Capítulo 5
Tarde o temprano, los días de vacaciones se pagan con horas extras. El lunes fui a trabajar temprano sabiendo que había de quitarme de encima el trabajo acumulado.
Vang aún no había llegado, pero mi escritorio estaba lleno de informes sobre las últimas desapariciones.
Ninguna de ellas me llamó la atención. Podían agruparse en unas pocas categorías: «Cansado de estar casado», «Cansado de vivir bajo las reglas de mis padres» o «Demasiado distraído para decirle a nadie que me marcho por una temporada».
Alrededor de las nueve, Vang apareció con una taza de café caliente.
—¿Qué tal han ido esos días libres? —me preguntó.
—Todo bien —respondí sucintamente. No quise decirle que había ido a ver a Genevieve. El Departamento la consideraba en una especie de limbo, sin fecha de regreso. Nuestro teniente lo permitía, porque se la considerada una de las mejores veteranas del cuerpo. Sin embargo, no quise llamar la atención del Departamento acerca de su ausencia, sobre todo para evitar que me preguntaran cuándo volvería—. ¿Qué noticias hay por aquí? —pregunté.
—No demasiadas. He traído todos los papeles acerca de la señora Thorenson. ¿Has visto el informe? Lo he dejado sobre tu mesa.
—Sí, lo he leído —asentí; colocándolo encima de la pila.
Annette Thorenson se había ido un fin de semana de vacaciones con una amiga a un centro de recreo en el sur de Saint Cloud. No había vuelto. A su amiga no le había dicho nada que hiciera sospechar que no pensaba volver a su casa, donde vivía sola con su marido, pues no tenían hijos. El señor Thorenson estaba muy preocupado.
—Ha usado la tarjeta de gasolina —dijo Vang—, y también la telefónica, cuatro veces. En dos ocasiones hacia Wisconsin, y en otras dos hacia Madison.
—¿Y? —pregunté.
—Las amistades de él dicen que el matrimonio era sólido. Las de ella, todo lo contrario. Una de sus amigas, recientemente divorciada, declaró que Annette preguntaba muy a menudo cosas como: «¿Cómo es eso de divorciarte y comenzar de nuevo?».
—Ya lo ves. «Cansada de estar casada» —concluí. Ya le había hablado de mis categorías.
—Investigué si Annette conocía a alguien en Madison —prosiguió Vang—. Salió a relucir que ella había ido al colegio en la localidad y que había vivido allí un año más tarde, trabajando.
—¿Y todavía le quedan amigos en el lugar?
—No puedo conseguir nombres. Opino que ha de tener algún antiguo amor. Al parecer, el problema es que por lo visto intenta pasar desapercibida. Le di a la policía de Madison el número de su permiso de conducir, esperando que la pillaran y la llevaran a una comisaría para que llamara a su marido y le dijera qué estaba pasando. Pero no han visto el coche. Y ella no ha usado la tarjeta telefónica desde que llegó al pueblo.
—Todo cuadra —observé. La antigua llama, al parecer, había renacido.
—Así es —dijo Vang—. Sin embargo, el señor Thorenson no se cree nada de eso. Dice que alguien ha tenido que forzarla a conducir hacia el este y retirar dinero de los cajeros. He intentado señalarle que todos los indicios apuntan a que su esposa ha decidido cambiar de vida, pero no ha habido manera de convencerlo. Nos dijo de todo, y por supuesto salió a relucir la palabra «negligencia». Quiere hablar con mi supervisor.
—Sospecho que habrá presentado una queja.
—Varias.
—Con una me basta.
Así pues, llamé al señor Thorenson a su oficina y lo escuché mientras él relataba sus insatisfactorias conversaciones con Vang. Se sintió muy contrariado cuando me oyó decir que Vang había dado todos los pasos pertinentes, y que yo no hubiera llevado el caso de manera distinta.
—Quizás sea el momento de recurrir a alguna ayuda privada —le aclaré—. Puedo darle números de teléfono de investigadores muy capacitados.
—Llegados a este punto, con quien me pondré en contacto es con mi abogado, señorita Pribeck —soltó, y acto seguido colgó.
Peor para ti. Conozco más abogados que personas desaparecidas; también podría haberle recomendado uno. «Señorita Pribeck.» Si esta cortesía peyorativa era su idea de la sutil psicología del arte de la guerra, no me extrañaba que su mujer se hubiese cansado de él.
El plato fuerte del día implicaba cruzar la ciudad para examinar el limpio y vacío apartamento de un joven lleno de deudas de juego. Supuse que se trataba de otro caso en el que se habían marchado por su propia voluntad.
—¿Has visto las señales de la aspiradora en la alfombra? —pregunté a Vang mientras hacíamos el viaje de vuelta—. Huellas ocultadas. Mala conciencia. Las personas suelen limpiar cuando no piensan volver.
—Sí —me contestó—. Mi mujer siempre limpia la casa antes de irnos de vacaciones para que, en caso de un accidente de carretera fatal, sus familiares no se encuentren con una casa sucia. Es su versión de llevar ropa interior limpia.
Permanecí en silencio, pensando en la tarde anterior.
Si Genevieve hubiera estado en activo, habría sugerido que hiciéramos algo después del trabajo; era la primera noche que no estaba con Shiloh. Ella habría sabido que ya no estaba acostumbrada a vivir sola, pero tampoco habría hecho un drama de ello.
Quizá había sonado la hora de que yo conociese un poco mejor a mi compañero.
—¿Te gustaría tomar una taza de café después del trabajo? —pregunté cuando bajábamos por la rampa del aparcamiento subterráneo.
—Gracias —dijo Vang sorprendido, mirando a los lados—. Pero he quedado en cenar en casa. Otra vez será, ¿no?
—Sí, claro —le respondí sintiéndome vieja y muy de Minnesota.
Terminé tarde con mi trabajo, ocupada en una larga serie de pequeñas tareas que probablemente hubieran podido esperar. Cuando logré acabar, me dirigí a las canchas de baloncesto del condado de Hennepin, esperando que alguien me diera la oportunidad de jugar. Tanto Shiloh como yo éramos de los habituales.
Pero no había nadie conocido. Por el contrario, un grupo de novatas jugaban en grupos de dos. Parecían extraídas del equipo femenino de baloncesto de la Universidad de Minnesota: todas chicas, todas altas, todas rubias menos una. Además, jugaban en parejas, de modo que no había sitio para un jugador extra, aunque nos hubiésemos conocido.
Un pequeño suceso logró levantarme el ánimo apenas llegué a casa: en la puerta de entrada había una cesta de tomates. No se veía ninguna nota, pero tampoco hacía falta. La señorita Muzio era dueña de un huerto prodigioso que daba frutos durante todo el verano. Me detuve en la escalera trasera que conducía a la puerta de la cocina. Desde allí se podía ver el ahora desfalleciente huerto: un girasol a punto de morir se inclinaba sobre su propio tallo, las hierbas estaban floridas y abandonadas. No obstante, las tomateras estaban cargadas con sus frutos de estación.
La señorita Muzio seguramente no sabía que Shiloh había partido. De hecho, nos dejaba tomates a menudo porque sabía lo mucho que le gustaban a Shiloh. Cuando no le daba tiempo de cocinar o cuando se pasaba un momento por casa durante una pausa en el trabajo, solía prepararse un sándwich de tomate y se lo comía de pie en la cocina.
Coloqué la correa de mi bolso de mano lo más seguro que pude sobre mi hombro, con el brazo libre sujeté la cesta contra mis costillas y abrí la puerta.
Shiloh había dicho que me llamaría para darme un número donde pudiese encontrarlo en Quantico, pero no quise oír directamente el contestador. Antes coloqué los tomates de la vecina en la nevera, me serví una cocacola sin hielo y me quité mi ropa de trabajo. Sólo después me dirigí a escuchar el mensaje de Shiloh.
No había mensajes. La señal luminosa de color rojo no parpadeaba. Estaba oscura, muerta.
«De acuerdo, está muy ocupado. Ha hecho un largo viaje y debe acostumbrarse a su nuevo ambiente. La línea telefónica corre en dos direcciones, ya lo sabes. Llámalo tú.»Eso suponía un problema: no tenía ningún número telefónico para comunicarme con él.
Probablemente había alguna forma de acceder a los alojamientos de los agentes en período de entrenamiento. No sería fácil dar con ese número y mucho menos a esa hora. Tratar con el FBI significaba múltiples llamadas y tarjetas telefónicas, aunque se perteneciese al oficio, e incluso en horas de trabajo. No era la hora más apropiada para un asunto personal. Eran cerca de las ocho en Virginia.
Tenía el número de teléfono de un agente del FBI, el único que había trabajado junto a Shiloh en el caso de Annelise Eliot. Sería mejor llamar primero al agente Thompson, explicarle la situación y pedirle que interviniese gracias a sus credenciales.
Tardé varios minutos en encontrar el número en el desorden de nuestra agenda, pero acabé por localizarlo. Ya había cogido el aparato con la mano, cuando se me ocurrió una idea.
Dos meses atrás, Shiloh y yo habíamos estado viendo un documental en la televisión por cable acerca de cómo se formaba a un agente del FBI. A partir de allí, imaginé el tipo de vida que esperaba a Shiloh. El exigente entrenamiento empezaba el mismo día de la llegada: prueba de condiciones físicas básica, instrucciones teóricas acerca de derecho procesal y leyes. Por la noche, los agentes en fase de entrenamiento vivían como los estudiantes de una residencia universitaria, estudiando en estrechas mesas donde colocaban las instantáneas de sus esposas y de sus hijos, visitando la habitación de algún compañero para charlar con él y aliviar un poco la presión a que los sometían durante el día.
Probablemente, después de tantos años de ser considerado un bicho raro, Shiloh se sentía allí como pez en el agua, rodeado de gente de igual mentalidad e impulsos que él. Debía de gastar su pequeña porción de tiempo libre intentando conocer a los otros a través de las fotos de las mesas. Lo más probable era que la mayoría estuviera haciendo eso mismo, conociéndose unos a otros, comentando los diversos episodios de sus carreras que los habían llevado a Quantico. Y yo estaba a punto de hacer que Shiloh acudiera al teléfono para atender a su atribulada esposa, ya que hacía más de veinticuatro horas que no se veían, y él, por su parte, no había llamado.
Conecté el contestador y di por terminado el asunto.
«...que mató a dos soldados ayer en la parada del autobús. Ningún grupo ha reivindicado el ataque... En Blue Earth se intensifica la búsqueda de Thomas Hall, de 67 años de edad, la presunta víctima de un accidente automovilístico. Su furgoneta se encontró muy temprano fuera de la ciudad, estrellada contra un árbol en la carretera del este. Los agentes del equipo de Búsqueda y Rescate rastrean la zona, pero aún no han obtenido ningún resultado. Cadena de noticias WMNN, son las seis y cincuenta y nueve.»Martes por la mañana. La radio-despertador acababa de sacarme del sueño, pero no me encontraba en condiciones de levantarme. Pocos minutos más tarde, cuando sonó el teléfono, estaba medio dormida. Levanté el auricular y carraspeé antes de hablar.
—Te he despertado, lo siento —dijo la voz en el otro extremo del cable.
—¿Shiloh? —su voz me sonaba extraña.
—Desde luego, sí que estabas dormida —dijo entonces Vang, riéndose. Me incorporé, confusa. Entonces volvió la voz—. Hay un asunto importante en Wayzata; tenemos que echar un vistazo.
—¿Ajá? ¿De qué se trata?
—Todavía no lo tienen del todo claro. Una mujer nos ha llamado esta mañana. Vive en el mismo barrio, o mejor dicho, en la misma zona, que un sujeto con antecedentes de agresiones sexuales, un pederasta. La noche pasada lo vio provisto de una linterna y cavando un foso en un aparcamiento cercano.
—¿Y sabía para qué era el pozo?
—Bueno, dijo que tenía las medidas exactas para ser una tumba. Sin embargo, no advirtió que él pusiera nada en él. En realidad, lo estaba tapando. Supongo que la vecina vive en una colina con una hermosa vista de la zona y por eso le gusta mirar por la ventana.
—¿Forma parte de alguna patrulla de vigilancia?
—No oficialmente, pero este chico, que se llama Bonney, ha logrado poner nervioso a todo el mundo. Todos se huelen que tiene un historial de delitos sexuales. Esta mujer se levanta a las cuatro de la mañana, preocupada por algo inusual y, como consecuencia, nos llama. Por eso nos toca ahora a nosotros ser los «excavadores».
Me incorporé, ya más despierta.
—¿Y tenemos la orden para excavar en su propiedad? No es que el motivo parezca demasiado fuerte. ¿A nadie se le ha ocurrido sugerir que primero nos limitemos a hablar con este muchacho?
—Enviaron una patrulla para eso —repuso Vang—. No está en su casa ni en su trabajo. Nadie quiere hacerlo. Pero hay una buena noticia: en realidad no estaba excavando en su propiedad. El terreno lindante donde cavaba es una tierra sin cultivar.
—¡Vaya! —exclamé.
—De modo que no necesitamos la orden judicial —aclaró Vang—. ¿Paso a buscarte? Todavía estoy en casa, pero puedo darme prisa.
—De acuerdo —le respondí mientras me destapaba—, perfecto. Estaré lista en quince minutos.
Treinta y cinco minutos después, Vang y yo nos hallábamos de pie en un terreno rural en la vecindad de Wayzata Bay. A pesar de estar próximo a la ciudad, era una población rural, con grandes terrenos que separaban las casas. Comprendí por qué Vang lo había llamado «un zona» más que un «barrio».
El camión de la unidad que vigila la escena del crimen estaba aparcado en el borde del camino, dos oficiales excavaban. Las fosas de los aficionados suelen ser poco profundas, de manera que la exhumación es tarea un poco delicada para unos principiantes.
En ocasiones, los cultivadores de marihuana asientan sus cosechas en tierras públicas apartadas. La ventaja obvia es que tienen que ser encontrados in situ para que puedan ser relacionados con el asunto, cosa que no sucede si el cultivo se realiza en la propiedad de ellos. Si, de hecho, Bonney había matado a alguien, habría tenido los mismos motivos para no enterrarlo en su propiedad. No había ido demasiado lejos, pero quizá consideró imprudente viajar en un coche transportando un cadáver.
Vang y yo acabábamos de leer los nuevos informes sobre personas desaparecidas y personas vigiladas en las últimas cuarenta y ocho horas; además, Vang contaba con una ficha de los antecedentes de Bonney.
—No creo que encontremos a ninguno de estos desaparecidos —concluí—. Son todos adultos o jóvenes.
—No parecen el tipo de Bonney, ¿no es así?
—No. Además, has leído su historial, ¿no? Agresiones sexuales, importunar a los menores. Nada de asesinatos.
Vang escuchaba sin contestar.
—A veces, los delincuentes sexuales llegan a cometer crímenes como el homicidio —expliqué—. Pero es que entre los desaparecidos en las últimas cuarenta y ocho horas no hay ningún caso que pueda relacionarse con un tipo que abre una fosa cerca de su casa. —En eso vi a uno de los oficiales escarbando con cautela un poco del suelo húmedo. Vang y yo nos apartamos un poco para que pudiera llevar a cabo su tarea con un mínimo de molestias en el área y sus alrededores—. Por lo general, tenemos una idea bastante aproximada en casos como éste. Recibimos una llamada de que alguien ha descubierto un cuerpo y enseguida atamos cabos: «Ya hemos encontrado a Jane». En este caso, no tengo esta sensación —dije en voz baja—. ¿Sabes qué pienso? Creo que a Bonnie se le quemó el estofado hasta tal punto que la cazuela ya era irrecuperable y entonces cogió todo el mejunje y lo enterró allí. La vecina de la colina lo vio, confundió el agujero con una tumba y dio parte. A veces pienso que todo eso de las agresiones sexuales, con toda la participación de los voluntariosos vecinos, es un asunto que se nos ha escapado de las manos.
Me callé la boca. Sólo hacía dos días que Shiloh se había marchado y ya estaba yo canalizando sus ideas liberales hacia mi nuevo compañero de trabajo.
—Si encuentran algo malo, quizá tengamos que pedir la orden para excavar. De lo contrario —agregué retrocediendo—, enviaremos al agente de libertad condicional para que le haga una visita sorpresa e investigue una supuesta violación. Es asunto de ellos.
—Si hubiera sabido que iban a pasar tanto tiempo desenterrando, me hubiera pensado mejor lo de tomarme un café por el camino —dijo Vang.
—Cuando te hacen salir a la siete y media de la mañana para una situación como ésta, el café es el momento culminante del viaje —concluí.
En realidad, no era café lo que yo más necesitaba, sino una ducha. La ducha proporciona algo que tiene que ver con la verdadera limpieza. Es un punto y aparte: con ella desaparecen las trazas del día anterior y de tu noche en la cama, no importa tu estado de alerta, ni lo que has de vestir, ni lo que has de hacer.
Comenzaba a levantarse brisa en el lago. No podíamos ver el agua desde donde estábamos; nos la ocultaban las ramas desnudas de unos árboles escuálidos, que suplían en número lo que les faltaba en envergadura.
—¿De verdad que mi voz se parece a la de tu marido?
—preguntó Vang, y yo recordé nuestra conversación telefónica.
—La verdad es que no. Lo que más me...
—¡Eh, mira allí! —me interrumpió Vang.
Me callé y miré hacia donde estaban los oficiales apostados en la escena del crimen. Con cuidado estaban levantando algo envuelto en una bolsa de basura de color verde, extrayéndolo del interior de la fosa.
—Evidentemente, no es un estofado —tuve que admitir.
—Sin embargo, parece demasiado pequeño para corresponder a una persona —intervino Vang, que escrutaba a su alrededor—. A menos que se trate de un niño.
—O de una persona que no está entera —añadí, provocando en Vang una mueca de desagrado.
Penhall, el primer oficial, cogió la cámara y sacó fotos del bulto justo en el momento en que lo extraían del foso.
El oficial Malik cogió una navaja, rasgó la cobertura de plástico y la separó de su contenido sin tocar el nudo que la cerraba.
Lo primero que pude ver fue un mechón de pelo dorado. Lo que había adentro era, contra todas las expectativas, todo rubio: era un perdiguero dorado. En su pelaje había manchas de sangre secas.
—¡Mierda! —exclamó Malik. No supe si se quejaba porque era un amante de los perros o porque le habían hecho perder el tiempo.
—Bueno —dijo Penhall—. Ese tipo mató al perro de un vecino suyo, un asunto serio. Cuando terminó de hablar nos dirigió una mirada, como buscando mi aprobación y la de Vang.
—¿Puede apartar la bolsa del todo? —le pregunté.
Malik lo hizo. Miré a Vang enarcando una ceja.
—Para mí que ha sido atropellado por un coche —observó.
Malik asintió con un gesto.
—Pero ¿por qué se tomaron el trabajo de enterrarlo? —preguntó Penhall.
—Porque probablemente se trata del perro de una familia de por aquí. Bonney ya está en el punto de mira debido a su reputación de pederasta.
Miré la alta y estilizada casa de la colina. El sol de la mañana resplandecía en los cristales de unas ventanas que iban desde el suelo al techo de lo que debía de corresponder a la sala. La vecina y su familia tenían una espléndida vista sobre el lago, y también sobre la propiedad del pederasta señor Bonney.
—¿Qué haremos ahora? —dijo Malik incorporándose.
—Es una buena pregunta —repuse—. Los perros son propiedades. A mi entender estamos ante un delito contra la propiedad. No hay personas desaparecidas. Me parece que lo llevaremos a la comisaría de policía de Wayzata para que ellos se ocupen del asunto.
Mientras Vang giraba en redondo y orientaba el coche hacia la ciudad, echó un vistazo a la casa de Bonney, una humilde morada de un solo bloque con el techo del porche ligeramente hundido.
—Me pregunto qué encontraríamos en esa casa si pudiésemos entrar.
—Una denuncia por allanamiento —contesté.
Vang condujo hacia Minneapolis, pero no hacia el trabajo. Yo tenía que recoger mi propio coche y, sobre todo, deseaba una ducha. Había tiempo. No preveíamos un día de los peores, dadas las exigencias del trabajo. De hecho, Vang y yo llegamos aproximadamente una hora antes de lo habitual.
—Me olvidé mencionarlo ayer —dijo Vang—, pero el domingo por la noche la novia de Fielding recibió una de esas llamadas como las que recibieron las esposas de Mann y Juárez.
—¿Ah, sí? —Sabía de qué iba el asunto. Todos lo sabían. Dos esposas de oficiales del condado de Hennepin habían recibido llamadas anónimas en los últimos días.
La voz de quien las realizaba, en ambos casos, sonaba sincera y apenada. La persona se identificó como un miembro del servicio de urgencias y dijo a la esposa del oficial Mann que su marido estaba herido de gravedad como consecuencia de un accidente de tráfico.
Ella se mostró muy turbada y pidió detalles. El hombre le había proporcionado un poco más de información en términos médicos. Entonces cortó antes de aclarar desde qué hospital llamaba.
La señora Mann había telefoneado a la ciudad. Se enviaron expediciones en su búsqueda, pero al cabo de un rato el propio Mann telefoneó para asegurar a su esposa que no había sufrido ningún incidente y no tenía ni la menor idea de quién podía haber sido el inventor de semejante historia.
Cuatro semanas después pasó exactamente lo mismo con la esposa del oficial Juárez, sólo que en este caso el informante aclaró que se condolía de la muerte.
Demasiadas coincidencias. Circulaba un memorándum en el que se detallaba la «broma enfermiza» que había sido perpetrada y se alertó a los oficiales para que avisasen a sus familias.
Ese memorándum había tenido como consecuencia la teoría de que el personaje que realizaba las llamadas podía ser alguien del condado, alguien que en algún momento hubiera tenido acceso a una lista de los teléfonos del departamento. El número telefónico de muchos policías, de hecho, no figura en la guía, a fin de proteger a éstos de esa clase de acoso o, peor aún, de personas a las que habían arrestado y cuyos casos habían investigado.
—¿Figura Fielding en la guía telefónica? —pregunté.
—No lo sé —respondió Vang—, pero están diciendo que eso no tiene importancia. A causa de la web «Sunshine in Minneapolis».
—¡Ah, claro! —exclamé, recordando.
Esa web (el Sol de Minneapolis) tomaba su nombre de las leyes de «claridad» o libertad de información que permitían el acceso a los datos públicos de procesos y oficiales. La web, creada por un matrimonio de activistas de la comunidad, era una especie de radio macuto al servicio de la ciudad. La información proporcionaba números de teléfono e incluso direcciones de oficiales de la policía y ayudantes del sheriff, todas ellas recogidas incidentalmente de varios informes y actas de tribunales que en cierto momento se habían hecho públicos. Según los creadores de la web, los policías tendrían que pensárselo dos veces antes de acusar a los ciudadanos inocentes si éstos sabían que su número de teléfono y dirección estaban a disposición de los internautas.
—¿Quieres decir que los teléfonos de Mann y Juárez figuraban en esa página web? —pregunté, mientras cruzábamos la vía del tren y nos acercábamos a mi casa.
—Juárez figura en la guía de teléfonos-me respondió Vang—, y los tres aparecen también en la página web. Nada está escrito en piedra, pero eso es un camino para que los psicópatas puedan obtener sus números.
—Esa web me pareció divertida en su momento —dije meneando la cabeza—. Yo también salgo en ella. Se dice que estoy casada con un policía de Minneapolis. Shiloh y yo nos reímos mucho cuando lo vimos.
—Pues en la ciudad nadie se ríe. Algunos están diciendo que pueden prohibir esa dichosa página si se demuestra que puede servir de ayuda a los desconocidos que practican el acoso de mujeres.
—Me parece muy bien —dije cuando el coche se arrimaba al bordillo.
—Nos vemos en el trabajo —se despidió Vang.
Disfruté aún más de la ducha por el hecho de haber tenido que retrasarla. Comencé a tener una buena impresión del día. Seguramente me daría tiempo de parar un momento y comprar un bagel. Me llevaría uno para Vang, a pesar de que no conocía sus gustos en la materia. Los de Genevieve sí que los habría sabido: un bagel de tomates secos recubiertos con parsimonia de una capa de queso ligero y cremoso. Vang, más joven, delgado como un palo y del género masculino empezaría el día, quizá, con un donut.
Con el pelo húmedo y de nuevo vestida, con mi bolso en el hombro, me dirigía hacia la puerta trasera. El sol resplandecía por la ventana de la cocina que daba al este, y brillaba tanto que estuve a punto de no advertir el mensaje que el contestador anunciaba. A punto.
—Este mensaje es para Michael Shiloh —dijo una voz desconocida—. Le habla Kim, de la unidad de entrenamiento de Quantico. Si ha tenido problemas para llegar hasta aquí o se ha visto retrasado, necesitamos que nos informe de ello. Su clase presta juramento hoy. Mi número de teléfono en la unidad es...
Volví a oír el mensaje, por si le encontraba algún sentido. Nada nuevo agregaron las palabras de Kim oídas por segunda vez. La preocupación me formó un nudo en la garganta.
«Vamos —me dije—. Tú sabes que está allí. El mensaje sólo es un enredo burocrático. Así son los federales: cada diez años hacen un censo y descubren que han perdido a algunos cientos de miles de entre nosotros. La llamaré y me dirá que se trataba de un error.»
Llamé.
—Buenos días —dije cuando contestaron—. Me llamo Sarah Pribeck. Dejó usted un mensaje en mi contestador preguntando por Michael Shiloh, mi marido. Creo que debe de haberse retrasado. Sólo quiero estar segura de que ya está allí.
—No está aquí —dijo Kim en tono inexpresivo.
—¿Está usted segura? Yo creo que...
—Sí, estoy segura —me respondió—. Mi trabajo consiste precisamente en saberlo. ¿Dice usted que no se encuentra en Minneapolis?
—No, no está aquí —dije tras un momento de silencio. Los músculos de mi garganta comenzaron a hacer esfuerzos extraordinarios para tragar saliva.
—Algunas personas cambian de idea —me explicó—. A veces no les gusta la idea de llevar armas...
—No, no se puede tratar de eso. Ahora mismo salgo hacia allí. —Y con esta abrupta despedida, colgué el auricular.
Mi primer pensamiento es que había sufrido un grave accidente de coche, quizás en el camino al aeropuerto. Pero eso era imposible. En caso de accidente, no necesariamente se les tendría que haber notificado a los de Quantico y Kim. Shiloh debía de llevar consigo su permiso de conducir de Minnesota, en el que consta la dirección de su casa. Siempre avisan a la familia. En cambio, sólo Kim había llamado para notificarme.
Llamé de inmediato a Vang.
—Tardaré cosa de una hora en llegar allí —le anuncié—. Tengo que arreglar un asunto. Lo siento.
—¿Algo respecto a un caso determinado?
—Un asunto personal —respondí evasivamente—. Espero llegar pronto —volví a disculparme antes de colgar.
Shiloh no estaba en Quantico. ¿Qué significaba esto?
Si hubiera cambiado de planes, si hubiera decidido no ingresar en la Academia,.me lo habría dicho. Y se lo habría comunicado a ellos. Pero no era ése el problema, porque no había razón para que cambiase de planes. Él deseaba ir allí. Si no estaba en Quantico, algo malo habría pasado.
¿Se había ido más allá de Virginia?
De modo que la primera indagación que era necesario hacer era si estaba en Virginia o en Minnesota. Si no podía así limitar las posibilidades, me vería obligada a emplear una enorme cantidad de tiempo, ya que no podía desarrollar dos planes a la vez.
Busqué en el listín telefónico el número de Northwest Airlines.
—Necesito una comprobación acerca de un pasajero del vuelo 235 a Reagan del domingo —le expuse a la empleada.
—¿Cómo dice? —respondió—. Es imposible, no podemos...
—Darme esa información ya lo sé. Soy una detective del condado de Hennepin. —Me cambié el auricular de oreja mientras escarbaba en uno de mis bolsillos—. Dígale al supervisor de billetes que mi nombre es Sarah Pribeck y que estaré allí dentro de veinticinco minutos con una solicitud firmada en papel oficial.