustedes estaban en la cocina?
—Sí.
—Pero con excepción de la suya, las bebidas no fueron servidas hasta que llegaron al salón, ¿no? ¿Vio cuándo se servían los cocktails?
—Desde luego.
Master se recostó con gran afabilidad.
—¡Bueno, entonces! —dijo—. No me importa admitir que he disfrutado de este paseo por los alrededores. Pero me veo en la obligación de advertirles que es hora de que nos pongamos a trabajar en serio y que digan la verdad. Resulta que no había atropina en la cocktelera. ¿Se da cuenta, señor? En consecuencia, la atropina posiblemente fuera vertida en cada una de las bebidas, después de servir los cocktails. Y ustedes dicen que todos estaban allí, sentados en torno a la mesa, en el salón. Quiero saber quién de ustedes envenenó las bebidas. También quiero saber por qué usted tenía cuatro relojes en su bolsillo; y por qué usted, señora, llevaba un frasco de cal viva y otro de fósforo. ¿Conformes?