Antigüedades

—Hubo, por supuesto —dijo sir Geoffrey—, esa Plaga de Inconstancia en Cheshire. De corta duración, pero un fenómeno que no creo que podamos desestimar del todo.

Era muy tarde en el Traveller’s Club y sir Geoffrey y yo habíamos estado hablando (como parecíamos hacerlo con frecuencia en aquellos años de mayor y a la vez más tenue expansión del Imperio) de ciertas irrupciones anómalas de lo foráneo y lo insólito en la apacible vida de la isla natal: efectos menudos, imprevistos, que esos siglos de aventura y apropiación habían tenido sobre una raza esencialmente sedentaria. Eso pensaba yo, en todo caso. Era muy joven en aquel entonces.

—No vale que lo mencione usted así, «por supuesto», tan a la ligera —observé yo, mientras trataba de atraer la mirada de Barnett, a quien sentí a la vez que vi cuando pasaba a través de la brumosa media luz del salón de fumar—. Yo no tengo ni la más remota idea de qué fue esa Plaga de Inconstancia.

Del interior de su traje de etiqueta sir Geoffrey extrajo una cigarrera, que se parecía a una hilera de cigarros tan vagamente como el sarcófago de una momia se parece a la forma humana que contiene. Me ofreció uno, y los encendimos sin prisa; sir Geoffrey provocó un pequeño torbellino en su copa de brandy. Comprendí que esos rituales eran introductorios, y que, en otras palabras, yo tendría mi cuento.

—Fue hacia fines de los años ochenta —dijo sir Geoffrey—. No sé por dónde me llegó la primera noticia, aunque no me sorprendería que haya sido por una de esas frívolas notas de Punch. Al principio no le presté atención; «la fantasía y la locura generalizada del populacho», o algo de ese tenor. Yo había regresado poco antes de Ceilán y me sentía terrible, irremisiblemente agobiado por el clima. Cuando llegué, acababa de comenzar el otoño, y pasé los cuatro meses siguientes más o menos recluido detrás de puertas cerradas. ¡La lluvia! ¡La niebla! ¿Cómo podía haberlas olvidado? Y lo más extraño era que nadie parecía prestarles la menor atención. Mi criado solía correr las cortinas cada mañana y anunciar con la voz más jovial del mundo: «Otro día lúgubre y lluvioso, ¿eh, señor?», y yo me volvía invariablemente de cara a la pared.

Pareció percatarse de que las reminiscencias personales lo habían desviado del relato, y chupó a fondo el cigarro como si en él estuviese la fuente de la memoria.

—Lo que le dio cierta notoriedad fue un caso de asesinato aparentemente común. La mujer de un agricultor de Winsford, casada desde hacía varias décadas, se presentó una noche en la Gavilla de Trigo, una taberna donde su marido pasaba las horas muertas delante de una pinta de cerveza. Extrajo de debajo de las faldas una vieja escopeta de caza. Hizo una observación que fue ulteriormente repetida de formas muy diversas por los espectadores y le disparó con los dos cañones. Uno falló, pero el otro fue más que suficiente. Supimos que el marido, al percatarse de lo que estaba por suceder, no pareció mostrar sorpresa ni zozobra, simplemente alzó la vista y… bueno, esperó la muerte.

»Durante el proceso, los testigos informaron que la asesina había dicho, antes de disparar, “Hago esto en nombre de todas las otras”. O tal vez “Hago esto, Sam (que así se llamaba él), para salvar a las otras”. O posiblemente, “He tenido que hacer esto, Sam, para salvarte de esa otra”. La mujer parecía haberse vuelto loca de remate. Les hizo a los investigadores un relato complejo y horripilante del que ellos, desafortunadamente, no tomaron nota, porque no pudieron encontrarle ni pies ni cabeza. La esencia racional de la historia era que la mujer había matado a su marido por infidelidades flagrantes que ella ya no podía soportar. Cuando el magistrado preguntó a los testigos si tenían conocimiento de tales infidelidades (esas cosas, en una comunidad pequeña, son notoriamente difíciles de ocultar), los hombres, en pleno, declararon que no. Pero después del juicio las mujeres hicieron insinuaciones oscuras y vagas, que si ellas hablaran tendrían mucho que decir, y esas cosas. La asesina fue declarada insana por el tribunal, y ella misma se ahorcó, en Bedlam, poco tiempo después.

»No sé cuan familiarizado estará usted con esa asfixiante región del mundo. En aquellos años la agricultura era en el mejor de los casos una actividad ingrata, solitaria, tediosa y de escasa renta. Los peones contratados eran inveterados bebedores. Los precios habían bajado. Las mujeres envejecían prematuramente, al soportar partos sucesivos además de una carga de trabajo por lo menos igual a la de sus hombres. Lo que estoy tratando de decir es que aquella sociedad es, o era, menos propicia que cualquier otra para el adulterio, los amoríos, la aventura romántica. Sin embargo pudo verse, después de que este crimen lo puso en evidencia, por así decir, dramáticamente, que había en el norte de Cheshire una verdadera plaga de esposos inconstantes.

—Es difícil imaginar —dije yo— qué pruebas pudo haber de la realidad de un hecho así.

—Tuve ocasión de ir al condado ese otoño, justo en el momento culminante de la historia —prosiguió sir Geoffrey, acariciando un cenicero con la punta del cigarro—. Había al fin conseguido vencer mi malestar y empezaba de nuevo a aceptar invitaciones. Un individuo que había conocido en Alejandría, un agente comercial que había prosperado de forma espectacular, me invitó a una cacería.

—Extraño lugar para cacerías.

—Extraño tipo. Arriviste, para decirlo con franqueza. La hospitalidad fue dispendiosa; la finca era uno de esos caserones de Cheshire, un faux-gótico de ladrillo rojo, si usted entiende lo que quiero decir, y la impresión que daba de desolación y melancolía era notable. Y no hubo cacería; llovió a torrentes todo el fin de semana. Lo pasamos sentados aquí y allá hojeando una novela o jugando al Cairowhist, que es como nosotros llamábamos al bridge en aquellos tiempos, y mirando por las ventanas. Una noche, sin saber qué proponer a modo de entretenimiento, nuestro anfitrión, que se llamaba Watt, y…

—¿Watt, de nombre? —pregunté yo.

—Watt. Era ahora un estudiante de mesmerismo, o hipnotismo, como él prefería llamarlo, y sugirió que podríamos tal vez divertirnos un rato sondeando el oscuro interior de nuestras mentes. Todos rechazamos la proposición, pero Watt insistió y consiguió sobornar al fin a un individuo corpulento, miembro de una familia de la aristocracia terrateniente del lugar y, esto es importante, un inveterado agricultor, un palurdo que casi no hablaba de otra cosas que de nabos.

—¿Incluso en el oscuro interior de su mente?

—Ah. Aquí llegamos al quid del asunto. La esposa de este caballero también estaba presente en la reunión, y uno no podía dejar de notar el aire de avergonzada culpabilidad con que el hombre se mostraba todo el tiempo frente a ella, la mirada esquiva, el estremecimiento nervioso cada vez que ella se acercaba y le hablaba, y a la vez un cierto aire soñador, una abstracción en la que parecía caer por momentos.

—Preocupado por sus nabos, tal vez.

Sir Geoffrey aplastó como con enfado su cigarro, como si me reprochara la irreverencia. —Lo cierto es que ese individuo de cara rubicunda, absolutamente vulgar, estaba engañando a su mujer. Uno podía leer esa verdad como si la llevara escrita en la pechera de la camisa. Su mujer parecía estar tan enterada como todos los demás; tenía el rostro tenso y contraído. Palideció cuando él aceptó ponerse en trance, y trató de sacarlo de la sala, pero Watt insistió diciéndole que se portara como un buen muchacho, y al fin ella se retiró con una jaqueca. No sé en qué estaría pensando el hombre cuando aceptó; había bebido un poco en exceso, supongo. Como quiera que sea, las luces se atenuaron y el instrumental de marras salió a relucir, el disco giratorio y todo lo demás. El terrateniente, ante la sorpresa de Watt, cayó en trance al instante, como asesinado de un mazazo. Nosotros supusimos, al principio, que había sucumbido a la borrachera, pero entonces Watt empezó a interrogarlo, y él a responder, con voz lánguida pero clara, nombre, edad y así sucesivamente. No tengo ninguna duda de que Watt sólo pretendía que el hombre se sostuviese un rato cabeza abajo, o se pusiera el chaleco al revés, esa clase de cosas, pero antes de que nada de eso comenzara, el hombre se puso a hablar. A dirigirse a alguien. A alguien femenino. Se había operado en él una extraordinaria transformación.

Sir Geoffrey, en las condiciones propicias, posee un verdadero talento para la mímica, y ahora parecía haberse transformado en el hipnotizado terrateniente, con los ojos vidriosos y entornados, la boca caída (aunque el bigote permanecía tieso) y una mano en alto como para ahuyentar a un espíritu inoportuno.

—“No”, dice. “Déjame en paz. Cierra esos ojos… esos ojos. ¿Por qué? ¿Por qué? Vístete, oh Dios…”. Y en ese momento parecía en verdad muy angustiado. Watt, claro está, tendría que haber despertado al pobre infeliz inmediatamente, pero estaba fascinado, como confieso que lo estábamos todos los demás.

»“¿A quién le estás hablando?”, preguntó Watt. “A ella”, dice el terrateniente. “A la mujer extranjera. La de las garras. La gata”.

»“¿Cómo se llama?”

»“Bastet”.

»“¿Cómo ha venido aquí?”

»Ante esta pregunta el terrateniente tuvo un momento de vacilación, y en seguida dio tres respuestas: “A través de la tierra. Por equivocación. En el John Deering”. Esta última respuesta desconcertó a Watt puesto que, como me contó más tarde, el John Deering era un buque de carga que él había utilizado a menudo para sus operaciones comerciales, y que hacía el trayecto regular Alejandría-Liverpool.

»“¿Dónde te ves con ella?”, preguntó Watt.

»“En las gavillas de trigo”.

—Se refería a la taberna, supongo —sugerí.

—Yo creo que no —dijo oscuramente sir Geoffrey—. Siguió hablando de las gavillas de trigo. Ahora estaba más animado, pero era más difícil entender lo que decía. Empezó a articular sonidos… bueno ¿cómo explicarlo? La respiración se le había vuelto estertórea, sus movimientos…

—Me parece que entiendo.

—Bueno, no, no puede entenderlo del todo. Porque fue una de las escenas más extrañas que he presenciado en mi vida. El hombre le estaba haciendo físicamente el amor a alguien a quien describía como una gata, o una gavilla de trigo.

—El nombre que pronunció —dije— es un nombre egipcio. Una diosa asociada con el gato.

—Precisamente. Fue a medio camino de este ritual cuando Watt al fin reaccionó y dio la orden de despertar. El hombre parecía aturdido, y estaba enteramente empapado en sudor; la mano le tembló cuando sacó el pañuelo del bolsillo para enjugarse la cara. Parecía a la vez culpable y satisfecho, como… como…

—El gato que se comió al canario.

—Tiene usted talento para encontrar similitudes. Miró uno por uno a todos los presentes, y preguntó con timidez si había hecho algo vergonzoso. Puedo decirle, amigo mío, que todos nos apresuramos a tranquilizarlo.

Sin que nadie lo llamara, Barnett se materializó junto a nosotros con el aire de quien está a punto de pronunciar trágicas e ineluctables profecías. Es su aire habitual. Sólo dijo que había empezado a llover. Yo le pedí un whisky con soda. Durante estas transacciones, sir Geoffrey parecía absorto en profundos pensamientos, y cuando volvió a hablar fue para musitar: —Curioso, verdad —dijo— que tan naturalmente piense uno en los gatos como hembras, aunque todos sabemos perfectamente bien que están repartidos entre dos sexos. Hasta donde yo sé, esto es así en todo el mundo. Por ejemplo, cada vez que en un cuento un gato se transforma en un ser humano es, invariablemente, una mujer.

—Los ojos —dije yo—. Los movimientos… esa cierta sinuosidad.

—El aire de independencia —dijo sir Geoffrey—. Falso, claro está. La gata de uno depende totalmente de uno, aunque ella parezca no pensar lo mismo.

—La capacidad de aparentar un aire natural.

—Y el rencor.

—Para volver al principio —dije yo—. No veo cómo una sola mujer loca y un terrateniente hipnotizado puedan considerarse una plaga.

—Ah, es que ése no fue por cierto el final de la historia. Durante aquel otoño hubo, relativamente hablando, un chaparrón de juicios de divorcio y querellas por incumplimiento de promesa. Un suicida dejó una nota: «No puedo tenerla, y sin ella no puedo vivir». Más de una esposa de agricultor, después de años de devoción y numerosos retoños, lió sus petates y se fue a vivir a Chester con sus ancianos padres. Y así tantas otras.

»El lunes por la mañana, después de la humillación dominical del terrateniente, regresé al pueblo. Daba la casualidad que el lunes era día de mercado y pude observar de primera mano algunos de los efectos de la plaga. Vi maridos y esposas sentados en extremos opuestos de los carros, incapaces de mirarse a los ojos. Discusiones súbitas que estallaban sin motivo aparente a propósito de las legumbres. Vi lágrimas. Vi una y otra y otra vez esa misma mirada culpable, evasiva, avergonzada que describí en nuestro terrateniente.

—No es un indicio seguro.

—Hay otro elemento de prueba. La Iglesia de Roma nunca ha aflojado sus garras en esa parte del mundo. Parece que más o menos por aquella época cierto número de esposas católicas se pusieron de acuerdo y enviaron un petitorio al obispo local, diciendo que la región tenía necesidad de un exorcismo. Específicamente, que a sus maridos los estaba atormentando un súcubo. O súcubos; si uno o muchos, era imposible saberlo.

—No me sorprendería.

—Lo que me intrigó sobre todo —siguió diciendo sir Geoffrey, quitándose el monóculo de entre el pómulo y la ceja y puliéndolo con aire ausente— fue que en toda esta inconstancia sólo se acusaba a hombres; las mujeres parecían ser únicamente las partes agraviadas, nunca las culpables. Ahora bien, si tomamos como prueba las palabras del terrateniente, y no simplemente «la sustancia de que están hechos los sueños», tenemos el cuadro de una (o posiblemente más de una) mujer extranjera, egipcia al parecer, desembarcando en Liverpool y circulando sin ser notada por Cheshire en busca de alguien a quien devorar y seduciendo a pequeños terratenientes en sus graneros entre los frutos de la cosecha. La idea se me antojó tan extravagante que me puse en contacto con un tipo que conozco del Lloyd’s y le pedí que me mostrara las listas de pasajeros del John Deering de los últimos años.

—¿Y?

—No había ninguna. El buque había estado en dique seco durante los dos o tres años precedentes. Había hecho esa primavera una única travesía, y a continuación lo habían puesto fuera de servicio por tiempo indeterminado. En aquella travesía única no hubo pasajeros. La carga de Alejandría había consistido en lo de siempre, aceite, dátiles, sagú, arroz, tabaco… y algo llamado «antigüedades». Dado que la naturaleza de éstas no aparecía especificada, allí concluyó la cosa. La Plaga de Inconstancia no duró mucho; una carta de Watt en la primavera siguiente ni siquiera la mencionaba, a pesar de su avidez por conocer los detalles del caso; la mayor parte de lo que sé proviene de él y de sus buscas y rebuscas en el Trumpet de Winsford, o comoquiera que se llame. Es posible que jamás hubiera podido llegar a ninguna conclusión, de no haber sido por un encuentro casual en El Cairo, más o menos un año después.

»Me encontraba yo en route a Sudán después del desastre de Jartum, y estaba entonándome, por así decir, en el bar del Shepheard. Entablé conversación con un arqueólogo que iba a hacer unas excavaciones en las cercanías de Memphis, y la conversación derivó naturalmente hacia el tema de los misterios egipcios. Un rasgo del carácter del antiguo hombre egipcio que nunca dejaba de asombrarlo, dijo, era el absolutismo irrevocable de sus convicciones. Una vez que habían decidido que una cosa era ritual y por tanto necesaria, no admitían que nada ni nadie los desviara de su determinación de llevarla a cabo.

»Puso como ejemplo los gatos. Sabemos en cuan alta estima tenían los egipcios a los gatos. Y si en tan alta estima los tenían, había que momificarlos después de muertos; y en verdad los momificaban. Todos, o casi todos. Los llevaban a sus tumbas con el cortejo de la familia doliente llorando detrás, y los enterraban con sus juguetes y alimentos favoritos para el tránsito a la otra vida. No hace mucho, dijo, unos trescientos mil gatos momificados fueron descubiertos en Beni Hassan. Una verdadera necrópolis gatuna, inviolada durante siglos.

»Y entonces me contó algo que me hizo vacilar. Más que vacilar. Dijo que, una vez descubiertos, todos aquellos gatos fueron desenterrados y embarcados con destino a Inglaterra. Todos, hasta el último.

—Santísimo Dios. ¿Por qué?

—No tengo ni la más remota idea. No se trataba, al fin y al cabo, de los mármoles de Elgin. Esa fue al parecer la reacción cuando llegaron a Liverpool, porque ni un solo museo, ningún coleccionista de antigüedades mostró el menor interés. Hubo que vender en subasta la totalidad de la partida para pagar una factura de transporte marítimo bastante elevada.

—¿En subasta? ¿A quién, en nombre de Dios?

—A una empresa agrícola de Cheshire. Que procedió a fraccionarla y revenderla. A los agricultores de la región, mi querido muchacho. Para usarla como fertilizante.

Sir Geoffrey agitó vivamente su brandy casi intacto y clavó en él la mirada, observando las figuras que trazaba en el cristal, como si leyera en ellas algún secreto.

—Bien —dijo al cabo—, me pregunto si la mente científica puede aceptar que trescientos mil gatos varias veces milenarios amorosamente envueltos en lienzos delicados y enterrados para su reposo con especies y con talismanes, hayan sido exhumados en un país distante, y de un pasado también distante, y desmenuzados en la tierra negra de Cheshire, con la única finalidad de obtener buenos granos. Yo no estoy muy seguro. No estoy nada seguro.

El salón de fumar del Traveller’s Club estaba ahora desierto, a no ser por el fatigado espectro errante de Barnett. Por encima de nosotros, en la pared, las cabezas encastradas de animales exóticos, ahora en las sombras, eran casi irreconocibles; uno tenía la sensación de que acababan de meter de viva fuerza las ahumadas testas y los ojos de vidrio a través de la pared, buscando algo, y que del otro lado habían quedado sus cuerpos, enormes e inimaginables. ¿Buscando qué? ¿A los socios, muertos también ellos tiempo atrás, que los habían asesinado y convertido en esto que ahora eran?

—Usted ha estado en Egipto —dijo sir Geoffrey.

—Poco tiempo.

—Yo siempre he pensado que las mujeres egipcias están entre las más hermosas del mundo.

—Tienen ojos magníficos, ciertamente. Con el velo, desde luego, uno ve poco más.

—Me refería específicamente a esas circunstancias en las que están sin velo. En todos los sentidos.

—Sí.

—Depiladas, muchas de ellas. —Hablaba con una voz tenue, soñadora, como si evocara escenas de un pasado ya muy lejano—. Una cosa que siempre me pareció… intrigante. Para no decir más. —Suspiró hondamente; se estiró el chaleco, preparándose para ponerse en pie; volvió a colocarse el monóculo. Ya era otra vez él mismo—. ¿Le parece —dijo— que podrá encontrarse a estas horas algo así como un coche? Bien, veamos.

—A propósito —pregunté cuando nos separábamos—, ¿qué pasó con el petitorio de exorcismo de las esposas?

—Creo que el obispo lo envió a Roma. El Vaticano, como usted sabe, no procede con diligencia en estos asuntos. Hasta donde yo sé, es posible que aún siga pendiente.