CAPITULO XLV


El crudo cielo, el ocre de las dunas, el verde vivo de las palmeras, los negros peñascos y la luz dorada componían junto al agua mansa el paraíso de la edad de oro que ninguna presencia humana mancillaba. Más allá del caos, los desiertos del sur profundo y los solitarios paisajes africanos velaban la catarata con la misma insistencia que el general Narses. Desde la aurora hasta el ocaso, saboreaba cada instante. Cada hora que pasaba era más dulce que la anterior. No techaría su cabaña para poder contemplar la noche.


Ahora lo sabía. El movimiento era su enemigo. Una simple piedra con su inercia realizaba el más alto ideal de sabiduría. Insensible a la esperanza y a la desesperanza de los seres animados, ignoraba las insípidas variaciones del deseo. En el corazón de la roca yacía la verdad.

Después de su primera batalla, el general no creía que el camino tuviera un fin y la existencia una meta; sin embargo, cada paso lo llevaba hacia aquella soledad de agua y granito. De campo de batalla a multitud de despojos esparcidos por la tierra; de ataque a proeza; de conquista a matanza; nada quedaba al azar.

¡Qué agradable era no desear nada y renunciar! Ningún mentiroso, llámese placer o sufrimiento, se aventuraría tan lejos. Alejado del pasado, privado del futuro, Narses se convertía en mineral.

La agresión le pilló desprevenido. Los dos hombres llegaron buceando. Armados con cuchillos se lanzaron sobre Narses, que con el brazo derecho agarró a uno de los negros por el cuello. Si no hubiera sido manco, el general habría salido vencedor del combate incluso desarmado. La hoja del cuchillo voló hacia su flanco izquierdo, desprotegido, se hundió entre dos costillas y le atravesó el corazón. Narses murió de pie, con los ojos puestos en la catarata. Allí lanzaron los blemios el cadáver de su primera víctima.

Los guerreros negros habían esperado el comienzo del descenso de las aguas, generador de remolinos y corrientes, para deslizarse a través de los canales naturales cuyos trazados conocían a la perfección; utilizaron canoas de papiro manejadas por dos hombres cada una. Uno remaba mientras el otro achicaba el agua que entraba con el rápido descenso. Esquivaban los remolinos, los flujos y reflujos y se deslizaban entre la masa rocosa contra la que se habían estrellado numerosos barcos. Lanzados a toda velocidad llegaron al primer fortín al mediodía. El sol deslumhraba al único centinela, de espaldas a la corriente. Los blemios le atravesaron con flechas antes de que pudiera dar la alarma y aniquilaron al pequeño destacamento adormecido bajo un colgadizo.

La incursión prosiguió. Las canoas navegaban por el río con tal violencia que parecía que iban a zozobrar. Pero las proas resurgían y se lanzaban de nuevo hacia su meta: el fuerte de Elefantina. Centenares de embarcaciones finalizaron su carrera junto a los troncos. Haciendo estribo con las manos, los asaltantes salvaron sin apenas esfuerzo las murallas que se habían vuelto accesibles con la crecida. Los gritos sobrecogedores de los asaltantes despertaron por fin a la guarnición. Los soldados se precipitaron sin orden ni concierto sobre sus arcos y espadas e intentaron protegerse detrás de sus escudos de las piedras y flechas que los blemios lanzaban. Los guerreros negros dieron rienda suelta a un frenesí que logró aterrorizar a los más curtidos. Las paredes ardían. Saltando desde lo alto de las murallas al patio del cuartel, los blemios manejaban con increíble destreza hachas y garrotes tachonados. Cabezas y miembros arrancados ensangrentaban el suelo. Un militar bizantino trató de organizar la defensa; pero pronto fue abatido.

Los supervivientes abandonaron el fuerte y se replegaron en dirección a las cuadras, donde se batieron cuerpo a cuerpo hasta que intervino la expedición bizantina, que consiguió detener el ataque de los blemios. La furia desatada con la que arremetieron los soldados blandiendo sus lanzas obligó a retroceder a los africanos que, atravesando las llamas que consumían el cuartel, se batieron en retirada hacia las canoas.

La segunda ola de ataque se abatió sobre el mercado y los barrios pobres. Los guerreros negros mataron a los mercaderes, arrebataron gran cantidad de alimentos e incendiaron los edificios públicos que ningún soldado defendía.

En menos de una hora la incursión se había acabado; únicamente se salvó File.

Las mujeres y los niños se escondieron en las cuevas. Los hombres ilesos apagaron las llamas y recogieron a los heridos. La seguridad de que los blemios atacarían de nuevo estaba presente en todos los corazones.

Tras la desaparición de Narses, Teodoro tuvo que ponerse al frente del ejército, del que sólo quedaba un centenar de soldados, un número demasiado reducido de hombres para resistir un segundo ataque. Del fuerte sólo quedaban restos calcinados. Reconstruirlo llevaría demasiado tiempo; el obispo ordenó que se plantaran estacas en las orillas con las puntas aceradas vueltas hacia el Nilo. Hileras de arqueros emboscados detrás de los refugios retrasarían el desembarco. Los soldados se apresuraron a enseñar a los voluntarios el manejo de las armas.

¿Presenciaría impotente el obispo el fin de Elefantina y la destrucción de su obra? Por primera vez se sublevó contra Dios y anheló poder consultar el oráculo prohibido del alfarero Jnum, atento a las súplicas de los humanos. Se perdió en el laberinto de las ruinas y se sintió rodeado de demonios que le impelían a que abandonara el servicio de Cristo y abrazara de nuevo la religión de sus antepasados. Detrás de una gigantesca naos de granito rosado yacían los fragmentos de una estatua de madera que los sacerdotes llevaban al gran patio donde se reunían los consultantes. A la pregunta formulada, el dios respondía «sí» o «no» con un movimiento de cabeza. ¿Sería necesario recomponer la estatua fragmentada del alfarero, enderezar al hierático personaje e interrogarle? El obispo se detestó a sí mismo y rompió a patadas las manos del alfarero modeladas en madera de sicómoro.

El era el único responsable de aquella matanza. Con su mansedumbre había sembrado el desastre.

File atraía a los blemios como a insectos destructores; File había matado al prefecto Maximino y al general Narses. El obispo se enfrentaba solo a Isis y Sabni; ningún obstáculo se interponía entre ellos. La guerra sería cada vez más cruenta y Sabni no se salvaría en medio de la contienda. Teodoro ya le había prevenido al sugerirle que huyera de aquella comunidad maldita.

En la misa del domingo, el obispo dirigió un sermón a la población concentrada en el pórtico. Pidió fuerzas a Dios Todopoderoso para luchar contra el invasor y exigió a los cristianos coraje y disciplina. En Elefantina no faltaban ni armas ni combatientes. Si desearan con todas sus fuerzas sobrevivir a la desgracia, sabrían defenderse.

No esperaba ningún resultado del mensaje enviado a Alejandría en el que explicaba lo acontecido y solicitaba ayuda. Llevaría mucho tiempo, quizá demasiado, trasladar las tropas y enviarlas a la frontera sur. Más le valía contar sólo con sus propias fuerzas. Si el segundo ataque de los blemios fracasaba, no volverían durante algún tiempo.

Teodoro blandió la espada del general Narses y sobre ella juró salvar a la provincia en nombre de Cristo. Unos cuantos monjes hirsutos se abrieron paso entre la multitud. A la cabeza iba un personaje tan demacrado que sus huesos amenazaban con atravesar la piel. Con los ojos febriles y a gritos apostrofó al obispo.

–¿Por qué no dices la verdad?

–¿Me acusas de mentiroso?

–Llevo el nombre del apóstol Pablo y en una tumba pagana vi que tengo poderes para purificar mediante el fuego. Los ermitaños me han elegido su portavoz. Sabemos combatir; hemos cazado bestias en el desierto y esos guerreros negros no nos asustan. ¡Dadnos armas y exterminaremos a todos los paganos!

El pueblo prorrumpió en gritos de aprobación. En las actuales circunstancias, Teodoro no podía permitirse prescindir de ningún aliado, de modo que aceptó. Los ermitaños reunidos formaban una temible cohorte.

–No dices la verdad -continuó Pablo-, porque omites el nombre del verdadero culpable, que es File. Los blemios nos han atacado para vengarse de la profanación de Bigeh y para satisfacer a los paganos. El templo se ha aliado con nuestro peor enemigo. Los asesinos son Isis y su camarilla. ¡Hay que destruir File!

Los ermitaños restantes se hicieron eco de las exigencias de su portavoz. Una mujer gritó. Su marido y sus hijos se unieron a sus gritos y pronto fueron coreados por miles de familias: Teodoro soportó como pudo el siniestro concierto.

–Si atacamos File, la reacción de los blemios será terrible -predijo-. En la isla, bajo la protección de la gran sacerdotisa, está construida la capilla de su dios. Tan pronto como ésta sea atacada y el santuario dañado, arrasarán Elefantina a sangre y fuego. Preocupémonos primero de nuestra seguridad. Ya pensaremos en File más tarde.

Pese a la excitación que dominaba a la muchedumbre, ésta recobró el sentido común. Pablo presentía que el pueblo no seguiría sus pasos, por lo que maquinó atraérselo llevándolo por otros derroteros.

–¡Dejemos de conceder favores a esa comunidad de paganos! ¡Que se mueran de hambre en la isla del diablo! Los blemios no podrán reprocharnos nada.

–Te olvidas de la ley. Son terratenientes que pagan sus impuestos. Tienen derecho a comprar y vender.

El argumento utilizado por Teodoro actuó como un mazazo en el ánimo de muchos. No podía tratarse de paria ni de esclavo al que pagaba sus impuestos.

–File injuria a Dios y a sus seguidores.

–Tienes razón -reconoció el obispo-; tomaré las medidas necesarias. Ahora lo más urgente es reforzar las murallas de la ciudad y prepararla para un posible ataque. En cuanto los negros sean derrotados nos ocuparemos del templo pagano.

El ermitaño sonrió. El prelado acababa de firmar un compromiso delante de la comunidad cristiana allí reunida; llegado el momento no podría sustraerse a lo prometido. Y el momento llegaría pues Dios combatía al lado de los suyos.

Crestos había limpiado el taller.

–Mira nuestras armas -dijo a Sabni enseñándole las herramientas-. Lucharemos.

–Teodoro no atacará File. La capilla del dios africano la protege.

–¿Durante cuánto tiempo?

–Mientras las fuerzas de los blemios sean superiores a las de los cristianos. El obispo ha enviado un mensajero a Alejandría para pedir refuerzos.

–¿Cuándo llegarán?

–Cuando acabe el descenso del agua, con la entrada del invierno, jamás… el emperador no se interesará por la suerte de una provincia tan lejana. Si se olvida de nosotros, estaremos a salvo. La amenaza de los blemios evitará que Teodoro nos destruya.

–¿Y si volvieras a coger tu bastón? Tengo ganas de esculpir y mi espalda está fuerte.

Mientras el sumo sacerdote y su joven hermano llegaban al sur de la isla donde Crestos aprendía a tallar la piedra a fuerza de llagas y sudores, Isis y sus hermanas mejoraban el estado del pequeño templo de Hathor en el que se celebraría el ritual consagrado al retorno de la diosa lejana. Realzaban los colores de los capiteles y limpiaban las columnas y los relieves del polvo que arrastraban las tormentas de arena. Serena, casi alegre, la gran sacerdotisa leyó el texto que estaba puliendo. De su fuerza dependería el futuro de la comunidad. Si la diosa oía su llamada, regresaría de las tierras abrasadas y trasladaría al templo el oro de las montañas con el que se esculpía el cuerpo de los dioses. Que los adeptos se nutrieran de lo imperecedero era la primera exigencia, sin la cual ninguna obra se llevaría a cabo.

Fuera de allí, la guerra. Nuevamente los hombres se mataban entre sí en nombre de sus creencias. Nadie en la isla santa elevaba la voz. Al amanecer, la figura de Faraón grabada en las paredes se animaba y pronunciaba las palabras que hacían efectiva la presencia divina. Isis alzó las manos en señal de súplica. El templo vibró.


CAPITULO XLVI


El diez de septiembre, la celebración del año nuevo se redujo al reparto de uvas. Nadie tenía ganas de festejar un acontecimiento que, de ordinario, se celebraba con innumerables libaciones. Todos vivían angustiados. El obispo no había recibido ninguna respuesta de Alejandría. Envió un segundo mensajero. En lugar de navegar por el cauce del río, costeó el Nilo para rodear Licópolis, en el Egipto Medio, donde los piratas atacaban a los barcos y las bandas incontroladas atracaban a los viajeros. Un hombre solo pasaría con más facilidad que un destacamento de soldados cuyas armas eran codiciadas por los bandidos.


El Nilo se retiraba, perezoso, tras haber depositado sobre la tierra el preciado limo. Los campesinos practicaban el manejo de las armas bajo la mano férrea de los instructores bizantinos. Los ermitaños, salidos del desierto y de las tumbas, no dejaban de recorrer la villa para exhortar a sus habitantes a combatir. Gracias a ellos, en Elefantina se forjaba una moral de victoria; aunque el miedo ahogaba los vientres, las ganas de cortar en pedazos a los paganos aumentaban.

Apostados al borde de la catarata, los vigías indicarían la aparición de los blemios. A finales de septiembre ni siquiera habían visto un explorador. El temor se esfumó. Teodoro continuó reforzando el sistema de defensa. Apretadas filas de devotos impedirían en lo sucesivo el acceso a las orillas. Los blemios deberían sacrificar cientos de hombres con escasas esperanzas de éxito.

Cansados de las lamentaciones de los ermitaños, los hombres de negocios propusieron reabrir el mercado. El obispo les concedió esta satisfacción. Sobre los mostradores expusieron pescado seco, quesos, cebollas, pichones, pollos, harina, mechas de lámpara, cerámica, especias y otras mercancías cuyo precio había aumentado de forma considerable. La inflación, que el obispo había frenado durante el periodo de paz, volvía con más fuerza: treinta por ciento sobre el trigo, cincuenta por ciento sobre la madera y el aceite, ciento por ciento sobre la carne. El estado de emergencia lo justificaba. El día de mañana Elefantina quizás fuera arrasada. Quien quisiera disfrutar de la vida no debía sucumbir a la avaricia.

La conversaciones se interrumpieron cuando Sabni apareció en la entrada del mercado dando limosna a los pobres. Después de vender la ristra de perlas a un pastor de corderos, el sumo sacerdote pensaba comprar legumbres, ajos y brevas. Cuando se aproximó, los clientes se apartaron. Cuando preguntó el precio a los mercaderes, éstos permanecieron mudos, mostrando así su repulsa a cruzar palabra con un extranjero. Sabni insistió. Un individuo demacrado y con el rostro mugriento se dirigió a él blandiendo un bastón de nogal. – ¡Vete, hijo del diablo! Nadie te venderá comida. Sabni no hizo caso del fanático y habló a los comerciantes. – No os estoy suplicando; guardad vuestra caridad para los cristianos. Tengo varias piezas de plata.

–¡Quien las acepte será maldecido! – profetizó Pablo. El sumo sacerdote se giró hacia el ermitaño. – Un hombre de Dios no alza la voz. Eres menos noble que una bestia por gritar así. Si fueras mi discípulo, pronto perderías las ganas de armar jaleo.

Sabni se apoderó del bastón con el que Pablo le amenazaba y lo partió en dos.

–¿No excluye tu religión la violencia contra el prójimo? «No matarás», ordenó Dios a Moisés. ¿Respetas sus mandamientos? – ¡No será un pagano quien me instruya en la verdadera fe! – Poco importa quién te enseñe. Sólo cuenta la enseñanza que asimilas. Tus antepasados son los míos: los egipcios respetuosos del hombre porque veneraban a Dios. Las personas como tú deberían cargar pesados fardos y caminar al lado de los asnos.

El ermitaño retrocedió. Percibía la cólera del sumo sacerdote y temía su fuerza.

–¡No me toques, pagano! El pueblo me defenderá.

–No me ensuciaré las manos contigo.

Mercaderes y curiosos rodearon a Sabni. Un vendedor de quesos le señaló con el dedo.

–Eres aliado de los blemios. Por tu culpa han incendiado la ciudad y asesinado a sus gentes.

–Calumnias.

–El ermitaño ha visto a Isis sellar un pacto con un blemio. ¿Lo negarás?

–Lo niego.

–Si nuestras mujeres y nuestros hijos quisieran encontrar refugio en la isla, ¿se abrirían las puertas del templo?

–Los profanos no pueden entrar allí. Es la Regla.

–Los blemios tienen una capilla en el templo. A ellos les acogeríais con alegría. He aquí una nueva prueba de complicidad.

El círculo se estrechó. Unos empuñaban piedras y otros cuchillos.

–File garantiza vuestra supervivencia, Bizancio os mata de hambre. Venderá Egipto al mejor postor. Sólo el templo preservará nuestra unidad y la independencia del país.

Estas palabras sembraron la discordia. Había muchos que pensaban lo mismo.

–Los blemios nos matarán -dijo un carnicero.

–¿Tú que propones? – preguntó un pastor-. ¿Quién tiene la clave de la riqueza?

En los ojos del que preguntaba brillaba una esperanza que Sabni no tenía derecho a alentar. No debía provocar una rebelión y mucho menos encabezarla.

–Cuando haya vuelto la paz, reconstruiremos Egipto. File será el centro.

–Eres un promotor de disturbios -acusó el ermitaño-. Quienes te escuchen serán castigados como el traidor Mersis.

El recuerdo del suplicio inmovilizó a los últimos partidarios del sumo sacerdote, que atravesó la multitud y se dirigió en línea recta hacia el ermitaño.

El pequeño templo de Hathor resucitaba; sus vivos colores alegraban la vista. Las hermanas redescubrían flautas y tamboriles, repitiendo ritmos y melodías. Crestos limpiaba las máscaras de madera que llevarían los adeptos durante la celebración del ritual en el que suplicarían a la maestra de la danza y de los cantos el oro del cielo, y a la señora de la embriaguez que les revelara el amor que enlazaba los mundos.

Entristecido por volver con las manos vacías y empañar la alegría de los que preparaban la fiesta, Sabni esperó que la comunidad se dispersara antes de confesar su fracaso a Isis.

–Si no podemos comprar víveres, mandaremos a alguien a hacerlo en nuestro lugar.

–¿A quién?

–A un banquero.

Tres bancos administraban los fondos de los habitantes de Elefantina. El más importante pertenecía a la Iglesia, el segundo a un financiero bizantino y el tercero a un griego. Este último, como sus colegas, recaudaba las contribuciones destinadas al Estado. Practicaba operaciones de cambio, prestaba a intereses elevados y se encargaba de transferir divisas y de otros negocios privados. Como había amasado una fortuna antes de abrir su oficina, respetaba la ética de la profesión: ser rico para convertirse en banquero y así enriquecerse más. Menos riguroso que el obispo y más astuto que el bizantino, el griego no vacilaba en servir de testaferro si la remuneración le parecía buena. De rostro rojizo, las carnes atrapadas en una túnica blanca, consagraba su ocio a la buena mesa.

Examinó los collares, las sortijas y los brazaletes que le ofrecía Sabni.

–Son unas piezas muy hermosas. ¿Deseáis un préstamo?

–Quiero venderlas.

–Os pagaría menos que un anticuario.

–No importa.

–¿Cómo queréis vuestro dinero?

–Ocupaos vos de ello.

–Podéis estar tranquilo, que lo haré fructificar. Estaréis encantado con mis servicios.

–Conducid al templo a un comprador de víveres.

–Es muy delicado… Esta gestión corre el riesgo de acarrear gastos.

–Calculad cuánto.

–Puedo encargarme del reparto sin que nadie se entere, pero…

–Sumad los gastos.

El griego se inclinó. El templo podría ser un buen cliente.

Poco después de la salida de Sabni confió el banco a su ayudante y se fue al mercado. Los agricultores cuyos bienes administraba le concedieron importantes descuentos que harían aumentar aún más sus beneficios. Absorto como iba en el cálculo de sus ganancias, tropezó con Pablo.

–Apártate, ermitaño. Hueles mal.

–Un momento, griego. ¿Tienes intención de socorrer a File?

–Los negocios son secretos.

–Quien vaya en ayuda de los paganos será a mis ojos un traidor y un perjuro. Acuérdate de Mersis. No me desafíes y respeta la voluntad del Señor.

A principios de octubre, el Nilo se retiró y comenzó la cosecha de aceitunas y dátiles. Como el templo no había recibido ningún tipo de suministro, Sabni fue a casa del banquero. Elefantina, protegida por sus fortificaciones reforzadas día tras día, renacía de sus cenizas. Reconstruyeron con ladrillos las casas incendiadas y los albañiles repararon los muros de las fortificaciones. La amenaza blemia se desvanecía.

–He juzgado mal -explicó el griego-. Tus joyas no tenían valor.

–¿Te niegas a negociar en mi lugar?

–No… pero necesitaría tesoros reales. Dicen que el templo de Isis está lleno de oro, que ensalza la belleza de las estatuas. Sin duda las criptas contienen objetos preciosos; si me traes esas maravillas obtendrás las provisiones.

–¿Has perdido el juicio?

–Un banquero debe vivir de acuerdo con su tiempo.

–Eres esclavo de los cristianos.

–Los precios varían en función de las necesidades. Hoy en día, un pagano debe pagar caro para sobrevivir. Y mi oficio es mucho más peligroso de lo que se cree.

–Devuélveme las joyas.

–¿Qué joyas? Si me las hubieras confiado te habría dado un recibo. Si pones en duda mi buena fe, iremos a juicio. No te aconsejo que me fuerces; los guardias me protegen.

Sabni pensó en las mesas de ofrenda cargadas de vituallas y consagradas por Faraón antes de ser presentadas a la gran diosa. Rico, feliz, el templo no tenía otro recurso que vivir la Regla y transmitir el espíritu.

–Osiris condena al ladrón. Quizá Cristo sea más clemente.


CAPITULO XLVII


Crestos, con el agua hasta la cintura, consiguió atrapar por fin una perca en el Nilo. En el momento en que la blandía victorioso, un milano se precipitó sobre él y se la arrancó de las manos. Con la presa en el pico, el ave rapaz, indiferente a las protestas del pescador, desapareció en el cielo azul.


Furioso, el adolescente golpeó el agua con el puño, provocando una ola plateada.

–¿Es esa la forma de comportarse de un adepto?

El muchacho enrojeció y miró a Isis.

–Hace dos horas que no pesco nada.

–Eso no es una excusa.

Avergonzado, Crestos fue a la orilla. La seriedad de la gran sacerdotisa le intrigó.

–Las distracciones no son convenientes para mí; prefiero estudiar.

–¿Has descifrado los textos de las columnas?

–Son difíciles, pero no desespero. Si Sabni me ayuda progresaré mucho más deprisa.

–Quizá haya algún otro medio.

Crestos siguió a Isis, que, a mediodía, emprendía un camino poco habitual. Subió los empinados peldaños de la escalera que llevaba al tejado del templo; normalmente, el joven subía durante la noche para estudiar el movimiento de los planetas y la disposición de las estrellas. La gran sacerdotisa le arrastró hacia la esquina en que se levantaba una pequeña capilla con las puertas cerradas. Crestos había notado la existencia del extraño santuario al que nadie, excepto Sabni, se aproximaba nunca; formular preguntas sobre el tema le parecía incongruente. Confusamente, sentía que aquellos muros contenían uno de los mayores secretos del templo.

Isis descorrió el cerrojo de bronce. El joven adepto tembló, convencido de que su destino se sellaría en aquel lugar.

–Entra, mira y medita.

Acostumbrándose a la penumbra, distinguió los bajorrelieves que adornaban los muros; el conjunto ilustraba las fases de la resurrección de Osiris, salido de su sarcófago y destinado a vivir para siempre por el amor de Isis, a la que daba un hijo, Horus, llamado a vencer el mal y a reunir las dos Tierras.

La gran sacerdotisa cerró la puerta de la capilla. Crestos se sentó en medio del enlosado y se esmeró por escuchar la voz de los jeroglíficos, la palabra de Dios; de los signos grabados en la piedra emanaba una luz dulce y tranquilizadora. Con los ojos cerrados, el adepto veía.

La pequeña estancia no dejaba de crecer; tomó la forma de una enorme barca que navegaba sobre los lagos de fuego en los que los trigos crecían en el azul, bañados por un Nilo inmaterial. De repente, el viajero vio el trono del paraíso del que hablaban los libros sagrados; de su pedestal nacían las letras madres que utilizaban los rayos del sol e iban a inmovilizarse, en apariencia, sobre los muros del templo. En la fuente de los signos, el espíritu de Crestos aprendió a leer el universo.

Cuando la gran sacerdotisa, sonriente, lo sacó de la estancia, el adolescente había cambiado realmente de vida; la suya ya no le pertenecería, sino que se parecería a la de Osiris. En lo sucesivo, por su sangre circularía el conocimiento de la edad de oro.

–Isis, tú…

–Tal es el primer paso por el camino de los grandes misterios. Éste contiene todos los demás. Haz crecer esta visión en el silencio y obra sin cesar: lo que has percibido, transcríbelo.

Teodoro disponía de un arma decisiva para derribar las murallas de File: la presencia de Crestos. Constituía un delito de tal gravedad que arrastraría a toda la comunidad a su perdición. El templo violaba la ley admitiendo un nuevo adepto, un desertor culpable de escapar a los impuestos. Sin ni siquiera evocar los motivos religiosos, el obispo podía expulsar a los adeptos y poner fin al culto de Isis.

La amenaza blemia le impedía actuar; a las reacciones que provocaría el cierre del santuario se uniría el ataque de las tribus negras. Pero este temor no justificaba, por sí solo, la espera de Teodoro; él creía que Elefantina sería capaz de resistir.

Una fuerza misteriosa le prohibía dar el golpe fatal que arruinaría para siempre las esperanzas de los paganos, como si los últimos representantes de una época pasada atestiguaran la mansedumbre divina. Sus lazos con Sabni no eran de origen humano. Desde su juventud habían desarrollado idéntico gusto por lo sagrado. Al separarlos hasta el punto de enfrentarlos, ¿no mostraba la Providencia al prelado que una parcela de error en medio del corazón de la verdad hacía resplandecer mejor la luz de Cristo?

Teodoro se encontraba cansado. Demasiados conflictos, demasiados muertos, demasiada barbarie… ¡Qué delicioso sería reflexionar en compañía de Sabni y consagrarse a discusiones teológicas tan sabrosas como los higos frescos!

El dogma por un lado y la amistad por otro; desgarrado entre dos caminos, incapaz de unir las dos orillas, tomaba conciencia de su fracaso. En otro tiempo, se habría confiado a Sabni y le habría pedido ayuda; hoy decidía su suerte, cuando él mismo se perdía en la maraña de su incertidumbre. Renunciar a Dios… La tentación afloraba como una hoja de acacia, suave e irritante.

Los ermitaños se equivocaban imponiendo al mundo la conversión o la nada. La voz del Maestro proclamaba el calor del amor y no el frío del odio. Teodoro no quería las creencias de aquellos exaltados; se sentía más próximo a la sabiduría del templo y a la belleza deslumbrante de Isis.

El obispo no deseaba la llegada de un ejército de socorro, pues rompería el frágil equilibrio que se había establecido. Si Teodoro hubiese tenido el poder de detener el tiempo, habría congelado su curso por encima de File.

Pablo empujaba ante él a una hermosa joven que, con la cabeza velada, avanzaba a regañadientes. Algunos ciudadanos la habían identificado, extrañándose del increíble espectáculo que les ofrecía el ermitaño. ¿Cómo era que él, el propagador más austero de la fe, aceptaba el contacto de aquella criatura? Pablo exigió ver al obispo. A pocos pasos de su morada, los curiosos se amontonaban y señalaban con el dedo a la inverosímil pareja. El ermitaño armó tanto alboroto que el prelado salió de su despacho.

–¿Qué deseas, Pablo?

–¿La conocéis?

–Que muestre su rostro.

La cautiva se quitó el velo.

–¿Quién es?

–Una prostituta. Esta diablesa vende su cuerpo al mejor postor.

–No es la única en su especie y su comercio es legal. ¿Por tan poca cosa me importunas?

–Esta pecadora presta sus servicios a clientes ilustres y muy generosos. ¿Os gustaría conocer sus nombres?

–No cometen ningún delito.

–Sin embargo, uno de ellos viola la Regla de su templo y traiciona a su esposa.

–Insinúas que…

Pablo zarandeó a la prostituta.

–¡Confiesa, ramera! ¡Es el único medio de salvar tu alma! Confiesa que Sabni comparte tu cama y te maltrata.

La mujer se limitó a inclinar la cabeza.

–El sumo sacerdote de File es un ser vil que se revuelca en el barro… he aquí la verdad. Mañana, toda la provincia la conocerá y tú, nuestro obispo, le condenarás.

La gran sacerdotisa vio que su marido se dirigía por la linde del desierto hacia un pueblo abandonado; una mujer de provocativa belleza salió de una choza. Llamó a Sabni que, tras un momento de duda, se reunió con ella. En el momento en que la mujer lo cogía en sus brazos, aparecieron dos escorpiones que picaron al infiel en el cuello.

Isis despertó bruscamente con la frente ardiendo; esta horrible pesadilla la había atormentado hasta el punto de romper su sueño. Contempló a Sabni, tumbado en la estrecha cama, reposando la nuca sobre una cabecera provista de un cojín.

Preocupada, la gran sacerdotisa se dirigió a la biblioteca donde consultó una clave de sueños enriquecida pacientemente a lo largo de los siglos. La escena que la obsesionaba se encontraba descrita hasta en sus menores detalles. No se trataba de una simple pesadilla, sino de una premonición; según el tratado, preveía un funesto destino al protagonista del sueño. Cortó un mechón de cabellos de Sabni mientras dormía y lo colocó sobre una placa de oro cubierta de jeroglíficos que componían una oración dirigida al Salvador, un espíritu bienhechor encargado de modificar los destinos funestos.

Isis la deslizó bajo la almohada del durmiente con la esperanza de que la magia de las palabras ancestrales alejaría al demonio.

Mientras el ermitaño esparcía veneno por las calles de Elefantina, Teodoro conversaba con la prostituta; ésta se negó a decirle su nombre, pero lo consiguió sin problemas gracias a uno de los secretarios. La consulta de sus notas le aportó toda la información que necesitaba. La joven se llamaba Myrta; hija de Leónidas, comerciante arameo arruinado por varias inversiones mal hechas, se vendía desde hacía un año para contribuir a los gastos de su familia y recibía a sus amantes ya en su propia habitación, ya en la puerta septentrional de Elefantina, donde un burdel acogía a los viajeros afortunados que, al término de un largo camino, tenían necesidad de detenerse. De acuerdo con la ley, ella pagaba sus impuestos declarando escrupulosamente el número de clientes; su padre le llevaba la contabilidad.

Un sumo sacerdote del templo, según el derecho consuetudinario, debía fidelidad a su mujer. Si, además, ella ocupaba el rango de gran sacerdotisa, formaban una pareja simbólica, la imagen terrenal de Osiris e Isis. El ermitaño, al desacreditar a Sabni, socavaba los cimientos espirituales de la comunidad. Probar la villanía de un jefe arrojaba el oprobio sobre sus fieles y corrompía el alma del templo.

–¿Sabni ha comprado tu cuerpo?

–Sí -respondió ella.

–¿Cuántas veces?

–Una. Pero me golpeó.

–¿Cuándo?

–Hace una semana. Todavía llevo las marcas.

Descubrió su espalda cubierta por heridas violáceas.

–¿Qué arma utilizó?

–Un cinturón de cuero. He presentado una queja. No me ha pagado y me debe una reparación.

Si la prostituta decía la verdad, ganaría el pleito.

–¿Cuáles son el día y la hora exactos de vuestro encuentro?

Myrta los precisó y se extendió sobre los malos tratos que le había infligido el sumo sacerdote. El obispo comprobó que, en efecto, aquel día Sabni se encontraba en Elefantina.

–Ya le he denunciado -repitió la mujer con aire obstinado.

El obispo no dudaba de que aquello era una maquinación. Por tanto, trató de retrasar la apertura de un proceso del que su amigo saldría mal parado y sucio. La encuesta llevada a cabo por los secretarios acumulaba varios indicios contra él. El dueño del burdel le había identificado y dos ermitaños que mendigaban por la puerta septentrional juraban haber visto un hombre arrojar en el Nilo un cinturón ensangrentado. No se presentó ningún testigo a favor.

Ermitaños y prostitutas unieron sus fuerzas para reclamar justicia. Estas últimas amenazaron con hacer huelga si el obispo no accedía a su legítima petición. Teodoro se preguntaba: ¿no habría cedido Sabni a sus deseos y, asqueado por su conducta, se habría vengado golpeando a la muchacha susceptible de revelar su naturaleza demasiado quebradiza? Reflexionando, el proceso sería una excelente maniobra: Sabni iría a la cárcel durante algún tiempo; allí estaría protegido y lejos de las bandas de fanáticos. Obligada a pagar una costosa multa cuyo montante fijaría el obispo, la comunidad vendería sus últimos bienes antes de dipersarse. Isis, afligida por una tristeza de la que no se repondría, ya no tendría fuerza para plantar cara a la adversidad. Si hubiera problemas, Sabni sería mantenido lejos.

Sabni se presentó solo ante el tribunal presidido por el obispo. Escuchó con calma la declaración de la demandante, prolija en detalles que escandalizaron al público asistente. Sin que nadie se lo pidiese, Myrta desnudó su espalda y enseñó la prueba de lo que decía.

Cuando el sumo sacerdote quiso tomar la palabra, los abucheos le impidieron expresarse. Los guardias tuvieron que evacuar a algunas prostitutas presas de la histeria.

–¿Cómo se llaman los padres de esta mujer?

–Su madre está muerta. Su padre se llama Leónidas.

–¿Un arameo que comercia en aceite?

–¿Le conoces?

–Él es quién debería estar aquí. ¿No ha agredido a una hermana que se negaba a ceder a sus pretensiones?

Los murmullos se elevaron.

–¿Le ha denunciado?

–Lo intentó, pero la denuncia no fue admitida.

Apenas expuesto, el sistema de defensa se hundía.

–Mi corazón -dijo el sumo sacerdote- me empuja a cumplir con mi deber; él es mi testigo. Yo no infrinjo sus directrices y temo faltar a sus mandamientos. Si fui elevado a este cargo, fue gracias a sus orientaciones concernientes a mis actos. Al escuchar sus enseñanzas, fui por el camino recto. En nuestros días se impone la mentira. La riqueza que provenga de ella será estéril; quien navega en su compañía no llegará a ningún puerto.

–Hermosos preceptos -admitió Teodoro-, pero estamos en un tribunal y juzgamos hechos. ¿Los reconoces?

–¿Me reconoce ella?

–¡Eras tú! ¡Tú me has violado y lacerado mi espalda!

–En ese caso, describe mi desnudez.

Aturdida, Myrta miró al obispo.

–Obedece -ordenó.

–Él es… es un hombre.

La concurrencia estalló en carcajadas.

–Sé más precisa. Si he sido tu verdugo te fijarías en alguna señal particular que ninguna mujer podría olvidar.

La prostituta se desconcertó. El ermitaño no le había dado ninguna indicación sobre este punto.

–Habla o retráctate -exigió Teodoro.

Myrta retrocedió hasta la pared del tribunal.

–Eres… ¡estás circunciso!

–Cierto -admitió Sabni-. Nuestra Regla lo exige; todo el mundo lo sabe.

La prostituta trató de huir, pero los guardias la detuvieron.

–Esta mujer ha mentido; la primera vez que nos hemos visto ha sido en esta sala. Si hubiéramos hecho el amor, ella sabría que una marca me distingue del resto de los hombres. Fue grabada en mi carne el día de mi entronización.

Sabni se desató el shenti ante el obispo. Sobre el muslo, en la cavidad de la ingle, había grabada una cruz ansada.


CAPITULO XLVIII


Dátiles, olivas y racimos de uvas se acumulaban en los mercados. El Nilo se retiraba. Atrás quedaban los paseos en barca y las largas jornadas de descanso y conversación. Los campesinos se ocupaban de nuevo de sus tierras, fecundadas por el limo que el cauce divino había depositado en abundancia.


Isis estaba inquieta; el templo pronto carecería de víveres frescos. Aunque Sabni había sido declarado inocente, su reputación no había salido indemne del proceso. Los rumores pretendían que el sumo sacerdote se daba a los placeres de la carne y traicionaba su sagrada vocación. File ya no respetaba la Regla; ¿no habían abandonado la comunidad varios adeptos por culpa de aquel conflicto? Se murmuraba que, a pesar de su avanzada edad, algunas hermanas se daban a la lujuria. La religión de Isis concedía a la mujer demasiada libertad; según las recomendaciones de Agustín, ¿no deberían llevar velo en lugar de provocar a los hombres exhibiendo sus encantos? A fin de contener las tentaciones que las criaturas del diablo infligían a los más virtuosos, sería necesario restringir sus apariciones en público.

El sermón de los ermitaños, repetido una y mil veces, azotaba al pueblo. La imagen de una Isis bella y resplandeciente se desmoronó como un bajorrelieve desgastado por el tiempo. Aquellos que, a escondidas, les llevaban frutas y legumbres se alejaron del templo; temían a Pablo, al obispo, a la cárcel y al castigo de Dios.

A pesar de los esfuerzos de Crestos, la comunidad se iba aletargando. Al final del tórrido verano la mayoría de los adeptos se sentían agotados; la vejez soportaba mal el ardor del sol de Elefantina y, sobre todo, la angustia del mañana. No es que los enfermos se preocupasen de sí mismos, sino que les inquietaba el futuro de File. Allí, donde veneraban a los dioses y recogían el conocimiento, ¿podrían vivir sus sucesores?

También el joven llegaba a veces al límite de sus fuerzas, aunque ignoraba el desaliento, ya que Isis y Sabni le proveían de energía continuamente. La voracidad de Crestos no disminuía; aprendía nuevos jeroglíficos, estudiaba un papiro olvidado en los archivos, hablaba con el sumo sacerdote sobre la naturaleza del dios Thot, escriba de la luz y ostentador del poder inscrito en cada palabra de la lengua sagrada. Por la mañana, cuando asistía a la purificación de las ofrendas, el joven adepto daba gracias a los dioses por concederle una felicidad tan intensa. Pronunciaba junto con Isis los versículos del himno al sol naciente y ejecutaba con Sabni los gestos de consagración que abrían la boca y los ojos del templo.

–Ayudarás a la gran sacerdotisa -ordenó Sabni-, llevarás el cetro y marcharás tras ella cuando se dirija hacia la naos.

–¿Yo? ¿Ocupar tu lugar?

–Eso es decir demasiado -rectificó el sumo sacerdote divertido-. Me sustituirás durante algún tiempo, nada más.

–¿Un viaje?

–Al norte. Cuando el vientre está hambriento, el espíritu se envilece.

–¿No es peligroso?

–No hay peor peligro que la renuncia.

–Desearía…

–Tú te quedas aquí, Crestos. Después de mí, eres el hombre más robusto de la comunidad.

En el peldaño más alto del embarcadero, a la sombra del obelisco, Isis y Sabni se abrazaron. Ambos temían esta expedición hacia otras tierras de las que el sumo sacerdote, quizá, no volvería jamás.

En la puerta del norte, el viajero se identificó, pagó el peaje y recibió un trozo de papiro de la peor calidad, que exhibiría ante los jefes de las patrullas que jalonaban los caminos en busca de ladrones y campesinos huidos. A pesar de sus temores, Sabni no fue sometido a ningún interrogatorio. Al atravesar el primer pueblo alquiló un camello; si conseguía llegar a las afueras de Tebas, a la que rodeaban ricas explotaciones agrícolas, podría adquirir provisiones en grandes cantidades. Lejos de Elefantina nadie le identificaría.

El sumo sacerdote salió de la provincia con sorprendente facilidad. No le siguió ningún escriba del obispo; en los puestos de peaje, pagaba y pasaba sin problemas. Alquiló una barca por un módico precio; el barquero le aconsejó que desembarcara en un pequeño pueblo, al sur de Tebas, cuyo alcalde era conocido suyo. Este último fue amable y eficiente. En menos de un día, sacos de trigo, frutas y legumbres fueron cargados sobre el lomo de una veintena de asnos alquilados a un precio razonable. La apacible caravana, ya por caminos de tierra, ya en barcos de transporte que cubrían la distancia entre las grandes urbes, tardó cuatro días en salvar la distancia que había entre la provincia de Amón y Elefantina.

Los quisquillosos aduaneros inspeccionaron el contenido de los sacos. Sabni temió que embargasen una parte del cargamento, pero se contentaron con inventariar los géneros. El sumo sacerdote entregó al jefe de aduanas el salvoconducto destinado a los archivos de la administración.

Aproximándose a la caravana, un hombrecillo calvo examinó uno de los asnos. Sabni reconoció al recaudador principal.

–Esta bestia no es de la provincia. Enseñadme el recibo del alquiler.

–No lo tengo. – ¿Nombre del propietario? – Un alcalde de Tebas.

–Esto es muy grave -estimó Filamón-. Según el reglamento del gremio de arrieros de asnos, como residente en Elefantina no tenéis derecho a alquilar animales a la competencia. Estáis obligado a pagar una multa, a entregarles un año de cotización y a pagar los gastos de su banquete de otoño. – ¿Puedo pasar?

–No. Los asnos de la provincia, en esta estación, no transportan más que herramientas, estiércol y tinajas. Las actuales normas reservan los convoyes de provisiones a los camelleros; por lo tanto estáis en situación ilegal y me veo en la obligación de hacerme cargo de este género fraudulento.

–Me gustaría recuperarlo cuanto antes.

–La administración decidirá.

–¿Quién, concretamente?

–Este asunto es complejo. No está dentro del ámbito de mis competencias y concierne sin ningún género de duda a otro servicio; tendré que consultar a los especialistas y estudiar las minutas del tribunal. Que seréis condenado es seguro; la cuestión es de qué jurisdicción dependéis.

Sabni miró hacia otro lado. Los esbirros de Teodoro se habían contentado con esperar su vuelta para atraparle con una trampa legal; creyendo todavía en lo imposible, el sumo sacerdote fue a visitar a cuatro de los principales miembros del gremio de asneros. El primero se negó a recibirle, el segundo y el tercero no disponían de ninguna bestia en regla y el cuarto le ofreció dos animales enfermos, incapaces de soportar una carga pesada.

Sabni renunció. El gremio obedecía al obispo. Con el corazón encogido y el cuerpo presa de una fatiga próxima a la desesperación, se dirigió a File. El lugar donde solía embarcar no estaba desierto.

En la orilla, dentro de una cabaña improvisada, se encontraba un funcionario encargado de cobrar un derecho de peaje exorbitante, correspondiente al trayecto hasta la isla santa. El encargado entregó un recibo a cambio del pago. Obedecía escrupulosamente las órdenes dadas por el obispo.

En el exterior del templo, tapices de lino y esteras de paja y de fibra de palmera estaban expuestos al sol purificador; túnicas, mantos y delantales se beneficiaban de los mismos cuidados. Crestos reparó los odres que mantenían el agua fresca; el resto de los adeptos limpiaba vestimentas cotidianas y rituales cantando dulces melodías cuyo texto ensalzaba el encanto de la brisa y la suavidad de los días.

Cuando Sabni apareció, una sola mirada le bastó a Isis para comprender que había fracasado. El silencio del sumo sacerdote intrigó a los adeptos, que interrumpieron su labor.

Auré se adelantó. El panadero le bloqueó el camino.

–Pidámosle las cuentas -propuso.

–Sus primeras palabras están reservadas a la gran sacerdotisa. ¿Acaso has olvidado la obediencia?

La ritualista se batió en retirada mientras Isis y Sabni se sentaban a la sombra de un tamarindo.

–Te he seguido con el pensamiento. No corrías mucho peligro, pero el destino no te ha sonreído.

–Teodoro nos aisla. Ya sólo nos quedan las dos barcas; con la más pesada y buen viento, podría remontar el Nilo. No me será difícil encontrar un pueblo y comprar trigo.

–Los marineros del obispo te lo impedirán.

–Hay que intentarlo.

–¿Manejarás la barca tú solo?

–Podré hacerlo.

–La comunidad resiste bien.

–Gracias a ti, Isis.

–Tu valentía y tu voluntad les tranquiliza. Mientras luches, no perderán su confianza.

–¿La traición?

–Camina.

–¿Cuándo nos golpeará de nuevo?

–Ahí está. Viene hacia nosotros.

Apartando a Crestos y al panadero, Auré interrogó a la pareja.

–Exigimos una explicación. ¿Ha encontrado comida el sumo sacerdote?

–No -contestó Sabni- y mi tarea se presenta difícil.

–¿Estamos condenados a morir de hambre?

–Todavía no.

La ritualista rió burlona.

–Dicho de otro modo, estamos aislados del mundo. El obispo deja salir al sumo sacerdote para demostrarle que lo manipula como quiere. Debemos cambiar de actitud.

Hermanos y hermanas se aproximaron; Auré no carecía de soberbia ni de poder de convicción.

–¿Qué aconsejas? – preguntó Isis.

–Negociemos con Teodoro. Cedamos la isla a cambio de que nos permita abandonar la provincia.

–¿Cada uno por su lado?

–Es evidente.

–Propones la disolución de la comunidad.

–Se reconstituirá en otra parte. En una gran ciudad en la que pasemos desapercibidos.

–Si nos separamos -dijo Sabni-, desapareceremos. File no nos pertenece; preservaremos los dominios de Isis a cualquier precio.

–Bravatas. Yo, Auré, ritualista del templo, acuso al sumo sacerdote y a su esposa de traicionar la Regla. En consecuencia, que la cabeza de la comunidad sea reemplazada y se adopte otra orientación.

Ni Isis ni Sabni se indignaron. Un adepto podía formular una queja en cualquier momento.

–¿Quién será nuestro nuevo jefe? – preguntó la gran sacerdotisa.

–Esa responsabilidad no me concierne -dijo Auré-. No me impulsa la ambición, sino el deseo de servir a los intereses de la comunidad.

–¿Alguno tiene dudas?

–Yo -declaró Crestos-. Auré quiere corrompernos. Lo que trata de imponer es su propia ley y no la del templo.

La ritualista le miró con expresión asesina.

–Mi intervención puede parecer chocante -admitió-, pero pienso en la supervivencia de mis hermanas y hermanos. Empeñarnos en continuar por el camino elegido hasta ahora es un desafío inútil. Ser expulsados de manera vergonzosa, golpeados, ver morir a los más débiles… ¿lo deseáis de verdad? Teodoro multiplica las advertencias y nosotros nos hacemos los sordos porque creemos ser los más fuertes. ¡Vanidad! Admitamos la fatalidad, sometámonos a la ley del obispo y salvemos lo que podamos.

–Son palabras sensatas -juzgó Sabni-, pero nuestra búsqueda está más allá de lo razonable. Por amor a File, cuidaremos el templo. Si alguno no está de acuerdo que se vaya. Si la comunidad aprueba lo que dice la ritualista, que ella elija. Isis y yo no nos iremos nunca y continuaremos sirviendo a la diosa.

Auré miró a su alrededor. Ninguna voz se elevó a su favor.

–Vete -reclamó Crestos-. Tu alma está tan sucia como los hábitos de los ermitaños.

Sabni ordenó al joven que se callara.

–Tú que eres nuestra hermana -dijo Isis-, ¿todavía amas la Regla?

–Reniego de ella. Permanecer entre vosotros me resulta imposible; ¡cómo vais a echarme de menos!

El panadero la transportó hasta la linde del mundo profano. Durante el corto viaje, la ritualista no dejó de mirar el templo. La anciana dudaba a la hora de poner el pie en tierra, se mojó la ropa y corrió hacia la cabaña del aduanero.

Fuera de la ley a causa de las vestimentas rituales y por carecer de salvoconducto, Auré pronto fue detenida.

Dos días después, la brisa del sur permitió al sumo sacerdote poner su proyecto en ejecución. La gran vela blanca desplegada rodeó Elefantina y se deslizó por una corriente favorable. En la frontera de la provincia, dos barcos cargados de soldados le cortaron el paso. Sabni no llevaba el documento requerido, una orden de viaje que sólo expedía el despacho del obispo. Como fue incapaz de pagar la multa, que se elevaba a tres veces el precio del barco, se lo cedió a los funcionarios y volvió a File en una canoa de papiro.

La única posibilidad de sobrevivir residía en el retorno de la diosa lejana. La celebración del ritual exigía las palabras justas y no admitía ninguna inexactitud; tampoco la gran sacerdotisa lo sacrificaría a la vergüenza. La comunidad, apta para soportar el peso de la desgracia, no la acosaría; cada adepto era consciente del rigor indispensable que debía presidir el diálogo entre lo humano y lo divino. Isis, en la lucha contra la adversidad, preparaba la más eficaz de las armas, pero también la más difícil de forjar. De vez en cuando, una oleada de tristeza interrumpía sus pensamientos: el recuerdo de Auré, tan lejos de File, bajo el peso de las cadenas y el destierro.


CAPITULO XLIX


Aquel domingo, recuerdo de la resurrección, el obispo celebró una gran misa en la basílica de Elefantina, cuya cúpula, cubierta de oro fino, brillaba bajo el fuego de las postrimerías del verano. Numerosos fieles no pudieron entrar en el lugar santo en el que Teodoro, vestido con una casulla roja, empuñaba un báculo con empuñadura espiral mientras pedía para la provincia la protección del Señor. Los excluidos se amontonaban en el atrio o subían a los tejados de las casas adyacentes.


Una valla de madera separaba el santuario del resto de la iglesia; en el centro había una puerta oculta por un velo. Teodoro lo apartó y se arrodilló ante el altar, una mesa de piedra que provenía del templo de Jnum y donde un diácono había depositado el pan cocido cerca de la casa de Dios y el vino elaborado en su lagar.

«Creo y confieso hasta mi último aliento -declaró el obispo- que ésta es la carne de Jesús. Creo que su divinidad no ha estado separada ni un sólo instante de su humanidad.» Después hizo la señal de la cruz sobre el pan, lo besó, dio tres vueltas al altar y lo incensó. El aroma penetrante hirió el olfato de los fieles sentados sobre las esteras y los tapices. Con la cabeza cubierta y los pies desnudos, los notables de Elefantina escucharon la voz poderosa del prelado transmitiendo la Epístola y el Evangelio. Al final los clérigos cantaron un salmo glorificando el amor al prójimo. Tener ira en el corazón impedía la comunión con Dios y el prójimo.

El obispo purificó sus manos y pidió por los cristianos dispersos por la superficie del globo, sus enemigos y los infieles. Partió el pan, elevó un trozo y proclamó: «las cosas santas para los santos».

En sus movimientos se revelaba la presencia invisible, pero real, del Maestro celestial cuyos leales compartían la comida, anuncio del banquete del último día en que los justos serían convidados. Al invocar al Espíritu Santo, el oficiante bebió vino, lo consagró y deseó: «la paz sea con vosotros». Tras depositar un trozo de pan en el cáliz, recordó las palabras del apóstol Pablo: «cuantas veces comiereis este pan y bebiereis este vino anunciaréis la muerte del Señor hasta su regreso. Quien comiere el pan o bebiere de la copa del Señor indignamente será culpable del cuerpo y la sangre del Señor. Quien comiere y bebiere sin discernimiento, comerá y beberá su propio juicio».

Cuando salió del santuario, el obispo dio la comunión a los diáconos. Le esperaban los subdiáconos, los lectores, los salmistas, los notables, las viudas, las vírgenes y las mujeres de buenas costumbres. Teodoro tuvo que interrumpir la celebración; al fondo de la iglesia se elevaron gritos de pánico. Las filas de creyentes se rompieron para dejar paso a un personaje terrorífico con cuerpo de hombre y rostro de chacal.

–¡El diablo! – exclamó una vieja patricia que salió dando alaridos.

–¡Es Anubis! – gritó su vecina-. ¡ Anubis ha vuelto!

La mayoría de los asistentes se arrojó al suelo, otros cerraron los ojos, otros huyeron. Los diáconos, impresionados, intentaron en vano retenerlos. La misa se sumió en el mayor de los desórdenes.

Anubis miró al obispo durante unos momentos, después retrocedió sin que nadie osara dirigirse contra él. Teodoro impuso silencio. Los diáconos forcejearon con las vírgenes más nerviosas y las echaron del lugar santo en el que se había refugiado una multitud asustada.

–No era Anubis -afirmó.

–Nosotros lo hemos visto -protestaron diez testigos.

–Lo único que habéis visto es un hombre enmascarado; el sumo sacerdote se ha burlado de vuestra credulidad. Su templo no es un antro de demonios invisibles, sino un refugio de almas perdidas. El día de mañana, Cristo los convertirá.

Algunos le contradijeron y le dirigieron insultos, poniendo en duda sus afirmaciones; el prelado evocó las procesiones en que los sacerdotes representaban el papel de las divinidades con el fin de deslumbrar a una población ávida de prodigios. Algunos, abochornados, lamentaron su ridicula actitud. Otros partieron persuadidos de que Anubis se había reencarnado para probar la permanencia de la antigua fe. A fin de cuentas, el hombre con el rostro de chacal había interrumpido la misa sin ser golpeado por el fuego divino.

Afligido, Teodoro se encerró en el santuario y se arrodilló ante Cristo.

La hermana encargada del corral cogió la última oca que allí quedaba. Las gallinas y el gallo todavía vagaban en libertad; pronto habría que atraparlos como a animales de caza. La gran sacerdotisa había ordenado servir carne a los enfermos, pero preservando las aves para la fiesta de la diosa lejana. En el almacén principal en que se conservaban los víveres, Crestos colaba aceite. A pesar de tratarse de una tierra en la que los olivos eran de ordinario generosos, había que economizarlo pues File ya no pertenecía al Egipto del emperador. La isla prohibida, apartada del mundo, sobrevivía por el respeto a sus propias leyes, contrarias a las del cristianismo. El joven adepto extraía de la adversidad una fuerza que la desgracia no podía empañar. Los dioses imponían aquellas pruebas a File para despertar en los adeptos sus energías más vivas. Creyendo abatir el templo, el obispo lo reforzaba.

Sabni depositó la máscara de Anubis en el tesoro.

–¿Cómo han reaccionado? – preguntó Isis.

–Como esperaba: con miedo. El temor se ha insinuado en sus espíritus y su hermosa unanimidad se ha roto.

–¿Temerán lo suficiente a File para respetarla?

–Anubis ha resucitado; él abre los caminos del más allá y conduce las almas hacia el paraíso.

–Ya nadie le respeta fuera de este recinto.

–Éste es el único combate que podemos sostener: dar testimonio de nuestra fe.

–Sostener un combate… ésa no es nuestra vocación. Percibir la luz divina y ofrecerle una morada, he ahí nuestra misión. El poder del rito no tiene igual; en él está inscrito el proceso mismo de la creación. Cuando lo celebremos, la armonía llegará como la primera luz del alba. La diosa lejana volverá.

El otoño se aproximaba. Ya, al atardecer, los muros del templo se teñían de color ámbar. ¿Quién habría supuesto que el buque de piedra de la diosa Isis navegaba por un mar tormentoso?

Teodoro encontró la virtud del consuelo en la oración. Al elevar su pensamiento hacia el Señor, menospreciaba su función de administrador y de jefe del ejército; su vocación no le destinaba a aquellas ridiculas tareas. ¿Por qué tenía que ocuparse de asuntos terrenales mientras Dios le exigía cada instante?

El prelado tuvo ganas de abandonarlo todo y confiar la provincia a la Providencia. Cobardía… la palabra le quemó los labios. Sería tan fácil olvidar a sus ovejas, abrir la puerta al fanatismo y dialogar con el cielo sin preocuparse de la miseria y la desdicha del prójimo. El, el egipcio, enlazaba el antiguo mundo con el nuevo porque comprendía el pasado y construía el futuro. ¿Acaso no se ilusionaba al creer que influía en el destino? Salvar a Sabni… deseaba tener éxito con el ardor de la amistad más pura. Fracasar sería el más severo de los castigos; infligiéndoselo, Dios lastimaría su alma.

Se sorprendió soñando en el bendito día en que sería un anciano impotente y solitario, silencioso bajo las sombras de su jardín, incapaz de influir en la existencia del prójimo. Sueños vacíos en aquellos momentos en que se jugaba la suerte de Elefantina y la del cristianismo. Enfrentados por el destino se encontraban el templo y la Iglesia, el sumo sacerdote y el obispo, Sabni y Teodoro.

El poder… él no lo había buscado. Insidiosa, esta fiebre se había apoderado de él; mezclada en sus pensamientos y en sus actos, su función le guiaba y le privaba de libertad. ¿No se parecía a su amigo? ¿No estaban ambos obligados a obedecer la voluntad de las alturas?


CAPITULO L


Pablo y los ermitaños se sorprendieron ante la solicitud del obispo: cada uno de ellos recibió una túnica de lino, higos y pescado seco. ¿Por qué, después de haberlos ignorado, casi despreciado durante tanto tiempo, ahora les recompensaba así? Desconfiado, Pablo estaba convencido de que Teodoro trataba de comprar su silencio. Un ermitaño que no pasara frío y comiera todos los días no lucharía por Cristo y perdería su tenacidad, oscurecida por una tolerancia culpable.


¿Tendría el obispo algún pecado que esconder? Pablo recorrió las calles, preguntó, registró, pero no consiguió nada serio. Como había temido, ningún gran pecado oscurecía la existencia de Teodoro. Cierto que habría tenido que decretar hacía tiempo la expulsión de los paganos y la destrucción del templo, pero sus últimas decisiones demostraban un endurecimiento de su posición conforme a su compromiso espiritual. Acusar al obispo de debilidad no le acarrearía muchas adhesiones.

Pablo desplegó otra estrategia. El trabajo y la oración llenaban los días del prelado, que raramente salía de sus dominios. El ermitaño buscó las excepciones a esta regla de conducta, excluyendo los desplazamientos oficiales. Su paciencia obtuvo recompensa: se enteró de que Teodoro había visitado a un mercader de higos llamado Apolo. Dos días más tarde, el comerciante, cuyos asuntos iban viento en popa, había abandonado la ciudad como un ladrón ante el asombro de sus empleados y amigos. El ermitaño no obtuvo ninguna explicación a esta partida, pero supo que uno de los hijos de Apolo, Crestos, había desaparecido. Su padre había ido al cuartel para denunciarlo; Pablo confirmó el encuentro entre Apolo y el capitan Mersis a través de un soldado partidario de la intransigencia de los combatientes de Dios. Mersis el pagano, el traidor, el cómplice de los adoradores de Isis. A Pablo le invadió una alegría salvaje: ahora sabía cuál era el punto flaco del obispo.

La mitad de la iglesia estaba vacía. La aparición de Anubis continuaba sembrando la inquietud en los espíritus hasta el punto de alejar a los más débiles de la verdadera fe. ¿No murmuraban que el dios egipcio embrujaba los muros del santuario cristiano para que transmitieran una enfermedad mortal? A pesar de los enérgicos sermones, Teodoro no conseguía reconquistar el terreno perdido.

Al final de una celebración en la que los cantos carecían de animación, el obispo se tropezó con Pablo. El ermitaño exigió una entrevista inmediata; ante su mirada inflamada, el prelado comprendió que el fanático poseía un arma contra él.

Teodoro propuso a Pablo un paseo por los jardines de la iglesia. Los sicómoros ofrecían una sombra suave a los diáconos que leían los textos sagrados antes del oficio.

–¿Qué esperas de mí, hermano?

–El respeto sin debilidad a la ley de Dios.

–Esa tarea me preocupa a cada instante. ¿Acaso he fallado?

–Me temo que sí.

–¿De qué manera?

Pablo empuñó con más fuerza el bastón de nogal.

–Encubriendo un asunto delictivo.

–¿Tienes pruebas?

–¿Mersis no era un oficial traidor?

–Fue castigado.

–¿No se entrevistó con un tal Apolo, al que vos habéis mandado al destierro?

–El mercader de higos prefirió hacer fortuna lejos de aquí.

–¿No le habéis obligado a abandonar la provincia por culpa de su hijo Crestos?

El obispo no respondió.

–Todos aprecian vuestro sentido del honor y del deber; en tanto que servidor de Dios, retrocedéis ante la mentira. Estoy convencido de que Crestos, hijo de Apolo, se ha refugiado en la isla de los paganos. Grave violación de la ley sagrada: al templo le está prohibido acoger un nuevo adepto so pena de ser aniquilado.

–¿Dónde están las pruebas?

–Las obtendré. ¿Por qué no habéis intervenido?

–No tengo que justificarme, hermano. La razón de Estado está por encima de ambos, de ti y de mí.

–Amáis a esos paganos.

–Deseo convertirlos.

–Cuando la bondad fracasa, hay que utilizar la fuerza. Si os negáis a utilizarla, revelaré vuestro pecado a los fieles, ¡su justa cólera se desencadenará contra File!

Teodoro se imaginó a Pablo a la cabeza de la provincia. En menos de un año la habría arruinado. Los cristianos se despedezarían entre sí. Oscuras nubes cubrirían Elefantina.

–He contribuido a remediar las necesidades de los ermitaños.

–No es suficiente. Hace falta una cabeza de turco. Pronto, Teodoro, me asociaréis a vuestro poder. Entre los dos venceremos a los demonios.

–Yo también pongo condiciones.

–¿Estáis en situación de hacerlo?

–Sin mí, no serías más que un fantoche.

Pablo golpeó con violencia el tronco de un sicómoro. ¡Por desgracia, el obispo tenía razón! El ermitaño no se beneficiaba, como el prelado, de la confianza del pueblo; dirigir una facción, aunque venciera, no bastaría para asentar su primacía. Transigiría durante algún tiempo.

–¿Cuáles son las condiciones, reverencia?

–El respeto por las vidas humanas.

–¿Los paganos son hombres? Vuestros soldados han matado algunos y vos no habéis excomulgado a los responsables.

–Incidentes lamentables, Pablo; nosotros rogamos por nuestros enemigos y pedimos a Dios su conversión, no su exterminación.

–Dios perdona al pecador arrepentido y condena al hereje.

–Una cabeza de turco, dices.

–La justicia debe reinar sobre nuestra provincia; absolver al criminal sería injuriar al Altísimo. Vos, su representante, no admitiréis esta infamia.

–Graba en tu espíritu mi condición más importante: que esa cabeza no sea la de Sabni.

Varios fueron los habitantes de Elefantina que asistieron a la demolición de un viejo edificio situado cerca de la oficina del recaudador principal. Los albañiles echaron a un mendigo, su único ocupante, y derribaron los muros. Un capataz, apodado «el Atajo», dirigió la operación con órdenes claras y concisas.

De repente lanzó un grito.

Los obreros bajaron las mazas. El capataz acababa de sacar un cofre de plata y rápidamente alertó al recaudador principal; Filamón corrió hacia allí y procedió a la apertura del cofre, repleto de piezas de oro y lingotes de plata.

–Reconozco este tesoro -declaró-. Se lo robaron al obispo hace un año; debo inventariarlo de nuevo.

Normalmente, el funcionario trabajaba lejos de las miradas ajenas, pero aquella vez lo hizo ante numerosos testigos. Sustraer los bienes de la Iglesia sería castigado con severidad; Teodoro exigiría una investigación a fondo.

–El culpable ha firmado su delito -dijo Filamón-. ¡Mirad!

Mostró un brazalete de marfil grabado con el nombre de Crestos.

La guardia del obispo buscó en vano al joven para interrogarle. Vecinos y amigos identificaron el brazalete de marfil que Crestos había dejado en su habitación antes de abandonar la vivienda familiar; era su joya favorita, símbolo de su pasado, indigna del templo: el nombre de su propietario no despertaba ninguna duda. Las lenguas se desataron; desde muy niño Crestos había tenido la mano demasiado larga. La avaricia de su padre le obligaba a cometer pequeños hurtos. Un aduanero les facilitó una valiosa información: había detenido a un rapazuelo que llevaba consigo un peine de marfil sustraído a los contrabandistas. Debido a la edad del ladrón, se había conformado con confiscar el objeto. El diácono encargado de la instrucción acumuló pruebas abrumadoras contra el peligroso personaje. Al final del proceso, celebrado en ausencia del desertor, fue pronunciada la sentencia: condena a trabajos forzosos en el desierto libio. Sólo faltaba encontrar la pista de Crestos, encarcelarle y deportarle.

Teodoro pidió unos días de reflexión a Pablo antes de ordenar a «el Atajo» que difundiera un rumor según el cual habían visto al ladrón en la isla de File. Reflexión inútil, puesto que el prelado no podía romper el pacto contraído con el ermitaño. El obispo imploró al Señor. Como no había sabido destruir File, se veía obligado a hacerla sufrir. En la tormenta que se avecinaba, ¿sería capaz de salvar a su amigo?

Crestos no escaparía al suplicio; no había ningún medio de evitárselo. Pablo exigiría la crucifixión para que ningún adolescente se sintiera tentado de abrazar la causa de los paganos. Aunque el método era condenable, su ideal respondía a las exigencias de la fe.

Teodoro dudaba todavía en llamar a «el Atajo»; al amanecer, Pablo exigiría el cumplimiento de su deber. ¿Qué angel descendería de las nubes y se llevaría en sus alas el alma de un joven inconsciente de los rigores de su tiempo?

El guardia golpeó la puerta de la oficina en la que la luz de una lámpara había brillado durante toda la noche. El ermitaño no perdía un momento.

–Adelante.

El centinela introdujo a un oficial de la guarnición.

–Es muy grave, reverencia. Dos exploradores han visto una gran concentración de tropas blemias al sur de la primera catarata.


CAPITULO LI


Pablo, furioso, insultó al centinela.


–¿No sabes quién soy?

–Eso no cambiará nada. El obispo no está.

–¡Eso es falso! Deja libre el acceso a su oficina.

–Si intentáis pasar, os lo impediré. Son las órdenes.

–¿Dónde está?

–En el cuartel.

–Como me hayas mentido…

Aunque mantuvo la cabeza alta, el militar no se quedó muy tranquilo. Al igual que los demás, temía al ermitaño.

Pablo forzó la entrada del cuartel general donde Teodoro conversaba con los oficiales principales.

–No estás autorizado a sentarte en este consejo -dijo el obispo-. Fuera de aquí.

–No antes de que hayáis ordenado la detención del criminal.

–Arreglaremos ese asunto más tarde. Ahora necesito a todos los soldados.

Los ojos del ermitaño brillaron de rabia.

–Incluso si se decreta el estado de emergencia, no contéis con aplazar indefinidamente la ejecución de la sentencia.

–No es mi intención.

–Estad seguro de que los combatientes de Dios manifestarán sus exigencias.

Seguros de su impunidad, una docena de ermitaños incendiaron la viña del templo y un campo donde trabajaban los campesinos sospechosos de complicidad con los paganos. Pablo y sus hordas sembraron más terror que Anubis. La población, después de haber sopesado las amenazas del antiguo dios y los anatemas del nuevo, se comprometió resueltamente con los cristianos más exaltados. Si el ejército no intervenía contra ellos sería porque habían obtenido la bendición del obispo.

El templo no moría de hambre. En aquel apacible día de octubre en que un sol apacible transformaba las piedras en oro, los adeptos fueron convidados a un banquete. Cerca del pequeño santuario de Hathor, degustaron las olivas y los dátiles frescos, saborearon los asados de ave y paladearon el vino tinto y la cerveza de cebada. El Nilo formaba un estuche protector, bañando con sus aguas tranquilas la isla de la gran diosa. Los shenti de los hermanos y las túnicas de lino de las hermanas resplandecían de blancura. Sabni vestía un delantal de cuero bordado en oro e Isis una túnica blanca de tirantes. Radiante, la gran sacerdotisa pidió a los sacerdotes más ancianos que ocultaran la cara bajo una máscara de león.

Así comenzó el ritual destinado a hacer volver de la soledad del desierto a la diosa lejana.

Organizados en procesión, los adeptos transportaron los alimentos al interior del cercado del buen reencuentro, donde, si las palabras pronunciadas tocaban su corazón, la expatriada se uniría a su comunidad. La mitad de los adeptos permaneció postrada, sentada sobre los talones; el resto, guiado por la gran sacerdotisa, se alejó del edificio y se dirigió hacia un pabellón en el que estaban almacenados los instrumentos de música.

–Estamos afligidos -declaró Sabni-. La luz se ha perdido, abajo, sobre las tierras rojas en las que nada retoña. El ojo del sol ha salido de su frente y se ha desvanecido en el desierto para aniquilar a los humanos que allí se habían refugiado creyendo escapar a su cólera.

–Soy el portavoz de la humanidad -dijo Crestos-. ¿Qué falta ha cometido?

–Ha olvidado el cielo, traicionado la ley de vida, despreciado lo sagrado. Los seres se acusan unos a otros. En lugar de enfrentarse a los dioses, se han escondido. El sol se ha alejado de la tierra. Su fuego ha pasado de ser creador a ser destructor. El sufrimiento ha reemplazado a la alegría.

–¿Quién apaciguará a la diosa lejana?

–La comunidad ha salido a su encuentro. Mediante la música, los cantos y la danza, tratará de disipar su cólera y atraerla hacia aquí, su templo. Si fracasa, pereceremos. Provocará la confusión con rebeliones y nos despedazará con sus garras de león.

A través del aire anaranjado del final del día se esparcieron los sonidos del arpa angular, el tambor convexo, la trompeta de pabellón en forma de loto, la flauta, los címbalos y las castañuelas. Un brillante cortejo tocaba un aire rítmico con marcadas entonaciones. Dos hermanas, todavía ágiles, bosquejaban movimientos de danza. Las voces graves de los hermanos entonaron un canto que suplicaba a la leona terrorífica que aceptara el amor de la comunidad. En otro tiempo, un mono domesticado tañía el laúd y una gacela brincaba ante los músicos.

La orquesta se detuvo en el umbral del templo, ante la figura del dios Bes, enano rechoncho y barbudo, de rostro tosco. Bajo la fealdad de aquel iniciador, el adepto debía descubrir la belleza. La risa estruendosa de Bes disipaba la pena y alejaba las nubes; quien lo encontraba en su camino sabía que el destino le sería favorable.

La comunidad cantó un salmo lento y recogido, implorando a la diosa lejana que llegara en paz. Cuando la música se extinguió, Sabni se levantó y se puso de cara a los adeptos.

–¿El ojo del sol brilla entre vosotros?

–Lo hemos buscado y lo hemos encontrado -respondió el que tocaba el arpa.

–¿Ha cesado la matanza de la humanidad?

–Seguirá hasta que el ojo repose en un lugar sagrado.

–Hemos construido ese lugar con nuestras manos.

–Dadme su nombre.

–La isla de la gran diosa. El sol está presente, día y noche, en su santuario.

–¿Quién aplacará la cólera del ojo?

–Yo, el sumo sacerdote del templo.

–¿Cómo procederás?

–Por el conocimiento de la naturaleza divina.

–¿Cuál es el nombre del ojo?

–El que crea. La mirada de la luz engendra los seres y las cosas.

–¿Cuál es el nombre de la diosa?

–La Terrorífica que sonreirá, la alejada de nuestro corazón, la que surgió de la primera estrella.

–¿Qué le ofrecerás?

–Un banquete está preparado para ella. Los adeptos comulgarán en la felicidad del reencuentro.

–¿La reconocerías si se presentare ante ti?

–Que se digne revelarse a la comunidad postrada ante su belleza.

Los miembros de la orquesta se apartaron. La máscara de león avanzó. Anunciaba fiebres, disentería, ceguera y hambre; si triunfaba, un viento putrefacto, cargado de miasmas, barrería el templo.

–No te temo -dijo Sabni-. Tú asustas a los hartos de miedo. Apártate de la ruta de la diosa.

La máscara desapareció. Agitando los sistros cuyo sonido metálico alejaba los demonios empeñados en obstaculizar su camino, apareció Isis. Un ancho cinturón rojo adornaba su talle y pintura verde subrayaba la curva de sus cejas. Su tocado, la corona con dos altas plumas que enmarcaban un sol, iluminaba el camino que, desde el fondo del desierto, la conducía hacia el templo.

–Tú, oro de los dioses y sonrisa de la creación, únete a este cuerpo de piedra. Ilumínalo con tu amor sin límites, concédele la vida, la fuerza y la coherencia.

En el momento de entrar en el cercado de la llamada, Isis dudó. ¿Se estaba celebrando el ritual con la fe de los primeros tiempos? ¿Desplegaba la comunidad la energía de los constructores que exaltaban la tareas más duras? El sacerdote de máscara de león tañía en su laúd una melodía grave; el fuego del atardecer envolvía el cercado de la llamada con una luz del más allá. La Terrorífica se transformó en Bienhechora.

Isis se adelantó al interior de la morada de Hathor en el momento en que Sabni encendía una antorcha: el fuego retornaba al fuego.

–Has vuelto entre los tuyos. El templo ha resucitado.


CAPITULO LII


–Estamos listos para pagar -dijo Sabni-. La gran sacerdotisa pone a tu disposición los pectorales, las gargantillas, los collares y las sortijas.


–Eso no bastará -dijo Teodoro.

–¿No dices que todo se compra?

–La justicia no.

–¿Te atreves a llamar «justicia» a esa condena insensata?

–Las pruebas existen. Crestos ha sido declarado culpable por una asamblea de ciudadanos en la que yo ni siquiera figuraba.

–Así tu nombre no se verá asociado a un crimen.

–Crestos ha robado y huido. Si no lo entregas al brazo eclesiástico, los ermitaños se pondrán al frente de una muchedumbre furiosa y atacarán File.

–Me pides que abandone a un hermano y le envíe a una muerte atroz.

–Ha cometido faltas imperdonables. En la cárcel estará seguro. La cólera del pueblo se apaciguará.

–¡Su encarcelamiento durará poco! Al igual que los otros, será deportado, humillado, sometido a trabajos forzosos y perecerá en las minas, junto a los niños y los ancianos.

–¿Acaso soy yo responsable de su desgracia? Al elegir File, sabía a lo que se arriesgaba. O desaparece él, o desaparece la comunidad entera.

–¿Eres tú el que habla, Teodoro? ¿De veras eres tú?

–No, Sabni. Es la voluntad de Dios.

Sabni abrazó a Isis y la estrechó durante largo rato. La sentencia contra Crestos tenía que ser aplicada en el plazo de dos días y el sumo sacerdote debería entregar el criminal a los guardias.

–Apelemos al patriarca de Alejandría.

–Aunque obtuviéramos los servicios de un mensajero rápido y nos concedieran una semana de prórroga… estoy seguro de que se confirmaría el fallo del tribunal de Elefantina.

–¿No hay una jurisdicción que pueda anular la sentencia?

–No.

–No cederemos -dijo Isis.

–Entonces vendrán y nos llevarán a todos.

–Y si la gran diosa nos protegiera, ¿les impediría atravesar el brazo de agua que nos separa de ese mundo pervertido? Resistamos, Sabni. Nuestra libertad es más ardiente que el fuego, más inaprehensible que el viento. Renunciar nos reserva un destino peor que la muerte: perder la vida.

Sobre el vientre de un escarabajo, Crestos grabó un texto superior que permitía al justo franquear la primera puerta del más allá respondiendo a la pregunta de un guardián inflexible: «Mi corazón es el corazón de la luz divina; tú no dejas de estar vivo por siempre jamás y rejuvenecerás más allá del tiempo». Desde que trabajaba en el templo, el joven se había despojado de la angustia, peso insoportable de sus días de adolescente. Ni siquiera cuando se alejaba por los campos rodeados de diques encontraba la paz. En la isla santa, ya no tenía ganas de huir. Del espíritu, verdadero maestro de aquellos lugares, aprehendía el alba; aquella luz del origen se convertía en suya.

Normalmente, Sabni le arrancaba de su labor y le decía que fuera a cenar. Aquella noche, fue la oscuridad la que interrumpió al escultor. Intrigado, limpió sus herramientas, dejó el escarabajo sobre un bloque de granito y corrió en dirección al refectorio, situado cerca del templo de Hathor.

Hermanos y hermanas comían en silencio. Para el sumo sacerdote los garbanzos sabían a arcilla y la cerveza parecía agua salada. Crestos se sentó a su lado.

–¿Qué pena os aflige?

Los adeptos se levantaron; uno tras otro y a paso lento se dirigieron hacia sus viviendas. Sólo quedaron Isis y Sabni.

–¿Os he disgustado?

–Eres la esperanza de nuestra comunidad.

–¿Por qué me evitan todos?

–¿Quién se atreverá a decirte la verdad?

Crestos miró a su alrededor. El agua azul se agitaba bajo el viento nocturno, los muros elevaban su masa serena, infranqueable.

–Tú te atreverás.

–Odio mi misión.

Sabni sintió sobre sí la mirada de Isis.

–¿Qué se me reprocha?

–Robo de bienes eclesiásticos. La existencia de pruebas formales ha precipitado el juicio: el obispo exige tu expulsión.

–¿Que suerte me tiene reservada?

–Lo mejor que te puede pasar es la cárcel de por vida. Lo peor, el destierro y los trabajos forzosos.

–¿Y si me escondo en la isla?

–Los ermitaños y sus secuaces la invadirán.

–¿Crees en esas acusaciones?

–Si las creyera, yo mismo te habría expulsado del recinto.

–¿Cuál es tu decisión?

–¿Cómo puedes dudarlo? Te protegeremos hasta el final.

–¿Cuándo vendrán?

–Mañana, a la hora en que el sol alcance el cenit.

Crestos alargó su escudilla.

–Tengo hambre.

Isis le sirvió. El joven adepto comió con apetito.

–Vuestra determinación no bastará para repelerlos.

–Deslizándote en mi sombra, no tendrás nada que temer. Poner la mano sobre una gran sacerdotisa de File les condenaría a errar eternamente. Jamás, en la historia de Egipto, ha sido perpetrado semejante ultraje.

–Mañana me quedaré en el templo. Pasado mañana también; y así durante toda la eternidad.

La sonrisa de Isis se perdió en la noche cerrada. Crestos bebió cerveza.

El grano se agostaba en la tierra, en el silencio del limo fértil; el hombre no jugaba ningún papel en aquel misterio de palabras invariables. En el umbral de la embriaguez, Crestos pensaba en el himno del templo cubierto, consagrado a Isis, la habitante de las estrellas de las que el alma extraía la esperanza y se burlaba de la muerte.

El adepto subió a la cima del primer pilono siguiendo con el dedo cada uno de los signos grabados sobre los muros de la escalera. Pájaros, árboles y cestas cobraron vida bajo el calor de su mano y avanzaron, en compañía del lector, hacia el techo del templo.

Crestos quería gozar del alba como un cabritillo saltando de alegría bajo los primeros rayos del sol resucitado. Le quedaba un largo camino que recorrer, numerosas puertas que franquear y un duro trabajo que cumplir. Su espíritu se desataba; la vanidad, si no tenía cuidado, acabaría pronto con sus primeros esfuerzos. Exigir la perfección de la obra sin creer en la perfección del hombre: nunca olvidaría la lección de la comunidad, proveedora del ser. Sólo la entrega total de sí mismo, más allá del éxito y el fracaso, despertaba una sensibilidad digna de la inmortal cofradía presente en el corazón de cada piedra.

No, no era sólo cuestión suya el futuro de File. ¿Cómo iba a encarnarse el templo en un individuo? Al contrario, él amenazaba la existencia de los adeptos al suscitar el furor de los cristianos; que él fuera la víctima de la más odiosa de las injusticias apenas importaba. El amor de la isla santa dictaba su conducta.

Crestos llenó su mirada del santuario en el que la luz iba ganando terreno a las sombras de la noche agonizante; pronto, Sabni e Isis entrarían en la naos y despertarían en paz el poder divino. En aquel día de otoño, cuatro mil años después del nacimiento del Egipto de los faraones, File permanecía serena, inalterable. Su deber de hermano consistía en protegerla alejando de ella el motivo de sus problemas.

Desde lo más alto del pilono, Crestos se arrojó al vacío.


CAPITULO LIII


Los curiosos, cada vez más numerosos, siguieron a un hombre tranquilo que llevaba en sus brazos un extraño fardo. El sumo sacerdote se detuvo ante la morada del obispo y depositó sobre un escalón de piedra, delante de los militares, el cadáver de Crestos envuelto en un sudario blanco. Sólo se veía el rostro, bello y sereno.


Alertado por el ruido, el prelado salió de su despacho. Cuando apareció, la muchedumbre calló. Teodoro se aproximó al muerto y puso una rodilla en tierra.

Levantó los ojos hacia Sabni.

–Yo no quería su muerte.

–Ha ofrecido su vida para salvar a File. ¿Será suficiente el sacrificio?

En los ojos del sumo sacerdote no había rabia, sino una rebelión tan ardiente que ninguna palabra podía expresarla.

–Yo no quería esto, Sabni.

–Permíteme sepultarlo según nuestros ritos.

–¡No! – gritó Pablo el ermitaño, blandiendo su bastón-. Un pagano debe ser incinerado. Que el cadáver sea entregado a los vagabundos del desierto.

Los «comedores de cadáveres», como los llamaba la gente, vivían en el desierto, lejos de las poblaciones. Enterraban a los indigentes y hacían desaparecer los restos de los criminales y de los ladrones. Sabni esperaba evitar esta última humillación.

–El pagano ha sido juzgado y condenado -recordó Pablo-. No debe beneficiarse de ningún privilegio.

Un clamor de aprobación se elevó.

–¿Permitirás semejante atrocidad, Teodoro?

–Debes someterte a la ley de Dios, Sabni. Y yo debo hacerla respetar.

–No mezcles a Dios en esta ignominia.

–La multitud es demasiado violenta. Ya te había prevenido: las murallas se desmoronan. Abandona, amigo mío; modifica un destino adverso.

El sumo sacerdote no volvió a File. Obligado a abandonar el cadáver de Crestos a los rapaces humanos, vagó por las calles vacías de la orilla oriental. En aquellos parajes desolados, vacíos de toda presencia desde hacía lustros, reinaba un calor pesado. El viento del norte se estrellaba contra las masas de granito de las que los albañiles de Faraón habían extraído las espléndidas piedras destinadas a los templos. Los constructores de pirámides no dudaban en recorrer la gran distancia que separaba Menfis de Elefantina para tallar los gigantescos bloques que las barcazas transportarían hacia el norte.

Sabni se detuvo sobre el obelisco inacabado, el monolito más imponente que se conocía, prisionero por culpa de una grieta que lo condenaba a permanecer tendido en la cantera. Los griegos lo habían medido: 42 metros de largo y 1.200 toneladas de peso. Cientos de hombres se habían deslomado para quitarle la corteza superficial que protegía un granito rosado de excepcional belleza, la sienita, veteada de diorita y cuarzo.

En aquel paisaje de rocas esparcidas y monumentos sin terminar el sumo sacerdote veía lo inacabado de su propia aventura. Las canteras olvidadas le recordaban a la comunidad, perdida, que trabajaba para gloria del Principio. Un espeso velo se extendía sobre el universo luminoso de los faraones. A unos metros del peregrino, un coloso trataba en vano de arrancarse de su sudario mineral; el coloso de Ramsés II, portador de la corona blanca, los brazos cruzados sobre el pecho sosteniendo los cetros, esperaba la mano del escultor que le liberaría de la materia. Sabni tuvo ganas de coger un martillo y un cincel para ir en ayuda del rey difunto y probarle que sus ojos podían abrirse y su boca hablar. Pero renunció, descorazonado por la enormidad de la tarea.

Sobre una estela rota había una inscripción todavía legible:

«Quienquiera que seáis, velad para obtener las alabanzas de vuestro dios; os será dado gozar plenamente de vuestra función después de transmitirla a vuestro sucesor, dejando vuestro corazón en reposo.»

Este discurso le estaba destinado más allá de los siglos. ¿Acaso él no yacía, como el coloso, en una cárcel de la que no saldría jamás?

La inscripción abría un camino, el único: transmitir. Jamás el sumo sacerdote de una comunidad sería su propio dueño; sólo importaba su función y el servicio a la cofradía. Interrogarse sobre su persona constituía traición; ahora bien, en un mundo privado de palabras justas, olvidado de la Regla, el corazón del hombre no se preocuparía más que de sí mismo.

La noche se anunciaba amarga. El coloso parecía encogerse; por todas partes las tinieblas le agredían. En aquel caos mineral los caminos se esfumaban. Pronto, incluso el viajero más experimentado se extraviaría, incapaz de salir de las canteras. Sabni sintió la llamada del desierto de piedras cuya catarata según el estilo de África, apenas salpicada por algunas manchas verdes, constituía el único horizonte. ¿Quién habría esperado en aquel laberinto estéril, prados verdes y campos dorados?

Aquella soledad, más áspera que el granito, le calaba la piel como un vestido mojado. Sólo el amor de Isis le impedía huir de sí mismo y convencerse de que abandonando la comunidad la salvaría. Era él y nadie más quien atraía la reprobación de Teodoro y la ira de Pablo. Si Sabni desaparecía, nadie pensaría en atacar a File; el verdadero valor consistía en renunciar a todo. Reconociendo que su sola presencia ejercía una acción nociva, demostraría a los adeptos su fraternidad.

Dando la espalda al Nilo, el sumo sacerdote se internó en el laberinto. Unos pasos más y se convertiría en nómada; libre de toda atadura se iría hasta los confines del sur profundo, donde los ríos se zambullían en el abismo y donde la raza humana ya no existía.

Al inclinarse, Sabni descubrió a sus pies un halcón muerto con las alas plegadas. El sumo sacerdote cavó un agujero en el suelo con un cascote puntiagudo y enterró el pájaro de Horus, hijo de Isis, venido del cielo y deseoso de retornar; según las enseñanzas del templo, los ojos del ave rapaz elevada sobre las murallas de nubes vislumbraban la cima oculta para siempre. Él guardaba el acceso al santuario de los dioses, construido con luz y amor, modelo de los edificios terrestres.

Fue su propio cadáver lo que el sumo sacerdote encontró, los despojos de un ser de ayer cuyo vuelo se había quebrado; pero en el ojo del halcón, eternamente vivos, estaba trazado el camino justo.

Nimbada de luz plateada, Isis se encontraba al borde del embarcadero. La barca se acercó sin ruido; Sabni la amarró y subió a encontrarse con su esposa.

–En el mundo de los dioses -dijo- no ocurre nada. Ellos ignoran los acontecimientos a los que estamos sometidos, los momentos de felicidad y desdicha que nos agitan como si fuéramos juguetes infantiles.

–Isis, si tú supieras…

–La prueba de las piedras abandonadas… ¿Qué superior no la ha vencido? Has vuelto, Sabni, y te quiero.


CAPITULO LIV


Isis no se levantó, la fiebre le impidio cumplir con sus obligaciones rituales. Desde que salió de la naos donde, como cada mañana, se despertaba la gran diosa, el sumo sacerdote permaneció a la cabecera de su esposa. Sólo ella conocía los secretos del arte de curar, pero ni siquiera tenía fuerzas para curarse a sí misma. Su brusco decaimiento inquietó a Sabni.


–¿Puedes prescribir algún remedio?

–Mi espíritu está tan débil que mi cuerpo, mi energía, se disipa como una bruma de verano sobre el Nilo… Por otra parte, en la orilla de Poniente la diosa será acogedora. No la temo; nos hemos hablado tantas veces, cómplices.

–¡No! Tú no tienes derecho a ceder.

Sabni cogió a Isis entre sus brazos y la llevó al pequeño templo de Imhotep el curandero. Cuando la medicina humana se reconocía impotente era necesario confiar en la voluntad de una sabia entrada en la inmortalidad. Desde lo invisible, él continuaba preservando la belleza del templo y la integridad de sus sucesores.

El sumo sacerdote depositó a la enferma sobre el enlosado de la capilla que los romanos llamaban el sanatorio; un senador paralítico había ido a buscar allí el uso de sus miembros. Después de haber jurado guardar silencio sobre lo que había visto y oído, regresó curado.

–Coge mi mano derecha -pidió Isis.

Hacía tiempo que sabía que la muerte raptora se delizaría en ella por ese lado; la presencia de Sabni la alejaría. Con la palma de la mano derecha abierta y vuelta hacia el techo del pequeño edificio, los ojos cerrados, el aliento apenas perceptible, la gran sacerdotisa escuchaba el canto de las piedras. Algunas provenían de Gizeh, otras de las canteras de Turah, de Gebel Silsileh o de Elefantina; de norte a sur, formaban el ser de los templos y de los altos parajes donde el espíritu nunca cesaría de brillar incluso si la barbarie trataba de cubrirlo con un velo de tinieblas y de ignorancia.

Cuando Isis vio aparecer el rostro hierático de Imhotep, en el que se reflejaba su luz interior, se levantó para manifestarle su deferencia. Sabni la sostuvo; su mirada expresó de nuevo el deseo de vivir.

Sabni reunió a la comunidad y le anunció que pensaba reemprender los trabajos en el santuario de Imhotep. El panadero recordó que File ya no recibía materiales y que ningún picapedrero se atrevería a trabajar en la isla. El sumo sacerdote eliminó dudas y temores; los adeptos capaces de manejar herramientas aprenderían el oficio en el taller. Crestos había indicado el camino: ellos debían mostrarse dignos de él. Obtendrían los bloques del pasado; una antigua capilla derruida serviría de cimiento al nuevo edificio. Tal como habían hecho los antiguos egipcios, así harían ellos.

El proyecto infundió vigor a los hermanos, a quienes la muerte del más joven había sumido en la desesperación. Olvidando edad y enfermedades pusieron manos a la obra bajo la dirección de un sumo sacerdote exigente que les trataba como a aprendices. Su rudeza, lejos de descorazonarles, avivaba su fuego.

Isis organizó la jornada de las hermanas con la misma severidad: desde el amanecer hasta la puesta del sol se sucedían las prácticas rituales, el estudio de los textos sagrados, la fabricación de cuerdas y pequeños cinceles de cobre, la preparación de las comidas y la contemplación del cielo. Planeando sobre el primer pilono, el halcón en que se encarnaba el alma de Crestos acompasaba el trabajo con sus enormes círculos y protegía el taller.

El grito de terror de la partera despertó al barrio. No sólo la vendedora de galletas había muerto entre atroces convulsiones, sino que además había traído al mundo un niño con cabeza de serpiente. El padre, enloquecido, lo decapitó antes de abrirse el cráneo contra el muro de su casa. Desde el fallecimiento de Crestos, arrojado como pasto a los necrófagos, Elefantina vivía en el terror. Una sucesión de malos presagios se abatía sobre la ciudad. El agua de dos fuentes, famosas por su pureza, había sido envenenada, los chacales habían entrado en un barrio rico y devorado un niño y un rayo había caído en la iglesia destruyendo buena parte del tejado.

Teodoro trataba de tranquilizar a la población con sermones. Pablo y los ermitaños acusaban a File de haber desatado la cólera de Dios y la ira del diablo; mientras la isla maldita celebrara ceremonias impías y desafiara al Señor, el Maligno acecharía.

El obispo ya no disponía de sus tropas; no se rebelaban, pero tampoco obedecían. Pablo sembraba la violencia que el pueblo necesitaba; ¿cuánto tiempo pasaría sin que hubiera víctimas?

Cuanto más revuelta estaba Elefantina, más se relajaba File en una serenidad nacida de la obra emprendida. La misma lentitud de las obras les hacía apreciarlas mejor. Cada éxito individual era narrado a la comunidad, que se nutría con el esfuerzo de todos. Liberados del deseo de supremacía, indiferentes a los tiempos, generosos hasta el agotamiento, los adeptos descubrían día tras día recursos insospechados. Manos desolladas y dedos doloridos daban a las hermanas la ocasión de ejercer sus habilidades como curanderas. La cofradía renacía con un solo corazón y una única voluntad.

Teodoro habría apostado por su rápida degradación tras el suicidio de Crestos. Puesto que ya no acogería a ningún neófito, ¿no estaba condenada a desaparecer? Todo ser razonable habría dado por sentado que la partida estaba perdida. Conceder la mínima confianza a una gran diosa que dejaba que sus fieles se extinguieran era de locos. Sin duda Sabni, si se liberaba de la influencia de Isis, se avendría a razones. La gran sacerdotisa le hechizaba y le llevaba a la ruina; atrapado en las redes de aquel demonio con cara de ángel, Sabni se negaba a escapar.

Así trataba el obispo de convencerse de la locura de su amigo. Sin embargo, una voz interior le contradecía y clamaba una imperdonable admiración por Isis, su respeto hacia una mujer volcada, como él, a lo divino. Debía alejar la más infernal de las tentaciones: admitir que la fe pagana podría ser preservada y transmitida. Por la revelación del Dios único, la humanidad se transformaba, salía de las tinieblas del paganismo e iba hacia la Jerusalén celeste, el paraíso de los justos. Pablo, el exaltado, no se equivocaba al pretender que la seducción femenina era un arma demoníaca. Contemplando a Isis, emborrachándose con su encanto, acompañando su paso, ¿qué cristiano rechazaría durante mucho tiempo el beso de la gran diosa? Ocultar File y desechar el fanatismo de Pablo: atrapado en los dientes del torno, al obispo le costaba soportar una soledad que hasta ahora había deseado. Sabni tenía la suerte de vivir al lado de una mujer que compartía sus inquietudes más íntimas, disipaba sus tormentos y le ofrecía la dulzura cómplice de las noches de amor. Contra esta fortaleza, todos los embates del obispo se estrellaban.

La vieja capilla resucitaba en el nuevo santuario dedicado a Imhotep, su glorioso antepasado. Como si sus manos, instintivamente, hubieran reencontrado un sabor olvidado, los adeptos tallaban los bloques, los aparejaban y los colocaban unos encima de otros con un ardor que suplía a la inexperiencia. Un aroma de eternidad flotaba de nuevo en las estancias del templo; el mundo hostil se alejaba por el Nilo y los rumores de Elefantina se disipaban en la claridad de la mañana.

–¿Qué deseas, Sabni?

–Que el mañana no exista.

–Mira a nuestros hermanos y hermanas: construir el edificio les rejuvenece.

–Si pudiéramos fijar la luz en la cima del pilono, ahogar el futuro en la catarata…

–Espera, amor mío. Espera con el poder del fuego y la paciencia del agua. Utiliza el tiempo, rómpelo como si fuera una piedra indigna del edificio.

Nubes de mosquitos, arrastradas por el aire tibio, se abatieron sobre los durmientes y extendieron la fiebre. Nadie había olvidado los malos presagios y todos se extrañaban del calor anormal que dificultaba el movimiento de las piernas y los latidos del corazón. Sólo el obispo se alegraba, debido a que el calor disminuía el empuje de los ermitaños; tras haber exhortado en vano a la población para que se vengara de la isla maldita, se habían refugiado, decepcionados, en las tumbas de la orilla occidental.

El prelado disponía de un poder que nadie discutía, ni siquiera Pablo, pero dudaba entre la intransigencia y la clemencia, y perdía el arrojo propio del joven sacerdote hostil a toda concesión. Había fracasado con Sabni. Convirtiéndolo, habría modificado el destino de ambos; una puerta se habría abierto hacia lo invisible y Dios habría vuelto hacia ellos su rostro. Demasiados seres, demasiados pensamientos y demasiados ritos se levantaban entre el sumo sacerdote de File y el obispo de Elefantina.

¿No engañaba Dios al mundo futuro ordenándole renegar del pasado y destruir los templos? La tierra de los faraones, madre del universo, se sometía a las leyes sin asumirlas, tomaba prestado un arte insípido y hablaba una lengua bastarda; al convertirse al cristianismo perdía el aliento poderoso de su juventud y el esplendor de su edad madura. Si Cristo era expulsado de la tierra en la que había encontrado refugio, ¿qué invasor le reemplazaría? En las puertas de Bizancio, los bárbaros se preparaban para desmantelar el imperio de Oriente; en las de Egipto, las tribus de la península arábiga codiciaban los generosos campos. El obispo, testigo de la revelación, no podía dudar de su misión. El prelado no podía evitar que los seres humanos fueran frágiles e inquietos.

Contemplaba su ciudad desde la azotea. La quería con la ternura de un padre: las villas con jardines llenos de colores, las pequeñas casas blancas de los artesanos y las chozas de los pobres cohabitaban en la luz del otoño y bajo la mirada de Cristo. Las gentes charlaban sin cesar en las animadas callejas. En el mercado se amontonaban los alimentos haciendo doblarse bajo su peso los mostradores de los comerciantes. El ruido de una refriega no sorprendió a Teodoro; varias más se producirían a lo largo del día. Las discusiones a veces violentas enfrentarían, como siempre, a vendedores y compradores. En el momento en que el obispo entraba en su despacho escuchó unos gritos que no tenían nada de habituales. Una mujer, con el cabello erizado, gritaba mientras corría hacia el palacio episcopal.

–¡Los blemios! ¡Nos atacan los blemios!


CAPITULO LV


Los blemios atacaron Elefentina al mediodía lanzando miles de hombres a un asalto que pretendían fuera decisivo. Emborrachados con vino de palma, los guerreros nubios se precipitaron contra las fortificaciones de Elefantina. Con el pecho al aire y los ríñones ceñidos por un trozo de piel, los negros creyeron que podrían escalar fácilmente las empalizadas y esquivar las estacas apuntadas hacia ellos. Rápidamente reconocieron su fracaso y se batieron en retirada de manera desordenada. El obispo mandó a la caballería atacar el flanco derecho del agresor, pero sólo encontró el vacío: los blemios se arrojaron al suelo, se colgaron de los arreos de los caballos, los destriparon y desmontaron a los cristianos. Ni siquiera los más hábiles consiguieron pisotear a los escurridizos adversarios, acostumbrados a luchar con las manos desnudas contra las bestias; impedidos por las pesadas corazas, los jinetes apenas ofrecieron resistencia a los blemios.


A pesar de aquella derrota, el obispo no perdió la confianza: sus defensas resistirían bien. El enemigo se detuvo y el silencio sucedió a los gritos. Después sus filas se abrieron y dejaron paso a un ejército insólito, una manada de elefantes guiada por arqueros encaramados a sus espaldas. Los paquidermos, cuyos barritos espantaron a la población, pusieron en fuga a los últimos soldados de caballería antes de aplastar estacas y empalizadas a su paso. Los que trataron de oponerse a su inexorable avance fueron víctimas de las flechas o perecieron aplastados bajo las enormes patas.

Los supervivientes retrocedieron en desorden hasta la protección de la última línea de fortificaciones, mezcla de las ruinas de la fortaleza y de los bloques extraídos de templos desmantelados.

El obispo, a la cabeza de los despojos de su ejército, peleó con valentía.

Entre los elefantes surgieron centenares de blemios provistos de corazas formadas por placas de bronce y de hierro atadas entre sí. Las junturas dejaban libres las articulaciones y daban libertad de movimiento. Otros se protegían con túnicas de laminillas metálicas que les envolvían desde el cuello hasta las rodillas. Sus rostros se parecían a los de los demonios surgidos de las entrañas de la tierra cuando expiraba el año.

Los minutos se deslizaron, interminables.

Los cristianos temblaban; sin la presencia del obispo aquello habría sido la desbandada. El ejército blemio no dejaba de aumentar. Los guerreros negros llegaban por todas partes, aglutinándose antes del asalto final. Un joven soldado, víctima de una crisis de nervios, asió el puño del prelado.

–No quiero morir.

–Confía en Dios.

–¡Tengo mucho miedo!

–Yo también. Nuestro cuerpo teme al sacrificio, no así nuestra alma.

Las tropas nubias, al completo, se encontraban a un centenar de metros de sus futuras víctimas. Los elefantes ya no barritaban. El gran sacerdote blemio avanzó vestido con una piel de pantera. Con el cráneo rasurado y la frente ungida por los siete aceites sagrados, aferraba con la mano derecha un largo bastón de madera dorada.

–Que el obispo Teodoro venga a mi encuentro.

–¡No vayáis! – gritó el soldado, agarrándose al prelado-. ¡Os matará!

Teodoro se desasió y saltó sobre un montón de cascotes, parapeto de los últimos defensores de Elefantina. Su túnica roja con hilos de oro resplandeció; avanzó hacia el gran sacerdote blemio y se detuvo a un metro de él.

–Tú, cristiano, has destruido el santuario de Bigeh, violado el secreto de Osiris y roto la estatua de nuestro dios. Has despreciado el misterio de la resurrección y has mancillado nuestra fe. Por estos motivos, aniquilaremos al pueblo cobarde e impío que gobiernas. Los secuaces de Cristo no merecen vivir, puesto que sólo engendran el odio.

–Sométete al emperador y a la ley de Dios. Si no, tú también serás aniquilado.

–Te llaman valiente, Teodoro. Pero sólo eres ciego.

–Si tu decisión está tomada, ¿a qué viene tanto discurso?

–No soy un mercenario ávido de sangre, sino un gran sacerdote cuyo dios tiene su trono en File. Sólo la gran sacerdotisa de la isla santa puede consagrar mi victoria sobre el mal.

Isis recibió a la delegación. Mientras los blemios, emocionados, admiraban la isla santa, Teodoro tomó la palabra.

–En vuestras manos está la suerte de miles de personas. Una orden vuestra bastará para que mis enemigos destruyan Elefantina. La provincia se convertirá en cenizas y la felicidad se alejará para siempre.

–Pero File se salvará.

–File se salvará… -repitió el obispo.

Por fin veía el infierno al que le conducían la debilidad y la amistad. La magia de Isis no era una amenaza vana; su comunidad atraía fuerzas peligrosas y se mantenía apartada de la verdadera fe. Aquella mujer, y nadie más, mantenía el más encarnizado de los combates contra la verdad; al hacer surgir a aquellos guerreros de negro rostro, triunfaba.

–Gran diosa, madre de Dios, manantial de vida, soberana del territorio del alma que nadie puede recorrer, maga bienhechora cuyas palabras alejan a los demonios, escucha mi súplica -imploró el gran sacerdote-. Tu sola voluntad concede un lugar a cada estrella, alimenta los corazones, corona a los reyes y vuelve sagradas las conquistas; bendice mi brazo y las espadas de mis guerreros.

–La existencia de aquel que recorre el camino de los sabios transcurre en paz, colmado de alegrías -respondió la gran sacerdotisa-. Envejece en su ciudad y es venerado en su provincia; sus sucesores reciben sus enseñanzas de generación en generación.

–Todo está grabado en el sello de Isis; nada se ejecuta sin ella, ni en el cielo ni en la tierra.

–Ven al templo.

Abandonando a Teodoro bajo la vigilancia de sus guerreros, el blemio siguió a la gran sacerdotisa.

Los adeptos, vestidos con túnicas blancas, saludaron a su huésped. El gran sacerdote abrazó a todos y entró en la capilla de su dios, en la que Isis le invitó al recogimiento. La deferencia con que fue obsequiado le sumió en un estado de exaltación; asociado al misterio sobre el suelo puro de File, reanudó la tradición más venerada de su pueblo. ¡Qué razón había tenido al creer en Isis y al esperar de ella la salvación de su raza!

El gran sacerdote se olvidó del tiempo. Meditó hasta el ocaso y absorbió la energía contenida entre los muros de la capilla en la que sobrevivía la memoria de su religión. Cuando salió del santuario le ofrecieron pan y vino.

–File permanecerá intacta -afirmó-. Mañana no quedará un solo cristiano en toda la provincia. Nunca una matanza será tan alegre.

–No lo será.

Los adeptos, asombrados, contuvieron sus protestas. ¿Por qué Isis rechazaba la ayuda de las fuerzas aliadas y la exterminación de sus enemigos?

–El emperador no aceptaría una derrota de esa magnitud -indicó Sabni-. Elefantina es una de sus fronteras; enviaría un ejército para lavar la afrenta, vengar la desaparición de un obispo y proclamar la superioridad de Cristo. Perseguiría a los blemios por muy lejos que éstos se refugiasen y arrasaría File.

El rostro del gran sacerdote se ensombreció.

–¿Qué deseas tú, a quien debo obediencia?

–Cerrar un pacto con el obispo -respondió Isis.

–No lo respetará y volverá a amenazar a File.

–Alejaremos ese peligro confiándote las estatuas que veneramos. En tu país estarán al abrigo de cualquier profanación. Los cristianos considerarán que las divinidades han abandonado la isla y la comunidad; de esta manera ya no apareceremos como provocadores. El templo, una vez secularizado, no ofenderá a las conciencias cristianas. También nosotros conoceremos la paz y la indiferencia nos protegerá mejor que un ejército numeroso. ¿Quién vivirá en File, sino algunos ancianos nostálgicos del pasado?

Aquella posibilidad entusiasmó a Sabni. Renunciar a las estatuas de culto sería un sacrifico doloroso, pero al cabo de un siglo o de un milenio, volverían, como la diosa, de la lejana Nubia. File la silenciosa, apartada de los caminos y los celos, acogería en secreto nuevos adeptos y crecería protegida por Teodoro, coronado por el triunfo.

La gran sacerdotisa se aproximó al obispo, que se hallaba de pie, a la sombra de un tamarindo, estrechamente vigilado por los guerreros negros. Teodoro volvió los ojos hacia ella y no trató de ocultar su preocupación.

–¿Qué habéis decidido?

–¿Acaso ignoráis que la gran diosa dispensa vida y no muerte? File será el corazón de Elefantina y no se convertirá en su verdugo. Ambos se salvarán.

–¿Qué magia utilizaréis?

–La generosidad.

Dos pesados barcos, cargados de blemios, navegaron hacia la isla santa mientras el ejército nubio acampaba frente a los sitiados. Las estatuas de culto fueron transportadas hasta el campo de batalla y cargadas a lomos de los elefantes a la vista de los cristianos paralizados.

–File ha entregado su alma -juzgó un oficial.

–Sin las estatuas -añadió uno de los secretarios del obispo-, el templo no es más que una construcción inerte. Isis ha muerto.

Teodoro permanecía mudo. Veía alejarse a los paquidermos, seguidos por los guerreros nubios, que rompieron filas y formaron una inmensa columna en dirección sur.

Escoltado por un centenar de soldados, el gran sacerdote se aproximó al obispo.

–Mañana, al amanecer, te espero en la catarata. Negociaremos un tratado de paz.

Los habitantes de Elefantina aclamaron a Teodoro, que, indiferente a los cantos de liberación y a las fiestas organizadas por las calles, se dirigió hacia su despacho. Isis y Sabni habían renunciado al aspecto material del culto para preservar el bien más preciado: el espíritu del templo.


CAPITULO LVI


Un mes después de la partida de los blemios y la firma de un tratado de paz de cien años, el obispo convocó a Sabni y le recibió en su jardín bañado por el tranquilo fuego del final del otoño.


–Tú y yo creemos en un Principio superior al hombre; ambos estamos de paso, somos viajantes que aspiran a descubrir paisajes en los que el alma, siempre insatisfecha, busca su fuente.

–Tu dios no ríe, Teodoro, pero se retuerce de dolor en una cruz, lamentando estar encerrado en un cuerpo humano. Tú no has seguido los pasos de nuestros antepasados y tu religión es cómplice de una sociedad vulgar que se arrastra por el suelo, estrecha la conciencia, ensalza al individuo y destruye el esfuerzo comunitario. Tu religión no es progreso, sino enfermedad; vuelve hacia la ciencia del templo que mira al cielo. Hija de los dioses, derrama sobre esta tierra sus bienes y nos orienta hacia el misterio del que hemos nacido.

El obispo alzó los ojos hacia las altas palmeras; una luz tamizada envolvía a los dos amigos.

–¿Me desprecias hasta el punto de creer que Isis y tú me habéis engañado?

–Ya no queda ninguna estatua en el templo. Incluso la de la gran diosa, hasta hace poco presente en el Trono venerable, vive en el destierro, en territorio blemio.

–He asistido a la escena, como miles de testigos. Ya nunca poseeréis los emblemas ancestrales, pero jamás seréis una comunidad profana.

–¿Cómo celebrar los ritos sin estatuas?

–Aunque los naos estén vacíos, vuestros corazones estarán siempre llenos del mismo deseo. Tú no has renunciado, Sabni; tu fe permanece intacta. Sin embargo, File ya no convencerá a nadie.

–¿Qué temes de una comunidad que agoniza?

–Que obre como el alquimista y el ave fénix, que se regenere en su propia muerte y prepare un oro nuevo.

–Sólo aspiramos al silencio y al recogimiento.

–Tu mirada desmiente lo que dices. No eres un hombre resignado, sino un conquistador que esconde su rostro tras una máscara. ¿Cuáles son tus verdaderos proyectos, Sabni?

–Si descifras mi alma, los conocerás.

–Olvida los motivos de discordia, borra el hábito que visto. Compórtate como un hermano, como el único ser al que concedo una confianza total.

–Nada nos separa, Teodoro, pero todo nos aleja. No vamos por el mismo camino; si los dioses nos son favorables, nos reuniremos en el mismo puerto.

Al final de cada misa, Pablo se dirigía al palacio episcopal. El prelado le escuchaba después de haberle impuesto una larga espera. El ermitaño, acompañado de discípulos salidos de las tumbas y de las grutas, exigía la destrucción del templo y la expulsión de la comunidad culpable de complicidad con los blemios. En aquel domingo de noviembre, la violencia de Pablo se traducía en insultos.

–Os conmino a arrancar las últimas raíces del paganismo.

–¿Y si no…?

–Responderéis de vuestra espera ante el patriarca de Alejandría.

–No aprecia mucho la exaltación de algunos fieles.

–Los ermitaños no somos los tibios que Cristo expulsó.

–Convertirse en ermitaño implica ciertos deberes. No todos tus seguidores pertenecen a las milicias del Señor. Reconozco a antiguos presidiarios, a comerciantes arruinados, a mercenarios expulsados del ejército… inquietantes aliados.

–Ellos creen en Dios y odian a los paganos. Su pasado no me interesa.

–No permitiré ningún alboroto. No olvides que tengo que garantizar la paz civil.

–No hay más paz que la del Señor. ¿Cómo va a estar Él satisfecho de la existencia de un templo en el que habitan los viejos demonios?

–Sólo subsiste una pequeña comunidad que envejece sin alterar el orden público.

–Aunque sólo quedara un pagano, habría que exterminarlo.

Teodoro se levantó y giró alrededor del ermitaño.

–Me gustaría comprenderte puesto que eres mi hermano en Cristo. Sus fieles desean el amor y rechazan el odio. Si tú lo alimentas, tus plegarias no serán más que invectivas.

–¿Rezarías tú por los paganos?

–Si Dios no hubiera cambiado nuestra mirada, seguiríamos siendo paganos. ¿Por qué no rezar para que convierta a los que todavía creen en una ilusión?

–File es un enemigo irreductible.

–Isis nos ha salvado la vida. Sin su intervención, la población de Elefantina habría sido exterminada y la ciudad quemada.

–¡Astucia demoníaca! Lo que quiere la gran sacerdotisa es salvar las estatuas de los falsos dioses. Habrías debido impedir que se las llevaran. Desde lo más profundo de Nubia, continuarán enviando sus miasmas. El ejército del emperador tendrá que exterminar a los negros y romper esas efigies malditas.

–¿Qué sabes tú de ese ejército?

Pablo golpeó el suelo con el bastón.

–¡Vendrá! ¿Crees que los cristianos permanecen inactivos? El martirio nos ha enseñado a luchar. Formamos una cadena de creyentes hasta Alejandría, corremos a través de la arena para que la Iglesia sea informada de lo que pasa aquí. Mañana el emperador lo sabrá y actuará en consecuencia; tendrás que justificar tu conducta. Te has equivocado al firmar un pacto con Sabni; ¡no es tu amigo, sino el enviado de las tinieblas!

–¿Y si te equivocas?

–Él habría renunciado a los falsos dioses y pedido el bautismo.

–¿No conoces la clemencia?

–La reservo para los creyentes que, como Cristo, caen en el camino y vuelven a levantarse. Nuestra fe es universal. Aceptar la existencia de un solo pagano es traicionar a Dios. Ya que has renunciado a golpear a tu cómplice, el brazo del Señor sustituirá al tuyo.


CAPITULO LVII


Las obras del templo de Imhotep estaban casi terminadas; Isis y Sabni estudiaban el texto esculpido destinado a dar vida a los muros y a perpetuar la tradición. En ausencia de las estatuas, las imágenes divinas grabadas en la piedra y los jeroglíficos, animados por la palabra y la mirada, asegurarían la permanencia del ritual.


Los adeptos experimentaban un sentimiento de orgullo; a pesar de las escasas herramientas y de su inexperiencia habían conseguido terminar la obra. Respondiendo a las exigencias de la Regla, dejarían una huella de su paso por la tierra y un testimonio tangible en el que se inspirarían sus sucesores; la cadena de las revelaciones no estaba rota.

Cada día, Sabni admiraba más a su esposa; la pasión se abría sobre un horizonte resplandeciente en el que reinaba la gran sacerdotisa, vestida de luz, en el abrazo de los sentimientos y la razón. Su unión tenía el perfume de la eternidad que Isis encarnaba en la aventura cotidiana. En el rostro de la mujer, en las horas en que la voz del más allá danzaba en el viento, se dibujaba el de la diosa. Sabni no dudaba que cada santuario, según los antiguos escritos, fuera el cielo en la tierra. Era aquí abajo, y en ninguna otra parte, donde el peregrino podía conocer la plenitud de que daría fe ante el tribunal de Osiris, sin temer a la devoradora y a los espíritus prestos a cortar el cuello de los mentirosos y los cobardes. Isis le había dado las llaves de la felicidad que no se desgasta y de la alegría que no se apaga; ¿no se parecía a la diosa oculta en el árbol de la orilla de Poniente, lista para derramar la inagotable agua fresca que el viajero del infinito saboreaba con fruición?

File detenía el tiempo, Isis lo consagraba. El alma no envejecía, el pensamiento no se arrugaba, los actos más humildes resplandecían como las estrellas. Próxima la fiesta en la que Isis reconstruía el cadáver de Osiris para hacerle revivir, la comunidad navegaba de nuevo en la corriente de los constructores capaces de transfigurar la materia.

Dos días antes de Navidad, el barco del obispo se acercó al embarcadero; Isis recibió a Teodoro. En los ojos del prelado se notaba la angustia.

–Vos habéis salvado Elefantina y yo quiero devolveros el favor. El decreto imperial me ha llegado esta noche: la comunidad de File debe ser dispersada.

–¿Los ermitaños?

–Quizá ya lo saben. La carta del emperador, refrendada por el patriarca de Alejandría, anuncia la llegada inminente de un cuerpo expedicionario a las órdenes de un general bizantino.

–Mirad esta morada adornada de oro, con el techo de lapislázuli, los muros de plata, el suelo de madera de acacia, las puertas de cobre; es una obra preparada para durar siempre; ¿no reconocéis que pertenece al Principio creador?

Teodoro imploró a la gran sacerdotisa.

–Poco importa lo que yo piense; me es imposible retrasar el plazo. Os suplico que abandonéis la isla sin demora.

Sabni se dirigió hacia ellos con un cincel de escultor en la mano. En su delantal podían verse manchas de cal.

–Te he oído, Teodoro.

–Si la quieres, convéncela.

–¿Dónde iríamos?

–Mi barco está a vuestra disposición. Dirigios hacia el sur.

–¿Y refugiarnos en territorio blemio? El ejército del emperador nos perseguirá. He nacido en File y no huiré. Este templo fue confiado al sumo sacerdote y a mí; ambos lo protegeremos del dolor, la angustia y el peligro.

–Los adeptos tendrán libertad para irse -precisó Sabni-. Nosotros no abandonaremos la tierra sagrada.

–¿Cómo podría convenceros?

–Ven conmigo, Teodoro.

Reticente, el obispo siguió al sumo sacerdote. Sabni le abrió las estancias del templo, comentó los bajorrelieves, describió con detalle las ceremonias del culto y los rituales de iniciación. No ocultó nada de su ciencia.

–Este mundo agonizante lo llevarás contigo desde ahora.

–Inútil tesoro, Sabni, puesto que es contrario a mi fe.

–Al transmitirte esta sabiduría, he liberado las fuerzas sepultadas en las criptas del templo. Ellas se convertirán en tus pensamientos como pájaros de enormes alas que se lanzarán hacia el cielo. Tú, mi enemigo irreductible, ahora eres mi esperanza.

Isis comunicó al obispo que ningún adepto abandonaría la isla. La comunidad se plegaba a la decisión de los superiores.

Teodoro supo que toda palabra sería inútil; trataría de convencer al general bizantino de que perdonara aquellas vidas que en absoluto amenazaban la grandeza del Imperio.

–Recuerda, Teodoro, las palabras del príncipe Sarenput, grabadas en su tumba de occidente, mientras resucita entre los dioses: «Yo toco el cielo, mi cabeza atraviesa el firmamento, rozo el vientre de las estrellas, brillo como ellas, conozco la alegría celestial, danzo como las constelaciones». En su tiempo, la ciudad vivía una perpetua fiesta, los soldados cantaban con los campesinos, ancianos y jóvenes disfrutaban de la vida.

El sumo sacerdote y el obispo se abrazaron con el calor de dos hermanos. Cuando se encontró frente a Isis, Teodoro se quedó petrificado.

–Nadie -dijo ella- consigue llegar a Poniente, morada de los seres sin mancha, sino aquel cuyo corazón practica la Regla con exactitud. Al otro lado no hay diferencia entre el pobre y el rico ya que la balanza y el peso se encuentran en las manos del amo de la eternidad.

La gran sacerdotisa besó al prelado en la frente; aquel beso de paz le quemó el alma.

En septiembre del año 437, en las piedras de File se había grabado el último texto jeroglífico, una plegaria a Isis. En la Navidad de 535, Sabni esculpió el último bajorrelieve de la civilización egipcia; sobre el dintel de la capilla de Imhotep bosquejó el delantal del fundador y su trono. Ninguna línea fue terminada; ningún rostro quedó completamente perfilado.

En el interior del pequeño edificio la comunidad quemaba bolas de incienso. El humo perfumado embelesaba el olfato de los dioses que navegaban en las barcas del día y de la noche. Puede que algún día una mano recogiera el cincel y terminara las figuras que Sabni dejaba incompletas.

Cuando retrocedió para contemplar su trabajo, el sumo sacerdote sintió que el deseo de rebelión se apoderaba de él. ¡Le quedaba tanto por crear, por vivir! Isis se acurrucó tiernamente junto a él y le acarició el rostro con el cabello.

–El santuario no será desmantelado.

–¿Cómo lo impediremos?

–No lo sé.

–Tratas de tranquilizarme.

–He visto File en la lejanía, más allá de nuestra existencia. Estas líneas que ha dibujado tu mano en la piedra no serán estériles.

Pablo dio gracias al Señor; al alertar al patriarca de Alejandría, los ermitaños habían obtenido el resultado esperado. Deseoso de conservar su poder y de no disgustar al emperador, el jefe de la Iglesia egipcia se había dirigido a Bizancio a fin de dar cuenta del escándalo de Elefantina. En su sabiduría, el poderoso soberano había tomado la mejor decisión: enviar soldados con el encargo de exterminar a los paganos. Teodoro, una vez más, trataría de salvar a su amigo Sabni. Por fortuna, el emisario de Alejandría era un charlatán deseoso de demostrar su importancia; las nuevas noticias trastocarían el destino de la provincia. Informado del contenido de las misivas imperiales, Pablo se sintió investido de una misión sagrada y, esta vez, frustraría las intrigas del obispo.

–¿Cuándo nos atacarán? – preguntó la hermana encargada de la comida.

–Tan pronto como el ejército bizantino franquee las puertas de Elefantina -respondió Isis.

–¿Dos semanas?

–Quizá sólo una. En esta estación, el sol es suave; marchando deprisa, los soldados cubrirán el trayecto en poco tiempo.

–Qué corta es una semana…

Hermanos y hermanas esperaban el instante en que el cauce del río se cubriera de barcos de guerra; sobre la mesa del festín había ajos, cebollas, pan y semillas de loto y algarrobas. Los más viejos, desdentados, se conformaban con caldo de tallos de papiro.

Sabni observaba la orilla donde desembarcarían los asaltantes, tratando de forjarse un valor imaginario que los gritos de la soldadesca barrerían en un segundo.

La sombra azul de la noche victoriosa destacaba en el firmamento; el azul suave, profundo, tranquilo que muere con la aparición del naranja daba paso al rojo intenso, última palabra del crepúsculo; por fin, la noche, brutalmente separada del incendio del día agonizante en una línea curva, infranqueable barrera entre el ayer y el mañana. La luz declinó; azul y negro se dirigieron el uno hacia el otro, felices de reunirse tras una larga separación. El azul suave se dejó absorber, el rojo se convirtió en línea y el naranja expiró. Lo alto y lo bajo se unieron en la tela oscura que tejía el Creador para recubrir la tierra.

–Esta noche será la última -predijo Isis.

El día tenía la dulzura de un fruto maduro antes de que el sol disipara las nubes dispersas. En la orilla desierta, la arena, agitada por el viento del desierto, se elevaba en espirales vertiginosas.

Isis y Sabni subieron a la única barca que todavía pertenecía al templo. Con ayuda de una pértiga, el sumo sacerdote la alejó del embarcadero y se deslizó por la corriente. De cara a oriente, salmodió la plegaria de la mañana; su voz se perdió en las pendientes de las montañas. Isis bebió agua del río, agradable al paladar y suave al tacto, portadora aún de la frescura del manantial oculto entre las rocas de Elefantina. Pensaba en los días felices en que la vida vagaba a merced del Nilo, se ofrecía al oro de las dunas y a la blancura de las velas. Cuando los dioses gustaban de permanecer sobre las verdes orillas y sus estatuas marcaban los límites de los campos y las ciudades en las que los hombres se consideraban como huéspedes.

–En tiempo de los faraones, andábamos sin temor por los caminos, navegábamos con confianza por el río, charlábamos al lado de un pozo o un estanque, no muy lejos de los pastos donde el ganado se movía con plena libertad. Veo tu rostro, Sabni; subes a tu barco de pino y abres la casa que has construido. La pieza de buey asado, la jarra destapada y las melodías nos fascinan. Alrededor nuestro, dos vírgenes danzan, recitan poemas, nos perfuman y nos adornan con guirnaldas de flores; preparan el lecho donde, por la noche, la embriaguez nos unirá.

–Tal fue nuestra vida hace mil años… Un sueño perdido en la soledad de la catarata. ¿Realmente debemos desafiar lo imposible?

–Hemos jurado transmitir el misterio.

–¿Y si te vas? Isis, sana y salva, serías la guardiana de la tradición.

–Separarnos sería una locura.

–Tu vida es preciosa. Como gran sacerdotisa, eres el futuro.

–El futuro ya no existe. Nos queda el presente, incluso si su rostro es más feroz que el de la Terrorífica. Que perdure la juventud del templo y habremos cumplido la Regla; el cielo se encarna en File.

–¡A veces me parece tan duro!

–A mi también, Sabni, ya que somos indignos de ella; por eso es necesario que seamos dos.

–Por amor a Isis…

Se abrazaron. La barca, abandonada a la corriente, se dirigió hacia la tierra de los muertos, adormilada bajo el sol del invierno. Ambos pensaron en su unión en la tumba de Osiris, en la felicidad absoluta que las noches y los días regeneraban.

–File es el último templo de un mundo que nuestros enemigos creen desaparecido; las religiones se sucederán, se desgarrarán y se derrumbarán al pie del santuario incluso si la comunidad parece estar extinguida.

–¿De verdad deseas desaparecer, Isis?

–Ni por un momento. Quiero vivir ciento diez años, envejecer a tu lado y ver crecer a los hermanos y hermanas.

La corriente cambió y llevó la embarcación hacia File.


CAPITULO LVIII


No fue el cuerpo expedicionario bizantino el que, poco antes del mediodía, se lanzó al asalto de File, sino una tropa heterogénea compuesta por ermitaños, soldados perdidos y habitantes de Elefantina que Pablo había arrastrado al borde de la locura. Los ermitaños hacía cuatro días que ayunaban; los demás estaban borrachos. Armados con lanzas, horcas y espadas, cantaban salmos que celebraban la victoria del Señor sobre los demonios.


Pablo no quería abandonar este acto de fe a un general extranjero. A él y a nadie más correspondía aplastar para siempre la cabeza del dragón pagano y apoderarse del templo. El obispo no había sido prevenido. Cuando el ruido de la matanza llegara a sus oídos sería demasiado tarde.

Los adeptos se aterrorizaron cuando vieron aquella jauría dando alaridos; bajo la dirección de «el Atajo», ya se habían adentrado en el pórtico. Decididos a pelear, hermanos y hermanas se colocaron detrás de Isis y Sabni.

La gran sacerdotisa se había adornado con las joyas propias de su rango, gargantilla de lapislázuli, pectoral con siete ristras de perlas, brazaletes de plata y sortijas de oro. La blancura de la larga túnica daba más esplendor si cabe al brillo de las joyas.

Un ermitaño blandió una rama a medio podar; Isis no retrocedió. Dos hermanos se arrojaron contra el agresor, pero su gesto fue interrumpido. Los soldados acudieron de inmediato en ayuda del ermitaño y les golpearon; los adeptos cayeron al suelo con el rostro ensangrentado. «El Atajo» ató las muñecas de la gran sacerdotisa con su cinturón; Sabni intentó liberarla, pero también fue golpeado.

Cuando un ermitaño quiso estrangular a una hermana enferma, dos soldados se interpusieron.

–Debemos expulsarlos, no asesinarlos.

–¡Callaos, espíritus tibios! ¡El emperador quiere purificar esta isla maldita!

Los que habían dudado, golpeados en la espalda por los enloquecidos campesinos, se mantuvieron alejados. La hermana fue pisoteada. Sus estertores de agonía se perdieron entre los alaridos de los otros adeptos, molidos a golpes. Los bastones cayeron una y otra vez, las horcas hurgaban en los vientres, las espadas cortaban las gargantas. El descubrimiento de una barquichuela de culto duplicó el furor de los asaltantes. Rompieron la proa y la popa, que tenía forma de cabeza de Hathor. Pablo prendió fuego a los restos.

Ni Isis ni Sabni lloraron. Un dolor a la vez frío y ardiente secaba sus lágrimas. ¿Dónde había huido la muerte dulce y sonriente prometida a los sabios? Según las enseñanzas de los misterios, el adepto de la magia sagrada salía a la luz del día y se paseaba por el más allá tan lejos como deseaba su corazón. Pronto, el velo se desgarraría y las puertas se abrirían.

«El Atajo» arrancó el collar de la gran sacerdotisa; embriagado por el éxito, desgarró la parte de arriba de su túnica. Sabni le repelió de un cabezazo.

–No la toques.

Con las manos atadas, le resultaba difícil defenderse; de su mirada y su voz emanaba tal autoridad que el hombre retrocedió.

–¡Ya no eres nada, sumo sacerdote, y responderás por tus pecados ante Dios Todopoderoso!

Eliminada toda resistencia, las tropas vociferantes exploraron las estancias del templo; al no encontrar ningún tesoro, se sintieron decepcionados. Los más excitados escupieron sobre los bajorrelieves que tenían diosas dibujadas. Mientras las desfiguraban, otros acólitos de Pablo incendiaban los postes de pino de Cilicia, símbolos del poder divino.

Ayudado por una docena de desertores, «el Atajo» remató a los heridos. Un soldado enloquecido se arrojó al Nilo desde lo alto de la galería cubierta en la que solían meditar los adeptos. Pablo dio orden de destruir las puertas de los santuarios para que penetrara la luz en las estancias oscuras.

De repente, se sintió mal. Las miradas de Isis y Sabni pesaban sobre él. De momento, no les temía; la magia de la gran diosa no había impedido su conquista. La comunidad había sido aniquilada; los egipcios ya no celebrarían nunca el culto a la gloria de los falsos dioses, precipitados en los infiernos.

Isis apoyó la cabeza en el hombro de Sabni.

–Dame agua, que su frescor calme mi corazón. Gira mi rostro hacia el norte; él nos enseñará el camino. Lo que hemos atado en la tierra permanecerá atado en el cielo.

Estas palabras rituales, recuerdo del océano de energía en el que el alma bebía de la fuente, tranquilizaron al sumo sacerdote. Temía verla deshonrada y desfigurada; temía no poder evitar el sufrimiento infligido. Isis permanecía serena; ella le daba fuerzas para afrontar la última prueba antes de comparecer ante el tribunal de Osiris.

Pablo fue hacia ellos.

–Arrepentios e implorad el perdón del Señor.

–Tú no eres Dios ni su mensajero.

–Pobre loco… ¿No comprendes que la gran diosa está muerta? ¡Arrepiéntete insensato!

–Tienes razón, Pablo; con nosotros desaparece un mundo que los dioses habitaban, que sacralizaban con su presencia. No es una comunidad lo que estás asesinando, sino una visión, un templo construido hace milenios por una comunión de pensamientos.

–Asistirás al desmantelamiento del edificio, sumo sacerdote; perecerá como los adeptos, servidores de las tinieblas.

–Te equivocas -afirmó Isis-. Sobrevivirá.

Un correligionario advirtió al ermitaño que el barco del obispo se aproximaba; sin duda el incendio de los postes de los pilonos, visible desde Elefantina, le había intrigado.

La victoria de Pablo quedaría incompleta si la pareja escapaba a la cólera divina.

–¡Que remolquen hasta aquí la barca de la comunidad!

La orden fue ejecutada en el acto; «el Atajo» obligó a Sabni y a Isis a subir a la embarcación, situada en el centro de la vasta explanada, entre el primer pilono y el embarcadero. A lo lejos, la vela blanca del prelado ondeaba al viento.

A una señal del ermitaño, los soldados prendieron fuego a la improvisada hoguera.

–Desatadnos las manos -exigió Sabni.

La espada rompió las cuerdas. El sumo sacerdote abrazó a Isis y la estrechó contra sí.

–El templo no será destruido -repitió ella.

Pablo acechaba su desesperación, esperaba un grito de rabia, una maldición, una rebeldía ridicula; pero la pareja no se preocupó por él ni por las llamas que les devoraban. Isis y Sabni se abrazaron, formando un único ser confundido con lo Incandescente, nacido de la danza del fuego y del amor de la diosa.

El obispo se arrodilló ante la hoguera y bendijo los cuerpos atormentados sin conseguir rezar. Detrás de él, Pablo estalló en carcajadas.

–El emperador estará satisfecho. Tú sacarás provecho de mi combate, obispo; para ti serán los honores, para mí las alabanzas divinas. Lo que no te atreviste a emprender, yo lo he cumplido.

Teodoro se levantó y golpeó al ermitaño con el báculo. Con la frente ensangrentada, Pablo retrocedió.

–Tú desfiguras al Salvador; por culpa de los fanáticos de tu especie la religión difunde la desgracia y la muerte. Ningún dios podrá absolverte de tus pecados. Malditos seáis por los siglos de los siglos.

–Gracias a mí, Egipto está libre del mal; ya sólo falta destruir el templo.

–File permanecerá intacta. Cuando llegue el fin del mundo, contemplará el alba del último día.

–File debe ser arrasada. ¡Así lo quiere el emperador!

–Yo transformo este templo pagano en iglesia; aquí celebraré la misa del domingo. Por todo el imperio se sabrá que Dios ha elegido como residencia la más espléndida de las moradas.

Aturdido, el ermitaño se encogió y apoyó la frente en las losas del pavimento, manchadas con su propia sangre.

Teodoro, prisionero de una sombra repentina, elevó los ojos y vio una pareja de ocas salvajes de enormes alas, que dieron vueltas sobre él antes de emprender el vuelo y fundirse con la luz.


FIN



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05/10/2009


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