Apenas fue un tenue ruido que sonó a su espalda y de inmediato Melville pensó que lo habían descubierto. A pesar de todas sus precauciones, de algún modo su presa lo había hecho. Con un gesto aparentemente inofensivo levantó las manos en alto, al tiempo que lentamente acercó la punta de sus dedos medios a la palma de sus manos. Moviéndose suavemente se volvió, mientras de reojo comprobaba que los hombres a los que había estado acechando no daban señales de estar al corriente de lo que estaba pasando a sus espaldas.
En un gesto único, bajó los brazos con rapidez y al mismo tiempo se volvió hacia el origen de aquellos casi imperceptibles pasos. El movimiento de sus extremidades desenganchó los resortes ocultos, que liberaron las ballestas plegadas en el interior de las mangas de su chaqueta; en un parpadeo estaban en sus manos, armadas y listas para disparar. Por suerte para el chico, el detective se dio cuenta de que se trataba de uno a los que había regalado unas monedas el día que llegó a Varós Buda.
—No le recomiendo que se meta con ese hombre —aseguró, con un gesto de su barbilla señaló al miembro de los Custodios de Dios al que Melville había seguido hasta el puerto.
El detective se relajó, abandonando su actitud defensiva. El muchacho no había revelado ni el más mínimo atisbo de miedo mientras lo había estado apuntando con las ballestas. En un gesto casual, plegó las ballestas y las colocó en los resortes de sus brazos, seguido atentamente por los negros ojillos del chaval.
—¿Conoces a ese hombre? —preguntó volviendo su atención al agente de los Custodios de Dios.
El zagal asintió sin modificar su semblante y Melville se preguntó con cuántos adultos peligrosos se las habría tenido que ver para curtirlo con esa indiferencia.
—A uno de la pandilla le cruzó la cara con una navaja por pedirle dinero —Aunque parecía indiferente, Melville creyó vislumbrar un destello de odio en sus ojos.
Aquel suceso confirmó su inicial percepción del trato que recibían aquellos chicos. Aunque en todas las ciudades ocurría lo mismo, no por ello dejaba de turbarlo. El muchacho se colocó a su altura y, desde lo alto de la escalera de bajada al puerto, observaron a los marineros afanándose en los preparativos del bajel.
—El barco amarró dos días antes de su llegada, desde entonces el rufián se ha estado moviendo frenéticamente por toda la ciudad —afirmó el muchacho como si quisiera no darle importancia.
John se volvió hacia el chico y lo escrutó fijamente durante unos segundos.
—¿Lo habéis estado siguiendo?
Al detective no le cabía ninguna duda de que aquel rapaz debía ser un fenomenal jugador de póker. Su semblante permanecía inmutable como si estuviera hablando del clima.
—¿También me habéis seguido a mí? —preguntó finalmente el rechoncho investigador.
Por primera vez, desde que habían iniciado la conversación, una fugaz sonrisa asomó en la comisura de los labios del chico. Melville asintió aceptando aquel leve gesto como una respuesta a su pregunta.
—Si quiere atraparlo hay un lugar al que acude todos los días, sin falta. No sabemos qué hace allí dentro, entre tantos libros. A nosotros nos está prohibido entrar, pero a usted no le pondrán ninguna pega.
Melville le interrogó con la mirada. De sobras era sabido por el detective que a los mendigos se les había vetado el acceso a muchos edificios que supuestamente eran públicos.
—¿Libros? —Quiso saber finalmente.
El muchacho no respondió y se limitó a señalar un edificio que despuntaba al lado de los principales palacios. El índice del chico estaba apuntando al edificio de la Biblioteca Nacional de Hungría.
***
Los pétreos leones que custodiaban el arco de entrada al patio central del palacio, mantenían una garra alzada en actitud agresiva, desentonando con el plácido y verdoso jardín que había tras la entrada. En el otro lado de aquel esbelto parterre coronado por la fuente central, Melville vio la puerta principal a la Biblioteca Nacional. Ver más guardias y vigilancia allí que en la Galería Nacional le desconcertó.
"¿A qué viene tanto control en este lugar?"
El edificio estaba custodiado por guardias en cada puerta o ventana. Algún acontecimiento especial debía de estar ocurriendo para semejante control. Con razón se topó con escasa vigilancia en la Galería -a pesar del tesoro pictórico allí contenido- durante su aventura con la desafortunada exhibición del Ajedrecista Mecánico de Kempelen.
¿Qué podía interesar tanto al secuaz de los Custodios, como para cruzar aquella maraña de controles todos los días?
Siguiendo el entramado de los setos, llegó a la entrada principal. Donde un pasquín de tela, que colgaba desde el techo, anunciaba la exclusiva y primera exhibición al público de la colección de treinta manuscritos pertenecientes a la biblioteca del Colegio Romano. Inicialmente, Melville se sorprendió por la extrema vigilancia para custodiar aquellos viejos documentos que, aparte del mero interés histórico, no parecían un tesoro digno de la atención de cualquier ladrón. Sin embargo sus ojos volvieron al nombre del propietario y organizador de la exposición. El Colegio Romano era una de las instituciones más influyentes de la República Romana, y cualquier percance con sus preciados libros podría desencadenar un incidente diplomático muy grave, de modo que comprendió las precauciones tomadas por el gobierno húngaro.
La deslumbrante sala principal, cuyas doradas columnas repartían un mar de arco iris a lo largo de la estancia, estaba dividida por nueve expositores de cristal rodeando una mesa en la que se exhibía la que se consideraba la joya más preciada de aquella colección. El menudo detective se movió pasando desapercibido entre un montón de personas elegantemente vestidas, exhibiendo sus mejores chaqués y vestidos de volantes. Las damas adornaban sus cabezas con anchas pamelas coronadas con plumas de faisán, y los caballeros con negras chisteras. Melville parecía ser el único al que le gustaba usar bombín. Sin mediar palabra con ninguno de los presentes, se plantó frente a la mesa donde se exhibía un viejo manuscrito de aspecto destartalado y desgastado. Melville se preguntó si aquel sería el objeto que con tanta frecuencia iba a visitar el secuaz de Los Custodios de Dios. La sorpresa fue mayúscula cuando se detuvo a observar con detenimiento las páginas por las que estaba abierto el viejo libro. En ellas se veía un dibujo en el que unas ocho mujeres parecían estar bañándose en un balneario y, sobre sus cabezas, había otras tantas cañerías que parecían verter agua sobre ellas. No obstante, lo más extraño fue el texto que rodeaba a la imagen. Ni con todo su empeño Melville fue capaz de desentrañar en qué idioma estaba escrito.
—Intrigante, ¿no es cierto? —Melville Salas se volvió hacia la voz aguda que había sonado a su espalda.
Su interlocutor resultó ser un chico de unos diez años que lo miraba por detrás de unos anteojos, exhibiendo una pícara sonrisa. El chico se acercó y señaló el libro.
—No se lo diga a nadie, pero he resuelto el código —La sonrisa del muchacho desconcertó al detective, pues la seguridad que mostraba no dejaba dudas de que creía en sus palabras.
—Parece que ha conocido a mi ahijado —La voz sonó a su espalda y sobresaltó al detective—. No esperaba verlo por aquí, detective Melville.
***
El rechoncho detective no tenía muy claro cómo afrontar aquella situación. El chico corrió al encuentro del interlocutor, y aun así Melville sabía perfectamente a quién pertenecía la voz que se había dirigido a él en un perfecto español.
—Un poco lejos de su patria, ¿no cree? —Añadió en casi un susurro. Melville optó por darse la vuelta y encararse con él.
El redondo rostro, rodeado de una espesa y cuidada melena, le sonrió. Allí estaba con sus manos apoyadas en los hombros del chiquillo, como si su pelea en el almacén abandonado de la Ciudad Condal no hubiese ocurrido nunca.
—Creo que no hemos tenido ocasión de presentarnos —Le tendió la mano al detective que, perplejo, respondió al gesto—. Mi nombre es Eric Magnus y es un verdadero placer coincidir con usted, detective Melville. Permítame presentarle a mi protegido, el inquieto y brillante Wilfrid Voynich.
A un gesto de su tutor, el chico le tendió la mano. John la aceptó, observando la mirada del zagal en busca de alguna muestra de miedo hacia su supuesto mentor.
—Sea lo que sea lo que esté tramando, no importa. Le llevaré de vuelta a la prisión Condal, pagará por lo que hizo —Melville intentó mostrarse lo más calmado que pudo.
La sonrisa de Eric no cambió en absoluto, permaneciendo impasible ante la amenaza del detective.
—Por favor, señor Melville. ¿No pretenderá provocar un incidente diplomático? ¿No se ha arriesgado bastante con el feo asunto del autómata? Aquí se encuentra en fuera de juego, y las autoridades presentes en la sala están al corriente de su mentirijilla para colgarse la resolución de un crimen. Por otro lado, soy un respetable anticuario instruyendo a mi aprendiz.
Melville apretó los labios con fuerza en un intento de contener su indignación, sabía reconocer cuándo una situación no le favorecía en absoluto. Sin darle tiempo a reaccionar, se puso de cuclillas para estar a la misma altura que el chiquillo, y lo abrazó sin poder evitar que el recuerdo del relato que le había confiado el mendigo le asaltara de nuevo. El detective sabía de sobras de lo que era capaz el miembro de Los Custodios de Dios y, por ello, temía por la vida del pequeño Wilfrid Voynich.
—Cuídate mucho —Se despidió revolviéndole el pelo. Sin darse cuenta, el recuerdo de su hija lo había sorprendido con la guardia baja.
Se irguió con un pensamiento que lo había estado atormentando desde que tuvo la certeza de que aquella sombra fugaz era la misma persona con la que había peleado en el viejo almacén en la Ciudad Condal. Finalmente, lo expresó en voz alta directamente a su oponente:
—¿Cómo logró salir del tiempo sólido? —Para desgracia del menudo detective, le fue imposible ocultar la amargura que fluía en su voz.
Eric Magnus se regodeó ante la pregunta, y Melville supuso lo que había estado esperando desde que había tenido noticias de su llegada a la capital húngara.
—No tengo ningún interés en salvaguardar esta línea del tiempo que no debería existir y, cuando todo haya vuelto a su cauce, nada de eso importará —Eric sonrió, esperando con curiosidad la reacción ante sus crípticas palabras.
Melville lo taladró con la mirada desbordante de odio, llegando al límite de su control. Afianzó los pies preparándose para atacar. Al secuaz sectario no se le escapó el movimiento y con rapidez desenfundó un arma que llevaba oculta en el interior de su chaqueta. Los ojos de Melville se fijaron en el diamante engarzado en la boca del cañón, identificándola al instante como uno de los temidos disruptores de Éter. Sin dejar de apuntarle, Eric hizo un gesto circular con su mano izquierda, y los guardias allí presentes echaron de la sala a todos los visitantes.
—No le harás daño, ¿verdad? —preguntó el joven Voynich agarrándose a la pernera de su mentor.
—No te preocupes, querido Wilfrid. El señor Melville nos acompañará en nuestro viaje —Mientras los guardias se apoderaban de los manuscritos, con un gesto del arma le indicó al detective que tomase el extraño manuscrito que había sido el centro de la exposición—. No tenía previsto hacerlo de este modo, pero su presencia aquí me obliga a acelerar nuestros planes. Dígame, ¿ha visto las profundidades abisales?
***
El camarote donde Melville despertó no era muy mullido, y su espalda se quejó con un latigazo de dolor en las lumbares. Al principio se sintió desconcertado, hasta que finalmente los recuerdos de las últimas horas fueron asomando a su mente consciente. Uno de los secuaces de Eric Magnus le había dejado sin sentido, usando un pañuelo con cloroformo. La habitación carecía de ventana al exterior, y las paredes eran de madera, al igual que la pequeña mesa central y un pequeño armario situado en una esquina. La mesa se negó a moverse cuando el detective intentó incorporarse del camastro donde había despertado. Un examen más detenido le confirmó que el mobiliario estaba fuertemente atornillado al suelo, lo que terminó por confirmar sus sospechas: se hallaba en el interior del barco que había visto amarrado en el puerto del río Duna.
Permaneció sentado con el tobillo dolorido por el fracasado intento de apartar la mesa. Mientras se masajeaba las sienes en un vano intento de apartar el persistente entumecimiento de su cabeza, se percató de una suave vibración que parecía sacudir todo el bajel. Esto le dio la certeza de que en aquellos momentos se hallaban lejos de Varós Buda.
Con resignación, descubrió que sus ballestas y su pistola de repetición habían desaparecido. Apenas habían pasado unos días desde que la había recuperado de las manos de Eric Magnus, y el villano había logrado arrebatársela de nuevo. El sentimiento de culpa le incomodó, pues aquella arma era el único recuerdo real que tenía de su amigo y mentor Alí Bey.
Para su sorpresa, la puerta de la habitación no estaba cerrada. En cuanto su mano accionó el pomo de cobre, el pestillo se movió sin ofrecer ningún tipo de resistencia. Al otro lado le esperaba el semblante recio de un marinero armado con un sable que, al verlo, se limitó con un gesto de su cuadrada mandíbula a indicarle el camino por un largo y estrecho pasillo en el que se repetía el ambiente del camarote: paredes de gruesos listones de madera y relucientes adornos de cobre.
El entorno claustrofóbico no desapareció cuando las paredes fueron sustituidas por paneles con indicadores rodeados de gruesas tuberías. Por primera vez, Melville descubrió que su aversión a los zepelines no era causado por el miedo a volar. Lo que realmente le inquietaba era el estrecho espacio que conformaba la cabina de pasajeros, y en el interior de aquel barco le asaltaba la misma aprensión. Su corazón empezó a acelerar el ritmo del bombeo, a medida que avanzaba por la angosta galería; y le sacudió la sensación de faltarle el aire. Notaba cómo la angustia iba creciendo en su interior. Se detuvo un segundo, ignorando el apremio del marinero que le cerraba el paso a su espalda. Se obligó a respirar profundamente y ser consciente del aire que entraba en sus pulmones a fin de alejar la inquietud que le causaba el recinto. Cuando recuperó el control, siguió avanzando hasta la puerta que había al final del pasillo. Cruzar el umbral supuso un alivio para el detective, ya que la sala era mucho más espaciosa y contribuyó a que la angustia que le había azotado se acabara por disipar. Aquella habitación rivalizaba con cualquiera que hubiese visto en el palacio Condal, o en alguno de palacios de los Países Federales Europeos que habían reconvertido a museos. Los dorados adornos de metal y madera recorrían la habitación por todas sus paredes y una espectacular lámpara de araña colgaba del mismo centro del techo. En ella brillaban cuatro bombillas rodeadas de decenas de cristales en forma de diamante.
"¡Electricidad!¿Pero cómo es posible?"
***
Cuando todo aquel excesivo lujo para el interior de un navío dejó de aturdirle, Melville sintió cómo sus rodillas flaquearon al observar con detenimiento la pared del fondo. Incrédulo se acercó esquivando la mesa central y no se detuvo hasta que sus dedos se posaron sobre la fría, lisa y transparente superficie. En el otro lado, un haz de luz desvelaba un extraordinario paisaje en el que revoloteaban bancos de peces de todos los tañamos y colores. Tenía conocimiento de que se habían construido algunos barcos sumergibles. Cuando lo vio en el puerto del río Duna, en la posiblemente ya lejana Varós Buda, intuyó que aquel bajel era capaz de viajar bajo la superficie del agua. No obstante, no había imaginado poder presenciar el exótico paisaje submarino.
—¡Embelesante!, ¿No es cierto? —No necesitó darse la vuelta para reconocer la voz de barítono de Eric Magnus.
Melville suspiró en un acto de apartar el hipnótico fluir del fondo marino y recordar que aquel no era en absoluto un viaje de placer.
—Sin duda se preguntará el motivo por el que lo he traído hasta aquí. Cuando hubiera sido más sencillo y eficaz "congelarlo" cuando lo sorprendí en la biblioteca —Se acercó al mueble bar, tomó un vaso y se sirvió una generosa ración de vino tinto, tras lo cual se sentó en el ancho sofá de madera policromada y terciopelo granate—. En realidad le debe la vida al joven Wilfrid. Por alguna extraña razón le ha caído simpático y, de momento, me veo en el deber de respetar sus deseos.
El recuerdo del chico en el museo hizo resonar en su memoria una frase dicha en apenas un susurro.
"No se lo diga a nadie, pero he resuelto el código"
A pesar de su situación, Melville no pudo evitar sentirse intrigado. Sabía por la carta de su difunto amigo que la secta de "Los Custodios de Dios" se embarcaban en todo tipo de proyectos descabellados, con el fin de alcanzar sus propósitos. Llegando incluso a intentar cambiar el flujo del tiempo, alterando acontecimientos pasados. Y lo hubieran logrado de no haber sido por la oportuna intervención del propio detective.
El ruido de unos pasos acercándose por el claustrofóbico pasillo desvió la atención del detective. Por un instante pensó que nada bueno podía salir de aquel agobiante pasadizo. Sin embargo, uno de los fornidos marineros asomó por el umbral del mismo. En sus manos, transportaba una urna de cristal que en el instante en que la depositó sobre la mesa, Melville identificó su contenido.
—Veo que también ha cautivado su curiosidad —afirmó Eric sonriente abriendo la urna—. Adelante, acérquese.
Melville se resistió tanto como pudo. Era consciente de que podía resultar muy fácil olvidar que había sido secuestrado y que aquel hombre, a pesar de su apariencia amable y pulcra, era el responsable de la muerte de su amigo Alí Bey, por no mencionar los seis funcionarios congelados en el tiempo de la República Napoleónica. Aun así, la imagen del extraño manuscrito en el interior de la urna de cristal tenía un efecto mesmerizante. Casi contra su voluntad, avanzó unos pasos hacia la mesa, dominado por su curiosidad intelectual que se negaba a dejar pasar ni un solo enigma. Tenía los ojos fijos en el código y los complejos dibujos que poblaban sus páginas. Melville supo con certeza que tarde o temprano aquella irrefrenable curiosidad intelectual acabaría por meterlo en serios problemas. Tendió sus regordetes dedos hacia el interior de la urna, como si el hecho de tocar físicamente aquellas amarillentas hojas pudiera transmitirle el secreto oculto en su hierático texto. Aquel pensamiento lo paralizó por completo. Siempre había rechazado cualquier idea que transgrediera el razonamiento lógico, y sorprenderse a sí mismo en una especie de trance típico de los médiums, le hizo retroceder bruscamente para alejarse de la influencia de aquella reliquia.
***
A una casi imperceptible orden de Eric Magnus, los dos guardias que custodiaban el acceso al pasillo se abalanzaron sobre el atónito detective. A pesar de su resistencia, los fornidos marineros lograron sujetarle, obligándolo a sentarse en una de las sillas para luego inmovilizarlo sujetándolo con cuerdas a los reposabrazos y las patas de la silla. En el instante en que se habían cerciorado que no existía la posibilidad de que el detective pudiera liberarse de sus ataduras, Eric asintió con un gesto y, al instante, uno de los guardias salió al pasillo.
—Verá, entiendo que intente frustrar nuestros planes. En su lugar yo haría exactamente lo mismo. Sin embargo, debo decirle que no tiene ninguna posibilidad de éxito, nuestra organización extiende sus tentáculos por todo el mundo. Finalmente alcanzaremos nuestro objetivo y enderezaremos el curso de la historia.
La expresión de incredulidad estaba tan marcada en el rostro del detective, que Eric no pudo evitar dejar escapar un bufido de resignación. Aun no comprendía cómo, tras todos los acontecimientos que Melville había presenciado, todavía era capaz de seguir aferrándose a su escepticismo.
—Señor Melville, aunque no lo crea, existen muchos universos distintos. En uno de ellos usted es un camarero, en otro un vendedor de lotería. Las posibilidades son infinitas, lo sé porque yo lo he visto… —explicó como si estuviera ante lo que Eric llamaba mente obtusa.
El discurso se vio interrumpido por la llegada del guardia custodiando al joven Wilfrid Voynich. Melville se agitó nervioso, empezando a comprender que aquellas ligaduras no eran para dejarlo indefenso, sino para impedirle intervenir ante lo que iba a desarrollarse frente a sus propios ojos.
Wilfrid no ocultó su asombro al ver al detective maniatado y, con el ceño fruncido, se encaró con el maquiavélico Eric Magnus.
—¡Me prometió que no le haría daño!
Eric sonrió ante el enfado del chiquillo y con un gesto autoritario le ordenó que se acercase al sofá.
—Así es, mi querido chiquillo, y lo voy a cumplir. El señor Melville está atado por su propia seguridad. Él no comprende lo que vamos a hacer y, seguramente, en su ignorancia intentaría interrumpir todo el proceso. Y si lo hiciera me vería obligado a hacerle daño, pues seguramente su intervención repercutiría en ti. Así que para evitar todo ese dolor innecesario, he considerado más prudente asegurarme de que nada de eso ocurrirá.
Wilfrid miró de reojo al detective y asintió con una leve sonrisa, como si por un momento hubiese sopesado la veracidad de aquellas palabras. Eric lo rodeó con el brazo y lo sentó en el sofá frente a la mesa donde aún reposaba la urna con el viejo libro. Uno de los secuaces le tendió una pequeña caja de metal dorado. En aquel gesto, Melville vio el arma que su difunto mentor le había legado, colgando de una funda de cuero en el interior de la casaca de su secuestrador. Necesitó de toda su fuerza de voluntad para no revelar su descubrimiento y obligarse a apartar cualquier deseo de recuperarla. La vida del chico era más importante en aquellos momentos, y no le cabía duda de que Eric no tenía buenas intenciones para el joven Wilfrid. En cuanto vio el artefacto que sacaba de la caja de metal, Melville intentó forcejear sus ataduras en un vano intento por liberarse. La impotencia le atenazó el corazón al ver cómo se aproximaba al muchacho, enarbolando una impresionante jeringuilla que parecía contener un líquido rojizo en el que brillaban diminutas partículas.
—¡¿Qué le va hacer?! —gritó el detective en un desesperado intento de detener al despiadado Eric.
***
Ante la impotente mirada del detective, incapaz de asimilar la sumisión del chico, Eric clavó la larga aguja hipodérmica en la esquina de la cavidad ocular del muchacho. Su ojo ni se inmutó cuando el fino metal rozó su glóbulo ocular, mientras se abría paso en su camino hacia el cerebro. Sin que le temblase el pulso, movió la jeringuilla buscando la fina perforación que le había practicado con anterioridad. A Melville le asaltó la terrible idea de que aquella no era la primera vez que el muchacho era sometido a ese extraño proceso. Con suavidad, fue empujando el embolo de la jeringuilla, inyectando el rojizo líquido en el interior de la cabeza de Wilfrid que apenas sintió el fluir de la sustancia. Este empezó a tener temblores, dificultando levemente la extracción de la fría aguja. Eric tomó el chico entre sus brazos y lo tendió en el sofá, a la espera de que el temblor cesase. Se volvió hacia el detective, con un gesto rápido extrajo del interior de un bolsillo una afilada navaja, y se aproximó al indefenso detective.
—Como ya le dije, mis superiores me han ordenado que atienda los deseos del muchacho —Con un extraordinario manejo de la navaja liberó al detective de sus ligaduras—. Y por ello toleraré su presencia aquí. Le recomiendo por su propia seguridad que no interfiera. De lo contrario, no lo salvará ni la simpatía del pequeño Wilfrid…
Una voz cavernosa le interrumpió, obligándolo a volverse hacia el sofá.
—Aún no lo entiende, ¿verdad? Con todo lo que ha visto y sigue sin aceptarlo —Los temblores habían remitido y el chico, a pesar de presentar los ojos en blanco, se había incorporado.
Melville se adelantó hacia él. Éste lo frenó al mirarlo con aquellos espeluznantes ojos sin retina ni iris. Tan sólo una aterradora blancura, confirmando que la tenebrosa voz había surgido de la garganta del muchacho.
—El detective es una pieza clave para nuestros planes futuros —sentenció reprendiendo al desconcertado Eric Magnus, quien retrocedió un paso, evidenciando que en ninguna de las anteriores ocasiones en que había sometido al chico al proceso se había dado aquel resultado.
Mientras Melville se encaraba con el desalmado Eric, Wilfrid tomó entre sus manos el viejo manuscrito y empezó a ojearlo.
—¿Qué demonios le ha hecho? —La afirmación del chico parecía haber actuado como protección, puesto que Eric no parecía dispuesto ni siquiera a rozarle y, ante la insistencia del detective, finalmente cedió.
—Esto no había ocurrido nunca. No, no lo entiendo. La jeringuilla sólo contenía sangre de su yo adulto —Retrocedió un paso, recuperando la compostura.
Melville lo miró desconcertado, sin comprender el significado de aquella afirmación.
—Como le dije, existen infinitos universos. En casi todos ellos nadie ha logrado descifrar el manuscrito, salvo en uno: el propio Wilfrid Voynich logró leer su contenido. Sin embargo, inmediatamente cayó en un estado de coma profundo. De algún modo incomprensible, en todos esos universos el libro terminaba en manos del muchacho. En todos menos en éste. ¿Qué sabe de la memoria genética? —Prosiguió tras una pausa no muy larga y sin mostrar asombro ante la ignorancia de Melville—. Parte del conocimiento que adquirimos queda registrado en nuestros genes. Por ello extrajimos sangre del Wilfrid en estado de coma, con la esperanza de que al inyectársela fuera capaz de recuperar el modo de descifrarlo. Pero esto ha sido del todo inesperado. Nunca había reaccionado así.
Melville observó al chico, que examinaba con detenimiento el contenido del extraño manuscrito.
—En la biblioteca me dijo que lo había descifrado —El detective arponeó con aquellas palabras a Magnus.
—¿Cómo dice?
No tuvo tiempo de responder, pues el joven Voynich había depositado el libro y estaba desplegando una de las hojas en la que había varios dibujos y descripciones.
—Esto es un mapa y aquí, en este punto, se halla la más poderosa de las armas —Tomó una plumilla y empezó a garabatear en el pergamino que había desplegado. En cuanto terminó, se desvaneció como si su cuerpo se hubiese quedado sin energía y se desplomó en el sofá.
***
Apartando a Eric sin contemplaciones, el rechoncho detective se abalanzó en pos del muchacho que permanecía inconsciente en el sofá. Su rostro completamente pálido no auguraba nada bueno. Se disponía a tocarlo, cuando una extraña estela de puntos dorados recorrió todo el cuerpo del chico. Los blanquecinos ojos se abrieron de súbito y un grito surgió de la garganta con tanta fuerza que lanzó hacia atrás al detective y todos los muebles. Un sobrecogedor crujido sacudió el barco y todos los presentes volvieron su mirada hacia su origen: el enorme panel de cristal que permitía ver las fosas abisales por las que navegaban presentaba una grieta que lo recorría verticalmente. Uno de los marineros cruzó la sala, accionó una palanca y, acto seguido, una gruesa compuerta de metal descendió cubriendo por completo el peligroso ventanal fracturado.
—¡El manuscrito debe volver a su fuente! ¡Este tiempo aún no está preparado para atisbar en sus misterios! —La voz ronca de Wilfrid Voynich resonó con tal fuerza, que obligó a todos a desviar la mirada como si estuvieran ante la presencia de un dios.
Un halo de luz rodeó el libro. Eric Magnus, sin levantar la mirada hacia el muchacho, no daba crédito al ver cómo las amarillentas páginas parecían arder en un rojizo fuego mágico y, sin pensarlo dos veces, se lanzó con rapidez, agarrando la extensa hoja en la que Voynich había escrito las anotaciones y que había afirmado ser un mapa. Por un instante, la luz rodeó su mano como si la estuviera examinando con atención para finalmente retirarse, instante en el que Eric aprovechó para cerrar su puño entorno a la hoja y tirar de ella, separándola del resto del desvencijado tomo que acabó desapareciendo por completo.
El muchacho se volvió hacia el petrificado detective al que sonrió con afecto.
—La respuesta que busca está custodiada por el arma definitiva que Eric quiere hallar. El hombre al que combatió en su ciudad no es el mismo que el que tiene delante. No olvide que existen muchos tiempos distintos y "ellos" saben cómo moverse de uno a otro. Ha llegado el momento de que el chico regrese con los suyos —Una nueva sacudida hizo vibrar el bajel submarino y una fisura en la misma realidad se abrió a la derecha del chico.
Melville no salía de su asombro.
—¿Qué respuesta busco? ¿A qué te refieres? ¿Quién eres?
Los lechosos ojos lo taladraron con su blanquecina ceguera.
—Lo que busca es hallar lo perdido, y ahí está la respuesta. Tenga cuidado pues el camino no será fácil —Sin ninguna contemplación, cruzó el portal y, antes de cerrarse por completo, formó dos palabras doradas.
"John Dee"
El silencio reinó en la sala mientras asimilaban lo que acababan de presenciar.
—¿Quién es en realidad? —El primero en recuperarse fue Melville, que se encaró con su oponente sin preocuparse de la presencia de los secuaces.
Sin esperar una respuesta, se lanzó contra Eric empujándolo contra el sofá, descargando su puño con furia en su boca del estómago y con la otra se apresuraba a recuperar el arma que le habían arrebatado. En un segundo la tuvo apuntando a los secuaces que se disponían a atacarle.
—Esta preciosidad es capaz de efectuar seis disparos seguidos, así que ni siquiera lo intenten. A esta distancia no fallaré —Con un movimiento de la pistola ordenó a las marineros que se unieran a su jefe, que aún intentaba recuperar el aliento tendido en el sofá.
Sus ojos se posaron en la vieja hoja que Eric había arrancado antes de que el manuscrito desapareciera.
***
A punta de cañón obligó a los compinches de Eric a encerrarse en la sala de máquinas del navío, esperando que tuviera suficiente tiempo para interrogar a Eric Magnus, antes de que estos intentasen cualquier treta en su contra. Tenía la esperanza de que la afirmación que había hecho el joven Voynich en aquel extraño estado de éxtasis, le había conferido el status de "intocable". O al menos la seguridad de que era imprescindible que continuase con vida para los planes de la secta.
Sin dejar de apuntar, Melville tomó la silla donde lo habían atado y se sentó al otro lado de la mesa, donde permanecía desplegado el amarillento documento. Un rápido vistazo le bastó para comprobar que las anotaciones que el chico había hecho no eran más que un extraño galimatías. Lo cual no resultaba muy alentador. Aquel enredo de cifras y números no parecía ofrecer ni una pista que ayudase a traducir el idioma en que estaba escrito el manuscrito.
Melville desvió la atención hacia los dibujos de la página, había un patrón en aquellas líneas que le resultaban extremadamente familiares, aunque en aquel preciso instante le resultaba imposible precisar de qué se trataba.
—Es un mapa...
El detective alzó la mirada y se enfrentó a los negros ojillos de su abatido secuestrador que observaba con aspecto desconcertado.
—¿Un mapa? —En el momento que pronunció la pregunta, en su mente se desveló la razón de que aquellos dibujos le resultasen tan familiares.
No obstante aquellas formas no cuadraban en ningún continente conocido. Extrañado y perplejo interrogó a Magnus, quien no dudó en no ocultar su desconcierto y su impotencia al ser incapaz de descifrar la traducción que el chico había hecho. Con gestos suaves, con la clara intención de evitar cualquier movimiento que pudiera parecer amenazante, Eric extrajo del bolsillo interior de su chaleco una petaca plateada, adornada con un grabado en el que se veía un escudo familiar. La tendió al detective pero este la rechazó. Magnus tomó dos sorbos y la depositó en la mesa.
—¿Quién es en realidad? ¿A qué se refería el chico, cuando dijo que usted no es la misma persona a la que combatí en Hispania? —Las preguntas que le habían rondado por la cabeza finalmente se expresaban en voz alta—. Y lo más importante, ¿ a qué se refería con eso de "el arma definitiva"?
Eric Magnus no quitaba el ojo al cañón de la pistola, que seguía apuntándole. Finalmente, cedió.
—Cómo ya le dije, existen muchas líneas de tiempo. Y el hombre al que se enfrentó, era mi yo de una línea temporal alterna. La primera vez que lo vi fue en la Biblioteca Nacional de Varós Buda en la exposición. Aunque me habían avisado de su llegada y su implicación en el "accidente" del ajedrecista mecánico.
La imagen de un recuerdo le asaltó. En ella descubrió que el marinero al que vio hablar con Eric en la plaza Gutenberg había presenciado el incidente, ya que formaba parte del público. Cuando los vio hablando, en realidad lo estaba avisando de su presencia en la ciudad.
—¿Cuántos de ustedes están aquí? —La imagen de cientos de copias de aquel hombre luchando contra él le aterrorizó.
Eric sonrió como si hubiese sido capaz de leerle el pensamiento.
—De momento sólo dos. Pero mis superiores no dudarán en reclutar a otro de mis "yo" en caso de que fracase en mi misión.
—Y eso nos lleva de nuevo a "el arma definitiva"
Magnus ladeó la cabeza y se rascó la barbilla como si estuviera sopesando la situación.
—En realidad sé lo mismo que usted —Señaló el mapa —. Es decir, nada.
Melville siguió con la mirada el lugar donde señalaba el índice en el supuesto mapa y trató de desentrañar el texto. En ello estaba cuando un destello metálico desvió su atención. La pulida superficie de la petaca brillaba bajo los rayos de las bombillas eléctricas, reflejando en ella la vieja y cuarteada hoja del manuscrito. Las pupilas del detective se ensancharon de sorpresa ante lo que estaba contemplando y, por fin, logró desentrañar aquel desconcertarte mapa.
***
No pudo contener la risa ante el descubrimiento que acababa de hacer con la inesperada ayuda de la petaca de Magnus. El texto y las indicaciones que Wilfrid Voynich había escrito eran legibles a través del reflejo e, inclusive, el mapa tenía sentido. Melville comprendió que el manuscrito no sólo estaba codificado, sino que además su texto había sido escrito inversamente. El chico descodificó el texto pero mantuvo su escritura inversa, con lo cual hacía necesario mirarlo a través del reflejo.
—"En sus profundidades hallareis la desaparecida tierra ancestral" —leyó el reflejo, con algo de dificultad debido al tamaño de la petaca.
Eric Magnus lo interrogó con la mirada, sobresaltado por la frase que acababa de leer.
—"En su capital, el arma definitiva custodia la puerta al origen" —Continuó leyendo el rechoncho detective—. Necesitamos un espejo.
Sin plantearse ni por un momento que hasta ese momento habían sido "enemigos", Eric salió del salón tan rápido que el detective absorto en la lectura del mapa no tuvo tiempo de impedírselo.
"Custodia la puerta del origen"
El texto resonó en su cabeza y chocó con la afirmación que había hecho Voynich antes de desaparecer.
"La respuesta que busca está custodiada por el arma definitiva"
"La respuesta que busca"
A pesar de que al principio no había caído en ello, en ese preciso instante tuvo la certeza de que era lo que buscaba, y eso no era otra cosa que encontrar el modo de recuperar a su hija, el modo de rescatar a los perdidos en el tiempo.
Otro recuerdo lo asaltó haciéndole reír con ganas.
"Le he mandado a esta ciudad, en esta fecha concreta, porque va a suceder algo importante y es vital que usted esté allí"
La carta de Alí Bey, pidiéndole que viajara hasta Varós Buda en una fecha concreta, nunca había sido un capricho. En aquellos momentos ya no tenía ni un atisbo de duda. Su amigo y mentor, durante su infiltración en la secta, había logrado usar el Cronovisor y ver cómo los acontecimientos futuros podían conducir a descubrir el modo de rescatar a su hija.
Varias lágrimas resbalaron por las rollizas mejillas de John Melville Salas. Incluso muerto, la ayuda de su inestimable amigo era el regalo más preciado que podía haberle dado la vida.
Todos los pensamientos se disiparon cuando irrumpió Eric Magnus completamente alterado. Mascullando, se acercó con el espejo que sostenía entre las manos. Melville comprendió que sin duda lo había tomado del cuarto de aseo, y se felicitó por ello; pues leer el mapa entero a través del reflejo en la petaca, habría sido una tarea extremadamente ardua.
La imagen reveló un mapamundi claro y reconocible. Eric señaló una porción de tierra entre América del Sur y Australia. Un continente que no existía en la actualidad.
"La desaparecida tierra ancestral"