Nieve

No creo que Georgie jamás, por iniciativa propia, se hubiera procurado un adminículo de esa especie; no sólo no era sentimental ante la muerte, sino que le tenía un algo de temeroso respeto. No, fue su primer marido —un tipo inmensamente rico y (tal como lo describía Georgie) extrañamente quejumbroso— quien lo había adquirido para ella. O para él mismo, en realidad, desde luego. Él iba a ser el principal beneficiario. Sólo que murió poco tiempo después de que lo instalaran. Si instalar es la palabra adecuada. Después de su muerte, Georgie se desprendió de casi todo lo que había heredado de él, lo liquidó, al fin y al cabo era el dinero lo que más le había gustado de aquel matrimonio; pero de la Avispa no era posible desembarazarse. Georgie la pasaba por alto.

El adminículo tenía en verdad, poco más o menos, las dimensiones de una de esas avispas de la especie más grande; y la misma forma de volar, indolente y estúpida. Y era por cierto un moscardón fastidioso, no de la familia de los insectos sino de la de los espías. De modo que el nombre le venía como anillo al dedo: uno de esos hallazgos de poesía accidental que el mundo genera sin proponérselo. Oh Muerte, ¿dónde está tu aguijón?

Georgie no le hacía caso, pero esquivarla no era cosa fácil; con la Avispa era preciso andarse con cierto cuidado: seguía a Georgie a una distancia variable, dependiendo de lo que ella estuviera haciendo y del número de personas que hubiera alrededor, de la intensidad de la luz y del tono de las voces. Y siempre había el peligro de dejarla fuera al cerrar una puerta o voltearla con una raqueta de tenis. Había costado una fortuna (si se tomaba en cuenta el acceso y el contrato de atención a perpetuidad, todo pagado por adelantado), y aunque no era realmente frágil, lo ponía nervioso a uno.

Tampoco estaba grabando todo el tiempo. Tenía que haber una cierta cantidad de luz, pero no mucha. La oscuridad la apagaba. Y a veces, además, se perdía. En una ocasión, cuando hacía algún tiempo que no la veíamos revoloteando alrededor, abrí la puerta de un armario y de allí salió volando, imperturbable. Continuó revoloteando, buscando a Georgie, zumbando con suavidad. Debía de haber pasado varios días encerrada en aquel armario.

Finalmente se agotó, o se paró. Muchas cosas tenían que fallar, supongo, con circuitos tan pequeños, y que controlaban tantas funciones. Acabó dedicando un tiempo infinito a rebotar suavemente contra el techo del dormitorio, una y otra y otra vez, como una mosca de invierno. Y un día la criada la barrió de debajo de la cómoda; un cascarón. Para ese entonces había transmitido ya por lo menos ocho mil horas (ocho mil era la garantía mínima) de Georgie: de sus días y horas, sus ires y venires, sus conversaciones y movimientos, su vivir: todo archivado, ocupando casi ningún espacio, en El Parque. Y entonces, llegado el momento, podrías ir allí, a El Parque, una tarde de domingo, por ejemplo; y en el entorno de un paisaje apacible (como lo describía El Parque) encontrarías su cámara de reposo personal; y allí, en privado, en virtud del milagro de los modernos sistemas de almacenamiento y recuperación de información, podrías acceder a ella: a ella viva, a ella tal cual era en todos los sentidos, sin cambiar ni envejecer jamás, más fresca y lozana (como aseguraba el folleto de El Parque) que en la memoria imperecedera.

Yo me casé con Georgie por su dinero, la misma razón por la cual ella se había casado con mi antecesor, el que había contratado para ella el servicio de El Parque. Ella se casó conmigo, creo yo, por mi bella apostura; siempre le habían gustado los hombres de buen ver. Yo quería escribir. Hice ese cálculo que hacen las mujeres más que los hombres, y decidí que el ser mantenido y pagado por una esposa rica me proporcionaría la libertad que necesitaba para llevar a cabo mi propósito y «hacer carrera». El cálculo no funcionó para mí mejor que para la mayoría de las mujeres en esa situación. Yo acarreaba una máquina de escribir y una caja de papeles diversos de Ibiza a Gstaad, de Bali a Londres, y escribía en las playas y aprendía a esquiar. A Georgie le gustaba verme ataviado con ropas de esquí.

Ahora que esos atractivos se han esfumado casi por completo, puedo verme retrospectivamente como un joven bien parecido y percatarme de que yo era en cierto modo una rareza, un tipo que también suele encontrarse más entre las mujeres que entre los hombres, el bello inconsciente de su belleza, consciente de que afecta profunda y más o menos instantáneamente a las mujeres pero no sabe por qué; piensa que es escuchado y comprendido, que es su alma lo que se ve, cuando todo lo que se ve son unos ojos orlados de largas pestañas y una muñeca recia, bronceada por el sol esbozando un gesto adorable al aplastar la colilla de un cigarrillo. Confuso. Cuando descubrí por qué había sido mimado y querido y escuchado durante tanto tiempo, por qué resultaba interesante, ya no era tan interesante como había sido. Más o menos hacia la misma época comprendí que no era para nada un escritor. A Georgie dejó de parecerle buena su inversión, y a mí el cálculo ya no me producía beneficios; sólo que para ese entonces, y muy inesperadamente, yo había llegado a querer muchísimo a Georgie, y ella, de forma igualmente inesperada, a amarme y a necesitarme, como necesitaba a todos los demás. En realidad, ella y yo nunca nos separamos, pese a que cuando murió hacía años que no la veía. Llamadas telefónicas al amanecer o a las cuatro de la madrugada, porque ella nunca, aunque no paraba de viajar, llegó realmente a comprender que el mundo gira y que con él viaja girando la hora del cóctel.

Era una mujer loca, derrochadora, feliz, sin un ápice de malicia, tozudez o ambición: fácil de complacer y también fácil de aburrir, y extrañamente serena a pesar de la vida febril que llevaba. Adoraba las cosas y las perdía y las olvidaba: objetos, días, gente. Se divertía, sin embargo, y yo me divertía con ella; ése era su talento y su destino, un destino no siempre plácido. Una vez, en la resaca de una de nuestras noches en un hotel de Nueva York, mientras contemplaba una nevada repentina a través del inmenso ventanal, me dijo: «Charlie, me voy a morir de diversión».

Y así fue. De excursión en la nieve, en Austria, estuvo entre las primeras víctimas de uno de esos leopardos de la nieve, bestias sigilosas, veloces como lanchas de motor. Alfredo me llamó a California para darme la noticia, pero con la distancia y su acento y su ansiedad por explicarme que él no tenía la culpa, nunca llegué a conocer los pormenores. Yo era todavía su marido, el pariente más cercano, el heredero de lo poco que aún le quedaba y el beneficiario, además, del concepto de acceso a El Parque. Afortunadamente, los servicios de El Parque incluían recoger a Georgie en la morgue de Gstaad e instalarla en una cámara de la unidad californiana de El Parque. Aparte de firmar algunos documentos y de hacerme cargo de la recepción cuando Georgie llegó por flete aéreo a Van Nuys, no tuve nada que hacer. El representante de El Parque se mostró solícito y se cercioró de que yo había comprendido cómo debía proceder para tener acceso a Georgie, pero yo no lo estaba escuchando. Soy, supongo, nada más que un hijo de mi tiempo. Todo cuanto se refiere a la muerte, el hecho en sí, el destino de los restos y la situación de los que quedamos vivos me parece grotesco, fastidioso e inútil. Y los gestos y rituales con que se la adorna sólo hacen que todo sea más grotesco aún, más inútil: alguien a quien yo amaba ha muerto; dejad entonces que me vista con ropas de payaso, hable del pasado y compre aparatos costosos para compensar la pérdida. Volví a Los Ángeles.

Más o menos un año después, el bufete de los abogados me envió el contenido de unas cajas de seguridad de Georgie: algunos títulos de propiedad y cosas por el estilo, y un pequeño cofre de acero, forrado de terciopelo, que contenía una llave, una llave con muescas profundas a ambos lados y cabeza de plástico liso, como la llave de un automóvil de lujo.

¿Por qué fui a El Parque esa primera vez? Más que nada porque lo había olvidado: recibir esa llave por correo fue como encontrar de pronto un montón de fotos instantáneas que uno no se tomó el trabajo de mirar cuando eran nuevas pero que cuando han envejecido demuestran contener el pasado como nunca contuvieron el presente. Fui por curiosidad.

Comprendía muy bien que El Parque y su concepto de acceso no eran probablemente nada más que otra burla cruel para los ricos, para preservarles la ilusión de que pueden comprar lo que no puede comprarse, como aquella moda criónica de hacía treinta años. Cierta vez, en Ibiza, Georgie y yo conocimos a un matrimonio alemán que también tenía un contrato con El Parque; su Avispa planeaba por encima de sus cabezas como un Paracleto, y los cohibía en extremo: daban la impresión de estar ensayando una y otra vez la comedia eterna que luego almacenarían para futuros descendientes. Como si fueran faraones, la muerte se había apoderado de sus vidas. ¿Excluirían a la Avispa de su alcoba?, se preguntaba Georgie. ¿O su presencia los incitaba acaso a esfuerzos mayores, a demostraciones de un amor imperecedero y de un vigor admirable a los ojos de los no nacidos?

No, no se engañaba a la muerte con esas artimañas, como tampoco se la engañaba con las pirámides, con las misas celebradas a perpetuidad. No era a una Georgie salvada de la muerte a quien yo encontraría. Pero había allí ocho mil horas de su vida conmigo, almacenadas con más esmero que en mi porosa memoria: Georgie no había excluido a la Avispa del dormitorio, nuestro dormitorio, y ella que nunca había actuado para nadie no podía haber concebido la posibilidad de actuar para la Avispa. Y allí estaría yo, además, captado involuntariamente por la atención de la Avispa. De esos miles de horas habría centenares de horas de mí mismo, de un mí mismo que empezaba precisamente entonces a volverse problemático para mí, algo que tenía que ser evaluado, algo acerca de lo cual era preciso reunir y sopesar información. Yo tenía treinta y ocho años.

Así que ese verano pedí en préstamo a un abogado que conocía en el municipio un Permiso de Acceso a Carreteras (la famosa tarjeta PAC de aquellos tiempos) y fui por la autopista de la costa hasta la sede de El Parque, que se alzaba solitario sobre el mar al final de un bonito camino de playa. Visto de afuera, parecía el mejor, el más apacible de los cementerios campesinos italianos, un bajo muro de estuco coronado de urnas, rodeado de cipreses, con un portal abovedado en el centro. En el portal había una pequeña placa de bronce: POR FAVOR USE SU LLAVE. El portal se abrió, no a una plazoleta de lápidas umbrías sino a un corredor en rampa descendente: el muro del cementerio era una ilusión, las obras eran subterráneas. Silencio, o ese anónimo Muzak que es igual que el silencio; soledad: o bien los técnicos permanecían discretamente ocultos, o no eran necesarios. Por cierto, el concepto de acceso resultó ser la sencillez misma, al menos en el aspecto operativo. Hasta para mí, que soy un nulo en materia de información tecnológica. La Avispa era un modelo muy avanzado, pero nosotros los deudos recibíamos algo común y corriente, como esas películas que uno rueda en casa, como viejas cartas atadas con una cinta.

Una gran pantalla cerca de la entrada me informó por cual corredor tenía que bajar para encontrar a Georgie, y la llave me permitió introducirme en una salita de proyección donde había un monitor de televisión de medianas dimensiones y dos sillas cómodas; las paredes eran oscuras, tapizadas con una moqueta de color chocolate. La tristeza melosa del Muzak. Georgie misma estaba obviamente allí, en las inmediaciones, en el interior de la pared o debajo del piso: ellos no habían sido explícitos en cuanto al aspecto de osario del lugar. En el panel del televisor había un orificio para mi llave y dos barras de mando: ACCESO y REINICIO.

Me instalé en una de las sillas, sintiéndome ridículo y un poco asustado, y más molesto aún por el mobiliario neutro y la sobriedad del equipo, diseñado tan deliberadamente para que me sintiera cómodo. Imaginaba, alrededor, rampa abajo por los otros corredores, en otras cámaras, a otros que comulgaban con sus muertos como yo mismo estaba a punto de hacer; que los muertos les hablaban con voces susurrantes por debajo del flujo del Muzak; que ellos lloraban al verlos y oírlos como tal vez lo haría yo. Pero no se oía nada. Hice girar la llave en la ranura y la pantalla se iluminó. Las luces tenues se amortiguaron todavía más. El Muzak calló. Pulsé ACCESO, obviamente el paso siguiente. Sin duda todos aquellos procedimientos me habían sido explicados tiempo atrás, en el momento de descargar a Georgie en su ataúd de aluminio, y yo no había prestado atención. Y en la pantalla ella se volvió para mirar, pero no a mí —aunque yo me estremecí y contuve el aliento—, sino a la Avispa que la observaba.

Estaba en la mitad de una frase, en la mitad de un gesto. ¿Dónde? ¿Cuándo? O ponlo en la misma tarjeta que los demás, dijo, dándose vuelta. Alguien decía algo, Georgie respondía y se levantaba, mientras la Avispa la enfocaba y se movía de aquí para allá junto con ella, como un aficionado con una cámara de vídeo. Una habitación blanca, luz de sol, mimbre. Ibiza. Georgie vestía una blusa de algodón, entreabierta; de una mesa recogió un frasco de loción, vertió un poco en la mano, se frotó el escote pecoso. La incomprensible conversación a propósito de poner algo en una tarjeta continuó, concluyó. Yo observaba la escena preguntándome con qué año, con qué estación había tropezado. Georgie se quitó la camisa: los pechos pequeños y redondos, coronados por grandes pezones infantiles, pechos de niña que tenía todavía a los cuarenta, se sacudieron delicadamente. Y salió al balcón, con la Avispa detrás cegada por el sol, adaptándose a la luz. Si quieres hacerlo así, dijo alguien. Él alguien atravesó la pantalla, un borrón oscuro, desnudo. Era yo. Georgie dijo: Oh, mira, colibríes.

Los contemplaba, absorta, y la Avispa trepó muy cerca de su corta melena de cabellos rubios, también ella absorta, y se quedó mirando cómo miraba. Georgie se dio vuelta y apoyó los codos en el balaustre. Yo no recordaba ese día. ¿Cómo hubiera podido recordarlo? Uno entre centenares, miles… Ahora, ella, con cara de sonámbula, la boca entreabierta, contempló el oleaje rutilante del mar y con la mano embadurnada se frotó distraídamente el pecho. El colibrí era un brillo iridiscente entre las flores.

Sin saber realmente lo que hacía —sentía hambre, de pronto, hambre de pasado, de más pasado—, toqué la barra de REINICIO. El balcón ibicenco se desvaneció, y la pantalla resplandeció, vacía. Toqué ACCESO.

Al principio, oscuridad, un murmullo; luego una espalda oscura se apartó de delante del ojo de la Avispa, y la escena borrosa de un grupo de personas se definió. Salto. Otras personas, o las mismas, ¿una fiesta? Salto. Aparentemente aquí, dondequiera que fuera el aquí, la Avispa se iba encendiendo y apagando de acuerdo con los niveles de luz. Georgie con un vestido oscuro, haciéndose encender un cigarrillo; breve llamarada del encendedor. Ella decía Gracias. Salto. Un vestíbulo o salón de hotel. ¿París? La Avispa buscándola, volando a sacudones entre el ir y venir del gentío; no podía, no, rodar una película, montar planos, cortes: sólo podía seguir obcecadamente a Georgie, como un marido celoso, sin ver ninguna otra cosa. Era frustrante. Pulsé REINICIO. ACCESO. Georgie cepillándose los dientes, ¿dónde?, ¿cuándo?

Comprendí, luego de uno o dos más de aquellos saltos terribles. El acceso era aleatorio. No había modo de convocar un año, un día, una escena. El Parque no había previsto ningún programa, ninguno; las ocho mil horas no estaban ordenadamente archivadas; eran un revoltijo, como la memoria de un lunático, como un entreverado mazo de naipes. Yo había supuesto, sin pensarlo, que comenzarían por el principio y proseguirían hasta llegar al fin. ¿Por qué no?

También comprendí algo más. Si el acceso era verdaderamente aleatorio, si era verdad que yo no tenía sobre él ningún control, quería decir que yo había perdido como quien dice para siempre aquellas escenas que ya había visto. Las probabilidades eran del orden de ocho mil a una (¿más? ¿muchas más? el cálculo de probabilidades es incomprensible para mí) de que ya nunca volvería a dar con ellas pulsando esa barra. Sentí un ramalazo de dolor por la pérdida de aquella tarde en Ibiza. Ahora estaba doblemente perdida. Sentado delante de la pantalla en blanco, tenía miedo de tocar ACCESO otra vez, miedo de lo que podría perder.

Apagué el aparato (el nivel de luz en la sala se elevó, el Muzak fluyó de nuevo suavemente) y salí a las galerías, de regreso a la pantalla-tablero de la entrada. La lista de nombres se desplazaba verdosa, pausadamente, como la lista de vuelos en un aeropuerto. En muchos de ellos faltaban los números de código, indicando tal vez que todavía no eran residentes. En la D, sólo tres nombres, y DIRECTOR, escondido entre ellos como si no fuera sino otro de los muertos. El número de una cámara. Fui a buscarlo, y entré.

El director parecía más un conserje o un vigilante nocturno: el tipo de desocupado que uno ve a menudo cuidando lugares poco concurridos. Vestía una túnica marrón, como el hábito de un monje, y estaba preparando café en un rincón de un cubículo en el que poco o nada parecía acontecer. Se sobresaltó, como sorprendido en falta, cuando entré en la oficina.

—Perdone usted —dije—, pero temo no haber comprendido bien este sistema.

—¿Algún problema? —preguntó—. No debería haber ningún problema. —Me miró un momento con los ojos muy abiertos y azorados, esperando que no fuera a requerir de él nada difícil—. ¿Está todo el equipo funcionando en orden?

—No lo sé —dije—. Yo diría que aparentemente no. —Le expliqué lo que creía haber comprendido a propósito del concepto acceso de El Parque—. Eso no puede estar bien, ¿no es cierto? El acceso es puramente aleatorio…

El hombre asentía, siempre con los ojos muy abiertos, prestando mucha atención.

—¿Lo es? —pregunté.

—¿Es qué?

—Aleatorio.

—Ah, sí. Sí, claro que sí. Si todo funciona bien.

Por un momento no encontré nada que decir, viéndolo asentir con aire tranquilizador. —¿Por qué? —pregunté luego—. ¿Por qué, quiero decir, no hay una forma de… de organizar, de obtener un acceso organizado al material? —Había empezado a tener esa sensación de ridículo grotesco, que uno tiene a veces en presencia de la muerte, como si estuviera regateando los bienes de Georgie—. Eso parece estúpido, si me disculpa usted.

—Oh no, oh no —dijo—. ¿Ha leído usted los folletos? ¿Ha leído todos los folletos?

—Bueno, para decirle la verdad…

—Todo es exactamente tal como se lo describe. Le doy mi palabra. Si hubiera algún problema…

—¿No le importa si me siento? —dije, y le sonreí. Parecía tan asustado de mí y de mi reclamo, de mí como deudo, posiblemente trastornado por el dolor e incapaz de percibir las simples limitaciones de sus responsabilidades para conmigo, que él mismo necesitaba serenarse—. Estoy seguro de que todo marcha bien —dije—. Lo que pasa es que creo que no comprendo. Soy algo torpe para estas cosas.

—Claro. Claro. Claro. —Renunció apesadumbrado a seguir preparando el café y se sentó detrás del escritorio, entrelazando los dedos como un asesor jurídico—. Aquí la gente obtiene del acceso mucha satisfacción —dijo—, mucho consuelo, si toma las cosas con el espíritu adecuado. —Esbozó una sonrisa. Me pregunté qué títulos habría tenido que presentar para conseguir ese empleo—. Eso de lo aleatorio. Bueno, todo está en los folletos. Además, hay que tener en cuenta el aspecto legal; usted no es abogado, ¿verdad?, no, claro que no, no quiero ofenderlo. Vea usted, aquí el material no se utiliza para nada que no sea una comunión. Pero supongamos que el material estuviera programado, que pudiera investigarse. Supongamos que surgiera algún problema relacionado con impuestos, herencias o cosas así. Podría haber citaciones, abogados yendo y viniendo por todas partes, destruyendo por completo el concepto puramente memorativo del lugar.

La verdad es que yo no había pensado en eso. La aleatoriedad inherente al concepto de acceso salvaba a las vidas pretéritas de ser investigadas de una manera sistemática. Y sin duda salvaba a El Parque de parecer un negocio de registros y de tener que comparecer como la parte en falta en una cantidad de procesos judiciales.

—Uno tendría entonces que ver en su totalidad las ocho mil horas —dije— pero aun en el caso de que encontrase lo que deseaba ver, no habría manera de que pudiera rescatarlo y ponerlo otra vez en pantalla. Habría desaparecido para siempre. —En el momento mismo en que uno lo mirara, se perdería en el confuso y azaroso pasado, como esa tarde en Ibiza, aquella fiesta en París.

El director sonrió y asintió. Yo sonreí y asentí.

—Le diré una cosa —dijo—. Ellos no lo previeron. La aleatoriedad. Fue un efecto colateral, un efecto del proceso de almacenaje. Puro azar. —La sonrisa se le desdibujó, las cejas se le arquearon en un gesto serio—. Vea usted, aquí nosotros almacenamos a nivel molecular. Tenemos que hacer esas compresiones por problemas de espacio. Me refiero a su garantía de ocho mil horas. Si hubiéramos utilizado una cinta o un método convencional, ¿cuánto espacio ocuparía? Una enormidad, si el concepto de acceso llegara a popularizarse. Así que utilizamos condensación de vapor y localización continua. Del tamaño de mi dedo pulgar. Todo eso está en los folletos. —Me clavó una mirada extraña. Tuve de pronto la fuerte impresión de que estaba siendo víctima de un engaño, de una maquinación, de que el hombre de túnica que tenía delante no era ningún experto, ningún técnico; era un charlatán, o tal vez un loco que se creía un director y que no tenía nada que ver con todo eso. De sólo pensarlo se me pusieron los pelos de punta; pero pasó—. Así que eso, la aleatoriedad —estaba diciendo él—. Fue un efecto de la reducción molecular. Movimiento browniano. Todo lo que hay que hacer es suspender por espacio de un microsegundo la localización continua y se produce un reordenamiento espontáneo molecular. La aleatoriedad no depende de nosotros. La hacen las moléculas.

De la clase de física yo conservaba un recuerdo apenas vago de lo que era el movimiento browniano. El movimiento aleatorio de las moléculas, decía el profesor; puede reducírselo a una ecuación matemática. Es como el movimiento de las motas de polvo que se ven flotando en un rayo de sol, como el movimiento arremolinado de los copos de nieve dentro de un pisapapeles de cristal en cuyo interior hay una casita bajo una tormenta de nieve.

—Comprendo —dije—. Sí, creo que comprendo.

—¿Algún otro problema? —preguntó el hombre. Dijo eso como si pudiera en verdad haber otro problema y él supiera cuál podía ser y esperaba que yo no lo tuviese—. Usted comprende el sistema, llave personal, dos barras de mando, ACCESO, REINICIO

—Comprendo —dije—. Ahora comprendo.

—Comunión —dijo él, levantándose, aliviado, seguro de que yo no tardaría en marcharme—. Lleva tiempo entender a fondo el concepto de comunión.

—Sí —dije yo—. Lleva tiempo, desde luego.

Aquello que yo había ido a averiguar, fuera lo que fuese, nunca lo sabría. La memoria de la Avispa no había sido eficaz, al fin y al cabo; no era mejor que la de mi joven alma. Días y semanas habían escapado a la mirada de su ojo diminuto. No había visto bien, y de lo que había visto no había sido más capaz, no, que mi propio ojo de distinguir lo trivial, lo que no merecía la pena recordar, de lo inolvidable. Ni mejor ni peor: igual.

Sin embargo, sin embargo… ella se ponía de pie allá en Ibiza y se untaba los pechos con loción, y hablaba conmigo: Oh, mira, colibríes. Yo lo había olvidado, pero la Avispa no; y ahora tenía de nuevo lo que no sabía que había perdido, lo que no sabía que era precioso para mí.

Atardecía cuando salí de El Parque; el mar rompía en una blanda espuma aleatoria contra las rocas de la orilla.

Yo había pasado toda mi vida esperando algo, sin saber qué, sin siquiera saber que esperaba. Matando el tiempo. Y aún seguía esperando. Pero lo que había estado esperando ya había ocurrido, y ahora era un pasado irrecuperable.

Hacía casi dos años que Georgie había muerto: dos años habían transcurrido cuando, por primera y última vez, lloré por ella; por ella y por mí.

Desde luego, volví. Después de una temporada de intenso trabajo y dólares correctamente colocados, saqué una tarjeta PAC personal. Tenía mucho tiempo libre, como tanta gente en aquel entonces, y a menudo en las tardes muertas (nunca en domingo) salía a la autopista descuidada, cubierta de malezas, y enfilaba hacia la costa. El Parque estaba siempre abierto. Yo estaba entendiendo a fondo el concepto de comunión.

Ahora, después de varios centenares de horas pasadas allí bajo tierra, ahora que he dejado hace tiempo de trasponer aquellas puertas (he perdido mi llave, creo; en todo caso, no sé dónde buscarla), sé que la sensación de soledad que me embargaba era real. Los demás comulgantes, aquellos cuya presencia me parecía adivinar mirando y escuchando como yo en las otras cámaras, eran en su mayor parte producto de mi imaginación. Rara vez había alguien allí. Aquellas tumbas estaban tan abandonadas como cualquier otra tumba en cualquier otro lugar. O los vivos no se molestaban en visitar con frecuencia a sus muertos —¿cuándo lo han hecho?— o los ilusos clientes habían descubierto un fallo en el concepto de acceso, como terminé descubriéndolo yo.

ACCESO, y ella saca uno por uno los vestidos de su ropero, y los sostiene contra el cuerpo, y estudia el efecto en un espejo alto, y vuelve a guardarlos. Tenía una cara rara, una cara que nunca ponía excepto cuando se miraba en el espejo, una cara que no era para nadie más que para ella misma, y que no se parecía a ella en nada. La Georgie del espejo.

REINICIO.

ACCESO. Por una curiosa coincidencia está ahora mirándose en un espejo diferente. Creo que a la Avispa la confundían los espejos. Se da vuelta, la Avispa se acomoda; hay alguien que duerme, entre las sábanas revueltas de una gran cama de hotel, de mañana, un carrito con servicio de habitaciones. Oh: el Algonquin: yo. Invierno. Cae nieve del otro lado del alto ventanal. Ella busca algo en el bolso, saca un frasquito, traga una píldora con el café, sosteniendo la taza por el cuerpo, no por el asa. Yo empiezo a despertar, muestro una cabeza de cabello ondulado. Conversación: ininteligible. Habitación gris, claridad blancuzca de nieve, coloraciones apagadas. ¿La habría yo (pensé, mientras nos observaba) atraído ahora hacia mí? ¿La habría acaso en la hora siguiente apretado entre mis brazos, o ella a mí entre los suyos, apartando de un empujón las mantas, desabrochándole el pijama claro? Ella va al cuarto de baño, cierra la puerta. La Avispa observa estúpidamente, excluida, transmitiendo la puerta.

Finalmente, REINICIO.

¿Pero qué (me pregunto), qué habría pasado si yo hubiese sido paciente, si hubiese seguido observando y esperando?

El tiempo, como se sabe, lleva tiempo, una desmesurada cantidad de tiempo. El ocio, el ocio infundado… no es un deporte popular. Cualquiera que sea la gracia de estarse allí sentado mirando la nada y degustando tu propio ser durante toda una tarde, no hay ninguna gracia en volver a repetirlo. La espera es demoledora. ¿Cuántas veces, en cinco años, en ocho mil horas de luz natural o luz artificial, habremos copulado, cuántas horas habremos consumido en hacer el amor? ¿Cien horas, doscientas? Las probabilidades de que yo tropezara con una de esas escenas no eran altas; la penumbra las devoraba casi todas, y las demás se habían perdido en los intersticios de horas interminables pasadas haciendo compras, leyendo, en aviones, durmiendo, separados. Imposible.

ACCESO. Ella ha encendido una lámpara de noche. Sola. Busca algo entre los kleenex y las revistas sobre la mesa de noche, encuentra un reloj, lo mira inexpresivamente, lo da vuelta, mira de nuevo, lo deja. Frío. Se arrebuja entre las mantas, bostezando, mirando en torno, luego tiende una mano hacia el teléfono pero sólo la apoya sobre él, pensando. Pensando a las cuatro de la madrugada. Retira la mano, se estremece con un temblor profundo, infantil, somnoliento, y apaga la luz. Un mal sueño. Un instante y ya es la mañana, el amanecer; también la Avispa ha dormido. Georgie duerme profundamente, inmóvil, asomando sólo la coronilla de la cabeza rubia por encima de la manta, y sin duda dormirá así durante horas, observada con más atención, con más fijeza que por los ojos de cualquier mirón importuno.

REINICIO.

ACCESO.

—No oigo tan bien como al principio —le dije al director—. Y la definición es más pobre.

—Oh, desde luego —dijo el director—. Eso está en los folletos. Tenemos que explicarlo con todo detalle. Que podría ser un problema.

—¿No será sólo un problema de mi monitor? —pregunté—. Pensé que quizá no fuera nada más que el monitor.

—No, no, no es eso en realidad, no —dijo el hombre. Me sirvió un café. Habíamos llegado a entablar una cierta amistad con el correr de los meses. Yo creo que a la vez que me tenía un poco de miedo, se alegraba de que apareciera de vez en cuando; al menos uno de los vivos venía aquí, al menos uno estaba utilizando los servicios—. Es porque se produce una ligera degeneración.

—Todo tiende a volverse gris.

La expresión de su rostro cambió, mostrando una intensa preocupación; no le restaba importancia al problema.

—Bien, bien…, en el nivel molecular, en el que trabajamos, hay una cierta degeneración. Es una simple cuestión de física. Con el tiempo todo se hace un poco más aleatorio. De modo que se pierde… no se pierde ni un solo minuto de lo que hay, pero se pierde, sí, un poco de definición. Un poco de color. Pero al fin todo se estabiliza.

—¿Sí?

—Nosotros pensamos que sí. Claro que se estabiliza, eso prometemos nosotros. Lo predecimos.

—Pero no lo saben.

—Bueno, bueno, vea usted, hace poco que estamos en esto. Es un concepto nuevo. Había cosas que no podíamos saber. —Todavía me miraba, pero al mismo tiempo parecía haberse olvidado de mí. Fatigado. Tenía ahora una apariencia descolorida, como si hubiese estado perdiendo definición—. Podría ocurrir que usted empezara a ver un poco de nieve —dijo en voz baja.

ACCESO REINICIO ACCESO.

Una plaza gris de piedras dispuestas como el espinazo de un pez, aplausos. Ella se levanta el cuello del suéter, entornando los ojos contra un viento recio. Compra revistas en un quiosco: Vogue, Harper’s, La Moda. Cold, le dice a la chica del quiosco. Frío. El hombre joven que era yo la toma del brazo; caminan de regreso por la playa, que está desierta y cubierta de algas, bañada por un mar sucio. Invierno en Ibiza. Conversamos, pero la Avispa no puede oír; los rumores del mar la confunden; parece hastiada de sus obligaciones y se rezaga.

REINICIO.

ACCESO. El Algonquin, terriblemente familiar: mañana, invierno. Ella se vuelve de espaldas a la ventana nevada. Yo en la cama… y por un momento al observar la escena me sentí suspendido entre dos espejos, reflejado hasta el infinito. Yo había visto eso antes; lo había vivido una vez, y recordaba el recuerdo, y aquí estaba de nuevo, ¿o sería tal vez otra mañana, una mañana similar? Había habido, sí, muchas más que una como esa, en ese sitio. Pero no; ella da la espalda a la ventana, saca el frasquito de píldoras, levanta la taza de café tomándola por el cuerpo: yo había visto antes esa escena, no meses atrás, sino semanas atrás, aquí, en esta sala. Había encontrado dos veces el mismo momento.

¿Qué probabilidades hay de que esto ocurra, me pregunté, qué probabilidades de que encuentre otra vez los mismos minutos, estos minutos?

Me agito entre las sábanas.

Me incliné hacia adelante para oír, esta vez, lo que yo decía; era algo así como pero divertido de todos modos, o algo semejante.

Divertido, dice ella, riendo, atormentada, el sonido degradado del gorjeo de un espectro. Charlie, algún día me voy a morir de diversión.

Toma su píldora. La Avispa la sigue hasta el cuarto de baño, y se queda fuera.

¿Por qué estoy aquí?, pensé, y el corazón me latió a golpes lentos. ¿Para qué estoy aquí? ¿Para qué?

REINICIO.

ACCESO.

Calles plateadas de escarcha, Nueva York, Quinta Avenida. Ella sale gritando del oscuro interior de un taxi. A mí no me grites, le grita a alguien, su madre a quien nunca conocí, una bruja. Está en la calle y camina de prisa con los paquetes por la resbaladiza acera escarchada. La Avispa vuela a la altura de su hombro. Yo hubiera podido extender el brazo y tocarle el hombro y hacer que se volviera y me siguiera.

Alejándose, perdida en la aglomeración del tráfico y la gente, imposible de discernir en la difusa imagen nevada.

Algo andaba muy mal.

Georgie detestaba el invierno, huía de él durante casi todo el tiempo que estuvimos juntos, empezando, ya en los primeros días del año, a añorar al sol que se había marchado a otra región del mundo; Austria resultaba perfecta durante unas pocas semanas, las aldeas de juguete y la nieve azucarada y los patinadores ágiles, alegres, no eran realmente el invierno que ella temía, aunque incluso en chalets con chimeneas de leña era difícil conseguir que se desnudara sin que se le pusiera la carne de gallina y tiritara de frío a causa de una imperceptible corriente de aire. Éramos castos en invierno. Por eso Georgie huía de él: Antigua y Bali y dos meses en Ibiza cuando los almendros florecían. Era una falsa y continua primavera, una primavera insípida todo el largo invierno.

¿Cuántas veces habría estado nevando mientras la Avispa la observaba?

No muchas; eran contadas veces, veces que yo mismo podría contar si consiguiera recordar como lo hacía la Avispa. No tantas. No siempre.

—Hay un problema —le dije al director.

—Ha desaparecido ¿no? —dijo—. Ese problema de definición.

—Bueno, no —respondí—. En realidad, ha empeorado.

Estaba sentado detrás del escritorio, los brazos extendidos sobre el respaldo del sillón, y con un rubor falso en las mejillas como un cadáver maquillado. Había estado bebiendo.

—¿Así que no ha desaparecido? —dijo.

—El problema no es ése —dije—. El problema está en el acceso. No es aleatorio como ustedes dicen.

—Nivel molecular —dijo—. Es todo una cuestión de física.

—Usted no comprende. Ya no es tan aleatorio. Se está volviendo menos aleatorio. Se está volviendo selectivo. Ha empezado a congelarse.

—No no no —dijo con aire ausente—. El acceso es aleatorio. La vida no es toda verano y diversión, usted lo sabe. Alguna lluvia tiene que caer en la vida.

Yo tartamudeaba, tratando de explicar. —Pero pero pero…

—Le diré una cosa —dijo él—. He estado pensando en salir de acceso. —Abrió de un tirón, con un ruido hueco, un cajón del escritorio. Miró con aire ausente el interior por un momento, y lo volvió a cerrar—. El Parque ha sido bueno para mí, pero sucede que no me acostumbro. Uno antes solía pensar que podía prestar un servicio, ¿se da cuenta? Bueno, caray, usted sabe, uno se ha divertido, qué más puede pedir.

Ese hombre estaba loco. Por un instante oí a los muertos alrededor; sentí en la lengua el sabor del viciado aire subterráneo.

—Recuerdo —dijo él, sin mirarme— que hace muchos años entré en acceso. Sólo que no lo llamábamos así en aquel entonces. Yo trabajaba en una empresa que almacenaba películas. Estaba a punto de quebrar, como todas las demás, como le ocurrirá a ésta, no debería decirlo, pero usted no se ha enterado. Sea como fuere, era un depósito inmenso, con kilómetros de estanterías de acero, atestadas de latas de películas, latas repletas de esas antiguas cintas de plástico, ¿sabe usted? Cintas de toda clase. Y la gente de cine, si quería escenas viejas del tiempo pasado en sus películas, venía y pedía lo que quería, búsqueme esto, búsqueme aquello. Y nosotros teníamos todo, toda clase de escenas, pero lo más difícil de encontrar ¿sabe usted qué era? Precisamente las escenas comunes de la vida cotidiana. Quiero decir escenas de la gente haciendo cosas y viviendo su vida. ¿Y sabe lo que encontrábamos? Discursos. Personas pronunciando discursos. Como presidentes. Podíamos encontrar horas y horas de discursos, pero no gente simplemente, cómo le diré, oh, lavando la ropa, sentada en un parque…

—Quizá fuera sólo la recepción —dije—. Por algún motivo.

Me observó largamente, como si yo acabara de llegar. —Sea como fuere —dijo, desviando la mirada otra vez—, pasé allí una buena temporada aprendiendo los trucos. Y los productores venían y decían: «Consígame esto, búsqueme aquello». Y un productor estaba haciendo una película, una película del pasado, y quería escenas antiguas, viejas, con gente de los tiempos de antes, en el verano; divirtiéndose; comiendo helados; nadando en bañador; paseando en convertibles… Cincuenta años atrás. Ochenta años atrás.

Abrió el cajón vacío otra vez, sacó un mondadientes y se lo metió en la boca.

—Así que tuve acceso a los materiales más antiguos. Discursos, más y más discursos. Pero encontraba una escena aquí y allá, gente en la calle, abrigos de pieles, escaparates, tráfico. Gente vieja, quiero decir que eran jóvenes en ese entonces, pero gente del pasado; tienen esas caras demacradas, uno llega a conocerlas. Un poco tristes. En las calles de la ciudad, siempre de prisa, sujetándose los sombreros. Las ciudades eran bastante negras en aquel entonces, en el celuloide; automóviles negros en las calles, sombreros hongo. Piedra.

»Bueno, no era lo que ellos querían. Encontraba verano para ellos, verano de color, pero nuevo. Ellos lo querían viejo. Yo seguía buscando, siempre más atrás. Seguía buscando. De veras. Cuanto más atrás retrocedía en el pasado, más veía esas caras demacradas, esos automóviles negros, esas negras calles de piedra. Nieve. No hay allí ningún verano.

Con pausada gravedad se levantó y fue a buscar una botella parda y dos tazas de café. Sirvió el licor con descuido. —Así que no es un problema suyo de recepción —dijo—. El celuloide tarda más, creo, pero es todo una cuestión de física. Todo depende de la física. A buen entendedor, una palabra basta.

El licor era áspero, un frío destilado de pretérita luz de sol. Yo quería irme, salir, no volver al pasado. No quería seguir mirando hasta que todo fuera sólo nieve.

—Por lo tanto voy a salir de acceso —dijo el director—. Que los muertos entierren a los muertos, ¿verdad? Que los muertos entierren a los muertos.

No volví. No volví nunca más, aunque las autopistas se abrieron de nuevo y El Parque no está lejos de la pequeña ciudad en la que me he asentado. Asentado; la palabra justa. Recuperas el equilibrio, y hasta de una manera curiosa tu alegría de vivir, cuando descubres, sin remordimientos, que lo mejor que va a sucederte en la vida ya ha sucedido. Y todavía me quedan algunos veranos.

Creo que hay dos clases diferentes de memoria, y sólo una de ellas se va deteriorando a medida que envejezco: aquella en la cual, mediante un esfuerzo de la voluntad, se puede reconstruir el primer automóvil o el número de serie en el Servicio o el nombre y el aspecto del profesor de física en la escuela secundaria: un tal señor Holm, un hombre de traje gris, un individuo barbudo, flaco, de unos treinta años. La otra memoria no se deteriora; más bien se acrecienta. La que actúa como un sonámbulo y con la que te topas de improviso como si te metieras en habitaciones con puertas secretas y te descubres sentado no en el porche de tu casa sino en un aula, no sabes al principio dónde ni cuándo, y un hombre de barba, sonriente, hace girar en la mano un pisapapeles de cristal, y dentro hay una pequeña casa de campo bajo una tormenta de nieve.

Allí no hay acceso a Georgie, excepto de tanto en tanto, cuando, de improviso, sentado en el porche o empujando el carrito de un mercado o de pie delante del fregadero, un recuerdo de esa especie me visita, vívido y sorprendente, como el chasquido de los dedos de un hipnotizador. O como esa experiencia curiosa que tenemos a veces, cuando a punto de dormirnos oímos que alguien nos llama en voz baja, claramente, por nuestro nombre, alguien que no está allí.