—Bueno, parece que logramos nuestro objetivo —anunció el soldado Rogers, sacando una pistola de pequeño tamaño del interior de su guerrera negra y apuntando con ella al detective.
Melville le miró sorprendido: el cañón del soldado no dejaba de apuntarle. Con gestos suaves se levantó y sacó un pañuelo del bolsillo del chaleco con el que se limpió la barbilla. No tenía prisa ni ganas de mostrarse agresivo; la experiencia a la que acaba de sobrevivir le había conferido la idea de que cualquier otro enfrentamiento no era tan traumático, como verse cayendo con el único soporte que una fina tela.
—Rogers, no sé qué motivos tendrá para actuar de este modo, pero creo que debe concederme unos minutos de tranquilidad —argumentó el rollizo detective.
El aludido le observó fijamente y Melville pudo ver en su mirada que no parecía haber ninguna amenaza real, pero no podía estar completamente seguro de ello.
—Tengo instrucciones de custodiarlo de regreso a la base —Se sinceró finalmente el soldado.
El detective levantó sus manos en un gesto apaciguador.
—Bueno, la verdad es que esa era mi intención; creo que el almirante Farragut y yo deberíamos tener una larga charla.
Rogers le escrutó con más intensidad, como si de repente se hubiese acordado de algo:
—No va a rendirse, ¿no es así? Insiste en querer ver al Amo del Mundo.
Melville no intentó negar la afirmación del soldado y se limitó a devolverle la mirada durante unos largos minutos de silencio hasta que se decidió a intentar por última vez hacerle ver al militar lo que realmente estaba ocurriendo.
—¿Y si le dijera que la doctora Moreau afirmó estar obedeciendo las órdenes del Amo del Mundo? ¿Que a quien ustedes adoran como a un dios es el responsable de los atentados y de los cientos de ciudadanos muertos, por no hablar de la conversión de los quimeras en máquinas de guerra?
La vacilación se mostró en los ojos del soldado; en el fondo, y a pesar de su aparente ciega lealtad, los recientes acontecimientos estaban cambiando el concepto de infalibilidad en las órdenes del gobernante supremo.
—Quiero descubrir la verdad y el único modo es una audiencia con vuestro gobernante supremo.
El rostro del detective ya había recuperado su natural aspecto risueño; a pesar de la situación, en sus facciones tan solo se percibía sinceridad. El soldado estuvo sopesando las palabras del detective y finalmente, muy despacio, dejó de apuntar al detective con la pequeña pistola. Melville asintió aliviado de no tener que recurrir a la violencia contra el militar.
—¿Conoces al hombre-máquina? Lleva una guerrera negra como la que usáis los militares —interrogó el detective.
—Sé que fue reclutado en el mundo de la superficie por el almirante. Corrían rumores que era una de las mentes más brillantes, llegando a rivalizar con Lindenbrock o la propia doctora Moreau. Su investigación en el uso de componentes artificiales para crear órganos le llevó a adentrarse en una de las minas, pero el techo se desprendió aplastándolo. Para cuando lograron rescatarlo, estaba a las puertas de la muerte. Sobrevivió cambiando casi todo su cuerpo por órganos artificiales que la doctora Moreau creó siguiendo sus instrucciones.
—¿Sus instrucciones? —preguntó Melville.
—Así es. Según dicen, estuvo consciente durante todo el proceso y el dolor le enloqueció. La doctora le acogió bajo su tutela, con la esperanza de que algún día le revelase todos sus descubrimientos y desde entonces se convirtió en una especie de mercenario a sus órdenes. Lleva la guerrera negra como recuerdo a su vida antes del accidente; a pesar de ser un científico, no olvidaba que también era militar; de hecho, hay rumores de que el famoso proyecto en el que trabajaba cuando ocurrió el accidente era la creación de soldados mecánicos.
Aquellas palabras despertaron el recuerdo de la doctora siendo abatida por un disparo. ¿Habría sobrevivido a la mortal caída?
***
Su reacción fue instintiva; ni por un momento se planteó el hecho de que unos segundos antes el soldado Rogers estuviera apuntándole con un arma: echó a correr hacia el centro de la ciudad. Las calles desiertas no parecían augurar nada bueno, a pesar de la derrota de la doctora y su ejército, pero el detective quería asegurarse; no deseaba subestimar la capacidad de supervivencia de la nefasta mujer alada.
Se detuvo unos segundos para orientarse en el entramado de calles; no necesitó volverse para saber que el soldado le seguía los pasos de cerca, alzó la vista intentando recordar la posición de la doctora cuando fue alcanzada en pleno vuelo de huida y desde ahí ver en qué dirección debía seguir. Esperó a que el militar llegase junto a él y ambos se pusieron de nuevo en marcha; Rogers no tuvo problemas para comprobar que se dirigían a la plaza principal. Giraron en dos callejuelas y desembocaron en la plaza, en ella se alzaba la torre principal; estaban regresando a los laboratorios. El regordete detective señaló jadeando una mancha oscura en el otro extremo de la plaza, en las escalinatas que conducían a la Torre del Este; desde esa distancia no era más que una forma indefinida, parecía una muñeca rota sobre una sábana.
A medida que se aproximaban, se fue perfilando y la sábana se definió como las alas extendidas y sobre ellas el cuerpo inerte de la doctora; en su pecho se veía una mancha oscura que ensombreció el rostro del detective, pues correspondía a una cavidad en el abdomen de la doctora. La araña mecánica, como ya había ocurrido con anterioridad, sobrevivió a la muerte del cuerpo anfitrión y sin duda trataría de apoderarse de un nuevo cuerpo.
—¡Maldición! —exclamó rabioso el detective.
El soldado Rogers no parecía comprender el motivo de la rabia del extranjero, la doctora Moreau había muerto. Melville desenfundó su revólver, escrutando todo a su alrededor en busca de algún indicio que pudiera darle una pista del camino tomado por el engendro mecánico.
Un rápido repiqueteo sorprendió a los dos hombres; la araña mecánica surgió repentinamente desde debajo de unos de los vehículos de transporte estacionados en la plaza y saltó sobre el desprevenido soldado, derribándolo. Se desplazó por su cuerpo y al llegar a la altura del pecho alzó sus afiladas patas delanteras. Al no disponer de ningún cuerpo de recambio, Melville había destruido los gemelos artificiales del laboratorio oculto en las minas; la doctora parecía dispuesta a intentar apoderarse de un nuevo cuerpo anfitrión. Sin importarle que no estuviera modificado para recibirla, clavó las patas en el pecho a la altura de los hombros y levantó la cabeza de la araña exhibiendo los colmillos de metal.
John Melville apretó el gatillo de su revólver hasta que vació todo el tambor, las balas únicamente lograron resquebrajar la cúpula de grueso cristal que parecía contener el cerebro; accionó los resortes y aparecieron las ballestas, arrancó uno de los cargadores que contenían las flechas y cogió una en cada mano. Corrió hacia la infernal máquina, levantando las flechas en ambas manos, y descargó repetidos golpes en el mismo punto donde había aparecido la fisura en el cristal; un nuevo crujido expandió la grieta y, cuando Melville se disponía a asestar el golpe definitivo, las patas traseras del bicho mecanizado le golpearon, lanzándolo contra el suelo. Se desprendió de su presa, abandonando todo intento de apoderarse del aturdido soldado Rogers y se lanzó en pos del detective que reaccionó sin pensárselo, levantándose de un salto y exhibiendo las dos flechas en actitud ofensiva. Ante la reacción del detective, la araña giró sobre sus patas y se escabulló en dirección a la torre principal.
***
John Melville se detuvo unos escasos segundos, sin perder de vista cómo la araña mecánica entraba en la torre principal y recargó el tambor del revolver tan de prisa como le permitieron sus regordetas manos. En el instante en que el cierre del tambor emitió su característico sonido, se lanzó en persecución de la máquina y se adentró en la sala de la torre. Por un momento le perdió la pista y no estuvo seguro de qué camino había tomado, hasta que finalmente vislumbró su sombra proyectada en la pared de la escalera lateral que subía circunvalando el tubo magnético. Por lo que sabía el detective, toda la torre había sido evacuada, quedando únicamente ocupada en la última planta donde estaba el laboratorio de Lindenbrock.
Indeciso al principio, subió unos escalones en pos de la araña; sin embargo, esta se movía con agilidad y superaba en rapidez de movimientos al detective, así que este regresó sobre sus pasos al recibidor principal y optó por subir al tubo magnético, que rápidamente le transportó hasta el último piso del edificio. Cruzó el pasillo y buscó un lugar donde resguardarse y enfrentarse a la diabólica máquina arácnida; no llegó a terminar la acción: el zumbido del tubo magnético sonó a sus espaldas y del mismo salió proyectada una sombra dorada que se abalanzó en su dirección. A duras penas tuvo el reflejo necesario para apartarse de la trayectoria; en una retorcida maniobra la araña le había seguido buscando sorprenderle por la espalda.
Giró sobre sí mismo, extendió el brazo con el revólver en la mano y disparó, buscando acribillar la deteriorada cúpula de cristal que resguardaba el cerebro de la doctora Moreau. La araña saltó a su izquierda, esquivando las balas; Melville aprovechó para girar de nuevo y levantar su mano izquierda enarbolando una flecha y la descargó en la fisura del abdomen del monstruo mecánico; con un chasquido la esfera estalló bajo la punta de la flecha y esta se incrustó de lleno en la masa grisácea. La araña saltó varias veces de forma incontrolada, Melville se parapetó detrás de la puerta de acceso al laboratorio; a sus espaldas sonó el murmullo de los científicos que se aproximaban alertados por el fragor de la pelea.
—¡Quédense donde están! —les advirtió, centrándose en el proceso de recargar de nuevo el tambor de su arma.
Sin duda, tendría que pedir al armero de Varós Buda que idease un método más rápido para recargar las balas. En cuanto terminó, salió preparado para responder cualquier ataque.
En el extremo opuesto vio la vacilante araña, que, al verle, intentó arrastrarse hasta el detective en actitud amenazadora moviendo sus colmillos de metal; sin embargo, su avance era torpe y descoordinado, en la parte trasera del cuerpo de la misma sobresalía la flecha.
Melville amartilló el percutor del revólver y descargó varios tiros en el agonizante cerebro de la doctora Moreau; a causa del impacto de las balas, parte de la materia gris salpicó las paredes cercanas y finalmente el engendro mecánico cesó en todos sus movimientos; de los colmillos brotó un reguero blancuzco que formó un charco en torno a la cabeza de la araña. El rechoncho detective bajó el arma y con cautela se aproximó hasta la inmóvil máquina.
—Eso ha sido todo, doctora Moreau —susurró observando el creciente charco blanco.
Enfundó el revólver en la sobaquera y dejó que su cuerpo se relajara. Sus rodillas se doblaron, obligándole a sentarse en el suelo con la espalda apoyada contra la puerta del laboratorio. Su experiencia en las mazmorras de Marruecos había sido dura, pero, por alguna razón, desde la muerte de su mentor Alí Bey el mundo parecía haberse transformando por completo y los casos en los que se había visto envuelto desde entonces daban la impresión de que su realidad se había convertido en un mundo mucho más duro y oscuro. Como si la muerte de su amigo hubiese sido el punto de partida para ese cambio que parecía estar convulsionando su realidad.
***
Se despertó sobresaltado; el recuerdo del vívido sueño que atormentó su descanso revoloteó por su memoria, provocándole un escalofrío: en la pesadilla el cerebro de la doctora Moreau usaba la araña mecánica para atraparle y aposentarse en su pecho, robándole el control absoluto de su cuerpo. Melville se frotó los ojos en un intento de alejar aquella horrible imagen. Se incorporó en la cama que le habían preparado en una de las plantas de la Torre Principal; la penumbra de la habitación le confirmó que el ciclo de luz que desprendían los minerales del techo de la caverna estaba a punto de iniciarse. Se quedó sentado en la cama intentando discernir si debía quedarse y seguir intentando descansar o, por lo contrario, desperezarse y darse una buena ducha.
El sonido de un puño llamando a la puerta del austero apartamento que le habían asignado tomó la decisión por él; cogió una bata de seda que había sobre una silla del comedor y se plantó frente a la puerta.
—¿Quién está ahí? —interrogó sin abrir la puerta.
—El almirante Farragut. Rogers me dijo que deseaba hablar conmigo.
John Melville se rascó la cabeza, confundido.
—Un segundo, en seguida le abro —Corrió de regreso al dormitorio y tan rápido como pudo se desprendió de la bata y el pijama para acto seguido vestirse con sus ropas habituales, que extrañamente tenían el aspecto de haber sido lavadas y remendadas.
Repasó su aspecto frente al espejo líquido incrustado en la pared del pasillo; una vez estuvo seguro de que su imagen era impecable, abrió la puerta del apartamento.
—¿Usted nunca duerme, almirante?
El rostro arrugado del almirante le miró sorprendido.
—¿No será de los perezosos que empiezan el día a media mañana y luego se quejan de que no tienen tiempo para hacer nada? —inquirió con una sonrisa de burla.
—Buenos días para usted también, almirante —exclamó Melville, indicándole que entrara en el apartamento—. Le ofrecería un café, aunque creo que no tienen por costumbre tomarlo, al menos no he sido capaz de hallar algo parecido a una cafetera.
El almirante sonrió de nuevo y de su guerrera sacó un tubo cilíndrico de color plateado, solicitó dos vasos y vertió el líquido negruzco en ellos.
—Es un invento de un escocés, tiene la propiedad de mantener las bebidas calientes. Cuando descubrí que en este mundo no consumían café, no dudé en traerme una máquina para mi uso —Se sentó en la mesa del comedor y tomó un sorbo de su vaso de café.
La curiosidad del detective le hizo examinar el extraño envase en que el almirante trajo el café; la parte superior tenía una tapa que se enroscaba sellando la boca del envase con un tapón de corcho; al retirar la cubierta, comprobó que, aunque la parte externa era de metal, la interna estaba hecha de cristal.
—Lo llamo vaso Dewar, es muy práctico para expediciones muy largas —Tomó otro sorbo y sus facciones se tornaron serias—. Bueno, creo que no tiene sentido que demoremos más el asunto a tratar. El soldado Rogers me ha notificado sus afirmaciones en torno a las supuestas declaraciones de la doctora Moreau acerca de la implicación del Amo del Mundo en toda esta trama de forzarnos a ir a la guerra contra el mundo de la superficie.
Melville no perdía detalle de los gestos del almirante.
—Es mi deber advertirle que de ser cierto se está adentrando en un terreno muy resbaladizo y un enfrentamiento directo con nuestro gobernante supremo podría acarrearle graves consecuencias —afirmó frunciendo sus plateadas cejas.
—Sé de su enfrentamiento con el Amo del Mundo y lo que él le hizo como castigo —dijo Melville sin apartar su mirada del almirante.
***
El almirante Farragut mantuvo la mirada firme sin pestañear durante unos largos minutos de silencio, tomó un nuevo sorbo del café y torció el gesto al comprobar que la bebida ya se había enfriado demasiado.
—No sabe dónde se está metiendo. Al final, el Amo del Mundo siempre encuentra el modo de hacer cumplir sus deseos. Mi oposición a iniciar la guerra contra vuestro mundo tan sólo ha servido para recibir este castigo —Indicó señalando su rostro envejecido—. Que usara a la doctora Moreau para continuar en sus intenciones hostiles contra vuestro mundo es una prueba de ello.
—Una vez fue también el suyo, almirante —apuntilló el detective sin perder de vista la reacción del militar.
James Farragut apretó los labios y asintió en silencio, para luego añadir:
—Vivía en la isla de Menorca, un punto de tierra de no más de cuarenta y cuatro kilómetros de largo y aun así un verdadero paraíso aislado de las conspiraciones políticas que azotan al resto del mundo, o eso creíamos hasta el día en que mi padre desapareció sin dejar rastro; tan sólo una extraña anotación de una misteriosa cueva al pie de la única montaña que hay en la isla, una cueva que nunca logré localizar.
—No recuerdo nada acerca de una libreta; durante la investigación nunca se habló de ello —recordó el detective.
Farragut sonrió con cierta melancolía.
—Nunca se lo conté a nadie, ni tan siquiera a mi madre. Durante años intenté en vano localizar la cueva, hasta que leí la noticia de que una expedición de Hamburgo había desaparecido en el interior de una red de túneles descubiertos en un volcán de Islandia. Entonces comprendí que las leyendas acerca de los reinos perdidos debían ser ciertas y que quizás en ellas estaba la respuesta a la desaparición de mi padre. Me alisté en el ejército y fui ascendiendo en el escalafón de mando hasta que tuve la suficiente autoridad para organizar mis propias expediciones; en una de esas expediciones, cerca de San Crispín en Florida encontramos el túnel de acceso a Quivira y desde allí al resto del reino Agartha. Estoy convencido de que mi padre está vivo en una de las siete ciudades, pero el reino es muy extenso y no sé si lograré encontrarle alguna vez.
Melville atendió la explicación del militar sin interrumpirle y con verdadera empatía. La incertidumbre acerca del destino sufrido por un ser querido era algo que había experimentado en sus propias carnes durante el tiempo en que su hija Sara estuvo congelada en el Tiempo sólido.
Se terminó el café y escrutó al almirante, buscando una señal en la arrugada frente que le indicase el momento para retomar el tema inicial. Sin embargo, fue el propio Farragut quien le salió al paso:
—El Amo del Mundo es un ser muy viejo; es prácticamente inmortal y vive en una cámara secreta que está situada en una galería bajo esta ciudad. El acceso está solo permitido a personal de confianza y a los gobernadores de las siete ciudades, aunque estos sólo acuden a su presencia cuando así lo requiere el gobernante supremo. La puerta de acceso está permanentemente sellada y sólo puede abrirse con la llave de acceso. Una llave con forma cilíndrica a la que llaman Ankh.
El efecto de aquellas palabras no se hizo esperar, Melville se levantó de golpe y rebuscó en el interior del macuto que descansaba apoyado en un rincón del comedor. Segundos después mostró al militar el tubo de metal que le había entregado el hombre-máquina.
—¿Esto? Pero si con ella se abría la puerta del laboratorio secreto de la doctora Moreau.
—Eso creo —dijo el almirante—. ¿Cómo la habéis conseguido?
—Me la dio el secuaz de la doctora, el hombre-máquina que se hace llamar Frankenstein.
—Frankenstein no trabajaba para la doctora. Él recibe órdenes directas del Amo del Mundo.
Melville sostuvo la llave unos segundos antes de guardarla en el bolsillo de su chaqueta.
—Creo que ya he pospuesto demasiado mi visita a vuestro gobernante supremo.
Tomó su levita negra sintiendo renovadas energías para llegar al fondo de toda aquella enrevesada trama. Se colgó el macuto y sonrió a Farragut.
***
Bajaron hasta la entrada del edificio; junto a la escalera había un panel tras una escultura que representaba un ser humano alzando un relámpago en su puño. El almirante accionó un resorte en la nuca y la estatua se desplazó a un lado, al tiempo que el panel también se deslizaba, dejando al descubierto un pasillo que se fue iluminando en todo su recorrido.
—Más allá del pasillo hay una puerta dorada, esta se puede abrir únicamente con la llave Ankh —Le informó el militar.
Por las palabras del almirante Farragut, Melville supo que no iba a acompañarle en su enfrentamiento con el Amo del Mundo y no podía reprochárselo; la última vez que había entrado en ese pasillo le habían robado treinta años de vida.
El detective miró el pasillo y con el corazón algo acelerado se adentró en él. El chasquido de la puerta cerrándose a sus espaldas no era muy alentador y por un segundo sintió deseos de salir de allí, un resquicio de su casi superada claustrofobia. Armándose de valor siguió avanzando por el pasillo hasta llegar a la puerta que Farragut le había mencionado; sacó el cilindro dorado y activó el botón de la parte superior tal y como había procedido al descubrir el laboratorio secreto de la doctora Moreau y, como en esa ocasión, un silbido de vapor precedió la abertura de la compuerta. Apenas se hubo retirado, una fuerte mano surgió del otro lado y lo arrastró al interior de la sala. Cuando por fin pudo ver al desconocido, oyendo cómo esa puerta también se cerraba a sus espaldas, retrocedió un paso aturdido por la sorpresa al descubrir que se trataba del hombre-máquina.
—¡Frankenstein! —En un gesto automático sacó el revólver y apuntó con él la cabeza, único elemento biológico del ser.
El aludido sonrió satisfecho ante la reacción del detective.
—A pesar de las afirmaciones del Amo, no creí que realmente llegase hasta aquí —explicó sin perder la sonrisa.
Melville no respondió; no era la primera vez que subestimaban su obstinación en encontrar respuestas. Víctor Frankenstein le miró fijamente con sus brillantes ojos rojos, luego continuó hablando:
—Sólo porque sigo las instrucciones del Amo voy a responder a la pregunta que no ha formulado pero que palpita en su mente. Sí, yo actúo de intermediario entre el Amo y los gobernantes de Agartha y las misiones más delicadas me son confiadas únicamente a mí.
—Como atacarme por la espalda e interrumpir el proceso de recuperación de Los Perdidos en el Tiempo —afirmó el detective sin evitar que su tono revelase un deje de rabia.
Frankenstein captó el rencor del detective, pero ello no le amedrentó en absoluto.
—Señor Melville, usted y su familia no eran el objetivo. El Amo me indicó cuándo intervenir y cómo golpearle; no deseábamos impedir el rescate, lo que buscábamos era interrumpirlo el tiempo suficiente para que no pudiera rescatar a uno de los apresados.
—El profesor Aníbal Dinkel —sentenció el regordete detective.
—Efectivamente, hace ya muchos años que reclutamos al profesor a nuestra causa. Todo su trabajo se enfocó en crear la tensión necesaria entre su país y las colonias de Nueva Hispania para que desembocase en una guerra.; una guerra que justificase la invasión de nuestro ejército al mundo de la superficie.
—¿Por qué? ¿Por qué esa obstinación en invadir nuestro mundo?
Frankenstein sonrió y le indicó una enorme máquina al otro lado de la sala. En el lado derecho de la misma Melville vio cómo ésta se prolongaba en lo que parecía una vitrina mortuoria en cuyo interior se agitó un delgado brazo conectado a varios tubos de goma.
—¿Por qué no le plantea la pregunta usted mismo al Amo?
Y dicho esto abandonó la sala dejando el detective a solas en la sala del Amo del Mundo.
***
Avanzó con cautela sin dejar de mirar la extraña máquina, en un panel luminoso se sucedían símbolos y dibujos. Algunos de ellos le recordaron los que había visto en las paredes del templo sumergido y en la cueva de la sabiduría. Frente al panel se desplegaba lo que semejaba una mesa y en ella varias hileras de botones en filas; al detective le recordó el modo en que estaban dispuestas las teclas de una máquina de escribir, al acercarse no le sorprendió descubrir símbolos pintados en los botones de la mesa. Unos indicadores se desplazaban verticalmente, algunos parecían mantenerse estables mientras otros en cambio variaban constantemente; al principio percibió un ruido semejante al de un fuelle para avivar el fuego de la chimenea, luego se percató que repetía un ritmo semejante al de la respiración: en el extremo final de la máquina junto a la extraña vitrina alargada un soporte sostenía un cilindro de cristal, en cuyo interior se inflaba y desinflaba un fuelle de color blanco.
—Por fin ha llegado; reconozco que en ocasiones tuve verdaderas dudas acerca de las predicciones de la Esfera de Éter —La voz sonó metálica y desgastada.
El sonido le llegó de todas partes al mismo tiempo; como resultado de ello, John Melville buscó a su alrededor sin llegar a ver a su interlocutor, así que prosiguió su camino hasta la vitrina alargada en cuyo interior había creído ver un brazo moviéndose.
—No ha sido fácil manipular los acontecimientos hasta lograr traerle hasta aquí. Cuando la esfera me mostró su existencia y su herencia genética, no dudé en elaborar un plan para traerle hasta mi presencia. Sin embargo, cada cambio que introducía con el fin de modificar los acontecimientos predichos desencadenaba nuevas variables que me han obligado a ir modificando y adaptando el plan. Tres largos años han transcurrido desde que empecé a manipular el futuro, reclutando al profesor Dinkel.
A medida que se aproximaba, el regordete detective empezó a entrever la verdadera función de la máquina: todo parecía indicar que se trataba de un sistema médico, un aparato que mantenía y regulaba las constantes vitales del ser que había en su interior. Un ser con forma humana, aunque mucho más alto y delgado, permanecía tendido con decenas de tubos conectados a su cuerpo, algunos de ellos salían de su boca y nariz.
—¡Un lemuriano! —exclamó Melville sin salir de su asombro.
—El último de mi especie; el único superviviente en este mundo de la más grandiosa de las especies —entonó el pálido ser con un deje de cierto orgullo.
El cuerpo arrugado del lemuriano apenas se movía. ¿Cómo podía hablar con todos esos tubos saliendo de su boca? Como si hubiese leído su pregunta inarticulada, el delgado ser con dificultad se rascó la nuca de la que sobresalían varios cables eléctricos.
—¡Tan grandiosos como para no tener reparos en construir un arma como el Kraken o llevar a dos mundos a la guerra tan sólo para traerme hasta aquí!
El lemuriano miró fijamente a través del cristal que los separaba. Sus ojos negros y sin retina no lograron amedrentar al detective.
—¿Acaso los humanos no habéis hecho lo mismo? ¡Desencadenar guerras para satisfacer el orgullo personal!
—Y ¿cómo podemos saber que eso no os lo debemos a vuestra intervención? He leído vuestra historia, sé que modificasteis a nuestros antepasados.
El lemuriano permaneció unos segundos en silencio como si estuviera reflexionando las palabras que acaba de pronunciar el regordete detective.
—En realidad, esa herencia genética es la que le hace tan especial. Todo cuanto ha ocurrido a su alrededor conduce a este momento; así lo he planeado y así ha resultado. Nadie más podía hacer lo que tú tienes que hacer.
Melville estudió con detenimiento al lemuriano intentado discernir cuál sería ese propósito.
***
John Melville golpeó la vitrina con furia.
—¿Qué quiere de mí? ¿Qué puede justificar todo el sufrimiento que ha causado?
El lemuriano esbozó algo parecido a una sonrisa o lo que le permitieron los tubos que llenaban su boca y su garganta.
—Vaya al panel de control, deposite su mano en el recuadro de la derecha. El dispositivo detectará su herencia lemuriana y le permitirá manipular los controles siguiendo mis indicaciones —El agotamiento en la voz metálica era cada vez más patente.
El rencor y la rabia hacia el ser recluido en la vitrina no disminuyeron ni un ápice; sin embargo, obedeció la petición. Observó el panel y localizó el recuadro junto a las filas de botones que estaban dispuestos frente a los cambiantes paneles luminosos. Depositó su mano derecha sobre la zona indicada y varias luces de los botones se activaron cambiando de color rojo a verde.
—Pulse el botón de la esquina tres veces —Le indicó el lemuriano.
Melville siguió las instrucciones; uno de los indicadores verticales que mostraba el panel luminoso descendió bruscamente y cambió su color a un rojo parpadeante; John lo observó unos segundos, acto seguido repitió la operación y el indicador recuperó su nivel, cambiando de nuevo al color verde.
—¡No! ¡Siga las instrucciones! ¡Haga lo que le ordeno! —la voz metálica retumbó en la sala.
Melville apoyó de nuevo su mano en el recuadro, provocando que las luces volvieran a su estado anterior.
—¡No!¡No!¡Tiene que liberarme! ¡Liberarme! ¡Acabe con esta eterna agonía! —gritó con desesperación.
Se aproximó a la vitrina, sus ojos se mostraron fríos e insensibles; incluso el propio detective se sorprendió al descubrirse aquella frialdad en su interior.
—A ver si lo entiendo: ¿todo tu diabólico plan, todas las personas que han muerto y sacrificado sus vidas, todo tenía el único propósito de traerme aquí lleno de sed de venganza y de ese modo convencerme de que apague ésta máquina y te deje morir?
—¡Hágalo! ¡Acabe con mi vida! —suplicó el lemuriano—. ¡Ya no aguanto más esta lenta agonía!
Melville meneó ligeramente la cabeza incapaz de sacudirse de encima el estado de aturdimiento en que se encontrada al descubrir la verdad oculta tras los acontecimientos ocurridos en los últimos meses. Incluso, el hecho de que su hija Sara quedase atrapada en el tiempo sólido se lo debía al deseo de morir del lemuriano. El odio que se estaba gestando en su interior crecía de un modo casi incontrolable y estuvo tentado de acceder a la petición, arrancándole la vida, pero una nueva idea surgió en su mente, una que realmente le otorgaría el castigo que merecía el lemuriano.
—Y ¿Nunca se planteó hacerme venir por las buenas y pedirme ayuda sin necesitad de matar a nadie?
—Detective, su camino no es fácil de ver en la Esfera de Éter y nunca obtuve un resultado positivo; el más parecido es el que he seguido.
—Bien, intuyo que la Esfera de Éter es parecida a la Piedra que Muestra de John Dee y que los futuros que enseñan pueden ser alterados. Seguro que creyó que una vez yo estuviera aquí, ya había logrado su objetivo. Pero creo que voy a darle una sorpresa, creo que el hecho de haber viajado a otros mundos entorpece que se vea mi futuro; así que creo que ahora mismo está en mi mano el decidir qué ocurrirá a continuación. Debo confesar que estuve tentado a concederle el tan deseado descanso —dijo Melville sin apartar la vista del esquelético cuerpo del lemuriano.
Dio unos golpecitos al macuto que colgaba de su hombro.
—Verá, al principio los quimeras me resultaron chocantes, pero ahora debo honrar la ayuda que me prestaron desde mi llegada a este mundo.
Rebuscó en el macuto y sonriente exhibió una esfera con un temporizador luminoso.
***
Sopesó el artefacto esférico en su mano, giró el dial y apretó el botón.
—Déjeme adivinarlo: durante su guerra civil fue mal herido, huyó de sus compatriotas, refugiándose en estas cuevas. Para sobrevivir construyó esta máquina a su alrededor para que lo mantuviera con vida, quizás con la esperanza de que con el tiempo los humanos habrían evolucionado lo suficiente como para curar sus heridas —Lanzó la esfera a las vigas metálicas del techo en las que se aferró con el enclave magnético.
Cogió otra esfera y repitió la operación; en su interior el detective seguía asombrado por la calma en que estaba actuando.
—Así que fundó este reino subterráneo y atrajo a humanos para convertirlos en súbditos a los que instruir, con la esperanza de que alguno pudiera curar sus heridas, que seguramente habían empeorado mucho hasta que logró finalizar la máquina que le mantiene con vida —Cogió una tercera esfera, giró el dial, apretó el botón y la lanzó a la viga, las tres en fila—. Para cuando había transmitido e instruido a sus siervos, comprobó que todo había sido en vano, pues ninguno de ellos tenía la suficiente cantidad de herencia genética lemuriana como para usar la máquina que había construido y no le quedó más remedio que seguir encerrado en la vitrina que lo mantenía con vida.
Melville se detuvo, rebuscando de nuevo en el macuto; sacó una nueva esfera, aunque esta era de color plateado; la mostró al lemuriano, comprobando con satisfacción el horror reflejado en el arrugado rostro del ser.
—Exacto, esta es una bomba de Éter, un arma construida por tus súbditos siguiendo tus instrucciones, las mismas que sin duda le diste al profesor Dinkel para que construyera el Disruptor de Éter que explotó en Ciudad Condal —Repitió el mismo proceso que con las anteriores esferas—. Bien, quería provocar mi ira y deseo de venganza para que acabara con su mísera vida, puesto que ha llegado a la conclusión de que quizás deba aguardar otros mil años más hasta que su pueblo sea capaz de curarle. ¿Por eso los experimentos de los gemelos artificiales de la doctora Moreau? Y casi me atrevería a decir que el hombre-máquina es otro experimento para sacarle de su encierro. Pero ¿de qué le sirven si no puede salir de su encierro? ¿O es peor que eso? —Reflexionó sobre ese punto y continuó con sus hipótesis—. ¡Claro, ninguna de las pruebas con sus células ha funcionado! ¡Por eso quiere morir!
Melville se echó a reír ante la ironía, la propia máquina que había construido para salvar su vida se había convertido en su cárcel durante miles de años. Aquel pensamiento le horrorizó y por un breve segundo llegó a sentir piedad por el lemuriano, encerrado y agonizando durante miles de años; sin embargo, el recuerdo de las muertes que se habían producido como consecuencia de sus acciones le devolvieron la frialdad que necesitaba para continuar con el plan.
—Esto es lo que va a pasar: yo me iré de esta sala, las tres bombas explotarán, parte del techo se hundirá, bloqueando el acceso al resto de la sala, es decir, quedará completamente aislado, encerrado para siempre. Cualquier intento de rescate por parte de sus súbditos será en vano, puesto que después de eso detonarán las bombas de Éter, congelando el tiempo en torno a la pared de escombros; así que nadie podrá llegar hasta esta cámara donde permanecerá para siempre, mantenido con vida eternamente por su propia invención.
—¡No! ¡Tenga piedad! ¡No me deje con vida! ¡No! ¡Se lo ruego! —gritó la desesperada voz de metal.
—Adiós, quizás pueda entretenerse mirando su estúpida Esfera de Éter.
Tras cerrar la puerta a sus espaldas, oyó el sonido de las explosiones y los cascotes desprendiéndose del techo. Melville aceleró el paso; un chasquido sonó seguido de una onda que atravesó la puerta y se detuvo unos centímetros después. La pared invisible de tiempo sólido enturbió la imagen de la puerta. Melville parpadeó; la onda se había detenido a pocos metros de donde estaba él. Tocó el muro y sonrió complacido: ya nadie podría llegar hasta el Amo del Mundo.
Colocó varias bombas más con el fin de derruir por completo el pasillo, así, quien lograse apartar los escombros del pasillo se encontraría con un impenetrable muro de tiempo sólido y tan sólo él tenía el único dispositivo capaz de disolver aquel muro.
***
Tal y como Melville había supuesto, el almirante Farragut se ocupó de que no se produjera ninguna revuelta ni guerra civil cuando se hizo pública la noticia de la muerte del gobernante supremo. Los gobernantes de cada ciudad promulgaron unos días de luto en memoria del Amo del Mundo y aceptaron el deber de conducir el reino de Agartha a un nuevo futuro sin la opresiva mano del desaparecido gobernante.
Melville descansó tres días en el apartamento de la Torre en Shambala. Finalmente, recogió sus pertenencias para regresar al mundo de la superficie. Cuando sus pies volvieron a pisar la suave hierba de San Crispín, sus pulmones se llenaron de la brisa marina de la costa cercana y sus ojos se abrieron al cielo azul; el detective se dio cuenta de que durante su período bajo tierra se había sentido en un permanente desasosiego y nerviosismo, como si estuviera en un permanente estado de leve claustrofobia y ahora, de nuevo al aire libre, era consciente de ese estado en el que se había visto sumido.
—Cada dos o tres meses yo también regreso a la superficie para cargarme de energía —La voz del almirante sonó melancólica.
Melville se volvió, el almirante James Farragut le tendió la mano y éste la aceptó gustosamente.
—Ahora les queda un largo camino hasta que se acostumbren a no depender de los dictados del gobernador supremo —afirmó el detective.
—Así es, y les he propuesto a los gobernadores que eliminen el cargo. Creo que con suerte lograremos extender la idea de que no puede haber nadie por encima de otro ser; será duro para los quimeras, pero sé que lo lograremos.
El recuerdo de T'Challa y N'Ibiri acudieron a la mente de John Melville; por suerte, a pesar de todo, su sacrificio no había sido en vano y los restantes quimeras dejarían de ser tratados como esclavos. Que fueran creados en un laboratorio no implicaba que no tuvieran los mismos derechos que cualquier otro ser vivo.
"Ser vivo."
Él había enterrado vivo a uno. Melville sacudió su cabeza, las acciones del lemuriano no podían quedar impunes y debía pagar por ello. Acciones. En su mente apareció la imagen del otro implicado, el hombre-máquina.
—¿Qué ha sido de Frankenstein? ¿Lo han visto?
El almirante ladeó la cabeza, buscando en su memoria el último informe que había recibido.
—Por lo que sabemos, huyó tras permitirle a usted entrar en la cámara del Amo del Mundo. Una de mis patrullas informó de que creyeron verlo por los túneles que conectan con el polo norte. Vestía un grueso abrigo y no dejaba de gritar: ¡Te encontraré, por supuesto que sabré hallarte! ¡Acaso crees que soy estúpido!
Melville frunció el ceño preocupado; el hombre-máquina parecía como si hubiese enloquecido, pero no daba esa impresión la última vez que lo había visto.
—Según cuentan en el informe, parecía estar hablando solo —añadió el militar.
Unos tímidos pasos sonaron a sus espaldas; cuando se volvieron se encararon con la figura de Daniel Cortés.
—Todo está listo, agente Melville. El transporte saldrá en unos minutos —anunció el recién llegado.
—"Agente Melville" —rió el almirante con sorna—. Creí que dijo que actuaba por su cuenta.
El detective frunció el ceño y miró fijamente a Daniel Cortés.
—Soy detective privado y de vez en cuando actúo como agente libre —replicó Melville, guiñando un ojo al militar.
Daniel parecía consternado y quería hablar sin llegar a atreverse. Melville lo escrutó y con un gesto le ánimo a hablar.
—Verá, señor Melville, he recibido un telegrama de la Duquesa. Su regreso a Ciudad Condal ha sido pospuesto.
El detective se encaró con el agente de la policía portuaria.
—¿Cómo que pospuesto? ¿Qué demonios está diciendo?
—Verá, han sucedido unos extraños asesinatos en Dunwich y la Duquesa quiere que acuda a investigarlos.
—¿Dunwich? Pero eso está en Nueva Britania. ¿Qué pinto yo allí? —inquirió el detective.
—Por lo visto una de las víctimas es el embajador de Nueva Hispania.
Melville arqueó sus pobladas cejas y suspiró resignado; el almirante se despidió saludándole sonriente.
—Bien, ¿cómo llego a la estación de tren? —preguntó finalmente.
—Señor, no hay tren hasta Dunwich. Le están esperando en el zepelín.
Los ojos de Melville se desorbitaron al oír nombrar la máquina que más pánico le creaba y negó repetidamente.
—Prefiero cruzar el continente a pie antes de montarme de nuevo en uno de esos trastos. Si la naturaleza hubiese querido que volásemos, nos habría hecho crecer alas —profirió indignado, sin dejar de negar con la cabeza.
Daniel sonrió al ver cómo lentamente el detective cedía y subía al carruaje que le iba a conducir hasta el aeródromo de San Crispín.