Capítulo 13

Hace unos años, la última novia de mi padre, cuyo nombre llegué a saber pero olvidé en el plazo de una semana, me telefoneó para comunicarme que el viejo había muerto. Sandy (¿se llamaba así?) me localizó con el tiempo justo para poder llegar al entierro. Llamé a mi sargento, le conté lo que ocurría, y me compré un traje negro y unos zapatos de tacón alto camino del aeropuerto, donde tomé un avión hacia el oeste en una de esas compañías regionales con tarifas reducidas.

Después de pasar casi toda su vida de adulto en Nuevo México, mi padre se hartó de los inviernos rigurosos y del aislamiento de las tierras altas y se mudó a Nevada, donde el dinero le cundiría aún más que en el sudoeste. Sus ahorros le sirvieron para comprarse una finca bajo el sol del desierto y para divertirse con su nueva novia. Esto último no me sorprendió, ya que mi padre siempre había sido un tipo guapo y conservó su atractivo hasta que se lo llevó un ataque cardíaco. O al menos eso fue lo me que contaron en Nevada.

Sandy (¿o era Shelly?) había dispuesto que lo enterraran en Nevada. No había ninguna razón para llevar el cuerpo a Nuevo México. Mi madre no estaba allí, sino que reposaba en Minnesota con su familia. A mi hermano, que murió en acto de servicio en el ejército, lo habían enterrado con honores en un cementerio militar.

Así, a mi padre lo llevaron a un cementerio moderno en las afueras de la ciudad, uno de esos jardines cuyas flores tienen un brillo demasiado uniforme como para ser real y decoran hectáreas y hectáreas, todas iguales, y donde las losas de las tumbas, también idénticas, quedan escondidas por la hierba hasta que prácticamente tropiezas con ellas. Mientras el capellán aconfesional recitaba unas palabras bajo el pabellón donde se encontraban el féretro y la comitiva, dejé que mi mente vagara hasta que uno de mis tacones altos traspasó la hierba empapada y empezó a hundirse, lo cual me devolvió a la realidad con un sobresalto.

Un plato de papel con comida, cuarenta y cinco minutos de conversaciones triviales con los amigos y vecinos de mi padre, un largo recorrido hasta el aeropuerto en un coche de alquiler, y de nuevo al avión para regresar a Minneapolis.

A bordo no había ni un asiento libre. Mis compañeros de viaje tenían pinta de jubilados que habían estado de vacaciones en los casinos y que volvían al frío enero de la ciudad después de una tregua en el clima cálido del oeste. Tan pronto como estuvimos en el aire, el piloto anunció, con voz serena, que los vuelos que nos habían precedido habían experimentado «turbulencias» debido a la tormenta que se abatía sobre la llanura. Los pilotos de esos vuelos anteriores lo habían dicho en serio porque, al cuarto de hora del primer anuncio, el nuestro volvió a dirigirse a la tripulación por megafonía e indicó a las dos azafatas que ocuparan sus asientos.

El avión botaba como un trineo del que se tira demasiado deprisa sobre una nieve endurecida que se ha convertido en hielo duro e irregular. Toda la estructura crujía, temblaba y botaba, sacudiendo la mata de pelo azul de la anciana que dormía a mi lado.

Los aviones no me dan miedo, pero esa noche tuve una sensación muy extraña que jamás he vuelto a experimentar. Iba completamente a la deriva y fuera de control. Estaba rodeada de seres humanos, pero eran desconocidos. Me sentía perdida, como si en aquel estrato negro entre las nubes y las estrellas ni siquiera Dios pudiera dar conmigo. Miré por la ventanilla con la esperanza de divisar luces de ciudades, algo que pudiera significar un punto de referencia. No había nada.

No me había tomado una copa de verdad mientras había tenido la oportunidad, y en esos momentos deseé una. Para mí, se trataba siempre de un anhelo físico que se manifestaba en dos puntos localizados: lo notaba bajo la lengua y en lo más hondo del pecho. Chupé los últimos cubitos de la cocacola y lamenté que se terminaran.

De haber vivido mi madre, habríamos estado juntas, seguro, pero había muerto cuando yo tenía nueve años. Mi hermano Buddy siempre había sido un pendenciero que se creía con derecho a obtener cuanto se le antojaba. Lo único que le merecía cierto respeto era la fuerza física. Como era cinco años mayor, yo nunca tendría suficiente. Cuando mi padre, que era camionero de larga distancia, volvía a casa, dormía en la habitación principal de nuestro remolque para que Buddy y yo pudiéramos tener un cuarto cada uno. Nunca lo supo pero, en realidad, no habría tenido por qué molestarse.

Cuando, con dieciocho años, mi hermano se alistó en el ejército, para mí fue un gran alivio. Mi padre lo veía de otro modo. Se pasaba largos períodos en la carretera y pensaba que una chica de trece años no podía estar sola tantos días y tantas noches sin la supervisión de un hermano mayor. Por ello, me puso en un autobús de la Greyhound con destino a Minnesota, donde vivía una anciana tía de mi madre.

Fue en Minnesota donde descubrí el baloncesto o, mejor dicho, el entrenador me descubrió a mí porque, a los catorce años, sacaba más de un palmo a casi todas las chicas de la clase. Desde aquel momento, viví prácticamente en el gimnasio. Jugaba con el equipo y luego, cuando todas se marchaban, me quedaba practicando tiros libres e intentando una canasta absurda desde más allá de la línea exterior. Como las canciones que a veces se nos pegan en la mente y cantamos para nuestros adentros, cuando me duermo todavía oigo secuencias repetidas de los ruidos del gimnasio: el cinético golpear de la pelota contra el parqué, el temblor del tablero, los chirridos de las zapatillas.

Todo el mundo necesita un hogar; para mí lo fue el gimnasio. Cuando yo estaba en el último año, nuestro equipo ganó el campeonato estatal. En el anuario del instituto había una foto de esa noche, una que apareció en un periódico local, tomada justo después de que sonara la bocina de final de partido: en medio de la celebración, mi co-capitana, Garnet Pikem, me levantó en vilo, riendo las dos. Garnet era algo más alta que yo y durante aquel curso habíamos compartido muchas horas en el gimnasio. Aun así, un segundo después de que sonara la bocina, caímos al suelo y yo me golpeé contra la cancha con tal fuerza que el entrenador creyó que me había roto algún hueso, pero en ese momento no sentí ningún dolor. Aquella noche, por mis venas corría la inmortalidad; todas éramos intocables.

Luego me llamaron de la Universidad de Nevada en Las Vegas y fui a jugar con ellos, pero nunca volvió a ser lo mismo. La universidad no me gustaba y aunque disfruté de cierta acción en las competiciones, no fue la suficiente como para que sintiera que el equipo me necesitaba. No dije nada —de comentar algo hubiera parecido que me quejaba—, pero lo que me carcomía era la sensación de que estaba en la UNLV sin merecérmelo, que no me estaba ganando a pulso mi lugar. A decir verdad, mi expediente académico no justificaba mi presencia en el campus.

En las fotos de aquella temporada tengo un aspecto triste, y no pasa por alto la ridícula brillantina que me ponía en el pelo, como si con ello quisiera recalcar la distancia que me separaba de mis compañeras de cabello corto, con cola de caballo o con las trenzas atadas a la cabeza. Al año siguiente, dejé que el período de matriculación se cerrara sin inscribirme en ninguna clase y luego escribí una carta al entrenador, hice las maletas y me dediqué a una serie de trabajos eventuales de esos que no llevan a ninguna parte, en lo que fue el último desvío de mi camino de convertirme en policía.

Buddy murió en un accidente de helicóptero en Tennessee que se cobró la vida de trece soldados. Mi padre no me creyó cuando le comuniqué que no pensaba salir de la academia de policía para regresar a casa y asistir a su funeral. En su mundo, Buddy había sido un héroe noble; en su mundo, yo amaba y admiraba a mi hermano tanto como él. Siguió pensando eso hasta el mismísimo día del funeral.

Aquella noche, al llegar a casa, me encontré un mensaje suyo de ocho minutos en el contestador. El tema central del mensaje era la indignación y, aunque en la llamada había tintes de decepción y algo de melancolía, siempre volvía a la rabia.

Decía que, desde la muerte de mi madre, me había criado sin ayuda de nadie. Nunca se había emborrachado en mi presencia y, más tarde, nunca me había escatimado los cheques que me mandaba para la manutención, aunque yo no le escribiera nunca y apenas lo llamara. Después loaba a Buddy, el héroe caído, y en ese punto se acababa la cinta del contestador y sus palabras se interrumpían.

Fue una lástima que la conversación hubiera quedado en monólogo, porque habría sido la más profunda que jamás hubiésemos mantenido. Pensé en descolgar y llamarlo, pero sabía que mi padre no querría ni podría escuchar todo lo que tenía pensado decirle acerca de Buddy, el noble guerrero, por lo que, finalmente, no contesté a esa llamada y sobre nuestra relación cayó un largo crepúsculo. Y, en última instancia, si su novia no hubiese encontrado mi dirección en una vieja tarjeta de Navidad, no habría sabido siquiera que había muerto, ni me habría encontrado en un vuelo económico atestado de gente de regreso de su funeral.

Al aterrizar, me sentí aliviada de volver a tener los pies en el suelo; estaba agotada por la descarga de adrenalina, y mis ganas de tomarme un whisky se habían multiplicado por dos. Para ir a casa tenía que tomar un taxi, por lo que no había ninguna razón para no hacer un alto en el bar del aeropuerto.

Yo era casi la única persona del local. Una camarera cortó las rodajas de limón con la mirada perdida en algún lugar lejano. Un hombre alto y magro, con un cabello castaño rojizo que le llegaba casi hasta los hombros y barba de dos días, tomaba una copa en la barra.

En vez de sentarme también allí, lo hice en una mesa que estaba junto a la pared para que el hombre preservara su intimidad. Pese a ello, no dejamos de mirarnos el uno al otro, en apariencia de una manera casual. El televisor volvía su cara verde inexpresiva hacia el bar, no había nadie más y era como si ninguno de los dos supiéramos dónde fijar la mirada si no era en el otro. Tal vez captábamos nuestra mutua tristeza.

El hombre se inclinó hacia delante y habló con la camarera. Ésta preparó un whisky con agua como el mío y otro vodka para él. Pagó y llevó las copas a la mesa donde yo me sentaba.

Era bastante atractivo, quizá un poco demasiado delgado. Por sus facciones, habría dicho que era euroasiático, tal vez siberiano. Tenía los ojos algo rasgados, como los de un lince.

—No quisiera meterme donde no me llaman, pero ese vestido que llevas parece de funeral —observó.

Nos presentamos sólo con el nombre de pila. Yo era Sarah, que volvía del entierro de un familiar; él era Mike, que acababa de terminar «una relación muy breve, muy equivocada». No nos extendimos más sobre las circunstancias de cada uno. Tampoco hablamos de lo que hacíamos para ganarnos la vida y al cabo de veinte minutos me preguntó si tenía medio de transporte para volver a casa.

Me acompañó a mi estudio, un cuarto barato en Seven Corners. Dentro, dejé mi sobrio traje negro de funeral y las medias en el suelo junto con sus ropas descoloridas por el sol y sus botas de trabajo.

En esa época vivía con despreocupación y no me resultaban extraños los ligues de una sola noche. Siempre me despertaba justo a tiempo de oír a los hombres que se levantaban para marcharse, pero nunca abría los ojos, con una culpable y huidiza sensación de gratitud porque por la mañana ya no estarían allí.

Aquel tipo pareció esfumarse de mi cama; no lo oí cuando se marchó. Habría sentido mi habitual alivio de no ser por un recuerdo.

En el aeropuerto, habíamos caminado en silencio hasta el aparcamiento para estacionamientos cortos y me condujo hasta su coche, el viejo Catalina de color verde.

—Qué bonito —comenté—. Tiene personalidad.

No replicó nada y me volví para mirarlo. Se había detenido y estaba apoyado en una columna de cemento; tenía los ojos cerrados y la cara levantada hacia el aire que venía de la pista, un aire gélido de enero que olía a combustible de aviación.

—¿Ocurre algo? —pregunté.

—No —respondió, todavía con los ojos cerrados—. Me estoy despejando un poco, para que no nos la peguemos en la carretera 494.

Me acerqué donde estaba y contemplé el avión que se dirigía hacia el noroeste escalando una invisible rampa de aire en el firmamento nocturno. Y entonces dije algo en lo que ni tan sólo había pensado:

—He sobrevivido a toda mi familia —comenté.

—Uf, pues a mí ya me habría gustado —replicó, y yo estaba lo bastante achispada para que sus palabras me hicieran soltar una carcajada frívola y sorprendida. Abrió los ojos, me miró y luego me abrazó con fuerza. Su barba me rascó la mejilla.

Tal vez nuestros comentarios habían resultado demasiado íntimos para la etiqueta que impera en las relaciones de una sola noche, pero no me importó. Ni siquiera me asombró. Alivió una presión que sentía en el pecho que ni tan sólo los Seagrams habían logrado disolver.

Aquella semana, más tarde, Genevieve y yo nos encontramos en el gimnasio, según teníamos por costumbre. En esta ocasión, nuestro recorrido a la sala de pesas se vio interrumpido. Caminábamos junto a las canchas de baloncesto y una voz gritó:

—¡Eh, Brown!

Genevieve se detuvo y se volvió, y yo hice lo propio.

El hombre que la había llamado se encontraba en la línea de tiros libres, flanqueado por tres tipos, todos más jóvenes que él.

—¿Por qué no nos presentas a tu amiga? —gritó.

—Son de la brigada de Narcóticos de la policía del condado —dijo Genevieve—, excepto el más alto de todos. Es Kilander, fiscal del condado.

Levantó la voz.

—¿Te refieres a mi amiga, esta tan alta? —replicó. Y luego, volviéndose hacia mí, añadió—: ¿Quieres conocerlos? Probablemente estén reclutando gente para un equipo o algo así.

Vi claramente que Genevieve era amiga del cabecilla, Radich, que visto de cerca tenía aire mediterráneo, la edad de Gen, un rostro anguloso y unos ojos oscuros de aspecto cansado. Kilander medía metro noventa, tenía el pelo rubio y unos ojos azules limpios y rebosantes de sinceridad como los de un granjero que se ha metido a presentador de televisión. Los otros dos eran de mediana estatura y robustos; uno de ellos, Hadley, era de raza negra y más o menos de mi edad, y el otro, Nelson, era un escandinavo de aspecto militar con el pelo cortado a cepillo y unos inexpresivos ojos azules.

—Es Sarah Pribek; trabaja en patrullas —dijo Genevieve—. Y lo que es más importante, en sus tiempos de universitaria ganó un campeonato jugando de alero.

Los hombres intercambiaron sonrisas.

—En fin —prosiguió Genevieve—, que si queréis ficharla para algún torneo interagencias que tengáis en perspectiva, consideradme su agente.

—¿En perspectiva? —preguntó Radich con aire de inocencia—. Necesitamos a alguien ahora mismo para suplir a Nelson, que nos deja. Y tú también puedes jugar, detective Brown, no faltaría más.

—¿No faltaría más? Y una mierda —replicó Gen.

—Espera —intervine—. ¿Se marcha un chico y necesitáis dos suplentes?

—Es que a mí deben de considerarme media persona o algo así —explicó Genevieve.

—No —dijo Radich—. Ya estábamos jugando tres contra dos. ¿Dónde demonios está Shiloh?

—Aquí —respondió una nueva voz.

Como había estado observando la ácida conversación entre Genevieve y Radich, no había advertido su entrada desde la banda. Me volví para mirar al recién llegado y tragué saliva en un acto reflejo.

En sus ojos de lince no había ni el menor asomo de sorpresa, pero comprendí que me había reconocido. Iba perfectamente afeitado y quise apartar los ojos de su rostro, pero no pude.

—Éste es Mike Shiloh, de Narcóticos. —Radich continuó con las presentaciones—. Y ésta es Genevieve Brown, de la División de Investigaciones.

—Ya conozco a Genevieve.

—... y Sarah Pribek, de patrullas.

—Hola —saludó.

—Van a jugar con nosotros un rato. La última vez Kilander eligió primero, o sea que ahora te toca a ti. ¿Brown o Pribek?

Genevieve me miró y puso los ojos en blanco ante aquel desenlace inevitable.

Shiloh nos estudió de arriba abajo, luego miró de nuevo a Genevieve y movió la cabeza en dirección a Hadley, su compañero de equipo.

—Ven aquí, Brown —dijo al fin.

—¡Mike! —Hadley parecía disgustado. Radich dedicó una mirada algo sorprendida a Genevieve y ésta se encogió de hombros como diciéndole: «A mí que me registren».

Esperé que, con toda la confusión, nadie notara hasta qué punto me había ofendido. Kilander, el fiscal, fue el único que se mantuvo imperturbable y me dedicó una sonrisa como si tuviéramos un gran secreto libidinoso.

Y así empezó el partido. Genevieve se lanzó resueltamente entre nosotros, protegida por Radich, algo lento. Hadley hizo un buen trabajo frenando a Kilander y contrarrestando con velocidad la altura y la habilidad del oponente. Pero el juego fue, sobre todo, cosa de Shiloh y mía.

Tengo que reconocer que era muy bueno; me presionaba en mis torpes movimientos bajo la canasta y no me dejaba salir con comodidad donde pudiera encestar de tres puntos. Conseguí, sin embargo, que no metiese muchos. Los dos equipos fuimos empatados casi todo el partido. Shiloh me marcaba, pero tenía mucho cuidado de no hacerme falta. Finalmente, perdí los nervios y le di un empujón.

Cuando se colocó en la línea y recibió el balón de manos de Radich para lanzar los tiros libres y consumar la victoria, Shiloh no hizo el menor comentario sobre cómo había perdido el control. Sin embargo, cuando todos nos apartamos para que lanzara, Genevieve me susurró al oído, riéndose:

—Le acabas de poner el partido en bandeja. —Era una broma, pero yo estaba enojada conmigo misma.

—A lo mejor falla.

—Shiloh nunca falla —replicó Genevieve en voz baja.

Shiloh aceptó el balón que le tendía Radich, lo hizo botar de esa manera pausada a la que recurren todos los baloncestistas del mundo para perder tiempo, lanzó y la pelota rebotó en el aro.

Reí aliviada y miré a mis compañeros de equipo con aire de triunfo. Shiloh no me hizo ningún caso, pero al final no importó porque su equipo nos ganó por un estrecho margen.

Mientras Genevieve se despedía de Radich, Shiloh se volvió hacia mí desde una distancia de unos tres metros, se detuvo y dejó que Hadley se marchara solo de la cancha. Llevaba la descolorida camiseta verde del equipo de Búsqueda y Rescate de Kalispell, empapada de sudor y pegada a las costillas. Me recordó los costados de un caballo de carreras enfriándose.

—Kilander fue alero en Princeton —dijo.

—¿Sí?

—Sí. Te convendría practicar los pases.

Camino del vestuario, cuando ya nadie nos oía, Genevieve fue menos diplomática.

—¿Qué demonios ha sido eso?

—¿El qué?

—Nunca, en toda mi vida, había visto a dos personas tan competitivas. ¿Conocías a Shiloh de algo?

—¿Y por qué me echas la culpa a mí? —dije, evasivamente.

—Le hiciste falta —replicó.

—Ya le vale, por no haberme escogido para su equipo. ¿Y de qué demonios hablabas?

—No lo sé —Genevieve admitió, pensativa—. En realidad, no es que lo conozca tanto. Nadie lo conoce. A la gente de la división no le cae bien.

—¿Por qué?

—Porque hace cosas como la que te hizo a ti. —Genevieve se encogió de hombros—. Probablemente ni se dio cuenta de que te estaba humillando. —Se inclinó para atarse las botas, con un pie apoyado en el banco—. Por lo que Radich dice, es un tipo competente, pero poco sociable. Radich es su teniente, ¿sabes?

Le di vueltas a esa información.

—Kilander y él tuvieron una historia peculiar, una historia conflictiva. —Precisamente entonces, cuando la conversación empezaba a ponerse interesante, Genevieve cambió de tema—. ¿Tienes turno de noche, hoy?

—No —dije—. Tengo todo el día libre. ¿Por qué?

—Te he dicho muchas veces que has de venir un día a cenar a casa, y ese día podría ser hoy. Mi hija preparará la comida. Ya es mejor cocinera que yo.

Pensé que ya surgiría otra oportunidad de que Genevieve me hablara de Shiloh, pero en los días posteriores no tuvimos ocasión. Lo siguiente que volví a saber de él fue que iban a relevarme de una patrulla para que trabajase una noche con el detective Mike Shiloh en una especie de trabajo de vigilancia.

Llevar ropa de calle. Ésas fueron todas las instrucciones que recibí antes de ir a encontrarme con Shiloh en el depósito de vehículos. Él sólo iba algo mejor vestido que el día que lo había conocido en el aeropuerto y, con un silencioso asentimiento, me pidió que lo acompañara. Tomó un Vega verde oscuro sin distintivos.

—¿Adónde vamos? —le pregunté cuando ya estuvimos en marcha.

—Fuera de la ciudad —respondió Shiloh—. Al país de la anfetamina.

Al cabo de un minuto de que yo decidiera que íbamos a hacer el camino en silencio, prosiguió:

—En realidad, será bastante aburrido. En un pueblo pequeño es muy difícil mezclarse con la gente y pasar inadvertido. Y cuesta aparcar sin llamar la atención. Con una mujer en el coche, podemos ser una pareja que quiere estar a solas.

—Y has pensado en mí.

—No —replicó Shiloh, categóricamente—. Ha sido idea de Radich.

Me pregunté si algún día me perdonaría por haberlo considerado débil y necesitado de compañía. Me pregunté si le había pasado por la cabeza que pudiera estar enfadada porque él también me había visto débil y necesitada de compañía. Tal vez sería mejor evitar mencionar que nos habíamos acostado juntos el resto del tiempo que nos tratáramos. Yo, desde luego, no sacaría a relucir el tema.

—Bien, pues tendré que darle las gracias a Radich —dije.

—Yo no lo haría —replicó—. Lo que vamos a hacer es una tontería. Aburrido, ya te lo he dicho.

—¿Qué te ha pasado en el brazo?

—¿Qué? —Shiloh siguió mi mirada hasta la tirita redonda que llevaba en la cara interna del codo—. He donado sangre. Soy cero negativo, donante universal. Me llaman un par de veces al año y me piden si puedo donar. —Se quitó la tirita, dejando a la vista una piel sin señales.

Con aquello dimos por finalizada la conversación hasta que llegamos a nuestro destino y aparcamos delante de un bar para obreros que parecía muy poco animado.

Shiloh paró el motor.

—¿Por qué aquí? —pregunté.

—Porque los dos tipos suelen venir a este bar. Pensamos que tienen un laboratorio en una casa, carretera abajo. Este lugar es como su oficina. —Hizo una pausa—. Lo cual nos conviene, porque es difícil vigilar una casa de campo sin que te vean. Allí no tendríamos ningún pretexto para aparcar.

—¿Y qué buscamos?

—Algo que nos demuestre que no se trata sólo de dos tipos que pasan demasiado tiempo en el bar. Espero que si nos quedamos algún tiempo allí al acecho, al final descubramos algo. Alguien con quien estemos familiarizados, alguien con antecedentes. Todos estos tipos tienen unos historiales larguísimos. Salen de la cárcel y a los dos días vuelven a estar metidos en el laboratorio. —Shiloh se volvió ligeramente para mirarme y su postura, si no su cara, transmitió interés. Comprendí que se estaba metiendo en el papel. Era una noche de ligue—. Tengo que ver que se relaciona con otros tipos como él. Con eso no basta para conseguir una orden de detención, pero ayudará. —Posó suavemente una mano en mi hombro y me controlé para que no se me notara el efecto que me había producido el contacto.

—Genevieve me ha contado que eres de Utah —dije, para iniciar una conversación.

—Genevieve te ha contado bien —replicó.

—Entonces, ¿eres mormón?

—No, qué va. —Shiloh parecía una pizca divertido.

—¿Por qué te ríes? —le pregunté.

—Mi padre fue ministro de una pequeña iglesia sin adscripción. A los mormones ni siquiera los consideraba cristianos.

—¿Era fundamentalista?

—A la gente le gusta colgar etiquetas —respondió Shiloh tras encogerse de hombros con indiferencia— pero, para mi padre, sólo había dos tipos de personas en el mundo: las ovejas y las cabras.

—¿Sólo esas dos opciones? —No me parecía nada halagüeño, pero yo no conocía la historia del juicio final, según el Evangelio.

—Pues sí, lo siento —dijo en tono burlón y, si lo hubiese conocido mejor, me habría echado a reír.

—Y entonces, ¿qué es lo que te trajo de Utah a Minneapolis? —pregunté para cambiar de tema.

—No fue porque quisiera este destino en particular —dijo.

Durante un rato, me habló de sus años de adiestramiento y de su primer trabajo en las patrullas de Montana, y luego su llegada al este para trabajar en la brigada de Narcóticos, sus años de nómada haciéndose pasar por adicto para comprar droga y detener al camello y otras operaciones encubiertas más complicadas. Sus ojos me dejaban a menudo para observar la calle, pero no traté de ayudarlo en la vigilancia, porque no sabía a quiénes buscábamos. De vez en cuando, Shiloh me pasaba el dedo por el cuello y la clavícula de una manera posesiva y cariñosa. Metido en su papel.

Luego se cansó de hablar de sí mismo y preguntó:

—Y tú, ¿de dónde eres?

—Del norte de Minnesota —le respondí—. Del Iron Range.

Era la respuesta que daba habitualmente a las personas a quienes acababa de conocer. No sé por qué pero, a menos que pensara que la relación iba a durar, rara vez mencionaba Nuevo México, y pensé que Mike Shiloh no entraba en esta categoría.

Pero las siguientes palabras que pronunció me obligaron a desobedecer esta regla.

—Entonces, ¿naciste allí? —preguntó.

—Bueno, la verdad es que viví en Nuevo México hasta los trece años.

—¿Y luego, qué?

—Y luego vine aquí —me limité a decir. No se trataba de que quisiera matar la conversación, porque íbamos a estar allí un buen rato y de alguna manera teníamos que pasar el tiempo, pero creo que el tema de la infancia es como el del tiempo que hace, puedes hablar de él todo cuanto quieras pero no conseguirás cambiarlo.

—¿Por qué? —preguntó Shiloh. No me presionaba. Para los policías, hacer preguntas es algo natural. Las hacen incluso a personas que no son delincuentes ni sospechosas de serlo, de la misma manera que los perros pastores se dedican a agrupar a los niños pequeños cuando no hay ganado a la vista.

—Tenía una tía abuela que vivía aquí y mi padre me envió a su casa. Era camionero y pasaba mucho tiempo fuera, en la carretera. —Hice una pausa—. Mi madre murió cuando yo tenía nueve años. De cáncer.

—Lo siento mucho —dijo.

—Ocurrió hace mucho tiempo —proseguí—. A lo que íbamos; mi padre se preocupaba mucho por mí cuando estaba de viaje y llegó a un acuerdo con mi tía..., con mi tía abuela, quiero decir, para que me instalase en su casa. Supongo que también pensaba que en mis años adolescentes necesitaría una influencia femenina. No lo hizo porque fuera díscola o me hubiese portado mal.

Oh, maldición. Me avergoncé de lo que acababa de decir. Tal vez temía que aquélla fuese la conclusión que él sacase de mi historia.

Mike Shiloh, sin embargo, no notó mi apuro o no quiso darle importancia a mi comentario.

—¿Y vuelves de vez en cuando a Nuevo México? —inquirió.

—No —respondí—. Allí ya no me queda familia. Y los años que pasé en ese lugar parecen muy lejanos. Es como... —me interrumpí, buscando las palabras adecuadas—, es como si todo lo que me sucedió en Nuevo México le hubiera ocurrido a otra persona. Casi como una vida anterior. Ya sé que suena raro pero...

¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué decía aquello?

—Lo siento —susurré—. Estaba divagando. Lo que quería decir —me apresuré a explicar— es que esos años transcurrieron sin acontecimientos dignos de mención. En realidad, en Nuevo México nunca me ocurrió nada.

Sentí que la temperatura aumentaba debajo de mi piel pero, una vez más, Mike Shiloh prefirió pasar por alto mi consternación.

—Te entiendo —afirmó con una sonrisa—. A mí, en Utah, tampoco me ocurrieron demasiadas cosas.

Sus palabras sonaron alegres y desenfadadas, pero me miraba muy serio. No, no era eso. Me miraba como si me calibrase, pero lo hacía de una manera tierna, con una expresión que me hizo sentir...

—Ven, ven aquí-dijo Shiloh deprisa, sacándome de mis reflexiones. Me indicó que me acercara con una seña—. Tengo que mirar por encima de tu espalda y que no me vean, ¿de acuerdo?

Siguiendo sus indicaciones me senté en su regazo. Durante los instantes siguientes fuimos una pareja dándose el lote aparcados frente a un bar. Me pasó los brazos por la espalda y hundió la cabeza en mi hombro.

—Eso es —dijo.

Mis pensamientos sobre lo que estábamos haciendo me impidieron disfrutar de la intimidad del momento. Intenté moverme un poco, parecer natural, sin estorbarle la perspectiva.

—Haz como si no ocurriera nada —dijo en voz baja sin alzar la cabeza—, pero vuélvete y mira a ese tipo de la chaqueta oscura que viene del aparcamiento.

Me volví ligeramente, bajando la cabeza.

—Ya lo veo.

Mientras lo decía, el hombre desapareció tras la puerta doble del bar, que no tenía escaparate.

—Es alguien a quien conozco de Madison —explicó Shiloh-› y cuando digo que lo conozco quiero decir que lo detuve una vez. Por eso no puedo entrar en el bar.

—Pero yo sí, ¿no?

—Sí —respondió—. Entras y te sientas en un sitio desde donde puedas observarlo, y fíjate con quién está para que luego puedas darme una descripción completa. Pero todavía no, espera. Vamos a darle tiempo para que se aposente.

—Muy bien —dije, satisfecha ante la perspectiva de entrar en acción.

—Y de momento, ya puedes volver a tu asiento —dijo.

Me aparté a toda prisa. Si no hubiera estado tan oscuro, me habría preocupado que me viera ruborizada.

Cuando entré en el bar, vi que estaba casi tan oscuro como en la calle. El tipo al que seguía estaba lo bastante cerca de la barra como para que yo pudiera controlarlo desde allí, pero los dos hombres con los que hablaba me daban la espalda.

Después de beber un trago, dejé en la barra la cerveza de barril que había pedido y me acerqué a la máquina de cigarrillos. Hurgué en mi bolso con cara de frustración y me acerqué a la mesa a la que estaban sentados los tres tipos.

—Perdonad, ¿podríais darme cambio de un dólar?

—Lo siento, nena —dijo Madison con frialdad.

—Espera, yo sí tengo —intervino uno de sus acompañantes. Vi que se trataba de un hombre muy alto. Era difícil saber cuánto medía, pero debajo de la mesa sus piernas se extendían un buen trecho.

—Gracias —dije, dejando un gastado billete en la pequeña mesa redonda y tomando las cuatro monedas que me daba.

Volví a la máquina de cigarrillos, compré un paquete de Old Golds y me dirigí al baño de señoras. Pero en vez de meterme en él, encontré una puerta lateral que daba a la calle y salí sin que me vieran desde el bar.

Me detuve junto a la ventanilla del conductor del Vega y Shiloh bajó el cristal.

—Dos tipos rubios —dije—, uno es altísimo, con el pelo largo, los ojos azules, y bien afeitado. El otro es de estatura normal, creo. Se parece mucho a su amigo, aunque tiene el pelo un poco más claro y lo lleva corto. Además tiene un tatuaje en el antebrazo izquierdo.

—¿Con un alambre de espinos?

—Sí —dije, satisfecha—. Los dos van bien afeitados y el alto viste...

—Bien —me interrumpió Shiloh, con un movimiento de la mano—, no necesito saber qué ropa lleva.

—¿Y ahora, qué?

Shiloh movió la cabeza hacia el asiento del acompañante.

—Ahora volvemos a Minneapolis.

—¿Ah, sí? —Estaba decepcionada. Aquello no había sido una noche de trabajo.

—Sí —respondió—. Lo has hecho muy bien.

Al cabo de una semana, Genevieve y yo fuimos juntas al gimnasio. Al llegar al vestuario, quiso saber si me había gustado mi primera noche de vigilancia.

—¿Quién te ha hablado de eso? —le pregunté.

—He vuelto a toparme con Radich. Ya sabes cómo son estas cosas: te pasas varios meses sin ver a una persona y luego te la encuentras dos veces en una semana.

—Estuvo bien. Bueno, aburrido —respondí. A mí no me lo había parecido, pero Shiloh lo había valorado de ese modo y yo quería aparentar hastío.

—Oh, pensaba que a lo mejor te gustaría trabajar en Narcóticos, ya que casi tienes el pie en la puerta.

—Yo no diría que esa vigilancia sea tener el pie en la puerta.

—¿Y la redada?

—¿Qué redada?

—Van a presentarse en el laboratorio —respondió Genevieve, tras estudiar mi rostro—. Radich ha dicho que hablará con tu sargento para pedirle que acompañes de nuevo a los de Narcóticos. Supongo que todavía no lo ha hecho.

—Lundquist no me ha comentado nada.

—No debía habértelo dicho.

—¿Por si Lundquist se niega? No te preocupes, lo superaré.

—Lo más seguro es que Radich todavía no se lo haya pedido. Lundquist no se opondrá. Tiene todo el personal que necesita y para ti será una buena experiencia. Y además, los ayudaste.

—¿Que los ayudé? ¿En qué? Me senté en el regazo de Shiloh y fingí que era su novia.

—¿Te molestó que te pidieran que hicieses eso? Nelson no habría podido hacerlo.

—Para mí no fue un problema.

—¿Shiloh estuvo bien?

—Sí, muy bien. ¿Qué ibas a decir de Kilander y él, la otra noche? —quise saber.

—¿Kilander?

—Acerca de su historia de enemistad.

—Oh, eso. Nada serio —respondió—. No recuerdo todos los detalles, pero cuando Shiloh acababa de llegar procedente de Madison, participó en una especie de redada en un club al norte de Minneapolis. Todo el caso fue un poco irregular. Y terminó con que Kilander tuvo que ejercer de fiscal y supongo que necesitaba que Shiloh se mostrase... —vi que revisaba su lista de palabras suaves y no insultantes— cooperativo en su declaración. No me preguntes los detalles, no los recuerdo.

»A Shiloh el caso no le gustaba nada, decía que no había pruebas suficientes y no estaba dispuesto a modificar su relato para favorecer a nadie. —Genevieve abrió su candado de combinación—. Para Kilander, habría sido tener a un testigo muy poco útil en el estrado. Entonces decidió no llamarlo a declarar y perdió el caso.

—Y la gente del Departamento de Policía de Minneapolis, ¿qué piensa de ello? —Para mí, la opinión de un policía era más importante que la de un fiscal.

—Bueno, como es natural, la historia dio que hablar y así me enteré de ella. Y alguien se agenció formularios de inscripción de la Unión de las Libertades Civiles Americanas y 193 lo envió a comisaría a nombre de Shiloh. Dudo que fuera Kilander, no es su estilo. —Genevieve se ató las botas—. ¿Por qué me lo preguntas?

—Porque siempre es útil estar al corriente de las habladurías del Departamento —repuse, sin darle mayor importancia.

Cuando llegué a la sala de la brigada, había un mensaje de Lundquist, mi sargento. «Póngase en contacto con el teniente Radich», decía.

Si vigilar una casa de campo es difícil, más complicado es colarse en ella. De hecho, como Radich había explicado, no íbamos a andarnos con delicadezas, sino que irrumpiríamos de madrugada. Entraríamos por la puerta sin llamar, con una orden judicial, y los pescaríamos a todos dormidos y desprevenidos.

Eran las 5:25 de la mañana y yo me dirigía hacia Ano— ka en el mismo Vega verde que Shiloh y yo habíamos utilizado la vez anterior. En esta ocasión, iba sentada junto a Nelson. Era del tipo de poli al que yo estaba acostumbrada a tratar, con el pelo cortado al cepillo y expresión contundente. Se relacionaba conmigo como con cualquier otro poli, y además no me había visto desnuda tres cuartos de hora después de conocernos en el bar de un aeropuerto.

Yo había trabajado en patrullas hasta la una de la madrugada y no había ido a dormir ni siquiera unas pocas horas. Que fuera a pasarme toda la noche despierta había sido motivo de preocupación para Lundquist y Radich, pero debieron de leer en mi rostro lo mucho que me importaba ir con los de Narcóticos y, al final, me permitieron participar. En aquellos momentos no tenía nada de sueño, me sentía como si me hubiera tragado varias docenas de avispas con demasiado café solo.

Mientras estaba al lado del coche revisando mi arma, Shiloh se acercó a mí.

—Supongo que debería darle las gracias a Radich por haber vuelto a pensar en mí.

—No, esta vez ha sido idea mía —replicó con tranquilidad—. Mira, quería decirte una cosa...

—Él me lo ha explicado todo —lo interrumpí—. Voy a quedarme detrás de Nelson y lo cubriré, y tú y Hadley iréis delante; él y yo estaremos en la retaguardia.

—No es eso —dijo Shiloh—. Esto es algo que he aprendido de un psicólogo. Si alguna vez tienes miedo, aunque a la gente como nosotros eso no les pasa nunca —hizo una pausa para que comprendiera que era una broma—, pon las manos en el quicio de una puerta, en un coche, donde sea, y entonces imagina que estás dejando tu miedo allí.

Enfundé la pistola.

—Es algo que puedes hacer y que no llama mucho la atención a los que están a tu alrededor —concluyó.

—Gracias —repliqué, lacónica.

La cortesía superficial de mi respuesta no lo decepcionó.

—Con eso no he querido decir que piense que tienes miedo.

—Ya lo sé.

—Tú hazlo como lo hemos planeado. —Miró hacia la casa—. Esto no nos va a dar ningún problema.

Un rato antes, Radich había dicho exactamente lo mismo; ahora Shiloh lo repetía. Pensé que, con tanto estímulo kármico, algo saldría mal.

Dos de ellos dormían en un sofá de la sala de la planta baja. Al oír pasos de alguien que corría, Shiloh y Hadley subieron directamente al piso de arriba. Nelson puso contra la pared al tipo alto del bar y al verlo de pie, mientras lo esposaba, advertí que medía casi dos metros. La otra ocupante del sofá, una veinteañera flaca y rubia, se precipitó hacia la salida más próxima, una ventana.

Antes incluso de que Nelson moviera la cabeza en dirección a la mujer, me lancé tras ella. Era muy rápida y cuando la alcancé, ya había abierto la ventana de guillotina y tenía la cabeza y los hombros asomados al exterior. Cuando la agarré, se aferró con tanta fuerza al borde del alféizar que se cortó y se puso a chillar.

—¡Mira lo que me has hecho, so puta! —gritó mostrándome la sangre de la mano.

—Pon las manos detrás de la espalda, por favor —le ordené.

—¡Quítame las manos de encima! ¡Mira lo que me has hecho, joder! ¡Quítame las manos de encima, mala puta!

—Trace —dijo el sospechoso de Nelson con voz cansina. Distinguía una causa perdida en cuanto la veía. Trace, o más probablemente Tracy, no parecía escucharlo. No escuchaba a nadie. Cuando intenté leerle los derechos, me gritó. Me estaba poniendo nerviosa. Ya que no podía oír cómo se los leía, me pregunté si eso no la exculparía delante del juez.

Por el rabillo del ojo vi a Hadley y a Shiloh, que volvían del piso de arriba con un tercer sospechoso. Yo había conseguido esposar con éxito a Tracy, pero no había logrado que se callara. Empezaba a sentir vergüenza de ser la única que no podía mantener a su sospechoso bajo control.

Justo en ese momento sucedió algo muy extraño. La escalera tenía una de esas típicas barandillas de metal, apoyada en columnas de madera tallada. De repente, un bulto de color bronce cobró vida, y se abalanzó entre los dos pilares, cayendo justo delante de Nelson, que dio un salto extraordinariamente controlado pero no huyó, con sus ojos azul pálido abiertos como platos.

No tuve que mirar al suelo para saber de qué se trataba.

Conocía bien, a causa de mi infancia en el oeste, el sonido de advertencia de las serpientes de cascabel.

Durante una fracción de segundo, todo el mundo se quedó inmóvil mientras el crótalo alzaba la cabeza en señal de amenaza.

Me acerqué, agarré a la serpiente por detrás de su cabeza triangular y le rompí el cuello.

El matraqueo de la cola del animal, que persistió después de su muerte, llenó la casa. Hadley y Nelson me miraron como si acabara de dividir el átomo. Tracy se había interrumpido a medio grito y me observaba boquiabierta. Sólo Shiloh pareció no sorprenderse, aunque me observaba con el brillo de algún pensamiento indescifrable en los ojos.

—Tal vez deberíamos sacarlos a todos fuera —sugirió.

Lo hicimos, pero alguien tenía que volver a entrar y asegurarse de que la casa era segura. Nelson y Hadley no mostraron ningún interés y todos los ojos se posaron en mí.

—Nos has sacado de un buen lío —me dijo Hadley, medio en broma.

—Pues claro —dije—. Soy valiente.

—Iré contigo —se ofreció Shiloh.

No había más crótalos sueltos. Arriba, encontramos el terrario.

En un extremo, una lámpara de calor iluminaba una amplia piedra donde tomar el sol. En el otro extremo había una caja al fresco donde retirarse a dormir. En la arena dormían dos serpientes adultas, enroscadas una al lado de la otra.

—Que Dios me proteja de los camellos y sus malditas aficiones —dijo Shiloh con voz fatigada.

—¿Tendremos que llamar a la protectora de animales? —Me había sentado sobre los talones y miraba un pequeño frigorífico en el que no sólo había ratones muertos, sino también frascos de antídoto.

—¿Bromeas? Esa gente no tocaría nada de esto —dijo—. Creo que tendremos que pedir que vengan los de parques naturales o alguien del zoo, lo que significa que uno de nosotros tendrá que quedarse aquí.

—Ya me quedo yo —afirmé.

—No, Nelson y yo tenemos que recoger pruebas. Tú vuelve a la oficina, abre ficha a los sospechosos y encárgate del papeleo. A Hadley le gustará mucho que regreses en su coche. Creo que está enamorado.

Era una broma pero vi que, de repente, se daba cuenta de lo que había dicho. Sin querer, se había referido a algo que ambos intentábamos olvidar. Habíamos caminado sobre una capa de hielo muy frágil y él acababa de romperla con un comentario inocente. Ambos notamos el agua fría que salpicaba la relación que acabábamos de redescubrir.

Sin embargo, en una cosa tenía Shiloh razón. Hadley me llamó. Salimos como amigos durante seis agradables semanas y lo mantuvimos en secreto ante los demás agentes.

Una noche, me había tocado patrullar sola. Al cruzar el puente de Hennepin, vi una caja de cartón en el paseo de peatones y a nadie junto a ella. Me pareció un tanto extraño y quise ver si contenía algo.

Me acerqué con una cautela que resultó innecesaria. La caja tenía la tapa abierta y dentro, sobre unas páginas de periódico, dormían dos gatitos.

En el último momento, alguien había sentido una punzada de remordimiento y no había podido tirarlos al río. Así las cosas, ellos y su caja pasarían la noche en la sala de la brigada hasta que la protectora de animales abriera por la mañana.

Volví al coche despacio, contemplando el Mississippi y la orilla. En el puente todavía no había tráfico, no circulaban coches hasta donde me alcanzaba la vista. Tuve la sensación de estar en un escenario cinematográfico vacío. Hacia la parte antigua de la ciudad, en los edificios altos, había ventanas iluminadas, y a lo lejos oí la circulación de la 35W, como cuando se escucha la sangre a través de un estetoscopio. Ésos eran los únicos rastros de vida. No era normal, por más que fuera un día laborable a las dos y media de la madrugada. Pero tampoco resultaba inquietante, sino místico.

Mis ojos captaron un movimiento, una figura solitaria a lo lejos.

Era un corredor que avanzaba a largas zancadas, como un atleta en una prueba campo a traviesa acercándose a la meta. Iba por el centro de una calle vacía cuyo asfalto mojado resplandecía en la noche.

Sólo con mirarlo, supe algunas cosas de él: que llevaba corriendo a aquel paso desde hacía un buen rato y que podía mantenerlo bastante tiempo más. Que sentía la energía de correr por el asfalto de una calle que casi nunca estaba vacía. Que era el tipo de atleta que siempre me habría gustado ser, de esos que pueden liberar la mente y correr, perdiendo la noción de las distancias y sin pensar en cuándo se van a detener.

Cuando se acercó, lo reconocí. Era Shiloh.

Pasó justo por debajo de mí y de repente, mientras lo hacía, sonó un estruendo a mis espaldas, dos coches que iban hacia el este y uno hacia el oeste. El momento de quietud había terminado.

Al cabo de unos días fui a almorzar con Hadley y hablamos de nuestra relación. Coincidimos en que en última instancia no iba a funcionar y no sé quién utilizó la frase «a largo plazo», pero creo que fui yo.

No llamé a Mike Shiloh ni me las ingenié para cruzarme con él en el centro de la ciudad.

Tampoco volvieron a pedirme que ayudara a los de Narcóticos aunque Radich pasó por mi despacho a darme las gracias por mi colaboración. El incidente de la serpiente cascabel me había hecho famosa en el departamento por un breve tiempo, pero la sensación empezaba a desvanecerse y yo había vuelto a mis turnos de tarde y noche en la patrulla, durante los cuales nunca pasaba nada.

La primavera llegó anticipadamente y Genevieve se tomó unos días libres para estar con su hija durante las vacaciones de Pascua. Como no tenía compañera de ejercicios en la sala de pesas, me dediqué a correr por las tardes junto al río. Me dije que no estaba eludiendo los partidillos de baloncesto que solían jugar los de Narcóticos, sino que me dedicaba a correr porque hacía un tiempo demasiado agradable para desperdiciarlo encerrada en el gimnasio.

El último medio kilómetro siempre lo realizaba caminando para refrescarme. Eso era precisamente lo que hacía una tarde, poco después de las cinco, caminar y disfrutar del olor de pizza de un restaurante cercano, cuando doblé la esquina de la calle de casa y vi un par de piernas muy largas en las escaleras delanteras. El resto de mi visitante quedaba oculto en el porche, ya que estaba sentado en el escalón superior, pero las botas gastadas me resultaban vagamente familiares, así como también lo era el Catalina verde aparcado en la calle.

Cuando me topé con Mike Shiloh cara a cara por primera vez en dos meses, me alegré de haber reconocido de quién se trataba antes de encontrármelo, porque así me dio tiempo de disimular mi sorpresa.

Dos meses habían transcurrido desde nuestros encuentros y, al verlo, tuve la sensación de que mi memoria no había almacenado correctamente los recuerdos. Examiné su rostro como si fuera la primera vez y me fijé en sus rasgos euroasiáticos, el cabello largo y ondulado que no se había cortado, era evidente, desde la última vez que nos habíamos visto y, sobre todo, su mirada directa e implacable. Dada su posición en el escalón superior, nuestros rostros quedaban casi frente a frente, a pesar de que él estaba sentado.

—He pensado que si tenías turno de tarde, a esta hora ya estarías en casa —dijo a modo de saludo—. ¿Has comido?

—¿Y por qué no has avisado por teléfono de que ibas a venir? —le pregunté.

—Oh, lo siento. ¿Está Hadley en casa?

Mantuvo una expresión absolutamente seria, aunque de algún modo capté que se estaba divirtiendo. Se sentía satisfecho de haber adivinado algo que Hadley y yo habíamos querido mantener en secreto.

—Ya no me relaciono socialmente con el detective Hadley —repliqué, utilizando las palabras más formales que se me ocurrieron y el tono de voz más amable.

—Me alegro de saberlo —replicó Shiloh—, porque el viernes pasado por la noche vi al detective Hadley en el barrio de Lynlake en compañía de una mujer joven. Y, a juzgar por cómo vestía la chica, yo diría que con ella sí que se relacionaba socialmente.

—Pues me alegro por Hadley.

—No has respondido a mi pregunta. ¿Tienes hambre? —Shiloh inclinó la cabeza ligeramente—. Estaba pensando en un restaurante coreano en Saint Paul, pero podemos negociarlo —dijo—. Dependerá de lo que tú quieras.

Advertí que llevaba ya un rato intentando comprender quién era aquel hombre y si me gustaba. No había llegado a ninguna conclusión.

—Antes de ir a ningún sitio —le dije, muy tiesa—, me gustaría hacerte una pregunta.

—Adelante —accedió.

—¿Por qué estabas bebiendo en el bar del aeropuerto?

Mis palabras lo pillaron por sorpresa, por expresarlo suavemente. Lo vi reflejado en su rostro. Se frotó la nuca unos instantes y luego alzó los ojos, me miró a los ojos y dijo:

—Los aeropuertos tienen su propia policía. No quería ir a un lugar donde pudiera toparme con un compañero.

Supe que me estaba diciendo la verdad y que no me había respondido con el cinismo que me habría permitido mandarlo con viento fresco y dejar de pensar en él de una vez por todas.

—Entra un momento —dije—. Tengo que cambiarme.