Los gruesos labios del artesano se contrajeron. Incapaz de
disimular su confusión, se echó atrás.
–¿Por qué tienes miedo de la gran
sacerdotisa?
–La sorpresa… nunca venís por aquí.
–Inventa una excusa más creíble, hermano mío. ¿Por qué no le
has seguido?
El artesano bajó la cabeza.
–¿Ha sido por miedo a un mundo hostil o es que te has negado
a traicionarnos? Me gustaría conocer la naturaleza de tu alma. ¿Se
comunica con el templo o se esconde en los lagos del
rencor?
El panadero recogió el molde y lo limpió.
–He odiado a Sabni porque nos exigía demasiado. Él, un hombre
joven, trata a sus hermanos mayores como a niños; ni siquiera
solicita sus consejos.
–¿Cuáles serían?
–Renunciar y entrar en el ejército. En Elefantina,
simularíamos convertirnos y nos reuniríamos en secreto para venerar
a Isis. La gran diosa quedaría satisfecha con esta devoción. ¿Acaso
somos capaces de mantener un templo tan vasto cuya mera existencia
atrae sobre nosotros la furia del obispo?
–Te he conocido más combativo. El carpintero y tú rechazabais
toda concesión a la Iglesia y os declarabais listos para
pelear.
–Eramos jóvenes.
–Entonces, ¿no tiene nada que ver con no haberos permitido el
acceso a los grandes misterios?
La expresión del panadero cambió.
–Nuestra vejez nos daba derecho a
conocerlos.
–Es falso y lo sabes. Sólo la perfección de tu trabajo y el
conocimiento de la lengua sagrada abren la última
puerta.
–Es cierto… Pero ¿cómo admitirlo y parar a mitad de
camino?
–Tú eres el único dueño de tu destino. Por tus actos, te
sitúas en la jerarquía del templo y eliges tus
alimentos.
El hermano volvió a tamizar la harina para obtener la finura
deseada.
–He aceptado mis límites; mi rabia se ha extinguido.
Concédeme la alegría de permanecer en la comunidad hasta mi último
aliento y participar en la obra según mis
capacidades.
–Si eso va a darte la felicidad, moldéalo como un pan
caliente y crujiente.
El rostro del artesano cambió. Bajo su aparente indolencia se
adivinaba renacer la convicción.
–Debo informarte, gran sacerdotisa.
Isis temió una nueva traición.
–Ni tú ni Sabni sois conscientes de que la comunidad os ama y
os venera con todo su corazón. Las pruebas la han hecho más madura
y la han reafirmado; creed en ella como ella cree en
vosotros.
El obispo consultó la lista de personas desaparecidas; una
docena de agricultores huidos, incapaces de pagar sus impuestos, y
tres hijos de pastores golpeados por un padre borracho. Estos
últimos habían sido hallados y encarcelados; el prefecto los
juzgaría cuando le pareciera bien. Indiferente a los asuntos
públicos, se encerraba en su morada, soñaba, meditaba y componía
poemas sobre la belleza de Isis. Por la tarde bebía hasta
emborracharse.
El prelado ya no tenía dudas de que Maximino era presa de la
locura. ¿Cómo podía el amor de una mujer degradar a un hombre hasta
ese punto? El pueblo, con una imaginación tan fértil como infantil,
hablaba de un hechizo. Teodoro daba gracias a Dios; por intermedio
de Isis, el Altísimo favorecía sus designios. Siendo el amo
absoluto de la provincia, el prelado arruinaría File, desterraría a
la gran sacerdotisa y salvaría a Sabni.
El obispo tenía la costumbre de leer todos los documentos que
le dirigían: listas interminables de contribuyentes, cuentas de las
deliberaciones de los representantes de las asociaciones
comerciales, informes de gestión de los bancos, cortos mensajes
redactados por sus espías; no descuidaba nada, memorizaba cada
detalle; día tras día redescubría los secretos de su gente. ¿No le
dictaba esta conducta el Señor, El que conocía el corazón de todas
las criaturas?
La descripción de una fiesta celebrada en casa de Apolo le
intrigó. El diácono, autor del informe, anotaba la ausencia de uno
de los hijos del mercader de higos, quien, orgulloso de su
creciente fortuna, había invitado a numerosos amigos con sus hijos.
Varios camaradas de Crestos se habían extrañado. Apolo había
respondido que su hijo había partido a Licópolis, donde vivía su
abuelo. Teodoro verificó este último punto. Le faltaba asegurarse
de que el denominado Crestos se había realmente presentado en las
concesiones que jalonaban la ruta entre Elefantina y
Licópolis.
Durante la primera semana de marzo, la veintena de adeptos
que quedaban en la isla santa prepararon mágicamente la cosecha.
Después de haber celebrado el rito de sublimación del cosmos,
gracias al cual el soplo de vida circulaba entre el cielo y la
tierra, imploraron los poderes del sol atrapados en los cuerpos de
las serpientes. Éstas, deslizándose sobre los campos y filtrándose
entre los cultivos buscando agujeros oscuros donde abrigarse,
fecundaban las espigas. La diosa cobra, la-que-ama-el-silencio,
escuchó las oraciones secretas de los agricultores. Gracias a la
multiplicación de los cigoñales, reparados con los medios de que
disponían, el agua no faltó.
Los cantos se elevaron por toda la isla. Las viejas melodías
y los estribillos contenían veladas alusiones a las divinidades
desaparecidas y a los espíritus bienhechores ocultos en el trigo
maduro. Estos tiempos de esperanza también eran horas de temor:
miedo a una mala cosecha y a rapiñas cometidas por los numerosos
jornaleros procedentes del norte. Por la noche, los campesinos
armados de horcas guardaban sus bienes. Sabni velaba a su lado.
Tras el sabotaje de la gran noria, temía más
agresiones.
File se abandonaba a la euforia. Al cabo de unos días nacería
el hijo de la bibliotecaria; Crestos progresaba a pasos agigantados
en el estudio de la lengua sagrada; Isis percibía un maravilloso
fervor en la conducta espiritual de los adeptos, que, al formar una
comunidad más coherente, liberada de la pereza, marchaba por el
camino de un dios único glorificado desde los orígenes de
Egipto.
¡Cómo le habría gustado a Sabni encontrarse entre ellos, bajo
la sombra de las columnas del templo! Pero los deberes de su cargo
estaban antes que sus deseos. Asegurando la protección del campo,
preservaba la existencia del santuario. Soñaba con el día en que
Crestos estuviera listo para reemplazarle; ese día se convertiría
en un hermano preocupado únicamente por la ofrenda y la pureza del
ritual.
Numerosos haces dorados fueron cargados sobre los asnos que
los transportaban hasta el pueblo. El Estado tomaría su parte y
calcularía el impuesto sobre las cantidades de File. Antes de
ponerse en cabeza del cortejo, Sabni dio la orden de amontonar la
paja con cuidado; durante el invierno, este excelente combustible
permitiría calentar las canalizaciones y obtener una temperatura
agradable en los baños.
Una multitud ruidosa de propietarios y campesinos se
concentró en una explanada; el recaudador Filamón ordenó levantar
pequeños toldos de madera bajo los cuales, resguardados del sol,
los funcionarios procedieron al registro de los haces y calcularon
las contribuciones. Nueve idas y venidas fueron necesarias para
acarrear toda la cosecha. File no sólo estaría bien nutrida, sino
que además podría vender una partida de su trigo. Mientras muchos
agricultores, víctimas de la insuficiencia de la crecida, tenían un
aspecto decaído, Sabni se regodeaba de la generosidad de sus
tierras.
Como cada año, los inspectores del fisco fueron de una
lentitud exasperante; ni un grano escapaba a su vigilancia. Los
haces, soltados uno tras otro, fueron cargados a lomos de los asnos
que inmediatamente se dirigieron a los graneros públicos y a las
granjas privadas. Royendo tortas y cebollas, Sabni esperaba
pacientemente en compañía de otros propietarios. Los escribas
deberían apresurarse si querían terminar antes de que se hiciera de
noche. Pronto, al lado de los despachos provisionales desiertos no
quedaron más que Sabni y un granjero poseedor de un terrenito.
Inquieto, el sumo sacerdote se dirigió al recaudador que comenzaba
a recoger sus cosas.
–Me gustaría saber cuánto debo para llevarme lo que es
mío.
–¿Nombre del propietario?
–Lo sabéis bien: File.
–Voy a verificarlo.
Filamón se entrevistó unos instantes con el escriba, deseoso
de irse de allí.
–Vuestras contribuciones están anuladas. No tendréis que
pagar más que el alquiler de los asnos.
–Es increíble… ¡Mi cosecha es abundante!
–En efecto; pero está reservada al ejército.
–Os equivocáis.
–En veinte años de carrera nunca he cometido un
error.
–File es propiedad privada. Preguntad al
prefecto.
–Si queréis formular una queja, presentadla mañana en mi
despacho.
Cuando, al amanecer, abrieron los locales de la
administración fiscal, ya se había formado una larga cola;
numerosas protestas serían formuladas, pocas contestadas. Cuando le
llegó el turno a Sabni, el inspector consintió en consultar con su
colega, el que había dado la orden de mandar al cuartel la cosecha
del templo. Poco amable, releyó el texto y pareció incomodarse. Sin
dar explicaciones, desapareció para volver algunos minutos más
tarde en compañía de Filamón.
–Mi subordinado ha cometido un error -reconoció el
recaudador.
Sabni respiró aliviado.
–¿Deseáis presentar una queja contra la
administración?
–¿Cuándo tendré el grano?
El hombrecillo se mordisqueaba el dedo
índice.
–Es un detalle problemático… Va a ser muy
difícil.
–¿Por qué?
–Vuestra cosecha ya se ha depositado en los graneros
militares. De hecho, ahora pertenece al ejército. Sería necesario
un decreto episcopal, refrendado por el obispo, para poderla
trasladar.
–Firmarás ese decreto, Teodoro. Tú, un hombre de Dios, no
puedes aceptar una injusticia.
–No te sulfures, Sabni. Se supone que un seguidor de Isis
conserva la calma en cualquier circunstancia.
–Quieres matar de hambre al templo y obligarnos a
abandonarlo, incluso al precio de la ilegalidad que tanto has
combatido.
El obispo sostuvo la mirada de su amigo.
–Dios está por encima de las leyes humanas.
–En tiempo de los faraones, él era la base. Tu dios justifica
con mucha facilidad la malversación de sus
servidores.
–Tu vista es muy corta; los muros del templo la limitan. El
tiempo acabará de abatirlos por tu propio bien, pero yo he firmado
el decreto que restituye tus bienes. Si ya no confías en mí, puedes
llevarlo tú mismo a Maximino.
–Que me atrapará como un perro rabioso.
–Eres un ciudadano respetable que paga sus impuestos. Sin
duda haces bien al no fiarte de Maximino; es un hombre
imprevisible. Ven esta tarde.
Al mediodía, Sabni vagaba por las calles de Elefantina, entró
en una taberna para apagar su sed y se fue a pasear por los
muelles. Se mezcló en las conversaciones en las que aparecía a
menudo el nombre de Isis la curandera, cuya sabiduría sería capaz
de hacer subir las aguas de la próxima crecida. También se hablaba
del exterminio de una escuadra, enviada al sur para localizar los
yacimientos de oro y destruida por miles de blemios; de ahí la
proclamación del estado de emergencia y el refuerzo de las
fortificaciones.
El día tocaba a su fin cuando Teodoro hizo entrar a Sabni en
su despacho. Sobre el escritorio estaba el decreto con la firma del
obispo.
–Maximino se niega a firmar. El trigo de File será para el
ejército. Tú serás indemnizado.
–¿Cuándo?
–Cuando el presupuesto de la provincia sea
firmado.
–¿Qué fecha?
–Quizá a principios del año próximo, quizá más tarde. El
trabajo de los contables se anuncia lento y delicado; no deben
cometer ningún error, bajo pena de sanción. Además, sólo el
prefecto acuerda los daños y perjuicios. Proceso delicado, Sabni,
desde el momento en que la financiación del ejército es
prioritaria.
Más poderoso y determinado que nunca, Teodoro no soltaría su
presa; despojando al templo de sus bienes, lo condenaba al hambre.
El prefecto no era más que un títere en las manos de un prelado
consciente de que la religión de Isis, a pesar de tener un reducido
número de adeptos, estaba ganando terreno. Poco a poco, seducía los
espíritus más recalcitrantes y volvía peligroso a
File.
El embarcadero, por fin.
Con el cuerpo roto y el espíritu débil, el sumo sacerdote
amarró la barca y se derrumbó sobre el borde de piedra. Isis le
ayudó a levantarse.
–Ven rápido; nuestra hermana va a dar a luz.
Franquearon la puerta del primer pilono y se dirigieron al
templo del nacimiento. Siete hermanas, simbolizando las siete
Hathor inclinadas sobre la cuna del recién nacido para concederle
sus favores, formaban un círculo alrededor de la parturienta.
Golpeaban rítmicamente un tambor y salmodiaban un himno al rey
recién nacido, hijo de Isis y de Osiris, con el que se identificaba
el nuevo adepto.
–El sumo sacerdote ha de traer el torno de
alfarero.
Sabni sacó el precioso objeto de la sala del tesoro. Con él,
Jnum moldeaba el mundo cada día y creaba los seres. Olvidando la
fatiga, siguió a Isis, que, manejando un bloque montado sobre un
rodamiento dentado, permitió el acceso a una pequeña estancia a la
que las hermanas condujeron a la bibliotecaria. Con una presión
lateral, la gran sacerdotisa hizo entrar la piedra en un hueco del
muro y camufló la entrada. Dos hermanas acostaron a la futura madre
sobre un lecho de piedras calientes del que se elevaba un humo
perfumado. Isis vertió agua aromatizada con sustancias calmantes.
Una suave luz reinaba en este lugar cerrado donde, en el origen de
los tiempos, había aparecido la gran diosa bajo la forma de una
mujer negra y rosa.
El parto fue lento y doloroso. Cuando Isis se vio obligada a
admitir que el niño estaba muerto, perdió el
conocimiento.
La bibliotecaria murió de pena una semana después. El padre
perdió la razón. Sabni permaneció a la cabecera del esposo, que
durante mucho tiempo se negó a admitir la
realidad.
El destino se revelaba muy cruel; el anuncio de este
nacimiento ¿no habría entusiasmado a Elefantina, a la provincia, a
todo Egipto?
La ternura de Sabni alivió a la gran sacerdotisa de su
desesperación. Negándose a ceder bajo el peso de la desdicha, le
transmitía su fuerza. Si ella se apagaba, la comunidad se
dispersaría. Isis venció su tristeza; cuando reunió a sus hermanas,
consiguió transmitirles nuevas esperanzas. File había perdido un
niño, pero tenía a Crestos. La juventud no abandonaba el
templo.
Aunque el sol desapareció en el reino de las sombras, su
calor perduraba. La suavidad de los atardeceres que los adeptos
pasaban en los jardines que rodeaban el templo se llenaba con las
lecturas de cuentos y poemas. Isis y Sabni eran los últimos en
acostarse, después de haber contemplado la luna y las
estrellas.
–Pronto se acabará el trigo. ¿Por qué nuestro almacén está
vacío si hemos tenido una cosecha excelente?
–El obispo y el prefecto han requisado nuestros bienes. No
nos queda ni una espiga. Deberíamos ser indemnizados, pero nuestra
queja se perderá en el laberinto de la
administración.
–¿Nos privarán de alimentos?
–Mañana volveré a nuestras tierras. El regadío nos ofrecerá
una segunda cosecha antes de la crecida; ningún funcionario podrá
impedirlo.
Los soldados vigilaban el acceso al campo. Ningún campesino
trabajaba allí; sin embargo, habría que haber labrado y drenado la
tierra. – ¿Requisadas? – preguntó a un centinela. – El acceso a
vuestras tierras es libre. – ¿Dónde están los agricultores? – No lo
sé.
–¿Por qué este despliegue de fuerzas?
–Tampoco lo sé. Hemos recibido la orden de montar la guardia.
El resto no nos concierne. – ¿Vuestro oficial? – Ha vuelto al
cuartel.
En Elefantina, en el cuartel del obispo, fue donde Sabni
obtuvo la respuesta. De cara a la próxima crecida, Teodoro se
ocupaba de desatascar los canales principales y reparar los diques
a fin de encauzar las aguas hacia los embalses. Había destinado
numeroso personal a una tarea que duraría al menos diez meses;
tapar brechas, sanearlos, exigiría un trabajo
intensivo.
Entre los obreros agrícolas obligados a abandonar su trabajo
habitual figuraban aquellos que dependían de File.
–El obispo acepta recibiros -anunció el ordenanza. Condujo a
Sabni a un jardincillo interior donde Teodoro cultivaba plantas
medicinales. Arrodillado, rociaba unas matas de salvia. – Me has
quitado a todos mis empleados. – La necesidad hace la
ley.
–¿Los otros propietarios han sufrido la misma suerte? – ¿Eso
qué importa?
–¿Mis protestas tienen alguna posibilidad de llegar a buen
término?
–No. La leva es legal y el servicio al Estado un deber
imperioso. – Impides que consiga una segunda cosecha. – Me preocupo
por el interés general mejorando el sistema de riego de la
provincia. ¿Me lo reprochas? – Tú sirves a tu dios, Teodoro. El
obispo arrancó una mala hierba.
–Yo quiero la felicidad de Elefantina. Sus habitantes deben
colaborar, tanto los adeptos de Isis como el
resto.
–¿Qué quieres decir?
–Para alzar los viejos diques a buena altura, necesito muchos
hombres. Los inactivos no holgazanearán más, empezando por los
habitantes de File.
–¿Cómo tú, un sacerdote, te atreves a hablar así? Ningún
religioso saldrá de la isla. ¿Acaso ignoras que trabajamos para
hacer circular la energía divina y hacerla perceptible sobre esta
tierra?
–No hay sacerdotes en File, sino desocupados. Si quieren
comer, que participen en las faenas.
–Eres cruel.
–No tengo elección, Sabni. Interrumpe este calvario
renunciando a tus errores y siguiendo a Cristo. Conocerás la
felicidad completa.
–Un cobarde y un perjuro… ¿Lo aceptarías tú como
amigo?
–La misericordia de Dios es infinita. Tu pasado ya no
contaría.
Teodoro se levantó y cogió a Sabni por los
hombros.
–No me obligues a adoptar medidas más
penosas.
–Yo no, no tengo elección.
Sabni no ocultó nada a la comunidad reunida en el patio
situado entre los dos pilónos. File no conservaba más que las viñas
y una tierra árida que producía un poco de mijo. Gracias a la venta
de objetos antiguos, el templo disponía de algunas piezas de plata
que le permitirían comprar trigo, pescado seco y fruta. El sumo
sacerdote iría a la ciudad a negociar.
–Tu rostro es muy conocido -intervino el especialista en
ungüentos, un viejo cascarrabias a quien nadie había oído
pronunciar palabra fuera de las liturgias-. Los chivatos se negarán
a venderte víveres. El obispo ha debido de prometerles los peores
castigos financieros si comercian con el templo. Iré yo. Hace
cuarenta años que no salgo de la isla. Mis antiguos amigos son
ricos y respetados, poseen tierras y rebaños; obtendré mejores
precios y alquilaré asnos y barcos.
–Los soldados te interrogarán.
–Cuando quieran darse cuenta será demasiado tarde. Embarcaré
por el lado del desierto y llegaré a File por el norte. Nadie
utiliza aquella ruta.
Isis se interpuso.
–Es muy arriesgado.
–¿Y cuándo no lo será? Tengo la costumbre de obedecer y
callar. Esta vez, impondré mi voluntad porque está de acuerdo con
la Regla.
–¿Eres tú quien tiene que juzgar?
–El sumo sacerdote debe salvaguardar la comunidad tanto en el
interior como en el exterior. Que delegue sus funciones para
afrontar el mundo profano. Dentro de tres días volveré con las
provisiones.
Isis interrogó a Sabni con la mirada. Sabni agachó la cabeza.
El especialista en ungüentos le saludó y, con paso decidido, se
dirigió hacia el embarcadero.
Una hermana muy flaca, de rostro afilado, se situó en la
primera fila.
–Yo voy con él.
–Es mejor que nuestro hermano vaya solo; tu salud es
frágil.
–No comprendes, Isis. Aprovecho el viaje para abandonar la
comunidad; entre estos muros, la existencia se está volviendo
imposible. El obispo, el prefecto, los cristianos nos acosan. Entre
todos nos harán morir de hambre y abandonar la
isla.
–Has ofrecido tu vida a la gran diosa, bajo
juramento.
–Ella ya no nos protege de la venganza de nuestros
enemigos.
–¿Recuerdas la suerte reservada a los que
huyeron?
–Yo no huyo. Quiero sobrevivir. Ellos cometieron el error de
partir en grupo. Sola, pasaré desapercibida.
Sabni contuvo el puño de Crestos, que había montado en
cólera. La hermana se dirigió hacia el pilono donde Faraón,
representado como un gigante, mantenía en tierra a su
enemigo.
–Todo esto no es más que una leyenda. Pronto una ruina. En
menos de un siglo la humanidad habrá olvidado que un templo se
levantaba aquí. Nuestro heroísmo es ridículo y vano; deberíais
seguirme.
Corrió hasta el barco al que el especialista en ungüentos
acababa de subir. Isis cerró los ojos y se abrazó a
Sabni.
Cuando volvió a abrirlos un dulce gozo templó su ánimo; nadie
había seguido a la hermana de rostro afilado.
La mano de Isis se posó sobre el pecho de
Sabni.
–De nada sirve torturarse. Nuestro destino está en manos de
la diosa. No somos más que la arcilla y la paja con que ella
construye la obra de su corazón.
–¿Cómo no soñar con el pasado? Hay tanta fuerza en nosotros,
tanto deseo de hacer vivir el espíritu… ¿Por qué esta decadencia?
¿Por qué el mundo corre hacia su perdición?
–Quizá es sólo una ilusión.
–¿Olvidarías la predicción del Libro del nuevo amanecer? «Yo
destruiré lo que he creado -anuncia el Principio-. Este país
volverá a su estado primitivo, el del océano primordial, y
recobrará la forma de ola. Yo soy el que morará, en compañía de
Osiris, cuando me haya transformado de nuevo en serpiente que los
hombres no pueden conocer y que los dioses no pueden
ver.»
–Te refieres sólo al aspecto más sombrío de la profecía. Para
el que resucita en Osiris se reserva la vida eterna. Es nuestra
función, Sabni: prepararnos durante la vida para la resurrección.
Mientras la sabiduría de los grandes misterios sea transmitida, el
espíritu perdurará. Nuestra tradición es el futuro de la
humanidad.
–Teodoro nos ha sitiado.
–Él nos obliga a despertar nuestras energías más
secretas.
Sabni la abrazó.
–¿Eres indestructible, Isis?
Sus cuerpos armonizaban perfectamente. Unidos formaban un
solo ser. Un rayo de sol iluminó una escena de ofrenda y les bañó
con su calor.
Un grito de socorro les arrancó de su éxtasis. Inclinándose
por una almena abierta en la muralla, Sabni vio a un nadador que se
debatía sujeto a los restos de una balsa. El sumo sacerdote corrió
hasta el embarcadero y se tiró al agua. En pocas brazadas alcanzó
al náufrago y lo llevó hasta la orilla. La comunidad se reunió
alrededor del recién llegado; tras vaciarle los pulmones de agua,
recobró la respiración.
–¿Quién eres?
–Me llamo Jonsu y trabajo en una de las granjas del obispo;
he huido porque no puedo pagar los impuestos. Si los soldados me
atrapan me enviarán a trabajos forzosos. Concededme vuestra
hospitalidad, ¡ocultadme!
–¿Te han seguido?
El sonido de una trompa le dio la respuesta. Dos barcas
carga: das de hombres armados se dirigían hacia la isla santa; los
remeros avanzaban con rapidez.
–¿Quién te ha denunciado?
–Mi sobrino. Cometí un error al confiar en él; el obispo le
dará una buena prima.
Teodoro no consentía el delito de fuga, ya que suponía que
mucha tierra quedaría sin trabajar; demasiados gobernadores de la
provincia toleraban la dejadez.
–Protegedme -imploró Jonsu.
–Registrarán la isla.
–¡Pero no el templo! El ejército teme a
Isis.
–Estamos sometidos a una Regla -recordó Sabni-. Si quieres
que muramos por ti, danos tu vida. Conviértete en seguidor y
derramaremos hasta la última gota de nuestra sangre para
defenderte.
El campesino observó enloquecido cómo se acercaban las
barcas. De una de ellas bajó el capitán Mersis; el oficial ordenó a
sus soldados que no se movieran.
Sabni fue a su encuentro. Se entrevistaron en medio de la
gran explanada.
–Qué feliz me siento al ver File de nuevo.
–Qué feliz me siento al volver a verte, Mersis; no tenemos
derecho a darnos un abrazo.
–El asunto es serio, lo sabes. Debo volver con el
fugitivo.
–Y yo debo proteger la vida de un hermano. Mersis se rascó la
cicatriz que le atravesaba la mejilla derecha.
–Me temo que entiendo tus palabras. Estoy obligado a
deteneros a todos y a decretar la ocupación de la
isla.
–Nos negaremos a seguirte.
–Yo no utilizaré mi espada contra ti.
–Será lo mejor.
–Prefiero volverla contra mí mismo.
–Dios te lo impide. Él es el único que puede decidir nuestra
muerte.
El viejo soldado contuvo las lágrimas. Mataría a aquel
maldito desertor y se llevaría su cadáver.
–Quiero hablar con ese tal Jonsu.
Como si el sumo sacerdote hubiera leído los pensamientos del
capitán, se puso delante del campesino, al lado del cual estaba
Isis. Mersis no podría intentar nada sin arriesgarse a herir a sus
queridos amigos.
–¿Eres un adepto?
Jonsu temblaba.
–No…
–¿Te has comprometido a serlo y a ofrecer tu vida a la gran
diosa?
El campesino contempló a la gran sacerdotisa, después a Sabni
y al capitán Mersis.
–¡No! ¡Soy cristiano y creo en el verdadero
Dios!
Mersis lo cogió bruscamente por el brazo y lo atrajo hacia
sí.
–¡En ese caso, ven aquí, buen mozo! Tendrás que confesar por
haber osado hollar el suelo del templo pagano. ¿No sabes que esto
es el infierno?
Con puño de hierro, Mersis empujó al desertor hasta una
barca,
donde fue encadenado.
El capitán, con la frente perlada de sudor, volvió adonde se
encontraba Sabni.
–Isis nos protege. Este criminal será entregado a la
justicia.
–Si hubiera consentido…
–Una revuelta ha estallado en Menfis. Si los insurgentes
supieran que File continúa celebrando los ritos, su ardor se
duplicaría. Es necesario unir el norte y el sur, como en otro
tiempo. Envía un mensaje, Sabni; conviértete en el jefe espiritual
que Egipto espera.
Teodoro apartó los informes que le habían dirigido los
encargados de las concesiones que había entre Elefantina y
Licópolis. Ninguno mencionaba el paso de un joven llamado Crestos.
Así que Apolo, su padre, había mentido.
El obispo profundizó en este asunto demasiado tarde, ya que
un grave acontecimiento requería su intervención: en Menfis, la
antigua y prestigiosa capital de los constructores de pirámides, un
clan de fanáticos anunciaba el apocalipsis. A causa de los pecados
y la impiedad de los cristianos, el fin del mundo se acercaba. La
guardia bizantina tenía dificultades para controlar a los
agitadores que, afortunadamente, se movían sin orden ni concierto.
Entre sus reivindicaciones absurdas figuraba la libertad de culto.
Si se enteraban de que el templo de File no estaba definitivamente
cerrado, el movimiento se volvería más fuerte.
¿Por qué sometía Dios a sus servidores a tales pruebas? El
paganismo renacía sin cesar y los demonios resurgían cuando los
creían exterminados.
Un mal cristiano habría acusado al Altísimo de indecisión;
pero un obispo veía en estos acontecimientos una forma indirecta de
reforzar la fe derramada sobre toda la tierra.
Teodoro debía poner manos a la obra para que el diablo no se
apoderase del alma de Sabni.
Crestos se embriagaba con la noche del templo. Mientras los
adeptos dormían, incluidos los viejos vigilantes apoyados en su
bastón, el muchacho iba a sentarse sobre la orilla, de cara al
islote de Bigeh, dominio del silencio eterno de Osiris. En
Elefantina, los ancianos hablaban todavía con temor respetuoso de
los misterios que celebraban la unión del dios y la diosa. Desde
los orígenes de Egipto y la subida al trono del primer faraón, los
labios de los iniciados permanecían cerrados. Nadie había levantado
el velo tendido sobre el ritual cuyas fases señalaban la
resurrección de Osiris, juez de los humanos y modelo de su vida en
el más allá. En el momento presente, Crestos conocía el más grande
de los secretos: el amor infinito de Isis, capaz de introducir la
vida en el corazón de la muerte. Para descubrir al dios, había que
pasar por la diosa.
A su izquierda, un rayo de luz intrigó al joven adepto. ¿El
reflejo de una estrella fugaz sobre el agua? Cuando volvió a verla,
sobre el templo de Nectanebo, ya no le cupo la menor duda de que
alguien movía una lámpara.
Se desplazó sin ruido y pronto identificó a la hermana que se
ocupaba de aquella extraña tarea: Auré, la ritualista. Enviaba
señales y las repetía a intervalos regulares. Crestos, después de
haber observado la orilla de enfrente y comprobado que de allí no
partía ninguna señal, intervino.
–¿Con quién tratas de comunicarte?
Sorprendida, Auré dejó caer la lámpara, que desapareció en
las sombrías aguas.
–¡Me espiabas, bribón! ¡Apuesto que por orden de
Sabni!
–No me insultes, hermana, y respóndeme.
–Nada me obliga a hacerlo.
Crestos avanzó, asustando a Auré.
–¿Osarías poner tu mano sobre mí?
–Los traidores me dan un asco insoportable.
Habla.
La ira del joven era manifiesta. La ritualista no tomó la
amenaza a la ligera.
–Yo… no podía dormir.
–¿Y la lámpara?
–La necesitaba para no romperme el cuello.
–Conoces estas rocas mucho mejor que yo.
Los sollozos sacudían la voz de Auré.
–No puedes comprender.
–Ayúdame: tu sinceridad me abrirá el
espíritu.
–Todas las noches intento reunirme con aquellos que
partieron. Su ausencia me resulta insoportable.
–¿Acaso ignoras que han sido encarcelados o
deportados?
–Me niego a creerlo. Si alguno de ellos ha conseguido
escapar, intentará advertirnos y podré ver su
señal.
–¿No sería mejor que olvidaras esa ilusión?
Auré tembló, emocionada.
–Las hermanas desaparecidas eran mis mejores amigas. Sin
ellas, el templo me parece vacío. La Regla exige que venza mi pena,
pero no puedo. ¿Puede tu juventud comprenderlo?
–Tú misma has dicho cuál es tu deber.
El hermano lavandera, que se había ofrecido voluntario para
llevar a Menfis el mensaje de Sabni, pensaba sacar provecho de la
situación. En cuanto el sumo sacerdote proclamara la soberanía
espiritual de File, volvería a encenderse la llama de la antigua
fe; con su proclamación, Sabni uniría Menfis y las ciudades del
Delta, reanimando así la voluntad de independencia escondida en
todos los corazones egipcios. Reunida la comunidad, Sabni leyó el
texto dirigido a los rebeldes del Bajo Egipto:
«No estáis solos; la gran diosa os inspira. En la isla santa
subsiste una comunidad consagrada al cumplimiento de la Regla
ancestral y alimentada por la tradición
imperecedera».
Sabni propuso reunirse con el jefe de los insurrectos en un
pueblecito de la provincia de Fayún.
El lavandera estrechó contra su pecho el preciado papiro
lacrado con el sello del templo, en el que se distinguía el rostro
de Isis entre el sol y la luna. La inquietud hizo presa en él
cuando, en la salida septentrional de Elefantina, vio un número
extraordinario de soldados rodeando la cabaña y el fielato. Habían
registrado a todos los viajeros, a los que ahora asaeteaban con
preguntas. El hermano preguntó a un arriero de
asnos.
–¿Qué ocurre?
–El obispo ha prohibido toda correspondencia entre la
provincia y el exterior. El ejército intercepta las cartas y
detiene a los autores que considera subversivos.
El lavandera salió de la cola de espera y deshizo lo andado.
Nervioso como estaba, arrolló a un funcionario encargado de los
graneros, que le increpó con violencia. El incidente atrajo la
atención de un soldado.
–¡Eh, tú! ¡Acércate!
El hermano puso pies en polvorosa, despavorido. Satisfechos
por haber identificado a un sospechoso, dos soldados se lanzaron en
su persecución. Pronto le pisaron los talones. Ya sin resuello,
rasgó el papiro y pisoteó el sello, logrando destruir el mensaje en
el momento justo en que un golpe en la cabeza le hacía perder el
conocimiento.
Con la paciencia propia de un hombre acostumbrado a manejar
innumerables documentos, Teodoro logró recomponer el mensaje con
los trozos de papiro encontrados. No le supuso ningún esfuerzo
identificar el sello del templo y la hermosa escritura de Sabni,
que se asemejaba a la de los mejores escribas del Imperio Antiguo.
Su letra cursiva, fruto de una práctica rigurosa, respetaba la
forma primitiva de los jeroglíficos. El obispo se alegró de volver
a leer este lenguaje abstracto y carnal al mismo tiempo, en el que
los símbolos se tornaban palabras. ¿No lo llamaban la «palabra de
los dioses»?
«Ilusiones», protestó el prelado, furioso consigo mismo. El
hermano lavandera había muerto desnucado. Nadie podía reprochar a
los soldados que obedecieran órdenes y menos ahora que habían
cortado de raíz una conspiración contra la seguridad del Estado. El
sumo sacerdote de File, según los fragmentos de la carta, lanzaba
un llamamiento real a la rebelión. Teodoro poseía una prueba contra
él de excepcional importancia, susceptible de condenarle a un fin
infame. Su continua vigilancia le evitaba problemas mayores, como
por ejemplo una guerra civil que le proporcionaría recompensas y
promoción: el emperador confiaría al prelado el gobierno del Alto
Egipto antes de reclamarlo para cargos más elevados. Bizancio, que
podía llevar al grado de refinamiento más sutil el arte de la
conspiración, apreciaba a los estrategas capaces de hacerla
fracasar.
Teodoro pasó toda una noche en lucha consigo mismo; unas
veces vencía el hombre de Dios, otras, el amigo. Al preconizar la
rebelión, Sabni pisoteaba su confianza; al proclamar su legitimidad
espiritual, actuaba con la firmeza de un mártir. Comprender,
rebelarse, perdonar, firmar la orden de arresto… Teodoro, en
cuestión de segundos, pasaba de la duda a la determinación, para
finalmente retractarse de su decisión última. La inspiración
celestial que guiara su conducta no aparecía por ningún
lado.
A la mañana siguiente convocó a sus
secretarios.
–He examinado estos fragmentos y no he encontrado nada
interesante. En su conjunto resulta incomprensible. Parece que sean
cálculos privados. Haréis constar que el fallecimiento de este
individuo fue accidental. Sería inútil abrir una
investigación.
El obispo quemó los restos del papiro. Sabni ya no tenía nada
que temer. Dios le protegía.
El especialista en ungüentos bebía cerveza fresca en la
taberna situada cerca de la entrada del mercado. El cansancio le
parecía fácil de soportar, pese a que hacía dos noches que no
dormía; en todas partes había tenido una buena acogida. Su calidad
de sacerdote de Isis no molestaba a sus viejos amigos; por el
contrario, despertaba en ellos un interés complaciente. Ya que el
adepto pagaba bien, ¿por qué no venderle lo que pedía? Que el
templo pagano prosperara quedaba fuera del ámbito meramente
comercial. Así que logró reunir mercancías, bestias de carga y
embarcaciones ligeras. Un campesino y dos barqueros, después de
cobrar copiosas sumas, le ayudaron a pasar a las orillas de la
isla.
Cuando la escuadra entró en la taberna volcando una mesa a su
paso, el adepto sintió un nudo en la garganta. Iban por él. Hasta
ese momento no supo lo que era el miedo. Cuando el guardia le
increpó mantuvo la mirada alta.
–¿Eres sacerdote de Isis?
–Tú lo has dicho.
–¿En qué consiste tu trabajo? ¿En hacer
ungüentos?
–Sí, tengo el honor…
–¿Llevas dos días en Elefantina?
–¿Por qué habría de negarlo?
–Entonces, sigueme.
–¿De qué se me acusa?
El rictus del guardia expresó un placer
lujurioso.
–De haber seducido y violado a una
cristiana.
–A mi edad. ¡Eso es absurdo!
–El placer no tiene edad. Levántate y no intentes
huir.
El hermano obedeció.
–¿A quién se supone que he intentado
seducir?
–¿Te burlas de mí?
–¿Cómo se llama?
–Para proteger su honor, no debo
mencionarlo.
–¿La habéis visto?
–Te ha denunciado en casa del obispo y te ha descrito con
mucho detalle… Ya no tan joven, pero aún atractiva con su curioso
rostro afilado.
La isla santa se hallaba aislada del resto de Egipto. Un
mensaje de Mersis puso al corriente a Sabni de la muerte del
hermano lavandero y de la supresión de la correspondencia. Los
insurrectos de Menfis ignorarían la existencia de la comunidad de
File y verían cómo su revolución se perdía entre disputas internas.
El sueño de una gran revolución que perturbara la paz de Egipto se
rompía en pedazos.
Otra noticia funesta entristeció a los adeptos. Detenido por
violar a una cristiana, habían condenado al especialista en
ungüentos a ser lapidado. Como se trataba de un pagano que se
negaba a renegar de su fe, el viejo castigo había vuelto a entrar
en vigor.
–Iré a ver al obispo y conseguiré su perdón -afirmó
Isis.
–Intentará humillarte -objetó Sabni.
–Besaré sus manos si es preciso. La vida de un hermano está
enjuego.
Teodoro recibió con deferencia a la gran sacerdotisa, vestida
con una túnica de lino verde claro. Poco maquillada y con los pies
enfundados en sandalias adornadas con perlas, Isis hacía gala con
orgullo de su ilustre linaje; en ella seguían viviendo reinas y
grandes sacerdotisas.
–Estaba convencido de que haríais este
viaje.
–Entonces sabréis qué me ha traído aquí.
–La denuncia ha sido declarada información reservada por los
miembros del despacho del prefecto. Es un tribunal de excepción el
que ha condenado a vuestro hermano. En este terreno, no tengo
ninguna influencia. La ley es la ley; una falta tan grave ha de ser
sancionada sin piedad. Los faraones no se mostraban indulgentes con
los violadores, ¿verdad?
–¿Quién va a creer que un viejo sacerdote haya caído tan
bajo?
–Demasiados años en la isla le habrán cambiado el espíritu. A
menudo, las personas recluidas ceden al deseo exacerbado por una
abstinencia mal llevada.
–Vos sois el señor de la provincia. Nuestras antiguas leyes
prohibían a una criatura de Dios levantar la mano contra otra
criatura de Dios.
–Un pagano es una criatura del diablo. Este acto innoble así
lo demuestra.
Isis comprendió que ningún camino la llevaría al corazón del
juez, por lo que fingió someterse a sus designios.
–¿Qué deseáis?
–Que abandonéis la isla y os separéis de
Sabni.
–Si acepto, ¿respetarán la vida de nuestro
hermano?
El obispo no respondió. Dejó que Isis interpretara su
silencio.
–¿Puedo verle?
–Su celda no es de las más cómodas. No sé si una mujer de
vuestro rango…
–Es preciso que lo vea.
Agazapado en un rincón de la húmeda fosa en que le habían
encerrado, el especialista en ungüentos tarareaba el canto del
boyero que, cuando atravesaba un vado, obligaba a inmovilizarse a
los cocodrilos y a los espíritus malignos escondidos bajo las
aguas. En cuanto vio a Isis, se levantó y se arrodilló ante
ella.
–No os quedéis; debéis guardar un recuerdo mejor de vuestro
hermano.
–Permíteme que te salve.
–¿Cuánto vale mi existencia?
La gran sacerdotisa se lo reveló.
–Demasiado cara. Sólo soy un viejo que aspira al reposo
supremo; desde luego, habría preferido morir en la isla; pero ni
siquiera el más sabio puede elegir su destino. No me deshonréis
cediendo a las exigencias del obispo.
–¿Sabes…?
–¿La lapidación? Temo al sufrimiento, pero será breve: mi
cabeza no resistirá mucho tiempo las piedras. Ver cómo triunfa
Teodoro sería una herida mucho más cruel que morir. No creo haber
exigido nada después de que me admitieran en el seno de la
comunidad; por desgracia, he dilapidado su fortuna al fracasar en
mi misión. ¿Qué importa el castigo? Sólo os pido que salvéis a
File.
–La vida de un hermano…
–… tiene menos valor que la vida de un templo. Así lo dice
nuestra Regla. Vuestra misión consiste en proteger el espíritu y
transmitirlo. Durante toda mi vida he servido a la Regla con
fidelidad; ¿por qué traicionarla ahora con mi muerte? Nos
volveremos a ver en el más allá.
Isis besó a su hermano en el rostro cubierto de
polvo.
Crestos debería haberse acercado a la casa de Sabni para
revelarle todo el asunto; pero el remordimiento refrenó sus ganas;
no le agradaba convertirse en delator; si se equivocaba, una
hermana quedaría mancillada para siempre. Desde su primer
encuentro, Auré le había parecido antipática y desde entonces no
habían dejado de enfrentarse; lo que debía hacer era no dar tanta
importancia a sus enfrentamientos, acallar sus sentimientos
profanos y llevarse bien con la ritualista.
La posible conversión de Auré le hizo soltar una sonora
carcajada. ¡Cuánta vanidad! ¡Él, Crestos, descubriendo una
conspiración! Sabni no era tan ingenuo como para pasar por alto los
tejemanejes de una hermana; si toleraba su comportamiento sería por
sus inofensivos efectos. Dolida, perdida, Auré sólo buscaba la
imagen desvanecida de su pasado.
La ritualista desconfiaba. A partir de ahora no encendería la
lámpara; aunque estaba segura de que el maldito Crestos no la
espiaba, sólo encendía la mecha cuando se hallaba junto a la
orilla. El chico era capaz de pasar desapercibido detrás de un
bloque de granito o de una columna; también tomaba múltiples
precauciones antes de indicar su presencia a la hermana de rostro
afilado que, tarde o temprano, acudiría a la cita para anunciarle
que el camino estaba despejado. Auré no conocía a nadie más en
Elefantina; su aliada le procuraría alojamiento y trabajo y le
indicaría la forma más rápida de convertirse y de evitar un
encuentro con la población.
La insensible ritualista se moría de miedo. Le espantaba
salir de File; allí percibía el menor latido. Fuera de este
universo, una miríada de peligros la acechaba; se sentía incapaz de
hacerles frente ella sola. Sentimientos contradictorios se agitaban
en su interior; por una parte, deseaba volver a la tierra profana;
por otra, se aferraba al templo. La ausencia de su amiga la
angustiaba y, sin embargo, temía su aparición. A medida que se
acercaba el momento del exilio definitivo, recordaba los
maravillosos momentos vividos con Isis, cuando ambas eran más
jóvenes, despreocupadas de lo que el porvenir les tenía reservado;
junto a la futura gran sacerdotisa, los días eran transparentes y
ligeros. Si la boda con Sabni no se hubiera producido, el santuario
estaría protegido por una paz oscura, alejado de las pasiones y de
las guerras.
Permanecer en la isla sería un desatino. Todas las noches
Auré agitaba la lámpara dirigida a su hermana
liberada.
La hermana de rostro afilado salió de la cama de Apolo.
Normalmente, el mercader de higos prefería mujeres más jóvenes;
pero ésta se le había pegado como una sanguijuela, empleando todas
las armas de la seducción. Un comerciante que se preciara de ello
no desperdiciaría una buena ocasión; sin embargo, Apolo se
arrepintió de no haber discutido el precio antes. A veces, su
carácter impulsivo le perdía.
–¿Cuánto quieres?
–No quiero dinero.
Apolo frunció el ceño. La mujer no era una
ramera.
–No tengo intención de verte otra vez,
hermosa.
–Ayúdame a salir de la ciudad.
–No es fácil. Hay soldados que vigilan los caminos y
comprueban la identidad de los viajeros.
–Dame un nombre y déjame formar parte de uno de tus convoyes
de mercancías. No pido nada más.
–¿Quién eres?
–Nadie que importe. Pero tú eres un rico comerciante con un
corazón generoso.
–No me crearás problemas…
–Obtendrás mi silencio y te juro que no volverás a oír hablar
de mí.
–¿Me lo juras por Cristo? La hermana dudó un instante. – Te
lo juro por Cristo.
La fama comercial de Apolo no se empañaría porque esta mujer
proclamara haber compartido el lecho con él. Todos en Elefantina
sabían que el mercader tenía un temperamento vivo y que no
menospreciaba a las transeúntes, fueran nubias o no. Pero los
modales de esta mujer, sumados a su aspecto noble, le hacían
sentirse incómodo. Fría como un témpano, incapaz de manifestar
ningún placer, la comedia que representaba resultaba tan mezquina
como desmañada.
Apolo consideró que sería preferible denunciarla a Mersis.
Aumentar su prestigio ante el capitán representaba una ventaja
segura; un día u otro, el soldado de gesto huraño y severo subiría
en el escalafón y se acordaría de los servicios prestados.
Aprovechando el próximo reparto de frutas en el cuartel, el
mercader le propondría compartir uno de los beneficios ocultos que
hacían el encanto de la profesión.
Mersis detuvo a la hermana aquella misma noche. Enloquecida,
subió al pretil de la terraza e intentó precipitarse en el vacío;
un soldado le cogió la pierna y la obligó a arrodillarse temblorosa
ante el capitán.
–¿Cómo te llamas?
La hermana ocultó el rostro entre las manos; Mersis la cogió
por las muñecas y descubrió los rasgos.
–Una hermana de File -murmuró contrariado-. ¿Qué haces en
este burdel?
–…busco un hombre rico.
–¿Para qué?
–Para que me ayude a salir de la ciudad.
–¿Sola?
–Claro.
–No te creo.
La hermana irguió la cabeza y su rostro pareció más
alargado.
–¿Acaso imaginas que he organizado una evasión en grupo? La
comunidad me trae sin cuidado. Me ha robado la juventud. Nadie ha
sabido reconocer mi talento. Yo habría podido ser médico,
ritualista, gran sacerdotisa… En lugar de eso, Isis me ha
encasillado en tareas secundarias. ¡Y la imbécil de Auré confía en
mi ayuda! ¡Yo huyo sola! ¿Me entiendes? ¡Sola!
Horrorizado, el capitán la confió a sus hombres. La mujer le
tendió los brazos.
–No me abandones… Soy dulce y hermosa… ¡Disfruta cuanto
quieras de mi cuerpo y libérame!
Mersis se hizo el sordo.
Dos días después, la hermana de rostro afilado atravesó la
frontera de la provincia encadenada al carro del oficial, camino de
Asia. Un momento antes de la primera parada la hermana se lanzó
bajo las ruedas y quedó aplastada.
En el momento en que murió, Auré agitaba su lámpara
escrutando las tinieblas.
Mersis comprobó los remos y el estado del casco. ¡Extraña
misión la que le habían encomendado! Los subalternos habrían podido
llevarla a cabo; pero las órdenes de Narses no se
discutían.
Cuando el general lo miró con insistencia, el capitán perdió
la serenidad. Los ojos acusadores del soldado, cuya mutilación no
alteraba su fuerza, presagiaban una catástrofe.
Habían denunciado a Mersis.
–Tranquilízate, capitán. Nadie lo sabe excepto
yo.
–General…
–No intentes mentirme; sólo conseguirías darme lástima. De
modo que eres aliado de File y arriesgas tu vida por salvar a un
templo que todo lo condena. Entonces, ¿sigues siendo
pagano?
–No, soy cristiano. Creo en un solo Dios Todopoderoso, en la
resurrección de la carne y en el paraíso; pero mi Dios es amor,
tolerancia y bondad. ¿Por qué iba a exigir nuestro Dios la
destrucción de una comunidad sagrada, de un santuario en el que se
venera el principio creador y de ritos que perpetúan nuestra
tradición?
–Nuestra tradición… eres un cristiano insólito. Te comprendo,
Mersis. Yo también la he visto. No es una mujer, sino la gran
sacerdotisa de File. A través de ella se manifiesta Egipto y sus
misterios. Su imagen fascina, no como la de una diablesa, sino en
forma de una luz cálida en el adormecer del verano; lleva el reposo
al alma, despierta sensaciones desconocidas, un deseo de lo
universal, una sed de cielo y de sol. Tú, discípulo de Cristo,
sigues enamorado de la gran diosa.
Narses embarcó.
–Te envidio, Mersis. De cada parcela de tu ser emana la
grandeza de esta tierra en la que has nacido. Yo empiezo a
descubrirla ahora contemplando su nacimiento: la catarata. Dentro
de unos siglos podremos dialogar.
–General, ¿cómo…?
–¿Cómo he calado en lo más profundo de tu ser? No has
cometido ningún fallo. ¡La práctica de mando, capitán! Mi ojo vaga
por todas partes. Observo a todos los hombres sin quererlo. Una
actitud extraña, un comportamiento insólito… eso es lo que me
sorprende y, a menudo, descubro un desasosiego que he de disipar
para mantener la moral de las tropas, mi única preocupación hasta
hace poco. Me fijé en ti cuando Isis curó a los enfermos. No la
mirabas como un soldado, sino con la deferencia propia de un
adepto. Cuídate, Mersis, y que los dioses te
protejan.
El general hundió los remos y se alejó de la orilla. El
corazón del capitán latió con fuerza durante mucho
tiempo.
El escultor había conferido a la esposa de Osiris delicados
rasgos y una expresión plácida, parecidas a las de Isis. La gran
sacerdotisa, encarnación simbólica de la diosa cuyo nombre llevaba,
¿no era la que resucitaba la comunidad?
Al amor del esposo se unía la admiración del sumo
sacerdote.
¿De dónde le venía a Isis el valor de plantar cara a la
adversidad, sino del conocimiento de lo divino? Ella se olvidaba de
sí misma para preservar a la comunidad de la desesperación. La gran
sacerdotisa poseía una alegría contagiosa; en su presencia, el
mundo sonreía. Hermanos y hermanas se aplicaban a sus ocupaciones
como si los acontecimientos se estrellaran al pie de la fortaleza
del alma, como si ninguna desgracia pudiera franquear la puerta del
templo.
Crestos se multiplicaba, cocía el pan, lavaba los vestidos
rituales, fabricaba ungüentos. Tabajaba muy deprisa, quemaba,
despedazaba, pero las ceremonias del culto se desarrollaban con
dignidad sin que la presencia divina careciese de las ofrendas
cotidianas.
Sabni subió por la escalera que daba acceso a la cima del
primer pilono; Isis, de brazos cruzados, con los cabellos
alborotados por el viento del norte, miraba el islote rocoso de
Bigeh, el territorio sagrado donde reposaba
Osiris.
Abrazó a su esposa. El tacto de la piel perfumada le
proporcionó una indecible sensación de felicidad. Su deseo se
mezclaba con la veneración por el ser radiante que animaba el
cuerpo de mujer que las divinidades habían modelado a la
perfección. La luz del mediodía incidía con violencia sobre el agua
y las orillas del río, aislando el templo y volviéndolo
inaccesible. Por su culpa, durante siglos ningún ejército había
osado abatir estos muros que no defendía ningún guerrero. El eterno
fundador de la obra, Imhotep, había rodeado la isla de un círculo
mágico. Venerado en un pequeño santuario, al sur de la puerta de
Evergetes, era el creador de la primera obra monumental de la
civilización egipcia, la pirámide escalonada de Sakkarah, y de la
última, el templo de File. Durante cuatro milenios, un único
arquitecto, reencarnado de generación en generación, había
construido las moradas de la eternidad.
A los pies de la pareja se desplegaba el dominio de Isis. Al
gran patio, abierto a los rayos del sol, sucedía la sala de
columnas, débilmente iluminada por las claraboyas; más allá, el
Trono venerable se iluminaba únicamente con la claridad interior.
Las piedras hablantes invitaban al espíritu a dirigirse hacia el
último conocimiento y le hacían franquear las puertas que separaban
la apariencia de la realidad.
¿No se beneficiaba Sabni de una gran suerte? Amado por una
mujer excepcional, elevado a la más alta función religiosa,
trabajaba en la isla de los orígenes, cerca de la gran diosa, a la
dulce sombra de la sabiduría. Lejos de tiempos de guerras y odios,
celebraba los rituales en un espacio preservado, repetía los
movimientos de sus predecesores con la certeza de corazón que
procura un trabajo bien hecho, portador del
mañana.
Mejilla contra mejilla, sentía la fuerza de Isis. Ni el mayor
sufrimiento destruiría su voluntad de transmitir, engarzada como la
más pura de las esmeraldas.
–¿Qué nos queda, Sabni?
–Una tierra pobre sobre la colina, que he tenido descuidada
durante todo este tiempo. Ahora la trabaja un campesino viejo;
pienso enviar a alguien para que le ayude.
–El obispo la requisará.
–Yo mismo me ocuparé de la cosecha.
–Pero tu condición de sumo sacerdote…
–¿Me autorizará la gran sacerdotisa a alimentar a la
comunidad?
–Perdóname; a veces olvido las obligaciones.
–También somos propietarios de una viña; todos saben que los
racimos contienen la sangre de Osiris y nadie se atreverá a
tocarla.
–Luchemos, Sabni. Teodoro es un enemigo implacable dotado de
considerable poder; quiere separarnos para
triunfar.
–En ese caso, fracasará.
Apolo se atiborraba de puré de habas y cerveza tibia. La
buena marcha de los negocios le aumentaba el apetito. Había
contratado varios jornaleros a bajo precio, así que al final de la
buena temporada podría comprar una nueva granja y en cinco o seis
años estaría entre los notables de Elefantina. Soberbia carrera, no
cabía duda, para ser hijo de un don nadie. Apolo había utilizado
las claves del éxito: mentir, engañar y robar sin dejarse
sorprender. La nueva religión le iba de maravilla. ¿No perdonaba
Dios los pecados a quien se arrepentía de haberlos cometido? Apolo
se acusaba de sus faltas e imploraba el perdón de Cristo todas las
tardes. Una vez al año, ofrecía a un diácono una confesión completa
y varios kilos de higos. En paz con su conciencia, se sentía como
un ciudadano perfecto y un excelente cristiano.
Su ordenanza se atrevió a interrumpir la
comida.
–Cuando como, exijo que se me deje
tranquilo.
–El obispo…
–¿Qué? ¿El obispo?
–Está aquí.
–¿Dónde?
–Inspecciona una cabaña, en el extremo del
vergel.
Apolo apartó el plato.
–Te equivocas.
–Estoy seguro de que es él.
Incrédulo, el mercader consintió en desplazarse hasta allí.
Cuando distinguió a Teodoro rebuscando en la choza con la ayuda de
varios soldados, contuvo el aliento.
–Reverencia, vos… en mi modesta casa…
–Busco a tu hijo.
–Mi hijo. ¿Cuál?
–Crestos.
–Ha ido a Licópolis.
–Mientes, Apolo. Crestos no se ha movido de la
provincia.
–Os prometo…
–No blasfemes. ¿Dónde se oculta?
–No lo sé. Se fue. Yo quería que fuera soldado, pero él se
negó y se ha rebelado contra mí. Yo no soy
responsable.
–¿No se habrá refugiado en File?
Apolo frunció el entrecejo.
–¿Le has animado a adoptar la religión de los
paganos?
–¡Al contrario! ¡Soy un buen cristiano! ¿Acaso he faltado a
misa algún domingo?
El obispo cogió a Apolo por el brazo y lo condujo al centro
del vergel, lejos de oídos indiscretos.
–Tu hijo ha olvidado a su familia para entrar en una cofradía
satánica. Al no denunciarlo has cometido una grave
falta.
–¡Pero lo denuncié!
–¿A quién?
–Al capitán Mersis… Pero fui víctima de un
chantaje.
Teodoro no manifestó ninguna emoción. La información, sin
embargo, era sorprendente; así que el aliado de File era uno de sus
más antiguos soldados. ¿Le arrestaría sin dilación? Mejor sería no
precipitarse y reflexionar sobre el mejor modo de utilizar la nueva
arma que la providencia depositaba en sus manos.
–Debes acompañarme, Apolo…
–¿Yo? ¿Acompañarte? ¿Por qué?
–Porque eres cómplice de un crimen: callar sobre el destino
de un desertor te condena a la pérdida de tus
bienes.
–Es Mersis el que…
–Olvida ese nombre. No vuelvas a pronunciarlo jamás. Con una
recomendación firmada por mí, te establecerás en el Fayún. Me
ocuparé de la venta de tus tierras y te enviaré el
producto.
–Yo he nacido aquí y…
–Si rechazas mi proposición, me obligarás a
acusarte.
Vencido, Apolo bajó la cabeza.
–Confía en mí. Si guardas tu lengua, gozarás de una vejez
feliz.
–¿Y Crestos?
–Olvídale también a él. A partir de hoy, ya no
existe.
A la misma hora en que Apolo, con lágrimas en los ojos,
abandonaba Elefantina con armas y equipaje, el prefecto dirigía una
súplica al obispo. Medio borracho, Maximino rogaba a Teodoro que
proclamara urbi et orbi que Isis se había convertido al
cristianismo. Así, la joven escaparía a la excomunión. Arruinando
su reputación, conseguirían hundir la comunidad
pagana.
Teodoro escuchó con paciencia la perorata del prefecto, pero
se mostró inflexible. La fe no permitía favores de este tipo.
Maximino continuó defendiendo su causa. Isis no era una mujer
ordinaria; la Iglesia debía concederle este favor. Arriesgándose a
un nuevo rechazo, ofreció al prelado una parte de su fortuna, pero
Teodoro no cedió.
De vuelta a casa, el prefecto bebió vino y se tumbó en la
cama; sobre el techo se dibujaba la imagen de Isis. Sus labios
empezaron a moverse, le habló, pero él no le entendía. El prefecto
se levantó, alargó los brazos, trató de abrazar a la mujer amada,
pero cuando estaba a punto de tocarla desapareció.
–¡Isis! – gritó- ¡No rechaces mi amor!
Pablo no cesaba de protestar contra la existencia del último
templo demoníaco, pero se estrellaba contra la negativa a recibirle
de Teodoro, obispo tolerante hasta la complacencia. Tras haber
velado toda la noche, su omnipotencia se debilitaba; el ermitaño,
nombrado mensajero por sus correligionarios y los monjes de la
provincia, se convertía en un personaje oficial de quien ensalzaban
la fe ardiente y la voluntad de arrancar las raíces del
mal.
Con los ojos febriles, Pablo se apoyó sobre el bastón nudoso
que le servía para aplastar la cabeza de las serpientes. El
grandioso paisaje, tan propicio al recogimiento, no tardaría en
volver al seno del Señor. Teodoro dirigía la lucha en la
retaguardia; los verdaderos creyentes sabrían poner en su sitio a
los enemigos del Altísimo.
La tierra estaba seca y resquebrajada, pero la cosecha
aportaría un poco de alimento al templo. ¿Cómo esperar más de un
campo de cebada mal situado y de modestas dimensiones? Sabni
trabajaba con tesón, ayudado por dos campesinos que habían escapado
a la leva. Un magnífico espectáculo le compensaba de sus esfuerzos.
Vista desde la colina, la isla santa parecía un navio cuya proa
estaba formada por un enorme bloque que camuflaba el Trono
venerable, en el que el poder divino permanecería por siempre
inaccesible al entendimiento humano. A la izquierda, la columnata
de acceso precedida por un obelisco; a la derecha, el pabellón de
Trajano oculto tras un grupo de palmeras.
A mediodía, vio a Isis sobre el primer pilono; su silueta
blanca coronaba las cimas verdes. Saludaba a Ra, luz oculta y
revelada en el disco solar en el cenit de su curso. Toda la
comunidad recogía las palabras de la gran sacerdotisa, dirigidas al
cosmos desde hacía cuatro milenios. A lo lejos, las montañas ocres
cerraban el horizonte.
El sumo sacerdote redobló sus esfuerzos; la cebada era tan
escasa que nadie la reclamaría, pero sería suficiente para los
adeptos.
No quedaban más que tres o cuatro días de penalidades; una
vez segadas las espigas, Sabni las juntaría en haces y las
transportaría hasta File.
Bajo un tibio sol, Sabni subió la pendiente a paso rápido. La
noche anterior, los campesinos le habían expresado su negativa a
seguir colaborando con él. Amenazados con ser denunciados, temían
un arresto. El sumo sacerdote no se inmutó por aquella renuncia; al
final de la mañana el trabajo estaría terminado.
Se detuvo a poca distancia del campo. Cabras y corderos
habían roto el cercado y pisoteado la cosecha. Aún quedaban algunos
que se regalaban con los últimos granos de cebada.
Sabni lloró de rabia. Esta vez, tendrían que concederle una
indemnización.
–Tu causa es justa -reconoció Teodoro-. Puedes denunciar a
los vecinos; si lo haces bien, los propietarios de los animales te
pagarán el doble de lo que esperabas sacar de la
cosecha.
–¿El prefecto presidirá el tribunal?
–No en un asunto de tan poca importancia. Depende de la
jurisdicción eclesiástica.
Los habitantes de Elefantina la conocían demasiado bien. El
obispo concedía audiencia cuando le parecía. En un solo día, podía
examinar más de un centenar de litigios. Mucho antes de la salida
del sol ya se organizaba la larga fila de querellantes; la mayoría
no podría presentar sus quejas. Al igual que el resto de los
obispos, Teodoro se dedicaba en primer lugar a los casos más
importantes de proceso civil: nominación de magistrados locales o
de jefes de ciudad, promoción de funcionarios, liberación de
prisioneros, ajuste de contribuciones; en el tiempo que le sobraba,
arreglaba los problemas menores.
–¿Cuándo abrirás las puertas de tu tribunal?
–Cuando un número suficiente de expedientes requiera mi
intervención.
–Tengo prisa, Teodoro.
–Haz un donativo a la Iglesia. Eso apresurará mi
decisión.
–La ley no es igual para todos. Si un rico comete una
infracción, escapa a tu venganza; si es un pobre, le infliges una
severa pena a menos que muera antes del juicio. Es monstruoso tener
que pagar para que se haga justicia.
–En Bizancio dicen que un proceso sobrepasa fácilmente el
término de una vida humana y que es casi eterno. La justicia de
Dios no prevalece en esta tierra, lo admito; si deseas mejorar
nuestra suerte, conviértete y trabaja a mi lado. Serás un juez
excelente.
–¿Cuándo abrirás tu tribunal, Teodoro?
–Quizá en otoño, después de la crecida.
Meditando sobre su roca, el general Narses se sentía cada vez
más extraño al ejército y a sus exigencias, aunque nadie podía
reprocharle que faltara a sus deberes. Soñaba con File con
creciente frecuencia. En otra época, en otra vida, quizá habría
solicitado su admisión en la comunidad que el emperador le había
encargado expulsar. Un emperador tan silencioso y lejano que había
perdido toda realidad.
Egipto no era fácil de conquistar. Los sucesivos invasores,
asiáticos, asirios, persas, griegos, romanos, tuvieron que
someterse a sus leyes; quien quería gobernarla recibía la
iniciación en los misterios de la realeza antes de ponerse la doble
corona de Faraón. Aunque moribunda, la tradición sobrevivía en sus
ritos y símbolos. Bizancio y el cristianismo imponían otras reglas,
pero tropezarían y pagarían caro su error.
Narses no tendría que ejecutar las órdenes; File estaba
arruinada. Piezas de plata vertidas en el tesoro del obispo tras el
arresto del especialista en ungüentos, personal reclutado a la
fuerza, el trigo requisado en provecho del ejército, tierras
agostadas… el hambre se cernía sobre el templo. Con todas las
reservas agotadas ¿cómo se alimentarían?
Esta muerte lenta servía a su propósito. No tenía el menor
deseo de intervenir contra esta isla santa, en la que había rozado
la serenidad; se contentaría con mirarla desde lejos, soñando con
una sabiduría desaparecida y confiando sus pensamientos al viento
del sur; un soplo los transportaría hacia comarcas
inexploradas.
Maximino no cabía en sí de gozo. Desde que había renunciado a
suplantar al obispo, había recuperado la esperanza. Teodoro estaba
demostrando su valía sometiendo el templo a su voluntad; dividida,
File agonizaba. Isis escaparía pronto a la influencia de Sabni.
Maximino se presentó ante las autoridades de Elefantina para
proclamar en voz alta y fuerte que la gran sacerdotisa renunciaría
al paganismo para convertirse en su esposa.
Teodoro no intervino. Al ridiculizarse, el prefecto perdía el
último gramo de respetabilidad que le quedaba. Sin proferir una
sola crítica a su comportamiento, el obispo asistía a su caída en
un abismo del que no saldría jamás. El enviado del emperador había
cometido el error de considerar la provincia de Elefantina como
tierra conquistada y había menospreciado su magia; quien no dejaba
vagar su espíritu por la corriente del río, no dominaba los
acantilados y los bloques de la catarata le condenaban a perder la
razón.
El capitán Mersis estaba nervioso. Desde lo alto de una torre
de adobe, miraba hacia el sur profundo. Ya no creía posible un
ataque de los blemios; su demostración de fuerza había sido para
mantener a distancia las tropas bizantinas cuya impotencia habían
podido constatar; amenazados por la exterminación durante largo
tiempo, el pueblo blemio se había asegurado la supervivencia en su
territorio durante varios años. ¿Por qué iban a lanzarse a una
conquista en la que perecerían miles de personas?
Durante la comida, un oficial cuyo primo trabajaba en la
oficina de impuestos indirectos había comentado un rumor
persistente: Teodoro preparaba una contribución sobre los barcos y
exigiría a los propietarios privados y a las instituciones un
inventario detallado. Inmediatamente, Mersis pensó en File. Este
nuevo impuesto sería insostenible; Sabni debía desembarazarse
cuanto antes de las embarcaciones más pesadas.
El soldado redactó un mensaje y, al anochecer, lo envió
mediante una paloma mensajera. El pájaro voló hacia el templo.
Mersis se sintió aliviado; Isis y Sabni sabrían prepararse contra
los ataques si eran informados a tiempo de las intenciones del
enemigo.
Desde la azotea de su casa, el obispo asistió al vuelo de la
paloma que sus arqueros derribaron sobre las colinas. El falso
rumor propagado por el prelado se había extendido, provocando la
rápida reacción del traidor. Mersis era un adepto de Isis. Antes de
infligirle el castigo pertinente, Teodoro le utilizaría sin que él
se diera cuenta.
En aquel momento, Isis no tenía ni un solo aliado. Tendría
que afrontar sola al representante de Cristo; era hacia Él, hacia
la verdadera fe hacia donde Teodoro debía dirigir a la comunidad
pagana para que se cumpliera la voluntad del Señor. Si la gran
sacerdotisa se convertía en esclava del prefecto, tendría que
derribar, no importaba cómo, la muralla mágica que ella había
levantado entre Dios y Sabni.
Teodoro avanzaba en paz por un camino sin curvas, instrumento
entre las manos del arquitecto del mundo. Con la desaparición
definitiva de la religión faraónica nacería un nuevo universo cuyo
vuelo no debía ser frenado por File. Una sola comunidad, unida,
amenazaba más al cristianismo que los miles de paganos dispersos
por el mundo. Bastaría un mascarón de proa, como la pareja formada
por Isis y Sabni, para devolver el vigor a los cultos antiguos.
Desde el origen.de los tiempos, Egipto afirmaba su vocación de
madre de las civilizaciones. Sometido, dominado, continuaba
engendrando ideas que determinaban el futuro. Allí residía el
infinito poder de la isla santa. Solo con sus oraciones y la
celebración de los ritos, orientaba la mirada del corazón. Teodoro
no menospreciaba el peligro; cuanto más se debilitaba la comunidad
material más se reforzaba la hermandad espiritual.
El obispo libraba con la gran sacerdotisa un combate
invisible; aunque fuera sitiada, dispondría de un arma eficaz: el
amor de Sabni. Era a él a quien había que destruir antes de
vislumbrar una victoria.
La palmera erguía su tronco liso contra el azul del cielo.
Isis, sentada a la sombra, leía un himno a Hathor, obra de la
primera gran sacerdotisa de File. La ferocidad de la naturaleza
desaparecía en los confines del jardín donde, desde el nacimiento
de la primavera, era agradable disfrutar del sol a través de las
palmeras. Sabni le llevó agua fresca, higos y pan. Inmóvil, ella
parecía casi indiferente. – Teodoro nos cree vencidos y sin
recursos. – Es demasiado perspicaz para cometer ese error -objetó
Sabni- Te teme. Mientras estemos unidos, nos
acosará.
–Egipto ha sufrido numerosos yugos pero su fe ha sobrevivido.
Los cristianos quieren extirparlo de nuestro suelo y de la memoria
de los hombres. Teodoro no se comporta como un simple servidor de
su dios; exige la verdad total y definitiva, la que le ha revelado
Cristo y sobre la cual construye un nuevo mundo. Para que tenga
éxito, File ha de desaparecer.
Sabni tembló. ¿Le estaba anunciando Isis el fin de la
comunidad? – Tranquilízate, amor mío. Cualquiera que sea el invasor
de Egipto, será cazado o se pudrirá en el sitio. Poco importan los
siglos. Nuestro mensaje es inmortal porque no ha nacido del cerebro
de un hombre sino que expresa el secreto del universo; el obispo no
se equivoca en eso.
–Fue un amigo sincero y leal.
–Lo sigue siendo y te espera, Sabni. Tú deseas su alma; si
amenaza a la comunidad es por ti.
–Yo nunca compartiré su credo y lo sabe. – ¿No hace milagros
su dios? Sabni se sentó a su lado y le acarició los pies. – ¿Cómo
alimentaremos a la comunidad? – Cuando no tengamos más pan,
descenderemos a las criptas. El acceso está tapiado desde hace más
de dos siglos; mi padre me enseñó el plano.
–¿Qué hay allí?
–Más tarde; una tarea urgente me reclama ahora: rendir
homenaje a Osiris.
Isis apartó los matorrales, descubrió un sendero y se adentró
en el bosque de tamarindos.
Allí estaba enterrada la efigie del dios de los blemios; con
la mano izquierda sujetaba una gacela y en la derecha tenía un
ramillete. Considerado, junto con Osiris, Señor del territorio
secreto, llevaba el apodo de «buen viajero», compañero de la hija
de Ra, soberana del circuito solar abierto a las almas
regeneradas.
Isis avanzó a paso lento teniendo cuidado de no hacer ningún
ruido. Osiris exigía silencio. No soportaba ningún canto, ningún
sonido de flauta, de arpa o de tambor. Alrededor de la tumba, se
erigían trescientos sesenta y cinco altares; la gran sacerdotisa
vertió un poco de agua sobre cada uno. Gracias a esta libación,
cada día del año se convertía en santuario de Osiris y en portador
de un renacimiento que proclamaba el sol al surgir de las
tinieblas. Después se aproximó al sarcófago de piedra semienterrado
en una colina en forma de cúpula.
A solas, dialogó con el espíritu que se movía bajo el
sepulcro que, en las fiestas de luna nueva, se transformaba en
milano hembra con cabeza humana y que, con su aleteo, provocaba el
despertar de Osiris. Isis no pidió ayuda ni se entretuvo en
suplicar; la lástima, la desesperanza y la plegaria personal
habrían desnaturalizado el culto. Pronunció palabras de fuerza y
poder, alimento del alma de Osiris que revelaban la naturaleza
secreta del dios, sol de la noche y principio de metamorfosis
incesantes. A través de la voz de la gran sacerdotisa se infiltraba
la de generaciones de adeptos unidos en el acto de la
ofrenda.
A popa, en la barca que les llevaba a Elefantina, Isis y
Sabni releyeron la extraña citación que les conminaba a comparecer
ante el obispo. Teodoro abría su Tribunal mucho antes de lo
previsto, siguiendo un procedimiento irregular. Normalmente, el
prelado no tenía costumbre de convocar así a los demandantes sino
que un heraldo anunciaba el evento.
Para mayor sorpresa, no había nadie esperando ante el gran
edificio de muros blanqueados con cal, en cuya entrada dos soldados
montaban guardia. Al fondo de la sala vacía se encontraban el
obispo y el prefecto. A la izquierda de este último, inclinado
sobre el escritorio, un escribano se apresuraba a levantar las
actas de la sesión. Las puertas se volvieron a cerrar detrás de la
pareja.
–¿Se nos va a conceder la indemnización? – preguntó Sabni en
tono irónico.
–Un asunto más grave nos preocupa -respondió el obispo-. Por
esa razón he pedido al prefecto Maximino que estuviera
presente.
–¿Acaso existe un problema más acuciante que el de hacer
justicia?
–Tal es mi intención. Pagáis impuestos como propietarios del
lugar llamado File; ¿lo sois en verdad?
Sabni temió comprender.
–Toda propiedad de terreno se fundamenta en un acto jurídico;
mis secretarios han examinado los documentos del catastro y ninguno
hace referencia a File. Por lo tanto, no pertenece a nadie. Al no
constituir un bien heredado, este terreno se convierte en propiedad
de la Iglesia.
El ataque, cuidadosamente preparado, cogió por sorpresa al
sumo sacerdote. Estaba dirigido por un hombre seguro de apoderarse
de la isla santa sin esfuerzo alguno. El jurista aplicaba la ley.
Nadie podría reprocharle ser inhumano o cruel.
–Os equivocáis -rectificó Isis con su dulce
voz.
–¿Tenéis alguna prueba?
–¿Desearíais examinarla?
–Es imprescindible.
–Tendréis que esperar unos días.
Maximino no apartaba los ojos de ella; esperaba un largo
discurso o declaraciones inflamadas de indignación. Isis mantuvo la
calma, lo que realzaba aún más su atractivo.
–Aceptamos -concluyó el obispo.
El escribano anotó el aplazamiento de la
sesión.
Tres días más tarde una numerosa comitiva se presentó ante el
Tribunal. Crestos y las hermanas se habían quedado en el templo;
los hermanos ayudaban a Sabni a transportar el documento prometido
al obispo, una pesada estela de piedra caliza extraída de las
profundidades de una cripta. En ella se veía a la diosa Ma'at,
encarnación de la Ley de la vida, frente al dios Thot, el de cabeza
de ibis. Al dictado de la mujer celeste, el dios redactaba un texto
en idioma jeroglífico.
–Os he traído la prueba de que File pertenece a los dioses y
no a los hombres -señaló Isis.
El escribano dejó el cálamo. Le pagaban a tanto la línea y
había malgastado su juventud en aprender el griego y el arameo con
el fin de redactar arrendamientos, contratos y testamentos. Leer
jeroglíficos no formaba parte de sus obligaciones.
El prefecto se levantó para examinar de cerca la sorprendente
escritura de propiedad. Así pudo aspirar el perfume de
Isis.
–Nadie conoce este idioma. ¿Cómo vamos a juzgar la validez de
esta prueba testimonial?
Sabni observaba a Teodoro. ¿Se atrevería a confesar que
conocía la escritura sagrada de los antiguos
egipcios?
–Traducid -ordenó el obispo-. Escribano, registra la
declaración.
El sumo sacerdote leyó, recalcando cada
frase.
–Este templo es como el cielo en todos sus rincones. Fue
construido por Faraón bajo el Principio creador renovado
constantemente para resplandecer como el horizonte. Al finalizar la
obra el constructor devolvió la morada a su dueño y señor; en estos
lugares habita la gran diosa, Isis.
El escribano consultó sus tablillas. El obispo lo había hecho
llamar porque, como tabelión, aplicaba la ley de forma rigurosa;
así nadie podría dudar de que el juicio había sido
justo.
–Ocupación implica posesión. ¿Alguien que lleve el nombre de
Isis habita estos lugares?
Sonriente, la gran sacerdotisa dio un paso al
frente.
–¿Sois vos la heredera y dais fe de esta
escritura?
Isis asintió. El prefecto se sentía dividido entre el deseo
de apoderarse de Isis y el de estrangular a Sabni; odiaba al
egipcio que se interponía entre él y su felicidad.
–Perfecto -estimó el tabelión-. Esta estela será depositada
en los archivos del catastro; la próxima vez traed una copia más
manejable.
Sabni e Isis saludaron al obispo, que permaneció
impasible.
La temporada de la siega finalizaba; los encargados de la
trilla trabajaban sin descanso, presurosos por acabar antes del
comienzo de la crecida. El ardiente sol de junio abrasaba las
colinas de Elefantina.
En el templo, Sabni impuso un racionamiento. Este hecho no
contrarió mucho a los adeptos, salvo a Crestos, que tenía un
apetito voraz. Al menos durante dos meses, no faltarían
alimentos.
Antes del rito del mediodía, Isis y Sabni se bañaron desnudos
al pie del templo pequeño de Hathor, situado frente a los
acantilados del este. Nadar les hacía olvidar las fatigas y
mantenía la juventud del cuerpo. No se alejaban mucho de la orilla,
desaparecían bajo el agua, rozaban a los peces y, bajo la mirada
protectora de la diosa del amor, se entregaban a juegos dulces o
apasionados. Isis, con la piel rutilante de perlas de agua, se
parecía a la estrella brillante del año nuevo. Sabni besaba los
capullos en flor de sus senos, acariciaba el musgo de su pubis y
bebía de sus labios embriagadores. ¡Era tan agradable estrechar a
la mujer amada, nutrirse con su mirada, verla bañada de luz y
unirse a ella bajo las ramas protectoras de la acacia! El amor, ¿no
sembraba en el cielo la esmeralda y la turquesa para crear las
constelaciones?
Tendidos en el suelo, el uno junto a la otra y con los ojos
entornados, saboreaban aquellos momentos de placer que se
transformaban en la dicha de existir.
A mediados de junio, Crestos entró en la sala de columnas.
Todos los adeptos habían reconocido su capacidad para aprender
nuevos misterios. Ante los maravillados ojos del muchacho se abría
un camino fabuloso. Según el momento del año y la hora del día, los
rayos de luz filtrados por los tragaluces iluminaban un detalle u
otro de una columna, revelaban tal o cual figura de la divinidad o
resaltaban esta o aquella parte de texto. Crestos miraba y
asimilaba; reuniendo los elementos dispares y preguntándose por qué
algunos quedaban en la sombra, se familiarizaría con las leyes del
mundo de los dioses y quizá captaría su funcionamiento. De momento
todo le era dado; sólo tenía que vagar por aquel laberinto de
símbolos con la esperanza de encontrar su centro. Crestos se
entregó a esta tarea con fervor.
Después de su fracaso, Teodoro parecía inactivo. La realidad
era que, estando cerca la crecida, se sentía agobiado por el peso
del trabajo administrativo. Todos los informes referentes a la
reparación de los canales debían ser estudiados con cuidado. En
varios sitios, los campesinos reclutados a la fuerza realizaban el
trabajo con negligencia. Si la crecida no era abundante, el regadío
no estaría asegurado; o las reservas de alimentos empezarían a
escasear. Incluso los graneros del ejército pronto estarían vacíos.
El obispo inspeccionaba las tierras, examinaba los diques,
verificaba el emplazamiento de los mojones y exhortaba a los
capataces para que controlasen a los campesinos. Por todas partes
se relajaba la disciplina. File, Crestos, el capitán Mersis… El
prelado no los olvidaba en ningún momento, pero los había relegado
a segundo término, obsesionado por el bienestar de la
provincia.
Entre las múltiples ofrendas del culto mayor figuraba la del
vino. En Elefantina, como en otro tiempo en Egipto, la viña poseía
un carácter sagrado; los cristianos reconocían el valor simbólico
del jugo atrapado en las uvas y no destruían las viñas de los
templos. Durante la misa el sacerdote lo identificaba con la sangre
de Cristo como el adepto hacía con la de Osiris.
Sabni se quedó estupefacto al comprobar que los bárbaros
habían destruido el pequeño viñedo de File: cepas arrancadas de
raíz, tierra removida y salada, el péndulo de la máquina de regar
hecho trizas… Cuando los tres últimos cántaros estuvieran vacíos,
el sumo sacerdote no podría rellenar los vasos de vino que elevaba,
en la naos, hacia el rostro de la estatua.
Plantada en medio del viñedo, había una cruz con el nombre de
Jesús. Tenía una forma parecida a la cruz ansada, que en la lengua
sagrada significaba «vida». De uno de los brazos colgaba un trozo
de piel de chacal, rubricando la fechoría de los monjes que
ocupaban las tumbas de los nobles y artesanos. Ellos habían
destruido los rostros de las mujeres, encarnación del diablo;
habían decapitado las estatuas y quemado o cubierto de yeso las
paredes. Llevaban mucho tiempo soñando con destruir File. El obispo
les contenía a duras penas. Atemorizados, no se atrevían a entrar
en la ciudad donde los soldados les interrogarían.
El color del agua cambió, se volvió más oscuro y opaco. Isis
alcanzó la orilla. Cuando Sabni se reunió con ella, ofrecía al sol
su cuerpo de miel perfumado con jazmín.
–Nuestro último baño antes de la crecida.
El sumo sacerdote amasaba con la punta de los dedos un poco
de tierra mojada.
–Llegará tarde.
–Es pronto para saberlo. Pero lo cierto es que el cauce
debería llevar más barro.
Trataron de tranquilizarse, pero los signos no engañaban.
¿Padecería Egipto un año de hienas durante el cual las fieras
hambrientas se atacarían unas a otras? ¿Entraría en un periodo de
siete años catastróficos condenando a la mitad de la población a
desaparecer? Si los campesinos eran reducidos a la indigencia ni
siquiera podrían ofrecer un poco de trigo a la comunidad. El
ejército se quedaría con toda la cosecha.
–Teodoro te acusará de practicar la magia
negra.
–El pueblo no lo escuchará. No estoy nerviosa por mí sino por
nuestros ancianos; un ayuno prolongado los matará.
–Encontraré alimentos en los pueblos del
norte.
–Paciencia. Esperemos el comienzo de la
crecida.
El ejército de Narses se había acostumbrado a las delicias de
Elefantina. En razón de su inactividad forzada y de la
imposibilidad de aventurarse por los caminos de Nubia, el general,
de acuerdo con el prefecto, había dubücado las raciones de vino,
aumentado la soldada y multiplicado los permisos. Olvidando a los
blemios, los soldados bizantinos frecuentaban las tabernas y el
mercado donde se vendía marfil, perfumes, pieles de pantera y otros
géneros exóticos, objeto de rudas negociaciones. El burdel de la
villa siempre estaba lleno; a los pobres desgraciados que no
alcanzaban a pagar el precio iban a consolarles las prostitutas de
ocasión. Narses cerraba los ojos; su único temor era que una
crecida abundante cubriera su roca y le impidiera meditar frente a
la catarata.
El prefecto no podía apartar de su mente el rostro de Isis;
varias veces había pensado suplicar al obispo que le exorcizara,
pero prefería sufrir un dolor intolerable para no perder aquellos
ojos, labios y mejillas, inaccesibles hasta entonces. Aceptaba el
suplicio puesto que mantenía la esperanza de
conquistarla.
En la tienda de antigüedades había descubierto una antología
de poemas del antiguo Egipto; los versos evocaban el reencuentro de
los amantes en un jardín sombreado, al abrigo de miradas curiosas,
cerca de un estanque de agua fresca donde se bañaban tras haberse
declarado su ardor. ¿Cómo no soñar con Isis desnuda, deslizándose
sobre una ola azulada?
En aquellos textos gozosos y sensuales, Maximino admiraba el
respeto hacia la mujer amada; aquel raro sentimiento hacía que la
pasión se pareciese al oro centelleante. Él, que despreciaba a las
hembras, se sometía a la gran sacerdotisa de File; esta obediencia
sincera le elevaba el alma; si Isis se negaba, no debería
conquistarla a la fuerza, sino abrir poco a poco el camino de su
confianza. Maximino tendría la paciencia del granito; que le
juzgaran loco le era indiferente.
Isis guió la barca hasta Bigeh, donde ofrecería a Osiris una
libación de leche que un pescador había llevado al templo durante
la noche. Algunos mercaderes, avisados de la pobreza de la
comunidad, no dudaban en sacrificarse por ella. También era cierto
que Teodoro no había promulgado ningún edicto prohibiendo a la
población comerciar con File, pero todos conocían los riesgos:
detención arbitraria y deportación. Por fortuna, las rondas se iban
espaciando; numerosos soldados estaban encargados de supervisar la
limpieza de los estanques de regadío y de impedir la fuga de los
campesinos encargados de estos trabajos.
Cuando la gran sacerdotisa estaba amarrando su embarcación
una cabeza negra apareció en el agua. El hombre, un atleta de
cabellos crespos, se mantenía a una distancia
respetuosa.
–Soy un sacerdote blemio. Recibe el testimonio de mi
veneración y la de mi pueblo. Sé que sólo tú puedes pisar el suelo
de la isla de Osiris. Por lo tanto me mantendré
apartado.
–¿Qué deseas?
–Saber si los cristianos han violado este territorio
sagrado.
–Lo han respetado.
–También quiero saber si la capilla y la estatua de nuestro
dios están intactas.
–Lo están.
–Saber si vuestra persona está protegida contra cualquier
agresión.
–No corro ningún riesgo.
–Llevaré las nuevas a mi rey.
–¿Vais a atacar Elefantina?
–Nosotros veneramos a la gran sacerdotisa de File. Ella vive
por encima de las guerras y los problemas humanos.
El blemio desapareció bajo el agua. Isis, pensativa, se
dirigió hacia los altares para verter la leche de la
ofrenda.
–Es el espíritu del Nilo -indicó el sumo sacerdote-. Su poder
está atrapado en las entrañas de la tierra que, a su vez, está
sumergida en un océano de energía. El personaje sostiene dos vasos
que contienen los fluidos terrestre y celeste. Sólo su unión genera
una buena crecida; en las estrellas leemos el destino que nos
reserva: la luna la desencadenará y el sol la
estabilizará.
–¿Cómo podría describirte mi alegría, Sabni? En esta jungla
de símbolos me siento como en mi casa. Esto es el paraíso: el
lenguaje de los dioses, los misterios del templo y el calor de las
columnas. A veces tengo miedo de perder este tesoro si soy incapaz
de franquear otras puertas.
–Sigue tu deseo durante toda tu vida; ninguna riqueza es
aprovechable si se descuida. Aquel que guía no puede
extraviarse.
–Quiero hacer hablar a esas imágenes de piedra. ¿Cómo probaré
que mis palabras son la verdad?
–Si el oído es bueno, la palabra es buena; escuchar es la
mejor virtud: el resultado será el amor perfecto. Si el discípulo
acepta las palabras del maestro buscará su cumplimiento. Dios ama
al que escucha y odia al que permanece sordo. Poseerás tu corazón
si lo escuchas pues de él nacerán las palabras
justas.
Crestos no perdió palabra. La enseñanza recibida era su carne
y su sangre.
La calma de Teodoro sólo era aparente. Escondía a los ojos de
sus subordinados los nervios que aumentaban día tras día ya que la
crecida se anunciaba más débil que la del año anterior; la
provincia caminaba hacia el desastre.
El prelado se opondría a implorar la ayuda del emperador y a
reclamar víveres a Bizancio; olvidando los caprichos del Nilo, la
orgullosa capital condenaría la imprevisión del
gobernador.
No sólo se retrasaría la crecida, sino que sería débil e
incapaz de depositar el limo sobre las tierras sedientas. A pesar
de los consejos del obispo, la mala noticia se había extendido por
las calles de Elefantina y los campos vecinos. La angustia crecía;
Teodoro se extrañaba de la expresión regocijada del
prefecto.
–El pueblo está de acuerdo en que Isis debe intervenir. Ella
es la única que sabrá provocar el aumento de las aguas celebrando
el gran ritual de la crecida.
Para Maximino significaba estar a su lado durante varios días
seguidos.
–Me niego.
–¡No seáis tan obstinado, obispo! Os ofrezco la mejor
solución. Si celebráis la misa en vano, ¿cuántos cristianos
perderán la fe? Imposible correr ese riesgo. Si la gran sacerdotisa
fracasa, la multitud se precipitará sobre el templo. A ella la
retendré aquí.
–¿Y si tiene éxito?
–El pueblo la aclamará durante un tiempo y después la
olvidará. Atravesaréis una tempestad pero pronto encontraréis el
medio de atribuir el milagro a Cristo; las divinidades egipcias no
cuentan después de un largo periodo de tiempo.
El obispo se resignó; a él le tocaba convencer a Isis. Ella
se negaría a recibir al prefecto y no escucharía a ningún otro
enviado. Volver a File le resultaba humillante pero en las calles
de Elefantina no cesaban de hablar de Isis. ¿No era la curandera
también una maga, dueña de poderes sin límites? Los adivinos
predecían una crecida tan débil que ni una espiga de trigo
crecería; los hambrientos atacarían a los más débiles, los pobres
desvalijarían a los ricos, la sangre enrojecería el
Nilo.
La barca del obispo se acercó al embarcadero donde, alertada
por el vigilante, Isis le esperaba. Su larga túnica blanca
resplandecía.
–Saludo a la gran sacerdotisa de File.
–Que la gran diosa proteja a sus fieles y les vuelva la
tierra fértil. ¿Deseáis entrar en el templo?
–Estoy obligado a requerir vuestra ayuda.
–¿Creeríais en nuestra magia?
–De ninguna manera.
–Sin embargo ha sido eficaz miles de veces.
–No os engañéis con vuestras propias leyendas. El pueblo
simplemente necesita prodigios.
–Estáis convencido de que la crecida será insuficiente y
deseáis utilizar los métodos que reprobáis. ¿A qué obedece vuestra
conducta?
–La fatalidad me la impone. Evitar el hambre es mi único
deseo.
–Imponiendo mi presencia, ¿no insultáis a
Cristo?
–Mi diálogo con Dios no os concierne. ¿Aceptáis
ayudarme?
–Yo también deseo la prosperidad de la
provincia.
Descendió a la barca y se instaló en la proa mientras Teodoro
se sentaba a popa. Los remeros maniobraron
rítmicamente.
–Una simple ofrenda no bastará. Necesito consultar los
archivos del templo de Jnum.
–¿Olvidáis que ha sido destruido?
–Es verdad, los fanáticos lo han reducido a un amasijo de
piedras; hay un rumor que dice que habéis salvado los papiros de la
Casa de la vida contigua al santuario.
–Audaz afirmación.
Vestido con una larga túnica roja con el cuello ribeteado de
oro, Teodoro libraba uno de los combates más difíciles de su
carrera. Por más que trataba de defenderse, aquella mujer le ponía
nervioso. Nunca llegaría a someterla; era como si la voluntad de
Dios se estrellara contra una muralla
indestructible.
–Vos leéis los jeroglíficos, la sabiduría de Egipto es
vuestro alimento y también el mío. Nuestra tradición se funda sobre
el conocimiento y no sobre el saber; se expresa a través de los
textos que vos respetáis. Vos, reverencia, no sois un
destructor.
–¿Necesitáis esos papiros?
–Ambos deseamos una crecida beneficiosa. Sin las fórmulas mi
voz será inútil.
Los archivos de la Casa de la vida estaban cuidadosamente
ordenados en las cuevas de la morada del obispo en las que nadie
podía penetrar. Teodoro había salvado la mayor parte durante el
incendio a causa de una frase leída repetidas veces en un texto del
Antiguo Imperio: «Ama los libros como amas a tu madre». El obispo
soñaba con una inmensa biblioteca que reuniera los escritos nacidos
sobre la tierra de Egipto desde los albores de la civilización.
Para propagar la nueva religión ¿no era necesario conocer los
errores del pasado?
Conmovida, Isis acarició los venerables papiros cubiertos por
columnas de jeroglíficos trazados por los sacerdotes de Jnum en la
época en que el santuario reinaba sobre la isla de Elefantina.
Entre ellos, un texto firmado por Imhotep en persona revelaba las
palabras que obligarían a Jnum a levantar su sandalia y liberar el
cauce.
–Deberíais restituirnos estos documentos,
reverencia.
–No contéis con ello.
–¿Temeríais que los utilizáramos contra vos?
–Os sobreestimáis. No me asusta vuestra pequeña comunidad.
¿Qué podría hacer contra millones de cristianos?
–Testimoniar su fe y probar que el número es
secundario.
La fiesta del sacrificio al Nilo reunió a toda la población
de Elefantina y a multitud de campesinos llegados desde toda la
provincia. Miles de ojos siguieron los movimientos de la gran
sacerdotisa, que vertió sobre la corriente dos cántaros de vino
dulce, leche, aceite, perfumes, dieciséis guirnaldas, dieciséis
pasteles y dieciséis palmas. Luego descendió hasta el río, se metió
hasta media pierna y recogió un poco de agua nueva en un vaso de
oro consagrado ante Isis. La voz de la gran sacerdotisa se elevó,
cantando la gloria de la diosa, rocío celestial y ojo del sol. En
el corazón de la ciudad cristiana fueron pronunciadas las palabras
paganas dedicadas al nacimiento de la crecida.
Siete días después de la intervención de Isis, el nivel del
río se elevó con rapidez. Las aguas remolinearon, anegaron los
rosales y los bancos de arena para luego saltar sobre las orillas.
El caudal, alegre y bravio, repartió el limo fertilizante, suavizó
el suelo y se instaló sobre los campos. El valle se convirtió en un
lago del que sólo emergían los diques y las lomas sobre las que
estaban construidas las casas. Espectáculo fascinante y sublime que
convertía el país en el océano de los orígenes, en el que el navio
era hermano del azadón y el remo del arado; un país en el que el
agricultor se convertía en marino y un banco de peces nadaba a los
pies de una manada de vacas. La inundación, el oro del pobre, traía
la alegría a todos los seres vivos. Por todas partes lo celebraban
con danzas y cantos.
Cuando la marea había cubierto Egipto, los pueblos, rodeados
de bosquecillos, palmeras y árboles frutales, aparecían como
islotes verdes en medio de un inmenso mar. Varias barcas navegaban
por esta ruta cómodamente. Todos iban a visitar a algún pariente o
a algún amigo. Hasta que se retirara el Nilo, ésta sería la época
del descanso y el recreo.
De los labios de los barqueros nacieron canciones a la gloria
de Isis, la maga capaz de transformar la miseria en prosperidad. El
cauce le obedecía igual que a los faraones. Por más que los
diáconos trataban de explicar que el principio de la crecida había
sido mal interpretado y que la gran sacerdotisa se estaba
aprovechando de un hecho natural, nadie les escuchaba. ¿Por qué
privarse durante más tiempo del poder de una sacerdotisa cuyos
actos engendraban la felicidad? En las casas de los cristianos más
fervientes se murmuraba que el obispo debería mostrarse más
intransigente. ¿No veneraba la religión antigua un dios único que
se manifestaba bajo varias formas y había aportado al cristianismo
el modelo de la Trinidad? Algunos desenterraron las estatuas
ocultas en sus bodegas o cerca de los cementerios y volvieron a
colocarlas sobre los altares domésticos para dirigirles sus
súplicas. Reapareció la efigie de la diosa serpiente, la que ama el
silencio, la protectora de las cosechas.
En la orilla occidental, los monjes, que asistían furiosos al
prestigio creciente de la gran sacerdotisa, trataron de incendiar
las tumbas intactas de los exploradores del profundo
sur.
Los pescadores se lo impidieron y les amenazaron con
romperles los riñones a golpes de remo.
El giro de los acontecimientos no sorprendió al obispo.
Dichoso al saber la provincia al abrigo del hambre, satisfecho por
poder volver a llenar los graneros, sacó un par de lecciones de su
fracaso. Su amistad con Sabni le desviaba y le distraía de su
sagrada misión; su papel de servidor de Dios consistía en imponer
la verdadera fe y no en escuchar sus sentimientos. Durante largo
tiempo, tanto en Oriente como en Occidente, el culto a Isis y
Osiris se había afirmado como un temible rival del cristianismo. En
un siglo en que la Iglesia creía haber arrancado las raíces del
mal, amenazaba con renacer en el mismo lugar en que la gran diosa
ocupaba su trono, el más venerable y el más
prestigioso.
File estaba arruinado, exangüe, al límite de sus fuerzas,
pero triunfaba a causa de una pareja que se crecía frente a las
dificultades. Sabni no se convertiría; el día de mañana encabezaría
una corriente religiosa que rápidamente se duplicaría con los
integrantes de un movimiento sedicioso contra el emperador. Egipto
no renunciaría ni a su espíritu ni a su independencia; siempre
creería que el tiempo no es más que ilusión, el cristianismo un
entretenimiento pasajero y la eternidad de su tradición el
verdadero conocimiento.
El hombre que más quería Teodoro en el mundo se convertía en
su enemigo más peligroso. El obispo no tenía derecho a esconder la
cabeza: lo que Dios exigía de él tendría que cumplirlo sin
desfallecer.
Teodoro rechazó todas estas exigencias con firmeza. Sin darse
por vencidos, sus interlocutores pidieron audiencia al prefecto.
Maximino pasaba la mayor parte del tiempo navegando alrededor del
templo a fin de vislumbrar a Isis cuando subía al primer pilono;
durante la breve entrevista, les escuchó con atención pero no supo
qué posición adoptar. Favorecer a File significaba reforzar el
poder de Sabni; luchar contra la isla, disgustar a Isis y perderla
para siempre. El prefecto envió a los notables ante el señor de la
provincia.
El pueblo rugía. Sabni, al que ni los guardias ni el ejército
interpelaban, sabía como hablarle. Sin rabia, sin quejas, se
contentaba con evocar las dificultades materiales del templo. Ni
una sola vez pronunció el nombre de Teodoro. El sumo sacerdote sólo
reclamaba un poco de justicia. Las mujeres hicieron callar a un
diácono que les recordaba en voz alta y fuerte que los paganos
estaban fuera de la ley. Empujado y arrojado a tierra, conservó su
salud sólo gracias a su huida. A partir del día siguiente los
barcos llevaron al templo pan, fruta, legumbres y vino; Isis daba
las gracias a todos los que escoltaban los envíos. De vuelta a
Elefantina, éstos proclamaron a los cuatro vientos su
belleza.
Los espías del obispo fueron golpeados con varas y sus
secretarios expulsados de las reuniones públicas, mientras que
algunos hombres de negocios protestaban contra las contribuciones
impuestas por Teodoro.
Los notables encargaron a Sabni que se encontrara con el
prelado y se hiciera eco de las reivindicaciones; pronto éstas
llegarían a la administración y al ejército. Narses se negaba a
tomar cualquier tipo de iniciativa y esperaba órdenes. Maximino se
encerraba en su morada; Mersis contenía a duras penas la cólera de
sus hombres, celosos de los de Narses y deseosos de disfrutar de
los mismos privilegios. Si el señor de la provincia no reaccionaba
con rapidez, podría ser arrojado de su trono.
Sin embargo, era un hombre tranquilo el que recibió al sumo
sacerdote.
Teodoro parecía ajeno, casi indiferente, como si ya hubiera
renunciado al poder. Sin embargo, ningún asomo de desorden se veía
en su despacho.
–¿Qué vienes a anunciarme, Sabni?
–¿Eres consciente de que tu prestigio ha
disminuido?
–Ser humillado no me espanta.
–¿Te conformarías con volver a ser un simple
sacerdote?
–¿Por qué no, si Dios lo quiere así?
–Y tú, ¿lo quieres así?
–Yo amo esta provincia y quiero la felicidad de sus
habitantes. Mientras el emperador no me expulse, gobernaré.
¿Desearías ocupar mi plaza?
El sumo sacerdote estalló en carcajadas.
–Sin embargo, es la función que tendrías que desempeñar si el
paganismo prospera; Elefantina querrá a Isis como maga y a su
marido como guía.
–No seas cínico, Teodoro. No entiendo nada de
administración.
–No creo en tu ingenuidad; ¿no has organizado tú la
rebelión?
–Pido justicia para File; quiero que sepas que no te he
atacado en ningún momento.
–Lo sé, pero el resultado es el mismo. Tú y tu comunidad
arruináis mi obra y conducís a estas pobres gentes hacia una
represión cuya violencia ni siquiera imaginan. El emperador no
permitirá una insurrección pagana. He tratado de proteger File
haciendo olvidar su existencia; como agradecimiento encabeza una
rebelión y precipita a los desgraciados en el
abismo.
–Habríamos muerto de inanición; tu benevolencia no era más
que una manera hábil de exterminarnos.
–Hete aquí, desafiante.
–Eres cristiano y deseas convertir a toda la
tierra.
–Cristo lo exige.
–Alimentas una religión mediocre; el choque será terrible.
Dentro de dos siglos, o de diez, miles de hombres se matarán unos a
otros en nombre de la verdad absoluta que cada uno creerá
poseer.
–Apocalipsis ridículo; el mensaje de Cristo engendrará la
fraternidad.
–Favorecerá guerras y tinieblas.
–Los misterios de la iniciación son desvelados a una élite;
he aquí la mayor de las injusticias, he aquí la razón por la cual
lo cultos antiguos desaparecieron. ¿Por qué lo divino tiene que ser
reservado a unos cuantos?
–Los seres humanos son diferentes. Quien desee la iniciación
debe despegarse de este mundo sin negarlo y preservando su belleza.
Cada uno de los adeptos ha de franquear una sucesión de puertas y
dirigirse hacia la presencia inaccesible revelada en la naos. Nadie
explicará jamás el camino. Porque el culto es silencioso; el rito
no disipa el misterio, sino que lo sitúa en el corazón del
iniciado.
–Las almas sencillas no pueden comprender tus palabras; sin
embargo, también tienen derecho a su Dios. Cristo ha nacido para
extender un credo universal que no será reservado sólo a unos
cuantos adeptos. Tus misterios se derrumban ante la
historia.
–Una religión nace y muere en la historia. Aunque el
cristianismo parezca triunfar, porta en sí mismo el germen de su
fin.
–Un bautizado conoce la vida eterna puesto que participa de
la resurrección de Cristo.
–Antes de resucitar en Osiris, el adepto tiene que
enfrentarse a un juicio; sólo mueren los que no han comulgado con
el Principio.
–¿No conoces la redención y la piedad?
–Lo esencial no se cree: se conoce.
Teodoro ofreció una copa de vino a Sabni.
–Extraña situación. Hoy tú pareces estar en la posición más
fuerte. El pueblo ama a File y me detesta; si sabes utilizar su
cólera me derribarás.
–No es mi intención.
–Error fatal; el tiempo juega contra ti y las opiniones
cambian. Cuando comprueben que todo sigue igual, volverán a confiar
en mí y te reprocharán tu debilidad; tus amigos se convertirán en
adversarios.
–Dale a File los medios de vivir en paz y permítele acoger
nuevos adeptos.
Una media sonrisa animó el rostro frío del
obispo.
–¿No has infringido ya esa ley?
Sabni no respondió.
–Ten cuidado, amigo mío; es mi último consejo. Yo no puedo
perdonar las deudas de File; convence a Isis de que cierre el
templo y de que la comunidad se disperse.
–¿Por qué tanta rabia?
–Lo sabes bien; en mi lugar tú harías lo mismo. Tras las
hazañas de Isis, File no podrá volver al anonimato que lo protegía.
La isla amenaza al cristianismo.
Sabni reflexionó. El obispo, animado por una última
esperanza, mantuvo la mirada fija sobre él. Conmovido por la
intransigencia de su amigo, siendo al fin consciente de los
riesgos, ¿renunciaría el sumo sacerdote a su anticuada
vocación?
–Son sólo palabras -juzgó Sabni-. Tú admiras a File porque
forma parte de tu ser. Sin él la provincia te parecería vacía y
pobre.
El obispo no protestó.
–Vuelvo a la isla. Protégela, Teodoro. El mundo la
necesita.
La catarata desaparecía bajo las aguas; inundada, la frontera
de Egipto regresaba al mundo invisible.
El general no lamentaba nada de lo ocurrido, ni los
encarnizados combates, ni las muertes, ni su espada bañada en
sangre. La derrota tan temida se palpaba en los peñascos quemados,
en la tierra ocre, en la efervescencia del océano del profundo sur.
Ahora que su deseo de vencer se había desvanecido, aprendía a
observar. Hasta el final de los tiempos se complacería en llenar
sus ojos de luz, de agua y de rocas. Triunfaba en la
derrota.
Por qué morimos en el polvo, se preguntaban los jóvenes
reclutas separados de sus familias y de su pueblo. Narses no era ni
su confesor ni su director espiritual. Sin embargo, a él le tocaba
recoger la última mirada de reproche, el mudo rugir de la multitud
contra el emperador, contra él mismo, contra una humanidad
fascinada por el crimen y la violencia.
Narses ya no distribuía consignas entre el ejército ocioso.
Sus subalternos mantenían una vaga disciplina. Ya nadie se
preocupaba por mantener las armas amontonadas en un arsenal
improvisado. El capitán Mersis se enfurecía al ver que la epidemia
se extendía por toda la guarnición. Si los soldados de élite se
divertían, ¿cómo no iban a seguir su ejemplo los mercenarios, peor
pagados? En poco tiempo el general habría podido restablecer el
orden y el espíritu de solidaridad; colaborar al mantenimiento de
un mundo malvado, equivaldría a cometer alta traición. A la
catarata le correspondería decidir su suerte.
Narses no sentía el menor interés por el obispo, aunque
estuviese al borde del fracaso. Hacía una semana que el pueblo
pronunciaba su nombre entre silbidos y abucheos. En vez de ponerse
al frente del movimiento, el sumo sacerdote se había retirado a la
isla con el fin de celebrar allí los ritos que aseguraban una
crecida fertilizante. Los partidarios más fervientes,
decepcionados, criticaban la frialdad de Sabni y abandonaban la
idea de asaltar la residencia del obispo.
A la misa del domingo no faltó ni un solo fiel. Todos
observaron la serenidad impresa en el rostro del prelado. ¿No era
una prueba del control que ejercía sobre la situación y de que el
ejército a sus órdenes aplastaría toda tentativa de rebelión?
Teodoro, Narses y Mersis eran los únicos que sabían que una parte
de sus hombres se negaría a obedecer: por un lado, los bizantinos,
que no deseaban verse implicados en una guerra civil; por otro, los
egipcios, que no querían matarse entre sí.
Durante la celebración del sacrificio, el obispo respiró con
dificultad, pero consiguió disimular su nerviosismo. Como todos sus
fieles, esperaba la llegada de Sabni. Abriría las puertas de la
iglesia, proclamaría su título y exigiría el reconocimiento de los
cultos de la tradición y el gobierno de la provincia. Los
cristianos lo aclamarían, los ciudadanos de Elefantina vivirían
entusiasmados este acontecimiento y los soldados le jurarían
fidelidad. Un ejército entusiasta se lanzaría al norte y, a marchas
forzadas, ganaría Menfis. La propia Alejandría no resistiría mucho
más.
Sabni no apareció.
Al elevar el cuerpo y la sangre de Jesucristo hacia el cielo,
Teodoro comprendió que Dios lo salvaba de la caída y le recordaba
su deber más sagrado: exterminar el paganismo.
Sabni limpió el bajorrelieve con un paño húmedo. Faraón,
situado bajo la protección de una hilera de cobras, recibía la
unción de Thot y Horus, que sujetaban por encima de su cabeza dos
vasijas de las que surgían cruces ansadas, símbolo de una vida
inalterable. Con el acto del bautismo le conferían la única
legitimidad que poseían las potencias creadoras. Así lo exigía el
espíritu de Egipto, indiferente a las disputas humanas y a la
Historia. Cuando Faraón regresara en un futuro, le bastaría con
leer los textos y con dar vida a las escenas reveladas en los muros
de los templos para revivir el fuego de los primeros tiempos,
transmitido de monarca en monarca.
–Te veo preocupado -observó Isis.
–Temo no saber actuar de forma más directa.
–¿Piensas en cómo derrocar a Teodoro?
–Me parece indispensable hacernos con el poder. Si no lo
conseguimos, viviremos desterrados en nuestra propia
tierra.
–Tienes razón, pero es demasiado pronto. Tus partidarios se
verían arrastrados a una guerra civil perdida de antemano y muchos
inocentes morirían por ti. Perderías nuestra alma en la aventura.
Nuestro único ejército son los adeptos, nuestra única fuerza, el
pensamiento; ahora bien, no estamos preparados porque nos falta un
arma decisiva, la cohesión.
–¿Temes una nueva traición?
–Hagamos que la comunidad se convierta en el oro más puro
para que con su brillo transforme la naturaleza humana en piedra
del templo. Tan pronto como lo logremos, tú serás quien guíe la
barca del Estado.
–¿No será entonces demasiado tarde?
–Hagamos el tiempo a nuestra medida, Sabni, y ocupémonos de
transmitir la Regla; en ella están todas las
respuestas.
El elegante navio blanco se deslizaba suavemente por las
turbulentas aguas de la crecida. El barquero que manejaba la vela
cuadrada era el mejor marino de Elefantina. En estos últimos días
de agosto, amenizados por el viento del norte cuya suave brisa no
atenuaba la canícula, tenía el honor de transportar al prefecto y
al obispo, sentados al abrigo del palio.
Maximino, nervioso, echaba largos tragos de vino fresco. Si
hubiera sabido nadar, se habría hundido gustoso en este mar
confundido con el horizonte. El obispo, insensible al calor,
saboreaba las uvas.
–¿Me explicaréis por fin el motivo de este interminable
paseo?
–No os impacientéis, Maximino. ¿No disfrutáis con la
magnificencia de estos lugares? Si deseáis comunicaros con el alma
de mi país, aquí es donde podéis percibirla.
–No sois poeta, reverencia. Cada uno de nuestros actos tiene
un fin. Exijo que me informéis.
–La situación es tan delicada… No la ensombrezcáis
más.
–¿Teméis la insurrección?
–La hemos evitado por muy poco.
–¿Sabni?
–Acaba de demostrar que no es un jefe militar, un error
imperdonable a los ojos del pueblo.
–¿Adonde me lleváis?
–Cerca de la catarata. Es el único sitio donde podemos
conversar con Narses.
El general, que había amarrado su barca a una punta rocosa,
se levantó y se acercó al navio. ¿Que energúmeno se atrevía a
perturbar sus momentos de meditación?
Cuando el obispo le gritó, no hizo ningún gesto, por mucho
que la presencia del prefecto le intrigara; un grave incidente
debía de ser el origen de tal expedición.
Teodoro y Maximino subieron a la estrecha plataforma; los
tres hombres, extraños bípedos que parecían caminar sobre las
aguas, se perdían en medio de la crecida.
–El lugar es fascinante -reconoció Teodoro.
–Obliga al que lo visita a la soledad y al
silencio.
–Lamento haberlos quebrantado, pero ayer llegó un documento
oficial de Bizancio.
El prefecto se sobresaltó.
–Debíais haberme advertido inmediatamente.
–No hay nada grave en lo que a vos concierne; el emperador
acepta vuestras explicaciones con relación al oro de
Nubia.
–¿Ningún reproche?
–Ninguno.
–¿Y… File?
–El emperador supone que el problema está resuelto y espera
vuestro regreso.
–¡El documento iba dirigido a mí y vos habéis tenido la
osadía de leerlo!
–El emperador se ha dirigido a mí y no a vos, y me invita a
que tome las decisiones que estime oportunas; consultaréis el
decreto en mi despacho.
–¡Un decreto! Significa…
–Que mis decisiones tienen fuerza de ley y que vos
obedeceréis mis órdenes sin posibilidad de
discutirlas.
De modo que Maximino ya no era más que un alto funcionario
sin potestad alguna. El emperador no lo destituía, pero confiaba la
autoridad al obispo. Cuando regresara a Bizancio, el antiguo
prefecto ocuparía un puesto honorífico y anodino lejos de Isis,
lejos de esa felicidad imposible que se había convertido en su
razón de vivir.
–El emperador ha tomado otra decisión: acepta la petición del
general Narses relativa a ser nombrado jefe de la guarnición
permanente de Elefantina y lo pone a mis órdenes. Cuando terminen
sus años de servicio recibirá una casa y unas
tierras.
El general abrazó al obispo; loco de alegría, creyó sentir
aún su brazo arrancado y se comportó como un niño. ¡El veterano, el
soldado invencible, el valiente entre los valientes, rebajado por
el Estado Mayor! Le habían considerado un viejo chocho o un
impotente. Al aceptar su petición insensata, al relegarle a un
puesto miserable en los confines del imperio, sus rivales se
libraban de él con la satisfacción de condenarle a un destierro
definitivo. Nadie sabría que el desprecio con que le pagaban
suponía para él un tesoro de incalculable valor.
El agua fangosa atraía a Maximino. ¿No había una leyenda que
decía que los ahogados entraban en el reino de Osiris sin ser
juzgados? Morir sería privarse de la mirada de Isis. Quizá sintiera
lástima de un hombre caído, de un prefecto que no ostentaba más
poder que un título vacío de contenido. En Elefantina, el extremo
del mundo, destruían a los conquistadores, les embotaban las armas
y les cortaban las uñas. Ni él ni Narses escapaban a la ley.
¡Volver a Bizancio! ¡La última humillación! Las sonrisas socarronas
de los cortesanos, las amargas palabras de consuelo de sus colegas,
las risas burlonas de sus antiguos subordinados; sólo podría
soportar este sufrimiento si llevaba consigo a
Isis.
–¿Me concederíais un favor…?
El obispo le interrumpió.
–Es hora de pensar en vuestra partida. Reunid vuestros
enseres y concretad el número de asnos y de camellos que
precisaréis. Una escolta os acompañará hasta
Alejandría.
Narses no escuchaba. La catarata lo había cautivado. Ya no
volvería al cuartel: se construiría una cabaña a orillas del río,
cerca de los peñascos salpicados por los remolinos; ya no hablaría
con nadie, sólo dialogaría con el viento y la corriente, y a ésta
abandonaría su espíritu. Lo tratarían de demente y olvidarían que
había existido una vez.
–Nuestra colaboración comienza hoy mismo,
general.
Narses necesitó algunos segundos para darse cuenta de que el
obispo se dirigía a él.
–Ya no soy general.
–Os queda un año de servicio. Debéis someteros, de otro modo
os mandaré detener y os enviaré al destierro. Un oficial superior
de vuestro rango conoce el precio de la
insubordinación.
Narses miró la catarata.
Un año… Todavía un año antes de disfrutar de cada segundo
lejos de esta humanidad indigna. Obedecer sin cuestionarse las
órdenes recibidas, actuar como una marioneta.
–Estoy a vuestras órdenes.
Teodoro cogió al general por los hombros.
–Acabaremos nuestra maravillosa tarea. Preparad un centenar
de hombres y algunas barcas.
–¿Nubia otra vez?
–No. La operación debe mantenerse en secreto y se realizará
sólo bajo nuestra responsabilidad. No aviséis al capitán
Mersis.
Sabni empujaba ya una barca hacia el agua, pero Isis no le
dejó subir.
–Lleva esta sítula al interior del tesoro del templo -le
exigió Isis.
–Voy a luchar.
–La Regla prohibe que vayas a Bigeh.
–Tú sola no puedes enfrentarte a esos
salvajes.
–No tengo nada que temer.
Oprimida por la angustia, la gran sacerdotisa remó sin tregua
hasta el islote y vio a los mercenarios adentrarse en el bosque,
violando el secreto del dios de agua pura que reposaba en la loma
misteriosa donde se unía a la diosa que daba vida a lo que su
corazón había concebido; de su unión nacía la crecida. Ningún
profano había osado jamás perturbar la serenidad de aquellos
lugares.
Dos soldados burlones quisieron ayudar a la joven sacerdotisa
a desembarcar.
–¡Hola, guapa! Demasiado salvajes para ti,
¿verdad?
–Soy la gran sacerdotisa de File. Abandonad este islote y
alejaos de aquí si no queréis que pese mi maldición sobre
vosotros.
Los soldados habían oído hablar de la maga; impresionados por
la firmeza de su tono, retrocedieron. La llegada del barco del
obispo les devolvió la agresividad contenida; el más joven incluso
se atrevió a coger a la gran sacerdotisa por la
muñeca.
–¡No es más que una mujer! ¡Mírala, ya la
tengo!
Saltando a tierra, Teodoro abofeteó al desvergonzado con el
dorso de la mano.
–Nos ha insultado -se quejó el soldado.
–Vigilad mi barco y no os mováis de aquí.
Isis se encaró con el obispo, con el cuerpo apenas velado por
la túnica de lino blanco.
–¡Recordad a vuestros soldados que Bigeh pertenece a
Osiris!
–Osiris está muerto y no resucitará; el islote es propiedad
del Estado.
–Os conjuro a respetar el misterio.
Teodoro, haciendo caso omiso de lo que la gran sacerdotisa le
acababa de decir, se encaminó hacia el bosque. El cuerpo
expedicionario talaba los árboles y desmantelaba los altares. Un
gigante barbudo derribó la estatua de Mandulis, el dios de los
blemios. El «buen viajero» acabó su recorrido en el polvo ocre, al
abrigo de un tamarindo que pronto sería abatido por el
hacha.
La sacerdotisa no dedicó mucho tiempo a la contemplación del
triste espectáculo; en el centro de Bigeh se desencadenaba un drama
aún más terrible. El general Narses subía a la loma que protegía el
sarcófago del dios y con la ayuda de dos jóvenes fornidos hizo
saltar la tapa.
–¡Deteneos! – les suplicó Isis. – Es inútil -exclamó
Teodoro.– Están a mis órdenes. Isis no pudo contener las lágrimas.
Aquellos desalmados tiraron al suelo la tapa del sarcófago y se
ensañaron con él; de la mortaja de piedra derribada ya no quedaban
más que trozos esparcidos y machacados.
–El sepulcro está vacío -dijo el obispo-. Vuestro falso dios
no ha existido jamás.
Isis se hallaba sentada en el interior del templo de
Nectanebo I, fundador y guerrero, que había marcado con su voluntad
de independencia la última dinastía egipcia. Desde los capiteles,
el rostro de Hathor sonreía.
–Mi intervención ha sido ridicula -le confesó a Sabni-. Han
profanado el suelo de Bigeh convirtiéndolo en un montón de
ruinas.
Los soldados se habían reído, contentos de poder dar rienda
suelta a la agresividad contenida durante tanto tiempo. En
Elefantina retumbaban sus gritos de victoria.
Algunas personas, convertidas al cristianismo desde hacía
tiempo, se rociaron la cabeza con polvo en señal de luto por
Osiris. Esta vez, la religión ancestral vivía sus últimas horas;
¿cómo pretender, a raíz de aquellos acontecimientos, que algún
poder protegiera los lugares santos?
–Ninguna barrera volverá a proteger a File de las
manipulaciones del obispo.
–Hay una -objetó Sabni-. Tú. Con tu sola presencia impedirás
que Teodoro vaya más lejos.
Isis recordó la actitud del prelado en Bigeh, cuando la
defendió frente a sus soldados. ¿Por qué le daba muestras de
respeto si la detestaba?
–Es posible que el obispo creyera que atacaban un islote
desierto.
–Imposible Sabni; todos conocen la importancia del territorio
sagrado de Osiris. Teodoro no se ha equivocado de objetivo; las dos
islas no son más que una: si Bigeh es profanada File se debilita.
Sólo falta que nuestra última barrera se derrumbe para que la
desaparición del templo sea inevitable.
–No lo consentiré.
Isis estrechó las manos de Sabni entre las
suyas.
–File está intacta; ésa es la única realidad a la que debe
aferrarse nuestra comunidad.
–Preparémonos para un nuevo acoso. Teodoro quiere
acorralarnos para que seamos nosotros mismos quienes cerremos el
templo y emprendamos la huida.
Una sonrisa iluminó el semblante de Isis.
–Entonces, la destrucción de Bigeh ha sido
inútil.
Filamón, el recaudador principal, no tenía alma marinera. El
solo hecho de subir a una barca le provocaba nauseas. Sin embargo,
se vio obligado a dirigirse al embarcadero de File para inventariar
los barcos de eslora mediana que pertenecían al templo. Recordó al
sumo sacerdote, que le observaba intrigado, la existencia de una
contribución especial sobre este tipo de bienes y la obligatoriedad
de declararlos. Sabni afirmó desconocer esta disposición
administrativa; las sanciones alcanzaban una suma considerable,
exigible en un plazo de ocho días. Ansioso por volver a irse,
Filamón pidió al barquero que se apresurara. Antes de llegar a
tierra firme, vomitó. Sabni se preguntaba por qué el capitán Mersis
no había avisado al templo; sin duda, el palomar no estaba
disponible. No pagar sería privarse de un medio de transporte
indispensable. Isis propuso abandonar la mayor parte de la flotilla
y conservar sólo un barco de carga y una barca pequeña; de esta
manera la contribución se reduciría al mínimo.
–Visitemos las criptas -propuso Isis. Una piedra deslizante
daba acceso a dos estancias alargadas y muy bajas. Sabni se
introdujo a duras penas por la abertura; su antorcha iluminó una
serie de objetos rituales de oro y plata utilizados en las
espléndidas ceremonias de antaño. Vasijas, incensarios y
estatuillas dormían en la oscuridad.
–No tenemos derecho a venderlas. Forman parte del depósito de
fundación del santuario; sin ellos, se hundiría. Las comunidades
del futuro lo necesitarán.
Isis cerró la primera cripta. En la segunda, yacían las
piezas de una barca que, reconstruida, permitiría que la comunidad
navegara en el más allá.
La tercera, casi vacía, contenía los adornos de una gran
sacerdotisa: collares de oro, redecillas de perlas, sortijas y
brazaletes.
–Este tesoro nos servirá para negociar -dijo
Isis.
El collar que la gran sacerdotisa proponía como pago de la
contribución y de la multa puso al recaudador principal en un
aprieto; ahora tendría que calcular el valor exacto de las joyas
además de la nueva contribución correspondiente tras el abandono de
la casi totalidad de la flota. ¿Sobre qué base fijaría la cantidad?
Al término de numerosas operaciones aritméticas que no
repercutieran negativamente sobre su administración, propuso una
cifra. Isis no respondió. Filamón evaluó el collar a peso de oro en
una de las escasas balanzas que quedaban en Elefantina sin trucar;
admitió que la comunidad ya estaba en regla y precisó que el uso de
una barca, aunque modesta y no sometida al pago del impuesto,
implicaría la pena de encarcelamiento; finalmente extendió un
recibo en el que figuraba la descripción exacta de las dos últimas
embarcaciones del templo.
Isis atravesó la calles de Elefantina al anochecer. Caminaba
deprisa, indiferente al espectáculo que ofrecían las calles. Unos
curiosos creyeron reconocerla, pero nadie le dirigió la palabra. La
gran sacerdotisa había amarrado su barca al extremo sur de la isla,
no lejos de un pueblo miserable donde se apiñaban familias nubias
convertidas al cristianismo. La inundación solía arrastrar consigo
las chozas de barro.
La ciudad, como un buque perdido en un océano enrojecido con
los últimos rayos de sol, embargaba de nostalgia el corazón de la
gran sacerdotisa. Cuando aconsejó a Sabni que no se comprometiera
en una aventura militar, no olvidaba que los faraones nunca se
alejaban de los problemas terrenales. El templo, aunque aislado
como el de File, ocupaba el corazón de la villa. Si sus altos muros
impedían al profano el acceso a la iniciación en sus misterios
sería para marcar la frontera entre la mera curiosidad y el
profundo deseo de conocer. Del centro del santuario brotaba la
alegría de vivir; si el templo no se ponía al frente de la
reconquista de la tierra amada por los dioses, ¿quién lo
haría?
Isis apartó la rama de un tamarindo. Delante de su barca la
esperaba el prefecto Maximino.
En su actitud no había rastro de orgullo ni de desafío. A las
puertas de la vejez, Maximino volvía a sentir el ardor de un
adolescente enamorado.
–No os serviría de ninguna ayuda -se lamentó Isis con
dulzura.
–¡Sí…! ¡Comprendiéndome, dando sentido a mi sufrimiento,
iluminando mi noche!
Durante varios minutos, habló sin aliento; explicó que no era
más que un prefecto de pacotilla y que el obispo tenía el poder
absoluto desde hacía unos días. Maximino ya no tenía potestad para
dar órdenes o firmar un decreto. Su último privilegio sería una
ridicula escolta incapaz de defenderle de los bandidos que invadían
los caminos. Teodoro le enviaba a una muerte solitaria y vergonzosa
en el polvo del camino.
Isis se sentó en un bloque semienterrado, vestigio de una
capilla desmantelada. La noche caía rápidamente; en el inmenso
lago, la plateada luna sucedía al dorado sol. El disco naranja se
hundía en el horizonte, donde se enfrentaría a los demonios de las
tinieblas antes de escalar la pendiente arenosa que le conducía
hacia la resurrección de la mañana. Cuando el sol, vencido,
renunciara a luchar contra la serpiente gigantesca, la humanidad se
sumergiría en el gran sueño.
–Lo que yo siento por vos, Isis…
–Callaos.
El prefecto se indignó.
–¡No! ¡No quiero callarme! Ha sido envolviéndome en el
silencio como mi fama ha disminuido a los ojos de todos. Soy un
hombre rico; en Bizancio me quedan algunas
posesiones.
–Me alegro por vos.
–Os negáis a escuchar… Teodoro arrasará File y deportará a
los miembros de la comunidad. Ya no estaré aquí para defenderos. El
emperador me reclama. Debo partir.
–Que vuestro viaje sea agradable.
Los últimos rayos del sol mezclados con la claridad de la
luna convertían a Isis en una mujer blanca y rosa; difuminaban los
bordes de su ligera túnica, dibujando las perfectas curvas de su
cuerpo a contraluz, incitando al más loco amor.
El fuego quemaba la boca y los dedos de
Maximino.
–Si os quedáis en File seréis condenada. Venid conmigo; yo os
enseñaré a amarme. Os construiré una capilla donden podréis adorar
a Isis. El emperador no sabrá nada.
–¿Os olvidáis de Sabni?
–No piensa más que en sí mismo. Se sirve de vos para afirmar
su dominio sobre la comunidad; es un intrigante y un vago, incapaz
de derrocar al obispo.
–¿Esos términos no os describen a vos?
Maximino bajó la cabeza.
–He descuidado mi cargo porque os habéis adueñado de mis
pensamientos… Eso es lo que ha pasado. El juego de la política y el
poder ya no me divierte. Sueño con un inmenso jardín poblado de
árboles en flor en los que vos paseáis a mi lado, en un lago de
placer en el que os bañáis, en una mansión suntuosa en la que,
engalanada como una reina, recibís a nuestros invitados. En cambio,
Sabni os ofrece pobreza y desesperación.
–Es a él a quien yo amo con todo mi ser, con un amor que
vivimos intensamente en el corazón del templo.
–Del que no quedará ni una piedra.
–Estoy convencida de lo contrario. File desafiará a los
siglos y vencerá al tiempo; mientras sople el viento del norte,
mientras el sol salga del vientre de su madre celestial, el templo
resplandecerá y la isla inmóvil flotará en la
corriente.
–Os equivocáis. ¿No habéis oído la advertencia de Teodoro?
Bigeh era la última etapa antes de File.
–El obispo cree haber matado un dios, violado una tierra
santa cuya pérdida nos conducirá a la desesperación; continuará
acosándonos pero respetará nuestra existencia.
–Ha cambiado. Sabni se ha convertido en su peor enemigo. Y
vos…
–¿Tan temible soy?
–Vos encarnáis el amor de la diosa. Sólo el amor de Cristo
debe reinar sobre el mundo.
–El amor no se decreta como si fuera un dogma. Cuanto más
escarnecida sea Isis, más se adentrará en el alma de todos los
seres. Llegado el momento, su gloria se abrirá como una flor de
perfume embriagador y los peregrinos volverán a
File.
–Es un sueño.
–No conocéis Egipto. Desde sus orígenes ha suscitado celos y
deseos de conquista. Muchos pueblos han deseado ocupar nuestro
suelo, penetrar el misterio de nuestros templos y robar los
secretos de nuestras viviendas eternas. Algunos han creído
conseguirlo y se han hundido en sus propias pesadillas. Hoy reinan
en el mundo los ejércitos cristianos; su religión intenta borrar
nuestra tradición. Peligrosos adversarios les amenazan y codician
nuestro delta frondoso y el valle santo del Nilo. Mañana quizá
suframos el yugo de las creencias beduinas o árabes; proclamarán la
desaparición de nuestra civilización, afirmarán que nuestros dioses
han muerto; pero sólo estarán adormecidos, prisioneros de un largo
invierno.
–Ni vos ni yo podemos esperar una primavera ficticia.
Aferrémonos a la felicidad ahora, ¡venid conmigo!
Un ibis de enormes alas sobrevoló las aguas y desapareció por
occidente. En él se encarnaba el espíritu de Faraón, que conseguía
llegar a su morada celestial para celebrar un banquete en compañía
de sus hermanos los dioses. Isis se levantó y se dirigió hacia la
barca.
–Vuestra sinceridad me conmueve, pero me imagináis una mujer
diferente de la que soy.
–Estáis aquí, a mi lado…
–El templo es mi patria; lejos de él languidezco. Volved a
Bizancio; el día de mañana conoceréis otro amor y relegaréis el mío
al recuerdo.
–Todo mi ser está impregnado de vuestra presencia. No tenéis
derecho a abandonarme.
–Adiós, Maximino.
El hombre le cogió las manos.
–Venid conmigo.
–Es imposible.
–Yo satisfaré vuestros deseos.
–Sólo tengo uno: servir a la gran diosa.
–Vuestro universo se hunde en la noche. No os quedéis en el
barco que naufraga; en Bizancio seréis libre.
–La verdadera libertad consiste en no tener que elegir más.
La ley del templo me la ha ofrecido.
–Nadie os ama tanto como yo. Os reservo el más fabuloso de
los destinos.
–El de File me colma.
–No me rechacéis.
–¿Qué esperabais?
–Si no me amáis, Isis, me veré obligado a
mataros.
–Divagáis.
–Y me suicidaré inmediatemente después. Al menos estaremos
unidos en la muerte.
Con una rapidez y una violencia que la sorprendieron, intentó
estrangularla. La gran sacerdotisa se debatió, pero Maximino, con
los ojos dilatados, apretó con más fuerza mientras murmuraba
palabras incomprensibles. Isis dejó de luchar. Su último
pensamiento voló hacia Sabni en el instante en que sus ojos se
tornaron de color púrpura.
Un soplo de aire caliente le desgarró el pecho; ya no sentía
las manos del prefecto oprimiendo su garganta.
La ayudaron a levantarse; aspiró el aire delicioso de la
noche. Vio a su salvador: el blemio que había visto cerca de la
isla de Bigeh.
–Presentía que vuestra vida estaba en peligro; por eso no os
he perdido de vista.
–Que Isis os conceda fuerza y salud.
–¿Quién es este miserable?
–El prefecto Maximino.
El blemio escupió sobre el cuerpo inerte.
–¿Está muerto?
–Quien osa poner la mano sobre la gran sacerdotisa de File no
merece vivir. ¿Es cierto que los soldados del obispo han violado el
territorio sagrado de Osiris?
–Mis protestas fueron en vano.
–¿Han profanado la tumba?
–Bigeh ha sido reducido a ruinas.
–¿Han destruido la estatua de nuestro dios?
–No han dejado piedra sobre piedra.
El sacerdote negro fue presa de un espasmo, como si su cuerpo
sucumbiera a una fiebre violenta. Los brazos extendidos, el rostro
dirigido hacia las nubes, exhaló un grito surgido de lo más
profundo de su raza y saltó al Nilo.
Isis se aproximó al cadáver de Maximino que yacía boca arriba
con los ojos abiertos. Con el dedo índice trazó una cruz de vida
sobre la frente, los labios y el corazón.
Una hora más tarde, Sabni se abrió paso entre la multitud
hasta llegar a la primera fila.
–¡Mersis… no, tú no!
El capitán, a pesar de tener el cuerpo lacerado por los
latigazos, aún se movía.
–¡Mersis! – gritó Sabni- ¡Estoy aquí!
El ajusticiado, con un esfuerzo considerable, entreabrió los
ojos. De su boca salía un hilo de sangre.
–Este comportamiento es indigno de ti,
Teodoro.
–Mersis ha sido declarado culpable de alta traición. Ha sido
juzgado y castigado por sus iguales.
–No lucharé en ese terreno.
–Prudencia elemental, Sabni. Cuando le notifiqué la
acusación, Mersis no la negó; conocía los riesgos. Si Mersis
hubiera detenido a un bandido como Mersis, también se habría
mostrado implacable.
–¿Desde cuándo sabías que el capitán pertenecía a nuestra
hermandad?
–¿A ti qué te importa? Ahora expía su crimen. Ya no te queda
ningún aliado.
–Mersis no se merecía un final tan infame; sirvió a su país
con devoción.
–A su país no; a File.
–Por amor a tu dios, Teodoro, desátale y déjale morir en paz.
Eras tú quien hablaba de piedad y compasión; Egipto no quiere la
crueldad.
–¿Clemencia? ¡Sea! Dirígete al templo de Jnum antes del
anochecer.
En presencia de Narses, el obispo se dirigió a los soldados
reunidos en el patio del cuartel; les recordó que su principal
deber consistía en defender el cristianismo contra sus enemigos y
que los traidores serían castigados como Mersis, con la muerte, y
expuestos ante la multitud.
El cuerpo fue descolgado, colocado en un féretro y trasladado
al santuario del dios carnero. Cuando Sabni se inclinó sobre él,
Mersis consiguió reunir fuerzas para respirar; el menor soplo hacía
latir su corazón. En marcha hacia el reino de las sombras, había
perdido el habla. Sabni le sostuvo la cabeza durante toda su
agonía, de la que el obispo fue testigo.
–Un pagano no puede ser enterrado en cementerio cristiano;
enterradlo en este territorio de nadie.
Con sus propias manos, el sumo sacerdote cavó una tumba donde
depositó el cadáver de su hermano, que recubrió con fragmentos de
bloques de granito. Mersis dormiría bajo el material que sirvió
para construir el templo de Jnum.
El obispo pronunció una de las fórmulas de extremaunción ante
el asombro de Sabni.
–Este pagano ha purgado sus faltas aquí abajo. Ahora le
corresponde a Dios perdonar. Su misericordia es
infinita.
Teodoro, como había dicho, no era responsable de las torturas
infligidas a Mersis. Informados de su traición, los militares
bizantinos habían votado un castigo ejemplar al que el obispo no
podía oponerse. Pero ¿quién les había puesto sobre aviso sino el
prelado, jugando con la denuncia y los rumores?
Sabni se sentía culpable de la muerte de su amigo. Debía de
haberle ordenado que abandonara el cuartel y huyera hacia el
norte.
–Mersis no te habría obedecido -objetó Isis-. Era tan
obstinado como valiente. No te sientas culpable.
–Ahora estamos solos.
–Somos una comunidad.
Sabni grabó el nombre egipcio de Mersis, «el hijo de la
azada», sobre una estela erigida entre los pilonos. Viviría allí en
compañía de los hermanos y hermanas, habitantes de la luz de la que
habían salido. Todas las mañanas el sol iluminaría los
jeroglíficos, elementos inmortales de su ser. Crestos limpió las
herramientas y los restos de cal.
–¿Tendremos que luchar contra el ejército de
Narses?
–No, Crestos, contra el fanatismo y la injusticia,
adversarios mucho más temibles.
–No los temo.
–No seas presuntuoso; son los que poseen el genio más
enérgico.
–Resistiré con tu ayuda.
–Con la ayuda de toda la comunidad; no menosprecies a los más
débiles ni a los menos inteligentes pues tienen virtudes de las que
tú careces. En todos y cada uno de nosotros se reconoce la cualidad
justa y precisa para la construcción del templo
invisible.
–¿No fuiste tú quien me inculcó la idea de lo
inaccesible?
–Para enseñarte el camino del santuario.
–¿Y el de los grandes misterios?
–Su llave es la fraternidad, no el simple afecto que une a
los adeptos, sino la unión de toda la hermandad con los poderes
celestiales. No descuides las tareas insignificantes; cuando haces
bien el más humilde de los trabajos, vives con rectitud y te
conviertes en receptáculo del amor divino.
–¿He fracasado?
–Te lo habría indicado.
El joven adepto se arrodilló ante la estela. Sabni tenía una
mano admirable; el estilo de su grabado era digno de los mejores
escultores.
–¿Quién te enseñó a escribir?
–El padre de Isis. Tuve que estropear miles de cascotes de
piedra caliza antes de lograr trazar un buen jeroglífico; después,
tuve que aprender a excavar la piedra para darle forma. Varias
veces creí que el decano me rompería la espalda: no soportaba mi
torpeza. Cuándo veía que su bastón comenzaba a dar vueltas, deseaba
que me tragara la tierra. ¡Tenía una puntería excelente! Me apliqué
cuando comprendí que estaba al servicio de la Regla del templo, ser
imperecedero más allá de mi ser, amor de la vida que superaba y
abarcaba mi propia vida; sólo entonces mis manos se volvieron
ágiles.
Crestos blandió el mazo y el cincel.
–¿Y si empezara a probar? Hay piedras usadas detrás del
pabellón de Trajano.
Sabni vaciló.
–¿No tienes confianza en mí?
–Nos falta una herramienta.
–¡La encontraré!
–Tráeme un bastón.
El adolescente retrocedió, se echó a reír y corrió hacia el
monumento al que más tarde acudiría el maestro; poco importaban los
palos que recibiera si iba a participar en la
obra.
El cadáver del prefecto fue descubierto tres días después de
su muerte; los guardias interrogaron a los ciudadanos del pueblo
nubio, pero no obtuvieron ningún indicio sobre las circunstancias
del trágico suceso. Gracias a Dios, una denuncia permitió
identificar al culpable: un judío que, poco tiempo atrás, había
sido acusado de robo. El criminal no resistió la tortura durante
mucho tiempo y, debido a la gravedad de su acción, fue empalado en
lugar público.
Teodoro redactó un informe detallado dirigido al emperador,
deplorando la desaparición del prefecto; mencionó la celebración de
funerales oficiales y lamentó que el fuerte calor impidiera
trasladar los restos a Alejandría; Maximino fue enterrado en un
lugar de honor en el cementerio de la isla.
Narses construyó su cabaña. Cuando pasó la primera noche con
la mirada puesta en las estrellas se prometió a sí mismo pasar las
noches en vela para disfrutar sin descanso de la visión que se le
ofrecía. Tras la hazaña de Bigeh, el obispo no parecía planear más
operaciones militares; el general había delegado la intendencia en
cuatro oficiales, dos bizantinos y dos egipcios encargados de
sustituir al capitán Mersis. Desde su primer encuentro, una franca
discordia se había instalado entre ellos. Los soldados, al recibir
órdenes contradictorias, no ejecutaban ninguna.
El sol de agosto era tan agobiante que se suprimieron los
turnos de día. Las murallas desiertas parecían dormir bajo la
canícula. Dos metros más abajo, las aguas de la crecida lanzaban
destellos de luz.
En el peñasco de la catarata, el general canturreaba una
canción que había oído en las calles de Elefantina: el viento
norteño daba un soplo de vida y frescura devolviendo al río su
fertilidad; el viento sureño abría el sendero a la inundación que
nacía en la cueva del océano alimentando el país y llenando de
víveres los altares; el viento del este elevaba el alma hacia las
estrellas; el del oeste creaba el agua en el cielo para que
resplandecieran los frutos de la tierra y crecieran sus
flores.
En el transcurrir de las horas, de las estaciones y de los
años, Narses gozaba en compañía de los vientos.
El panadero mordió con ganas el pan recién salido del horno.
Los adeptos estarían contentos; un alimento de tal calidad bastaría
para satisfacer los estómagos y generar la energía indispensable
para el pensamiento. El ka del pan, su poder intangible, se
insertaba en la inmensa cadena de fuerzas que unía la estrella a la
piedra. Según la Regla, el papel del panadero no era inferior al de
la ritualista.
Una ritualista con los nervios crispados, en otra época tan
orgullosa que ni siquiera entraba en el horno del templo para no
sufrir las molestias del calor.
–¿Has terminado ya? – preguntó Auré.
–Falta una hogaza de pan.
–La hogaza puede esperar, yo no.
–Un trabajo inacabado es un defecto del
alma.
–¿Confías en Sabni?
Normalmente, la ritualista no se mostraba tan directa. Los
vivaces ojos del panadero, que desmentían la simpleza del rostro,
interrogaron a la hermana.
–Nos está conduciendo al desastre -afirmó Auré-. Si se
hubiera hecho con el poder, ahora conoceríamos tiempos mejores; su
indecisión nos condena a desaparecer.
El panadero se volvió hacia el horno.
–Ambición, vanidad, necesidad de conspirar… los humanos no
cambian. Si los dioses deciden destruir esta especie, el universo
no lo lamentará.
–Ayúdame a detener a Sabni y a convertirme en la gran
sacerdotisa -le rogó Auré-. Sabré negociar nuestra
supervivencia.
El fino olfato del panadero percibió el aroma del pan recién
hecho.
–Hermana, he necesitado cuarenta años para descubrir una sola
virtud y ponerla en práctica: la obediencia al auténtico maestro.
Gracias a esta virtud, el fuego destructor se apaga y disfruto al
fin de la paz que buscaba. Isis y Sabni son más grandes que
nosotros porque el cielo ha predestinado su labor; acepta esta
verdad y deja de preocuparte inútilmente. La satisfacción del deber
cumplido es la más dulce de las dichas.