Capítulo 19
—¿Que la vuelva a interrogar? —le dije a Sorenson, el comandante de guardia de la comisaría del Distrito Tercero de Minneapolis. Descalza sobre el linóleo de la cocina de casa, tenía los pies helados. Mientras yo disfrutaba del calor en el Oeste, Minnesota parecía haberse sumergido en un frío casi invernal.
—Un tipo de Antivicio ha detenido a una prostituta que estaba ofreciendo sus servicios. Quiere negociar cierta información, pero dice que sólo hablará con la detective Pribek.
—¿Información sobre qué?
—Sobre un delito mayor. Es lo único que ha soltado. —Sorenson carraspeó—: Ya sé que me ha pedido permiso para ocuparse de unos asuntos personales, por la situación de su marido, pero esa mujer quiere verla a usted.
—Está bien —asentí—. Hablaré con ella.
Esperaba encontrar a una drogadicta escuálida, poco más que adolescente, con escaso atractivo y dispuesta a delatar a su chulo por algo que éste había hecho. Sin embargo, en la sala de interrogatorios me esperaba algo muy diferente. Tenía una edad indefinida; poseía el cutis perfecto y el cabello lustroso de una jovencita, pero su mirada y su aplomo eran los de una mujer madura.
Llevaba una chaqueta forrada de piel y, debajo, un vestido de cuero blanco que dejaba los brazos al descubierto. En el edificio, la calefacción era generosa, aunque yo seguía con los pies fríos.
—He oído que tenías algo que contarme —dije para empezar.
—¿Tiene un cigarrillo?
Estuve a punto de decir que no, para dejar claro mi control sobre la situación, pero cuando la observé, tuve la sensación de que no estaba nerviosa en absoluto. Probablemente se negaría a continuar hasta que tuviese su pitillo.
Salí al pasillo e hice una señal al detective de la tercera guardia, un cristiano renacido con el que había cruzado algunas palabras esporádicamente.
—Necesito un cigarrillo —le dije, y asintió—. Y cerillas.
Cuando volví con el tabaco, la prostituta no dijo nada. Tomó el cigarrillo y las cerillas y lo encendió, formando una nube de humo prodigiosa. Después inhaló una calada, sacó el humo y aplastó el cigarrillo.
—Gracias —dijo con voz ronca.
Un juego de poder. «A la mierda sus informaciones», me dije.
—Ha sido un placer. Que disfrutes de tus noventa días.
Ya estaba en la puerta cuando la oí:
—¿No quiere que le hable de su marido?
Me detuve y di media vuelta.
Su dura mirada me taladró como la mía a ella, y me recorrió desde el gorro de lana y la camiseta gris hasta las botas de invierno manchadas de sal. No me había molestado en ponerme la ropa de trabajo porque era plena noche y si la mujer había pedido por mí, concretamente, era evidente que me conocía.
—Yo lo he matado —declaró, y cruzó las piernas, que llevaba enfundadas en unas botas altas que le cubrían hasta los muslos.
Me senté delante de ella, con la mesa por medio. Permanecer en pie confería una posición de mayor autoridad, pero prefería ocultar las manos por si empezaban a temblarme.
—Lo dudo —respondí sin alzar la voz—. ¿Puede demostrarlo?
—Pongo anuncios en semanarios gratuitos. Él me llamó. Buscaba sexo. Cuando me han traído aquí esta noche, lo he reconocido por la fotografía que cuelga en el tablón.
—Hablo de pruebas, no de detalles circunstanciales.
«¿Por qué continúo teniendo los pies tan fríos?», me pregunté.
—Puedo conducirla al lugar donde lo enterré.
—Bobadas. Si hubieras matado a alguien, no estarías aquí, confesándolo.
—Era bueno en la cama, ¿verdad?
—Olvídalo. Habrás leído lo de Shiloh en el Star Tribune y quieres divertirte un poco llevando de cabeza a los polis con una falsa confesión.
—No, lo que quería es echarle un vistazo a usted. Él me contó que en una ocasión la vio agarrar una serpiente de cascabel y matarla retorciéndole el cuello. ¿Es cierto eso? —preguntó.
—Sí. —Noté mis manos temblorosas. ¿Cómo sabía aquel detalle?
—Le pregunté por qué andaba por ahí, buscando culitos anónimos, teniendo una mujer como ésa en casa. —Se inclinó sobre la mesa y añadió en tono confidencial—: Tu marido me dijo que nunca te sueltas del todo en la cama por lo que te hizo tu hermano cuando eras joven.
Me despertó el galope desbocado de mi corazón. Tardé unos instantes en recordar dónde estaba. Me ayudó a hacerlo un cartel que anunciaba el Festival Shakespeare de Ashland, colgado en la pared. Estaba en Nuevo México, en casa de la hermana de Shiloh, y era sábado por la mañana.
Había dormido en el sofá del estudio de Sinclair, envuelta en mantas multicolores. Los pies desnudos asomaban de éstas y los tenía helados.
Entumecida como un perro viejo que ha dormido en el duro suelo, aparté las mantas y me levanté. Poco a poco, los músculos recuperaron la flexibilidad mientras doblaba la ropa de cama y la apilaba lo mejor posible en el sofá, con la almohada en lo alto. Me agaché a recoger mis pertenencias y rebusqué en la bolsa; de repente, aquel día me apetecía ponerme la camiseta de Shiloh, la de Búsqueda y Rescate Kalispell.
Cuando entré en la cocina, recién salida de la ducha y con el cabello mojado todavía, encontré a Ligieia sentada a la mesa, leyendo El mercader de Venecia. Nada más verme, levantó la cabeza.
—¿Todavía anda por aquí Sinclair? —pregunté.
Ya presentía que no. Ligieia lo confirmó:
—Ha salido a unos recados.
Busqué en el bolso que llevaba al hombro, saqué un papel que llevaba en el bloc de notas y lo rompí en dos. En una mitad escribí mi teléfono privado y mis números del busca del trabajo, y la dirección electrónica.
—Si se le ocurre algo más, que me llame o que me envíe un mensaje —le dije. Me colgué la bolsa al otro hombro y añadí—: Gracias por todo. Dile a Sinclair que lamento no haber podido despedirme de ella.
Ligieia me acompañó a la puerta.
—Si no te importa que lo pregunte, ¿qué vas a hacer ahora? Respecto a tu marido, me refiero...
—Vuelvo a Minneapolis. Allí hay unas pistas que voy a seguir.
—Bien —dijo ella—. Que tengas suerte.
Durante todo el trayecto en coche hasta Albuquerque, mantuve la velocidad por debajo del límite.
En efecto, no había prisas. Tomaría el siguiente vuelo de regreso a las Ciudades Gemelas, pero apenas tenía idea de qué hacer cuando llegara.
Llevaba tanto tiempo de policía, que el hecho de mentir cuando un civil como Ligieia preguntaba cómo iba una investigación era ya una costumbre arraigada. Por mal que fuesen unas pesquisas, un policía nunca reconocería que estaba en un callejón sin salida. Su respuesta sería: «Cada día recibimos pistas y no puedo añadir más comentarios».
Casi siempre era cierto, aunque de poco servía. Los casos de personas desaparecidas, de homicidios, de atracos a bancos; la gente aportaba pistas en todos los delitos importantes, pero la inmensa mayoría de ellas resultaba inútil: revelaciones de videntes, mentiras de bromistas anónimos, honrados ciudadanos que denunciaban haber visto algo que luego resultaba no ser nada.
Vang, sin embargo, había prometido seguir todas las pistas y dejarme un mensaje si surgía algo prometedor. Hasta entonces, no había tenido noticia de él.
Efectué la primera de mis dos llamadas diarias para comprobar si había recibido mensajes desde una hilera de cabinas públicas del aeropuerto de Denver. Tenía un mensaje de ese mismo día, me anunció la voz grabada. Para mi sorpresa, era de Genevieve. Poco me reveló su contenido.
—Soy yo —se limitó a decir—. Te llamaré más tarde, supongo.
Lo escuché otra vez. Noté rabia contenida en su tono de voz. No se me ocurría qué podía querer de mí. Bueno, la llamaría cuando llegara a las Ciudades Gemelas, me dije. Si tenía alguna noticia urgente, seguro que me habría dejado algún pormenor en el mensaje.
Mientras volaba hacia el este, tomé abundantes notas en el bloc, aunque no muy ordenadas. Intentaba determinar qué vendría a continuación.
¿Entrevistar de nuevo a todos los testigos del barrio? De haberse tratado de un ejercicio de mi época de instrucción en la policía, seguramente me habría decidido por ello, con bastante confianza de acertar. El rastro de Shiloh parecía estar más fresco en nuestro barrio, donde había comprado comida en la gasolinera el mismo día de la desaparición y donde la señora Muzio lo había visto caminando por la calle con aire enfadado, casi con seguridad el sábado, el día en que se había esfumado.
Sin embargo, empezaba a dominarme una sensación de cierta impotencia. Si la información más útil que había conseguido era que habían visto a Shiloh caminando por una calle un día que tal vez fuera el sábado y que parecía enfadado, eso y nada eran lo mismo. Seguía sin entender cómo y por qué había desaparecido.
Genevieve era quien había tenido las ideas más simples y las más probables. Shiloh había encontrado la muerte en algún lugar cercano, aún no se sabía cómo. Un suicidio desde un puente. Un asesinato a manos de una prostituta o de su chulo.
Al carajo Genevieve. Era ella quien me había metido en la cabeza la pesadilla que había tenido la noche anterior. Shiloh y yo siempre habíamos sido de lo más compatibles, físicamente; nunca había tenido la menor preocupación al respecto. Sin embargo, la frase «buscando culitos anónimos» la había dicho Genevieve, y la prostituta del sueño la había repetido.
Las teorías de adulterio o de suicidio de Genevieve no encajaban con el Shiloh que yo conocía. El simple hecho de tenerlas en cuenta era una falta de respeto a su..., a él, maldición, no a su memoria.
Cerré el bloc y lo guardé otra vez en el bolso. Al hacerlo, rocé con la mano un sobre, de un papel más suave y más resistente que el de las hojas que había guardado de cualquier manera en la bolsa para el viaje hacia el oeste.
Era un sobre de tamaño carta y era evidente que contenía más de una hoja de papel; casi parecía un cojín. En la cara de la dirección, con una caligrafía que me resultó desconocida, había escrita una única palabra: Sarah.
Sinclair, pensé, y lo abrí. Cuando desplegaba el puñado de hojas que contenía, cayó al suelo otro sobre de menor tamaño, unos tres cuartos del que acababa de abrir. Era de color crema, estaba franqueado y no llevaba nada escrito.
Dejé el sobre pequeño en el asiento libre contiguo al mío y centré la atención en la carta mecanografiada que tenía delante.
Sarah:
Tengo la sensación de que hoy habré salido de casa antes de que te levantes. Ojalá tuviéramos más tiempo para hablar. Cuando pienso en nuestra conversación, me doy cuenta de que nada de lo dicho parece pertinente para tu búsqueda de Mike. Sin embargo, deduzco de tus palabras que sientes la necesidad de entender de dónde procede Mike, y tal vez pueda ayudarte en esto. Nos conocemos desde hace poquísimo, pero Hope se fía de ti, y he comprobado que mi hija sabe juzgar muy bien a las personas.
No estoy segura de que pueda contarte gran cosa de cómo vivíamos en casa cuando Mike era un muchacho, pues pasé gran parte de la infancia lejos, en el internado. Mike y yo no nos conocimos bien hasta que ya fuimos mayores, cuando volví a instalarme en casa. Llevo grabada esa época en la memoria porque fueron tiempos difíciles.
Cuando mis padres me enviaron al internado, lo hicieron a pesar suyo, en primer lugar porque nuestra familia estaba muy unida y también porque les preocupaba qué sería de mí en un ambiente laico. Para compensarlo, me metieron en el equipaje La Biblia de los niños y, cuando fui mayor, me mandaron por correo devocionarios y libros de oraciones. Cuando volvía a casa en vacaciones, siempre acudía a la iglesia con ellos y rezábamos en la mesa antes de cenar. Sin embargo, al final, sus temores se vieron confirmados.
En el internado tenía mucha libertad. La asistencia a la iglesia no era obligatoria y en la biblioteca podía leer lo que me apeteciera. Las demás chicas procedían de muy diversas culturas y a menudo hablábamos de nuestro entorno religioso y de nuestras creencias. Nunca me extrañó el cisma entre mis dos mundos. Mi casa era una cosa y el colegio, otra.
Yo quería a mi familia, desde luego, y me alegró volver a instalarme en casa cuando mis padres lo dispusieron. Sin embargo, en el fondo, vivir allí fue todo un choque: servicio religioso el domingo por la mañana, grupo de juventud el domingo por la tarde, estudio de la Biblia el miércoles por la noche. Nada de televisión, ni de películas seculares. Pero lo más difícil era que en casa no había nadie que utilizara el lenguaje de signos con la fluidez que lo hacía la gente en el internado. Mis dos hermanos mayores eran unos zoquetes, y Naomi y Bethany eran demasiado pequeñas para mantener conversaciones fluidas. Mis padres me estimularon a hablar en voz alta, pero yo no quería. En el colegio, mis compañeras me habían hablado de cómo se burlaban los demás chicos y chicas de la manera de hablar de los sordos, comparándola con el balido de una oveja o con el chillido de un delfín. Así pues, el orgullo me hacía insistir en usar los signos.
Gran parte de mis decisiones en esa época se debía al orgullo o era una forma de buscar libertad. De repente, había salido de mi colegio, un lugar retirado y enclaustrado, a un mundo más amplio pero en el que me sentía, si acaso, más encerrada. Confinada por las reglas de mis padres y por el estilo de vida de mi familia. Aislada por las miradas que los niños oyentes me dirigían, temerosos de cruzarlas con la mía, no fuera a intentar comunicarme con ellos y no me entendieran. Por los abrazos y contactos físicos del resto de fieles, que consideraban que mi discapacidad me hacía «especial» e infantil y pura. Empecé a sentir pánico, como si me faltara el oxígeno.
Durante esta época, sólo había una persona que me hiciera sentir igual que en el colegio. Y esta persona era Michael.
En septiembre, llevaba todo el verano en casa pero aún no lo había visto. De hecho, llevaba un año entero sin verlo. El anterior período de vacaciones lo había pasado en el internado y, cuando llegué a casa en junio, él ya se había marchado a un campo de trabajo de verano que mantenía la iglesia y que se ocupaba de construir hogares en una reserva india. Nos habíamos echado de menos. Además, volvió a casa con retraso, pues se había roto el brazo en una caída del tejado en el que estaba trabajando y habían retrasado su viaje, aunque se perdiera la primera semana de clases, para dar tiempo a que le quitaran la escayola en lugar de viajar con ella.
Entonces, una noche de esa primera semana de escuela, estaba trabajando en el comentario de texto de un libro y tuve la sensación de que había alguien detrás de mí... Me volví y era Mike.
Durante unos segundos pensé que era algún amigo de Adam o de Bill. Mike había crecido cuatro dedos desde que lo viera por última vez; de repente, era más alto que yo. Y cuando me preguntó si lo que leía estaba bien, advertí que sabía hablar por signos y que lo hacía muy bien. Fue un gran alivio.
Desde entonces pasamos mucho tiempo juntos. Llevábamos tanto sin vernos y habíamos cambiado tantísimo que fue como conocer a un extraño. Manteníamos largas conversaciones. Mike conocía la Biblia increíblemente bien; podía citarla como un seminarista, pero cuando le conté las cosas que no podía entender ni creer de Dios y de la Biblia, se abstuvo de juzgarme. Me di cuenta de que él también estaba perdiendo la fe. Nunca tuve intención de empujarlo en esa dirección, pero no podía mentirle respecto a mi postura. Tenía que haber una persona con la que pudiera ser del todo yo misma y éste fue él. Para Mike, fue un proceso difícil; cuesta más perder la fe, como le sucedió a él, que descubrir que no la has tenido nunca, como fue mi caso.
Con mis padres, la situación empeoró. Yo quería libertad y me la tomé como suelen hacer los jóvenes: con la bebida y el sexo. No me siento muy orgullosa de cómo me comporté entonces, pero era joven. Mis padres recurrieron a castigos más severos, a horarios más estrictos. Empecé a escapar de casa sin que lo supieran pero, después de que me sorprendieran un par de veces, dejé de intentarlo. Sabía que sólo debía esperar a cumplir los dieciocho para marcharme, y mientras llegaba el momento Mike me hizo soportable la vida. Él era mi oxígeno cuando no podía respirar.
Sé que nada de esto te ayudará a encontrarlo. Sólo quería que lo supieras. Ahora Mike tiene su vida y yo, la mía, pero siempre será especial para mí. Anoche, cuando hablabas de él, comprendí cuánto significa para ti y, aun sin hablar con él, me doy cuenta de lo mucho que te debe de corresponder él, porque Mike es una persona de una lealtad feroz. Es muy afortunado de tenerte. Sé que lo encontrarás y, cuando lo hagas, quiero que le des el mensaje que te adjunto.
Sinclair
Cuando acabé de leer, me sentía extrañamente ligera, como siempre que recibo una gentileza o un favor inesperado. Tomé el sobre cerrado del asiento que tenía al lado.
«Ábrelo.» Éste fue mi primer impulso; en una investigación, toda información es importante.
«No seas ridícula.» Al instante, advertí que la idea de que Sinclair sellara el segundo sobre como una especie de prueba era absurda. No se andaría con juegos, estando en peligro el bienestar de su hermano.
El sobre cerrado era un gesto de fe en dos sentidos: decía que Sinclair confiaba en que yo encontraría a su hermano y que sabía que no abriría ni leería sin permiso un mensaje personal dirigido a él. Era un gesto discreto, sutil y hábil.
Genevieve, Shiloh, Sinclair ahora... Si había un Dios, se me ocurría preguntarle por qué elegía rodearme de gente tantísimo más inteligente que yo, y luego hacía depender de mí tanto de lo que sucedía.