Capítulo 4

Shiloh era madrugador. Yo, por mi parte, intentaba no acostarme demasiado tarde. Desde que vivíamos juntos, cada uno arrastraba al otro, como las mareas. Yo me levantaba temprano por su causa, mientras que él permanecía despierto hasta tarde por mí. El día que partí hacia Mankato, sin embargo, no me despertó; ni siquiera me di cuenta cuando se levantó.

Al final, las palabras de Shiloh me pesaron en la conciencia —«Eres su compañera»— y acabé siguiendo su sugerencia. Llamé a Genevieve y también hablé con Deborah, su hermana. Todo quedó arreglado: el sábado a última hora de la tarde me presentaría por allí y me quedaría el tiempo suficiente para evaluar cómo se encontraba Genevieve y, a ser posible, animarla un poco. En cualquier caso, intentaría irme antes de que mi visita se hiciera pesada, si no lograba sacarla de su depresión.

Cuando salí del cuarto de baño, vestida y con los cabellos aún húmedos, Shiloh estaba sentado en la ventana de la sala, que tenía una amplia vista al este. La había abierto y la corriente de aire enfriaba la habitación.

Por la noche había llovido. Además, la temperatura había descendido lo bastante como para que cayese aguanieve; se había producido una helada considerable. Por fuera de la ventana se veían las ramas desnudas de nuestros árboles sembradas de carámbanos. Las nieves llegarían al cabo de un par de semanas. Nuestro barrio, entonces, se convertiría en un País de las Maravillas que cualquier escenógrafo del mundo envidiaría.

—¿Estás bien? —le pregunté, movida por su absoluta quietud.

—Muy bien —dijo volviendo la vista hacia mí y bajando al suelo—. ¿Has dormido lo suficiente?

Me siguió hasta la cocina.

—Sí —le contesté. Miré el reloj de la repisa. Eran las diez—. Me hubiera gustado levantarme un poco antes.

—Bueno, tampoco es que tengas una agenda tan apretada. Tienes todo el día para llegar allí, y sólo hay un par de horas de viaje.

—Sí, lo sé. Oye —agregué mientras ponía agua en la cafetera—, todavía estás a tiempo de acompañarme.

—No, gracias.

—Tengo miedo de no saber de qué hablar. Tú siempre te desenvuelves mejor en estas situaciones. Yo soy un desastre.

—Todo saldrá bien —dijo Shiloh rascándose la nuca, gesto que solía hacer cuando reflexionaba acerca de cómo proseguir su discurso—. Se supone que el lunes he de ir a Quantico. No quiero tener que anular el billete si tuviéramos problemas en volver. No es transferible. Ni reembolsable.

—¿Pero qué problemas íbamos a tener? Supongo que cuentas conmigo para que te lleve hasta el aeropuerto.

—No te preocupes por eso. El vuelo sale a las dos y quince. Si no das señales de vida a esa hora, llamaré un taxi.

La cafetera comenzó a emitir sus gorgoteos característicos. A esas alturas ya sabía que sería imposible convencerlo. Cuando Shiloh decidía algo, se le hacía muy cuesta arriba cambiar de idea. Sirvió un buen tazón para soportar el trayecto y me lo tendió.

Una vez en el dormitorio, recogí mi bolsa de viaje de debajo de la cama y revisé el equipaje. Una muda de ropa, algo para dormir, algo para abrigarme si se daba hacer un paseo. Era todo lo que necesitaba, pero cuando la levanté tentativamente, y aprecié la concavidad de su superficie, me di cuenta de que apenas había llenado un tercio de su capacidad. Resultaba ridículo.

Oí que Shiloh se arrodillaba a mi lado en el suelo del dormitorio. Me apartó algunos cabellos de la nuca y me besó.

Fue una cosa rápida. A decir verdad ni siquiera llegamos a desnudarnos del todo.

Muchas cosas habían cambiado en nuestras vidas en el año que estaba terminando: la muerte de Kamareia, la destinación de Shiloh a Virginia, su carrera que a saber dónde lo llevaría después. Supongo que, como yo, sentía que nuestro mundo podía perder su equilibrio. Había sido el primero en hablar de matrimonio, en la misma conversación durante la cual me informó que había pasado las pruebas de la segunda fase y había conseguido una plaza en Quantico.

La propuesta de Shiloh pretendía solidificar al menos una parte de un mundo que se estaba volviendo demasiado fluido. Yo lo comprendí y creí que al considerar el matrimonio estábamos cavando muy hondo en algo que más bien convenía tratar con prudencia.

Sin embargo, acepté y nos casamos igualmente. Desde luego, nunca he sido lo que se llama prudente.

—Esto es por si te quedas más de lo previsto y no podemos despedirnos —dijo, con la respiración aún agitada.

—Sí, adiós —respondí, apartándome el pelo de los ojos.

Shiloh me acompañó a la calle y quitó el hielo del parabrisas del Nova mientras yo acomodaba mi bolsa de viaje en el asiento del acompañante.

—Te llamaré si no puedo llegar a tiempo para llevarte al aeropuerto —le dije cuando se acercó a mí—. Pero seguro que llego. —Abrí la portezuela y le di un beso en la mejilla.

Antes de que pudiera partir, Shiloh tomó mi rostro entre sus manos y me besó en la frente.

—Ve con cuidado —me recomendó.

—Claro que sí.

—Así lo espero. Sé cómo conduces. No me hagas sufrir.

—Me portaré bien —le prometí—. Nos vemos.

La lluvia helada que había caído sobre la ciudad también había afectado a la parte sur del estado. Hube de aflojar la marcha debido a las placas de hielo de la carretera, aunque estaban medio fundidas debido al paso de los vehículos rodados. Puse la radio. El pronóstico meteorológico anunciaba más lluvias en la parte sur de Minnesota, con descenso de la temperatura y heladas nocturnas. Pero por entonces yo ya habría llegado a mi destino. Hacia mediodía, crucé la frontera del condado de Blue Earth.

Por una de esas peculiaridades de la geografía que hacen desesperar a los que acaban de llegar a una zona, Manicato era la sede del condado de Blue Earth, mientras que la ciudad de Blue Earth, cerca de la frontera con Iowa, era la sede del condado de Faribault.

Blue Earth era donde vivía y campaba a sus anchas Roy— ce Stewart, el asesino de Kamareia Brown. Mejor no pensar en ello.

La hermana y el cuñado de Genevieve vivían en una casa rural al sur de Mankato; de hecho, apenas tenían una hectárea de terreno, y no se dedicaban a la agricultura. Era la primera vez que iba a su casa, aunque había conocido a Deborah Lowe durante los días que siguieron a la muerte de Kamareia. Había venido a la ciudad y nos había ayudado a disponerlo todo, echando sobre sus hombros muchas de las pesadas cargas que le correspondían a su hermana.

Su familia, de origen italiano y croata, había llegado a Saint Paul dos generaciones atrás. Los padres de Genevieve pertenecían a la clase obrera y habían sido dirigentes sindicales. Habían enviado a cuatro de sus cinco hijos a la universidad y a otro al seminario. Cuando Genevieve se graduó como policía, los padres aceptaron su carrera del mismo modo que habían aceptado el matrimonio con un negro, del que nacería su nieta mestiza.

Me había enterado de que Deborah había flirteado con la idea de hacerse monja en su adolescencia. Cuando le preguntaron por qué había abandonado su propósito, se limitó a contestar: «Hombres».

Se había graduado de maestra. Empezó en Saint Paul y luego cambió de estado para llevar un tipo de vida que su familia había abandonado hacía casi un siglo.

Ella y Doug Lowe no eran campesinos, pero tenían un huerto y un gallinero que les permitían reducir los gastos y completar sus sueldos de maestros.

Deborah fue quien oyó el ruido del motor y fue la primera en salir a recibirme mientras retiraba mi bolsa del interior del coche, aparcado junto a uno de los manzanos del porche.

Llevaba los cabellos un poco más cortos que Genevieve y era también algo más delgada, pero en lo restante se parecían mucho. Ambas tenían los ojos y el cabello oscuros —Deborah lo llevaba recogido en una coleta— y la tez morena. Deborah bajó la escalera del pórtico seguida de un perro, un corgi de color caramelo con manchas blancas, que ladraba constantemente aunque sin la menor convicción. El animal se detuvo al final de la escalera, satisfecho, para observar desde una posición segura el comportamiento del intruso.

Cuando llegó a mi lado, Deborah me dio un fuerte abrazo, que me pilló por sorpresa, con sus brazos musculosos.

—Gracias por venir —me dijo, separándose de mí.

—¿Cómo está? —pregunté, refiriéndome a Genevieve. En ese preciso instante mi compañera apareció en lo alto de la pequeña escalera y nos miró.

Se había dejado crecer su corta melena negra o, más probablemente, había abandonado el cuidado de sus cabellos desde la muerte de su hija. Los kilos de más que tenía en relación a su hermana no eran grasa, sino músculos trabajados concienzudamente en el gimnasio. Su físico me recordaba las rotundas formas de los ponis que se emplean en las minas de carbón.

Me colgué la bolsa al hombro y me dirigí al porche junto a Deborah. Genevieve me sostuvo la mirada mientras subía los escalones.

Me había imaginado que nos daríamos un fuerte abrazo, pero permaneció tan rígida entre mis brazos como yo había permanecido en los de Deborah.

Desde la habitación del frente llegaban hasta nosotras los sonidos de un partido de baloncesto transmitido por la televisión. Doug, el marido de Deborah, me estrechó una mano en señal de bienvenida, pero no se levantó de su cómodo asiento.

Deborah me condujo al vestíbulo.

—Puedes dejar tu bolsa allí —dijo señalando el interior de una habitación disponible.

Dentro había dos camas gemelas. El edredón de una de ellas estaba ligeramente revuelto, como si alguien se hubiera acostado allí en mitad del día, y deduje que me tocaba compartir la habitación de Genevieve.

Puse la bolsa a los pies de la otra cama. Sobre el tocador, en un marco de peltre a la antigua usanza, había una fotografía de Kamareia cuando tenía unos dieciséis años y que me contemplaba con sus ojos color avellana. Sonreía, reía casi, mientras intentaba retener al escurridizo corgi de los Lowe con la correa. El perro quería escapar, y Kam lo retenía mientras le sacaban la fotografía. Por eso se mostraba tan risueña.

Había visto la misma foto en casa de Genevieve. Me pregunté si ésta la había traído consigo o si los Lowe tenían una copia.

—¿Quieres algo para beber? —me preguntó Deb desde el umbral—. Tenemos Coca-Cola, agua mineral. Cerveza, si no es demasiado temprano para ti. —Era casi la una de la tarde.

—Una cocacola, gracias —dije.

En la cocina grande y soleada de los Lowe, Deborah me sirvió el refresco con hielo. Genevieve estaba tan tranquila que no parecía hallarse en la misma habitación. La miré deliberadamente.

—Bueno —le dije—. ¿Qué posibilidades de divertirse hay en este pueblo?

—Creía que sólo ibas a quedarte un día —respondió Genevieve.

Me ruboricé ligeramente. No sabía cómo comportarme. Había estado buscando una forma de iniciar la conversación y no había acertado. —Hablaba en general.

Cuando fue evidente que Genevieve no iba a responder, Deborah tomó la palabra.

—Si queremos vida nocturna tenemos que ir a Mankato. Ahí está la universidad y, por lo tanto, las cosas que suelen gustar a la gente joven.

—Bares, por ejemplo. Los estudiantes necesitan bares —dije.

—Bares y música —asintió Deborah.

Siguió un momento de silencio.

—¿Cómo está tu novio? No recuerdo su nombre.

No pude sino mirar a Genevieve en espera de que corrigiera a su hermana. Sabía que Shiloh y yo nos habíamos casado. Sin embargo, Genevieve no dijo palabra.

—Es mi marido —aclaré—. Shiloh está bien. —Tomé un sorbo de cocacola y me volví para mirar a Deborah. Estaba claro que Genevieve no tenía la menor intención de contribuir a la conversación.

No es que estuviera catatònica ni nada por el estilo. No, se movía a nuestro alrededor, respondía preguntas, realizaba con presteza algunas tareas. Sin embargo, la vi peor que cuando había vuelto al trabajo en Minneapolis. A la larga, el retiro en el campo le sentaría bien, pero aún no le había dado mucho resultado.

La conversación entre Deborah y yo, sobre todo acerca de la política y el crimen en las Ciudades Gemelas, se prolongó durante otra media hora. Me acabé la bebida. Genevieve se limitó a escuchar. De pronto, Deborah anunció que tenía que corregir unos exámenes. Genevieve y yo fuimos al encuentro de Doug Lowe, que estaba todavía viendo el partido.

Yo también miré durante quince minutos. Siempre había jugado a baloncesto, pero no me interesaba verlo por la tele. Desde que había conocido a Genevieve, ésta tampoco había mostrado la menor inquietud deportiva, salvo cuando se la requería para que jugase. Ahora, en cambio, no apartaba los ojos de la pantalla, igual que Doug.

No pareció importarle mucho cuando decidí salir de la habitación.

Deborah había permanecido en la cocina corrigiendo los exámenes. Tenía uno frente a ella. Sus ojos lo rastreaban, mientras su mano no soltaba un lápiz rojo. Me miró cuando me senté en la silla de enfrente.

—¿Crees que Genevieve está enfadada conmigo? —pregunté.

—Se comporta así con todo el mundo —dijo tras pensar la respuesta mordisqueando unos momentos el lápiz—. Prácticamente habría que darle una patada para que pronunciara una sola palabra.

—Ya. Me lo figuraba. Pero ¿sabes todo lo de Roy ce Stewart en la audiencia?

—¿A qué te refieres?

—Hablo de la identificación de Stewart que hizo Kamareia camino del hospital. El caso se desestimó por mi culpa.

—Sí, ya sé a qué te refieres —contestó Deborah meneando la cabeza—, y tú no tienes ninguna culpa.

—Oh, sí. Si hubiera manejado las cosas de otra manera en la ambulancia, Stewart estaría preso.

Dejó el lápiz sobre la mesa y me dirigió una mirada flemática.

—¿Y si hubieras manejado bien la situación, «bien» para una policía? ¿Le habrías dicho a Kamareia que iba a morir?

No respondí.

—¿Piensas que eso es lo que habría hecho Genevieve de haber estado con ella? —insistió.

—No —contesté, negando con la cabeza.

—¿Lo ves? Y si lo hubieras hecho, entonces sí que Genevieve nunca te habría perdonado. Nunca.

—No me arrepiento de lo que le dije a Kamareia en aquellos momentos —dije lentamente—, pero...

—Pero ¿qué?

—Puede que Genevieve no piense lo mismo.

—Estoy segura de que no te reprocha nada. —Deslizó una mano sobre la mesa hasta apretar mi puño cerrado.

—Bueno, supongo que tienes razón. Discúlpame por haber interrumpido tu trabajo.

—Creo que ella se alegra de que hayas venido —agregó Deborah—. Tendrás que ser paciente con mi hermana.

Alrededor de las diez y media, tras una tarde tranquila, me encontré a solas con Genevieve en la habitación de huéspedes.

Me había desnudado frente a ella docenas de veces en los vestuarios del gimnasio, pero en aquel contexto fraternal, íntimo, me sentí expuesta y avergonzada. Intenté quitarme la ropa sentada en la cama, con la cabeza baja.

—¡Vaya! —exclamé mientras lograba deslizar un calcetín por mi calloso talón—. ¡A las diez en la cama! Ahora sí que estoy en el campo.

—Pues sí —contestó Genevieve como si estuviera siguiendo un guión.

—¿No te aburres de vivir aquí? —la interrogué mientras pasaba mi jersey por la cabeza. Supongo que esperaba una respuesta como ésta: «Sí, me aburro. Estoy pensando en volver a la ciudad».

—Se está bien aquí. Es muy tranquilo —me respondió.

—Sí, desde luego —dije, no demasiado segura, mientras apartaba las mantas para meterme en la cama.

—¿Necesitas la luz encendida?

—No.

Genevieve apagó la lamparilla.

Genevieve tenía razón en una cosa: aquello era un remanso de paz. A pesar de lo temprano de la hora, sentí que el sueño me arrastraba, pero decidí resistir. Quería mantenerme despierta un poco más para advertir cualquier cambio en la respiración de Genevieve. Si se dormía en un tiempo razonable, entonces significaba que las cosas no iban tan mal.

No sé cuánto tiempo pasó, pero seguro que me creyó dormida cuando oí el susurro de sus sábanas y luego los precavidos pasos que se alejaban del dormitorio. Me costó unos minutos comprender que no se dirigía al lavabo. Me levanté para seguirla.

En el vestíbulo se vislumbraba un estrecho haz de luz proveniente de la cocina. Estaba muy claro dónde se encontraba. Caminé con precaución por la alfombra del pasillo, de modo que sólo yo fuera capaz de oír mis pasos. Me detuve en el umbral de la cocina.

Genevieve se hallaba sentada a la mesa donde Deborah había estado corrigiendo los trabajos de sus alumnos, de espaldas a mí. A su lado, una botella de whisky escocés y un vaso donde se había servido dos dedos del licor.

¿Cómo aconsejar a mi propia mentora, comportarme autoritariamente con una figura autoritaria? Deseé volver a la cama sin más.

«Es tu compañera», recordé las palabras de Shiloh.

Entré, pues, en la cocina, separé una silla y me senté al lado de Genevieve. No me miró con demasiada sorpresa, pero en sus ojos distinguí una oscura luz que creí no haber visto nunca antes.

—Ha vuelto a Blue Earth —dijo.

Se refería a Royce Stewart, alias Shorty.

—Lo sé —asentí.

—Tengo una amiga en los juzgados. Me ha comentado que se pasa todas las noches en el bar. Con sus amigos. ¿Cómo puede tener amigos una persona así? —No hablaba de manera farfullante, pero mostraba cierta imprecisión, como si su mirada, su habla y sus pensamientos fuesen ligeramente inconexos.

—¿Qué te parece? —preguntó—. ¿Crees que ellos no saben que mató a una jovencita? ¿O simplemente es que no les importa?

Genevieve tomó un trago un poco más abundante de lo que se suele tomar en el caso de bebidas fuertes.

—Vuelve andando a casa, y siempre muy tarde a pesar de que vive lejos del pueblo, en la carretera.

—¿Recuerdas que todo eso me lo has dicho antes? —me arriesgué.

Sí que se acordaba. Su obsesión por Stewart resultaba comprensible, pero cada ve/, me preocupaba más.

Poco antes de partir, Shiloh me había dicho que la dejara hablar.

—Probablemente irá aceptándolo y con el tiempo lo asumirá. Kamareia está muerta, pero ella sigue viva y es libre... No es algo que se pueda resolver de la noche a la mañana.

Sin embargo, yo tenía una inquietud más inmediata.

—Gen —le dije—. Comienza a preocuparme la manera en que hablas de él.

Genevieve volvió a echar un trago. Por encima del borde de su vaso me lanzó una mirada interrogativa.

—¿No estarás pensando en ir a visitarlo? —le dije.

—¿Para hacer qué? —me preguntó con expresión de franca extrañeza, como si no entendiera lo que yo estaba insinuando.

—Para matarlo. —«Dios mío, no permitas que siembre en su mente una semilla que no estaba antes allí», pensé al mismo tiempo.

—He dejado mi arma de reglamento en la ciudad.

—Pero nada te impide comprar una. O pedírsela a un amigo. Por aquí hay muchísimos revólveres.

—No mató a Kamareia con un revólver —replicó en voz serena mientras volvía a llenar el vaso.

—Esto es importante, caray. No me vengas con ésas. Necesito saber que no irás a por él.

Esperó un momento antes de hablar nuevamente.

—He tenido que consolar a los sobrevivientes de muchos asesinatos. No se consigue nada, ni siquiera cuando atrapamos al culpable. No hay pena de muerte en Minnesota. —Se mostró pensativa—. No creo que matarlo sirviera de nada.

Eran respuestas tópicas y no servían de gran consuelo.

—Pero existe algo que llaman venganza —señalé—. Como por ejemplo la prisión.

—¿Prisión? A la mierda con la prisión. Quiero que mi hija vuelva.

—De acuerdo, comprendo. —Había tanta amargura en su voz que supuse que me estaba diciendo la verdad: no pensaba matar a Royce Stewart.

Genevieve miró el espacio vacío que había frente a mí, como si sólo entonces advirtiera que no me había ofrecido bebida.

—¿Te apetece un trago? —me preguntó.

—No, creo que volveré a la cama.

Genevieve no me hizo caso. Apoyó la frente en sus brazos, que tenía sobre la mesa. Entonces me hizo una pregunta.

—¿Shiloh y tú habéis pensado en tener hijos?

—Eh... hum —respondí intentando evitar el tartamudeo—, sí, algún día los tendremos, en el futuro. —La pregunta me llevó a recordar otra similar, la de Ainsley Carter. «¿Tiene usted hijos, detective Pribeck?»—. Seguramente tendremos uno.

—No —repuso Genevieve, sacudiendo enfáticamente la cabeza como si se hubiera tratado de una pregunta de dos opciones y yo hubiera respondido la incorrecta—. No tengáis uno solo. Tened dos, o tres. Si sólo tenéis un hijo y lo perdéis... ¡Oh, es demasiado doloroso!

—Vamos, Gen —respondí mientras pensaba «Ayúdame, Shiloh». Él habría sabido qué decir.

—Asegúrate de que Shiloh está de acuerdo en tener más de un hijo —insistió Gen, inclinándose hacia mí y aferrando mi brazo con fuerza, casi con fervor proselitista—. Ya sé que no debería decirte esto.

—¿A qué te refieres?

—Debería decir que he sido muy feliz de tener a Kamareia durante el tiempo que estuvo conmigo. Como en el funeral. Cuando muere una persona joven, no se le llama funeral, sino «celebración de la vida». —Sus ojos estaban secos, pero era como si los atravesase una extraña nube—. Pero si pudiera volver atrás, no tendría hijos. No querría traerla al mundo para que acabara de ese modo.

—Pienso —dije, buscando las palabras desesperadamente-› pienso que algún día lo sentirás de otra manera. Quizá no ahora, pero sí algún día.

Genevieve alzó la cabeza y suspiró profundamente. Cerró los ojos y volvió a abrirlos. Parecía más lúcida.

—Algún día es mucho tiempo —contestó. Miró la botella de whisky, la tapó y la apartó.

—Escucha —intervine mientras en mi mente iba tomando forma una idea—. Shiloh se marcha cuatro meses a Quantico. Puedes volver a la ciudad y compartiríamos la casa. Te será más fácil que mudarte directamente a tu piso. —Hice una pausa—. No sería necesario que volvieras al trabajo de inmediato. Y así me harías compañía mientras Shiloh no esté conmigo.

Genevieve no respondió enseguida.

—Además —agregué para hacer aún más convincente la idea—, a él le gustaría verte antes de irse.

Por un momento creí que la había convencido.

—No, no puedo —replicó, sacudiendo la cabeza—. Aún no estoy preparada.

—Bueno, de todos modos la oferta sigue en pie —dije incorporándome. Ella permaneció sentada.

Guardó la botella de whisky y, en lugar de dejar el vaso en la pila junto al resto de la vajilla sucia de la cena, lo lavó y lo metió en un armario. Aquello me hizo pensar que el hecho de beber se había convertido en un ritual que intentaba ocultar a su hermana y su cuñado.

Cuando volvimos a la cama, Genevieve se quedó dormida casi de inmediato, seguramente gracias al whisky. No puedo decir lo mismo de mí. La conversación me había desvelado. Aun así, cerré los ojos confiando en que la anterior somnolencia volviese pronto.

No fue así. Estuve despierta mucho tiempo, tendida en la cama, sintiendo el olor de detergente perfumado que exhalaban las sábanas. En la habitación había un reloj digital de los antiguos, que producía un chasquido cada diez minutos. En la habitación principal de la caravana donde vivía cuando niña había uno igual.

Cuando pasaron las once y media, iluminada por una luz de color naranja, me incorporé y me sorprendió que me llegaran los pies al suelo.

Hacía mucho tiempo que vivía en ciudades y me había acostumbrado a que siempre hubiera algo de luz y un poco de ruido. No había estado en un lugar así desde que vivía en Nuevo México. Descorrí la cortina transparente con una mano. Ante mí se veía el oscuro cielo del campo, que me pareció sembrado de estrellas a pesar de la pálida luz de la luna llena. La última vez que había mirada un cielo así por una ventana semejante, aún no sabía manejar un arma de fuego. Tampoco había tenido dinero propio, ni había compartido la cama con ningún hombre.

Me tumbé otra vez, acurrucándome en la almohada. Deseé la compañía de Shiloh. Si hubiera estado allí podíamos haber hecho algo travieso y adulto para liberarme del miedo infantil que me acorralaba.

Oí un tren a lo lejos. Por la hora, debía tratarse de un convoy de mercancías. Pasaba demasiado lejos como para distinguir su característico ritmo de tres tiempos que marcaba al transcurrir por la vía, pero volví a oír el silbato. Un sonido reconfortante que parecía venir de Minneapolis.

Genevieve accedió a salir a correr por la mañana. Unos tres kilómetros. Cuando volvimos, Doug y Deborah estaban a punto de irse a desayunar con unos amigos. A toda prisa, ella me avisó que había café preparado en la cocina. De todos modos, el aroma perfumaba toda la casa.

Poco antes de que Deborah y Doug se marcharan, me las arreglé para hablar con ellos en la cocina.

—Escuchad —dije con mucha precaución—. Durante la noche he estado hablando con Genevieve. ¿Tenéis alguna arma de fuego en la casa?

—¿Armas de fuego? —inquirió Doug—. No, no soy aficionado a la caza.

—¿Por qué nos lo preguntas? —intervino Deborah.

—Me preocupa Genevieve —dije—. Roy ce Stewart vive demasiado cerca de aquí. A veces temo que vaya a por él.

—No lo dirás en serio —replicó Doug, lanzándome una mirada de incredulidad.

—Bueno —respondí—, quizás estoy un poco paranoica. Son gajes del oficio.

En ese momento entró Genevieve. Guardé silencio. Deborah abrió la nevera y se puso a revisar su contenido.

—Cariño —comentó, dirigiéndose a Doug—. Casi no nos queda cocacola. Cuando volvamos, recuérdame que hemos de comprar más.

Mientras su marido calentaba el motor del coche en el interior del garaje, Deborah me arrastró tras ella.

—Ven un momento arriba conmigo —me pidió.

La seguí hasta el dormitorio. Apartó las perchas del interior del armario y recogió de allí un pequeño bolso de mano que colgaba de una de ellas. Aunque me pareció vacío, a juzgar por el poco bulto que hacía, ella lo manejó con cuidado. Sentada en la cama, abrió la cremallera e introdujo una mano en su interior. Curiosa a causa de tantas precauciones, me acerqué a ella.

—Espero que Doug no sepa que tengo esto —dijo mientras sacaba la mano del interior del bolso—. Por lo menos, Genevieve no lo sabe.

Acto seguido me mostró una pistola calibre 25 de niquelado barato y brillante.

—Cuando empecé a trabajar de maestra en East Saint Louis, la escuela estaba junto a un barrio muy conflictivo.

Me la dio un amigo que vivía por allí. No está registrado a mi nombre... en realidad, tampoco sé a nombre de quién lo está.

Deborah Lowe llevaba una blusa blanca y una falda negra ajustada; se había pintado delicadamente los labios de un color rojo pálido. Me quedé maravillada.

—Vaya con la maestra —dije.

—Sí, ya lo sé. Es horrible. Por eso quería dártelo. Y no sólo por Genevieve. Quiero librarme de esto, y no sé cómo hacerlo —acabó, ofreciéndome el arma.

Se oyó la voz de Doug:

—¡Deb, que llegamos tarde! —gritó.

Cogí el pequeño revólver. Le aseguré que me encargaría de él.

Cuando ellos se hubieron ido, estuve unos momentos más con Genevieve. Intenté interesarla en las noticias y cotilleos del Departamento, por lo menos de los pocos de que me había enterado. La verdad era que siempre había contado con ella para esa clase de cosas. Siempre era ella quien me informaba.

Al irme, Genevieve me acompañó hasta el porche. Me detuve allí.

—Si alguna vez tienes ganas de charlar, llámame. Ya sabes que me acuesto tarde.

—Lo haré —dijo con voz pausada.

—Debes pensar en lo de volver al trabajo —agregué—. Estar ocupada puede ayudarte mucho. Además, te necesitamos.

—Lo sé —respondió—. Lo intentaré.

Sin embargo, pude leer en sus ojos que se hallaba muy lejos, en un lugar oscuro, y que poco podían ayudarla unas cuantas palabras de ánimo.

Las primeras gotas de lluvia salpicaron el parabrisas pocos minutos después de que la casa desapareciera por el retrovisor.

Imaginaba que había salido con tiempo más que suficiente para llegar a la ciudad. Tendría que haberlo supuesto. Siempre surgen imprevistos en la carretera, sobre todo cuando llueve.

Los problemas comenzaron al cabo de unos veinte minutos, en el fangal en que se había convertido la carretera 169. Había caravana. Impaciente, bajé la radio, que de repente me molestó, y subí la calefacción para que el motor no se calentara.

Durante veinticinco minutos avanzamos poco a poco. Al final apareció la causa de los problemas. Era una furgoneta que estaba atravesada en la calzada. Dos oficiales de la patrulla de carreteras la rodeaban. No había heridos. Sólo un contratiempo.

Pasado el tapón, a medida que el tráfico se fue despejando, aumenté la velocidad, a más de ciento treinta por hora, sin preocuparme de la lluvia. Si quería llegar a tiempo de recoger a Shiloh tenía que darme mucha prisa.

Poco después de una hora, llegué a la carretera que conducía a nuestra casa. Era la una menos cuarto. «Bien —pensé—, llegas a tiempo.»Hice bastante ruido al abrir la puerta que daba acceso a la cocina, para que Shiloh me oyera. Pero la única respuesta fue el tic-tac del reloj de la cocina.

—¿Shiloh?

Silencio. Desde donde estaba se veía la mitad de la sala, que estaba desierta.

—¡Mierda! —exclamé. Había pensado en llamar desde casa de los Lowe para confirmar que llegaría con tiempo para recoger a Shiloh. Quizás tendría que haberlo hecho.

Sólo tardé un momento en comprobar que en efecto ya no estaba en casa, aunque me parecía muy temprano. No era posible que ya se hubiera marchado.

Por dentro, la casa mostraba el aspecto de siempre: no demasiado limpia, ni demasiado sucia. Shiloh había puesto un poco de orden. No había platos sucios en la pila y la cama estaba hecha, con la manta india bien puesta por encima.

Dejé la bolsa en el suelo del dormitorio y me dirigí al frente. El gancho donde Shiloh colgaba su llavero estaba vacío. No estaba su chaqueta de diario. Había pecado por exceso de prudencia y se había ido sin mí.

No había dejado ninguna nota.

Por lo general, Shiloh y yo íbamos a la par en lo que respecta a falta de sentimentalismo. Sin embargo, su carácter brusco y su falta de preocupación por las convenciones a veces me sacaban de quicio. Como en esta ocasión.

—Bueno —dije sola y en voz alta—. Que te vaya bien, cabrón.