CAPITULO XXX


El panadero amontonó el grano en una criba y lo tamizó mientras imploraba a los dioses que velasen por File. Cuando descubrió a Isis, inmóvil al lado del horno, dejó caer el molde cónico destinado a recibir la pasta del primer pan del día.


Los gruesos labios del artesano se contrajeron. Incapaz de disimular su confusión, se echó atrás.

–¿Por qué tienes miedo de la gran sacerdotisa?

–La sorpresa… nunca venís por aquí.

–Inventa una excusa más creíble, hermano mío. ¿Por qué no le has seguido?

El artesano bajó la cabeza.

–¿Ha sido por miedo a un mundo hostil o es que te has negado a traicionarnos? Me gustaría conocer la naturaleza de tu alma. ¿Se comunica con el templo o se esconde en los lagos del rencor?

El panadero recogió el molde y lo limpió.

–He odiado a Sabni porque nos exigía demasiado. Él, un hombre joven, trata a sus hermanos mayores como a niños; ni siquiera solicita sus consejos.

–¿Cuáles serían?

–Renunciar y entrar en el ejército. En Elefantina, simularíamos convertirnos y nos reuniríamos en secreto para venerar a Isis. La gran diosa quedaría satisfecha con esta devoción. ¿Acaso somos capaces de mantener un templo tan vasto cuya mera existencia atrae sobre nosotros la furia del obispo?

–Te he conocido más combativo. El carpintero y tú rechazabais toda concesión a la Iglesia y os declarabais listos para pelear.

–Eramos jóvenes.

–Entonces, ¿no tiene nada que ver con no haberos permitido el acceso a los grandes misterios?

La expresión del panadero cambió.

–Nuestra vejez nos daba derecho a conocerlos.

–Es falso y lo sabes. Sólo la perfección de tu trabajo y el conocimiento de la lengua sagrada abren la última puerta.

–Es cierto… Pero ¿cómo admitirlo y parar a mitad de camino?

–Tú eres el único dueño de tu destino. Por tus actos, te sitúas en la jerarquía del templo y eliges tus alimentos.

El hermano volvió a tamizar la harina para obtener la finura deseada.

–He aceptado mis límites; mi rabia se ha extinguido. Concédeme la alegría de permanecer en la comunidad hasta mi último aliento y participar en la obra según mis capacidades.

–Si eso va a darte la felicidad, moldéalo como un pan caliente y crujiente.

El rostro del artesano cambió. Bajo su aparente indolencia se adivinaba renacer la convicción.

–Debo informarte, gran sacerdotisa.

Isis temió una nueva traición.

–Ni tú ni Sabni sois conscientes de que la comunidad os ama y os venera con todo su corazón. Las pruebas la han hecho más madura y la han reafirmado; creed en ella como ella cree en vosotros.

El obispo consultó la lista de personas desaparecidas; una docena de agricultores huidos, incapaces de pagar sus impuestos, y tres hijos de pastores golpeados por un padre borracho. Estos últimos habían sido hallados y encarcelados; el prefecto los juzgaría cuando le pareciera bien. Indiferente a los asuntos públicos, se encerraba en su morada, soñaba, meditaba y componía poemas sobre la belleza de Isis. Por la tarde bebía hasta emborracharse.

El prelado ya no tenía dudas de que Maximino era presa de la locura. ¿Cómo podía el amor de una mujer degradar a un hombre hasta ese punto? El pueblo, con una imaginación tan fértil como infantil, hablaba de un hechizo. Teodoro daba gracias a Dios; por intermedio de Isis, el Altísimo favorecía sus designios. Siendo el amo absoluto de la provincia, el prelado arruinaría File, desterraría a la gran sacerdotisa y salvaría a Sabni.

El obispo tenía la costumbre de leer todos los documentos que le dirigían: listas interminables de contribuyentes, cuentas de las deliberaciones de los representantes de las asociaciones comerciales, informes de gestión de los bancos, cortos mensajes redactados por sus espías; no descuidaba nada, memorizaba cada detalle; día tras día redescubría los secretos de su gente. ¿No le dictaba esta conducta el Señor, El que conocía el corazón de todas las criaturas?

La descripción de una fiesta celebrada en casa de Apolo le intrigó. El diácono, autor del informe, anotaba la ausencia de uno de los hijos del mercader de higos, quien, orgulloso de su creciente fortuna, había invitado a numerosos amigos con sus hijos. Varios camaradas de Crestos se habían extrañado. Apolo había respondido que su hijo había partido a Licópolis, donde vivía su abuelo. Teodoro verificó este último punto. Le faltaba asegurarse de que el denominado Crestos se había realmente presentado en las concesiones que jalonaban la ruta entre Elefantina y Licópolis.

Durante la primera semana de marzo, la veintena de adeptos que quedaban en la isla santa prepararon mágicamente la cosecha. Después de haber celebrado el rito de sublimación del cosmos, gracias al cual el soplo de vida circulaba entre el cielo y la tierra, imploraron los poderes del sol atrapados en los cuerpos de las serpientes. Éstas, deslizándose sobre los campos y filtrándose entre los cultivos buscando agujeros oscuros donde abrigarse, fecundaban las espigas. La diosa cobra, la-que-ama-el-silencio, escuchó las oraciones secretas de los agricultores. Gracias a la multiplicación de los cigoñales, reparados con los medios de que disponían, el agua no faltó.

Los cantos se elevaron por toda la isla. Las viejas melodías y los estribillos contenían veladas alusiones a las divinidades desaparecidas y a los espíritus bienhechores ocultos en el trigo maduro. Estos tiempos de esperanza también eran horas de temor: miedo a una mala cosecha y a rapiñas cometidas por los numerosos jornaleros procedentes del norte. Por la noche, los campesinos armados de horcas guardaban sus bienes. Sabni velaba a su lado. Tras el sabotaje de la gran noria, temía más agresiones.

File se abandonaba a la euforia. Al cabo de unos días nacería el hijo de la bibliotecaria; Crestos progresaba a pasos agigantados en el estudio de la lengua sagrada; Isis percibía un maravilloso fervor en la conducta espiritual de los adeptos, que, al formar una comunidad más coherente, liberada de la pereza, marchaba por el camino de un dios único glorificado desde los orígenes de Egipto.

¡Cómo le habría gustado a Sabni encontrarse entre ellos, bajo la sombra de las columnas del templo! Pero los deberes de su cargo estaban antes que sus deseos. Asegurando la protección del campo, preservaba la existencia del santuario. Soñaba con el día en que Crestos estuviera listo para reemplazarle; ese día se convertiría en un hermano preocupado únicamente por la ofrenda y la pureza del ritual.

Numerosos haces dorados fueron cargados sobre los asnos que los transportaban hasta el pueblo. El Estado tomaría su parte y calcularía el impuesto sobre las cantidades de File. Antes de ponerse en cabeza del cortejo, Sabni dio la orden de amontonar la paja con cuidado; durante el invierno, este excelente combustible permitiría calentar las canalizaciones y obtener una temperatura agradable en los baños.

Una multitud ruidosa de propietarios y campesinos se concentró en una explanada; el recaudador Filamón ordenó levantar pequeños toldos de madera bajo los cuales, resguardados del sol, los funcionarios procedieron al registro de los haces y calcularon las contribuciones. Nueve idas y venidas fueron necesarias para acarrear toda la cosecha. File no sólo estaría bien nutrida, sino que además podría vender una partida de su trigo. Mientras muchos agricultores, víctimas de la insuficiencia de la crecida, tenían un aspecto decaído, Sabni se regodeaba de la generosidad de sus tierras.

Como cada año, los inspectores del fisco fueron de una lentitud exasperante; ni un grano escapaba a su vigilancia. Los haces, soltados uno tras otro, fueron cargados a lomos de los asnos que inmediatamente se dirigieron a los graneros públicos y a las granjas privadas. Royendo tortas y cebollas, Sabni esperaba pacientemente en compañía de otros propietarios. Los escribas deberían apresurarse si querían terminar antes de que se hiciera de noche. Pronto, al lado de los despachos provisionales desiertos no quedaron más que Sabni y un granjero poseedor de un terrenito. Inquieto, el sumo sacerdote se dirigió al recaudador que comenzaba a recoger sus cosas.

–Me gustaría saber cuánto debo para llevarme lo que es mío.

–¿Nombre del propietario?

–Lo sabéis bien: File.

–Voy a verificarlo.

Filamón se entrevistó unos instantes con el escriba, deseoso de irse de allí.

–Vuestras contribuciones están anuladas. No tendréis que pagar más que el alquiler de los asnos.

–Es increíble… ¡Mi cosecha es abundante!

–En efecto; pero está reservada al ejército.

–Os equivocáis.

–En veinte años de carrera nunca he cometido un error.

–File es propiedad privada. Preguntad al prefecto.

–Si queréis formular una queja, presentadla mañana en mi despacho.

Cuando, al amanecer, abrieron los locales de la administración fiscal, ya se había formado una larga cola; numerosas protestas serían formuladas, pocas contestadas. Cuando le llegó el turno a Sabni, el inspector consintió en consultar con su colega, el que había dado la orden de mandar al cuartel la cosecha del templo. Poco amable, releyó el texto y pareció incomodarse. Sin dar explicaciones, desapareció para volver algunos minutos más tarde en compañía de Filamón.

–Mi subordinado ha cometido un error -reconoció el recaudador.

Sabni respiró aliviado.

–¿Deseáis presentar una queja contra la administración?

–¿Cuándo tendré el grano?

El hombrecillo se mordisqueaba el dedo índice.

–Es un detalle problemático… Va a ser muy difícil.

–¿Por qué?

–Vuestra cosecha ya se ha depositado en los graneros militares. De hecho, ahora pertenece al ejército. Sería necesario un decreto episcopal, refrendado por el obispo, para poderla trasladar.

–Firmarás ese decreto, Teodoro. Tú, un hombre de Dios, no puedes aceptar una injusticia.

–No te sulfures, Sabni. Se supone que un seguidor de Isis conserva la calma en cualquier circunstancia.

–Quieres matar de hambre al templo y obligarnos a abandonarlo, incluso al precio de la ilegalidad que tanto has combatido.

El obispo sostuvo la mirada de su amigo.

–Dios está por encima de las leyes humanas.

–En tiempo de los faraones, él era la base. Tu dios justifica con mucha facilidad la malversación de sus servidores.

–Tu vista es muy corta; los muros del templo la limitan. El tiempo acabará de abatirlos por tu propio bien, pero yo he firmado el decreto que restituye tus bienes. Si ya no confías en mí, puedes llevarlo tú mismo a Maximino.

–Que me atrapará como un perro rabioso.

–Eres un ciudadano respetable que paga sus impuestos. Sin duda haces bien al no fiarte de Maximino; es un hombre imprevisible. Ven esta tarde.

Al mediodía, Sabni vagaba por las calles de Elefantina, entró en una taberna para apagar su sed y se fue a pasear por los muelles. Se mezcló en las conversaciones en las que aparecía a menudo el nombre de Isis la curandera, cuya sabiduría sería capaz de hacer subir las aguas de la próxima crecida. También se hablaba del exterminio de una escuadra, enviada al sur para localizar los yacimientos de oro y destruida por miles de blemios; de ahí la proclamación del estado de emergencia y el refuerzo de las fortificaciones.

El día tocaba a su fin cuando Teodoro hizo entrar a Sabni en su despacho. Sobre el escritorio estaba el decreto con la firma del obispo.

–Maximino se niega a firmar. El trigo de File será para el ejército. Tú serás indemnizado.

–¿Cuándo?

–Cuando el presupuesto de la provincia sea firmado.

–¿Qué fecha?

–Quizá a principios del año próximo, quizá más tarde. El trabajo de los contables se anuncia lento y delicado; no deben cometer ningún error, bajo pena de sanción. Además, sólo el prefecto acuerda los daños y perjuicios. Proceso delicado, Sabni, desde el momento en que la financiación del ejército es prioritaria.


CAPITULO XXXI


Extenuado, decepcionado, el sumo sacerdote avanzó penosamente por las aguas plateadas. Oculta en el disco de la luna llena, la liebre de Osiris favorecía el nacimiento y la renovación de las energías; Sabni le pidió fuerzas para remar hasta la isla santa.


Más poderoso y determinado que nunca, Teodoro no soltaría su presa; despojando al templo de sus bienes, lo condenaba al hambre. El prefecto no era más que un títere en las manos de un prelado consciente de que la religión de Isis, a pesar de tener un reducido número de adeptos, estaba ganando terreno. Poco a poco, seducía los espíritus más recalcitrantes y volvía peligroso a File.

El embarcadero, por fin.

Con el cuerpo roto y el espíritu débil, el sumo sacerdote amarró la barca y se derrumbó sobre el borde de piedra. Isis le ayudó a levantarse.

–Ven rápido; nuestra hermana va a dar a luz.

Franquearon la puerta del primer pilono y se dirigieron al templo del nacimiento. Siete hermanas, simbolizando las siete Hathor inclinadas sobre la cuna del recién nacido para concederle sus favores, formaban un círculo alrededor de la parturienta. Golpeaban rítmicamente un tambor y salmodiaban un himno al rey recién nacido, hijo de Isis y de Osiris, con el que se identificaba el nuevo adepto.

–El sumo sacerdote ha de traer el torno de alfarero.

Sabni sacó el precioso objeto de la sala del tesoro. Con él, Jnum moldeaba el mundo cada día y creaba los seres. Olvidando la fatiga, siguió a Isis, que, manejando un bloque montado sobre un rodamiento dentado, permitió el acceso a una pequeña estancia a la que las hermanas condujeron a la bibliotecaria. Con una presión lateral, la gran sacerdotisa hizo entrar la piedra en un hueco del muro y camufló la entrada. Dos hermanas acostaron a la futura madre sobre un lecho de piedras calientes del que se elevaba un humo perfumado. Isis vertió agua aromatizada con sustancias calmantes. Una suave luz reinaba en este lugar cerrado donde, en el origen de los tiempos, había aparecido la gran diosa bajo la forma de una mujer negra y rosa.

El parto fue lento y doloroso. Cuando Isis se vio obligada a admitir que el niño estaba muerto, perdió el conocimiento.

La bibliotecaria murió de pena una semana después. El padre perdió la razón. Sabni permaneció a la cabecera del esposo, que durante mucho tiempo se negó a admitir la realidad.

El destino se revelaba muy cruel; el anuncio de este nacimiento ¿no habría entusiasmado a Elefantina, a la provincia, a todo Egipto?

La ternura de Sabni alivió a la gran sacerdotisa de su desesperación. Negándose a ceder bajo el peso de la desdicha, le transmitía su fuerza. Si ella se apagaba, la comunidad se dispersaría. Isis venció su tristeza; cuando reunió a sus hermanas, consiguió transmitirles nuevas esperanzas. File había perdido un niño, pero tenía a Crestos. La juventud no abandonaba el templo.

Aunque el sol desapareció en el reino de las sombras, su calor perduraba. La suavidad de los atardeceres que los adeptos pasaban en los jardines que rodeaban el templo se llenaba con las lecturas de cuentos y poemas. Isis y Sabni eran los últimos en acostarse, después de haber contemplado la luna y las estrellas.

–Pronto se acabará el trigo. ¿Por qué nuestro almacén está vacío si hemos tenido una cosecha excelente?

–El obispo y el prefecto han requisado nuestros bienes. No nos queda ni una espiga. Deberíamos ser indemnizados, pero nuestra queja se perderá en el laberinto de la administración.

–¿Nos privarán de alimentos?

–Mañana volveré a nuestras tierras. El regadío nos ofrecerá una segunda cosecha antes de la crecida; ningún funcionario podrá impedirlo.

Los soldados vigilaban el acceso al campo. Ningún campesino trabajaba allí; sin embargo, habría que haber labrado y drenado la tierra. – ¿Requisadas? – preguntó a un centinela. – El acceso a vuestras tierras es libre. – ¿Dónde están los agricultores? – No lo sé.

–¿Por qué este despliegue de fuerzas?

–Tampoco lo sé. Hemos recibido la orden de montar la guardia. El resto no nos concierne. – ¿Vuestro oficial? – Ha vuelto al cuartel.

En Elefantina, en el cuartel del obispo, fue donde Sabni obtuvo la respuesta. De cara a la próxima crecida, Teodoro se ocupaba de desatascar los canales principales y reparar los diques a fin de encauzar las aguas hacia los embalses. Había destinado numeroso personal a una tarea que duraría al menos diez meses; tapar brechas, sanearlos, exigiría un trabajo intensivo.

Entre los obreros agrícolas obligados a abandonar su trabajo habitual figuraban aquellos que dependían de File.

–El obispo acepta recibiros -anunció el ordenanza. Condujo a Sabni a un jardincillo interior donde Teodoro cultivaba plantas medicinales. Arrodillado, rociaba unas matas de salvia. – Me has quitado a todos mis empleados. – La necesidad hace la ley.

–¿Los otros propietarios han sufrido la misma suerte? – ¿Eso qué importa?

–¿Mis protestas tienen alguna posibilidad de llegar a buen término?

–No. La leva es legal y el servicio al Estado un deber imperioso. – Impides que consiga una segunda cosecha. – Me preocupo por el interés general mejorando el sistema de riego de la provincia. ¿Me lo reprochas? – Tú sirves a tu dios, Teodoro. El obispo arrancó una mala hierba.

–Yo quiero la felicidad de Elefantina. Sus habitantes deben colaborar, tanto los adeptos de Isis como el resto.

–¿Qué quieres decir?

–Para alzar los viejos diques a buena altura, necesito muchos hombres. Los inactivos no holgazanearán más, empezando por los habitantes de File.

–¿Cómo tú, un sacerdote, te atreves a hablar así? Ningún religioso saldrá de la isla. ¿Acaso ignoras que trabajamos para hacer circular la energía divina y hacerla perceptible sobre esta tierra?

–No hay sacerdotes en File, sino desocupados. Si quieren comer, que participen en las faenas.

–Eres cruel.

–No tengo elección, Sabni. Interrumpe este calvario renunciando a tus errores y siguiendo a Cristo. Conocerás la felicidad completa.

–Un cobarde y un perjuro… ¿Lo aceptarías tú como amigo?

–La misericordia de Dios es infinita. Tu pasado ya no contaría.

Teodoro se levantó y cogió a Sabni por los hombros.

–No me obligues a adoptar medidas más penosas.

–Yo no, no tengo elección.

Sabni no ocultó nada a la comunidad reunida en el patio situado entre los dos pilónos. File no conservaba más que las viñas y una tierra árida que producía un poco de mijo. Gracias a la venta de objetos antiguos, el templo disponía de algunas piezas de plata que le permitirían comprar trigo, pescado seco y fruta. El sumo sacerdote iría a la ciudad a negociar.

–Tu rostro es muy conocido -intervino el especialista en ungüentos, un viejo cascarrabias a quien nadie había oído pronunciar palabra fuera de las liturgias-. Los chivatos se negarán a venderte víveres. El obispo ha debido de prometerles los peores castigos financieros si comercian con el templo. Iré yo. Hace cuarenta años que no salgo de la isla. Mis antiguos amigos son ricos y respetados, poseen tierras y rebaños; obtendré mejores precios y alquilaré asnos y barcos.

–Los soldados te interrogarán.

–Cuando quieran darse cuenta será demasiado tarde. Embarcaré por el lado del desierto y llegaré a File por el norte. Nadie utiliza aquella ruta.

Isis se interpuso.

–Es muy arriesgado.

–¿Y cuándo no lo será? Tengo la costumbre de obedecer y callar. Esta vez, impondré mi voluntad porque está de acuerdo con la Regla.

–¿Eres tú quien tiene que juzgar?

–El sumo sacerdote debe salvaguardar la comunidad tanto en el interior como en el exterior. Que delegue sus funciones para afrontar el mundo profano. Dentro de tres días volveré con las provisiones.

Isis interrogó a Sabni con la mirada. Sabni agachó la cabeza. El especialista en ungüentos le saludó y, con paso decidido, se dirigió hacia el embarcadero.

Una hermana muy flaca, de rostro afilado, se situó en la primera fila.

–Yo voy con él.

–Es mejor que nuestro hermano vaya solo; tu salud es frágil.

–No comprendes, Isis. Aprovecho el viaje para abandonar la comunidad; entre estos muros, la existencia se está volviendo imposible. El obispo, el prefecto, los cristianos nos acosan. Entre todos nos harán morir de hambre y abandonar la isla.

–Has ofrecido tu vida a la gran diosa, bajo juramento.

–Ella ya no nos protege de la venganza de nuestros enemigos.

–¿Recuerdas la suerte reservada a los que huyeron?

–Yo no huyo. Quiero sobrevivir. Ellos cometieron el error de partir en grupo. Sola, pasaré desapercibida.

Sabni contuvo el puño de Crestos, que había montado en cólera. La hermana se dirigió hacia el pilono donde Faraón, representado como un gigante, mantenía en tierra a su enemigo.

–Todo esto no es más que una leyenda. Pronto una ruina. En menos de un siglo la humanidad habrá olvidado que un templo se levantaba aquí. Nuestro heroísmo es ridículo y vano; deberíais seguirme.

Corrió hasta el barco al que el especialista en ungüentos acababa de subir. Isis cerró los ojos y se abrazó a Sabni.

Cuando volvió a abrirlos un dulce gozo templó su ánimo; nadie había seguido a la hermana de rostro afilado.


CAPITULO XXXII


Tras el patio que precedía al primer pilono, Sabni admiró el pórtico de occidente cuyos capiteles cantaban la gloria de la naturaleza consagrada. Deslumhrado por el sol, se refugió en la sombra de las columnas y, a través de una de las ventanas de la pacífica fortaleza, se abismó en la contemplación de las aguas de un azul violento. El templo parecía cada vez más grande para los adeptos que habían elegido anclar su vida allí. La gran explanada, los patios, el templo del nacimiento, el pabellón de Trajano, el santuario de Hathor, el pórtico de Adriano, la sala de columnas, el Trono venerable, la biblioteca, el laboratorio, el tesoro, las criptas y las habitaciones de los sacerdotes estaban destinados a una comunidad más numerosa.


La mano de Isis se posó sobre el pecho de Sabni.

–De nada sirve torturarse. Nuestro destino está en manos de la diosa. No somos más que la arcilla y la paja con que ella construye la obra de su corazón.

–¿Cómo no soñar con el pasado? Hay tanta fuerza en nosotros, tanto deseo de hacer vivir el espíritu… ¿Por qué esta decadencia? ¿Por qué el mundo corre hacia su perdición?

–Quizá es sólo una ilusión.

–¿Olvidarías la predicción del Libro del nuevo amanecer? «Yo destruiré lo que he creado -anuncia el Principio-. Este país volverá a su estado primitivo, el del océano primordial, y recobrará la forma de ola. Yo soy el que morará, en compañía de Osiris, cuando me haya transformado de nuevo en serpiente que los hombres no pueden conocer y que los dioses no pueden ver.»

–Te refieres sólo al aspecto más sombrío de la profecía. Para el que resucita en Osiris se reserva la vida eterna. Es nuestra función, Sabni: prepararnos durante la vida para la resurrección. Mientras la sabiduría de los grandes misterios sea transmitida, el espíritu perdurará. Nuestra tradición es el futuro de la humanidad.

–Teodoro nos ha sitiado.

–Él nos obliga a despertar nuestras energías más secretas.

Sabni la abrazó.

–¿Eres indestructible, Isis?

Sus cuerpos armonizaban perfectamente. Unidos formaban un solo ser. Un rayo de sol iluminó una escena de ofrenda y les bañó con su calor.

Un grito de socorro les arrancó de su éxtasis. Inclinándose por una almena abierta en la muralla, Sabni vio a un nadador que se debatía sujeto a los restos de una balsa. El sumo sacerdote corrió hasta el embarcadero y se tiró al agua. En pocas brazadas alcanzó al náufrago y lo llevó hasta la orilla. La comunidad se reunió alrededor del recién llegado; tras vaciarle los pulmones de agua, recobró la respiración.

–¿Quién eres?

–Me llamo Jonsu y trabajo en una de las granjas del obispo; he huido porque no puedo pagar los impuestos. Si los soldados me atrapan me enviarán a trabajos forzosos. Concededme vuestra hospitalidad, ¡ocultadme!

–¿Te han seguido?

El sonido de una trompa le dio la respuesta. Dos barcas carga: das de hombres armados se dirigían hacia la isla santa; los remeros avanzaban con rapidez.

–¿Quién te ha denunciado?

–Mi sobrino. Cometí un error al confiar en él; el obispo le dará una buena prima.

Teodoro no consentía el delito de fuga, ya que suponía que mucha tierra quedaría sin trabajar; demasiados gobernadores de la provincia toleraban la dejadez.

–Protegedme -imploró Jonsu.

–Registrarán la isla.

–¡Pero no el templo! El ejército teme a Isis.

–Estamos sometidos a una Regla -recordó Sabni-. Si quieres que muramos por ti, danos tu vida. Conviértete en seguidor y derramaremos hasta la última gota de nuestra sangre para defenderte.

El campesino observó enloquecido cómo se acercaban las barcas. De una de ellas bajó el capitán Mersis; el oficial ordenó a sus soldados que no se movieran.

Sabni fue a su encuentro. Se entrevistaron en medio de la gran explanada.

–Qué feliz me siento al ver File de nuevo.

–Qué feliz me siento al volver a verte, Mersis; no tenemos derecho a darnos un abrazo.

–El asunto es serio, lo sabes. Debo volver con el fugitivo.

–Y yo debo proteger la vida de un hermano. Mersis se rascó la cicatriz que le atravesaba la mejilla derecha.

–Me temo que entiendo tus palabras. Estoy obligado a deteneros a todos y a decretar la ocupación de la isla.

–Nos negaremos a seguirte.

–Yo no utilizaré mi espada contra ti.

–Será lo mejor.

–Prefiero volverla contra mí mismo.

–Dios te lo impide. Él es el único que puede decidir nuestra muerte.

El viejo soldado contuvo las lágrimas. Mataría a aquel maldito desertor y se llevaría su cadáver.

–Quiero hablar con ese tal Jonsu.

Como si el sumo sacerdote hubiera leído los pensamientos del capitán, se puso delante del campesino, al lado del cual estaba Isis. Mersis no podría intentar nada sin arriesgarse a herir a sus queridos amigos.

–¿Eres un adepto?

Jonsu temblaba.

–No…

–¿Te has comprometido a serlo y a ofrecer tu vida a la gran diosa?

El campesino contempló a la gran sacerdotisa, después a Sabni y al capitán Mersis.

–¡No! ¡Soy cristiano y creo en el verdadero Dios!

Mersis lo cogió bruscamente por el brazo y lo atrajo hacia sí.

–¡En ese caso, ven aquí, buen mozo! Tendrás que confesar por haber osado hollar el suelo del templo pagano. ¿No sabes que esto es el infierno?

Con puño de hierro, Mersis empujó al desertor hasta una barca,

donde fue encadenado.

El capitán, con la frente perlada de sudor, volvió adonde se encontraba Sabni.

–Isis nos protege. Este criminal será entregado a la justicia.

–Si hubiera consentido…

–Una revuelta ha estallado en Menfis. Si los insurgentes supieran que File continúa celebrando los ritos, su ardor se duplicaría. Es necesario unir el norte y el sur, como en otro tiempo. Envía un mensaje, Sabni; conviértete en el jefe espiritual que Egipto espera.

Teodoro apartó los informes que le habían dirigido los encargados de las concesiones que había entre Elefantina y Licópolis. Ninguno mencionaba el paso de un joven llamado Crestos. Así que Apolo, su padre, había mentido.

El obispo profundizó en este asunto demasiado tarde, ya que un grave acontecimiento requería su intervención: en Menfis, la antigua y prestigiosa capital de los constructores de pirámides, un clan de fanáticos anunciaba el apocalipsis. A causa de los pecados y la impiedad de los cristianos, el fin del mundo se acercaba. La guardia bizantina tenía dificultades para controlar a los agitadores que, afortunadamente, se movían sin orden ni concierto. Entre sus reivindicaciones absurdas figuraba la libertad de culto. Si se enteraban de que el templo de File no estaba definitivamente cerrado, el movimiento se volvería más fuerte.

¿Por qué sometía Dios a sus servidores a tales pruebas? El paganismo renacía sin cesar y los demonios resurgían cuando los creían exterminados.

Un mal cristiano habría acusado al Altísimo de indecisión; pero un obispo veía en estos acontecimientos una forma indirecta de reforzar la fe derramada sobre toda la tierra.

Teodoro debía poner manos a la obra para que el diablo no se apoderase del alma de Sabni.

Crestos se embriagaba con la noche del templo. Mientras los adeptos dormían, incluidos los viejos vigilantes apoyados en su bastón, el muchacho iba a sentarse sobre la orilla, de cara al islote de Bigeh, dominio del silencio eterno de Osiris. En Elefantina, los ancianos hablaban todavía con temor respetuoso de los misterios que celebraban la unión del dios y la diosa. Desde los orígenes de Egipto y la subida al trono del primer faraón, los labios de los iniciados permanecían cerrados. Nadie había levantado el velo tendido sobre el ritual cuyas fases señalaban la resurrección de Osiris, juez de los humanos y modelo de su vida en el más allá. En el momento presente, Crestos conocía el más grande de los secretos: el amor infinito de Isis, capaz de introducir la vida en el corazón de la muerte. Para descubrir al dios, había que pasar por la diosa.

A su izquierda, un rayo de luz intrigó al joven adepto. ¿El reflejo de una estrella fugaz sobre el agua? Cuando volvió a verla, sobre el templo de Nectanebo, ya no le cupo la menor duda de que alguien movía una lámpara.

Se desplazó sin ruido y pronto identificó a la hermana que se ocupaba de aquella extraña tarea: Auré, la ritualista. Enviaba señales y las repetía a intervalos regulares. Crestos, después de haber observado la orilla de enfrente y comprobado que de allí no partía ninguna señal, intervino.

–¿Con quién tratas de comunicarte?

Sorprendida, Auré dejó caer la lámpara, que desapareció en las sombrías aguas.

–¡Me espiabas, bribón! ¡Apuesto que por orden de Sabni!

–No me insultes, hermana, y respóndeme.

–Nada me obliga a hacerlo.

Crestos avanzó, asustando a Auré.

–¿Osarías poner tu mano sobre mí?

–Los traidores me dan un asco insoportable. Habla.

La ira del joven era manifiesta. La ritualista no tomó la amenaza a la ligera.

–Yo… no podía dormir.

–¿Y la lámpara?

–La necesitaba para no romperme el cuello.

–Conoces estas rocas mucho mejor que yo.

Los sollozos sacudían la voz de Auré.

–No puedes comprender.

–Ayúdame: tu sinceridad me abrirá el espíritu.

–Todas las noches intento reunirme con aquellos que partieron. Su ausencia me resulta insoportable.

–¿Acaso ignoras que han sido encarcelados o deportados?

–Me niego a creerlo. Si alguno de ellos ha conseguido escapar, intentará advertirnos y podré ver su señal.

–¿No sería mejor que olvidaras esa ilusión?

Auré tembló, emocionada.

–Las hermanas desaparecidas eran mis mejores amigas. Sin ellas, el templo me parece vacío. La Regla exige que venza mi pena, pero no puedo. ¿Puede tu juventud comprenderlo?

–Tú misma has dicho cuál es tu deber.


CAPITULO XXXIII


El correo bizantino funcionaba de mal en peor. La pérdida de cartas, los retrasos en el reparto y los errores en los destinatarios se multiplicaban. A menudo, los funcionarios encargados de repartir el correo se negaban a trabajar; algunos pagaban una mísera cantidad a los mendigos que viajaban hacia su lugar de origen para que llevaran consigo las misivas, que acababan perdiéndose por el camino.


El hermano lavandera, que se había ofrecido voluntario para llevar a Menfis el mensaje de Sabni, pensaba sacar provecho de la situación. En cuanto el sumo sacerdote proclamara la soberanía espiritual de File, volvería a encenderse la llama de la antigua fe; con su proclamación, Sabni uniría Menfis y las ciudades del Delta, reanimando así la voluntad de independencia escondida en todos los corazones egipcios. Reunida la comunidad, Sabni leyó el texto dirigido a los rebeldes del Bajo Egipto:

«No estáis solos; la gran diosa os inspira. En la isla santa subsiste una comunidad consagrada al cumplimiento de la Regla ancestral y alimentada por la tradición imperecedera».

Sabni propuso reunirse con el jefe de los insurrectos en un pueblecito de la provincia de Fayún.

El lavandera estrechó contra su pecho el preciado papiro lacrado con el sello del templo, en el que se distinguía el rostro de Isis entre el sol y la luna. La inquietud hizo presa en él cuando, en la salida septentrional de Elefantina, vio un número extraordinario de soldados rodeando la cabaña y el fielato. Habían registrado a todos los viajeros, a los que ahora asaeteaban con preguntas. El hermano preguntó a un arriero de asnos.

–¿Qué ocurre?

–El obispo ha prohibido toda correspondencia entre la provincia y el exterior. El ejército intercepta las cartas y detiene a los autores que considera subversivos.

El lavandera salió de la cola de espera y deshizo lo andado. Nervioso como estaba, arrolló a un funcionario encargado de los graneros, que le increpó con violencia. El incidente atrajo la atención de un soldado.

–¡Eh, tú! ¡Acércate!

El hermano puso pies en polvorosa, despavorido. Satisfechos por haber identificado a un sospechoso, dos soldados se lanzaron en su persecución. Pronto le pisaron los talones. Ya sin resuello, rasgó el papiro y pisoteó el sello, logrando destruir el mensaje en el momento justo en que un golpe en la cabeza le hacía perder el conocimiento.

Con la paciencia propia de un hombre acostumbrado a manejar innumerables documentos, Teodoro logró recomponer el mensaje con los trozos de papiro encontrados. No le supuso ningún esfuerzo identificar el sello del templo y la hermosa escritura de Sabni, que se asemejaba a la de los mejores escribas del Imperio Antiguo. Su letra cursiva, fruto de una práctica rigurosa, respetaba la forma primitiva de los jeroglíficos. El obispo se alegró de volver a leer este lenguaje abstracto y carnal al mismo tiempo, en el que los símbolos se tornaban palabras. ¿No lo llamaban la «palabra de los dioses»?

«Ilusiones», protestó el prelado, furioso consigo mismo. El hermano lavandera había muerto desnucado. Nadie podía reprochar a los soldados que obedecieran órdenes y menos ahora que habían cortado de raíz una conspiración contra la seguridad del Estado. El sumo sacerdote de File, según los fragmentos de la carta, lanzaba un llamamiento real a la rebelión. Teodoro poseía una prueba contra él de excepcional importancia, susceptible de condenarle a un fin infame. Su continua vigilancia le evitaba problemas mayores, como por ejemplo una guerra civil que le proporcionaría recompensas y promoción: el emperador confiaría al prelado el gobierno del Alto Egipto antes de reclamarlo para cargos más elevados. Bizancio, que podía llevar al grado de refinamiento más sutil el arte de la conspiración, apreciaba a los estrategas capaces de hacerla fracasar.

Teodoro pasó toda una noche en lucha consigo mismo; unas veces vencía el hombre de Dios, otras, el amigo. Al preconizar la rebelión, Sabni pisoteaba su confianza; al proclamar su legitimidad espiritual, actuaba con la firmeza de un mártir. Comprender, rebelarse, perdonar, firmar la orden de arresto… Teodoro, en cuestión de segundos, pasaba de la duda a la determinación, para finalmente retractarse de su decisión última. La inspiración celestial que guiara su conducta no aparecía por ningún lado.

A la mañana siguiente convocó a sus secretarios.

–He examinado estos fragmentos y no he encontrado nada interesante. En su conjunto resulta incomprensible. Parece que sean cálculos privados. Haréis constar que el fallecimiento de este individuo fue accidental. Sería inútil abrir una investigación.

El obispo quemó los restos del papiro. Sabni ya no tenía nada que temer. Dios le protegía.

El especialista en ungüentos bebía cerveza fresca en la taberna situada cerca de la entrada del mercado. El cansancio le parecía fácil de soportar, pese a que hacía dos noches que no dormía; en todas partes había tenido una buena acogida. Su calidad de sacerdote de Isis no molestaba a sus viejos amigos; por el contrario, despertaba en ellos un interés complaciente. Ya que el adepto pagaba bien, ¿por qué no venderle lo que pedía? Que el templo pagano prosperara quedaba fuera del ámbito meramente comercial. Así que logró reunir mercancías, bestias de carga y embarcaciones ligeras. Un campesino y dos barqueros, después de cobrar copiosas sumas, le ayudaron a pasar a las orillas de la isla.

Cuando la escuadra entró en la taberna volcando una mesa a su paso, el adepto sintió un nudo en la garganta. Iban por él. Hasta ese momento no supo lo que era el miedo. Cuando el guardia le increpó mantuvo la mirada alta.

–¿Eres sacerdote de Isis?

–Tú lo has dicho.

–¿En qué consiste tu trabajo? ¿En hacer ungüentos?

–Sí, tengo el honor…

–¿Llevas dos días en Elefantina?

–¿Por qué habría de negarlo?

–Entonces, sigueme.

–¿De qué se me acusa?

El rictus del guardia expresó un placer lujurioso.

–De haber seducido y violado a una cristiana.

–A mi edad. ¡Eso es absurdo!

–El placer no tiene edad. Levántate y no intentes huir.

El hermano obedeció.

–¿A quién se supone que he intentado seducir?

–¿Te burlas de mí?

–¿Cómo se llama?

–Para proteger su honor, no debo mencionarlo.

–¿La habéis visto?

–Te ha denunciado en casa del obispo y te ha descrito con mucho detalle… Ya no tan joven, pero aún atractiva con su curioso rostro afilado.

La isla santa se hallaba aislada del resto de Egipto. Un mensaje de Mersis puso al corriente a Sabni de la muerte del hermano lavandero y de la supresión de la correspondencia. Los insurrectos de Menfis ignorarían la existencia de la comunidad de File y verían cómo su revolución se perdía entre disputas internas. El sueño de una gran revolución que perturbara la paz de Egipto se rompía en pedazos.

Otra noticia funesta entristeció a los adeptos. Detenido por violar a una cristiana, habían condenado al especialista en ungüentos a ser lapidado. Como se trataba de un pagano que se negaba a renegar de su fe, el viejo castigo había vuelto a entrar en vigor.

–Iré a ver al obispo y conseguiré su perdón -afirmó Isis.

–Intentará humillarte -objetó Sabni.

–Besaré sus manos si es preciso. La vida de un hermano está enjuego.

Teodoro recibió con deferencia a la gran sacerdotisa, vestida con una túnica de lino verde claro. Poco maquillada y con los pies enfundados en sandalias adornadas con perlas, Isis hacía gala con orgullo de su ilustre linaje; en ella seguían viviendo reinas y grandes sacerdotisas.

–Estaba convencido de que haríais este viaje.

–Entonces sabréis qué me ha traído aquí.

–La denuncia ha sido declarada información reservada por los miembros del despacho del prefecto. Es un tribunal de excepción el que ha condenado a vuestro hermano. En este terreno, no tengo ninguna influencia. La ley es la ley; una falta tan grave ha de ser sancionada sin piedad. Los faraones no se mostraban indulgentes con los violadores, ¿verdad?

–¿Quién va a creer que un viejo sacerdote haya caído tan bajo?

–Demasiados años en la isla le habrán cambiado el espíritu. A menudo, las personas recluidas ceden al deseo exacerbado por una abstinencia mal llevada.

–Vos sois el señor de la provincia. Nuestras antiguas leyes prohibían a una criatura de Dios levantar la mano contra otra criatura de Dios.

–Un pagano es una criatura del diablo. Este acto innoble así lo demuestra.

Isis comprendió que ningún camino la llevaría al corazón del juez, por lo que fingió someterse a sus designios.

–¿Qué deseáis?

–Que abandonéis la isla y os separéis de Sabni.

–Si acepto, ¿respetarán la vida de nuestro hermano?

El obispo no respondió. Dejó que Isis interpretara su silencio.

–¿Puedo verle?

–Su celda no es de las más cómodas. No sé si una mujer de vuestro rango…

–Es preciso que lo vea.

Agazapado en un rincón de la húmeda fosa en que le habían encerrado, el especialista en ungüentos tarareaba el canto del boyero que, cuando atravesaba un vado, obligaba a inmovilizarse a los cocodrilos y a los espíritus malignos escondidos bajo las aguas. En cuanto vio a Isis, se levantó y se arrodilló ante ella.

–No os quedéis; debéis guardar un recuerdo mejor de vuestro hermano.

–Permíteme que te salve.

–¿Cuánto vale mi existencia?

La gran sacerdotisa se lo reveló.

–Demasiado cara. Sólo soy un viejo que aspira al reposo supremo; desde luego, habría preferido morir en la isla; pero ni siquiera el más sabio puede elegir su destino. No me deshonréis cediendo a las exigencias del obispo.

–¿Sabes…?

–¿La lapidación? Temo al sufrimiento, pero será breve: mi cabeza no resistirá mucho tiempo las piedras. Ver cómo triunfa Teodoro sería una herida mucho más cruel que morir. No creo haber exigido nada después de que me admitieran en el seno de la comunidad; por desgracia, he dilapidado su fortuna al fracasar en mi misión. ¿Qué importa el castigo? Sólo os pido que salvéis a File.

–La vida de un hermano…

–… tiene menos valor que la vida de un templo. Así lo dice nuestra Regla. Vuestra misión consiste en proteger el espíritu y transmitirlo. Durante toda mi vida he servido a la Regla con fidelidad; ¿por qué traicionarla ahora con mi muerte? Nos volveremos a ver en el más allá.

Isis besó a su hermano en el rostro cubierto de polvo.


CAPITULO XXXIV


Sin duda alguna, Auré mentía; trataba de ponerse en contacto con el enemigo y de informar a los soldados del obispo sobre la evolución de la comunidad. Pero ¿por qué la orilla opuesta seguía a oscuras? Nadie respondía a la traidora, como si ésta se dirigiera a la nada. De repente comprendió: la otra luz sólo brillaría la víspera del ataque.


Crestos debería haberse acercado a la casa de Sabni para revelarle todo el asunto; pero el remordimiento refrenó sus ganas; no le agradaba convertirse en delator; si se equivocaba, una hermana quedaría mancillada para siempre. Desde su primer encuentro, Auré le había parecido antipática y desde entonces no habían dejado de enfrentarse; lo que debía hacer era no dar tanta importancia a sus enfrentamientos, acallar sus sentimientos profanos y llevarse bien con la ritualista.

La posible conversión de Auré le hizo soltar una sonora carcajada. ¡Cuánta vanidad! ¡Él, Crestos, descubriendo una conspiración! Sabni no era tan ingenuo como para pasar por alto los tejemanejes de una hermana; si toleraba su comportamiento sería por sus inofensivos efectos. Dolida, perdida, Auré sólo buscaba la imagen desvanecida de su pasado.

La ritualista desconfiaba. A partir de ahora no encendería la lámpara; aunque estaba segura de que el maldito Crestos no la espiaba, sólo encendía la mecha cuando se hallaba junto a la orilla. El chico era capaz de pasar desapercibido detrás de un bloque de granito o de una columna; también tomaba múltiples precauciones antes de indicar su presencia a la hermana de rostro afilado que, tarde o temprano, acudiría a la cita para anunciarle que el camino estaba despejado. Auré no conocía a nadie más en Elefantina; su aliada le procuraría alojamiento y trabajo y le indicaría la forma más rápida de convertirse y de evitar un encuentro con la población.

La insensible ritualista se moría de miedo. Le espantaba salir de File; allí percibía el menor latido. Fuera de este universo, una miríada de peligros la acechaba; se sentía incapaz de hacerles frente ella sola. Sentimientos contradictorios se agitaban en su interior; por una parte, deseaba volver a la tierra profana; por otra, se aferraba al templo. La ausencia de su amiga la angustiaba y, sin embargo, temía su aparición. A medida que se acercaba el momento del exilio definitivo, recordaba los maravillosos momentos vividos con Isis, cuando ambas eran más jóvenes, despreocupadas de lo que el porvenir les tenía reservado; junto a la futura gran sacerdotisa, los días eran transparentes y ligeros. Si la boda con Sabni no se hubiera producido, el santuario estaría protegido por una paz oscura, alejado de las pasiones y de las guerras.

Permanecer en la isla sería un desatino. Todas las noches Auré agitaba la lámpara dirigida a su hermana liberada.

La hermana de rostro afilado salió de la cama de Apolo. Normalmente, el mercader de higos prefería mujeres más jóvenes; pero ésta se le había pegado como una sanguijuela, empleando todas las armas de la seducción. Un comerciante que se preciara de ello no desperdiciaría una buena ocasión; sin embargo, Apolo se arrepintió de no haber discutido el precio antes. A veces, su carácter impulsivo le perdía.

–¿Cuánto quieres?

–No quiero dinero.

Apolo frunció el ceño. La mujer no era una ramera.

–No tengo intención de verte otra vez, hermosa.

–Ayúdame a salir de la ciudad.

–No es fácil. Hay soldados que vigilan los caminos y comprueban la identidad de los viajeros.

–Dame un nombre y déjame formar parte de uno de tus convoyes de mercancías. No pido nada más.

–¿Quién eres?

–Nadie que importe. Pero tú eres un rico comerciante con un corazón generoso.

–No me crearás problemas…

–Obtendrás mi silencio y te juro que no volverás a oír hablar de mí.

–¿Me lo juras por Cristo? La hermana dudó un instante. – Te lo juro por Cristo.

La fama comercial de Apolo no se empañaría porque esta mujer proclamara haber compartido el lecho con él. Todos en Elefantina sabían que el mercader tenía un temperamento vivo y que no menospreciaba a las transeúntes, fueran nubias o no. Pero los modales de esta mujer, sumados a su aspecto noble, le hacían sentirse incómodo. Fría como un témpano, incapaz de manifestar ningún placer, la comedia que representaba resultaba tan mezquina como desmañada.

Apolo consideró que sería preferible denunciarla a Mersis. Aumentar su prestigio ante el capitán representaba una ventaja segura; un día u otro, el soldado de gesto huraño y severo subiría en el escalafón y se acordaría de los servicios prestados. Aprovechando el próximo reparto de frutas en el cuartel, el mercader le propondría compartir uno de los beneficios ocultos que hacían el encanto de la profesión.

Mersis detuvo a la hermana aquella misma noche. Enloquecida, subió al pretil de la terraza e intentó precipitarse en el vacío; un soldado le cogió la pierna y la obligó a arrodillarse temblorosa ante el capitán.

–¿Cómo te llamas?

La hermana ocultó el rostro entre las manos; Mersis la cogió por las muñecas y descubrió los rasgos.

–Una hermana de File -murmuró contrariado-. ¿Qué haces en este burdel?

–…busco un hombre rico.

–¿Para qué?

–Para que me ayude a salir de la ciudad.

–¿Sola?

–Claro.

–No te creo.

La hermana irguió la cabeza y su rostro pareció más alargado.

–¿Acaso imaginas que he organizado una evasión en grupo? La comunidad me trae sin cuidado. Me ha robado la juventud. Nadie ha sabido reconocer mi talento. Yo habría podido ser médico, ritualista, gran sacerdotisa… En lugar de eso, Isis me ha encasillado en tareas secundarias. ¡Y la imbécil de Auré confía en mi ayuda! ¡Yo huyo sola! ¿Me entiendes? ¡Sola!

Horrorizado, el capitán la confió a sus hombres. La mujer le tendió los brazos.

–No me abandones… Soy dulce y hermosa… ¡Disfruta cuanto quieras de mi cuerpo y libérame!

Mersis se hizo el sordo.

Dos días después, la hermana de rostro afilado atravesó la frontera de la provincia encadenada al carro del oficial, camino de Asia. Un momento antes de la primera parada la hermana se lanzó bajo las ruedas y quedó aplastada.

En el momento en que murió, Auré agitaba su lámpara escrutando las tinieblas.

Mersis comprobó los remos y el estado del casco. ¡Extraña misión la que le habían encomendado! Los subalternos habrían podido llevarla a cabo; pero las órdenes de Narses no se discutían.

Cuando el general lo miró con insistencia, el capitán perdió la serenidad. Los ojos acusadores del soldado, cuya mutilación no alteraba su fuerza, presagiaban una catástrofe.

Habían denunciado a Mersis.

–Tranquilízate, capitán. Nadie lo sabe excepto yo.

–General…

–No intentes mentirme; sólo conseguirías darme lástima. De modo que eres aliado de File y arriesgas tu vida por salvar a un templo que todo lo condena. Entonces, ¿sigues siendo pagano?

–No, soy cristiano. Creo en un solo Dios Todopoderoso, en la resurrección de la carne y en el paraíso; pero mi Dios es amor, tolerancia y bondad. ¿Por qué iba a exigir nuestro Dios la destrucción de una comunidad sagrada, de un santuario en el que se venera el principio creador y de ritos que perpetúan nuestra tradición?

–Nuestra tradición… eres un cristiano insólito. Te comprendo, Mersis. Yo también la he visto. No es una mujer, sino la gran sacerdotisa de File. A través de ella se manifiesta Egipto y sus misterios. Su imagen fascina, no como la de una diablesa, sino en forma de una luz cálida en el adormecer del verano; lleva el reposo al alma, despierta sensaciones desconocidas, un deseo de lo universal, una sed de cielo y de sol. Tú, discípulo de Cristo, sigues enamorado de la gran diosa.

Narses embarcó.

–Te envidio, Mersis. De cada parcela de tu ser emana la grandeza de esta tierra en la que has nacido. Yo empiezo a descubrirla ahora contemplando su nacimiento: la catarata. Dentro de unos siglos podremos dialogar.

–General, ¿cómo…?

–¿Cómo he calado en lo más profundo de tu ser? No has cometido ningún fallo. ¡La práctica de mando, capitán! Mi ojo vaga por todas partes. Observo a todos los hombres sin quererlo. Una actitud extraña, un comportamiento insólito… eso es lo que me sorprende y, a menudo, descubro un desasosiego que he de disipar para mantener la moral de las tropas, mi única preocupación hasta hace poco. Me fijé en ti cuando Isis curó a los enfermos. No la mirabas como un soldado, sino con la deferencia propia de un adepto. Cuídate, Mersis, y que los dioses te protejan.

El general hundió los remos y se alejó de la orilla. El corazón del capitán latió con fuerza durante mucho tiempo.


CAPITULO XXXV


En el interior del santuario, Sabni contemplaba el relieve de Isis que, con sus inmensas alas, envolvía el cuerpo de Osiris arrancado de la muerte. Aprisionado todavía por una mortaja, el dios se enderezaba; de la funda mortuoria sobresalían sus manos aferradas a un cetro cuya extremidad representaba la cabeza del animal del dios Seth, su hermano y asesino. Gracias al aliento de la mujer celestial y a su poder mágico, la luz triunfaba sobre las tinieblas.


El escultor había conferido a la esposa de Osiris delicados rasgos y una expresión plácida, parecidas a las de Isis. La gran sacerdotisa, encarnación simbólica de la diosa cuyo nombre llevaba, ¿no era la que resucitaba la comunidad?

Al amor del esposo se unía la admiración del sumo sacerdote.

¿De dónde le venía a Isis el valor de plantar cara a la adversidad, sino del conocimiento de lo divino? Ella se olvidaba de sí misma para preservar a la comunidad de la desesperación. La gran sacerdotisa poseía una alegría contagiosa; en su presencia, el mundo sonreía. Hermanos y hermanas se aplicaban a sus ocupaciones como si los acontecimientos se estrellaran al pie de la fortaleza del alma, como si ninguna desgracia pudiera franquear la puerta del templo.

Crestos se multiplicaba, cocía el pan, lavaba los vestidos rituales, fabricaba ungüentos. Tabajaba muy deprisa, quemaba, despedazaba, pero las ceremonias del culto se desarrollaban con dignidad sin que la presencia divina careciese de las ofrendas cotidianas.

Sabni subió por la escalera que daba acceso a la cima del primer pilono; Isis, de brazos cruzados, con los cabellos alborotados por el viento del norte, miraba el islote rocoso de Bigeh, el territorio sagrado donde reposaba Osiris.

Abrazó a su esposa. El tacto de la piel perfumada le proporcionó una indecible sensación de felicidad. Su deseo se mezclaba con la veneración por el ser radiante que animaba el cuerpo de mujer que las divinidades habían modelado a la perfección. La luz del mediodía incidía con violencia sobre el agua y las orillas del río, aislando el templo y volviéndolo inaccesible. Por su culpa, durante siglos ningún ejército había osado abatir estos muros que no defendía ningún guerrero. El eterno fundador de la obra, Imhotep, había rodeado la isla de un círculo mágico. Venerado en un pequeño santuario, al sur de la puerta de Evergetes, era el creador de la primera obra monumental de la civilización egipcia, la pirámide escalonada de Sakkarah, y de la última, el templo de File. Durante cuatro milenios, un único arquitecto, reencarnado de generación en generación, había construido las moradas de la eternidad.

A los pies de la pareja se desplegaba el dominio de Isis. Al gran patio, abierto a los rayos del sol, sucedía la sala de columnas, débilmente iluminada por las claraboyas; más allá, el Trono venerable se iluminaba únicamente con la claridad interior. Las piedras hablantes invitaban al espíritu a dirigirse hacia el último conocimiento y le hacían franquear las puertas que separaban la apariencia de la realidad.

¿No se beneficiaba Sabni de una gran suerte? Amado por una mujer excepcional, elevado a la más alta función religiosa, trabajaba en la isla de los orígenes, cerca de la gran diosa, a la dulce sombra de la sabiduría. Lejos de tiempos de guerras y odios, celebraba los rituales en un espacio preservado, repetía los movimientos de sus predecesores con la certeza de corazón que procura un trabajo bien hecho, portador del mañana.

Mejilla contra mejilla, sentía la fuerza de Isis. Ni el mayor sufrimiento destruiría su voluntad de transmitir, engarzada como la más pura de las esmeraldas.

–¿Qué nos queda, Sabni?

–Una tierra pobre sobre la colina, que he tenido descuidada durante todo este tiempo. Ahora la trabaja un campesino viejo; pienso enviar a alguien para que le ayude.

–El obispo la requisará.

–Yo mismo me ocuparé de la cosecha.

–Pero tu condición de sumo sacerdote…

–¿Me autorizará la gran sacerdotisa a alimentar a la comunidad?

–Perdóname; a veces olvido las obligaciones.

–También somos propietarios de una viña; todos saben que los racimos contienen la sangre de Osiris y nadie se atreverá a tocarla.

–Luchemos, Sabni. Teodoro es un enemigo implacable dotado de considerable poder; quiere separarnos para triunfar.

–En ese caso, fracasará.

Apolo se atiborraba de puré de habas y cerveza tibia. La buena marcha de los negocios le aumentaba el apetito. Había contratado varios jornaleros a bajo precio, así que al final de la buena temporada podría comprar una nueva granja y en cinco o seis años estaría entre los notables de Elefantina. Soberbia carrera, no cabía duda, para ser hijo de un don nadie. Apolo había utilizado las claves del éxito: mentir, engañar y robar sin dejarse sorprender. La nueva religión le iba de maravilla. ¿No perdonaba Dios los pecados a quien se arrepentía de haberlos cometido? Apolo se acusaba de sus faltas e imploraba el perdón de Cristo todas las tardes. Una vez al año, ofrecía a un diácono una confesión completa y varios kilos de higos. En paz con su conciencia, se sentía como un ciudadano perfecto y un excelente cristiano.

Su ordenanza se atrevió a interrumpir la comida.

–Cuando como, exijo que se me deje tranquilo.

–El obispo…

–¿Qué? ¿El obispo?

–Está aquí.

–¿Dónde?

–Inspecciona una cabaña, en el extremo del vergel.

Apolo apartó el plato.

–Te equivocas.

–Estoy seguro de que es él.

Incrédulo, el mercader consintió en desplazarse hasta allí. Cuando distinguió a Teodoro rebuscando en la choza con la ayuda de varios soldados, contuvo el aliento.

–Reverencia, vos… en mi modesta casa…

–Busco a tu hijo.

–Mi hijo. ¿Cuál?

–Crestos.

–Ha ido a Licópolis.

–Mientes, Apolo. Crestos no se ha movido de la provincia.

–Os prometo…

–No blasfemes. ¿Dónde se oculta?

–No lo sé. Se fue. Yo quería que fuera soldado, pero él se negó y se ha rebelado contra mí. Yo no soy responsable.

–¿No se habrá refugiado en File?

Apolo frunció el entrecejo.

–¿Le has animado a adoptar la religión de los paganos?

–¡Al contrario! ¡Soy un buen cristiano! ¿Acaso he faltado a misa algún domingo?

El obispo cogió a Apolo por el brazo y lo condujo al centro del vergel, lejos de oídos indiscretos.

–Tu hijo ha olvidado a su familia para entrar en una cofradía satánica. Al no denunciarlo has cometido una grave falta.

–¡Pero lo denuncié!

–¿A quién?

–Al capitán Mersis… Pero fui víctima de un chantaje.

Teodoro no manifestó ninguna emoción. La información, sin embargo, era sorprendente; así que el aliado de File era uno de sus más antiguos soldados. ¿Le arrestaría sin dilación? Mejor sería no precipitarse y reflexionar sobre el mejor modo de utilizar la nueva arma que la providencia depositaba en sus manos.

–Debes acompañarme, Apolo…

–¿Yo? ¿Acompañarte? ¿Por qué?

–Porque eres cómplice de un crimen: callar sobre el destino de un desertor te condena a la pérdida de tus bienes.

–Es Mersis el que…

–Olvida ese nombre. No vuelvas a pronunciarlo jamás. Con una recomendación firmada por mí, te establecerás en el Fayún. Me ocuparé de la venta de tus tierras y te enviaré el producto.

–Yo he nacido aquí y…

–Si rechazas mi proposición, me obligarás a acusarte.

Vencido, Apolo bajó la cabeza.

–Confía en mí. Si guardas tu lengua, gozarás de una vejez feliz.

–¿Y Crestos?

–Olvídale también a él. A partir de hoy, ya no existe.

A la misma hora en que Apolo, con lágrimas en los ojos, abandonaba Elefantina con armas y equipaje, el prefecto dirigía una súplica al obispo. Medio borracho, Maximino rogaba a Teodoro que proclamara urbi et orbi que Isis se había convertido al cristianismo. Así, la joven escaparía a la excomunión. Arruinando su reputación, conseguirían hundir la comunidad pagana.

Teodoro escuchó con paciencia la perorata del prefecto, pero se mostró inflexible. La fe no permitía favores de este tipo. Maximino continuó defendiendo su causa. Isis no era una mujer ordinaria; la Iglesia debía concederle este favor. Arriesgándose a un nuevo rechazo, ofreció al prelado una parte de su fortuna, pero Teodoro no cedió.

De vuelta a casa, el prefecto bebió vino y se tumbó en la cama; sobre el techo se dibujaba la imagen de Isis. Sus labios empezaron a moverse, le habló, pero él no le entendía. El prefecto se levantó, alargó los brazos, trató de abrazar a la mujer amada, pero cuando estaba a punto de tocarla desapareció.

–¡Isis! – gritó- ¡No rechaces mi amor!


CAPITULO XXXVI


Escuálido, andrajoso, vestido con una piel de cordero pestilente, el ermitaño salió de la tumba pagana que había elegido como morada. Desde lo alto de la orilla de occidente, contempló la isla de Elefantina, el curso del Nilo y, a lo lejos, el lugar maldito de File. Hacía treinta años que Pablo se infligía penitencias y mortificaciones para luchar contra el diablo presto a deslizarse en sus sueños o en un cuerpo de mujer; dormía poco y se encarnizaba con las figuras de diosas impúdicas que abundaban en los muros de las sepulturas impías.


Pablo no cesaba de protestar contra la existencia del último templo demoníaco, pero se estrellaba contra la negativa a recibirle de Teodoro, obispo tolerante hasta la complacencia. Tras haber velado toda la noche, su omnipotencia se debilitaba; el ermitaño, nombrado mensajero por sus correligionarios y los monjes de la provincia, se convertía en un personaje oficial de quien ensalzaban la fe ardiente y la voluntad de arrancar las raíces del mal.

Con los ojos febriles, Pablo se apoyó sobre el bastón nudoso que le servía para aplastar la cabeza de las serpientes. El grandioso paisaje, tan propicio al recogimiento, no tardaría en volver al seno del Señor. Teodoro dirigía la lucha en la retaguardia; los verdaderos creyentes sabrían poner en su sitio a los enemigos del Altísimo.

La tierra estaba seca y resquebrajada, pero la cosecha aportaría un poco de alimento al templo. ¿Cómo esperar más de un campo de cebada mal situado y de modestas dimensiones? Sabni trabajaba con tesón, ayudado por dos campesinos que habían escapado a la leva. Un magnífico espectáculo le compensaba de sus esfuerzos. Vista desde la colina, la isla santa parecía un navio cuya proa estaba formada por un enorme bloque que camuflaba el Trono venerable, en el que el poder divino permanecería por siempre inaccesible al entendimiento humano. A la izquierda, la columnata de acceso precedida por un obelisco; a la derecha, el pabellón de Trajano oculto tras un grupo de palmeras.

A mediodía, vio a Isis sobre el primer pilono; su silueta blanca coronaba las cimas verdes. Saludaba a Ra, luz oculta y revelada en el disco solar en el cenit de su curso. Toda la comunidad recogía las palabras de la gran sacerdotisa, dirigidas al cosmos desde hacía cuatro milenios. A lo lejos, las montañas ocres cerraban el horizonte.

El sumo sacerdote redobló sus esfuerzos; la cebada era tan escasa que nadie la reclamaría, pero sería suficiente para los adeptos.

No quedaban más que tres o cuatro días de penalidades; una vez segadas las espigas, Sabni las juntaría en haces y las transportaría hasta File.

Bajo un tibio sol, Sabni subió la pendiente a paso rápido. La noche anterior, los campesinos le habían expresado su negativa a seguir colaborando con él. Amenazados con ser denunciados, temían un arresto. El sumo sacerdote no se inmutó por aquella renuncia; al final de la mañana el trabajo estaría terminado.

Se detuvo a poca distancia del campo. Cabras y corderos habían roto el cercado y pisoteado la cosecha. Aún quedaban algunos que se regalaban con los últimos granos de cebada.

Sabni lloró de rabia. Esta vez, tendrían que concederle una indemnización.

–Tu causa es justa -reconoció Teodoro-. Puedes denunciar a los vecinos; si lo haces bien, los propietarios de los animales te pagarán el doble de lo que esperabas sacar de la cosecha.

–¿El prefecto presidirá el tribunal?

–No en un asunto de tan poca importancia. Depende de la jurisdicción eclesiástica.

Los habitantes de Elefantina la conocían demasiado bien. El obispo concedía audiencia cuando le parecía. En un solo día, podía examinar más de un centenar de litigios. Mucho antes de la salida del sol ya se organizaba la larga fila de querellantes; la mayoría no podría presentar sus quejas. Al igual que el resto de los obispos, Teodoro se dedicaba en primer lugar a los casos más importantes de proceso civil: nominación de magistrados locales o de jefes de ciudad, promoción de funcionarios, liberación de prisioneros, ajuste de contribuciones; en el tiempo que le sobraba, arreglaba los problemas menores.

–¿Cuándo abrirás las puertas de tu tribunal?

–Cuando un número suficiente de expedientes requiera mi intervención.

–Tengo prisa, Teodoro.

–Haz un donativo a la Iglesia. Eso apresurará mi decisión.

–La ley no es igual para todos. Si un rico comete una infracción, escapa a tu venganza; si es un pobre, le infliges una severa pena a menos que muera antes del juicio. Es monstruoso tener que pagar para que se haga justicia.

–En Bizancio dicen que un proceso sobrepasa fácilmente el término de una vida humana y que es casi eterno. La justicia de Dios no prevalece en esta tierra, lo admito; si deseas mejorar nuestra suerte, conviértete y trabaja a mi lado. Serás un juez excelente.

–¿Cuándo abrirás tu tribunal, Teodoro?

–Quizá en otoño, después de la crecida.

Meditando sobre su roca, el general Narses se sentía cada vez más extraño al ejército y a sus exigencias, aunque nadie podía reprocharle que faltara a sus deberes. Soñaba con File con creciente frecuencia. En otra época, en otra vida, quizá habría solicitado su admisión en la comunidad que el emperador le había encargado expulsar. Un emperador tan silencioso y lejano que había perdido toda realidad.

Egipto no era fácil de conquistar. Los sucesivos invasores, asiáticos, asirios, persas, griegos, romanos, tuvieron que someterse a sus leyes; quien quería gobernarla recibía la iniciación en los misterios de la realeza antes de ponerse la doble corona de Faraón. Aunque moribunda, la tradición sobrevivía en sus ritos y símbolos. Bizancio y el cristianismo imponían otras reglas, pero tropezarían y pagarían caro su error.

Narses no tendría que ejecutar las órdenes; File estaba arruinada. Piezas de plata vertidas en el tesoro del obispo tras el arresto del especialista en ungüentos, personal reclutado a la fuerza, el trigo requisado en provecho del ejército, tierras agostadas… el hambre se cernía sobre el templo. Con todas las reservas agotadas ¿cómo se alimentarían?

Esta muerte lenta servía a su propósito. No tenía el menor deseo de intervenir contra esta isla santa, en la que había rozado la serenidad; se contentaría con mirarla desde lejos, soñando con una sabiduría desaparecida y confiando sus pensamientos al viento del sur; un soplo los transportaría hacia comarcas inexploradas.

Maximino no cabía en sí de gozo. Desde que había renunciado a suplantar al obispo, había recuperado la esperanza. Teodoro estaba demostrando su valía sometiendo el templo a su voluntad; dividida, File agonizaba. Isis escaparía pronto a la influencia de Sabni. Maximino se presentó ante las autoridades de Elefantina para proclamar en voz alta y fuerte que la gran sacerdotisa renunciaría al paganismo para convertirse en su esposa.

Teodoro no intervino. Al ridiculizarse, el prefecto perdía el último gramo de respetabilidad que le quedaba. Sin proferir una sola crítica a su comportamiento, el obispo asistía a su caída en un abismo del que no saldría jamás. El enviado del emperador había cometido el error de considerar la provincia de Elefantina como tierra conquistada y había menospreciado su magia; quien no dejaba vagar su espíritu por la corriente del río, no dominaba los acantilados y los bloques de la catarata le condenaban a perder la razón.

El capitán Mersis estaba nervioso. Desde lo alto de una torre de adobe, miraba hacia el sur profundo. Ya no creía posible un ataque de los blemios; su demostración de fuerza había sido para mantener a distancia las tropas bizantinas cuya impotencia habían podido constatar; amenazados por la exterminación durante largo tiempo, el pueblo blemio se había asegurado la supervivencia en su territorio durante varios años. ¿Por qué iban a lanzarse a una conquista en la que perecerían miles de personas?

Durante la comida, un oficial cuyo primo trabajaba en la oficina de impuestos indirectos había comentado un rumor persistente: Teodoro preparaba una contribución sobre los barcos y exigiría a los propietarios privados y a las instituciones un inventario detallado. Inmediatamente, Mersis pensó en File. Este nuevo impuesto sería insostenible; Sabni debía desembarazarse cuanto antes de las embarcaciones más pesadas.

El soldado redactó un mensaje y, al anochecer, lo envió mediante una paloma mensajera. El pájaro voló hacia el templo. Mersis se sintió aliviado; Isis y Sabni sabrían prepararse contra los ataques si eran informados a tiempo de las intenciones del enemigo.

Desde la azotea de su casa, el obispo asistió al vuelo de la paloma que sus arqueros derribaron sobre las colinas. El falso rumor propagado por el prelado se había extendido, provocando la rápida reacción del traidor. Mersis era un adepto de Isis. Antes de infligirle el castigo pertinente, Teodoro le utilizaría sin que él se diera cuenta.

En aquel momento, Isis no tenía ni un solo aliado. Tendría que afrontar sola al representante de Cristo; era hacia Él, hacia la verdadera fe hacia donde Teodoro debía dirigir a la comunidad pagana para que se cumpliera la voluntad del Señor. Si la gran sacerdotisa se convertía en esclava del prefecto, tendría que derribar, no importaba cómo, la muralla mágica que ella había levantado entre Dios y Sabni.

Teodoro avanzaba en paz por un camino sin curvas, instrumento entre las manos del arquitecto del mundo. Con la desaparición definitiva de la religión faraónica nacería un nuevo universo cuyo vuelo no debía ser frenado por File. Una sola comunidad, unida, amenazaba más al cristianismo que los miles de paganos dispersos por el mundo. Bastaría un mascarón de proa, como la pareja formada por Isis y Sabni, para devolver el vigor a los cultos antiguos. Desde el origen.de los tiempos, Egipto afirmaba su vocación de madre de las civilizaciones. Sometido, dominado, continuaba engendrando ideas que determinaban el futuro. Allí residía el infinito poder de la isla santa. Solo con sus oraciones y la celebración de los ritos, orientaba la mirada del corazón. Teodoro no menospreciaba el peligro; cuanto más se debilitaba la comunidad material más se reforzaba la hermandad espiritual.

El obispo libraba con la gran sacerdotisa un combate invisible; aunque fuera sitiada, dispondría de un arma eficaz: el amor de Sabni. Era a él a quien había que destruir antes de vislumbrar una victoria.

La palmera erguía su tronco liso contra el azul del cielo. Isis, sentada a la sombra, leía un himno a Hathor, obra de la primera gran sacerdotisa de File. La ferocidad de la naturaleza desaparecía en los confines del jardín donde, desde el nacimiento de la primavera, era agradable disfrutar del sol a través de las palmeras. Sabni le llevó agua fresca, higos y pan. Inmóvil, ella parecía casi indiferente. – Teodoro nos cree vencidos y sin recursos. – Es demasiado perspicaz para cometer ese error -objetó Sabni- Te teme. Mientras estemos unidos, nos acosará.

–Egipto ha sufrido numerosos yugos pero su fe ha sobrevivido. Los cristianos quieren extirparlo de nuestro suelo y de la memoria de los hombres. Teodoro no se comporta como un simple servidor de su dios; exige la verdad total y definitiva, la que le ha revelado Cristo y sobre la cual construye un nuevo mundo. Para que tenga éxito, File ha de desaparecer.

Sabni tembló. ¿Le estaba anunciando Isis el fin de la comunidad? – Tranquilízate, amor mío. Cualquiera que sea el invasor de Egipto, será cazado o se pudrirá en el sitio. Poco importan los siglos. Nuestro mensaje es inmortal porque no ha nacido del cerebro de un hombre sino que expresa el secreto del universo; el obispo no se equivoca en eso.

–Fue un amigo sincero y leal.

–Lo sigue siendo y te espera, Sabni. Tú deseas su alma; si amenaza a la comunidad es por ti.

–Yo nunca compartiré su credo y lo sabe. – ¿No hace milagros su dios? Sabni se sentó a su lado y le acarició los pies. – ¿Cómo alimentaremos a la comunidad? – Cuando no tengamos más pan, descenderemos a las criptas. El acceso está tapiado desde hace más de dos siglos; mi padre me enseñó el plano.

–¿Qué hay allí?

–Más tarde; una tarea urgente me reclama ahora: rendir homenaje a Osiris.


CAPITULO XXXVII


Isis llegó al islote de Bigeh, territorio sagrado de Osiris y en el que la única persona que podía aventurarse era la sacerdotisa de File. Allí, bajo una acacia inmortal se ocultaba la tumba del dios; Osiris esperaría la llegada de su esposa, poseedora de las fórmulas de la resurrección, hasta el día en que la humanidad se extinguiese. Isis subió una escalinata de piedra, cruzó una puerta con el jambaje decorado con textos de bienvenida y pasó delante de las estatuas de gloriosos faraones del Imperio Nuevo, cuyos ka habitaban cerca del gran dios; más allá comenzaba el reino prohibido en donde ningún hombre, sabio o ignorante, rico o pobre, tenía permitido el acceso.


Isis apartó los matorrales, descubrió un sendero y se adentró en el bosque de tamarindos.

Allí estaba enterrada la efigie del dios de los blemios; con la mano izquierda sujetaba una gacela y en la derecha tenía un ramillete. Considerado, junto con Osiris, Señor del territorio secreto, llevaba el apodo de «buen viajero», compañero de la hija de Ra, soberana del circuito solar abierto a las almas regeneradas.

Isis avanzó a paso lento teniendo cuidado de no hacer ningún ruido. Osiris exigía silencio. No soportaba ningún canto, ningún sonido de flauta, de arpa o de tambor. Alrededor de la tumba, se erigían trescientos sesenta y cinco altares; la gran sacerdotisa vertió un poco de agua sobre cada uno. Gracias a esta libación, cada día del año se convertía en santuario de Osiris y en portador de un renacimiento que proclamaba el sol al surgir de las tinieblas. Después se aproximó al sarcófago de piedra semienterrado en una colina en forma de cúpula.

A solas, dialogó con el espíritu que se movía bajo el sepulcro que, en las fiestas de luna nueva, se transformaba en milano hembra con cabeza humana y que, con su aleteo, provocaba el despertar de Osiris. Isis no pidió ayuda ni se entretuvo en suplicar; la lástima, la desesperanza y la plegaria personal habrían desnaturalizado el culto. Pronunció palabras de fuerza y poder, alimento del alma de Osiris que revelaban la naturaleza secreta del dios, sol de la noche y principio de metamorfosis incesantes. A través de la voz de la gran sacerdotisa se infiltraba la de generaciones de adeptos unidos en el acto de la ofrenda.

A popa, en la barca que les llevaba a Elefantina, Isis y Sabni releyeron la extraña citación que les conminaba a comparecer ante el obispo. Teodoro abría su Tribunal mucho antes de lo previsto, siguiendo un procedimiento irregular. Normalmente, el prelado no tenía costumbre de convocar así a los demandantes sino que un heraldo anunciaba el evento.

Para mayor sorpresa, no había nadie esperando ante el gran edificio de muros blanqueados con cal, en cuya entrada dos soldados montaban guardia. Al fondo de la sala vacía se encontraban el obispo y el prefecto. A la izquierda de este último, inclinado sobre el escritorio, un escribano se apresuraba a levantar las actas de la sesión. Las puertas se volvieron a cerrar detrás de la pareja.

–¿Se nos va a conceder la indemnización? – preguntó Sabni en tono irónico.

–Un asunto más grave nos preocupa -respondió el obispo-. Por esa razón he pedido al prefecto Maximino que estuviera presente.

–¿Acaso existe un problema más acuciante que el de hacer justicia?

–Tal es mi intención. Pagáis impuestos como propietarios del lugar llamado File; ¿lo sois en verdad?

Sabni temió comprender.

–Toda propiedad de terreno se fundamenta en un acto jurídico; mis secretarios han examinado los documentos del catastro y ninguno hace referencia a File. Por lo tanto, no pertenece a nadie. Al no constituir un bien heredado, este terreno se convierte en propiedad de la Iglesia.

El ataque, cuidadosamente preparado, cogió por sorpresa al sumo sacerdote. Estaba dirigido por un hombre seguro de apoderarse de la isla santa sin esfuerzo alguno. El jurista aplicaba la ley. Nadie podría reprocharle ser inhumano o cruel.

–Os equivocáis -rectificó Isis con su dulce voz.

–¿Tenéis alguna prueba?

–¿Desearíais examinarla?

–Es imprescindible.

–Tendréis que esperar unos días.

Maximino no apartaba los ojos de ella; esperaba un largo discurso o declaraciones inflamadas de indignación. Isis mantuvo la calma, lo que realzaba aún más su atractivo.

–Aceptamos -concluyó el obispo.

El escribano anotó el aplazamiento de la sesión.

Tres días más tarde una numerosa comitiva se presentó ante el Tribunal. Crestos y las hermanas se habían quedado en el templo; los hermanos ayudaban a Sabni a transportar el documento prometido al obispo, una pesada estela de piedra caliza extraída de las profundidades de una cripta. En ella se veía a la diosa Ma'at, encarnación de la Ley de la vida, frente al dios Thot, el de cabeza de ibis. Al dictado de la mujer celeste, el dios redactaba un texto en idioma jeroglífico.

–Os he traído la prueba de que File pertenece a los dioses y no a los hombres -señaló Isis.

El escribano dejó el cálamo. Le pagaban a tanto la línea y había malgastado su juventud en aprender el griego y el arameo con el fin de redactar arrendamientos, contratos y testamentos. Leer jeroglíficos no formaba parte de sus obligaciones.

El prefecto se levantó para examinar de cerca la sorprendente escritura de propiedad. Así pudo aspirar el perfume de Isis.

–Nadie conoce este idioma. ¿Cómo vamos a juzgar la validez de esta prueba testimonial?

Sabni observaba a Teodoro. ¿Se atrevería a confesar que conocía la escritura sagrada de los antiguos egipcios?

–Traducid -ordenó el obispo-. Escribano, registra la declaración.

El sumo sacerdote leyó, recalcando cada frase.

–Este templo es como el cielo en todos sus rincones. Fue construido por Faraón bajo el Principio creador renovado constantemente para resplandecer como el horizonte. Al finalizar la obra el constructor devolvió la morada a su dueño y señor; en estos lugares habita la gran diosa, Isis.

El escribano consultó sus tablillas. El obispo lo había hecho llamar porque, como tabelión, aplicaba la ley de forma rigurosa; así nadie podría dudar de que el juicio había sido justo.

–Ocupación implica posesión. ¿Alguien que lleve el nombre de Isis habita estos lugares?

Sonriente, la gran sacerdotisa dio un paso al frente.

–¿Sois vos la heredera y dais fe de esta escritura?

Isis asintió. El prefecto se sentía dividido entre el deseo de apoderarse de Isis y el de estrangular a Sabni; odiaba al egipcio que se interponía entre él y su felicidad.

–Perfecto -estimó el tabelión-. Esta estela será depositada en los archivos del catastro; la próxima vez traed una copia más manejable.

Sabni e Isis saludaron al obispo, que permaneció impasible.

La temporada de la siega finalizaba; los encargados de la trilla trabajaban sin descanso, presurosos por acabar antes del comienzo de la crecida. El ardiente sol de junio abrasaba las colinas de Elefantina.

En el templo, Sabni impuso un racionamiento. Este hecho no contrarió mucho a los adeptos, salvo a Crestos, que tenía un apetito voraz. Al menos durante dos meses, no faltarían alimentos.

Antes del rito del mediodía, Isis y Sabni se bañaron desnudos al pie del templo pequeño de Hathor, situado frente a los acantilados del este. Nadar les hacía olvidar las fatigas y mantenía la juventud del cuerpo. No se alejaban mucho de la orilla, desaparecían bajo el agua, rozaban a los peces y, bajo la mirada protectora de la diosa del amor, se entregaban a juegos dulces o apasionados. Isis, con la piel rutilante de perlas de agua, se parecía a la estrella brillante del año nuevo. Sabni besaba los capullos en flor de sus senos, acariciaba el musgo de su pubis y bebía de sus labios embriagadores. ¡Era tan agradable estrechar a la mujer amada, nutrirse con su mirada, verla bañada de luz y unirse a ella bajo las ramas protectoras de la acacia! El amor, ¿no sembraba en el cielo la esmeralda y la turquesa para crear las constelaciones?

Tendidos en el suelo, el uno junto a la otra y con los ojos entornados, saboreaban aquellos momentos de placer que se transformaban en la dicha de existir.


CAPITULO XXXVIII


Crestos leía con avidez los papiros de la biblioteca. Medicina, astrologia, geometría, mitología… ningún tema escapaba a su curiosidad. Leía los jeroglíficos con una facilidad increíble, como si la lengua sagrada le fuese familiar desde su nacimiento. Tanto bajo la dirección de Sabni como bajo la de Isis disciplinaba su pensamiento, diferenciando el conocimiento del saber. «El peligro -indicaba Sabni- es acumular muchas nociones sin vivirlas. Olvida, experimenta, formula según los dictados de tu corazón y no según tu fantasía.» El joven adepto dormía poco y se negaba a descansar. Ni el calor le molestaba ni las tareas materiales le fatigaban. ¿No tenía que estudiar siglos de sabiduría? ¿No tenía que recorrer milenios de iniciación? Cuanto más aprendía, más ganas tenía de aprender. Por la noche, sobre el tejado del templo, formulaba miles de preguntas a Sabni y a Isis que eran mucho más que un padre y una madre para él; formaban una verdadera familia con la particularidad de que los miembros habían sido elegidos libremente.


A mediados de junio, Crestos entró en la sala de columnas. Todos los adeptos habían reconocido su capacidad para aprender nuevos misterios. Ante los maravillados ojos del muchacho se abría un camino fabuloso. Según el momento del año y la hora del día, los rayos de luz filtrados por los tragaluces iluminaban un detalle u otro de una columna, revelaban tal o cual figura de la divinidad o resaltaban esta o aquella parte de texto. Crestos miraba y asimilaba; reuniendo los elementos dispares y preguntándose por qué algunos quedaban en la sombra, se familiarizaría con las leyes del mundo de los dioses y quizá captaría su funcionamiento. De momento todo le era dado; sólo tenía que vagar por aquel laberinto de símbolos con la esperanza de encontrar su centro. Crestos se entregó a esta tarea con fervor.

Después de su fracaso, Teodoro parecía inactivo. La realidad era que, estando cerca la crecida, se sentía agobiado por el peso del trabajo administrativo. Todos los informes referentes a la reparación de los canales debían ser estudiados con cuidado. En varios sitios, los campesinos reclutados a la fuerza realizaban el trabajo con negligencia. Si la crecida no era abundante, el regadío no estaría asegurado; o las reservas de alimentos empezarían a escasear. Incluso los graneros del ejército pronto estarían vacíos. El obispo inspeccionaba las tierras, examinaba los diques, verificaba el emplazamiento de los mojones y exhortaba a los capataces para que controlasen a los campesinos. Por todas partes se relajaba la disciplina. File, Crestos, el capitán Mersis… El prelado no los olvidaba en ningún momento, pero los había relegado a segundo término, obsesionado por el bienestar de la provincia.

Entre las múltiples ofrendas del culto mayor figuraba la del vino. En Elefantina, como en otro tiempo en Egipto, la viña poseía un carácter sagrado; los cristianos reconocían el valor simbólico del jugo atrapado en las uvas y no destruían las viñas de los templos. Durante la misa el sacerdote lo identificaba con la sangre de Cristo como el adepto hacía con la de Osiris.

Sabni se quedó estupefacto al comprobar que los bárbaros habían destruido el pequeño viñedo de File: cepas arrancadas de raíz, tierra removida y salada, el péndulo de la máquina de regar hecho trizas… Cuando los tres últimos cántaros estuvieran vacíos, el sumo sacerdote no podría rellenar los vasos de vino que elevaba, en la naos, hacia el rostro de la estatua.

Plantada en medio del viñedo, había una cruz con el nombre de Jesús. Tenía una forma parecida a la cruz ansada, que en la lengua sagrada significaba «vida». De uno de los brazos colgaba un trozo de piel de chacal, rubricando la fechoría de los monjes que ocupaban las tumbas de los nobles y artesanos. Ellos habían destruido los rostros de las mujeres, encarnación del diablo; habían decapitado las estatuas y quemado o cubierto de yeso las paredes. Llevaban mucho tiempo soñando con destruir File. El obispo les contenía a duras penas. Atemorizados, no se atrevían a entrar en la ciudad donde los soldados les interrogarían.

El color del agua cambió, se volvió más oscuro y opaco. Isis alcanzó la orilla. Cuando Sabni se reunió con ella, ofrecía al sol su cuerpo de miel perfumado con jazmín.

–Nuestro último baño antes de la crecida.

El sumo sacerdote amasaba con la punta de los dedos un poco de tierra mojada.

–Llegará tarde.

–Es pronto para saberlo. Pero lo cierto es que el cauce debería llevar más barro.

Trataron de tranquilizarse, pero los signos no engañaban. ¿Padecería Egipto un año de hienas durante el cual las fieras hambrientas se atacarían unas a otras? ¿Entraría en un periodo de siete años catastróficos condenando a la mitad de la población a desaparecer? Si los campesinos eran reducidos a la indigencia ni siquiera podrían ofrecer un poco de trigo a la comunidad. El ejército se quedaría con toda la cosecha.

–Teodoro te acusará de practicar la magia negra.

–El pueblo no lo escuchará. No estoy nerviosa por mí sino por nuestros ancianos; un ayuno prolongado los matará.

–Encontraré alimentos en los pueblos del norte.

–Paciencia. Esperemos el comienzo de la crecida.

El ejército de Narses se había acostumbrado a las delicias de Elefantina. En razón de su inactividad forzada y de la imposibilidad de aventurarse por los caminos de Nubia, el general, de acuerdo con el prefecto, había dubücado las raciones de vino, aumentado la soldada y multiplicado los permisos. Olvidando a los blemios, los soldados bizantinos frecuentaban las tabernas y el mercado donde se vendía marfil, perfumes, pieles de pantera y otros géneros exóticos, objeto de rudas negociaciones. El burdel de la villa siempre estaba lleno; a los pobres desgraciados que no alcanzaban a pagar el precio iban a consolarles las prostitutas de ocasión. Narses cerraba los ojos; su único temor era que una crecida abundante cubriera su roca y le impidiera meditar frente a la catarata.

El prefecto no podía apartar de su mente el rostro de Isis; varias veces había pensado suplicar al obispo que le exorcizara, pero prefería sufrir un dolor intolerable para no perder aquellos ojos, labios y mejillas, inaccesibles hasta entonces. Aceptaba el suplicio puesto que mantenía la esperanza de conquistarla.

En la tienda de antigüedades había descubierto una antología de poemas del antiguo Egipto; los versos evocaban el reencuentro de los amantes en un jardín sombreado, al abrigo de miradas curiosas, cerca de un estanque de agua fresca donde se bañaban tras haberse declarado su ardor. ¿Cómo no soñar con Isis desnuda, deslizándose sobre una ola azulada?

En aquellos textos gozosos y sensuales, Maximino admiraba el respeto hacia la mujer amada; aquel raro sentimiento hacía que la pasión se pareciese al oro centelleante. Él, que despreciaba a las hembras, se sometía a la gran sacerdotisa de File; esta obediencia sincera le elevaba el alma; si Isis se negaba, no debería conquistarla a la fuerza, sino abrir poco a poco el camino de su confianza. Maximino tendría la paciencia del granito; que le juzgaran loco le era indiferente.

Isis guió la barca hasta Bigeh, donde ofrecería a Osiris una libación de leche que un pescador había llevado al templo durante la noche. Algunos mercaderes, avisados de la pobreza de la comunidad, no dudaban en sacrificarse por ella. También era cierto que Teodoro no había promulgado ningún edicto prohibiendo a la población comerciar con File, pero todos conocían los riesgos: detención arbitraria y deportación. Por fortuna, las rondas se iban espaciando; numerosos soldados estaban encargados de supervisar la limpieza de los estanques de regadío y de impedir la fuga de los campesinos encargados de estos trabajos.

Cuando la gran sacerdotisa estaba amarrando su embarcación una cabeza negra apareció en el agua. El hombre, un atleta de cabellos crespos, se mantenía a una distancia respetuosa.

–Soy un sacerdote blemio. Recibe el testimonio de mi veneración y la de mi pueblo. Sé que sólo tú puedes pisar el suelo de la isla de Osiris. Por lo tanto me mantendré apartado.

–¿Qué deseas?

–Saber si los cristianos han violado este territorio sagrado.

–Lo han respetado.

–También quiero saber si la capilla y la estatua de nuestro dios están intactas.

–Lo están.

–Saber si vuestra persona está protegida contra cualquier agresión.

–No corro ningún riesgo.

–Llevaré las nuevas a mi rey.

–¿Vais a atacar Elefantina?

–Nosotros veneramos a la gran sacerdotisa de File. Ella vive por encima de las guerras y los problemas humanos.

El blemio desapareció bajo el agua. Isis, pensativa, se dirigió hacia los altares para verter la leche de la ofrenda.


CAPITULO XXXIX


Sabni se detuvo ante las enigmáticas figuras de la capilla próxima a la puerta de Adriano, enfrente de Bigeh. Crestos identificó el sol y la luna entre los cuales circulaban las estrellas, así como el pilar provisto de un pájaro que representaba a Osiris resucitado; preguntó el significado del personaje acurrucado en el interior de una caverna rodeada por una serpiente.


–Es el espíritu del Nilo -indicó el sumo sacerdote-. Su poder está atrapado en las entrañas de la tierra que, a su vez, está sumergida en un océano de energía. El personaje sostiene dos vasos que contienen los fluidos terrestre y celeste. Sólo su unión genera una buena crecida; en las estrellas leemos el destino que nos reserva: la luna la desencadenará y el sol la estabilizará.

–¿Cómo podría describirte mi alegría, Sabni? En esta jungla de símbolos me siento como en mi casa. Esto es el paraíso: el lenguaje de los dioses, los misterios del templo y el calor de las columnas. A veces tengo miedo de perder este tesoro si soy incapaz de franquear otras puertas.

–Sigue tu deseo durante toda tu vida; ninguna riqueza es aprovechable si se descuida. Aquel que guía no puede extraviarse.

–Quiero hacer hablar a esas imágenes de piedra. ¿Cómo probaré que mis palabras son la verdad?

–Si el oído es bueno, la palabra es buena; escuchar es la mejor virtud: el resultado será el amor perfecto. Si el discípulo acepta las palabras del maestro buscará su cumplimiento. Dios ama al que escucha y odia al que permanece sordo. Poseerás tu corazón si lo escuchas pues de él nacerán las palabras justas.

Crestos no perdió palabra. La enseñanza recibida era su carne y su sangre.

La calma de Teodoro sólo era aparente. Escondía a los ojos de sus subordinados los nervios que aumentaban día tras día ya que la crecida se anunciaba más débil que la del año anterior; la provincia caminaba hacia el desastre.

El prelado se opondría a implorar la ayuda del emperador y a reclamar víveres a Bizancio; olvidando los caprichos del Nilo, la orgullosa capital condenaría la imprevisión del gobernador.

No sólo se retrasaría la crecida, sino que sería débil e incapaz de depositar el limo sobre las tierras sedientas. A pesar de los consejos del obispo, la mala noticia se había extendido por las calles de Elefantina y los campos vecinos. La angustia crecía; Teodoro se extrañaba de la expresión regocijada del prefecto.

–El pueblo está de acuerdo en que Isis debe intervenir. Ella es la única que sabrá provocar el aumento de las aguas celebrando el gran ritual de la crecida.

Para Maximino significaba estar a su lado durante varios días seguidos.

–Me niego.

–¡No seáis tan obstinado, obispo! Os ofrezco la mejor solución. Si celebráis la misa en vano, ¿cuántos cristianos perderán la fe? Imposible correr ese riesgo. Si la gran sacerdotisa fracasa, la multitud se precipitará sobre el templo. A ella la retendré aquí.

–¿Y si tiene éxito?

–El pueblo la aclamará durante un tiempo y después la olvidará. Atravesaréis una tempestad pero pronto encontraréis el medio de atribuir el milagro a Cristo; las divinidades egipcias no cuentan después de un largo periodo de tiempo.

El obispo se resignó; a él le tocaba convencer a Isis. Ella se negaría a recibir al prefecto y no escucharía a ningún otro enviado. Volver a File le resultaba humillante pero en las calles de Elefantina no cesaban de hablar de Isis. ¿No era la curandera también una maga, dueña de poderes sin límites? Los adivinos predecían una crecida tan débil que ni una espiga de trigo crecería; los hambrientos atacarían a los más débiles, los pobres desvalijarían a los ricos, la sangre enrojecería el Nilo.

La barca del obispo se acercó al embarcadero donde, alertada por el vigilante, Isis le esperaba. Su larga túnica blanca resplandecía.

–Saludo a la gran sacerdotisa de File.

–Que la gran diosa proteja a sus fieles y les vuelva la tierra fértil. ¿Deseáis entrar en el templo?

–Estoy obligado a requerir vuestra ayuda.

–¿Creeríais en nuestra magia?

–De ninguna manera.

–Sin embargo ha sido eficaz miles de veces.

–No os engañéis con vuestras propias leyendas. El pueblo simplemente necesita prodigios.

–Estáis convencido de que la crecida será insuficiente y deseáis utilizar los métodos que reprobáis. ¿A qué obedece vuestra conducta?

–La fatalidad me la impone. Evitar el hambre es mi único deseo.

–Imponiendo mi presencia, ¿no insultáis a Cristo?

–Mi diálogo con Dios no os concierne. ¿Aceptáis ayudarme?

–Yo también deseo la prosperidad de la provincia.

Descendió a la barca y se instaló en la proa mientras Teodoro se sentaba a popa. Los remeros maniobraron rítmicamente.

–Una simple ofrenda no bastará. Necesito consultar los archivos del templo de Jnum.

–¿Olvidáis que ha sido destruido?

–Es verdad, los fanáticos lo han reducido a un amasijo de piedras; hay un rumor que dice que habéis salvado los papiros de la Casa de la vida contigua al santuario.

–Audaz afirmación.

Vestido con una larga túnica roja con el cuello ribeteado de oro, Teodoro libraba uno de los combates más difíciles de su carrera. Por más que trataba de defenderse, aquella mujer le ponía nervioso. Nunca llegaría a someterla; era como si la voluntad de Dios se estrellara contra una muralla indestructible.

–Vos leéis los jeroglíficos, la sabiduría de Egipto es vuestro alimento y también el mío. Nuestra tradición se funda sobre el conocimiento y no sobre el saber; se expresa a través de los textos que vos respetáis. Vos, reverencia, no sois un destructor.

–¿Necesitáis esos papiros?

–Ambos deseamos una crecida beneficiosa. Sin las fórmulas mi voz será inútil.

Los archivos de la Casa de la vida estaban cuidadosamente ordenados en las cuevas de la morada del obispo en las que nadie podía penetrar. Teodoro había salvado la mayor parte durante el incendio a causa de una frase leída repetidas veces en un texto del Antiguo Imperio: «Ama los libros como amas a tu madre». El obispo soñaba con una inmensa biblioteca que reuniera los escritos nacidos sobre la tierra de Egipto desde los albores de la civilización. Para propagar la nueva religión ¿no era necesario conocer los errores del pasado?

Conmovida, Isis acarició los venerables papiros cubiertos por columnas de jeroglíficos trazados por los sacerdotes de Jnum en la época en que el santuario reinaba sobre la isla de Elefantina. Entre ellos, un texto firmado por Imhotep en persona revelaba las palabras que obligarían a Jnum a levantar su sandalia y liberar el cauce.

–Deberíais restituirnos estos documentos, reverencia.

–No contéis con ello.

–¿Temeríais que los utilizáramos contra vos?

–Os sobreestimáis. No me asusta vuestra pequeña comunidad. ¿Qué podría hacer contra millones de cristianos?

–Testimoniar su fe y probar que el número es secundario.

La fiesta del sacrificio al Nilo reunió a toda la población de Elefantina y a multitud de campesinos llegados desde toda la provincia. Miles de ojos siguieron los movimientos de la gran sacerdotisa, que vertió sobre la corriente dos cántaros de vino dulce, leche, aceite, perfumes, dieciséis guirnaldas, dieciséis pasteles y dieciséis palmas. Luego descendió hasta el río, se metió hasta media pierna y recogió un poco de agua nueva en un vaso de oro consagrado ante Isis. La voz de la gran sacerdotisa se elevó, cantando la gloria de la diosa, rocío celestial y ojo del sol. En el corazón de la ciudad cristiana fueron pronunciadas las palabras paganas dedicadas al nacimiento de la crecida.

Siete días después de la intervención de Isis, el nivel del río se elevó con rapidez. Las aguas remolinearon, anegaron los rosales y los bancos de arena para luego saltar sobre las orillas. El caudal, alegre y bravio, repartió el limo fertilizante, suavizó el suelo y se instaló sobre los campos. El valle se convirtió en un lago del que sólo emergían los diques y las lomas sobre las que estaban construidas las casas. Espectáculo fascinante y sublime que convertía el país en el océano de los orígenes, en el que el navio era hermano del azadón y el remo del arado; un país en el que el agricultor se convertía en marino y un banco de peces nadaba a los pies de una manada de vacas. La inundación, el oro del pobre, traía la alegría a todos los seres vivos. Por todas partes lo celebraban con danzas y cantos.

Cuando la marea había cubierto Egipto, los pueblos, rodeados de bosquecillos, palmeras y árboles frutales, aparecían como islotes verdes en medio de un inmenso mar. Varias barcas navegaban por esta ruta cómodamente. Todos iban a visitar a algún pariente o a algún amigo. Hasta que se retirara el Nilo, ésta sería la época del descanso y el recreo.

De los labios de los barqueros nacieron canciones a la gloria de Isis, la maga capaz de transformar la miseria en prosperidad. El cauce le obedecía igual que a los faraones. Por más que los diáconos trataban de explicar que el principio de la crecida había sido mal interpretado y que la gran sacerdotisa se estaba aprovechando de un hecho natural, nadie les escuchaba. ¿Por qué privarse durante más tiempo del poder de una sacerdotisa cuyos actos engendraban la felicidad? En las casas de los cristianos más fervientes se murmuraba que el obispo debería mostrarse más intransigente. ¿No veneraba la religión antigua un dios único que se manifestaba bajo varias formas y había aportado al cristianismo el modelo de la Trinidad? Algunos desenterraron las estatuas ocultas en sus bodegas o cerca de los cementerios y volvieron a colocarlas sobre los altares domésticos para dirigirles sus súplicas. Reapareció la efigie de la diosa serpiente, la que ama el silencio, la protectora de las cosechas.

En la orilla occidental, los monjes, que asistían furiosos al prestigio creciente de la gran sacerdotisa, trataron de incendiar las tumbas intactas de los exploradores del profundo sur.

Los pescadores se lo impidieron y les amenazaron con romperles los riñones a golpes de remo.

El giro de los acontecimientos no sorprendió al obispo. Dichoso al saber la provincia al abrigo del hambre, satisfecho por poder volver a llenar los graneros, sacó un par de lecciones de su fracaso. Su amistad con Sabni le desviaba y le distraía de su sagrada misión; su papel de servidor de Dios consistía en imponer la verdadera fe y no en escuchar sus sentimientos. Durante largo tiempo, tanto en Oriente como en Occidente, el culto a Isis y Osiris se había afirmado como un temible rival del cristianismo. En un siglo en que la Iglesia creía haber arrancado las raíces del mal, amenazaba con renacer en el mismo lugar en que la gran diosa ocupaba su trono, el más venerable y el más prestigioso.

File estaba arruinado, exangüe, al límite de sus fuerzas, pero triunfaba a causa de una pareja que se crecía frente a las dificultades. Sabni no se convertiría; el día de mañana encabezaría una corriente religiosa que rápidamente se duplicaría con los integrantes de un movimiento sedicioso contra el emperador. Egipto no renunciaría ni a su espíritu ni a su independencia; siempre creería que el tiempo no es más que ilusión, el cristianismo un entretenimiento pasajero y la eternidad de su tradición el verdadero conocimiento.

El hombre que más quería Teodoro en el mundo se convertía en su enemigo más peligroso. El obispo no tenía derecho a esconder la cabeza: lo que Dios exigía de él tendría que cumplirlo sin desfallecer.


CAPITULO XL


Cuando, a mediados del mes de agosto, las aguas alcanzaron su punto culminante, comenzó la vendimia. Dieciséis codos: la altura perfecta de la crecida suscitó alabanzas apasionadas destinadas a Isis. Los notables del consejo, de ordinario prestos a aprobar las decisiones del obispo, reclamaron medidas a favor de la comunidad: indemnización por las cosechas perdidas, donación de tierras cultivables y de un viñedo, distribución de bloques de granito y de arenisca para reparar el edificio. Un insolente incluso se atrevió a pedir la apertura de una investigación sobre el suplicio infligido con tanto apresuramiento al especialista en ungüentos.


Teodoro rechazó todas estas exigencias con firmeza. Sin darse por vencidos, sus interlocutores pidieron audiencia al prefecto. Maximino pasaba la mayor parte del tiempo navegando alrededor del templo a fin de vislumbrar a Isis cuando subía al primer pilono; durante la breve entrevista, les escuchó con atención pero no supo qué posición adoptar. Favorecer a File significaba reforzar el poder de Sabni; luchar contra la isla, disgustar a Isis y perderla para siempre. El prefecto envió a los notables ante el señor de la provincia.

El pueblo rugía. Sabni, al que ni los guardias ni el ejército interpelaban, sabía como hablarle. Sin rabia, sin quejas, se contentaba con evocar las dificultades materiales del templo. Ni una sola vez pronunció el nombre de Teodoro. El sumo sacerdote sólo reclamaba un poco de justicia. Las mujeres hicieron callar a un diácono que les recordaba en voz alta y fuerte que los paganos estaban fuera de la ley. Empujado y arrojado a tierra, conservó su salud sólo gracias a su huida. A partir del día siguiente los barcos llevaron al templo pan, fruta, legumbres y vino; Isis daba las gracias a todos los que escoltaban los envíos. De vuelta a Elefantina, éstos proclamaron a los cuatro vientos su belleza.

Los espías del obispo fueron golpeados con varas y sus secretarios expulsados de las reuniones públicas, mientras que algunos hombres de negocios protestaban contra las contribuciones impuestas por Teodoro.

Los notables encargaron a Sabni que se encontrara con el prelado y se hiciera eco de las reivindicaciones; pronto éstas llegarían a la administración y al ejército. Narses se negaba a tomar cualquier tipo de iniciativa y esperaba órdenes. Maximino se encerraba en su morada; Mersis contenía a duras penas la cólera de sus hombres, celosos de los de Narses y deseosos de disfrutar de los mismos privilegios. Si el señor de la provincia no reaccionaba con rapidez, podría ser arrojado de su trono.

Sin embargo, era un hombre tranquilo el que recibió al sumo sacerdote.

Teodoro parecía ajeno, casi indiferente, como si ya hubiera renunciado al poder. Sin embargo, ningún asomo de desorden se veía en su despacho.

–¿Qué vienes a anunciarme, Sabni?

–¿Eres consciente de que tu prestigio ha disminuido?

–Ser humillado no me espanta.

–¿Te conformarías con volver a ser un simple sacerdote?

–¿Por qué no, si Dios lo quiere así?

–Y tú, ¿lo quieres así?

–Yo amo esta provincia y quiero la felicidad de sus habitantes. Mientras el emperador no me expulse, gobernaré. ¿Desearías ocupar mi plaza?

El sumo sacerdote estalló en carcajadas.

–Sin embargo, es la función que tendrías que desempeñar si el paganismo prospera; Elefantina querrá a Isis como maga y a su marido como guía.

–No seas cínico, Teodoro. No entiendo nada de administración.

–No creo en tu ingenuidad; ¿no has organizado tú la rebelión?

–Pido justicia para File; quiero que sepas que no te he atacado en ningún momento.

–Lo sé, pero el resultado es el mismo. Tú y tu comunidad arruináis mi obra y conducís a estas pobres gentes hacia una represión cuya violencia ni siquiera imaginan. El emperador no permitirá una insurrección pagana. He tratado de proteger File haciendo olvidar su existencia; como agradecimiento encabeza una rebelión y precipita a los desgraciados en el abismo.

–Habríamos muerto de inanición; tu benevolencia no era más que una manera hábil de exterminarnos.

–Hete aquí, desafiante.

–Eres cristiano y deseas convertir a toda la tierra.

–Cristo lo exige.

–Alimentas una religión mediocre; el choque será terrible. Dentro de dos siglos, o de diez, miles de hombres se matarán unos a otros en nombre de la verdad absoluta que cada uno creerá poseer.

–Apocalipsis ridículo; el mensaje de Cristo engendrará la fraternidad.

–Favorecerá guerras y tinieblas.

–Los misterios de la iniciación son desvelados a una élite; he aquí la mayor de las injusticias, he aquí la razón por la cual lo cultos antiguos desaparecieron. ¿Por qué lo divino tiene que ser reservado a unos cuantos?

–Los seres humanos son diferentes. Quien desee la iniciación debe despegarse de este mundo sin negarlo y preservando su belleza. Cada uno de los adeptos ha de franquear una sucesión de puertas y dirigirse hacia la presencia inaccesible revelada en la naos. Nadie explicará jamás el camino. Porque el culto es silencioso; el rito no disipa el misterio, sino que lo sitúa en el corazón del iniciado.

–Las almas sencillas no pueden comprender tus palabras; sin embargo, también tienen derecho a su Dios. Cristo ha nacido para extender un credo universal que no será reservado sólo a unos cuantos adeptos. Tus misterios se derrumban ante la historia.

–Una religión nace y muere en la historia. Aunque el cristianismo parezca triunfar, porta en sí mismo el germen de su fin.

–Un bautizado conoce la vida eterna puesto que participa de la resurrección de Cristo.

–Antes de resucitar en Osiris, el adepto tiene que enfrentarse a un juicio; sólo mueren los que no han comulgado con el Principio.

–¿No conoces la redención y la piedad?

–Lo esencial no se cree: se conoce.

Teodoro ofreció una copa de vino a Sabni.

–Extraña situación. Hoy tú pareces estar en la posición más fuerte. El pueblo ama a File y me detesta; si sabes utilizar su cólera me derribarás.

–No es mi intención.

–Error fatal; el tiempo juega contra ti y las opiniones cambian. Cuando comprueben que todo sigue igual, volverán a confiar en mí y te reprocharán tu debilidad; tus amigos se convertirán en adversarios.

–Dale a File los medios de vivir en paz y permítele acoger nuevos adeptos.

Una media sonrisa animó el rostro frío del obispo.

–¿No has infringido ya esa ley?

Sabni no respondió.

–Ten cuidado, amigo mío; es mi último consejo. Yo no puedo perdonar las deudas de File; convence a Isis de que cierre el templo y de que la comunidad se disperse.

–¿Por qué tanta rabia?

–Lo sabes bien; en mi lugar tú harías lo mismo. Tras las hazañas de Isis, File no podrá volver al anonimato que lo protegía. La isla amenaza al cristianismo.

Sabni reflexionó. El obispo, animado por una última esperanza, mantuvo la mirada fija sobre él. Conmovido por la intransigencia de su amigo, siendo al fin consciente de los riesgos, ¿renunciaría el sumo sacerdote a su anticuada vocación?

–Son sólo palabras -juzgó Sabni-. Tú admiras a File porque forma parte de tu ser. Sin él la provincia te parecería vacía y pobre.

El obispo no protestó.

–Vuelvo a la isla. Protégela, Teodoro. El mundo la necesita.


CAPITULO XLI


Sólo sobresalía la cima de la roca. Siguiendo el curso de la corriente con habilidad, Narses consiguió abordarla sin dañarse. Pese a los constantes avisos de peligro, prefería navegar solo; cada día manejaba mejor los remos y se familiarizaba con los peligros del río por los que sentía una fuerte atracción.


La catarata desaparecía bajo las aguas; inundada, la frontera de Egipto regresaba al mundo invisible.

El general no lamentaba nada de lo ocurrido, ni los encarnizados combates, ni las muertes, ni su espada bañada en sangre. La derrota tan temida se palpaba en los peñascos quemados, en la tierra ocre, en la efervescencia del océano del profundo sur. Ahora que su deseo de vencer se había desvanecido, aprendía a observar. Hasta el final de los tiempos se complacería en llenar sus ojos de luz, de agua y de rocas. Triunfaba en la derrota.

Por qué morimos en el polvo, se preguntaban los jóvenes reclutas separados de sus familias y de su pueblo. Narses no era ni su confesor ni su director espiritual. Sin embargo, a él le tocaba recoger la última mirada de reproche, el mudo rugir de la multitud contra el emperador, contra él mismo, contra una humanidad fascinada por el crimen y la violencia.

Narses ya no distribuía consignas entre el ejército ocioso. Sus subalternos mantenían una vaga disciplina. Ya nadie se preocupaba por mantener las armas amontonadas en un arsenal improvisado. El capitán Mersis se enfurecía al ver que la epidemia se extendía por toda la guarnición. Si los soldados de élite se divertían, ¿cómo no iban a seguir su ejemplo los mercenarios, peor pagados? En poco tiempo el general habría podido restablecer el orden y el espíritu de solidaridad; colaborar al mantenimiento de un mundo malvado, equivaldría a cometer alta traición. A la catarata le correspondería decidir su suerte.

Narses no sentía el menor interés por el obispo, aunque estuviese al borde del fracaso. Hacía una semana que el pueblo pronunciaba su nombre entre silbidos y abucheos. En vez de ponerse al frente del movimiento, el sumo sacerdote se había retirado a la isla con el fin de celebrar allí los ritos que aseguraban una crecida fertilizante. Los partidarios más fervientes, decepcionados, criticaban la frialdad de Sabni y abandonaban la idea de asaltar la residencia del obispo.

A la misa del domingo no faltó ni un solo fiel. Todos observaron la serenidad impresa en el rostro del prelado. ¿No era una prueba del control que ejercía sobre la situación y de que el ejército a sus órdenes aplastaría toda tentativa de rebelión? Teodoro, Narses y Mersis eran los únicos que sabían que una parte de sus hombres se negaría a obedecer: por un lado, los bizantinos, que no deseaban verse implicados en una guerra civil; por otro, los egipcios, que no querían matarse entre sí.

Durante la celebración del sacrificio, el obispo respiró con dificultad, pero consiguió disimular su nerviosismo. Como todos sus fieles, esperaba la llegada de Sabni. Abriría las puertas de la iglesia, proclamaría su título y exigiría el reconocimiento de los cultos de la tradición y el gobierno de la provincia. Los cristianos lo aclamarían, los ciudadanos de Elefantina vivirían entusiasmados este acontecimiento y los soldados le jurarían fidelidad. Un ejército entusiasta se lanzaría al norte y, a marchas forzadas, ganaría Menfis. La propia Alejandría no resistiría mucho más.

Sabni no apareció.

Al elevar el cuerpo y la sangre de Jesucristo hacia el cielo, Teodoro comprendió que Dios lo salvaba de la caída y le recordaba su deber más sagrado: exterminar el paganismo.

Sabni limpió el bajorrelieve con un paño húmedo. Faraón, situado bajo la protección de una hilera de cobras, recibía la unción de Thot y Horus, que sujetaban por encima de su cabeza dos vasijas de las que surgían cruces ansadas, símbolo de una vida inalterable. Con el acto del bautismo le conferían la única legitimidad que poseían las potencias creadoras. Así lo exigía el espíritu de Egipto, indiferente a las disputas humanas y a la Historia. Cuando Faraón regresara en un futuro, le bastaría con leer los textos y con dar vida a las escenas reveladas en los muros de los templos para revivir el fuego de los primeros tiempos, transmitido de monarca en monarca.

–Te veo preocupado -observó Isis.

–Temo no saber actuar de forma más directa.

–¿Piensas en cómo derrocar a Teodoro?

–Me parece indispensable hacernos con el poder. Si no lo conseguimos, viviremos desterrados en nuestra propia tierra.

–Tienes razón, pero es demasiado pronto. Tus partidarios se verían arrastrados a una guerra civil perdida de antemano y muchos inocentes morirían por ti. Perderías nuestra alma en la aventura. Nuestro único ejército son los adeptos, nuestra única fuerza, el pensamiento; ahora bien, no estamos preparados porque nos falta un arma decisiva, la cohesión.

–¿Temes una nueva traición?

–Hagamos que la comunidad se convierta en el oro más puro para que con su brillo transforme la naturaleza humana en piedra del templo. Tan pronto como lo logremos, tú serás quien guíe la barca del Estado.

–¿No será entonces demasiado tarde?

–Hagamos el tiempo a nuestra medida, Sabni, y ocupémonos de transmitir la Regla; en ella están todas las respuestas.

El elegante navio blanco se deslizaba suavemente por las turbulentas aguas de la crecida. El barquero que manejaba la vela cuadrada era el mejor marino de Elefantina. En estos últimos días de agosto, amenizados por el viento del norte cuya suave brisa no atenuaba la canícula, tenía el honor de transportar al prefecto y al obispo, sentados al abrigo del palio.

Maximino, nervioso, echaba largos tragos de vino fresco. Si hubiera sabido nadar, se habría hundido gustoso en este mar confundido con el horizonte. El obispo, insensible al calor, saboreaba las uvas.

–¿Me explicaréis por fin el motivo de este interminable paseo?

–No os impacientéis, Maximino. ¿No disfrutáis con la magnificencia de estos lugares? Si deseáis comunicaros con el alma de mi país, aquí es donde podéis percibirla.

–No sois poeta, reverencia. Cada uno de nuestros actos tiene un fin. Exijo que me informéis.

–La situación es tan delicada… No la ensombrezcáis más.

–¿Teméis la insurrección?

–La hemos evitado por muy poco.

–¿Sabni?

–Acaba de demostrar que no es un jefe militar, un error imperdonable a los ojos del pueblo.

–¿Adonde me lleváis?

–Cerca de la catarata. Es el único sitio donde podemos conversar con Narses.

El general, que había amarrado su barca a una punta rocosa, se levantó y se acercó al navio. ¿Que energúmeno se atrevía a perturbar sus momentos de meditación?

Cuando el obispo le gritó, no hizo ningún gesto, por mucho que la presencia del prefecto le intrigara; un grave incidente debía de ser el origen de tal expedición.

Teodoro y Maximino subieron a la estrecha plataforma; los tres hombres, extraños bípedos que parecían caminar sobre las aguas, se perdían en medio de la crecida.

–El lugar es fascinante -reconoció Teodoro.

–Obliga al que lo visita a la soledad y al silencio.

–Lamento haberlos quebrantado, pero ayer llegó un documento oficial de Bizancio.

El prefecto se sobresaltó.

–Debíais haberme advertido inmediatamente.

–No hay nada grave en lo que a vos concierne; el emperador acepta vuestras explicaciones con relación al oro de Nubia.

–¿Ningún reproche?

–Ninguno.

–¿Y… File?

–El emperador supone que el problema está resuelto y espera vuestro regreso.

–¡El documento iba dirigido a mí y vos habéis tenido la osadía de leerlo!

–El emperador se ha dirigido a mí y no a vos, y me invita a que tome las decisiones que estime oportunas; consultaréis el decreto en mi despacho.

–¡Un decreto! Significa…

–Que mis decisiones tienen fuerza de ley y que vos obedeceréis mis órdenes sin posibilidad de discutirlas.

De modo que Maximino ya no era más que un alto funcionario sin potestad alguna. El emperador no lo destituía, pero confiaba la autoridad al obispo. Cuando regresara a Bizancio, el antiguo prefecto ocuparía un puesto honorífico y anodino lejos de Isis, lejos de esa felicidad imposible que se había convertido en su razón de vivir.

–El emperador ha tomado otra decisión: acepta la petición del general Narses relativa a ser nombrado jefe de la guarnición permanente de Elefantina y lo pone a mis órdenes. Cuando terminen sus años de servicio recibirá una casa y unas tierras.

El general abrazó al obispo; loco de alegría, creyó sentir aún su brazo arrancado y se comportó como un niño. ¡El veterano, el soldado invencible, el valiente entre los valientes, rebajado por el Estado Mayor! Le habían considerado un viejo chocho o un impotente. Al aceptar su petición insensata, al relegarle a un puesto miserable en los confines del imperio, sus rivales se libraban de él con la satisfacción de condenarle a un destierro definitivo. Nadie sabría que el desprecio con que le pagaban suponía para él un tesoro de incalculable valor.

El agua fangosa atraía a Maximino. ¿No había una leyenda que decía que los ahogados entraban en el reino de Osiris sin ser juzgados? Morir sería privarse de la mirada de Isis. Quizá sintiera lástima de un hombre caído, de un prefecto que no ostentaba más poder que un título vacío de contenido. En Elefantina, el extremo del mundo, destruían a los conquistadores, les embotaban las armas y les cortaban las uñas. Ni él ni Narses escapaban a la ley. ¡Volver a Bizancio! ¡La última humillación! Las sonrisas socarronas de los cortesanos, las amargas palabras de consuelo de sus colegas, las risas burlonas de sus antiguos subordinados; sólo podría soportar este sufrimiento si llevaba consigo a Isis.

–¿Me concederíais un favor…?

El obispo le interrumpió.

–Es hora de pensar en vuestra partida. Reunid vuestros enseres y concretad el número de asnos y de camellos que precisaréis. Una escolta os acompañará hasta Alejandría.

Narses no escuchaba. La catarata lo había cautivado. Ya no volvería al cuartel: se construiría una cabaña a orillas del río, cerca de los peñascos salpicados por los remolinos; ya no hablaría con nadie, sólo dialogaría con el viento y la corriente, y a ésta abandonaría su espíritu. Lo tratarían de demente y olvidarían que había existido una vez.

–Nuestra colaboración comienza hoy mismo, general.

Narses necesitó algunos segundos para darse cuenta de que el obispo se dirigía a él.

–Ya no soy general.

–Os queda un año de servicio. Debéis someteros, de otro modo os mandaré detener y os enviaré al destierro. Un oficial superior de vuestro rango conoce el precio de la insubordinación.

Narses miró la catarata.

Un año… Todavía un año antes de disfrutar de cada segundo lejos de esta humanidad indigna. Obedecer sin cuestionarse las órdenes recibidas, actuar como una marioneta.

–Estoy a vuestras órdenes.

Teodoro cogió al general por los hombros.

–Acabaremos nuestra maravillosa tarea. Preparad un centenar de hombres y algunas barcas.

–¿Nubia otra vez?

–No. La operación debe mantenerse en secreto y se realizará sólo bajo nuestra responsabilidad. No aviséis al capitán Mersis.


CAPITULO XLII


Isis frotaba con arena fina la sítula más hermosa del templo, una vasija de bronce en forma de mama, decorada con una figura de la diosa del cielo oculta en el interior de un árbol. En la base del preciado objeto, el sol brotaba de una flor de loto. La gran sacerdotisa pensaba llenarla con agua del Nilo; mientras descendía los escalones del nilómetro oyó unos gritos que procedían de Bigeh. Apresuró el paso y, desde la orilla, pudo presenciar el ataque de los soldados del general Narses contra la tierra sagrada de Osiris. Armados con picas, se animaban dando gritos mientras las trompas anunciaban la hazaña.


Sabni empujaba ya una barca hacia el agua, pero Isis no le dejó subir.

–Lleva esta sítula al interior del tesoro del templo -le exigió Isis.

–Voy a luchar.

–La Regla prohibe que vayas a Bigeh.

–Tú sola no puedes enfrentarte a esos salvajes.

–No tengo nada que temer.

Oprimida por la angustia, la gran sacerdotisa remó sin tregua hasta el islote y vio a los mercenarios adentrarse en el bosque, violando el secreto del dios de agua pura que reposaba en la loma misteriosa donde se unía a la diosa que daba vida a lo que su corazón había concebido; de su unión nacía la crecida. Ningún profano había osado jamás perturbar la serenidad de aquellos lugares.

Dos soldados burlones quisieron ayudar a la joven sacerdotisa a desembarcar.

–¡Hola, guapa! Demasiado salvajes para ti, ¿verdad?

–Soy la gran sacerdotisa de File. Abandonad este islote y alejaos de aquí si no queréis que pese mi maldición sobre vosotros.

Los soldados habían oído hablar de la maga; impresionados por la firmeza de su tono, retrocedieron. La llegada del barco del obispo les devolvió la agresividad contenida; el más joven incluso se atrevió a coger a la gran sacerdotisa por la muñeca.

–¡No es más que una mujer! ¡Mírala, ya la tengo!

Saltando a tierra, Teodoro abofeteó al desvergonzado con el dorso de la mano.

–Nos ha insultado -se quejó el soldado.

–Vigilad mi barco y no os mováis de aquí.

Isis se encaró con el obispo, con el cuerpo apenas velado por la túnica de lino blanco.

–¡Recordad a vuestros soldados que Bigeh pertenece a Osiris!

–Osiris está muerto y no resucitará; el islote es propiedad del Estado.

–Os conjuro a respetar el misterio.

Teodoro, haciendo caso omiso de lo que la gran sacerdotisa le acababa de decir, se encaminó hacia el bosque. El cuerpo expedicionario talaba los árboles y desmantelaba los altares. Un gigante barbudo derribó la estatua de Mandulis, el dios de los blemios. El «buen viajero» acabó su recorrido en el polvo ocre, al abrigo de un tamarindo que pronto sería abatido por el hacha.

La sacerdotisa no dedicó mucho tiempo a la contemplación del triste espectáculo; en el centro de Bigeh se desencadenaba un drama aún más terrible. El general Narses subía a la loma que protegía el sarcófago del dios y con la ayuda de dos jóvenes fornidos hizo saltar la tapa.

–¡Deteneos! – les suplicó Isis. – Es inútil -exclamó Teodoro.– Están a mis órdenes. Isis no pudo contener las lágrimas. Aquellos desalmados tiraron al suelo la tapa del sarcófago y se ensañaron con él; de la mortaja de piedra derribada ya no quedaban más que trozos esparcidos y machacados.

–El sepulcro está vacío -dijo el obispo-. Vuestro falso dios no ha existido jamás.


Isis se hallaba sentada en el interior del templo de Nectanebo I, fundador y guerrero, que había marcado con su voluntad de independencia la última dinastía egipcia. Desde los capiteles, el rostro de Hathor sonreía.

–Mi intervención ha sido ridicula -le confesó a Sabni-. Han profanado el suelo de Bigeh convirtiéndolo en un montón de ruinas.

Los soldados se habían reído, contentos de poder dar rienda suelta a la agresividad contenida durante tanto tiempo. En Elefantina retumbaban sus gritos de victoria.

Algunas personas, convertidas al cristianismo desde hacía tiempo, se rociaron la cabeza con polvo en señal de luto por Osiris. Esta vez, la religión ancestral vivía sus últimas horas; ¿cómo pretender, a raíz de aquellos acontecimientos, que algún poder protegiera los lugares santos?

–Ninguna barrera volverá a proteger a File de las manipulaciones del obispo.

–Hay una -objetó Sabni-. Tú. Con tu sola presencia impedirás que Teodoro vaya más lejos.

Isis recordó la actitud del prelado en Bigeh, cuando la defendió frente a sus soldados. ¿Por qué le daba muestras de respeto si la detestaba?

–Es posible que el obispo creyera que atacaban un islote desierto.

–Imposible Sabni; todos conocen la importancia del territorio sagrado de Osiris. Teodoro no se ha equivocado de objetivo; las dos islas no son más que una: si Bigeh es profanada File se debilita. Sólo falta que nuestra última barrera se derrumbe para que la desaparición del templo sea inevitable.

–No lo consentiré.

Isis estrechó las manos de Sabni entre las suyas.

–File está intacta; ésa es la única realidad a la que debe aferrarse nuestra comunidad.

–Preparémonos para un nuevo acoso. Teodoro quiere acorralarnos para que seamos nosotros mismos quienes cerremos el templo y emprendamos la huida.

Una sonrisa iluminó el semblante de Isis.

–Entonces, la destrucción de Bigeh ha sido inútil.

Filamón, el recaudador principal, no tenía alma marinera. El solo hecho de subir a una barca le provocaba nauseas. Sin embargo, se vio obligado a dirigirse al embarcadero de File para inventariar los barcos de eslora mediana que pertenecían al templo. Recordó al sumo sacerdote, que le observaba intrigado, la existencia de una contribución especial sobre este tipo de bienes y la obligatoriedad de declararlos. Sabni afirmó desconocer esta disposición administrativa; las sanciones alcanzaban una suma considerable, exigible en un plazo de ocho días. Ansioso por volver a irse, Filamón pidió al barquero que se apresurara. Antes de llegar a tierra firme, vomitó. Sabni se preguntaba por qué el capitán Mersis no había avisado al templo; sin duda, el palomar no estaba disponible. No pagar sería privarse de un medio de transporte indispensable. Isis propuso abandonar la mayor parte de la flotilla y conservar sólo un barco de carga y una barca pequeña; de esta manera la contribución se reduciría al mínimo.

–Visitemos las criptas -propuso Isis. Una piedra deslizante daba acceso a dos estancias alargadas y muy bajas. Sabni se introdujo a duras penas por la abertura; su antorcha iluminó una serie de objetos rituales de oro y plata utilizados en las espléndidas ceremonias de antaño. Vasijas, incensarios y estatuillas dormían en la oscuridad.

–No tenemos derecho a venderlas. Forman parte del depósito de fundación del santuario; sin ellos, se hundiría. Las comunidades del futuro lo necesitarán.

Isis cerró la primera cripta. En la segunda, yacían las piezas de una barca que, reconstruida, permitiría que la comunidad navegara en el más allá.

La tercera, casi vacía, contenía los adornos de una gran sacerdotisa: collares de oro, redecillas de perlas, sortijas y brazaletes.

–Este tesoro nos servirá para negociar -dijo Isis.

El collar que la gran sacerdotisa proponía como pago de la contribución y de la multa puso al recaudador principal en un aprieto; ahora tendría que calcular el valor exacto de las joyas además de la nueva contribución correspondiente tras el abandono de la casi totalidad de la flota. ¿Sobre qué base fijaría la cantidad? Al término de numerosas operaciones aritméticas que no repercutieran negativamente sobre su administración, propuso una cifra. Isis no respondió. Filamón evaluó el collar a peso de oro en una de las escasas balanzas que quedaban en Elefantina sin trucar; admitió que la comunidad ya estaba en regla y precisó que el uso de una barca, aunque modesta y no sometida al pago del impuesto, implicaría la pena de encarcelamiento; finalmente extendió un recibo en el que figuraba la descripción exacta de las dos últimas embarcaciones del templo.

Isis atravesó la calles de Elefantina al anochecer. Caminaba deprisa, indiferente al espectáculo que ofrecían las calles. Unos curiosos creyeron reconocerla, pero nadie le dirigió la palabra. La gran sacerdotisa había amarrado su barca al extremo sur de la isla, no lejos de un pueblo miserable donde se apiñaban familias nubias convertidas al cristianismo. La inundación solía arrastrar consigo las chozas de barro.

La ciudad, como un buque perdido en un océano enrojecido con los últimos rayos de sol, embargaba de nostalgia el corazón de la gran sacerdotisa. Cuando aconsejó a Sabni que no se comprometiera en una aventura militar, no olvidaba que los faraones nunca se alejaban de los problemas terrenales. El templo, aunque aislado como el de File, ocupaba el corazón de la villa. Si sus altos muros impedían al profano el acceso a la iniciación en sus misterios sería para marcar la frontera entre la mera curiosidad y el profundo deseo de conocer. Del centro del santuario brotaba la alegría de vivir; si el templo no se ponía al frente de la reconquista de la tierra amada por los dioses, ¿quién lo haría?

Isis apartó la rama de un tamarindo. Delante de su barca la esperaba el prefecto Maximino.


CAPITULO XLIII


–No temáis. Deseo hablaros… ¡Hace tanto tiempo que espero este momento! ¡Escuchadme, os lo ruego!


En su actitud no había rastro de orgullo ni de desafío. A las puertas de la vejez, Maximino volvía a sentir el ardor de un adolescente enamorado.

–No os serviría de ninguna ayuda -se lamentó Isis con dulzura.

–¡Sí…! ¡Comprendiéndome, dando sentido a mi sufrimiento, iluminando mi noche!

Durante varios minutos, habló sin aliento; explicó que no era más que un prefecto de pacotilla y que el obispo tenía el poder absoluto desde hacía unos días. Maximino ya no tenía potestad para dar órdenes o firmar un decreto. Su último privilegio sería una ridicula escolta incapaz de defenderle de los bandidos que invadían los caminos. Teodoro le enviaba a una muerte solitaria y vergonzosa en el polvo del camino.

Isis se sentó en un bloque semienterrado, vestigio de una capilla desmantelada. La noche caía rápidamente; en el inmenso lago, la plateada luna sucedía al dorado sol. El disco naranja se hundía en el horizonte, donde se enfrentaría a los demonios de las tinieblas antes de escalar la pendiente arenosa que le conducía hacia la resurrección de la mañana. Cuando el sol, vencido, renunciara a luchar contra la serpiente gigantesca, la humanidad se sumergiría en el gran sueño.

–Lo que yo siento por vos, Isis…

–Callaos.

El prefecto se indignó.

–¡No! ¡No quiero callarme! Ha sido envolviéndome en el silencio como mi fama ha disminuido a los ojos de todos. Soy un hombre rico; en Bizancio me quedan algunas posesiones.

–Me alegro por vos.

–Os negáis a escuchar… Teodoro arrasará File y deportará a los miembros de la comunidad. Ya no estaré aquí para defenderos. El emperador me reclama. Debo partir.

–Que vuestro viaje sea agradable.

Los últimos rayos del sol mezclados con la claridad de la luna convertían a Isis en una mujer blanca y rosa; difuminaban los bordes de su ligera túnica, dibujando las perfectas curvas de su cuerpo a contraluz, incitando al más loco amor.

El fuego quemaba la boca y los dedos de Maximino.

–Si os quedáis en File seréis condenada. Venid conmigo; yo os enseñaré a amarme. Os construiré una capilla donden podréis adorar a Isis. El emperador no sabrá nada.

–¿Os olvidáis de Sabni?

–No piensa más que en sí mismo. Se sirve de vos para afirmar su dominio sobre la comunidad; es un intrigante y un vago, incapaz de derrocar al obispo.

–¿Esos términos no os describen a vos?

Maximino bajó la cabeza.

–He descuidado mi cargo porque os habéis adueñado de mis pensamientos… Eso es lo que ha pasado. El juego de la política y el poder ya no me divierte. Sueño con un inmenso jardín poblado de árboles en flor en los que vos paseáis a mi lado, en un lago de placer en el que os bañáis, en una mansión suntuosa en la que, engalanada como una reina, recibís a nuestros invitados. En cambio, Sabni os ofrece pobreza y desesperación.

–Es a él a quien yo amo con todo mi ser, con un amor que vivimos intensamente en el corazón del templo.

–Del que no quedará ni una piedra.

–Estoy convencida de lo contrario. File desafiará a los siglos y vencerá al tiempo; mientras sople el viento del norte, mientras el sol salga del vientre de su madre celestial, el templo resplandecerá y la isla inmóvil flotará en la corriente.

–Os equivocáis. ¿No habéis oído la advertencia de Teodoro? Bigeh era la última etapa antes de File.

–El obispo cree haber matado un dios, violado una tierra santa cuya pérdida nos conducirá a la desesperación; continuará acosándonos pero respetará nuestra existencia.

–Ha cambiado. Sabni se ha convertido en su peor enemigo. Y vos…

–¿Tan temible soy?

–Vos encarnáis el amor de la diosa. Sólo el amor de Cristo debe reinar sobre el mundo.

–El amor no se decreta como si fuera un dogma. Cuanto más escarnecida sea Isis, más se adentrará en el alma de todos los seres. Llegado el momento, su gloria se abrirá como una flor de perfume embriagador y los peregrinos volverán a File.

–Es un sueño.

–No conocéis Egipto. Desde sus orígenes ha suscitado celos y deseos de conquista. Muchos pueblos han deseado ocupar nuestro suelo, penetrar el misterio de nuestros templos y robar los secretos de nuestras viviendas eternas. Algunos han creído conseguirlo y se han hundido en sus propias pesadillas. Hoy reinan en el mundo los ejércitos cristianos; su religión intenta borrar nuestra tradición. Peligrosos adversarios les amenazan y codician nuestro delta frondoso y el valle santo del Nilo. Mañana quizá suframos el yugo de las creencias beduinas o árabes; proclamarán la desaparición de nuestra civilización, afirmarán que nuestros dioses han muerto; pero sólo estarán adormecidos, prisioneros de un largo invierno.

–Ni vos ni yo podemos esperar una primavera ficticia. Aferrémonos a la felicidad ahora, ¡venid conmigo!

Un ibis de enormes alas sobrevoló las aguas y desapareció por occidente. En él se encarnaba el espíritu de Faraón, que conseguía llegar a su morada celestial para celebrar un banquete en compañía de sus hermanos los dioses. Isis se levantó y se dirigió hacia la barca.

–Vuestra sinceridad me conmueve, pero me imagináis una mujer diferente de la que soy.

–Estáis aquí, a mi lado…

–El templo es mi patria; lejos de él languidezco. Volved a Bizancio; el día de mañana conoceréis otro amor y relegaréis el mío al recuerdo.

–Todo mi ser está impregnado de vuestra presencia. No tenéis derecho a abandonarme.

–Adiós, Maximino.

El hombre le cogió las manos.

–Venid conmigo.

–Es imposible.

–Yo satisfaré vuestros deseos.

–Sólo tengo uno: servir a la gran diosa.

–Vuestro universo se hunde en la noche. No os quedéis en el barco que naufraga; en Bizancio seréis libre.

–La verdadera libertad consiste en no tener que elegir más. La ley del templo me la ha ofrecido.

–Nadie os ama tanto como yo. Os reservo el más fabuloso de los destinos.

–El de File me colma.

–No me rechacéis.

–¿Qué esperabais?

–Si no me amáis, Isis, me veré obligado a mataros.

–Divagáis.

–Y me suicidaré inmediatemente después. Al menos estaremos unidos en la muerte.

Con una rapidez y una violencia que la sorprendieron, intentó estrangularla. La gran sacerdotisa se debatió, pero Maximino, con los ojos dilatados, apretó con más fuerza mientras murmuraba palabras incomprensibles. Isis dejó de luchar. Su último pensamiento voló hacia Sabni en el instante en que sus ojos se tornaron de color púrpura.

Un soplo de aire caliente le desgarró el pecho; ya no sentía las manos del prefecto oprimiendo su garganta.

La ayudaron a levantarse; aspiró el aire delicioso de la noche. Vio a su salvador: el blemio que había visto cerca de la isla de Bigeh.

–Presentía que vuestra vida estaba en peligro; por eso no os he perdido de vista.

–Que Isis os conceda fuerza y salud.

–¿Quién es este miserable?

–El prefecto Maximino.

El blemio escupió sobre el cuerpo inerte.

–¿Está muerto?

–Quien osa poner la mano sobre la gran sacerdotisa de File no merece vivir. ¿Es cierto que los soldados del obispo han violado el territorio sagrado de Osiris?

–Mis protestas fueron en vano.

–¿Han profanado la tumba?

–Bigeh ha sido reducido a ruinas.

–¿Han destruido la estatua de nuestro dios?

–No han dejado piedra sobre piedra.

El sacerdote negro fue presa de un espasmo, como si su cuerpo sucumbiera a una fiebre violenta. Los brazos extendidos, el rostro dirigido hacia las nubes, exhaló un grito surgido de lo más profundo de su raza y saltó al Nilo.

Isis se aproximó al cadáver de Maximino que yacía boca arriba con los ojos abiertos. Con el dedo índice trazó una cruz de vida sobre la frente, los labios y el corazón.


CAPITULO XLIV


El aguador depositó su carga, atónito. La escena que acababa de presenciar le había revuelto las entrañas. ¿Qué crimen habría cometido aquel hombre para sufrir tal tormento? Emocionado hasta el punto de perder el habla, golpeó los postigos del puesto más próximo al cuartel. El propietario, que descubrió en aquel momento el cuerpo martirizado que colgaba boca abajo de lo alto de la muralla, despertó a la mujer y a los niños. Poco después del amanecer, centenares de ciudadanos de Elefantina se apresuraban hacia la entrada principal del cuartel, fascinados por el sufrimiento que ofrecía aquel macabro espectáculo. Las murmuraciones se desataron; todos daban alguna explicación: violación, asesinato, blasfemia, conspiración… Pero ¿por qué exponer de ese modo a aquel desgraciado? Una mujer lo reconoció; avisó a su marido, guardián del cementerio, el cual transmitió la noticia a su primo, un pescador que, a su vez, advirtió a uno de los adeptos que pescaba cerca del embarcadero.


Una hora más tarde, Sabni se abrió paso entre la multitud hasta llegar a la primera fila.

–¡Mersis… no, tú no!

El capitán, a pesar de tener el cuerpo lacerado por los latigazos, aún se movía.

–¡Mersis! – gritó Sabni- ¡Estoy aquí!

El ajusticiado, con un esfuerzo considerable, entreabrió los ojos. De su boca salía un hilo de sangre.

–Este comportamiento es indigno de ti, Teodoro.

–Mersis ha sido declarado culpable de alta traición. Ha sido juzgado y castigado por sus iguales.

–No lucharé en ese terreno.

–Prudencia elemental, Sabni. Cuando le notifiqué la acusación, Mersis no la negó; conocía los riesgos. Si Mersis hubiera detenido a un bandido como Mersis, también se habría mostrado implacable.

–¿Desde cuándo sabías que el capitán pertenecía a nuestra hermandad?

–¿A ti qué te importa? Ahora expía su crimen. Ya no te queda ningún aliado.

–Mersis no se merecía un final tan infame; sirvió a su país con devoción.

–A su país no; a File.

–Por amor a tu dios, Teodoro, desátale y déjale morir en paz. Eras tú quien hablaba de piedad y compasión; Egipto no quiere la crueldad.

–¿Clemencia? ¡Sea! Dirígete al templo de Jnum antes del anochecer.

En presencia de Narses, el obispo se dirigió a los soldados reunidos en el patio del cuartel; les recordó que su principal deber consistía en defender el cristianismo contra sus enemigos y que los traidores serían castigados como Mersis, con la muerte, y expuestos ante la multitud.

El cuerpo fue descolgado, colocado en un féretro y trasladado al santuario del dios carnero. Cuando Sabni se inclinó sobre él, Mersis consiguió reunir fuerzas para respirar; el menor soplo hacía latir su corazón. En marcha hacia el reino de las sombras, había perdido el habla. Sabni le sostuvo la cabeza durante toda su agonía, de la que el obispo fue testigo.

–Un pagano no puede ser enterrado en cementerio cristiano; enterradlo en este territorio de nadie.

Con sus propias manos, el sumo sacerdote cavó una tumba donde depositó el cadáver de su hermano, que recubrió con fragmentos de bloques de granito. Mersis dormiría bajo el material que sirvió para construir el templo de Jnum.

El obispo pronunció una de las fórmulas de extremaunción ante el asombro de Sabni.

–Este pagano ha purgado sus faltas aquí abajo. Ahora le corresponde a Dios perdonar. Su misericordia es infinita.

Teodoro, como había dicho, no era responsable de las torturas infligidas a Mersis. Informados de su traición, los militares bizantinos habían votado un castigo ejemplar al que el obispo no podía oponerse. Pero ¿quién les había puesto sobre aviso sino el prelado, jugando con la denuncia y los rumores?

Sabni se sentía culpable de la muerte de su amigo. Debía de haberle ordenado que abandonara el cuartel y huyera hacia el norte.

–Mersis no te habría obedecido -objetó Isis-. Era tan obstinado como valiente. No te sientas culpable.

–Ahora estamos solos.

–Somos una comunidad.

Sabni grabó el nombre egipcio de Mersis, «el hijo de la azada», sobre una estela erigida entre los pilonos. Viviría allí en compañía de los hermanos y hermanas, habitantes de la luz de la que habían salido. Todas las mañanas el sol iluminaría los jeroglíficos, elementos inmortales de su ser. Crestos limpió las herramientas y los restos de cal.

–¿Tendremos que luchar contra el ejército de Narses?

–No, Crestos, contra el fanatismo y la injusticia, adversarios mucho más temibles.

–No los temo.

–No seas presuntuoso; son los que poseen el genio más enérgico.

–Resistiré con tu ayuda.

–Con la ayuda de toda la comunidad; no menosprecies a los más débiles ni a los menos inteligentes pues tienen virtudes de las que tú careces. En todos y cada uno de nosotros se reconoce la cualidad justa y precisa para la construcción del templo invisible.

–¿No fuiste tú quien me inculcó la idea de lo inaccesible?

–Para enseñarte el camino del santuario.

–¿Y el de los grandes misterios?

–Su llave es la fraternidad, no el simple afecto que une a los adeptos, sino la unión de toda la hermandad con los poderes celestiales. No descuides las tareas insignificantes; cuando haces bien el más humilde de los trabajos, vives con rectitud y te conviertes en receptáculo del amor divino.

–¿He fracasado?

–Te lo habría indicado.

El joven adepto se arrodilló ante la estela. Sabni tenía una mano admirable; el estilo de su grabado era digno de los mejores escultores.

–¿Quién te enseñó a escribir?

–El padre de Isis. Tuve que estropear miles de cascotes de piedra caliza antes de lograr trazar un buen jeroglífico; después, tuve que aprender a excavar la piedra para darle forma. Varias veces creí que el decano me rompería la espalda: no soportaba mi torpeza. Cuándo veía que su bastón comenzaba a dar vueltas, deseaba que me tragara la tierra. ¡Tenía una puntería excelente! Me apliqué cuando comprendí que estaba al servicio de la Regla del templo, ser imperecedero más allá de mi ser, amor de la vida que superaba y abarcaba mi propia vida; sólo entonces mis manos se volvieron ágiles.

Crestos blandió el mazo y el cincel.

–¿Y si empezara a probar? Hay piedras usadas detrás del pabellón de Trajano.

Sabni vaciló.

–¿No tienes confianza en mí?

–Nos falta una herramienta.

–¡La encontraré!

–Tráeme un bastón.

El adolescente retrocedió, se echó a reír y corrió hacia el monumento al que más tarde acudiría el maestro; poco importaban los palos que recibiera si iba a participar en la obra.

El cadáver del prefecto fue descubierto tres días después de su muerte; los guardias interrogaron a los ciudadanos del pueblo nubio, pero no obtuvieron ningún indicio sobre las circunstancias del trágico suceso. Gracias a Dios, una denuncia permitió identificar al culpable: un judío que, poco tiempo atrás, había sido acusado de robo. El criminal no resistió la tortura durante mucho tiempo y, debido a la gravedad de su acción, fue empalado en lugar público.

Teodoro redactó un informe detallado dirigido al emperador, deplorando la desaparición del prefecto; mencionó la celebración de funerales oficiales y lamentó que el fuerte calor impidiera trasladar los restos a Alejandría; Maximino fue enterrado en un lugar de honor en el cementerio de la isla.

Narses construyó su cabaña. Cuando pasó la primera noche con la mirada puesta en las estrellas se prometió a sí mismo pasar las noches en vela para disfrutar sin descanso de la visión que se le ofrecía. Tras la hazaña de Bigeh, el obispo no parecía planear más operaciones militares; el general había delegado la intendencia en cuatro oficiales, dos bizantinos y dos egipcios encargados de sustituir al capitán Mersis. Desde su primer encuentro, una franca discordia se había instalado entre ellos. Los soldados, al recibir órdenes contradictorias, no ejecutaban ninguna.

El sol de agosto era tan agobiante que se suprimieron los turnos de día. Las murallas desiertas parecían dormir bajo la canícula. Dos metros más abajo, las aguas de la crecida lanzaban destellos de luz.

En el peñasco de la catarata, el general canturreaba una canción que había oído en las calles de Elefantina: el viento norteño daba un soplo de vida y frescura devolviendo al río su fertilidad; el viento sureño abría el sendero a la inundación que nacía en la cueva del océano alimentando el país y llenando de víveres los altares; el viento del este elevaba el alma hacia las estrellas; el del oeste creaba el agua en el cielo para que resplandecieran los frutos de la tierra y crecieran sus flores.

En el transcurrir de las horas, de las estaciones y de los años, Narses gozaba en compañía de los vientos.

El panadero mordió con ganas el pan recién salido del horno. Los adeptos estarían contentos; un alimento de tal calidad bastaría para satisfacer los estómagos y generar la energía indispensable para el pensamiento. El ka del pan, su poder intangible, se insertaba en la inmensa cadena de fuerzas que unía la estrella a la piedra. Según la Regla, el papel del panadero no era inferior al de la ritualista.

Una ritualista con los nervios crispados, en otra época tan orgullosa que ni siquiera entraba en el horno del templo para no sufrir las molestias del calor.

–¿Has terminado ya? – preguntó Auré.

–Falta una hogaza de pan.

–La hogaza puede esperar, yo no.

–Un trabajo inacabado es un defecto del alma.

–¿Confías en Sabni?

Normalmente, la ritualista no se mostraba tan directa. Los vivaces ojos del panadero, que desmentían la simpleza del rostro, interrogaron a la hermana.

–Nos está conduciendo al desastre -afirmó Auré-. Si se hubiera hecho con el poder, ahora conoceríamos tiempos mejores; su indecisión nos condena a desaparecer.

El panadero se volvió hacia el horno.

–Ambición, vanidad, necesidad de conspirar… los humanos no cambian. Si los dioses deciden destruir esta especie, el universo no lo lamentará.

–Ayúdame a detener a Sabni y a convertirme en la gran sacerdotisa -le rogó Auré-. Sabré negociar nuestra supervivencia.

El fino olfato del panadero percibió el aroma del pan recién hecho.

–Hermana, he necesitado cuarenta años para descubrir una sola virtud y ponerla en práctica: la obediencia al auténtico maestro. Gracias a esta virtud, el fuego destructor se apaga y disfruto al fin de la paz que buscaba. Isis y Sabni son más grandes que nosotros porque el cielo ha predestinado su labor; acepta esta verdad y deja de preocuparte inútilmente. La satisfacción del deber cumplido es la más dulce de las dichas.