Ahora lo sabía. El movimiento era su enemigo. Una simple
piedra con su inercia realizaba el más alto ideal de sabiduría.
Insensible a la esperanza y a la desesperanza de los seres
animados, ignoraba las insípidas variaciones del deseo. En el
corazón de la roca yacía la verdad.
Después de su primera batalla, el general no creía que el
camino tuviera un fin y la existencia una meta; sin embargo, cada
paso lo llevaba hacia aquella soledad de agua y granito. De campo
de batalla a multitud de despojos esparcidos por la tierra; de
ataque a proeza; de conquista a matanza; nada quedaba al
azar.
¡Qué agradable era no desear nada y renunciar! Ningún
mentiroso, llámese placer o sufrimiento, se aventuraría tan lejos.
Alejado del pasado, privado del futuro, Narses se convertía en
mineral.
La agresión le pilló desprevenido. Los dos hombres llegaron
buceando. Armados con cuchillos se lanzaron sobre Narses, que con
el brazo derecho agarró a uno de los negros por el cuello. Si no
hubiera sido manco, el general habría salido vencedor del combate
incluso desarmado. La hoja del cuchillo voló hacia su flanco
izquierdo, desprotegido, se hundió entre dos costillas y le
atravesó el corazón. Narses murió de pie, con los ojos puestos en
la catarata. Allí lanzaron los blemios el cadáver de su primera
víctima.
Los guerreros negros habían esperado el comienzo del descenso
de las aguas, generador de remolinos y corrientes, para deslizarse
a través de los canales naturales cuyos trazados conocían a la
perfección; utilizaron canoas de papiro manejadas por dos hombres
cada una. Uno remaba mientras el otro achicaba el agua que entraba
con el rápido descenso. Esquivaban los remolinos, los flujos y
reflujos y se deslizaban entre la masa rocosa contra la que se
habían estrellado numerosos barcos. Lanzados a toda velocidad
llegaron al primer fortín al mediodía. El sol deslumhraba al único
centinela, de espaldas a la corriente. Los blemios le atravesaron
con flechas antes de que pudiera dar la alarma y aniquilaron al
pequeño destacamento adormecido bajo un colgadizo.
La incursión prosiguió. Las canoas navegaban por el río con
tal violencia que parecía que iban a zozobrar. Pero las proas
resurgían y se lanzaban de nuevo hacia su meta: el fuerte de
Elefantina. Centenares de embarcaciones finalizaron su carrera
junto a los troncos. Haciendo estribo con las manos, los asaltantes
salvaron sin apenas esfuerzo las murallas que se habían vuelto
accesibles con la crecida. Los gritos sobrecogedores de los
asaltantes despertaron por fin a la guarnición. Los soldados se
precipitaron sin orden ni concierto sobre sus arcos y espadas e
intentaron protegerse detrás de sus escudos de las piedras y
flechas que los blemios lanzaban. Los guerreros negros dieron
rienda suelta a un frenesí que logró aterrorizar a los más
curtidos. Las paredes ardían. Saltando desde lo alto de las
murallas al patio del cuartel, los blemios manejaban con increíble
destreza hachas y garrotes tachonados. Cabezas y miembros
arrancados ensangrentaban el suelo. Un militar bizantino trató de
organizar la defensa; pero pronto fue abatido.
Los supervivientes abandonaron el fuerte y se replegaron en
dirección a las cuadras, donde se batieron cuerpo a cuerpo hasta
que intervino la expedición bizantina, que consiguió detener el
ataque de los blemios. La furia desatada con la que arremetieron
los soldados blandiendo sus lanzas obligó a retroceder a los
africanos que, atravesando las llamas que consumían el cuartel, se
batieron en retirada hacia las canoas.
La segunda ola de ataque se abatió sobre el mercado y los
barrios pobres. Los guerreros negros mataron a los mercaderes,
arrebataron gran cantidad de alimentos e incendiaron los edificios
públicos que ningún soldado defendía.
En menos de una hora la incursión se había acabado;
únicamente se salvó File.
Las mujeres y los niños se escondieron en las cuevas. Los
hombres ilesos apagaron las llamas y recogieron a los heridos. La
seguridad de que los blemios atacarían de nuevo estaba presente en
todos los corazones.
Tras la desaparición de Narses, Teodoro tuvo que ponerse al
frente del ejército, del que sólo quedaba un centenar de soldados,
un número demasiado reducido de hombres para resistir un segundo
ataque. Del fuerte sólo quedaban restos calcinados. Reconstruirlo
llevaría demasiado tiempo; el obispo ordenó que se plantaran
estacas en las orillas con las puntas aceradas vueltas hacia el
Nilo. Hileras de arqueros emboscados detrás de los refugios
retrasarían el desembarco. Los soldados se apresuraron a enseñar a
los voluntarios el manejo de las armas.
¿Presenciaría impotente el obispo el fin de Elefantina y la
destrucción de su obra? Por primera vez se sublevó contra Dios y
anheló poder consultar el oráculo prohibido del alfarero Jnum,
atento a las súplicas de los humanos. Se perdió en el laberinto de
las ruinas y se sintió rodeado de demonios que le impelían a que
abandonara el servicio de Cristo y abrazara de nuevo la religión de
sus antepasados. Detrás de una gigantesca naos de granito rosado
yacían los fragmentos de una estatua de madera que los sacerdotes
llevaban al gran patio donde se reunían los consultantes. A la
pregunta formulada, el dios respondía «sí» o «no» con un movimiento
de cabeza. ¿Sería necesario recomponer la estatua fragmentada del
alfarero, enderezar al hierático personaje e interrogarle? El
obispo se detestó a sí mismo y rompió a patadas las manos del
alfarero modeladas en madera de sicómoro.
El era el único responsable de aquella matanza. Con su
mansedumbre había sembrado el desastre.
File atraía a los blemios como a insectos destructores; File
había matado al prefecto Maximino y al general Narses. El obispo se
enfrentaba solo a Isis y Sabni; ningún obstáculo se interponía
entre ellos. La guerra sería cada vez más cruenta y Sabni no se
salvaría en medio de la contienda. Teodoro ya le había prevenido al
sugerirle que huyera de aquella comunidad maldita.
En la misa del domingo, el obispo dirigió un sermón a la
población concentrada en el pórtico. Pidió fuerzas a Dios
Todopoderoso para luchar contra el invasor y exigió a los
cristianos coraje y disciplina. En Elefantina no faltaban ni armas
ni combatientes. Si desearan con todas sus fuerzas sobrevivir a la
desgracia, sabrían defenderse.
No esperaba ningún resultado del mensaje enviado a Alejandría
en el que explicaba lo acontecido y solicitaba ayuda. Llevaría
mucho tiempo, quizá demasiado, trasladar las tropas y enviarlas a
la frontera sur. Más le valía contar sólo con sus propias fuerzas.
Si el segundo ataque de los blemios fracasaba, no volverían durante
algún tiempo.
Teodoro blandió la espada del general Narses y sobre ella
juró salvar a la provincia en nombre de Cristo. Unos cuantos monjes
hirsutos se abrieron paso entre la multitud. A la cabeza iba un
personaje tan demacrado que sus huesos amenazaban con atravesar la
piel. Con los ojos febriles y a gritos apostrofó al
obispo.
–¿Por qué no dices la verdad?
–¿Me acusas de mentiroso?
–Llevo el nombre del apóstol Pablo y en una tumba pagana vi
que tengo poderes para purificar mediante el fuego. Los ermitaños
me han elegido su portavoz. Sabemos combatir; hemos cazado bestias
en el desierto y esos guerreros negros no nos asustan. ¡Dadnos
armas y exterminaremos a todos los paganos!
El pueblo prorrumpió en gritos de aprobación. En las actuales
circunstancias, Teodoro no podía permitirse prescindir de ningún
aliado, de modo que aceptó. Los ermitaños reunidos formaban una
temible cohorte.
–No dices la verdad -continuó Pablo-, porque omites el nombre
del verdadero culpable, que es File. Los blemios nos han atacado
para vengarse de la profanación de Bigeh y para satisfacer a los
paganos. El templo se ha aliado con nuestro peor enemigo. Los
asesinos son Isis y su camarilla. ¡Hay que destruir
File!
Los ermitaños restantes se hicieron eco de las exigencias de
su portavoz. Una mujer gritó. Su marido y sus hijos se unieron a
sus gritos y pronto fueron coreados por miles de familias: Teodoro
soportó como pudo el siniestro concierto.
–Si atacamos File, la reacción de los blemios será terrible
-predijo-. En la isla, bajo la protección de la gran sacerdotisa,
está construida la capilla de su dios. Tan pronto como ésta sea
atacada y el santuario dañado, arrasarán Elefantina a sangre y
fuego. Preocupémonos primero de nuestra seguridad. Ya pensaremos en
File más tarde.
Pese a la excitación que dominaba a la muchedumbre, ésta
recobró el sentido común. Pablo presentía que el pueblo no seguiría
sus pasos, por lo que maquinó atraérselo llevándolo por otros
derroteros.
–¡Dejemos de conceder favores a esa comunidad de paganos!
¡Que se mueran de hambre en la isla del diablo! Los blemios no
podrán reprocharnos nada.
–Te olvidas de la ley. Son terratenientes que pagan sus
impuestos. Tienen derecho a comprar y vender.
El argumento utilizado por Teodoro actuó como un mazazo en el
ánimo de muchos. No podía tratarse de paria ni de esclavo al que
pagaba sus impuestos.
–File injuria a Dios y a sus seguidores.
–Tienes razón -reconoció el obispo-; tomaré las medidas
necesarias. Ahora lo más urgente es reforzar las murallas de la
ciudad y prepararla para un posible ataque. En cuanto los negros
sean derrotados nos ocuparemos del templo pagano.
El ermitaño sonrió. El prelado acababa de firmar un
compromiso delante de la comunidad cristiana allí reunida; llegado
el momento no podría sustraerse a lo prometido. Y el momento
llegaría pues Dios combatía al lado de los suyos.
Crestos había limpiado el taller.
–Mira nuestras armas -dijo a Sabni enseñándole las
herramientas-. Lucharemos.
–Teodoro no atacará File. La capilla del dios africano la
protege.
–¿Durante cuánto tiempo?
–Mientras las fuerzas de los blemios sean superiores a las de
los cristianos. El obispo ha enviado un mensajero a Alejandría para
pedir refuerzos.
–¿Cuándo llegarán?
–Cuando acabe el descenso del agua, con la entrada del
invierno, jamás… el emperador no se interesará por la suerte de una
provincia tan lejana. Si se olvida de nosotros, estaremos a salvo.
La amenaza de los blemios evitará que Teodoro nos
destruya.
–¿Y si volvieras a coger tu bastón? Tengo ganas de esculpir y
mi espalda está fuerte.
Mientras el sumo sacerdote y su joven hermano llegaban al sur
de la isla donde Crestos aprendía a tallar la piedra a fuerza de
llagas y sudores, Isis y sus hermanas mejoraban el estado del
pequeño templo de Hathor en el que se celebraría el ritual
consagrado al retorno de la diosa lejana. Realzaban los colores de
los capiteles y limpiaban las columnas y los relieves del polvo que
arrastraban las tormentas de arena. Serena, casi alegre, la gran
sacerdotisa leyó el texto que estaba puliendo. De su fuerza
dependería el futuro de la comunidad. Si la diosa oía su llamada,
regresaría de las tierras abrasadas y trasladaría al templo el oro
de las montañas con el que se esculpía el cuerpo de los dioses. Que
los adeptos se nutrieran de lo imperecedero era la primera
exigencia, sin la cual ninguna obra se llevaría a
cabo.
Fuera de allí, la guerra. Nuevamente los hombres se mataban
entre sí en nombre de sus creencias. Nadie en la isla santa elevaba
la voz. Al amanecer, la figura de Faraón grabada en las paredes se
animaba y pronunciaba las palabras que hacían efectiva la presencia
divina. Isis alzó las manos en señal de súplica. El templo
vibró.
El Nilo se retiraba, perezoso, tras haber depositado sobre la
tierra el preciado limo. Los campesinos practicaban el manejo de
las armas bajo la mano férrea de los instructores bizantinos. Los
ermitaños, salidos del desierto y de las tumbas, no dejaban de
recorrer la villa para exhortar a sus habitantes a combatir.
Gracias a ellos, en Elefantina se forjaba una moral de victoria;
aunque el miedo ahogaba los vientres, las ganas de cortar en
pedazos a los paganos aumentaban.
Apostados al borde de la catarata, los vigías indicarían la
aparición de los blemios. A finales de septiembre ni siquiera
habían visto un explorador. El temor se esfumó. Teodoro continuó
reforzando el sistema de defensa. Apretadas filas de devotos
impedirían en lo sucesivo el acceso a las orillas. Los blemios
deberían sacrificar cientos de hombres con escasas esperanzas de
éxito.
Cansados de las lamentaciones de los ermitaños, los hombres
de negocios propusieron reabrir el mercado. El obispo les concedió
esta satisfacción. Sobre los mostradores expusieron pescado seco,
quesos, cebollas, pichones, pollos, harina, mechas de lámpara,
cerámica, especias y otras mercancías cuyo precio había aumentado
de forma considerable. La inflación, que el obispo había frenado
durante el periodo de paz, volvía con más fuerza: treinta por
ciento sobre el trigo, cincuenta por ciento sobre la madera y el
aceite, ciento por ciento sobre la carne. El estado de emergencia
lo justificaba. El día de mañana Elefantina quizás fuera arrasada.
Quien quisiera disfrutar de la vida no debía sucumbir a la
avaricia.
La conversaciones se interrumpieron cuando Sabni apareció en
la entrada del mercado dando limosna a los pobres. Después de
vender la ristra de perlas a un pastor de corderos, el sumo
sacerdote pensaba comprar legumbres, ajos y brevas. Cuando se
aproximó, los clientes se apartaron. Cuando preguntó el precio a
los mercaderes, éstos permanecieron mudos, mostrando así su repulsa
a cruzar palabra con un extranjero. Sabni insistió. Un individuo
demacrado y con el rostro mugriento se dirigió a él blandiendo un
bastón de nogal. – ¡Vete, hijo del diablo! Nadie te venderá comida.
Sabni no hizo caso del fanático y habló a los comerciantes. – No os
estoy suplicando; guardad vuestra caridad para los cristianos.
Tengo varias piezas de plata.
–¡Quien las acepte será maldecido! – profetizó Pablo. El sumo
sacerdote se giró hacia el ermitaño. – Un hombre de Dios no alza la
voz. Eres menos noble que una bestia por gritar así. Si fueras mi
discípulo, pronto perderías las ganas de armar
jaleo.
Sabni se apoderó del bastón con el que Pablo le amenazaba y
lo partió en dos.
–¿No excluye tu religión la violencia contra el prójimo? «No
matarás», ordenó Dios a Moisés. ¿Respetas sus mandamientos? – ¡No
será un pagano quien me instruya en la verdadera fe! – Poco importa
quién te enseñe. Sólo cuenta la enseñanza que asimilas. Tus
antepasados son los míos: los egipcios respetuosos del hombre
porque veneraban a Dios. Las personas como tú deberían cargar
pesados fardos y caminar al lado de los asnos.
El ermitaño retrocedió. Percibía la cólera del sumo sacerdote
y temía su fuerza.
–¡No me toques, pagano! El pueblo me
defenderá.
–No me ensuciaré las manos contigo.
Mercaderes y curiosos rodearon a Sabni. Un vendedor de quesos
le señaló con el dedo.
–Eres aliado de los blemios. Por tu culpa han incendiado la
ciudad y asesinado a sus gentes.
–Calumnias.
–El ermitaño ha visto a Isis sellar un pacto con un blemio.
¿Lo negarás?
–Lo niego.
–Si nuestras mujeres y nuestros hijos quisieran encontrar
refugio en la isla, ¿se abrirían las puertas del
templo?
–Los profanos no pueden entrar allí. Es la
Regla.
–Los blemios tienen una capilla en el templo. A ellos les
acogeríais con alegría. He aquí una nueva prueba de
complicidad.
El círculo se estrechó. Unos empuñaban piedras y otros
cuchillos.
–File garantiza vuestra supervivencia, Bizancio os mata de
hambre. Venderá Egipto al mejor postor. Sólo el templo preservará
nuestra unidad y la independencia del país.
Estas palabras sembraron la discordia. Había muchos que
pensaban lo mismo.
–Los blemios nos matarán -dijo un carnicero.
–¿Tú que propones? – preguntó un pastor-. ¿Quién tiene la
clave de la riqueza?
En los ojos del que preguntaba brillaba una esperanza que
Sabni no tenía derecho a alentar. No debía provocar una rebelión y
mucho menos encabezarla.
–Cuando haya vuelto la paz, reconstruiremos Egipto. File será
el centro.
–Eres un promotor de disturbios -acusó el ermitaño-. Quienes
te escuchen serán castigados como el traidor
Mersis.
El recuerdo del suplicio inmovilizó a los últimos partidarios
del sumo sacerdote, que atravesó la multitud y se dirigió en línea
recta hacia el ermitaño.
El pequeño templo de Hathor resucitaba; sus vivos colores
alegraban la vista. Las hermanas redescubrían flautas y tamboriles,
repitiendo ritmos y melodías. Crestos limpiaba las máscaras de
madera que llevarían los adeptos durante la celebración del ritual
en el que suplicarían a la maestra de la danza y de los cantos el
oro del cielo, y a la señora de la embriaguez que les revelara el
amor que enlazaba los mundos.
Entristecido por volver con las manos vacías y empañar la
alegría de los que preparaban la fiesta, Sabni esperó que la
comunidad se dispersara antes de confesar su fracaso a
Isis.
–Si no podemos comprar víveres, mandaremos a alguien a
hacerlo en nuestro lugar.
–¿A quién?
–A un banquero.
Tres bancos administraban los fondos de los habitantes de
Elefantina. El más importante pertenecía a la Iglesia, el segundo a
un financiero bizantino y el tercero a un griego. Este último, como
sus colegas, recaudaba las contribuciones destinadas al Estado.
Practicaba operaciones de cambio, prestaba a intereses elevados y
se encargaba de transferir divisas y de otros negocios privados.
Como había amasado una fortuna antes de abrir su oficina, respetaba
la ética de la profesión: ser rico para convertirse en banquero y
así enriquecerse más. Menos riguroso que el obispo y más astuto que
el bizantino, el griego no vacilaba en servir de testaferro si la
remuneración le parecía buena. De rostro rojizo, las carnes
atrapadas en una túnica blanca, consagraba su ocio a la buena
mesa.
Examinó los collares, las sortijas y los brazaletes que le
ofrecía Sabni.
–Son unas piezas muy hermosas. ¿Deseáis un
préstamo?
–Quiero venderlas.
–Os pagaría menos que un anticuario.
–No importa.
–¿Cómo queréis vuestro dinero?
–Ocupaos vos de ello.
–Podéis estar tranquilo, que lo haré fructificar. Estaréis
encantado con mis servicios.
–Conducid al templo a un comprador de
víveres.
–Es muy delicado… Esta gestión corre el riesgo de acarrear
gastos.
–Calculad cuánto.
–Puedo encargarme del reparto sin que nadie se entere,
pero…
–Sumad los gastos.
El griego se inclinó. El templo podría ser un buen
cliente.
Poco después de la salida de Sabni confió el banco a su
ayudante y se fue al mercado. Los agricultores cuyos bienes
administraba le concedieron importantes descuentos que harían
aumentar aún más sus beneficios. Absorto como iba en el cálculo de
sus ganancias, tropezó con Pablo.
–Apártate, ermitaño. Hueles mal.
–Un momento, griego. ¿Tienes intención de socorrer a
File?
–Los negocios son secretos.
–Quien vaya en ayuda de los paganos será a mis ojos un
traidor y un perjuro. Acuérdate de Mersis. No me desafíes y respeta
la voluntad del Señor.
A principios de octubre, el Nilo se retiró y comenzó la
cosecha de aceitunas y dátiles. Como el templo no había recibido
ningún tipo de suministro, Sabni fue a casa del banquero.
Elefantina, protegida por sus fortificaciones reforzadas día tras
día, renacía de sus cenizas. Reconstruyeron con ladrillos las casas
incendiadas y los albañiles repararon los muros de las
fortificaciones. La amenaza blemia se desvanecía.
–He juzgado mal -explicó el griego-. Tus joyas no tenían
valor.
–¿Te niegas a negociar en mi lugar?
–No… pero necesitaría tesoros reales. Dicen que el templo de
Isis está lleno de oro, que ensalza la belleza de las estatuas. Sin
duda las criptas contienen objetos preciosos; si me traes esas
maravillas obtendrás las provisiones.
–¿Has perdido el juicio?
–Un banquero debe vivir de acuerdo con su
tiempo.
–Eres esclavo de los cristianos.
–Los precios varían en función de las necesidades. Hoy en
día, un pagano debe pagar caro para sobrevivir. Y mi oficio es
mucho más peligroso de lo que se cree.
–Devuélveme las joyas.
–¿Qué joyas? Si me las hubieras confiado te habría dado un
recibo. Si pones en duda mi buena fe, iremos a juicio. No te
aconsejo que me fuerces; los guardias me protegen.
Sabni pensó en las mesas de ofrenda cargadas de vituallas y
consagradas por Faraón antes de ser presentadas a la gran diosa.
Rico, feliz, el templo no tenía otro recurso que vivir la Regla y
transmitir el espíritu.
–Osiris condena al ladrón. Quizá Cristo sea más
clemente.
Furioso, el adolescente golpeó el agua con el puño,
provocando una ola plateada.
–¿Es esa la forma de comportarse de un
adepto?
El muchacho enrojeció y miró a Isis.
–Hace dos horas que no pesco nada.
–Eso no es una excusa.
Avergonzado, Crestos fue a la orilla. La seriedad de la gran
sacerdotisa le intrigó.
–Las distracciones no son convenientes para mí; prefiero
estudiar.
–¿Has descifrado los textos de las columnas?
–Son difíciles, pero no desespero. Si Sabni me ayuda
progresaré mucho más deprisa.
–Quizá haya algún otro medio.
Crestos siguió a Isis, que, a mediodía, emprendía un camino
poco habitual. Subió los empinados peldaños de la escalera que
llevaba al tejado del templo; normalmente, el joven subía durante
la noche para estudiar el movimiento de los planetas y la
disposición de las estrellas. La gran sacerdotisa le arrastró hacia
la esquina en que se levantaba una pequeña capilla con las puertas
cerradas. Crestos había notado la existencia del extraño santuario
al que nadie, excepto Sabni, se aproximaba nunca; formular
preguntas sobre el tema le parecía incongruente. Confusamente,
sentía que aquellos muros contenían uno de los mayores secretos del
templo.
Isis descorrió el cerrojo de bronce. El joven adepto tembló,
convencido de que su destino se sellaría en aquel
lugar.
–Entra, mira y medita.
Acostumbrándose a la penumbra, distinguió los bajorrelieves
que adornaban los muros; el conjunto ilustraba las fases de la
resurrección de Osiris, salido de su sarcófago y destinado a vivir
para siempre por el amor de Isis, a la que daba un hijo, Horus,
llamado a vencer el mal y a reunir las dos
Tierras.
La gran sacerdotisa cerró la puerta de la capilla. Crestos se
sentó en medio del enlosado y se esmeró por escuchar la voz de los
jeroglíficos, la palabra de Dios; de los signos grabados en la
piedra emanaba una luz dulce y tranquilizadora. Con los ojos
cerrados, el adepto veía.
La pequeña estancia no dejaba de crecer; tomó la forma de una
enorme barca que navegaba sobre los lagos de fuego en los que los
trigos crecían en el azul, bañados por un Nilo inmaterial. De
repente, el viajero vio el trono del paraíso del que hablaban los
libros sagrados; de su pedestal nacían las letras madres que
utilizaban los rayos del sol e iban a inmovilizarse, en apariencia,
sobre los muros del templo. En la fuente de los signos, el espíritu
de Crestos aprendió a leer el universo.
Cuando la gran sacerdotisa, sonriente, lo sacó de la
estancia, el adolescente había cambiado realmente de vida; la suya
ya no le pertenecería, sino que se parecería a la de Osiris. En lo
sucesivo, por su sangre circularía el conocimiento de la edad de
oro.
–Isis, tú…
–Tal es el primer paso por el camino de los grandes
misterios. Éste contiene todos los demás. Haz crecer esta visión en
el silencio y obra sin cesar: lo que has percibido,
transcríbelo.
Teodoro disponía de un arma decisiva para derribar las
murallas de File: la presencia de Crestos. Constituía un delito de
tal gravedad que arrastraría a toda la comunidad a su perdición. El
templo violaba la ley admitiendo un nuevo adepto, un desertor
culpable de escapar a los impuestos. Sin ni siquiera evocar los
motivos religiosos, el obispo podía expulsar a los adeptos y poner
fin al culto de Isis.
La amenaza blemia le impedía actuar; a las reacciones que
provocaría el cierre del santuario se uniría el ataque de las
tribus negras. Pero este temor no justificaba, por sí solo, la
espera de Teodoro; él creía que Elefantina sería capaz de
resistir.
Una fuerza misteriosa le prohibía dar el golpe fatal que
arruinaría para siempre las esperanzas de los paganos, como si los
últimos representantes de una época pasada atestiguaran la
mansedumbre divina. Sus lazos con Sabni no eran de origen humano.
Desde su juventud habían desarrollado idéntico gusto por lo
sagrado. Al separarlos hasta el punto de enfrentarlos, ¿no mostraba
la Providencia al prelado que una parcela de error en medio del
corazón de la verdad hacía resplandecer mejor la luz de
Cristo?
Teodoro se encontraba cansado. Demasiados conflictos,
demasiados muertos, demasiada barbarie… ¡Qué delicioso sería
reflexionar en compañía de Sabni y consagrarse a discusiones
teológicas tan sabrosas como los higos frescos!
El dogma por un lado y la amistad por otro; desgarrado entre
dos caminos, incapaz de unir las dos orillas, tomaba conciencia de
su fracaso. En otro tiempo, se habría confiado a Sabni y le habría
pedido ayuda; hoy decidía su suerte, cuando él mismo se perdía en
la maraña de su incertidumbre. Renunciar a Dios… La tentación
afloraba como una hoja de acacia, suave e
irritante.
Los ermitaños se equivocaban imponiendo al mundo la
conversión o la nada. La voz del Maestro proclamaba el calor del
amor y no el frío del odio. Teodoro no quería las creencias de
aquellos exaltados; se sentía más próximo a la sabiduría del templo
y a la belleza deslumbrante de Isis.
El obispo no deseaba la llegada de un ejército de socorro,
pues rompería el frágil equilibrio que se había establecido. Si
Teodoro hubiese tenido el poder de detener el tiempo, habría
congelado su curso por encima de File.
Pablo empujaba ante él a una hermosa joven que, con la cabeza
velada, avanzaba a regañadientes. Algunos ciudadanos la habían
identificado, extrañándose del increíble espectáculo que les
ofrecía el ermitaño. ¿Cómo era que él, el propagador más austero de
la fe, aceptaba el contacto de aquella criatura? Pablo exigió ver
al obispo. A pocos pasos de su morada, los curiosos se amontonaban
y señalaban con el dedo a la inverosímil pareja. El ermitaño armó
tanto alboroto que el prelado salió de su
despacho.
–¿Qué deseas, Pablo?
–¿La conocéis?
–Que muestre su rostro.
La cautiva se quitó el velo.
–¿Quién es?
–Una prostituta. Esta diablesa vende su cuerpo al mejor
postor.
–No es la única en su especie y su comercio es legal. ¿Por
tan poca cosa me importunas?
–Esta pecadora presta sus servicios a clientes ilustres y muy
generosos. ¿Os gustaría conocer sus nombres?
–No cometen ningún delito.
–Sin embargo, uno de ellos viola la Regla de su templo y
traiciona a su esposa.
–Insinúas que…
Pablo zarandeó a la prostituta.
–¡Confiesa, ramera! ¡Es el único medio de salvar tu alma!
Confiesa que Sabni comparte tu cama y te maltrata.
La mujer se limitó a inclinar la cabeza.
–El sumo sacerdote de File es un ser vil que se revuelca en
el barro… he aquí la verdad. Mañana, toda la provincia la conocerá
y tú, nuestro obispo, le condenarás.
La gran sacerdotisa vio que su marido se dirigía por la linde
del desierto hacia un pueblo abandonado; una mujer de provocativa
belleza salió de una choza. Llamó a Sabni que, tras un momento de
duda, se reunió con ella. En el momento en que la mujer lo cogía en
sus brazos, aparecieron dos escorpiones que picaron al infiel en el
cuello.
Isis despertó bruscamente con la frente ardiendo; esta
horrible pesadilla la había atormentado hasta el punto de romper su
sueño. Contempló a Sabni, tumbado en la estrecha cama, reposando la
nuca sobre una cabecera provista de un cojín.
Preocupada, la gran sacerdotisa se dirigió a la biblioteca
donde consultó una clave de sueños enriquecida pacientemente a lo
largo de los siglos. La escena que la obsesionaba se encontraba
descrita hasta en sus menores detalles. No se trataba de una simple
pesadilla, sino de una premonición; según el tratado, preveía un
funesto destino al protagonista del sueño. Cortó un mechón de
cabellos de Sabni mientras dormía y lo colocó sobre una placa de
oro cubierta de jeroglíficos que componían una oración dirigida al
Salvador, un espíritu bienhechor encargado de modificar los
destinos funestos.
Isis la deslizó bajo la almohada del durmiente con la
esperanza de que la magia de las palabras ancestrales alejaría al
demonio.
Mientras el ermitaño esparcía veneno por las calles de
Elefantina, Teodoro conversaba con la prostituta; ésta se negó a
decirle su nombre, pero lo consiguió sin problemas gracias a uno de
los secretarios. La consulta de sus notas le aportó toda la
información que necesitaba. La joven se llamaba Myrta; hija de
Leónidas, comerciante arameo arruinado por varias inversiones mal
hechas, se vendía desde hacía un año para contribuir a los gastos
de su familia y recibía a sus amantes ya en su propia habitación,
ya en la puerta septentrional de Elefantina, donde un burdel acogía
a los viajeros afortunados que, al término de un largo camino,
tenían necesidad de detenerse. De acuerdo con la ley, ella pagaba
sus impuestos declarando escrupulosamente el número de clientes; su
padre le llevaba la contabilidad.
Un sumo sacerdote del templo, según el derecho
consuetudinario, debía fidelidad a su mujer. Si, además, ella
ocupaba el rango de gran sacerdotisa, formaban una pareja
simbólica, la imagen terrenal de Osiris e Isis. El ermitaño, al
desacreditar a Sabni, socavaba los cimientos espirituales de la
comunidad. Probar la villanía de un jefe arrojaba el oprobio sobre
sus fieles y corrompía el alma del templo.
–¿Sabni ha comprado tu cuerpo?
–Sí -respondió ella.
–¿Cuántas veces?
–Una. Pero me golpeó.
–¿Cuándo?
–Hace una semana. Todavía llevo las marcas.
Descubrió su espalda cubierta por heridas
violáceas.
–¿Qué arma utilizó?
–Un cinturón de cuero. He presentado una queja. No me ha
pagado y me debe una reparación.
Si la prostituta decía la verdad, ganaría el
pleito.
–¿Cuáles son el día y la hora exactos de vuestro
encuentro?
Myrta los precisó y se extendió sobre los malos tratos que le
había infligido el sumo sacerdote. El obispo comprobó que, en
efecto, aquel día Sabni se encontraba en
Elefantina.
–Ya le he denunciado -repitió la mujer con aire
obstinado.
El obispo no dudaba de que aquello era una maquinación. Por
tanto, trató de retrasar la apertura de un proceso del que su amigo
saldría mal parado y sucio. La encuesta llevada a cabo por los
secretarios acumulaba varios indicios contra él. El dueño del
burdel le había identificado y dos ermitaños que mendigaban por la
puerta septentrional juraban haber visto un hombre arrojar en el
Nilo un cinturón ensangrentado. No se presentó ningún testigo a
favor.
Ermitaños y prostitutas unieron sus fuerzas para reclamar
justicia. Estas últimas amenazaron con hacer huelga si el obispo no
accedía a su legítima petición. Teodoro se preguntaba: ¿no habría
cedido Sabni a sus deseos y, asqueado por su conducta, se habría
vengado golpeando a la muchacha susceptible de revelar su
naturaleza demasiado quebradiza? Reflexionando, el proceso sería
una excelente maniobra: Sabni iría a la cárcel durante algún
tiempo; allí estaría protegido y lejos de las bandas de fanáticos.
Obligada a pagar una costosa multa cuyo montante fijaría el obispo,
la comunidad vendería sus últimos bienes antes de dipersarse. Isis,
afligida por una tristeza de la que no se repondría, ya no tendría
fuerza para plantar cara a la adversidad. Si hubiera problemas,
Sabni sería mantenido lejos.
Sabni se presentó solo ante el tribunal presidido por el
obispo. Escuchó con calma la declaración de la demandante, prolija
en detalles que escandalizaron al público asistente. Sin que nadie
se lo pidiese, Myrta desnudó su espalda y enseñó la prueba de lo
que decía.
Cuando el sumo sacerdote quiso tomar la palabra, los abucheos
le impidieron expresarse. Los guardias tuvieron que evacuar a
algunas prostitutas presas de la histeria.
–¿Cómo se llaman los padres de esta mujer?
–Su madre está muerta. Su padre se llama
Leónidas.
–¿Un arameo que comercia en aceite?
–¿Le conoces?
–Él es quién debería estar aquí. ¿No ha agredido a una
hermana que se negaba a ceder a sus pretensiones?
Los murmullos se elevaron.
–¿Le ha denunciado?
–Lo intentó, pero la denuncia no fue
admitida.
Apenas expuesto, el sistema de defensa se
hundía.
–Mi corazón -dijo el sumo sacerdote- me empuja a cumplir con
mi deber; él es mi testigo. Yo no infrinjo sus directrices y temo
faltar a sus mandamientos. Si fui elevado a este cargo, fue gracias
a sus orientaciones concernientes a mis actos. Al escuchar sus
enseñanzas, fui por el camino recto. En nuestros días se impone la
mentira. La riqueza que provenga de ella será estéril; quien navega
en su compañía no llegará a ningún puerto.
–Hermosos preceptos -admitió Teodoro-, pero estamos en un
tribunal y juzgamos hechos. ¿Los reconoces?
–¿Me reconoce ella?
–¡Eras tú! ¡Tú me has violado y lacerado mi
espalda!
–En ese caso, describe mi desnudez.
Aturdida, Myrta miró al obispo.
–Obedece -ordenó.
–Él es… es un hombre.
La concurrencia estalló en carcajadas.
–Sé más precisa. Si he sido tu verdugo te fijarías en alguna
señal particular que ninguna mujer podría olvidar.
La prostituta se desconcertó. El ermitaño no le había dado
ninguna indicación sobre este punto.
–Habla o retráctate -exigió Teodoro.
Myrta retrocedió hasta la pared del
tribunal.
–Eres… ¡estás circunciso!
–Cierto -admitió Sabni-. Nuestra Regla lo exige; todo el
mundo lo sabe.
La prostituta trató de huir, pero los guardias la
detuvieron.
–Esta mujer ha mentido; la primera vez que nos hemos visto ha
sido en esta sala. Si hubiéramos hecho el amor, ella sabría que una
marca me distingue del resto de los hombres. Fue grabada en mi
carne el día de mi entronización.
Sabni se desató el shenti ante el obispo. Sobre el muslo, en
la cavidad de la ingle, había grabada una cruz
ansada.
Isis estaba inquieta; el templo pronto carecería de víveres
frescos. Aunque Sabni había sido declarado inocente, su reputación
no había salido indemne del proceso. Los rumores pretendían que el
sumo sacerdote se daba a los placeres de la carne y traicionaba su
sagrada vocación. File ya no respetaba la Regla; ¿no habían
abandonado la comunidad varios adeptos por culpa de aquel
conflicto? Se murmuraba que, a pesar de su avanzada edad, algunas
hermanas se daban a la lujuria. La religión de Isis concedía a la
mujer demasiada libertad; según las recomendaciones de Agustín, ¿no
deberían llevar velo en lugar de provocar a los hombres exhibiendo
sus encantos? A fin de contener las tentaciones que las criaturas
del diablo infligían a los más virtuosos, sería necesario
restringir sus apariciones en público.
El sermón de los ermitaños, repetido una y mil veces, azotaba
al pueblo. La imagen de una Isis bella y resplandeciente se
desmoronó como un bajorrelieve desgastado por el tiempo. Aquellos
que, a escondidas, les llevaban frutas y legumbres se alejaron del
templo; temían a Pablo, al obispo, a la cárcel y al castigo de
Dios.
A pesar de los esfuerzos de Crestos, la comunidad se iba
aletargando. Al final del tórrido verano la mayoría de los adeptos
se sentían agotados; la vejez soportaba mal el ardor del sol de
Elefantina y, sobre todo, la angustia del mañana. No es que los
enfermos se preocupasen de sí mismos, sino que les inquietaba el
futuro de File. Allí, donde veneraban a los dioses y recogían el
conocimiento, ¿podrían vivir sus sucesores?
También el joven llegaba a veces al límite de sus fuerzas,
aunque ignoraba el desaliento, ya que Isis y Sabni le proveían de
energía continuamente. La voracidad de Crestos no disminuía;
aprendía nuevos jeroglíficos, estudiaba un papiro olvidado en los
archivos, hablaba con el sumo sacerdote sobre la naturaleza del
dios Thot, escriba de la luz y ostentador del poder inscrito en
cada palabra de la lengua sagrada. Por la mañana, cuando asistía a
la purificación de las ofrendas, el joven adepto daba gracias a los
dioses por concederle una felicidad tan intensa. Pronunciaba junto
con Isis los versículos del himno al sol naciente y ejecutaba con
Sabni los gestos de consagración que abrían la boca y los ojos del
templo.
–Ayudarás a la gran sacerdotisa -ordenó Sabni-, llevarás el
cetro y marcharás tras ella cuando se dirija hacia la
naos.
–¿Yo? ¿Ocupar tu lugar?
–Eso es decir demasiado -rectificó el sumo sacerdote
divertido-. Me sustituirás durante algún tiempo, nada
más.
–¿Un viaje?
–Al norte. Cuando el vientre está hambriento, el espíritu se
envilece.
–¿No es peligroso?
–No hay peor peligro que la renuncia.
–Desearía…
–Tú te quedas aquí, Crestos. Después de mí, eres el hombre
más robusto de la comunidad.
En el peldaño más alto del embarcadero, a la sombra del
obelisco, Isis y Sabni se abrazaron. Ambos temían esta expedición
hacia otras tierras de las que el sumo sacerdote, quizá, no
volvería jamás.
En la puerta del norte, el viajero se identificó, pagó el
peaje y recibió un trozo de papiro de la peor calidad, que
exhibiría ante los jefes de las patrullas que jalonaban los caminos
en busca de ladrones y campesinos huidos. A pesar de sus temores,
Sabni no fue sometido a ningún interrogatorio. Al atravesar el
primer pueblo alquiló un camello; si conseguía llegar a las afueras
de Tebas, a la que rodeaban ricas explotaciones agrícolas, podría
adquirir provisiones en grandes cantidades. Lejos de Elefantina
nadie le identificaría.
El sumo sacerdote salió de la provincia con sorprendente
facilidad. No le siguió ningún escriba del obispo; en los puestos
de peaje, pagaba y pasaba sin problemas. Alquiló una barca por un
módico precio; el barquero le aconsejó que desembarcara en un
pequeño pueblo, al sur de Tebas, cuyo alcalde era conocido suyo.
Este último fue amable y eficiente. En menos de un día, sacos de
trigo, frutas y legumbres fueron cargados sobre el lomo de una
veintena de asnos alquilados a un precio razonable. La apacible
caravana, ya por caminos de tierra, ya en barcos de transporte que
cubrían la distancia entre las grandes urbes, tardó cuatro días en
salvar la distancia que había entre la provincia de Amón y
Elefantina.
Los quisquillosos aduaneros inspeccionaron el contenido de
los sacos. Sabni temió que embargasen una parte del cargamento,
pero se contentaron con inventariar los géneros. El sumo sacerdote
entregó al jefe de aduanas el salvoconducto destinado a los
archivos de la administración.
Aproximándose a la caravana, un hombrecillo calvo examinó uno
de los asnos. Sabni reconoció al recaudador
principal.
–Esta bestia no es de la provincia. Enseñadme el recibo del
alquiler.
–No lo tengo. – ¿Nombre del propietario? – Un alcalde de
Tebas.
–Esto es muy grave -estimó Filamón-. Según el reglamento del
gremio de arrieros de asnos, como residente en Elefantina no tenéis
derecho a alquilar animales a la competencia. Estáis obligado a
pagar una multa, a entregarles un año de cotización y a pagar los
gastos de su banquete de otoño. – ¿Puedo pasar?
–No. Los asnos de la provincia, en esta estación, no
transportan más que herramientas, estiércol y tinajas. Las actuales
normas reservan los convoyes de provisiones a los camelleros; por
lo tanto estáis en situación ilegal y me veo en la obligación de
hacerme cargo de este género fraudulento.
–Me gustaría recuperarlo cuanto antes.
–La administración decidirá.
–¿Quién, concretamente?
–Este asunto es complejo. No está dentro del ámbito de mis
competencias y concierne sin ningún género de duda a otro servicio;
tendré que consultar a los especialistas y estudiar las minutas del
tribunal. Que seréis condenado es seguro; la cuestión es de qué
jurisdicción dependéis.
Sabni miró hacia otro lado. Los esbirros de Teodoro se habían
contentado con esperar su vuelta para atraparle con una trampa
legal; creyendo todavía en lo imposible, el sumo sacerdote fue a
visitar a cuatro de los principales miembros del gremio de asneros.
El primero se negó a recibirle, el segundo y el tercero no
disponían de ninguna bestia en regla y el cuarto le ofreció dos
animales enfermos, incapaces de soportar una carga
pesada.
Sabni renunció. El gremio obedecía al obispo. Con el corazón
encogido y el cuerpo presa de una fatiga próxima a la
desesperación, se dirigió a File. El lugar donde solía embarcar no
estaba desierto.
En la orilla, dentro de una cabaña improvisada, se encontraba
un funcionario encargado de cobrar un derecho de peaje exorbitante,
correspondiente al trayecto hasta la isla santa. El encargado
entregó un recibo a cambio del pago. Obedecía escrupulosamente las
órdenes dadas por el obispo.
En el exterior del templo, tapices de lino y esteras de paja
y de fibra de palmera estaban expuestos al sol purificador;
túnicas, mantos y delantales se beneficiaban de los mismos
cuidados. Crestos reparó los odres que mantenían el agua fresca; el
resto de los adeptos limpiaba vestimentas cotidianas y rituales
cantando dulces melodías cuyo texto ensalzaba el encanto de la
brisa y la suavidad de los días.
Cuando Sabni apareció, una sola mirada le bastó a Isis para
comprender que había fracasado. El silencio del sumo sacerdote
intrigó a los adeptos, que interrumpieron su
labor.
Auré se adelantó. El panadero le bloqueó el
camino.
–Pidámosle las cuentas -propuso.
–Sus primeras palabras están reservadas a la gran
sacerdotisa. ¿Acaso has olvidado la obediencia?
La ritualista se batió en retirada mientras Isis y Sabni se
sentaban a la sombra de un tamarindo.
–Te he seguido con el pensamiento. No corrías mucho peligro,
pero el destino no te ha sonreído.
–Teodoro nos aisla. Ya sólo nos quedan las dos barcas; con la
más pesada y buen viento, podría remontar el Nilo. No me será
difícil encontrar un pueblo y comprar trigo.
–Los marineros del obispo te lo impedirán.
–Hay que intentarlo.
–¿Manejarás la barca tú solo?
–Podré hacerlo.
–La comunidad resiste bien.
–Gracias a ti, Isis.
–Tu valentía y tu voluntad les tranquiliza. Mientras luches,
no perderán su confianza.
–¿La traición?
–Camina.
–¿Cuándo nos golpeará de nuevo?
–Ahí está. Viene hacia nosotros.
Apartando a Crestos y al panadero, Auré interrogó a la
pareja.
–Exigimos una explicación. ¿Ha encontrado comida el sumo
sacerdote?
–No -contestó Sabni- y mi tarea se presenta
difícil.
–¿Estamos condenados a morir de hambre?
–Todavía no.
La ritualista rió burlona.
–Dicho de otro modo, estamos aislados del mundo. El obispo
deja salir al sumo sacerdote para demostrarle que lo manipula como
quiere. Debemos cambiar de actitud.
Hermanos y hermanas se aproximaron; Auré no carecía de
soberbia ni de poder de convicción.
–¿Qué aconsejas? – preguntó Isis.
–Negociemos con Teodoro. Cedamos la isla a cambio de que nos
permita abandonar la provincia.
–¿Cada uno por su lado?
–Es evidente.
–Propones la disolución de la comunidad.
–Se reconstituirá en otra parte. En una gran ciudad en la que
pasemos desapercibidos.
–Si nos separamos -dijo Sabni-, desapareceremos. File no nos
pertenece; preservaremos los dominios de Isis a cualquier
precio.
–Bravatas. Yo, Auré, ritualista del templo, acuso al sumo
sacerdote y a su esposa de traicionar la Regla. En consecuencia,
que la cabeza de la comunidad sea reemplazada y se adopte otra
orientación.
Ni Isis ni Sabni se indignaron. Un adepto podía formular una
queja en cualquier momento.
–¿Quién será nuestro nuevo jefe? – preguntó la gran
sacerdotisa.
–Esa responsabilidad no me concierne -dijo Auré-. No me
impulsa la ambición, sino el deseo de servir a los intereses de la
comunidad.
–¿Alguno tiene dudas?
–Yo -declaró Crestos-. Auré quiere corrompernos. Lo que trata
de imponer es su propia ley y no la del templo.
La ritualista le miró con expresión asesina.
–Mi intervención puede parecer chocante -admitió-, pero
pienso en la supervivencia de mis hermanas y hermanos. Empeñarnos
en continuar por el camino elegido hasta ahora es un desafío
inútil. Ser expulsados de manera vergonzosa, golpeados, ver morir a
los más débiles… ¿lo deseáis de verdad? Teodoro multiplica las
advertencias y nosotros nos hacemos los sordos porque creemos ser
los más fuertes. ¡Vanidad! Admitamos la fatalidad, sometámonos a la
ley del obispo y salvemos lo que podamos.
–Son palabras sensatas -juzgó Sabni-, pero nuestra búsqueda
está más allá de lo razonable. Por amor a File, cuidaremos el
templo. Si alguno no está de acuerdo que se vaya. Si la comunidad
aprueba lo que dice la ritualista, que ella elija. Isis y yo no nos
iremos nunca y continuaremos sirviendo a la diosa.
Auré miró a su alrededor. Ninguna voz se elevó a su
favor.
–Vete -reclamó Crestos-. Tu alma está tan sucia como los
hábitos de los ermitaños.
Sabni ordenó al joven que se callara.
–Tú que eres nuestra hermana -dijo Isis-, ¿todavía amas la
Regla?
–Reniego de ella. Permanecer entre vosotros me resulta
imposible; ¡cómo vais a echarme de menos!
El panadero la transportó hasta la linde del mundo profano.
Durante el corto viaje, la ritualista no dejó de mirar el templo.
La anciana dudaba a la hora de poner el pie en tierra, se mojó la
ropa y corrió hacia la cabaña del aduanero.
Fuera de la ley a causa de las vestimentas rituales y por
carecer de salvoconducto, Auré pronto fue
detenida.
Dos días después, la brisa del sur permitió al sumo sacerdote
poner su proyecto en ejecución. La gran vela blanca desplegada
rodeó Elefantina y se deslizó por una corriente favorable. En la
frontera de la provincia, dos barcos cargados de soldados le
cortaron el paso. Sabni no llevaba el documento requerido, una
orden de viaje que sólo expedía el despacho del obispo. Como fue
incapaz de pagar la multa, que se elevaba a tres veces el precio
del barco, se lo cedió a los funcionarios y volvió a File en una
canoa de papiro.
La única posibilidad de sobrevivir residía en el retorno de
la diosa lejana. La celebración del ritual exigía las palabras
justas y no admitía ninguna inexactitud; tampoco la gran
sacerdotisa lo sacrificaría a la vergüenza. La comunidad, apta para
soportar el peso de la desgracia, no la acosaría; cada adepto era
consciente del rigor indispensable que debía presidir el diálogo
entre lo humano y lo divino. Isis, en la lucha contra la
adversidad, preparaba la más eficaz de las armas, pero también la
más difícil de forjar. De vez en cuando, una oleada de tristeza
interrumpía sus pensamientos: el recuerdo de Auré, tan lejos de
File, bajo el peso de las cadenas y el destierro.
Una valla de madera separaba el santuario del resto de la
iglesia; en el centro había una puerta oculta por un velo. Teodoro
lo apartó y se arrodilló ante el altar, una mesa de piedra que
provenía del templo de Jnum y donde un diácono había depositado el
pan cocido cerca de la casa de Dios y el vino elaborado en su
lagar.
«Creo y confieso hasta mi último aliento -declaró el obispo-
que ésta es la carne de Jesús. Creo que su divinidad no ha estado
separada ni un sólo instante de su humanidad.» Después hizo la
señal de la cruz sobre el pan, lo besó, dio tres vueltas al altar y
lo incensó. El aroma penetrante hirió el olfato de los fieles
sentados sobre las esteras y los tapices. Con la cabeza cubierta y
los pies desnudos, los notables de Elefantina escucharon la voz
poderosa del prelado transmitiendo la Epístola y el Evangelio. Al
final los clérigos cantaron un salmo glorificando el amor al
prójimo. Tener ira en el corazón impedía la comunión con Dios y el
prójimo.
El obispo purificó sus manos y pidió por los cristianos
dispersos por la superficie del globo, sus enemigos y los infieles.
Partió el pan, elevó un trozo y proclamó: «las cosas santas para
los santos».
En sus movimientos se revelaba la presencia invisible, pero
real, del Maestro celestial cuyos leales compartían la comida,
anuncio del banquete del último día en que los justos serían
convidados. Al invocar al Espíritu Santo, el oficiante bebió vino,
lo consagró y deseó: «la paz sea con vosotros». Tras depositar un
trozo de pan en el cáliz, recordó las palabras del apóstol Pablo:
«cuantas veces comiereis este pan y bebiereis este vino anunciaréis
la muerte del Señor hasta su regreso. Quien comiere el pan o
bebiere de la copa del Señor indignamente será culpable del cuerpo
y la sangre del Señor. Quien comiere y bebiere sin discernimiento,
comerá y beberá su propio juicio».
Cuando salió del santuario, el obispo dio la comunión a los
diáconos. Le esperaban los subdiáconos, los lectores, los
salmistas, los notables, las viudas, las vírgenes y las mujeres de
buenas costumbres. Teodoro tuvo que interrumpir la celebración; al
fondo de la iglesia se elevaron gritos de pánico. Las filas de
creyentes se rompieron para dejar paso a un personaje terrorífico
con cuerpo de hombre y rostro de chacal.
–¡El diablo! – exclamó una vieja patricia que salió dando
alaridos.
–¡Es Anubis! – gritó su vecina-. ¡ Anubis ha
vuelto!
La mayoría de los asistentes se arrojó al suelo, otros
cerraron los ojos, otros huyeron. Los diáconos, impresionados,
intentaron en vano retenerlos. La misa se sumió en el mayor de los
desórdenes.
Anubis miró al obispo durante unos momentos, después
retrocedió sin que nadie osara dirigirse contra él. Teodoro impuso
silencio. Los diáconos forcejearon con las vírgenes más nerviosas y
las echaron del lugar santo en el que se había refugiado una
multitud asustada.
–No era Anubis -afirmó.
–Nosotros lo hemos visto -protestaron diez
testigos.
–Lo único que habéis visto es un hombre enmascarado; el sumo
sacerdote se ha burlado de vuestra credulidad. Su templo no es un
antro de demonios invisibles, sino un refugio de almas perdidas. El
día de mañana, Cristo los convertirá.
Algunos le contradijeron y le dirigieron insultos, poniendo
en duda sus afirmaciones; el prelado evocó las procesiones en que
los sacerdotes representaban el papel de las divinidades con el fin
de deslumbrar a una población ávida de prodigios. Algunos,
abochornados, lamentaron su ridicula actitud. Otros partieron
persuadidos de que Anubis se había reencarnado para probar la
permanencia de la antigua fe. A fin de cuentas, el hombre con el
rostro de chacal había interrumpido la misa sin ser golpeado por el
fuego divino.
Afligido, Teodoro se encerró en el santuario y se arrodilló
ante Cristo.
La hermana encargada del corral cogió la última oca que allí
quedaba. Las gallinas y el gallo todavía vagaban en libertad;
pronto habría que atraparlos como a animales de caza. La gran
sacerdotisa había ordenado servir carne a los enfermos, pero
preservando las aves para la fiesta de la diosa lejana. En el
almacén principal en que se conservaban los víveres, Crestos colaba
aceite. A pesar de tratarse de una tierra en la que los olivos eran
de ordinario generosos, había que economizarlo pues File ya no
pertenecía al Egipto del emperador. La isla prohibida, apartada del
mundo, sobrevivía por el respeto a sus propias leyes, contrarias a
las del cristianismo. El joven adepto extraía de la adversidad una
fuerza que la desgracia no podía empañar. Los dioses imponían
aquellas pruebas a File para despertar en los adeptos sus energías
más vivas. Creyendo abatir el templo, el obispo lo
reforzaba.
Sabni depositó la máscara de Anubis en el
tesoro.
–¿Cómo han reaccionado? – preguntó Isis.
–Como esperaba: con miedo. El temor se ha insinuado en sus
espíritus y su hermosa unanimidad se ha roto.
–¿Temerán lo suficiente a File para
respetarla?
–Anubis ha resucitado; él abre los caminos del más allá y
conduce las almas hacia el paraíso.
–Ya nadie le respeta fuera de este recinto.
–Éste es el único combate que podemos sostener: dar
testimonio de nuestra fe.
–Sostener un combate… ésa no es nuestra vocación. Percibir la
luz divina y ofrecerle una morada, he ahí nuestra misión. El poder
del rito no tiene igual; en él está inscrito el proceso mismo de la
creación. Cuando lo celebremos, la armonía llegará como la primera
luz del alba. La diosa lejana volverá.
El otoño se aproximaba. Ya, al atardecer, los muros del
templo se teñían de color ámbar. ¿Quién habría supuesto que el
buque de piedra de la diosa Isis navegaba por un mar
tormentoso?
Teodoro encontró la virtud del consuelo en la oración. Al
elevar su pensamiento hacia el Señor, menospreciaba su función de
administrador y de jefe del ejército; su vocación no le destinaba a
aquellas ridiculas tareas. ¿Por qué tenía que ocuparse de asuntos
terrenales mientras Dios le exigía cada instante?
El prelado tuvo ganas de abandonarlo todo y confiar la
provincia a la Providencia. Cobardía… la palabra le quemó los
labios. Sería tan fácil olvidar a sus ovejas, abrir la puerta al
fanatismo y dialogar con el cielo sin preocuparse de la miseria y
la desdicha del prójimo. El, el egipcio, enlazaba el antiguo mundo
con el nuevo porque comprendía el pasado y construía el futuro.
¿Acaso no se ilusionaba al creer que influía en el destino? Salvar
a Sabni… deseaba tener éxito con el ardor de la amistad más pura.
Fracasar sería el más severo de los castigos; infligiéndoselo, Dios
lastimaría su alma.
Se sorprendió soñando en el bendito día en que sería un
anciano impotente y solitario, silencioso bajo las sombras de su
jardín, incapaz de influir en la existencia del prójimo. Sueños
vacíos en aquellos momentos en que se jugaba la suerte de
Elefantina y la del cristianismo. Enfrentados por el destino se
encontraban el templo y la Iglesia, el sumo sacerdote y el obispo,
Sabni y Teodoro.
El poder… él no lo había buscado. Insidiosa, esta fiebre se
había apoderado de él; mezclada en sus pensamientos y en sus actos,
su función le guiaba y le privaba de libertad. ¿No se parecía a su
amigo? ¿No estaban ambos obligados a obedecer la voluntad de las
alturas?
¿Tendría el obispo algún pecado que esconder? Pablo recorrió
las calles, preguntó, registró, pero no consiguió nada serio. Como
había temido, ningún gran pecado oscurecía la existencia de
Teodoro. Cierto que habría tenido que decretar hacía tiempo la
expulsión de los paganos y la destrucción del templo, pero sus
últimas decisiones demostraban un endurecimiento de su posición
conforme a su compromiso espiritual. Acusar al obispo de debilidad
no le acarrearía muchas adhesiones.
Pablo desplegó otra estrategia. El trabajo y la oración
llenaban los días del prelado, que raramente salía de sus dominios.
El ermitaño buscó las excepciones a esta regla de conducta,
excluyendo los desplazamientos oficiales. Su paciencia obtuvo
recompensa: se enteró de que Teodoro había visitado a un mercader
de higos llamado Apolo. Dos días más tarde, el comerciante, cuyos
asuntos iban viento en popa, había abandonado la ciudad como un
ladrón ante el asombro de sus empleados y amigos. El ermitaño no
obtuvo ninguna explicación a esta partida, pero supo que uno de los
hijos de Apolo, Crestos, había desaparecido. Su padre había ido al
cuartel para denunciarlo; Pablo confirmó el encuentro entre Apolo y
el capitan Mersis a través de un soldado partidario de la
intransigencia de los combatientes de Dios. Mersis el pagano, el
traidor, el cómplice de los adoradores de Isis. A Pablo le invadió
una alegría salvaje: ahora sabía cuál era el punto flaco del
obispo.
La mitad de la iglesia estaba vacía. La aparición de Anubis
continuaba sembrando la inquietud en los espíritus hasta el punto
de alejar a los más débiles de la verdadera fe. ¿No murmuraban que
el dios egipcio embrujaba los muros del santuario cristiano para
que transmitieran una enfermedad mortal? A pesar de los enérgicos
sermones, Teodoro no conseguía reconquistar el terreno
perdido.
Al final de una celebración en la que los cantos carecían de
animación, el obispo se tropezó con Pablo. El ermitaño exigió una
entrevista inmediata; ante su mirada inflamada, el prelado
comprendió que el fanático poseía un arma contra
él.
Teodoro propuso a Pablo un paseo por los jardines de la
iglesia. Los sicómoros ofrecían una sombra suave a los diáconos que
leían los textos sagrados antes del oficio.
–¿Qué esperas de mí, hermano?
–El respeto sin debilidad a la ley de Dios.
–Esa tarea me preocupa a cada instante. ¿Acaso he
fallado?
–Me temo que sí.
–¿De qué manera?
Pablo empuñó con más fuerza el bastón de
nogal.
–Encubriendo un asunto delictivo.
–¿Tienes pruebas?
–¿Mersis no era un oficial traidor?
–Fue castigado.
–¿No se entrevistó con un tal Apolo, al que vos habéis
mandado al destierro?
–El mercader de higos prefirió hacer fortuna lejos de
aquí.
–¿No le habéis obligado a abandonar la provincia por culpa de
su hijo Crestos?
El obispo no respondió.
–Todos aprecian vuestro sentido del honor y del deber; en
tanto que servidor de Dios, retrocedéis ante la mentira. Estoy
convencido de que Crestos, hijo de Apolo, se ha refugiado en la
isla de los paganos. Grave violación de la ley sagrada: al templo
le está prohibido acoger un nuevo adepto so pena de ser
aniquilado.
–¿Dónde están las pruebas?
–Las obtendré. ¿Por qué no habéis
intervenido?
–No tengo que justificarme, hermano. La razón de Estado está
por encima de ambos, de ti y de mí.
–Amáis a esos paganos.
–Deseo convertirlos.
–Cuando la bondad fracasa, hay que utilizar la fuerza. Si os
negáis a utilizarla, revelaré vuestro pecado a los fieles, ¡su
justa cólera se desencadenará contra File!
Teodoro se imaginó a Pablo a la cabeza de la provincia. En
menos de un año la habría arruinado. Los cristianos se
despedezarían entre sí. Oscuras nubes cubrirían
Elefantina.
–He contribuido a remediar las necesidades de los
ermitaños.
–No es suficiente. Hace falta una cabeza de turco. Pronto,
Teodoro, me asociaréis a vuestro poder. Entre los dos venceremos a
los demonios.
–Yo también pongo condiciones.
–¿Estáis en situación de hacerlo?
–Sin mí, no serías más que un fantoche.
Pablo golpeó con violencia el tronco de un sicómoro. ¡Por
desgracia, el obispo tenía razón! El ermitaño no se beneficiaba,
como el prelado, de la confianza del pueblo; dirigir una facción,
aunque venciera, no bastaría para asentar su primacía. Transigiría
durante algún tiempo.
–¿Cuáles son las condiciones, reverencia?
–El respeto por las vidas humanas.
–¿Los paganos son hombres? Vuestros soldados han matado
algunos y vos no habéis excomulgado a los
responsables.
–Incidentes lamentables, Pablo; nosotros rogamos por nuestros
enemigos y pedimos a Dios su conversión, no su
exterminación.
–Dios perdona al pecador arrepentido y condena al
hereje.
–Una cabeza de turco, dices.
–La justicia debe reinar sobre nuestra provincia; absolver al
criminal sería injuriar al Altísimo. Vos, su representante, no
admitiréis esta infamia.
–Graba en tu espíritu mi condición más importante: que esa
cabeza no sea la de Sabni.
Varios fueron los habitantes de Elefantina que asistieron a
la demolición de un viejo edificio situado cerca de la oficina del
recaudador principal. Los albañiles echaron a un mendigo, su único
ocupante, y derribaron los muros. Un capataz, apodado «el Atajo»,
dirigió la operación con órdenes claras y
concisas.
De repente lanzó un grito.
Los obreros bajaron las mazas. El capataz acababa de sacar un
cofre de plata y rápidamente alertó al recaudador principal;
Filamón corrió hacia allí y procedió a la apertura del cofre,
repleto de piezas de oro y lingotes de plata.
–Reconozco este tesoro -declaró-. Se lo robaron al obispo
hace un año; debo inventariarlo de nuevo.
Normalmente, el funcionario trabajaba lejos de las miradas
ajenas, pero aquella vez lo hizo ante numerosos testigos. Sustraer
los bienes de la Iglesia sería castigado con severidad; Teodoro
exigiría una investigación a fondo.
–El culpable ha firmado su delito -dijo Filamón-.
¡Mirad!
Mostró un brazalete de marfil grabado con el nombre de
Crestos.
La guardia del obispo buscó en vano al joven para
interrogarle. Vecinos y amigos identificaron el brazalete de marfil
que Crestos había dejado en su habitación antes de abandonar la
vivienda familiar; era su joya favorita, símbolo de su pasado,
indigna del templo: el nombre de su propietario no despertaba
ninguna duda. Las lenguas se desataron; desde muy niño Crestos
había tenido la mano demasiado larga. La avaricia de su padre le
obligaba a cometer pequeños hurtos. Un aduanero les facilitó una
valiosa información: había detenido a un rapazuelo que llevaba
consigo un peine de marfil sustraído a los contrabandistas. Debido
a la edad del ladrón, se había conformado con confiscar el objeto.
El diácono encargado de la instrucción acumuló pruebas abrumadoras
contra el peligroso personaje. Al final del proceso, celebrado en
ausencia del desertor, fue pronunciada la sentencia: condena a
trabajos forzosos en el desierto libio. Sólo faltaba encontrar la
pista de Crestos, encarcelarle y deportarle.
Teodoro pidió unos días de reflexión a Pablo antes de ordenar
a «el Atajo» que difundiera un rumor según el cual habían visto al
ladrón en la isla de File. Reflexión inútil, puesto que el prelado
no podía romper el pacto contraído con el ermitaño. El obispo
imploró al Señor. Como no había sabido destruir File, se veía
obligado a hacerla sufrir. En la tormenta que se avecinaba, ¿sería
capaz de salvar a su amigo?
Crestos no escaparía al suplicio; no había ningún medio de
evitárselo. Pablo exigiría la crucifixión para que ningún
adolescente se sintiera tentado de abrazar la causa de los paganos.
Aunque el método era condenable, su ideal respondía a las
exigencias de la fe.
Teodoro dudaba todavía en llamar a «el Atajo»; al amanecer,
Pablo exigiría el cumplimiento de su deber. ¿Qué angel descendería
de las nubes y se llevaría en sus alas el alma de un joven
inconsciente de los rigores de su tiempo?
El guardia golpeó la puerta de la oficina en la que la luz de
una lámpara había brillado durante toda la noche. El ermitaño no
perdía un momento.
–Adelante.
El centinela introdujo a un oficial de la
guarnición.
–Es muy grave, reverencia. Dos exploradores han visto una
gran concentración de tropas blemias al sur de la primera
catarata.
–¿No sabes quién soy?
–Eso no cambiará nada. El obispo no está.
–¡Eso es falso! Deja libre el acceso a su
oficina.
–Si intentáis pasar, os lo impediré. Son las
órdenes.
–¿Dónde está?
–En el cuartel.
–Como me hayas mentido…
Aunque mantuvo la cabeza alta, el militar no se quedó muy
tranquilo. Al igual que los demás, temía al
ermitaño.
Pablo forzó la entrada del cuartel general donde Teodoro
conversaba con los oficiales principales.
–No estás autorizado a sentarte en este consejo -dijo el
obispo-. Fuera de aquí.
–No antes de que hayáis ordenado la detención del
criminal.
–Arreglaremos ese asunto más tarde. Ahora necesito a todos
los soldados.
Los ojos del ermitaño brillaron de rabia.
–Incluso si se decreta el estado de emergencia, no contéis
con aplazar indefinidamente la ejecución de la
sentencia.
–No es mi intención.
–Estad seguro de que los combatientes de Dios manifestarán
sus exigencias.
Seguros de su impunidad, una docena de ermitaños incendiaron
la viña del templo y un campo donde trabajaban los campesinos
sospechosos de complicidad con los paganos. Pablo y sus hordas
sembraron más terror que Anubis. La población, después de haber
sopesado las amenazas del antiguo dios y los anatemas del nuevo, se
comprometió resueltamente con los cristianos más exaltados. Si el
ejército no intervenía contra ellos sería porque habían obtenido la
bendición del obispo.
El templo no moría de hambre. En aquel apacible día de
octubre en que un sol apacible transformaba las piedras en oro, los
adeptos fueron convidados a un banquete. Cerca del pequeño
santuario de Hathor, degustaron las olivas y los dátiles frescos,
saborearon los asados de ave y paladearon el vino tinto y la
cerveza de cebada. El Nilo formaba un estuche protector, bañando
con sus aguas tranquilas la isla de la gran diosa. Los shenti de
los hermanos y las túnicas de lino de las hermanas resplandecían de
blancura. Sabni vestía un delantal de cuero bordado en oro e Isis
una túnica blanca de tirantes. Radiante, la gran sacerdotisa pidió
a los sacerdotes más ancianos que ocultaran la cara bajo una
máscara de león.
Así comenzó el ritual destinado a hacer volver de la soledad
del desierto a la diosa lejana.
Organizados en procesión, los adeptos transportaron los
alimentos al interior del cercado del buen reencuentro, donde, si
las palabras pronunciadas tocaban su corazón, la expatriada se
uniría a su comunidad. La mitad de los adeptos permaneció postrada,
sentada sobre los talones; el resto, guiado por la gran
sacerdotisa, se alejó del edificio y se dirigió hacia un pabellón
en el que estaban almacenados los instrumentos de
música.
–Estamos afligidos -declaró Sabni-. La luz se ha perdido,
abajo, sobre las tierras rojas en las que nada retoña. El ojo del
sol ha salido de su frente y se ha desvanecido en el desierto para
aniquilar a los humanos que allí se habían refugiado creyendo
escapar a su cólera.
–Soy el portavoz de la humanidad -dijo Crestos-. ¿Qué falta
ha cometido?
–Ha olvidado el cielo, traicionado la ley de vida,
despreciado lo sagrado. Los seres se acusan unos a otros. En lugar
de enfrentarse a los dioses, se han escondido. El sol se ha alejado
de la tierra. Su fuego ha pasado de ser creador a ser destructor.
El sufrimiento ha reemplazado a la alegría.
–¿Quién apaciguará a la diosa lejana?
–La comunidad ha salido a su encuentro. Mediante la música,
los cantos y la danza, tratará de disipar su cólera y atraerla
hacia aquí, su templo. Si fracasa, pereceremos. Provocará la
confusión con rebeliones y nos despedazará con sus garras de
león.
A través del aire anaranjado del final del día se esparcieron
los sonidos del arpa angular, el tambor convexo, la trompeta de
pabellón en forma de loto, la flauta, los címbalos y las
castañuelas. Un brillante cortejo tocaba un aire rítmico con
marcadas entonaciones. Dos hermanas, todavía ágiles, bosquejaban
movimientos de danza. Las voces graves de los hermanos entonaron un
canto que suplicaba a la leona terrorífica que aceptara el amor de
la comunidad. En otro tiempo, un mono domesticado tañía el laúd y
una gacela brincaba ante los músicos.
La orquesta se detuvo en el umbral del templo, ante la figura
del dios Bes, enano rechoncho y barbudo, de rostro tosco. Bajo la
fealdad de aquel iniciador, el adepto debía descubrir la belleza.
La risa estruendosa de Bes disipaba la pena y alejaba las nubes;
quien lo encontraba en su camino sabía que el destino le sería
favorable.
La comunidad cantó un salmo lento y recogido, implorando a la
diosa lejana que llegara en paz. Cuando la música se extinguió,
Sabni se levantó y se puso de cara a los adeptos.
–¿El ojo del sol brilla entre vosotros?
–Lo hemos buscado y lo hemos encontrado -respondió el que
tocaba el arpa.
–¿Ha cesado la matanza de la humanidad?
–Seguirá hasta que el ojo repose en un lugar
sagrado.
–Hemos construido ese lugar con nuestras
manos.
–Dadme su nombre.
–La isla de la gran diosa. El sol está presente, día y noche,
en su santuario.
–¿Quién aplacará la cólera del ojo?
–Yo, el sumo sacerdote del templo.
–¿Cómo procederás?
–Por el conocimiento de la naturaleza
divina.
–¿Cuál es el nombre del ojo?
–El que crea. La mirada de la luz engendra los seres y las
cosas.
–¿Cuál es el nombre de la diosa?
–La Terrorífica que sonreirá, la alejada de nuestro corazón,
la que surgió de la primera estrella.
–¿Qué le ofrecerás?
–Un banquete está preparado para ella. Los adeptos comulgarán
en la felicidad del reencuentro.
–¿La reconocerías si se presentare ante ti?
–Que se digne revelarse a la comunidad postrada ante su
belleza.
Los miembros de la orquesta se apartaron. La máscara de león
avanzó. Anunciaba fiebres, disentería, ceguera y hambre; si
triunfaba, un viento putrefacto, cargado de miasmas, barrería el
templo.
–No te temo -dijo Sabni-. Tú asustas a los hartos de miedo.
Apártate de la ruta de la diosa.
La máscara desapareció. Agitando los sistros cuyo sonido
metálico alejaba los demonios empeñados en obstaculizar su camino,
apareció Isis. Un ancho cinturón rojo adornaba su talle y pintura
verde subrayaba la curva de sus cejas. Su tocado, la corona con dos
altas plumas que enmarcaban un sol, iluminaba el camino que, desde
el fondo del desierto, la conducía hacia el
templo.
–Tú, oro de los dioses y sonrisa de la creación, únete a este
cuerpo de piedra. Ilumínalo con tu amor sin límites, concédele la
vida, la fuerza y la coherencia.
En el momento de entrar en el cercado de la llamada, Isis
dudó. ¿Se estaba celebrando el ritual con la fe de los primeros
tiempos? ¿Desplegaba la comunidad la energía de los constructores
que exaltaban la tareas más duras? El sacerdote de máscara de león
tañía en su laúd una melodía grave; el fuego del atardecer envolvía
el cercado de la llamada con una luz del más allá. La Terrorífica
se transformó en Bienhechora.
Isis se adelantó al interior de la morada de Hathor en el
momento en que Sabni encendía una antorcha: el fuego retornaba al
fuego.
–Has vuelto entre los tuyos. El templo ha
resucitado.
–Eso no bastará -dijo Teodoro.
–¿No dices que todo se compra?
–La justicia no.
–¿Te atreves a llamar «justicia» a esa condena
insensata?
–Las pruebas existen. Crestos ha sido declarado culpable por
una asamblea de ciudadanos en la que yo ni siquiera
figuraba.
–Así tu nombre no se verá asociado a un
crimen.
–Crestos ha robado y huido. Si no lo entregas al brazo
eclesiástico, los ermitaños se pondrán al frente de una muchedumbre
furiosa y atacarán File.
–Me pides que abandone a un hermano y le envíe a una muerte
atroz.
–Ha cometido faltas imperdonables. En la cárcel estará
seguro. La cólera del pueblo se apaciguará.
–¡Su encarcelamiento durará poco! Al igual que los otros,
será deportado, humillado, sometido a trabajos forzosos y perecerá
en las minas, junto a los niños y los ancianos.
–¿Acaso soy yo responsable de su desgracia? Al elegir File,
sabía a lo que se arriesgaba. O desaparece él, o desaparece la
comunidad entera.
–¿Eres tú el que habla, Teodoro? ¿De veras eres
tú?
–No, Sabni. Es la voluntad de Dios.
Sabni abrazó a Isis y la estrechó durante largo rato. La
sentencia contra Crestos tenía que ser aplicada en el plazo de dos
días y el sumo sacerdote debería entregar el criminal a los
guardias.
–Apelemos al patriarca de Alejandría.
–Aunque obtuviéramos los servicios de un mensajero rápido y
nos concedieran una semana de prórroga… estoy seguro de que se
confirmaría el fallo del tribunal de Elefantina.
–¿No hay una jurisdicción que pueda anular la
sentencia?
–No.
–No cederemos -dijo Isis.
–Entonces vendrán y nos llevarán a todos.
–Y si la gran diosa nos protegiera, ¿les impediría atravesar
el brazo de agua que nos separa de ese mundo pervertido?
Resistamos, Sabni. Nuestra libertad es más ardiente que el fuego,
más inaprehensible que el viento. Renunciar nos reserva un destino
peor que la muerte: perder la vida.
Sobre el vientre de un escarabajo, Crestos grabó un texto
superior que permitía al justo franquear la primera puerta del más
allá respondiendo a la pregunta de un guardián inflexible: «Mi
corazón es el corazón de la luz divina; tú no dejas de estar vivo
por siempre jamás y rejuvenecerás más allá del tiempo». Desde que
trabajaba en el templo, el joven se había despojado de la angustia,
peso insoportable de sus días de adolescente. Ni siquiera cuando se
alejaba por los campos rodeados de diques encontraba la paz. En la
isla santa, ya no tenía ganas de huir. Del espíritu, verdadero
maestro de aquellos lugares, aprehendía el alba; aquella luz del
origen se convertía en suya.
Normalmente, Sabni le arrancaba de su labor y le decía que
fuera a cenar. Aquella noche, fue la oscuridad la que interrumpió
al escultor. Intrigado, limpió sus herramientas, dejó el escarabajo
sobre un bloque de granito y corrió en dirección al refectorio,
situado cerca del templo de Hathor.
Hermanos y hermanas comían en silencio. Para el sumo
sacerdote los garbanzos sabían a arcilla y la cerveza parecía agua
salada. Crestos se sentó a su lado.
–¿Qué pena os aflige?
Los adeptos se levantaron; uno tras otro y a paso lento se
dirigieron hacia sus viviendas. Sólo quedaron Isis y
Sabni.
–¿Os he disgustado?
–Eres la esperanza de nuestra comunidad.
–¿Por qué me evitan todos?
–¿Quién se atreverá a decirte la verdad?
Crestos miró a su alrededor. El agua azul se agitaba bajo el
viento nocturno, los muros elevaban su masa serena,
infranqueable.
–Tú te atreverás.
–Odio mi misión.
Sabni sintió sobre sí la mirada de Isis.
–¿Qué se me reprocha?
–Robo de bienes eclesiásticos. La existencia de pruebas
formales ha precipitado el juicio: el obispo exige tu
expulsión.
–¿Que suerte me tiene reservada?
–Lo mejor que te puede pasar es la cárcel de por vida. Lo
peor, el destierro y los trabajos forzosos.
–¿Y si me escondo en la isla?
–Los ermitaños y sus secuaces la invadirán.
–¿Crees en esas acusaciones?
–Si las creyera, yo mismo te habría expulsado del
recinto.
–¿Cuál es tu decisión?
–¿Cómo puedes dudarlo? Te protegeremos hasta el
final.
–¿Cuándo vendrán?
–Mañana, a la hora en que el sol alcance el
cenit.
Crestos alargó su escudilla.
–Tengo hambre.
Isis le sirvió. El joven adepto comió con
apetito.
–Vuestra determinación no bastará para
repelerlos.
–Deslizándote en mi sombra, no tendrás nada que temer. Poner
la mano sobre una gran sacerdotisa de File les condenaría a errar
eternamente. Jamás, en la historia de Egipto, ha sido perpetrado
semejante ultraje.
–Mañana me quedaré en el templo. Pasado mañana también; y así
durante toda la eternidad.
La sonrisa de Isis se perdió en la noche cerrada. Crestos
bebió cerveza.
El grano se agostaba en la tierra, en el silencio del limo
fértil; el hombre no jugaba ningún papel en aquel misterio de
palabras invariables. En el umbral de la embriaguez, Crestos
pensaba en el himno del templo cubierto, consagrado a Isis, la
habitante de las estrellas de las que el alma extraía la esperanza
y se burlaba de la muerte.
El adepto subió a la cima del primer pilono siguiendo con el
dedo cada uno de los signos grabados sobre los muros de la
escalera. Pájaros, árboles y cestas cobraron vida bajo el calor de
su mano y avanzaron, en compañía del lector, hacia el techo del
templo.
Crestos quería gozar del alba como un cabritillo saltando de
alegría bajo los primeros rayos del sol resucitado. Le quedaba un
largo camino que recorrer, numerosas puertas que franquear y un
duro trabajo que cumplir. Su espíritu se desataba; la vanidad, si
no tenía cuidado, acabaría pronto con sus primeros esfuerzos.
Exigir la perfección de la obra sin creer en la perfección del
hombre: nunca olvidaría la lección de la comunidad, proveedora del
ser. Sólo la entrega total de sí mismo, más allá del éxito y el
fracaso, despertaba una sensibilidad digna de la inmortal cofradía
presente en el corazón de cada piedra.
No, no era sólo cuestión suya el futuro de File. ¿Cómo iba a
encarnarse el templo en un individuo? Al contrario, él amenazaba la
existencia de los adeptos al suscitar el furor de los cristianos;
que él fuera la víctima de la más odiosa de las injusticias apenas
importaba. El amor de la isla santa dictaba su
conducta.
Crestos llenó su mirada del santuario en el que la luz iba
ganando terreno a las sombras de la noche agonizante; pronto, Sabni
e Isis entrarían en la naos y despertarían en paz el poder divino.
En aquel día de otoño, cuatro mil años después del nacimiento del
Egipto de los faraones, File permanecía serena, inalterable. Su
deber de hermano consistía en protegerla alejando de ella el motivo
de sus problemas.
Desde lo más alto del pilono, Crestos se arrojó al
vacío.
Alertado por el ruido, el prelado salió de su despacho.
Cuando apareció, la muchedumbre calló. Teodoro se aproximó al
muerto y puso una rodilla en tierra.
Levantó los ojos hacia Sabni.
–Yo no quería su muerte.
–Ha ofrecido su vida para salvar a File. ¿Será suficiente el
sacrificio?
En los ojos del sumo sacerdote no había rabia, sino una
rebelión tan ardiente que ninguna palabra podía
expresarla.
–Yo no quería esto, Sabni.
–Permíteme sepultarlo según nuestros ritos.
–¡No! – gritó Pablo el ermitaño, blandiendo su bastón-. Un
pagano debe ser incinerado. Que el cadáver sea entregado a los
vagabundos del desierto.
Los «comedores de cadáveres», como los llamaba la gente,
vivían en el desierto, lejos de las poblaciones. Enterraban a los
indigentes y hacían desaparecer los restos de los criminales y de
los ladrones. Sabni esperaba evitar esta última
humillación.
–El pagano ha sido juzgado y condenado -recordó Pablo-. No
debe beneficiarse de ningún privilegio.
Un clamor de aprobación se elevó.
–¿Permitirás semejante atrocidad, Teodoro?
–Debes someterte a la ley de Dios, Sabni. Y yo debo hacerla
respetar.
–No mezcles a Dios en esta ignominia.
–La multitud es demasiado violenta. Ya te había prevenido:
las murallas se desmoronan. Abandona, amigo mío; modifica un
destino adverso.
El sumo sacerdote no volvió a File. Obligado a abandonar el
cadáver de Crestos a los rapaces humanos, vagó por las calles
vacías de la orilla oriental. En aquellos parajes desolados, vacíos
de toda presencia desde hacía lustros, reinaba un calor pesado. El
viento del norte se estrellaba contra las masas de granito de las
que los albañiles de Faraón habían extraído las espléndidas piedras
destinadas a los templos. Los constructores de pirámides no dudaban
en recorrer la gran distancia que separaba Menfis de Elefantina
para tallar los gigantescos bloques que las barcazas transportarían
hacia el norte.
Sabni se detuvo sobre el obelisco inacabado, el monolito más
imponente que se conocía, prisionero por culpa de una grieta que lo
condenaba a permanecer tendido en la cantera. Los griegos lo habían
medido: 42 metros de largo y 1.200 toneladas de peso. Cientos de
hombres se habían deslomado para quitarle la corteza superficial
que protegía un granito rosado de excepcional belleza, la sienita,
veteada de diorita y cuarzo.
En aquel paisaje de rocas esparcidas y monumentos sin
terminar el sumo sacerdote veía lo inacabado de su propia aventura.
Las canteras olvidadas le recordaban a la comunidad, perdida, que
trabajaba para gloria del Principio. Un espeso velo se extendía
sobre el universo luminoso de los faraones. A unos metros del
peregrino, un coloso trataba en vano de arrancarse de su sudario
mineral; el coloso de Ramsés II, portador de la corona blanca, los
brazos cruzados sobre el pecho sosteniendo los cetros, esperaba la
mano del escultor que le liberaría de la materia. Sabni tuvo ganas
de coger un martillo y un cincel para ir en ayuda del rey difunto y
probarle que sus ojos podían abrirse y su boca hablar. Pero
renunció, descorazonado por la enormidad de la
tarea.
Sobre una estela rota había una inscripción todavía
legible:
«Quienquiera que seáis, velad para obtener las alabanzas de
vuestro dios; os será dado gozar plenamente de vuestra función
después de transmitirla a vuestro sucesor, dejando vuestro corazón
en reposo.»
Este discurso le estaba destinado más allá de los siglos.
¿Acaso él no yacía, como el coloso, en una cárcel de la que no
saldría jamás?
La inscripción abría un camino, el único: transmitir. Jamás
el sumo sacerdote de una comunidad sería su propio dueño; sólo
importaba su función y el servicio a la cofradía. Interrogarse
sobre su persona constituía traición; ahora bien, en un mundo
privado de palabras justas, olvidado de la Regla, el corazón del
hombre no se preocuparía más que de sí mismo.
La noche se anunciaba amarga. El coloso parecía encogerse;
por todas partes las tinieblas le agredían. En aquel caos mineral
los caminos se esfumaban. Pronto, incluso el viajero más
experimentado se extraviaría, incapaz de salir de las canteras.
Sabni sintió la llamada del desierto de piedras cuya catarata según
el estilo de África, apenas salpicada por algunas manchas verdes,
constituía el único horizonte. ¿Quién habría esperado en aquel
laberinto estéril, prados verdes y campos dorados?
Aquella soledad, más áspera que el granito, le calaba la piel
como un vestido mojado. Sólo el amor de Isis le impedía huir de sí
mismo y convencerse de que abandonando la comunidad la salvaría.
Era él y nadie más quien atraía la reprobación de Teodoro y la ira
de Pablo. Si Sabni desaparecía, nadie pensaría en atacar a File; el
verdadero valor consistía en renunciar a todo. Reconociendo que su
sola presencia ejercía una acción nociva, demostraría a los adeptos
su fraternidad.
Dando la espalda al Nilo, el sumo sacerdote se internó en el
laberinto. Unos pasos más y se convertiría en nómada; libre de toda
atadura se iría hasta los confines del sur profundo, donde los ríos
se zambullían en el abismo y donde la raza humana ya no
existía.
Al inclinarse, Sabni descubrió a sus pies un halcón muerto
con las alas plegadas. El sumo sacerdote cavó un agujero en el
suelo con un cascote puntiagudo y enterró el pájaro de Horus, hijo
de Isis, venido del cielo y deseoso de retornar; según las
enseñanzas del templo, los ojos del ave rapaz elevada sobre las
murallas de nubes vislumbraban la cima oculta para siempre. Él
guardaba el acceso al santuario de los dioses, construido con luz y
amor, modelo de los edificios terrestres.
Fue su propio cadáver lo que el sumo sacerdote encontró, los
despojos de un ser de ayer cuyo vuelo se había quebrado; pero en el
ojo del halcón, eternamente vivos, estaba trazado el camino
justo.
Nimbada de luz plateada, Isis se encontraba al borde del
embarcadero. La barca se acercó sin ruido; Sabni la amarró y subió
a encontrarse con su esposa.
–En el mundo de los dioses -dijo- no ocurre nada. Ellos
ignoran los acontecimientos a los que estamos sometidos, los
momentos de felicidad y desdicha que nos agitan como si fuéramos
juguetes infantiles.
–Isis, si tú supieras…
–La prueba de las piedras abandonadas… ¿Qué superior no la ha
vencido? Has vuelto, Sabni, y te quiero.
–¿Puedes prescribir algún remedio?
–Mi espíritu está tan débil que mi cuerpo, mi energía, se
disipa como una bruma de verano sobre el Nilo… Por otra parte, en
la orilla de Poniente la diosa será acogedora. No la temo; nos
hemos hablado tantas veces, cómplices.
–¡No! Tú no tienes derecho a ceder.
Sabni cogió a Isis entre sus brazos y la llevó al pequeño
templo de Imhotep el curandero. Cuando la medicina humana se
reconocía impotente era necesario confiar en la voluntad de una
sabia entrada en la inmortalidad. Desde lo invisible, él continuaba
preservando la belleza del templo y la integridad de sus
sucesores.
El sumo sacerdote depositó a la enferma sobre el enlosado de
la capilla que los romanos llamaban el sanatorio; un senador
paralítico había ido a buscar allí el uso de sus miembros. Después
de haber jurado guardar silencio sobre lo que había visto y oído,
regresó curado.
–Coge mi mano derecha -pidió Isis.
Hacía tiempo que sabía que la muerte raptora se delizaría en
ella por ese lado; la presencia de Sabni la alejaría. Con la palma
de la mano derecha abierta y vuelta hacia el techo del pequeño
edificio, los ojos cerrados, el aliento apenas perceptible, la gran
sacerdotisa escuchaba el canto de las piedras. Algunas provenían de
Gizeh, otras de las canteras de Turah, de Gebel Silsileh o de
Elefantina; de norte a sur, formaban el ser de los templos y de los
altos parajes donde el espíritu nunca cesaría de brillar incluso si
la barbarie trataba de cubrirlo con un velo de tinieblas y de
ignorancia.
Cuando Isis vio aparecer el rostro hierático de Imhotep, en
el que se reflejaba su luz interior, se levantó para manifestarle
su deferencia. Sabni la sostuvo; su mirada expresó de nuevo el
deseo de vivir.
Sabni reunió a la comunidad y le anunció que pensaba
reemprender los trabajos en el santuario de Imhotep. El panadero
recordó que File ya no recibía materiales y que ningún picapedrero
se atrevería a trabajar en la isla. El sumo sacerdote eliminó dudas
y temores; los adeptos capaces de manejar herramientas aprenderían
el oficio en el taller. Crestos había indicado el camino: ellos
debían mostrarse dignos de él. Obtendrían los bloques del pasado;
una antigua capilla derruida serviría de cimiento al nuevo
edificio. Tal como habían hecho los antiguos egipcios, así harían
ellos.
El proyecto infundió vigor a los hermanos, a quienes la
muerte del más joven había sumido en la desesperación. Olvidando
edad y enfermedades pusieron manos a la obra bajo la dirección de
un sumo sacerdote exigente que les trataba como a aprendices. Su
rudeza, lejos de descorazonarles, avivaba su
fuego.
Isis organizó la jornada de las hermanas con la misma
severidad: desde el amanecer hasta la puesta del sol se sucedían
las prácticas rituales, el estudio de los textos sagrados, la
fabricación de cuerdas y pequeños cinceles de cobre, la preparación
de las comidas y la contemplación del cielo. Planeando sobre el
primer pilono, el halcón en que se encarnaba el alma de Crestos
acompasaba el trabajo con sus enormes círculos y protegía el
taller.
El grito de terror de la partera despertó al barrio. No sólo
la vendedora de galletas había muerto entre atroces convulsiones,
sino que además había traído al mundo un niño con cabeza de
serpiente. El padre, enloquecido, lo decapitó antes de abrirse el
cráneo contra el muro de su casa. Desde el fallecimiento de
Crestos, arrojado como pasto a los necrófagos, Elefantina vivía en
el terror. Una sucesión de malos presagios se abatía sobre la
ciudad. El agua de dos fuentes, famosas por su pureza, había sido
envenenada, los chacales habían entrado en un barrio rico y
devorado un niño y un rayo había caído en la iglesia destruyendo
buena parte del tejado.
Teodoro trataba de tranquilizar a la población con sermones.
Pablo y los ermitaños acusaban a File de haber desatado la cólera
de Dios y la ira del diablo; mientras la isla maldita celebrara
ceremonias impías y desafiara al Señor, el Maligno
acecharía.
El obispo ya no disponía de sus tropas; no se rebelaban, pero
tampoco obedecían. Pablo sembraba la violencia que el pueblo
necesitaba; ¿cuánto tiempo pasaría sin que hubiera
víctimas?
Cuanto más revuelta estaba Elefantina, más se relajaba File
en una serenidad nacida de la obra emprendida. La misma lentitud de
las obras les hacía apreciarlas mejor. Cada éxito individual era
narrado a la comunidad, que se nutría con el esfuerzo de todos.
Liberados del deseo de supremacía, indiferentes a los tiempos,
generosos hasta el agotamiento, los adeptos descubrían día tras día
recursos insospechados. Manos desolladas y dedos doloridos daban a
las hermanas la ocasión de ejercer sus habilidades como curanderas.
La cofradía renacía con un solo corazón y una única
voluntad.
Teodoro habría apostado por su rápida degradación tras el
suicidio de Crestos. Puesto que ya no acogería a ningún neófito,
¿no estaba condenada a desaparecer? Todo ser razonable habría dado
por sentado que la partida estaba perdida. Conceder la mínima
confianza a una gran diosa que dejaba que sus fieles se
extinguieran era de locos. Sin duda Sabni, si se liberaba de la
influencia de Isis, se avendría a razones. La gran sacerdotisa le
hechizaba y le llevaba a la ruina; atrapado en las redes de aquel
demonio con cara de ángel, Sabni se negaba a
escapar.
Así trataba el obispo de convencerse de la locura de su
amigo. Sin embargo, una voz interior le contradecía y clamaba una
imperdonable admiración por Isis, su respeto hacia una mujer
volcada, como él, a lo divino. Debía alejar la más infernal de las
tentaciones: admitir que la fe pagana podría ser preservada y
transmitida. Por la revelación del Dios único, la humanidad se
transformaba, salía de las tinieblas del paganismo e iba hacia la
Jerusalén celeste, el paraíso de los justos. Pablo, el exaltado, no
se equivocaba al pretender que la seducción femenina era un arma
demoníaca. Contemplando a Isis, emborrachándose con su encanto,
acompañando su paso, ¿qué cristiano rechazaría durante mucho tiempo
el beso de la gran diosa? Ocultar File y desechar el fanatismo de
Pablo: atrapado en los dientes del torno, al obispo le costaba
soportar una soledad que hasta ahora había deseado. Sabni tenía la
suerte de vivir al lado de una mujer que compartía sus inquietudes
más íntimas, disipaba sus tormentos y le ofrecía la dulzura
cómplice de las noches de amor. Contra esta fortaleza, todos los
embates del obispo se estrellaban.
La vieja capilla resucitaba en el nuevo santuario dedicado a
Imhotep, su glorioso antepasado. Como si sus manos,
instintivamente, hubieran reencontrado un sabor olvidado, los
adeptos tallaban los bloques, los aparejaban y los colocaban unos
encima de otros con un ardor que suplía a la inexperiencia. Un
aroma de eternidad flotaba de nuevo en las estancias del templo; el
mundo hostil se alejaba por el Nilo y los rumores de Elefantina se
disipaban en la claridad de la mañana.
–¿Qué deseas, Sabni?
–Que el mañana no exista.
–Mira a nuestros hermanos y hermanas: construir el edificio
les rejuvenece.
–Si pudiéramos fijar la luz en la cima del pilono, ahogar el
futuro en la catarata…
–Espera, amor mío. Espera con el poder del fuego y la
paciencia del agua. Utiliza el tiempo, rómpelo como si fuera una
piedra indigna del edificio.
Nubes de mosquitos, arrastradas por el aire tibio, se
abatieron sobre los durmientes y extendieron la fiebre. Nadie había
olvidado los malos presagios y todos se extrañaban del calor
anormal que dificultaba el movimiento de las piernas y los latidos
del corazón. Sólo el obispo se alegraba, debido a que el calor
disminuía el empuje de los ermitaños; tras haber exhortado en vano
a la población para que se vengara de la isla maldita, se habían
refugiado, decepcionados, en las tumbas de la orilla
occidental.
El prelado disponía de un poder que nadie discutía, ni
siquiera Pablo, pero dudaba entre la intransigencia y la clemencia,
y perdía el arrojo propio del joven sacerdote hostil a toda
concesión. Había fracasado con Sabni. Convirtiéndolo, habría
modificado el destino de ambos; una puerta se habría abierto hacia
lo invisible y Dios habría vuelto hacia ellos su rostro. Demasiados
seres, demasiados pensamientos y demasiados ritos se levantaban
entre el sumo sacerdote de File y el obispo de
Elefantina.
¿No engañaba Dios al mundo futuro ordenándole renegar del
pasado y destruir los templos? La tierra de los faraones, madre del
universo, se sometía a las leyes sin asumirlas, tomaba prestado un
arte insípido y hablaba una lengua bastarda; al convertirse al
cristianismo perdía el aliento poderoso de su juventud y el
esplendor de su edad madura. Si Cristo era expulsado de la tierra
en la que había encontrado refugio, ¿qué invasor le reemplazaría?
En las puertas de Bizancio, los bárbaros se preparaban para
desmantelar el imperio de Oriente; en las de Egipto, las tribus de
la península arábiga codiciaban los generosos campos. El obispo,
testigo de la revelación, no podía dudar de su misión. El prelado
no podía evitar que los seres humanos fueran frágiles e
inquietos.
Contemplaba su ciudad desde la azotea. La quería con la
ternura de un padre: las villas con jardines llenos de colores, las
pequeñas casas blancas de los artesanos y las chozas de los pobres
cohabitaban en la luz del otoño y bajo la mirada de Cristo. Las
gentes charlaban sin cesar en las animadas callejas. En el mercado
se amontonaban los alimentos haciendo doblarse bajo su peso los
mostradores de los comerciantes. El ruido de una refriega no
sorprendió a Teodoro; varias más se producirían a lo largo del día.
Las discusiones a veces violentas enfrentarían, como siempre, a
vendedores y compradores. En el momento en que el obispo entraba en
su despacho escuchó unos gritos que no tenían nada de habituales.
Una mujer, con el cabello erizado, gritaba mientras corría hacia el
palacio episcopal.
–¡Los blemios! ¡Nos atacan los blemios!
A pesar de aquella derrota, el obispo no perdió la confianza:
sus defensas resistirían bien. El enemigo se detuvo y el silencio
sucedió a los gritos. Después sus filas se abrieron y dejaron paso
a un ejército insólito, una manada de elefantes guiada por arqueros
encaramados a sus espaldas. Los paquidermos, cuyos barritos
espantaron a la población, pusieron en fuga a los últimos soldados
de caballería antes de aplastar estacas y empalizadas a su paso.
Los que trataron de oponerse a su inexorable avance fueron víctimas
de las flechas o perecieron aplastados bajo las enormes
patas.
Los supervivientes retrocedieron en desorden hasta la
protección de la última línea de fortificaciones, mezcla de las
ruinas de la fortaleza y de los bloques extraídos de templos
desmantelados.
El obispo, a la cabeza de los despojos de su ejército, peleó
con valentía.
Entre los elefantes surgieron centenares de blemios provistos
de corazas formadas por placas de bronce y de hierro atadas entre
sí. Las junturas dejaban libres las articulaciones y daban libertad
de movimiento. Otros se protegían con túnicas de laminillas
metálicas que les envolvían desde el cuello hasta las rodillas. Sus
rostros se parecían a los de los demonios surgidos de las entrañas
de la tierra cuando expiraba el año.
Los minutos se deslizaron, interminables.
Los cristianos temblaban; sin la presencia del obispo aquello
habría sido la desbandada. El ejército blemio no dejaba de
aumentar. Los guerreros negros llegaban por todas partes,
aglutinándose antes del asalto final. Un joven soldado, víctima de
una crisis de nervios, asió el puño del prelado.
–No quiero morir.
–Confía en Dios.
–¡Tengo mucho miedo!
–Yo también. Nuestro cuerpo teme al sacrificio, no así
nuestra alma.
Las tropas nubias, al completo, se encontraban a un centenar
de metros de sus futuras víctimas. Los elefantes ya no barritaban.
El gran sacerdote blemio avanzó vestido con una piel de pantera.
Con el cráneo rasurado y la frente ungida por los siete aceites
sagrados, aferraba con la mano derecha un largo bastón de madera
dorada.
–Que el obispo Teodoro venga a mi encuentro.
–¡No vayáis! – gritó el soldado, agarrándose al prelado-. ¡Os
matará!
Teodoro se desasió y saltó sobre un montón de cascotes,
parapeto de los últimos defensores de Elefantina. Su túnica roja
con hilos de oro resplandeció; avanzó hacia el gran sacerdote
blemio y se detuvo a un metro de él.
–Tú, cristiano, has destruido el santuario de Bigeh, violado
el secreto de Osiris y roto la estatua de nuestro dios. Has
despreciado el misterio de la resurrección y has mancillado nuestra
fe. Por estos motivos, aniquilaremos al pueblo cobarde e impío que
gobiernas. Los secuaces de Cristo no merecen vivir, puesto que sólo
engendran el odio.
–Sométete al emperador y a la ley de Dios. Si no, tú también
serás aniquilado.
–Te llaman valiente, Teodoro. Pero sólo eres
ciego.
–Si tu decisión está tomada, ¿a qué viene tanto
discurso?
–No soy un mercenario ávido de sangre, sino un gran sacerdote
cuyo dios tiene su trono en File. Sólo la gran sacerdotisa de la
isla santa puede consagrar mi victoria sobre el
mal.
Isis recibió a la delegación. Mientras los blemios,
emocionados, admiraban la isla santa, Teodoro tomó la
palabra.
–En vuestras manos está la suerte de miles de personas. Una
orden vuestra bastará para que mis enemigos destruyan Elefantina.
La provincia se convertirá en cenizas y la felicidad se alejará
para siempre.
–Pero File se salvará.
–File se salvará… -repitió el obispo.
Por fin veía el infierno al que le conducían la debilidad y
la amistad. La magia de Isis no era una amenaza vana; su comunidad
atraía fuerzas peligrosas y se mantenía apartada de la verdadera
fe. Aquella mujer, y nadie más, mantenía el más encarnizado de los
combates contra la verdad; al hacer surgir a aquellos guerreros de
negro rostro, triunfaba.
–Gran diosa, madre de Dios, manantial de vida, soberana del
territorio del alma que nadie puede recorrer, maga bienhechora
cuyas palabras alejan a los demonios, escucha mi súplica -imploró
el gran sacerdote-. Tu sola voluntad concede un lugar a cada
estrella, alimenta los corazones, corona a los reyes y vuelve
sagradas las conquistas; bendice mi brazo y las espadas de mis
guerreros.
–La existencia de aquel que recorre el camino de los sabios
transcurre en paz, colmado de alegrías -respondió la gran
sacerdotisa-. Envejece en su ciudad y es venerado en su provincia;
sus sucesores reciben sus enseñanzas de generación en
generación.
–Todo está grabado en el sello de Isis; nada se ejecuta sin
ella, ni en el cielo ni en la tierra.
–Ven al templo.
Abandonando a Teodoro bajo la vigilancia de sus guerreros, el
blemio siguió a la gran sacerdotisa.
Los adeptos, vestidos con túnicas blancas, saludaron a su
huésped. El gran sacerdote abrazó a todos y entró en la capilla de
su dios, en la que Isis le invitó al recogimiento. La deferencia
con que fue obsequiado le sumió en un estado de exaltación;
asociado al misterio sobre el suelo puro de File, reanudó la
tradición más venerada de su pueblo. ¡Qué razón había tenido al
creer en Isis y al esperar de ella la salvación de su
raza!
El gran sacerdote se olvidó del tiempo. Meditó hasta el ocaso
y absorbió la energía contenida entre los muros de la capilla en la
que sobrevivía la memoria de su religión. Cuando salió del
santuario le ofrecieron pan y vino.
–File permanecerá intacta -afirmó-. Mañana no quedará un solo
cristiano en toda la provincia. Nunca una matanza será tan
alegre.
–No lo será.
Los adeptos, asombrados, contuvieron sus protestas. ¿Por qué
Isis rechazaba la ayuda de las fuerzas aliadas y la exterminación
de sus enemigos?
–El emperador no aceptaría una derrota de esa magnitud
-indicó Sabni-. Elefantina es una de sus fronteras; enviaría un
ejército para lavar la afrenta, vengar la desaparición de un obispo
y proclamar la superioridad de Cristo. Perseguiría a los blemios
por muy lejos que éstos se refugiasen y arrasaría
File.
El rostro del gran sacerdote se ensombreció.
–¿Qué deseas tú, a quien debo obediencia?
–Cerrar un pacto con el obispo -respondió
Isis.
–No lo respetará y volverá a amenazar a
File.
–Alejaremos ese peligro confiándote las estatuas que
veneramos. En tu país estarán al abrigo de cualquier profanación.
Los cristianos considerarán que las divinidades han abandonado la
isla y la comunidad; de esta manera ya no apareceremos como
provocadores. El templo, una vez secularizado, no ofenderá a las
conciencias cristianas. También nosotros conoceremos la paz y la
indiferencia nos protegerá mejor que un ejército numeroso. ¿Quién
vivirá en File, sino algunos ancianos nostálgicos del
pasado?
Aquella posibilidad entusiasmó a Sabni. Renunciar a las
estatuas de culto sería un sacrifico doloroso, pero al cabo de un
siglo o de un milenio, volverían, como la diosa, de la lejana
Nubia. File la silenciosa, apartada de los caminos y los celos,
acogería en secreto nuevos adeptos y crecería protegida por
Teodoro, coronado por el triunfo.
La gran sacerdotisa se aproximó al obispo, que se hallaba de
pie, a la sombra de un tamarindo, estrechamente vigilado por los
guerreros negros. Teodoro volvió los ojos hacia ella y no trató de
ocultar su preocupación.
–¿Qué habéis decidido?
–¿Acaso ignoráis que la gran diosa dispensa vida y no muerte?
File será el corazón de Elefantina y no se convertirá en su
verdugo. Ambos se salvarán.
–¿Qué magia utilizaréis?
–La generosidad.
Dos pesados barcos, cargados de blemios, navegaron hacia la
isla santa mientras el ejército nubio acampaba frente a los
sitiados. Las estatuas de culto fueron transportadas hasta el campo
de batalla y cargadas a lomos de los elefantes a la vista de los
cristianos paralizados.
–File ha entregado su alma -juzgó un
oficial.
–Sin las estatuas -añadió uno de los secretarios del obispo-,
el templo no es más que una construcción inerte. Isis ha
muerto.
Teodoro permanecía mudo. Veía alejarse a los paquidermos,
seguidos por los guerreros nubios, que rompieron filas y formaron
una inmensa columna en dirección sur.
Escoltado por un centenar de soldados, el gran sacerdote se
aproximó al obispo.
–Mañana, al amanecer, te espero en la catarata. Negociaremos
un tratado de paz.
Los habitantes de Elefantina aclamaron a Teodoro, que,
indiferente a los cantos de liberación y a las fiestas organizadas
por las calles, se dirigió hacia su despacho. Isis y Sabni habían
renunciado al aspecto material del culto para preservar el bien más
preciado: el espíritu del templo.
–Tú y yo creemos en un Principio superior al hombre; ambos
estamos de paso, somos viajantes que aspiran a descubrir paisajes
en los que el alma, siempre insatisfecha, busca su
fuente.
–Tu dios no ríe, Teodoro, pero se retuerce de dolor en una
cruz, lamentando estar encerrado en un cuerpo humano. Tú no has
seguido los pasos de nuestros antepasados y tu religión es cómplice
de una sociedad vulgar que se arrastra por el suelo, estrecha la
conciencia, ensalza al individuo y destruye el esfuerzo
comunitario. Tu religión no es progreso, sino enfermedad; vuelve
hacia la ciencia del templo que mira al cielo. Hija de los dioses,
derrama sobre esta tierra sus bienes y nos orienta hacia el
misterio del que hemos nacido.
El obispo alzó los ojos hacia las altas palmeras; una luz
tamizada envolvía a los dos amigos.
–¿Me desprecias hasta el punto de creer que Isis y tú me
habéis engañado?
–Ya no queda ninguna estatua en el templo. Incluso la de la
gran diosa, hasta hace poco presente en el Trono venerable, vive en
el destierro, en territorio blemio.
–He asistido a la escena, como miles de testigos. Ya nunca
poseeréis los emblemas ancestrales, pero jamás seréis una comunidad
profana.
–¿Cómo celebrar los ritos sin estatuas?
–Aunque los naos estén vacíos, vuestros corazones estarán
siempre llenos del mismo deseo. Tú no has renunciado, Sabni; tu fe
permanece intacta. Sin embargo, File ya no convencerá a
nadie.
–¿Qué temes de una comunidad que agoniza?
–Que obre como el alquimista y el ave fénix, que se regenere
en su propia muerte y prepare un oro nuevo.
–Sólo aspiramos al silencio y al
recogimiento.
–Tu mirada desmiente lo que dices. No eres un hombre
resignado, sino un conquistador que esconde su rostro tras una
máscara. ¿Cuáles son tus verdaderos proyectos,
Sabni?
–Si descifras mi alma, los conocerás.
–Olvida los motivos de discordia, borra el hábito que visto.
Compórtate como un hermano, como el único ser al que concedo una
confianza total.
–Nada nos separa, Teodoro, pero todo nos aleja. No vamos por
el mismo camino; si los dioses nos son favorables, nos reuniremos
en el mismo puerto.
Al final de cada misa, Pablo se dirigía al palacio episcopal.
El prelado le escuchaba después de haberle impuesto una larga
espera. El ermitaño, acompañado de discípulos salidos de las tumbas
y de las grutas, exigía la destrucción del templo y la expulsión de
la comunidad culpable de complicidad con los blemios. En aquel
domingo de noviembre, la violencia de Pablo se traducía en
insultos.
–Os conmino a arrancar las últimas raíces del
paganismo.
–¿Y si no…?
–Responderéis de vuestra espera ante el patriarca de
Alejandría.
–No aprecia mucho la exaltación de algunos
fieles.
–Los ermitaños no somos los tibios que Cristo
expulsó.
–Convertirse en ermitaño implica ciertos deberes. No todos
tus seguidores pertenecen a las milicias del Señor. Reconozco a
antiguos presidiarios, a comerciantes arruinados, a mercenarios
expulsados del ejército… inquietantes aliados.
–Ellos creen en Dios y odian a los paganos. Su pasado no me
interesa.
–No permitiré ningún alboroto. No olvides que tengo que
garantizar la paz civil.
–No hay más paz que la del Señor. ¿Cómo va a estar Él
satisfecho de la existencia de un templo en el que habitan los
viejos demonios?
–Sólo subsiste una pequeña comunidad que envejece sin alterar
el orden público.
–Aunque sólo quedara un pagano, habría que
exterminarlo.
Teodoro se levantó y giró alrededor del
ermitaño.
–Me gustaría comprenderte puesto que eres mi hermano en
Cristo. Sus fieles desean el amor y rechazan el odio. Si tú lo
alimentas, tus plegarias no serán más que
invectivas.
–¿Rezarías tú por los paganos?
–Si Dios no hubiera cambiado nuestra mirada, seguiríamos
siendo paganos. ¿Por qué no rezar para que convierta a los que
todavía creen en una ilusión?
–File es un enemigo irreductible.
–Isis nos ha salvado la vida. Sin su intervención, la
población de Elefantina habría sido exterminada y la ciudad
quemada.
–¡Astucia demoníaca! Lo que quiere la gran sacerdotisa es
salvar las estatuas de los falsos dioses. Habrías debido impedir
que se las llevaran. Desde lo más profundo de Nubia, continuarán
enviando sus miasmas. El ejército del emperador tendrá que
exterminar a los negros y romper esas efigies
malditas.
–¿Qué sabes tú de ese ejército?
Pablo golpeó el suelo con el bastón.
–¡Vendrá! ¿Crees que los cristianos permanecen inactivos? El
martirio nos ha enseñado a luchar. Formamos una cadena de creyentes
hasta Alejandría, corremos a través de la arena para que la Iglesia
sea informada de lo que pasa aquí. Mañana el emperador lo sabrá y
actuará en consecuencia; tendrás que justificar tu conducta. Te has
equivocado al firmar un pacto con Sabni; ¡no es tu amigo, sino el
enviado de las tinieblas!
–¿Y si te equivocas?
–Él habría renunciado a los falsos dioses y pedido el
bautismo.
–¿No conoces la clemencia?
–La reservo para los creyentes que, como Cristo, caen en el
camino y vuelven a levantarse. Nuestra fe es universal. Aceptar la
existencia de un solo pagano es traicionar a Dios. Ya que has
renunciado a golpear a tu cómplice, el brazo del Señor sustituirá
al tuyo.
Los adeptos experimentaban un sentimiento de orgullo; a pesar
de las escasas herramientas y de su inexperiencia habían conseguido
terminar la obra. Respondiendo a las exigencias de la Regla,
dejarían una huella de su paso por la tierra y un testimonio
tangible en el que se inspirarían sus sucesores; la cadena de las
revelaciones no estaba rota.
Cada día, Sabni admiraba más a su esposa; la pasión se abría
sobre un horizonte resplandeciente en el que reinaba la gran
sacerdotisa, vestida de luz, en el abrazo de los sentimientos y la
razón. Su unión tenía el perfume de la eternidad que Isis encarnaba
en la aventura cotidiana. En el rostro de la mujer, en las horas en
que la voz del más allá danzaba en el viento, se dibujaba el de la
diosa. Sabni no dudaba que cada santuario, según los antiguos
escritos, fuera el cielo en la tierra. Era aquí abajo, y en ninguna
otra parte, donde el peregrino podía conocer la plenitud de que
daría fe ante el tribunal de Osiris, sin temer a la devoradora y a
los espíritus prestos a cortar el cuello de los mentirosos y los
cobardes. Isis le había dado las llaves de la felicidad que no se
desgasta y de la alegría que no se apaga; ¿no se parecía a la diosa
oculta en el árbol de la orilla de Poniente, lista para derramar la
inagotable agua fresca que el viajero del infinito saboreaba con
fruición?
File detenía el tiempo, Isis lo consagraba. El alma no
envejecía, el pensamiento no se arrugaba, los actos más humildes
resplandecían como las estrellas. Próxima la fiesta en la que Isis
reconstruía el cadáver de Osiris para hacerle revivir, la comunidad
navegaba de nuevo en la corriente de los constructores capaces de
transfigurar la materia.
Dos días antes de Navidad, el barco del obispo se acercó al
embarcadero; Isis recibió a Teodoro. En los ojos del prelado se
notaba la angustia.
–Vos habéis salvado Elefantina y yo quiero devolveros el
favor. El decreto imperial me ha llegado esta noche: la comunidad
de File debe ser dispersada.
–¿Los ermitaños?
–Quizá ya lo saben. La carta del emperador, refrendada por el
patriarca de Alejandría, anuncia la llegada inminente de un cuerpo
expedicionario a las órdenes de un general
bizantino.
–Mirad esta morada adornada de oro, con el techo de
lapislázuli, los muros de plata, el suelo de madera de acacia, las
puertas de cobre; es una obra preparada para durar siempre; ¿no
reconocéis que pertenece al Principio creador?
Teodoro imploró a la gran sacerdotisa.
–Poco importa lo que yo piense; me es imposible retrasar el
plazo. Os suplico que abandonéis la isla sin
demora.
Sabni se dirigió hacia ellos con un cincel de escultor en la
mano. En su delantal podían verse manchas de cal.
–Te he oído, Teodoro.
–Si la quieres, convéncela.
–¿Dónde iríamos?
–Mi barco está a vuestra disposición. Dirigios hacia el
sur.
–¿Y refugiarnos en territorio blemio? El ejército del
emperador nos perseguirá. He nacido en File y no huiré. Este templo
fue confiado al sumo sacerdote y a mí; ambos lo protegeremos del
dolor, la angustia y el peligro.
–Los adeptos tendrán libertad para irse -precisó Sabni-.
Nosotros no abandonaremos la tierra sagrada.
–¿Cómo podría convenceros?
–Ven conmigo, Teodoro.
Reticente, el obispo siguió al sumo sacerdote. Sabni le abrió
las estancias del templo, comentó los bajorrelieves, describió con
detalle las ceremonias del culto y los rituales de iniciación. No
ocultó nada de su ciencia.
–Este mundo agonizante lo llevarás contigo desde
ahora.
–Inútil tesoro, Sabni, puesto que es contrario a mi
fe.
–Al transmitirte esta sabiduría, he liberado las fuerzas
sepultadas en las criptas del templo. Ellas se convertirán en tus
pensamientos como pájaros de enormes alas que se lanzarán hacia el
cielo. Tú, mi enemigo irreductible, ahora eres mi
esperanza.
Isis comunicó al obispo que ningún adepto abandonaría la
isla. La comunidad se plegaba a la decisión de los
superiores.
Teodoro supo que toda palabra sería inútil; trataría de
convencer al general bizantino de que perdonara aquellas vidas que
en absoluto amenazaban la grandeza del Imperio.
–Recuerda, Teodoro, las palabras del príncipe Sarenput,
grabadas en su tumba de occidente, mientras resucita entre los
dioses: «Yo toco el cielo, mi cabeza atraviesa el firmamento, rozo
el vientre de las estrellas, brillo como ellas, conozco la alegría
celestial, danzo como las constelaciones». En su tiempo, la ciudad
vivía una perpetua fiesta, los soldados cantaban con los
campesinos, ancianos y jóvenes disfrutaban de la
vida.
El sumo sacerdote y el obispo se abrazaron con el calor de
dos hermanos. Cuando se encontró frente a Isis, Teodoro se quedó
petrificado.
–Nadie -dijo ella- consigue llegar a Poniente, morada de los
seres sin mancha, sino aquel cuyo corazón practica la Regla con
exactitud. Al otro lado no hay diferencia entre el pobre y el rico
ya que la balanza y el peso se encuentran en las manos del amo de
la eternidad.
La gran sacerdotisa besó al prelado en la frente; aquel beso
de paz le quemó el alma.
En septiembre del año 437, en las piedras de File se había
grabado el último texto jeroglífico, una plegaria a Isis. En la
Navidad de 535, Sabni esculpió el último bajorrelieve de la
civilización egipcia; sobre el dintel de la capilla de Imhotep
bosquejó el delantal del fundador y su trono. Ninguna línea fue
terminada; ningún rostro quedó completamente
perfilado.
En el interior del pequeño edificio la comunidad quemaba
bolas de incienso. El humo perfumado embelesaba el olfato de los
dioses que navegaban en las barcas del día y de la noche. Puede que
algún día una mano recogiera el cincel y terminara las figuras que
Sabni dejaba incompletas.
Cuando retrocedió para contemplar su trabajo, el sumo
sacerdote sintió que el deseo de rebelión se apoderaba de él. ¡Le
quedaba tanto por crear, por vivir! Isis se acurrucó tiernamente
junto a él y le acarició el rostro con el cabello.
–El santuario no será desmantelado.
–¿Cómo lo impediremos?
–No lo sé.
–Tratas de tranquilizarme.
–He visto File en la lejanía, más allá de nuestra existencia.
Estas líneas que ha dibujado tu mano en la piedra no serán
estériles.
Pablo dio gracias al Señor; al alertar al patriarca de
Alejandría, los ermitaños habían obtenido el resultado esperado.
Deseoso de conservar su poder y de no disgustar al emperador, el
jefe de la Iglesia egipcia se había dirigido a Bizancio a fin de
dar cuenta del escándalo de Elefantina. En su sabiduría, el
poderoso soberano había tomado la mejor decisión: enviar soldados
con el encargo de exterminar a los paganos. Teodoro, una vez más,
trataría de salvar a su amigo Sabni. Por fortuna, el emisario de
Alejandría era un charlatán deseoso de demostrar su importancia;
las nuevas noticias trastocarían el destino de la provincia.
Informado del contenido de las misivas imperiales, Pablo se sintió
investido de una misión sagrada y, esta vez, frustraría las
intrigas del obispo.
–¿Cuándo nos atacarán? – preguntó la hermana encargada de la
comida.
–Tan pronto como el ejército bizantino franquee las puertas
de Elefantina -respondió Isis.
–¿Dos semanas?
–Quizá sólo una. En esta estación, el sol es suave; marchando
deprisa, los soldados cubrirán el trayecto en poco
tiempo.
–Qué corta es una semana…
Hermanos y hermanas esperaban el instante en que el cauce del
río se cubriera de barcos de guerra; sobre la mesa del festín había
ajos, cebollas, pan y semillas de loto y algarrobas. Los más
viejos, desdentados, se conformaban con caldo de tallos de
papiro.
Sabni observaba la orilla donde desembarcarían los
asaltantes, tratando de forjarse un valor imaginario que los gritos
de la soldadesca barrerían en un segundo.
La sombra azul de la noche victoriosa destacaba en el
firmamento; el azul suave, profundo, tranquilo que muere con la
aparición del naranja daba paso al rojo intenso, última palabra del
crepúsculo; por fin, la noche, brutalmente separada del incendio
del día agonizante en una línea curva, infranqueable barrera entre
el ayer y el mañana. La luz declinó; azul y negro se dirigieron el
uno hacia el otro, felices de reunirse tras una larga separación.
El azul suave se dejó absorber, el rojo se convirtió en línea y el
naranja expiró. Lo alto y lo bajo se unieron en la tela oscura que
tejía el Creador para recubrir la tierra.
–Esta noche será la última -predijo Isis.
El día tenía la dulzura de un fruto maduro antes de que el
sol disipara las nubes dispersas. En la orilla desierta, la arena,
agitada por el viento del desierto, se elevaba en espirales
vertiginosas.
Isis y Sabni subieron a la única barca que todavía pertenecía
al templo. Con ayuda de una pértiga, el sumo sacerdote la alejó del
embarcadero y se deslizó por la corriente. De cara a oriente,
salmodió la plegaria de la mañana; su voz se perdió en las
pendientes de las montañas. Isis bebió agua del río, agradable al
paladar y suave al tacto, portadora aún de la frescura del
manantial oculto entre las rocas de Elefantina. Pensaba en los días
felices en que la vida vagaba a merced del Nilo, se ofrecía al oro
de las dunas y a la blancura de las velas. Cuando los dioses
gustaban de permanecer sobre las verdes orillas y sus estatuas
marcaban los límites de los campos y las ciudades en las que los
hombres se consideraban como huéspedes.
–En tiempo de los faraones, andábamos sin temor por los
caminos, navegábamos con confianza por el río, charlábamos al lado
de un pozo o un estanque, no muy lejos de los pastos donde el
ganado se movía con plena libertad. Veo tu rostro, Sabni; subes a
tu barco de pino y abres la casa que has construido. La pieza de
buey asado, la jarra destapada y las melodías nos fascinan.
Alrededor nuestro, dos vírgenes danzan, recitan poemas, nos
perfuman y nos adornan con guirnaldas de flores; preparan el lecho
donde, por la noche, la embriaguez nos unirá.
–Tal fue nuestra vida hace mil años… Un sueño perdido en la
soledad de la catarata. ¿Realmente debemos desafiar lo
imposible?
–Hemos jurado transmitir el misterio.
–¿Y si te vas? Isis, sana y salva, serías la guardiana de la
tradición.
–Separarnos sería una locura.
–Tu vida es preciosa. Como gran sacerdotisa, eres el
futuro.
–El futuro ya no existe. Nos queda el presente, incluso si su
rostro es más feroz que el de la Terrorífica. Que perdure la
juventud del templo y habremos cumplido la Regla; el cielo se
encarna en File.
–¡A veces me parece tan duro!
–A mi también, Sabni, ya que somos indignos de ella; por eso
es necesario que seamos dos.
–Por amor a Isis…
Se abrazaron. La barca, abandonada a la corriente, se dirigió
hacia la tierra de los muertos, adormilada bajo el sol del
invierno. Ambos pensaron en su unión en la tumba de Osiris, en la
felicidad absoluta que las noches y los días
regeneraban.
–File es el último templo de un mundo que nuestros enemigos
creen desaparecido; las religiones se sucederán, se desgarrarán y
se derrumbarán al pie del santuario incluso si la comunidad parece
estar extinguida.
–¿De verdad deseas desaparecer, Isis?
–Ni por un momento. Quiero vivir ciento diez años, envejecer
a tu lado y ver crecer a los hermanos y hermanas.
La corriente cambió y llevó la embarcación hacia
File.
Pablo no quería abandonar este acto de fe a un general
extranjero. A él y a nadie más correspondía aplastar para siempre
la cabeza del dragón pagano y apoderarse del templo. El obispo no
había sido prevenido. Cuando el ruido de la matanza llegara a sus
oídos sería demasiado tarde.
Los adeptos se aterrorizaron cuando vieron aquella jauría
dando alaridos; bajo la dirección de «el Atajo», ya se habían
adentrado en el pórtico. Decididos a pelear, hermanos y hermanas se
colocaron detrás de Isis y Sabni.
La gran sacerdotisa se había adornado con las joyas propias
de su rango, gargantilla de lapislázuli, pectoral con siete ristras
de perlas, brazaletes de plata y sortijas de oro. La blancura de la
larga túnica daba más esplendor si cabe al brillo de las
joyas.
Un ermitaño blandió una rama a medio podar; Isis no
retrocedió. Dos hermanos se arrojaron contra el agresor, pero su
gesto fue interrumpido. Los soldados acudieron de inmediato en
ayuda del ermitaño y les golpearon; los adeptos cayeron al suelo
con el rostro ensangrentado. «El Atajo» ató las muñecas de la gran
sacerdotisa con su cinturón; Sabni intentó liberarla, pero también
fue golpeado.
Cuando un ermitaño quiso estrangular a una hermana enferma,
dos soldados se interpusieron.
–Debemos expulsarlos, no asesinarlos.
–¡Callaos, espíritus tibios! ¡El emperador quiere purificar
esta isla maldita!
Los que habían dudado, golpeados en la espalda por los
enloquecidos campesinos, se mantuvieron alejados. La hermana fue
pisoteada. Sus estertores de agonía se perdieron entre los alaridos
de los otros adeptos, molidos a golpes. Los bastones cayeron una y
otra vez, las horcas hurgaban en los vientres, las espadas cortaban
las gargantas. El descubrimiento de una barquichuela de culto
duplicó el furor de los asaltantes. Rompieron la proa y la popa,
que tenía forma de cabeza de Hathor. Pablo prendió fuego a los
restos.
Ni Isis ni Sabni lloraron. Un dolor a la vez frío y ardiente
secaba sus lágrimas. ¿Dónde había huido la muerte dulce y sonriente
prometida a los sabios? Según las enseñanzas de los misterios, el
adepto de la magia sagrada salía a la luz del día y se paseaba por
el más allá tan lejos como deseaba su corazón. Pronto, el velo se
desgarraría y las puertas se abrirían.
«El Atajo» arrancó el collar de la gran sacerdotisa;
embriagado por el éxito, desgarró la parte de arriba de su túnica.
Sabni le repelió de un cabezazo.
–No la toques.
Con las manos atadas, le resultaba difícil defenderse; de su
mirada y su voz emanaba tal autoridad que el hombre
retrocedió.
–¡Ya no eres nada, sumo sacerdote, y responderás por tus
pecados ante Dios Todopoderoso!
Eliminada toda resistencia, las tropas vociferantes
exploraron las estancias del templo; al no encontrar ningún tesoro,
se sintieron decepcionados. Los más excitados escupieron sobre los
bajorrelieves que tenían diosas dibujadas. Mientras las
desfiguraban, otros acólitos de Pablo incendiaban los postes de
pino de Cilicia, símbolos del poder divino.
Ayudado por una docena de desertores, «el Atajo» remató a los
heridos. Un soldado enloquecido se arrojó al Nilo desde lo alto de
la galería cubierta en la que solían meditar los adeptos. Pablo dio
orden de destruir las puertas de los santuarios para que penetrara
la luz en las estancias oscuras.
De repente, se sintió mal. Las miradas de Isis y Sabni
pesaban sobre él. De momento, no les temía; la magia de la gran
diosa no había impedido su conquista. La comunidad había sido
aniquilada; los egipcios ya no celebrarían nunca el culto a la
gloria de los falsos dioses, precipitados en los
infiernos.
Isis apoyó la cabeza en el hombro de Sabni.
–Dame agua, que su frescor calme mi corazón. Gira mi rostro
hacia el norte; él nos enseñará el camino. Lo que hemos atado en la
tierra permanecerá atado en el cielo.
Estas palabras rituales, recuerdo del océano de energía en el
que el alma bebía de la fuente, tranquilizaron al sumo sacerdote.
Temía verla deshonrada y desfigurada; temía no poder evitar el
sufrimiento infligido. Isis permanecía serena; ella le daba fuerzas
para afrontar la última prueba antes de comparecer ante el tribunal
de Osiris.
Pablo fue hacia ellos.
–Arrepentios e implorad el perdón del Señor.
–Tú no eres Dios ni su mensajero.
–Pobre loco… ¿No comprendes que la gran diosa está muerta?
¡Arrepiéntete insensato!
–Tienes razón, Pablo; con nosotros desaparece un mundo que
los dioses habitaban, que sacralizaban con su presencia. No es una
comunidad lo que estás asesinando, sino una visión, un templo
construido hace milenios por una comunión de
pensamientos.
–Asistirás al desmantelamiento del edificio, sumo sacerdote;
perecerá como los adeptos, servidores de las
tinieblas.
–Te equivocas -afirmó Isis-. Sobrevivirá.
Un correligionario advirtió al ermitaño que el barco del
obispo se aproximaba; sin duda el incendio de los postes de los
pilonos, visible desde Elefantina, le había
intrigado.
La victoria de Pablo quedaría incompleta si la pareja
escapaba a la cólera divina.
–¡Que remolquen hasta aquí la barca de la
comunidad!
La orden fue ejecutada en el acto; «el Atajo» obligó a Sabni
y a Isis a subir a la embarcación, situada en el centro de la vasta
explanada, entre el primer pilono y el embarcadero. A lo lejos, la
vela blanca del prelado ondeaba al viento.
A una señal del ermitaño, los soldados prendieron fuego a la
improvisada hoguera.
–Desatadnos las manos -exigió Sabni.
La espada rompió las cuerdas. El sumo sacerdote abrazó a Isis
y la estrechó contra sí.
–El templo no será destruido -repitió ella.
Pablo acechaba su desesperación, esperaba un grito de rabia,
una maldición, una rebeldía ridicula; pero la pareja no se preocupó
por él ni por las llamas que les devoraban. Isis y Sabni se
abrazaron, formando un único ser confundido con lo Incandescente,
nacido de la danza del fuego y del amor de la
diosa.
El obispo se arrodilló ante la hoguera y bendijo los cuerpos
atormentados sin conseguir rezar. Detrás de él, Pablo estalló en
carcajadas.
–El emperador estará satisfecho. Tú sacarás provecho de mi
combate, obispo; para ti serán los honores, para mí las alabanzas
divinas. Lo que no te atreviste a emprender, yo lo he
cumplido.
Teodoro se levantó y golpeó al ermitaño con el báculo. Con la
frente ensangrentada, Pablo retrocedió.
–Tú desfiguras al Salvador; por culpa de los fanáticos de tu
especie la religión difunde la desgracia y la muerte. Ningún dios
podrá absolverte de tus pecados. Malditos seáis por los siglos de
los siglos.
–Gracias a mí, Egipto está libre del mal; ya sólo falta
destruir el templo.
–File permanecerá intacta. Cuando llegue el fin del mundo,
contemplará el alba del último día.
–File debe ser arrasada. ¡Así lo quiere el
emperador!
–Yo transformo este templo pagano en iglesia; aquí celebraré
la misa del domingo. Por todo el imperio se sabrá que Dios ha
elegido como residencia la más espléndida de las
moradas.
Aturdido, el ermitaño se encogió y apoyó la frente en las
losas del pavimento, manchadas con su propia
sangre.
Teodoro, prisionero de una sombra repentina, elevó los ojos y
vio una pareja de ocas salvajes de enormes alas, que dieron vueltas
sobre él antes de emprender el vuelo y fundirse con la
luz.
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05/10/2009
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Mikhail Sharonov, 2006; msh-tools.com/ebook/