Ya le había ocurrido, y esta vez no fue diferente: el mareo se apoderó del detective, que apenas fue capaz de dar un sólo paso recto. Un extraño olor le asaltó, acentuando sus nauseas. Poco a poco, sus ojos fueron recuperando la visibilidad tras el deslumbramiento provocado por el salto.
Por un instante pensó que allí encontraría a su profesor Karen, pero en el laboratorio de ciencias no había nadie. Cogió el zurrón en cuyo interior llevaba sellada La Caja de Pandora y lo depositó sobre la mesa, momento en que se dio cuenta del desacostumbrado cúmulo de polvo que parecía haber ella. Melville sabía que el Javier Karen de su mundo no era un obsesionado de la limpieza, pero en ninguna de sus visitas recordaba haber visto aquella dejadez.
¿Quién sabía que podía haber pasado durante su ausencia? Siguiendo el ritual que de tantos apuros le había librado, palpó las ballestas y la sobaquera, asegurándose de que no estaba desarmado. Un último gesto le permitió verificar que el Resonador estaba a buen recaudo en su bolsillo.
Se acercó al ventanal y la imagen que éste le mostró no fue muy alentadora: el campus estaba desierto y su aspecto se mostraba tanto o más descuidado que el laboratorio. Salió al pasillo, donde siguió sin poder ver ni un sólo alumno.
"¿Qué puede haber pasado?"
Bajó los escalones de la entrada de la Universidad. El resultado de salir al exterior no fue más reconfortante que lo que había visto desde el interior del edificio. No se trataba únicamente del campus universitario, toda Ciudad Condal mostraba un aspecto abandonado y con la mayoría de los edificios destruidos.
"¿Estamos en guerra?"
El detective rememoró que el día en que tomó el tren en dirección a Varós Buda las noticias no eran muy halagüeñas. El gobierno Hispánico no estaba reaccionando muy bien ante las demandas independentistas de Nueva Hispania en el Nuevo Mundo. Avanzó con precaución. El silencio reinante era aterrador, no se oían ni insectos ni aves.
La destrucción había alcanzado toda la ciudad, no parecía haber ni una sola zona que no se hubiese visto afectada. Melville se acercó a examinar el destrozado escaparate de una tienda cercana. Las evidencias eran que el local había sido asaltado. Varias piedras en el interior de la tienda demostraban que aquellos daños no habían sido provocados por la detonación de una bomba, sino más bien por la acción de grupos vandálicos.
La imagen de las personas enloquecidas por la acción de las ondas de La Caja de Pandora le asaltó a la mente. Sin duda, un artefacto como el que planeaba construir John Dee hubiese conseguido resultados similares a los que estaba viendo.
El ruido de un casco de caballo a sus espaldas le obligó a girarse en actitud defensiva. No había nadie. El ruido se repitió de nuevo.
A varios metros, divisó un carruaje volcado y algo que identificó como un caballo. Intrigado por el origen del ruido, se acercó al vehículo. La rueda que sobresalía tenía varios radios fracturados. El cuerpo del animal parecía estar en un arco imposible.
El ruido sonó más fuerte y, sin dudas, era un casco del caballo. Pero el corcel tenía que estar muerto. Incluso desde esa distancia podía ver los síntomas de la putrefacción. Posiblemente llevaba muerto varios días.
El golpe sonó más próximo y, esta vez, se le añadió el ruido de algo viscoso. Sin duda, algún tipo de alimaña estaba dando buena cuenta de las tripas del animal.
John Melville accionó los resortes y las dos ballestas salieron de su escondite. Rodeó el carruaje y se enfrentó al espeluznante panorama. El caballo, aunque llevaba días muerto, agitaba sus patas, intentado enderezar la mitad delantera de su cuerpo partido. Frente a él, un hombre de ropas harapientas tiraba de las tripas del animal, provocando el ruido viscoso.
El horror de semejante espectáculo dantesco obligó al detective a retroceder aterrorizado, sin poder evitar chocar con una roca y perder el equilibrio, cayendo sobre su trasero. El ruido de su caída llamó la atención al desaliñado hombre, que se volvió a investigar. Su rostro demacrado mostraba los mismos síntomas de avanzado estado de descomposición. Se irguió y avanzó en pos del aturdido detective.
***
El horrendo rostro del hombre harapiento hacía extrañas muecas, abriendo y cerrando la boca, pegando dentelladas al aire. Melville se empujó hacia atrás en un intento de aumentar la distancia entre el putrefacto hombre sin perderlo de vista. Su espalda chocó contra un muro parcialmente derruido. Se incorporó tan rápido como fue capaz y salió corriendo saltando entre los cascotes. Su cerebro estaba encajando algo que había descartado al llegar allí y eso era el nauseabundo olor que le había dado la bienvenida.
Corrió sin detenerse. Nunca en su vida había visto nada semejante a lo que acaba de presenciar.
Tropezó con varias piedras, perdiendo de nuevo el equilibrio y cayendo de bruces.
"¿Dónde estoy? ¡Éste no puede ser mi mundo!"
Un extraño gorjeo sonó en la lejanía. El detective se incorporó e intentó ubicar su posición. La destrucción de su entorno no le había permitido orientarse. Su respiración agitada le estaba avisando de que corría el riesgo de hiperventilarse. Sus negros ojos detectaron elementos familiares, fruta esparcida por el suelo, tablas con letras rojas, flores pisoteadas y palomas muertas.
Estaba en las Ramblas, pero no en las Nuevas Ramblas sino en las viejas Ramblas. De haber aparecido en su mundo, tendría que estar dentro del Éter Sólido, atrapado.
Un cierto alivio le recorrió su alma. A pesar del escalofriante mundo en el que se hallaba, era un alivio saber que no era el suyo, y que sus temores de una guerra mundial habían sido infundados.
El gorjeo sonó más cerca, acompañado del ruido de pies arrastrándose, lento pero constante.
"¡La Caja de Pandora!"
El zurrón donde la llevaba lo había dejado en la mesa del laboratorio de la universidad.
"¿Por qué el profesor me diría que ese era el símbolo de mi mundo si me ha llevado a este infierno?"
El ruido de los pies arrastrándose resonó en varios sitios a su alrededor y, en ese preciso momento, los descubrió arrastrándose entre las piedras y los escombros, rodeándole. Al principio, contó unos diez. Pero el número aumentaba a cada segundo que pasaba, todos con sus cuerpos descompuestos y sus rostros demacrados. Sin un atisbo de consciencia o inteligencia, tan sólo avanzaban pegando dentelladas al aire. Algunos presentaban mordiscos y heridas mortales de necesidad. Era imposible que siguieran con vida.
Tampoco tuvo ganas de descubrir cómo era posible o qué es lo que había pasado en aquel mundo. Tenía que salir de allí cuanto antes. Saltó por encima de los restos de un puesto de venta ambulante y, a la carrera, se alejó de las Ramblas, con la idea de regresar a la Universidad y recuperar el zurrón.
Esquivó varios escombros, sin dejar de oír el constante gemido que iba tras él, generado por una marabunta implacable, pasando unos por encima de otros con el sólo objetivo de darle alcance.
Dando las zancadas tan largas como sus cortas piernas le permitieron, subió los escalones de entrada al edificio principal de la Universidad. A pesar de la ventaja que les llevaba, no podía permitirse despistarse ni un segundo, pues a ese ritmo lo acorralarían en el interior de la Universidad. Aceleró el paso y entró en el laboratorio de ciencias donde, por suerte, el zurrón permanecía. Se acercó a la mesa pero, antes de llegar a ella, una deteriorada mano se apoyó y la usó de punto de apoyo para erguir a su dueño.
Melville sintió desfallecer todo su espíritu. Su corazón se detuvo en seco y necesitó asimilar lo que estaba viendo antes de reanudar con sus palpitaciones. Frente a él, e interponiéndose en su camino para recuperar el zurrón, se había erguido una putrefacta y babeante versión del profesor Javier Karen.
***
Actuó por puro instinto, ya había tenido más que suficiente de aquel horrendo mundo. Tocó el diamante del brazalete y dio un paso atrás para alejarse del engendro. Deslizó su dedo por los símbolos, hasta detenerlo en el correspondiente a su mundo. Se produjo el destello blanquecino pero, cuando se disipó, no había cambiado nada. Seguía en el interior de la universidad de aquel mundo muerto. El cadáver andante mantenía su constante avance. Echó un vistazo al zurrón y descartó intentar recuperarlo. Por muy lento que pudiera parecer la esquelética versión del profesor Karen, las incesantes dentelladas que daba al aire dejaban claro cuál sería su reacción si se acercaba.
Salió del laboratorio y se dirigió a la salida Este del edificio. No podía retrasarse más, la marabunta de los muertos andantes se estaba acercando y no tardarían en rodearle. Corrió por los pasillos, donde se percibía la misma destrucción que había visto en toda la ciudad. Fuera lo que fuera lo que allí había ocurrido, sus efectos eran peor que lo que había visto con el Kraken o La Caja de Pandora, y esperaba no tener presenciarlo nunca más.
En los escalones de salida se detuvo en lo alto, donde tenía el camino libre. Accionó de nuevo el diamante y deslizó el dedo sobre los símbolos. El efecto que obtuvo fue el mismo: se produjo el fogonazo pero no había abandonado el mundo de los muertos.
La fuerte impresión de ver al profesor como un engendro desprovisto de alma le había hecho olvidar un descubrimiento que podía explicar por qué no había funcionado el brazalete las dos veces que lo había intentado.
"El Éter Sólido"
Tenía que alejarse de toda la zona que en su mundo había quedado atrapada dentro del Éter solidificado. El brazalete usaba La Dama Azul, cuyo núcleo contenía Éter líquido para generar la brecha entre los mundos pero, sin duda, no era capaz de hacerlo en la zona del Incidente Temporal. Quizás aquel mundo era el más próximo al suyo y por ello el rebote con el Éter petrificado lo desplazaba hasta allí. Un fuerte escalofrío recorrió su ser, al pensar que ese mundo de muertos vivientes pudiera ser el más cercano al suyo.
El ruido de cristales rompiéndose le alertó. Ni siquiera se volvió a comprobar si eran los necróticos seres. Descendió los escales y corrió en dirección al Paseo de Gracia.
En su carrera tuvo que detenerse a buscar elementos que le pudieran guiar entre todo aquel caos de edificios derruidos y vehículos destrozados. Intentó que aquellas paradas fueran lo más breves que pudo, alejándose de cualquier zona estrecha o con poca visibilidad. Corrió sin descanso, intentando alejar un pensamiento que se le había colado en su mente desde que había visto a la cadavérica versión del profesor. En alguna parte de la ciudad había una monstruosa versión de su amigo Alí Bey, o de su hija Sara, y la más aterradora, en algún punto podía encontrarse con una copia de sí mismo en versión muerto viviente.
Quizás fuera capaz de rematar a una de aquellas cosas, aunque tuviera el rostro de su amigo, o incluso de sí mismo. Pero no estaba seguro de poder hacerlo si el rostro deformado era el de su hija Sara.
Jadeando, alcanzó el inicio del Paseo de Gracia. Sabía que llevaba unos minutos fuera de la zona del Éter sólido, pero prefirió seguir hasta allí, ya que aquella era una zona que conocía perfectamente y en seguida sería capaz de descubrir si realmente había logrado regresar a su mundo.
Tocó el diamante y deslizó los dedos. El fogonazo lo deslumbró durante unos segundos. Luego, poco a poco, fue recuperando la vista.
***
El regreso no fue distinto a como había sido en las anteriores ocasiones. El mareo y las nauseas siguieron al destello de luz blanquecina. Retrocedió unos pasos, intentando atisbar de algún modo una sola pista que pudiera confirmarle que no permanecía en el mundo de los muertos vivientes. Perdió el equilibrio y se vio obligado a sentarse. A la vista de cualquier espectador ajeno éste se habría llevado la impresión de estar frente a un borracho.
Melville luchó por permanecer con los ojos abiertos. La primera impresión era que la avenida parecía estar en perfecto estado. El ruido de cascos de caballo y el murmullo de gente que se aproximaba fue un alivio. Definitivamente no había regresado al mundo de los muertos. Con la angustia alejada de su corazón, se permitió tomar un respiro. En el fondo, haber dejado La Caja de Pandora en ese lugar podía resultar positivo. Aunque alguien como John Dee lograse cruzar la ciudad muerta y recuperarla, él tenía la llave que abría el candado y las cadenas de titanio.
A medida que el tiempo transcurría, su mente se iba aclarando y las nauseas remitían.
—¡Vaya, vaya! ¡Mira a quién tenemos aquí! ¡Nunca pensé que le vería en ese estado! —La risotada que siguió identificó a su interlocutor sin posibilidad de error—. No negaré que siento cierta satisfacción al cumplir con mi deber. En virtud de la ordenanza 8/8/1871 queda arrestado por escándalo público y embriaguez.
John Melville Salas no tuvo ni fuerza ni ganas de oponer resistencia, sobretodo sabiendo que el comisario Palcells estaría más que ansioso de que el detective le diera más cargos que añadir a los que ya había pronunciado el agente.
Las rudas manos del comisario lo voltearon sin contemplaciones y le obligó a dejarse esposar. Con paso vacilante, se dejó conducir hasta el carruaje policial, en el que subió ayudado por un generoso empujón del comisario.
En el interior del vehículo, y cuando tuvo la certeza de que nadie lo veía, se aseguró que en su bolsillo aún estaba el Resonador. Que Palcells lo encerrase por presunta borrachera y escándalo público no era ningún inconveniente. La noticia no tardaría en llegar a los oídos de La Duquesa y en unas horas estaría fuera del calabozo.
El traqueteo del carruaje a vapor no fue muy prolongado y fue un descanso para el detective. Por muy avanzados y seguros que fueran, no lograba sentirse a salvo en esos vehículos.
La comisaría de la Vía Layetana era uno de los nuevos edificios que estaban dando forma a la nueva calle. Un proyecto inicialmente diseñado treinta años atrás pero que el Incidente Temporal había reactivado, en ese afán por ocultar la zona cero del desgraciado accidente. La construcción del edificio de la comisaría no se había finalizado, pero aun así sus instalaciones ya estaban en uso. La creciente población de la ciudad estaba obligando a abrir rápidamente nuevas comisarías en las cada vez más numerosas barriadas, que acaban por convertirse en pequeños pueblos dentro de la propia ciudad.
Cuando las verjas de acero se cerraron a sus espaldas, Melville no pudo evitar sentir un escalofrío al rememorar su estancia en los calabozos de Marruecos. La risa del comisario resonó por todo el pasillo mientras se alejaba de allí. Melville no podía reprocharle la aversión que sentía hacia su persona. En su carrera como detective, en más de una ocasión había dejado en entre dicho la eficiencias de los cuerpos de vigilancia de la Ciudad Condal y eso había provocado aquel rencor en el comisario.
—Bueno, si eso lo hace feliz —murmuró para sí, tendiéndose en el camastro de la celda.
Al fin y al cabo necesitaba descansar y reponerse del constante ajetreo de los últimos días, y olvidar todo lo que había visto y lo cerca de morir que había estado en demasiadas ocasiones en poco tiempo. Un día encerrado en el calabozo le daría la tranquilidad que necesitaba. Cerró los ojos y trató de dormir.
***
Tumbado en el catre, se desperezó feliz de haber logrado dormir ocho horas de un tirón. Al principio creyó que la ansiedad por rescatar a su hija no le iba permitir descansar como era debido, pero por suerte no fue así y el agotamiento había logrado vencerle.
Comprobó que el brazalete y el Resonador seguían en su poder. Ahora ya sólo era cuestión de hacer los preparativos para iniciar la operación de rescate.
"Le he mandado a esta ciudad, en esta fecha concreta, porque va a suceder algo importante y es vital que usted esté allí."
Las póstumas palabras de su apreciado amigo Alí Bey volvieron a su mente, obligándole a replantearse el significado de ellas. Melville sabía por la afirmación de Eric Magnus que su mentor había tenido acceso al Cronovisor de Los Custodios de Dios. Incluso que lo manipuló para que pudiera atisbarse el futuro. No era descabellado pensar que el ruego en la carta para que visitase Varós Buda aquel ocho de mayo fuera debido a que lo que le mostró la máquina era que hallaría el modo de rescatar a su hija. Quizás no eran más que ideas suyas pero, conociendo a su mentor, no podía descartar aquellos pensamientos sin creer que la verdad se acercaba mucho a ellos.
El rechinar de la puerta de hierro de los calabozos le anunció que la visita que estaba esperando ya había llegado.
—¡Abra inmediatamente la celda! —La fuerza de la voz femenina confirmó la presencia de la Duquesa.
Melville abrió los ojos sonrientes, al ver por fin una cara familiar y no una versión alternativa.
—¡John! ¡Creíamos que le habían secuestrado en tierras húngaras!
La visión de la esbelta y alta mujer le reconfortó quizás más que sus palabras. Sin duda estaba en el mundo y en el tiempo correcto. Se incorporó en el camastro, aunque permaneció sentado en él. Necesitaba degustar aquellos instantes, antes de que todo volviera a acelerarse. En el momento que le relatase a la Duquesa los acontecimientos que había vivido, todo volviera a tener el ritmo frenético de siempre, y deseaba poder disponer de al menos unos segundos más de esa calma.
—Es una larga historia. Pero antes, necesito hablar con el profesor Karen —explicó el detective, intentando que su corazón no se desbocase—. Hay un modo de rescatar a los Perdidos en el Tiempo.
Las palabras de John Melville provocaron que el semblante de la Jefa de la Unidad de Vigilancia mudara de expectación a preocupación en segundos.
—John…
Su corazón se detuvo en seco. Intentó anticiparse a las próximas palabras de la Duquesa, pero algo terrible había ocurrido.
—El profesor Karen murió hace dos días. Hubo un accidente en el laboratorio de ciencias, la explosión lo arrasó por completo. Encontramos su cuerpo entre los escombros —Las palabras de la mujer se clavaban una a una en su alma—. Creemos que estaba intentando hallar el modo de revertir los efectos del Incidente Temporal.
Melville estaba completamente aturdido. Dos días y, quizás, hubiese evitado la muerte de su padre adoptivo. Dos días… Sus pensamientos se detuvieron de golpe, dos días... Esos eran justamente los que habían transcurrido desde que el otro profesor Karen había descubierto cómo funcionaba el brazalete y lo había usado para descubrir cuál era su mundo. ¿Y si ambos profesores se habían visto? ¿Y si el suyo había intentado recrear un brazalete? Todas las acciones y decisiones siempre acarreaban consecuencias. Incluso no actuar las traía.
Con el rostro ensombrecido se incorporó y se encaminó a la puerta de la celda.
—John…—Repitió la Duquesa, incapaz de hallar alguna palabra que pudiera consolar a su ex-agente—. Sabes que todos lo apreciábamos y será recordado por todos.
El detective se detuvo frente a la verja y se volvió con el rostro endurecido.
—El único modo de honrar su memoria es rescatando a mi hija y los restantes congelados en el tiempo. Y es lo que voy hacer.
Tras esa declaración de intenciones, abandonó el calabozo de la comisaría.
La voz de la Jefa de la Unidad de Vigilancia resonó a sus espaldas:
—Sea lo que sea lo que necesite, cuente con el apoyo de los medios de que disponemos en los servicios secretos.
***
Las verjas de hierro estaban abiertas de par en par, invitando a cruzar el umbral. Melville se detuvo un segundo, no era un lugar al que le gustase entrar. De hecho, deseaba no hacerlo. Sin embargo, eso no importaba en aquellos momentos y avanzó al interior del cementerio.
La ciudad de las lápidas -como solían llamarlo- era un entramado de callejuelas custodiadas por filas de lápidas que giraban en torno a los panteones de las familias más influyentes de Ciudad Condal. El perteneciente a la familia Badía era uno de los mejores cuidados. Dos pétreos ángeles con escudos y espadas guardaban la verja dorada que franqueaba la escalera de acceso al salón de los muertos. Sólo los familiares tenían la llave que abría la cancela. John posó su mano en ella y deseó poder hablar con su difunto amigo, para agradecerle que hubiese formado parte de su vida.
Entre el entramado de tumbas, vio a la canosa melena de la Duquesa acercarse. Como era habitual en ella, vestía su guerrera blanca con los cordones dorados. Se acercó al detective en silencio, sus ojos transmitían perfectamente la tristeza que compartían por las recientes muertes.
—No creo que sea capaz de acostumbrarme a su ausencia —afirmó el detective en un suave murmullo.
—Alí Bey fue mi mejor agente y una gran persona. Su influencia permanecerá en nosotros para siempre —Una respuesta concisa no falta de emoción en sus palabras que Melville agradeció con un gesto de su cabeza.
Sin mediar ni una palabra, ambos echaron a andar. La tumba de Alí Bey no era la única a la que el detective había ido a rendir homenaje. Giraron en un recodo y, varios metros después, se plantaron frente a una modesta lápida de granito, de la que pendía una foto en un marco plateado. Los restos mortales del profesor Javier Karen estaban sepultados bajo esa austera losa.
La idea de que la muerte del profesor estuviera de algún modo vinculada a las pruebas que hizo el otro profesor Karen para descubrir que el funcionamiento del brazalete no dejaba de asaltarle. El único modo de averiguarlo era regresando al otro mundo paralelo e interrogarle, pero no estaba muy convencido de querer arriesgarse de nuevo a "saltar" otra vez. Su experiencia en el mundo muerto le había convencido de lo peligroso que podía resultar viajar a través de esos mundos desconocidos.
—El tormento por lo ocurrido en el Incidente Temporal lo estuvo consumiendo día tras día —afirmó la Duquesa.
Melville asintió y sonrió irónico.
—Posiblemente porque él colaboró en la construcción del Disruptor de Éter.
La jefa de la Unidad de Vigilancia le miró con extrañeza.
—Sí, lo sé todo. Sé que intentaban enviar un vehículo armado a las colonias de Nueva Hispania para frenar sus ansias independentistas. Y que eso no era más que una primera prueba con la intención de enviar todo un destacamento a esas tierras y tomarlas por sorpresa. Querían lograr la Invasión Instantánea y eso nos hubiese afianzado como la potencia mundial más poderosa, capaz de llevar sus tropas a cualquier parte del mundo en un parpadeo, congelando en el tiempo a cualquiera que se opusiera a su avance.
Melville no perdió los estribos y en ningún momento alzó la voz durante su revelación de los descubrimientos que había hecho entorno al desgraciado Incidente Temporal.
—También sé que los servicios Secretos que usted dirige estuvieron implicados en todo el suceso —Continuó su exposición sin esperar a que la Duquesa pudiera replicar—. Así que ahora, en un intento por acallar su consciencia, quiere ofrecerme su asistencia en mi intento de rescatar a Los Perdidos en el Tiempo. Pues empiece por reunir a todos sus científicos más brillantes.
Cuando abandonó el lugar, dejó a la mujer a la que llamaban Duquesa sola frente a la tumba del malogrado profesor Javier Karen. No quiso darse la vuelta para comprobarlo, pero Melville deseó que estuviera llorando por la culpa y los remordimientos que, por una vez, su actuación no formase parte de un plan para manipularle a su antojo.
***
Deslizó sus dedos por entre los largos cabellos rubios. El rostro de la mujer no se inmutó ni un ápice ante el tierno gesto. Sus ojos permanecieron inmóviles e inexpresivos.
—Voy a traerla devuelta. Nuestra niña va a regresar a nuestro lado —El detective no pudo evitar que se le atascase un nudo en la garganta.
Tomó el cepillo y, en un ritual que había repetido cientos de veces, empezó a peinar a su mujer. Un ritual en el que él volcaba todo su amor y, allí en aquel cuarto, lejos de todos, era el único momento en que dejaba que sus preocupaciones y miedos salieran a flote.
Tragó saliva, incapaz de mantener la serenidad por más tiempo y dejó que las lágrimas fluyeran libremente.
—Voy a rescatar a nuestra hija y todo volverá a ser como antes.
Elizabeth no pareció oír la esperanzada afirmación de su marido. En realidad, no parecía ser consciente de nada de lo que ocurría a su alrededor. Y ella no era la única que había sucumbido a ese estado.
El día en que se produjo el Incidente Temporal no había sido muy distinto de los demás, hasta que se produjo la explosión en el campus universitario. El alcance de la detonación no sobrepasó los límites del recinto universitario. Sin embargo, la onda expansiva del Éter alterado se expandió varias manzanas entorno a la Universidad.
Bloques enteros de pisos fueron engullidos. Entre ellos, el colegio al que asistía la hija de John Melville Salas entre otros niños. Nunca se supo con certeza el número real de víctimas que quedaron atrapadas dentro del tiempo congelado. Tan sólo se pudo llegar a una aproximación en base a las denuncias de desaparecidos de los días siguientes.
Se creía que el total de niños desaparecidos se contaba por cientos. Los días posteriores al desastre fueron traumáticos para los padres de los chiquillos atrapados en el interior del colegio. Algunos, como John Melville, se aferraron a la esperanza de que algún día alguien hallaría el modo de sacarlos de allí. Otros, sin embargo, no fueron capaces de aceptar la realidad de lo ocurrido y la rechazaron por completo. Rehuyendo de todo lo que pudiera recordarles el destino que sus hijos habían sufrido, sumiéndose en un estado de completo aislamiento sensorial, y sumergidos en un trance catatónico permanente. Elizabeth, la esposa del detective, fue la primera en caer en esa abstracción, obligando a su marido a recluirla en aquella institución mental.
Melville tomó la pálida mano de la mujer sentada en la cama y depositó un suave beso en ella. Le ajustó las sábanas hasta la cintura y trató de sonreír. Nunca había perdido la esperanza de que algún día todo volviera a ser como antes del incidente y ahora, por fin, tenía los medios para lograrlo.
—Rescataré a Sara y haré que los responsables paguen por el daño que nos han hecho —En su mente se formó la imagen del profesor Aníbal Dinkel.
Abandonó la sala, accediendo al pasillo principal de la primera planta de la Institución Mental de la Fundación Dunwich. Con paso lento cruzó el corredor, consciente de que tras cada una de aquellas puertas se repetía la misma historia con diferentes protagonistas, pero todos con un nexo común: tener un familiar atrapado en el tiempo.
Salió al exterior del edificio y dejó que los rayos del atardecer le acariciaran el rostro que ya presentaba una incipiente barba. Esperando que aquella luz le llenase con las fuerzas necesarias para lograr su objetivo de rescatar a Los Perdidos en el Tiempo.
Subió a la carreta de un taxi a caballos.
—Al Paseo de Gracia —ordenó al conductor. Éste respondió con un gesto y, tras accionar el taxímetro, azuzó al viejo percherón.