Exogamia
En un irreflexivo impulso, con ciega esperanza, él mismo se había elegido para la misión, y ahora por su impetuosidad iba a morir, ahogado en ese mar de vinagre ambarino, demasiado fluido para nadar en él. Hecho que, en un sentido global, carecía de importancia; los camaradas que lo habían despedido ya no lo verían regresar: la esencia misma del héroe. En un momento, ni siquiera a él le importaría morir. Mientras tanto, no cesaba de debatirse desesperadamente, avergonzado de su imperiosa voluntad de no cejar.
Su cabeza rompió la superficie y emergió al aire blanco. Era la tercera vez que lo hacía; sería la última. Pero en ese preciso momento una nube pequeña lo cubrió, y algo flotó en el aire por encima de él. Antes de que se hundiera inevitablemente y para siempre, algo lo aferró, un algo volador, una máquina o algo con pinzas afiladas, lo que él llamaría garras.
Fue izado fuera del agua o el fluido o el mar. No era culpa de él que las coordenadas fueran erróneas y lo hubieran depositado en ese mar de fluido y no en suelo seco, en esas arenas purpúreas que estaban a sólo unos metros de distancia. Distancia suficiente, sin embargo, para que pudiera ahogarse o poco menos que ahogarse; durante un largo rato permaneció así, tendido boca abajo sobre la arena donde lo habían dejado caer, sin saber con certeza dónde estaba.
Se preguntó —cuando de nuevo estuvo en condiciones de pensar— qué era aquello que lo había agarrado, lo había izado (apenas por encima del encrespado mar, y además mediante un laborioso esfuerzo) y transportado a la playa. Aún no había levantado la cabeza para ver si aquello, lo que fuera, se había quedado con él o se había marchado; y entonces se le ocurrió que tal vez fuera mejor permanecer así, tendido e inmóvil para que lo supusieran muerto. Pero alzó la cabeza.
Allá, un poco más lejos de la orilla, estaba ella, agazapada; no miraba hacia él: parecía absorta en recobrarse del esfuerzo; el pecho ancho y de huesos prominentes se le alzaba jadeante. Las grandes alas, como de felpa negra, estaban plegadas ahora. Tenía las garras (ésa era la palabra; volvió a sentirlas y empezó a temblar), las garras extendidas para sostenerse sobre la arena movediza. Cuando ella echó a andar hacia él, al ver que estaba vivo, él trató de huir, arrastrándose por la arena, intentando sin éxito ponerse de pie, hasta que se desplomó otra vez de bruces y ya no supo nada.
Llegó la noche.
Ella (ella, fueron los pechos prominentes sobre el músculo pectoral, el gran rostro delicado y la vasta cabellera enmarañada jamás peinada lo que le hicieron suponerlo) estaba echada encima de él cuando se despertó. Se había dormido enroscado como un bolo fetal, y ella había estado protegiéndolo del viento de la noche, apretando contra él su largo vientre como tal vez hiciera (y probablemente hacía) con uno de sus propios huevos. Hacía un frío peligroso. Y toda ella exhalaba el olor de un sofá enmohecido.
Tres días permanecieron juntos en la horrenda playa de guijarros. Durante el día ella lo protegía del sol con las alas y por la noche lo apretaba contra su olorosa persona, sus carnes duras. A veces partía en un vuelo pesado (las alas parecían no poder remontarla más de unos pocos metros, y luego seguía el torpe esfuerzo de tener que elevarse otra vez) y regresaba con un bocado de algo o una carroña para alimentarlo. Cierta vez una pierna humana, que él rechazó. Ella no parecía ofenderse, parecía no importarle que él comiera o no; daba la impresión, cuando lo miraba durante horas con esos ojos de ónix no humanos, de estar esperando a que muriera. Entonces ¿por qué todos esos mimos, si en verdad eran mimos?
Él trató (aturdido aún por la catástrofe tal vez, o por la insolación) de explicarle quién era, incapaz de imaginar que ella pudiera no oír. Había (dijo) fracasado en su empresa. Había partido de su triste tierra natal en busca de amor, de una esposa, un premio, para volver allí con él. Todos sus camaradas lo habían despedido, cada uno deseando en lo más recóndito de su corazón tener también la valentía de perseguir un sueño. Amor. Una mujer: una esposa elegida por amor: una madre de hombres ¿Dónde, en esa soledad?
Ella escuchaba, emitiendo de vez en cuando una especie de arrullo (un sonido extraño, líquido, que él empezó a esperar, porque parecía indicar comprensión; tenía la esperanza de que fuera ese sonido lo último que oiría antes de morir, envenenado por la comida que ella le traía y por ese mar de orina). El tercer día le pareció más probable que pudiera sobrevivir. Una especie de voluntad nació dentro de él con el amanecer. Tal vez pudiera continuar su aventura. Y ella, como si lo hubiera adivinado, ascendió con un pesado batir de alas hacia el sol y se posó en un promontorio rocoso a un kilómetro de distancia. Allí lo esperó.
Nada sino aridez hasta donde le alcanzaba la vista. Pero él creyó —rió a carcajadas al descubrir que lo creía— que ella sabía lo que él deseaba y quería ayudarlo.
Pero oh Dios, que espantosa travesía, que terribles sufrimientos tuvo que soportar. La soledad del desierto, que por poco no acabó con él, y la soledad peor aún de tener una compañera como ésa para ayudarlo. Fue ella quien buscó el camino. Fue él quien descubrió la charca. Ella se enfermó, y durante todo un mes lunar él la cuidó; ahora ya no podría vivir sin ella: con ninguna de esas otras bestezuelas —ratones, culebras— hubiera podido hablar; la alimentaba con ellas y él comía los restos que ella dejaba. Ahora ella volvía a volar. Estaban yendo a algún sitio. Una noche clara de afiebrada certeza, la pisó como un gallo.
De pronto, desde la cima de la sierra más árida vislumbró allá abajo, en el llano, detrás de los escombros del casi derruido último paso, unos campos verdes. Alcanzó a ver una nube de agua en evaporación que acariciaba el aire, tal vez torres en el valle.
Allá abajo (dijo ella, de algún modo: por medio de signos, gestos y arrullos a los que él respondió con palabras, mostrando que entendía) hay un país gobernado por una reina. Nadie la ha conquistado, aunque ella ha buscado lejos a aquél que pueda merecerla.
Él se frotó las manos. Sólo los valientes (se dijo) merecen lo hermoso.
La dejó allí, en la frontera (le pareció) de su salvaje y desolada tierra natal. Bajó a grandes trancos por el paso, volviendo de tanto en tanto la cabeza, un poco avergonzado de haberla abandonado, pero con la esperanza de que ella comprendiese. Una vez, al mirar atrás, vio que había desaparecido. Había volado.
Era un país agradable. Un pueblo complaciente, fácil de conquistar con buenos modales y un corazón sincero. Ése es el castillo, allá, ese edificio blanco a los pies de cuyas torres ves una franja de sol crepuscular. Allá. Buena suerte.
Resistencia en las puertas, para ponerlo a prueba, pero él daba más de lo que recibía. La encontraría, por supuesto, en la cámara más encumbrada, después de subir esa escalera interminable y dejar atrás el piquete de guardias armados hasta los dientes (¿por qué siempre, siempre tantas dificultades? Pensó en los muchachos, allá en el pueblo, que le habían transmitido todo eso). Llegó a la última puerta; la abrió de un empellón, y se encontró en el parapeto más alto, cubierto de huesos y de un fétido guano pálido. Un enorme y desordenado nido de ramas y cosas sin nombre.
En ese mismo momento ella se posó, a su manera desmañada y grácil, y plegó las alas.
¿Lo sospechaste?, preguntó.
No, él no lo había sospechado; el corazón se le ennegreció de horror y comprensión; tendría que haberlo sospechado, desde luego, pero no, no lo había sospechado. Sintió cómo las garras de la atención de ella lo sujetaban, ineludibles; con un grito ahogado se volvió y se asomó al parapeto, midiendo la altura de la torre. ¿Debería saltar?
Si lo haces, yo me arrojaré detrás de ti (dijo ella), te atraparé y te traeré aquí de nuevo.
Él se volvió hacia ella y le dijo que su corazón nunca podría pertenecerle.
Podrías continuar tu aventura, dijo ella en voz baja.
Él miró otra vez a lo lejos, no hacia abajo sino hacia las tierras lejanas más allá de los prados y las granjas. Sí, podía hacerlo.
¿Qué hay allá?, preguntó. Más allá de esas montañas amarillas. ¿Qué es lo que produce esa voluta de humo?
Nunca he estado allí. Nunca he llegado tan lejos. Podríamos, dijo ella.
Bueno, demonios, dijo él. Por supuesto que no puedo volver. No con… no ahora.
Vamos, dijo ella, y se asió con las garras a las almenas del parapeto, agachándose para que él pudiera montarla.
Podría ser peor, pensó él, y caminó en puntillas hacia ella atravesando el estercolero; pero antes de sentarse en su grupa pensó con una angustia súbita y terrible: Sin mí ella morirá.
Pensaba en aquella a quien amaba desde hacía tanto tiempo, desde su niñez; aquella, quienquiera que fuese, por cuyo amor se había puesto en camino; la prometida que aún lo estaría esperando, al final de su aventura. Y él a punto ahora de partir en una dirección muy distinta.
¿Quieres conducir?, dijo ella.
Las granjas y los prados, las alamedas y las carreteras, las montañas y las ciudades, sin un fin a la vista en esa dirección.
Conduce tú, dijo él.