Prólogo

 

 

El principio del fin.

Un goteo...

Algo que salpica...

Un traqueteo...

Un ruido metálico...

Un zumbido...

Un golpe seco...

—Joder.

Un lamento...

Intenté levantar la cabeza cuando esta golpeó por segunda vez la tubería metálica que tenía detrás, pero era demasiado. Me pitaban los oídos, la sangre me goteaba por la cara y salpicaba sobre el frío suelo de cemento frente a mis botas. No quería pensar en lo profundo que era el charco ni en lo deprisa que se extendía. Era mucha sangre. Demasiada. Y toda mía. Ya no podía mantener los ojos abiertos, así que no veía a los hombres que me rodeaban y que se turnaban con puños o lo que tuvieran a mano para darme una paliza, esposado allí a la tubería que tenía detrás de la cabeza. Agité contra la tubería las esposas, las mismas esposas que usaba todos los días para intentar mantener el orden en la ciudad, pero sabía que no conseguiría salir de allí en un futuro cercano.

El sonido de una tubería metálica arrastrándose por el suelo mientras uno de mis atacantes se acercaba a mí me hizo expulsar con un soplido el poco aire que me quedaba en los pulmones. El simple hecho de respirar me hacía ver las estrellas, así que cerré los ojos con fuerza para evitar que aquellos bastardos violentos vieran que estaban rompiéndome con puños y hierro. Mi cuerpo iba encogiéndose lentamente bajo aquella paliza tortuosa, pero mi voluntad, mi determinación por no permitir jamás que ganase un tipo como él, nunca se rompería. Yo moriría en aquella pocilga a manos de esos asesinos, pero, por mucho que me golpearan, por mucho que intentaran destruir el recipiente donde se albergaba, mi valentía, mi obsesión por mantener el mundo a salvo de gente como aquella, nunca se extinguiría. Nunca cedería, nunca me postraría, nunca dejaría ganar a alguien como Conner Roark.

Lancé un escupitajo mezclado con sangre y noté el sabor metálico en el interior magullado de mi boca. Logré levantar el cuello lo suficiente para ver unos ojos negros e impenetrables que me miraban. No había alegría en esa mirada oscura, no parecía sentirse victorioso por tenerme justo donde deseaba. No había satisfacción allí. No había nada salvo vacío, un vacío absoluto donde debería habitar algo de humanidad. Yo ya había visto antes esa expresión. El padre de mi hermano pequeño había utilizado esa expresión todos los días durante años mientras convertía la ciudad en un pozo de ilegalidad, de depravación y de violencia. Era la peor ciudad que cualquiera pudiera elegir para intentar proteger, y sin embargo a eso me dedicaba yo con toda mi alma. Era un gueto decadente gobernado por hombres peligrosos y mujeres despiadadas, pero era mi vida, y me tocaba a mí proteger a esos hombres peligrosos y a esas mujeres despiadadas. Muchos de ellos formaban parte de mi familia y de mi corazón. No solo era mi trabajo, era mi vocación. Yo era eso. En La Punta los héroes no tenían cabida, pero yo era lo más parecido a lo que un lugar así podría aspirar jamás. Aunque no me sentía muy heroico esposado y golpeado, sabiendo que aquel era mi final.

Lo miré con los párpados entornados por entre la sangre que me cubría la cara, torcí los labios hinchados para dedicarle una sonrisa macabra y le dije:

—Que te jodan. Me matarás antes de que me derrumbe.

Me salieron las palabras temblorosas junto con el último aliento que era capaz de expulsar mi pulmón, obviamente lesionado, y entonces ya no pude pensar más, porque comenzaron a golpearme de nuevo, y ahora alguien había encontrado un bate de béisbol y, cuando lo estampó contra la cara externa de mi rodilla, solté un grito y me dejé caer, de modo que lo único que me sostenía ya mientras me destrozaban eran las muñecas, hinchadas y desolladas, esposadas a la tubería por encima de mi cabeza.

En aquella nebulosa sangrienta, creí ver a Roark negar con la cabeza y, cuando habló, su leve entonación irlandesa arañó mi piel rota como si fueran trozos de cristal. Era un asesino, un mentiroso, un maremoto criminal sin ningún arrepentimiento ni remordimiento. No debería tener una voz que recordara a verdes colinas y a alegres canciones folk. Debería ir por ahí con cuernos y rabo, y sus palabras deberían oler a humo y a azufre cada vez que las pronunciara. Conner Roark era lo más parecido al diablo con lo que me había topado, lo cual era decir mucho, teniendo en cuenta que me ganaba la vida persiguiendo demonios y demás ángeles caídos que poblaban mi ciudad, mis calles, mi particular visión del infierno. Ya me había enfrentado a unos cuantos cerebros criminales en mi papel de detective de homicidios en una de las ciudades más peligrosas y corruptas del mundo. Era un lugar tan malo, tan oscuro, tan absorbido por el crimen y la violencia que ni siquiera tenía nombre... simplemente lo llamábamos La Punta. Era la punta del cuchillo, la punta del acantilado desde el que saltar... no era más que un lugar donde solo los fuertes sobrevivían y todos los demás estaban destinados a morir intentándolo.

La tubería de metal me golpeó con fuerza las costillas reventadas y en ese momento lo vi todo negro.

Solté un grito aunque estuviese intentando mantener al mínimo las reacciones que me provocaban.

—Todo esto por una chica, por una ciudad que nunca te devolverá toda tu sangre y tu sacrificio. En serio, detective King, pensaba que resultarías un desafío mucho más interesante. Ella te ha ablandado. Te ha debilitado. Todos los hombres de esta ciudad se han dejado distraer por sus pollas y se han olvidado de que estaban librando una guerra. No hay ninguna chica por la que merezca la pena morir.

Tosí y volví a escupir sangre, dejé caer la cabeza hacia delante y solté una carcajada ahogada.

—Puedes matarme. Puedes reducir a cenizas esta jodida ciudad. Puedes hacerle de todo a cualquiera que se atreva a llamar hogar a este lugar, pero, cuando hayas acabado con todo, seguirás sin haber logrado lo que deseas... una chica por la que merezca la pena morir. Ella te matará primero.

Apreté los dientes y agarré con las manos las cadenas de las esposas para poder mirar a mi captor a los ojos mientras revelaba la horrible y cruda realidad que sabía que le haría perder los estribos.

Le hablé de la chica, que ahora era mi chica, y le dije que ella agarraría ese mundo que él estaba intentando destruir y le enterraría debajo cuando descubriera que yo había muerto. Le dije algunas cosas más para asegurarme de que entendiera que sabía lo que se proponía, que entendía cuál era su verdadera motivación, incluso aunque a los demás les sonara caótico y confuso.

Vi el tic en la mejilla de Roark cuando se acercó a mí, que estaba colgando como un peso muerto, desangrándome lentamente de dentro afuera. Se detuvo cuando la punta de sus botas alcanzó la punta cubierta de sangre de las mías. Noté que me ponía un dedo debajo de la barbilla y me echaba la cabeza hacia atrás para poder mirarnos cara a cara. Tenía una mirada que resultaba familiar tanto en su oscuridad como en su locura. A Roark la locura y el desprecio por la vida humana le salían de forma natural. No podía escaparse de la genética.

—¿Tu chica? —Su voz acentuada sonó dura, furiosa, y supe que le había metido el dedo en la llaga.

Solté una carcajada que sonó más como el silbido de un moribundo y experimenté un momento fugaz de satisfacción cuando parte de mi sangre acabó en su cara. Éramos casi de la misma altura y, si no hubiera estado allí colgado, destrozado, habríamos estado igualados. Yo le sacaba unos veinticinco kilos a Roark y sabía pelear sucio como cualquiera, pero lo que nunca sería capaz de superar, lo que siempre hacía que los tipos como él dominaran a los tipos como yo, era el hecho de que yo seguía teniendo un corazón. Todavía me importaba. Daba igual que aquella ciudad siguiese pateándome el culo, daba igual que siguiese teniendo que elegir entre mi familia y lo correcto, daba igual tener siempre presente que vivía en un lugar sin justicia ni luz... seguía importándome. Seguía albergando esperanza. Seguía queriendo ser una fuerza que luchara por la justicia y por el escaso bien que podía encontrarse oculto entre las grietas y la oscuridad, y seguía amando. Mi corazón estaba protegido por un monstruo que habitaba en mi interior, pero esa bestia lo había mantenido a salvo mientras nos esforzábamos por sobrevivir en ese horrible lugar.

Quería a mi hermano a pesar de que fuese un tipo duro y criminal. Me encantaba mi trabajo. Me encantaba mi pequeño círculo de amigos que, con frecuencia, se encontraban al otro lado de la ley. Quería a mi madre a pesar de que fuese una borracha sin interés en intentar desintoxicarse... y quería a mi chica.

La chica. La chica por la que estaba dispuesto a morir. Aquella por la que combatiría esa guerra que Roark había empezado y, si así era como había de morir, que así fuera. Moriría por tener un corazón, pero al menos sabía que moriría por una razón importante y valiente.

—Mía. —Le dirigí otra sonrisa grotesca y él me dejó caer la cabeza, tenía el cuello demasiado dolorido para aguantar el peso—. Ha sido mía desde que delató a Novak y a su equipo. Solo se juntó contigo porque me deseaba a mí y no sabía cómo pedirlo. Pensaba que tú podrías protegerla como sabía que lo haría yo. ¿Qué se siente al saber que para ella solo fuiste un pobre sustituto mío? Cada vez que te acostabas con ella, era en mí en quien pensaba. Nunca has sido la primera elección de nadie, Roark.

Noté que se tensaba. Sabía que la chica era un tema delicado, una pérdida que había incrementado su deseo de destruir La Punta; un deseo alimentado por la venganza y el odio. Roark no olvidaría jamás ese rechazo y ese desprecio, no después de todos los que había tenido que soportar en La Punta.

Me agarró del pelo con la mano y tiró de mi cabeza hacia atrás para volver a mirarme a los ojos. Mis ojos empezaban a cerrarse por la hinchazón y sabía que estaba perdiendo demasiada sangre. No sentía gran cosa de hombros para abajo, salvo la palpitación en la rodilla, y las zonas de mi cuerpo que lograba ver estaban cubiertas de hematomas, marcas y heridas por las que se filtraba la poca vida que me quedaba hasta caer al suelo de cemento sobre el que estaba colgado. Intenté concentrarme en su cara, pero la veía borrosa y se fundía con la de otro ser querido. El calor metálico contra mis labios partidos me provocó una arcada cuando Roark me metió en la boca el extremo del cañón de una pistola negra que golpeó mis dientes.

Me vi reflejado en el vacío absoluto de aquella mirada negra que me observaba y supe que iba a apretar el gatillo.

—Ella eligió mal. Yo podría haber puesto esta ciudad a sus pies.

—Si hubiera querido tener la ciudad a sus pies, se la habría puesto ella misma. Por eso nunca la mereciste, imbécil. Nunca entendiste que ella te daba mil vueltas en el terreno de la rabia mal dirigida y la necesidad de venganza. Pero ella fue lo suficientemente lista para saber que debía de haber algo más que eso en la vida. Yo soy ese algo más para ella. Tú solo fuiste un medio para alcanzar un fin. —Murmuraba las palabras con el cañón de la pistola en la boca, pero tenía que decirlas.

Cerré los ojos y esperé a que todo acabara. No rogaría. No suplicaría, no me ablandaría. Moriría igual que había vivido... moriría de forma valiente y aquel bastardo nunca sabría el miedo que me daba, no solo dejar a mi hermano en aquel lugar tan trágico, sino dejar a mi chica... la chica. Cuando yo muriera, ella desataría su ira, y Conner Roark no tenía ni idea de lo que era capaz de hacer una mujer vengativa y con el corazón roto.

¡PUM!