¿Qué había ocurrido en el paraje de la gruta santa, en las
fuentes secretas del Nilo? Para unos, Isis había intentado
inútilmente calmar la ira de Jnum; para otros, Teodoro había secado
las aguas a fuerza de destruir a los espíritus ocultos bajo la
corriente. Algunos afirmaban que ni la gran sacerdotisa ni el
obispo se habían acercado a aquel misterioso lugar, cuyo
emplazamiento permanecía en el olvido desde hacía mucho
tiempo.
El despacho del prefecto confirmaba que Maximino había jugado
un papel fundamental en este suceso, comentado por los narradores
de no pocas historias. En cuanto al único testigo, un picapedrero,
no se le había vuelto a ver por Elefantina. Sólo el general Narses
sabía que el obispo lo había desterrado al oasis de Jargeh, de
donde no regresaría.
El prefecto no podía por menos de aborrecerse a sí mismo.
¿Por qué había actuado como un cobarde? ¿Por qué había decepcionado
a Isis, cuyo ojo acusador seguía humillándole? Invadía a Maximino
un sentimiento desconocido sobre el que no ejercía ningún
control.
Acostumbrado a dirigir hombres, ahora ni siquiera era dueño
de sí mismo. Las sienes le zumbaban con insistencia, víctimas de un
monstruoso insecto que no le concedía el menor reposo. Isis había
destrozado una carrera dedicada al orden público y al servicio del
Estado, sin ni siquiera haber mermado un ápice su nobleza. Su misma
ausencia la hacía más deseable e inaccesible. El prefecto se había
acostumbrado a ver a las mujeres como frutas maduras; la gran
sacerdotisa le desgarraba el corazón, le abría un abismo por el que
se precipitaba un torrente infinito. Maximino sentía crecer dentro
de sí un ser extraño que, con su pasión, destruía su seguridad de
siempre. A veces, el prefecto lograba ocupar su mente con problemas
cotidianos. El obispo le proporcionaba numerosos informes
detallados sobre las parcelas cultivables, las albercas de riego,
el transporte de mercancías; cada documento abordaba las
dificultades con extrema minuciosidad, de tal manera que hasta el
más puntilloso de los funcionarios alejandrinos lo hubiera juzgado
digno de él. Maximino no podía concentrarse. Cautivado por el
rostro de Isis, ¿cómo conseguiría hacerse digno a sus
ojos?
La ocupación de la isla sería fácil; pero significaría
perderla. Debía hacerla su esposa y ella debía
amarle.
Más de la mitad de los cultivos había quedado sin cubrir por
las aguas; sería inútil sembrar en las tierras agrietadas y secas.
Los campesinos comenzaban a abandonar sus explotaciones y a
abarrotar los suburbios de Elefantina. Con ocasión de una misa
solemne, el obispo rogó al señor que concediera a los creyentes la
fuerza necesaria para vencer la adversidad; después se preocupó de
repartir equitativamente los alimentos. File obtenía su parte como
si se tratara de un simple pueblo que dependiera de la autoridad
administrativa.
La visión de este país sediento y quemado por el sol, las
pendientes de ocres reflejos que se hundían en el Nilo, demasiado
escarpadas para escalarse, originó un gran proyecto: salir a la
conquista del oro nubio, satisfacer al emperador y enviar a Isis
una parte del metal precioso para que pudiera recubrir las estatuas
divinas; File brillaría con su antiguo esplendor. Maximino había
encontrado su regalo de boda.
Convocó a Narses y le confió la orden de preparar a sus
tropas y reunir los barcos aptos para remontar la
catarata.
Contentos de salir de la inactividad, los soldados se
pusieron casi de inmediato en pie de guerra. Pero el general tuvo
que enfrentarse a los barqueros, que sólo le cedieron tres barcos
en malas condiciones; el resto pertenecía al
obispo.
Maximino irrumpió furioso en el despacho del prelado con la
excusa de que habían surgido graves problemas de
regadío.
–Exijo todos los barcos disponibles.
–Son indispensables para la buena marcha de la
ciudad.
–No me contradigáis. Cruzaré la catarata.
–El Nilo no es muy profundo, encallaréis.
–Pasaré.
–Ningún barquero aceptará ser vuestro guía.
–Los reclutaré a la fuerza.
La población se agrupó en las orillas inclinadas que
bordeaban el laberinto de peñascos donde el río, embravecido por
las ráfagas de viento, rompía contra las escarpadas rocas antes de
aparecer en forma de remolinos imprevisibles. El obispo se había
negado a presenciar la salida de la expedición; pese a las
advertencias, el prefecto había conseguido salirse con la
suya.
Los soldados fueron repartidos en pesadas barcas difíciles de
maniobrar; el prefecto, después de examinar la flota de que
disponía, eligió este tipo de embarcación por su solidez. A proa,
un barquero sondeaba el agua con una larga
pértiga.
Cuando la primera barca se lanzó al asalto de la catarata,
gritos de animación se elevaron de la multitud. El entusiasmo de
Maximino era contagioso; muchos creían posible la hazaña, aunque
los ancianos calificaban la expedición de demencial. El prefecto y
el general Narses observaban la escena desde un montículo. El
barquero, un profesional experto, esquivó un enorme peñasco medio
oculto en el agua fangosa, evitó un remolino, se adentró velozmente
en un canal estrecho y pasó frente a un bloque de granito. Narses
tenía el corazón en un puño. El timonel, que maniobraba con gran
destreza, siguió el sentido de la corriente, cada vez más violenta;
en la desembocadura del segundo canal, las aguas del río se
calmaban. Maximino pensó que había ganado la
apuesta.
El hombre situado a proa bajó la guardia demasiado pronto.
Cuando vislumbró el gran peñasco liso que descansaba bajo la
superficie del agua, ya no había tiempo para avisar al timonel;
dando gritos, soltó la pértiga y se tiró al agua. La embarcación
golpeó el obstáculo, se levantó y volcó. Algunos soldados quedaron
aplastados; otros se ahogaron. Las dos barcas que le seguían,
abandonadas por sus timoneles, sufrieron la misma suerte. Narses
presenció impotente la muerte de sus hombres. Maximino cerró los
ojos.
Más de doscientos soldados desaparecieron en la catarata;
expertos soldados, dignos de las legiones romanas de la gran época,
héroes que habían salido indemnes de peores campos de batalla,
valientes procedentes de todos los rincones del imperio perecieron
de la forma más estúpida en aquella caótica encrucijada de
rocas.
A pesar de la pérdida de la mitad de su ejército, Narses no
sintió ningún resentimiento contra Elefantina. El celoso militar se
alejaba poco a poco de las obligaciones de su cargo y se entregaba
a la meditación con mayor frecuencia, enfrentándose a la seca
soledad del desierto en el que se perdían los ruidos de pasadas
batallas.
El camino de Narses se detenía allí. Desde su enrolamiento
voluntario, a los doce años, no había dejado de recorrer las
provincias del imperio en busca de una gloria que el destino le
había dispensado generosamente. Esta nueva operación militar debía
confirmar su prestigio ante el emperador, quien le había asignado
un puesto de honor en Bizancio, preludio de una vejez dorada.
Narses no se iría de Elefantina; los fastos y las intrigas de la
capital ya no le interesaban. La paz por la que había luchado se
desparramaba por estas tierras desoladas en las que el hombre era
un intruso.
Maximino no culpó a nadie del desastre y reconoció su error
ante el obispo y el general. Resistiéndose a permanecer pasivo ante
el fracaso, decidió comunicar sus proyectos, que consistían en
organizar con la mayor celeridad una nueva
expedición.
–Ninguno de mis hombres saldrá de su guarnición -dijo
Teodoro-. Tengo el deber de velar por la seguridad de mi
diócesis.
Tras un momento de duda, el obispo abrió el informe que
pensaba enviar a Bizancio para denunciar las acciones del prefecto.
Con esta maniobra, conseguiría que se llamara de nuevo a Maximino,
sólo que esta vez habría una larga entrevista conducida por
magistrados y militares. Teodoro se veía obligado a actuar en
solitario para desembarazarse de sus adversarios.
–Vuestra actitud no me sorprende, reverencia. El general y yo
volveremos a traer el oro de Nubia.
–No penséis más en ello -le recomendó
Narses.
Maximino miró estupefacto a su subordinado.
–¿Cómo os atrevéis?
–Tengo el deber de impugnar vuestra
autoridad.
–Sólo en caso de desequilibrio mental.
Narses y el obispo se miraron con repentina complicidad. El
obispo ignoraba las razones de este giro inesperado, que aprovechó
de inmediato.
–¿Quién va a negar este desequilibrio?
–Tened cuidado, obispo. Una palabra sobre mí
y…
–No iremos a Nubia -dijo Narses con firmeza.
–Deliráis, general.
–La catarata es infranqueable. Tendríamos que dirigir
nosotros mismos las embarcaciones y somos incapaces de hacerlo. No
quiero ver como perece la otra mitad de mi ejército; si fuera
necesario, intervendría el poder judicial.
Maximino contuvo su ira. El poder judicial… dicho de otro
modo, ¡el obispo!
–¿Qué proponéis?
–Esperar. Esperar tanto tiempo como sea
necesario.
–Pero el oro…
–El emperador lo entenderá. Somos tributarios del Nilo y de
sus caprichos; redactad un informe en este sentido y yo lo
refrendaré.
–Tratad de no mencionar las pérdidas -recomendó el obispo-.
Yo también las olvidaré. Elefantina está lejos de Bizancio… Si
ciertos rumores llegaran a oídos del emperador, los desmentiríamos.
Oficialmente estos hombres han muerto por enfermedad: en los años
de crecida débil, las epidemias asolan la
población.
El prefecto dudó. La propuesta del obispo no presentaba
ningún inconveniente, pero le obligaba a convertirse en cómplice
suyo.
–¿Qué os parece, general?
–El hombre más valeroso puede cometer un error. Estoy
dispuesto a olvidar.
–¿En qué condiciones?
–Ser nombrado jefe de la guarnición permanente de
Elefantina.
–¿Deseáis… vivir aquí?
–Ya os lo he explicado. A vos corresponde solicitarlo al
emperador, con la bendición del obispo.
–Necesito reflexionar.
El general y el obispo salieron del despacho del prefecto.
¡Qué poco conocía Maximino a los hombres!… También esta ilusión se
desvanecía. Narses, militar ceñudo y frío como las nieves de las
montañas de Asia, hombre intransigente cuyo horizonte no iba más
allá de las órdenes recibidas, ¡se había enamorado! Había
descubierto su propio paraíso y le sacrificaba su
carrera.
Por suerte, Teodoro y Narses no urdían ninguna intriga contra
Maximino; el general se quedaría en la provincia meridional. El
milagro convenía a los intereses del prefecto. Narses se dedicaría
a mantener su posición y protegería File del mismo modo que
protegía a los cristianos.
El carácter diplomático de Teodoro le tranquilizaba. El
obispo tampoco deseaba un conflicto abierto. Aunque File fuera la
manzana de la discordia, podrían llegar a un acuerdo; un hombre que
tenía el oído de Dios, debía entenderse con un dignatario del
imperio.
El horizonte se aclaraba. Quedaba un motivo de angustia;
Maximino no podría ofrecer el oro de Nubia a Isis.
Cada mañana Isis charlaba un rato con ella. Hacía varios
meses que la gran sacerdotisa estudiaba el ritual del retorno de la
diosa lejana. De acuerdo con la tradición, añadía fórmulas a las
palabras anteriores y precisaba que era «otra forma de decirlo» a
fin de recalcar sus intervenciones. Desde sus orígenes, Egipto
nunca había suprimido una percepción de lo absoluto propia de una
época; rechazaba una verdad definitiva y prefería construir el
pensamiento como una pirámide, piedra tras piedra.
La biliotecaria, crispada, arrugó la punta de un
papiro.
Enloquecida, corrió hacia la puerta de la biblioteca, volvió
al centro de la estancia y examinó las estanterías. Isis la cogió
por los hombros y la obligó a calmarse.
–¿Te encuentras mal?
La hermana agachó la cabeza e intentó huir; Isis no soltó su
presa.
–Cuéntamelo.
–Es demasiado horrible. Yo… he cometido una
falta…
La bibliotecaria estalló en sollozos.
–¿Tan grave es?
–Ni siquiera a ti me atrevo a contarlo. Sin
embargo…
–¿Sin embargo?
–La comunidad entera lo verá. Yo…
Se mordió los labios hasta hacerse sangre antes de contar la
verdad.
–Estoy embarazada.
Esperaba la reprobación de la gran sacerdotisa. Isis le
estrechó las manos con ternura.
–Yo ya no creía que esto fuera posible -confesó-. He sido
imprudente. El hermano cillero y yo nos vemos desde hace tiempo…
¡yo no quería, te lo juro! Ahora estoy excluida de la
comunidad.
–No adelantes una decisión que ha de tomar la cámara de la
Regla.
–Nuestra ley no conoce la excepción.
–File es un islote sagrado en un mundo profano. Debemos
tenerlo en cuenta.
La dulzura de Isis tranquilizó a la bibliotecaria. Pero sus
esperanzas se disolvieron cuando entró en la cámara de Ma'at, Norma
del universo. Permaneció de pie frente al tribunal compuesto por el
decano, Isis y Sabni. Este último tomó la palabra: la ley del
templo sólo imponía la castidad durante cortos periodos de tiempo
precedentes a las iniciaciones; desaconsejaba a las hermanas parir
y lo prohibía a la gran sacerdotisa, pero se refería a una época en
la que varios neófitos solicitaban su admisión. Puesto que File
estaba condenada a perecer aislada, ¿por qué rechazar un niño cuya
sola presencia simbolizaría el futuro? La hermana bibliotecaria y
el hermano cillero deberían vivir bajo el mismo techo; el decano,
de nuevo privado del uso de la palabra, lo aprobó con un cabeceo.
Isis abrazó a la hermana.
Al salir de la cámara de la Regla, la gran sacerdotisa fue
abordada por Auré, que se había hecho ritualista después de haber
atravesado varios grados de jerarquía. Auré jugaba a menudo el
papel de portavoz de la comunidad ante Isis.
–Nuestras hermanas rechazan la sentencia
-confesó.
–¿Y tú?
–Yo estaba segura de que te mostrarías
clemente.
Auré, que ya había pasado la cuarentena, daba pruebas de
singular fuerza. Robusta, achaparrada y de hombros cargados, no
carecía de feminidad e incluso cedía a una coquetería, excesiva a
veces, que se traducía en el empleo de numerosos afeites. Sin
elevarla al rango de confidente, Isis se apoyaba a menudo en ella
como si se tratase de una roca inquebrantable que resistía contra
viento y marea.
–Obrar con severidad habría debilitado a la comunidad.
Debemos ayudarnos mutuamente, no excluirnos.
–¿Incluso si uno de nosotros nos traiciona?
–¿Cómo puedes evocar semejante crimen, tú que nos
diriges?
–El enemigo se aproxima al templo -recordó Isis-. Mañana
estaremos en guerra; ¿tendrán todos los adeptos el valor de luchar
hasta el final?
–No tienes derecho a dudarlo.
–Estás muy tranquila, Auré.
–Lúcida Isis, File es nuestro más preciado bien, el último
recuerdo de la edad de oro. ¿Quién estaría tan loco como para
renunciar a él?
Ni un soplo de viento turbaba la noche sin luna. En el
extremo meridional de la gran columnata, debajo del templo de
Nectanebo, el agua salpicaba las rocas. Sabni distinguió en el
último momento la barca pintada de negro, que se acercó sin ruido a
una roca tras la cual su único ocupante, el capitán Mersis, la
camufló.
–¿Por qué has venido en persona?
–No confío en nadie. El general ejerce un control permanente
sobre la guarnición; es muy desconfiado. El clima ha cambiado mucho
y no es precisamente divertido. Para rivalizar con Narses, el
obispo nos ha impuesto una disciplina permanente; da la impresión
de que se prepara un conflicto entre las dos
facciones.
–Feliz acontecimiento.
–No te regocijes tan pronto. Estoy nervioso, muy nervioso. El
obispo, el prefecto y el general se reúnen a menudo; después del
fracaso de la expedición a Nubia, sólo tienen un hueso que roer:
File.
–¿Decisiones concretas?
–No lo sé.
–Quizá tengan otros proyectos en marcha.
–¡Ojalá! Hay un extraño decreto sobre medidas
sanitarias.
–¿Una epidemia?
–Aparte del hambre, parece que no. Sin duda una invención del
prefecto para justificar la muerte de sus soldados; este Maximino
es astuto y venenoso.
–La visita al templo le impresionó.
–No lo creo. ¿Cómo adivinar las intenciones de semejante
personaje? Todo lo sacrifica a su carrera. Elefantina no será más
que una breve etapa; si destruir File le valiese un ascenso, no
dudaría en hacerlo. Te lo repito, estoy asustado. Mi instinto de
soldado me engaña pocas veces: que tu comunidad esté preparada para
huir.
Isis despertó a Sabni a medianoche.
–Mi padre se muere.
El sumo sacerdote se dirigió con rapidez hasta la morada del
decano, una pequeña casa blanca de dos pisos construida a la
derecha del embarcadero, frente al templo. El anciano estaba echado
sobre una cama estrecha, los brazos a lo largo del cuerpo. El
rostro no expresaba ningún sufrimiento, pero la mirada cansada y
debilitada imploraba el descanso del paraíso donde, sobre los
canales bordeados de flores y árboles, bogaban las almas de los
bienaventurados. La mano derecha del moribundo asió la muñeca de
Sabni. Los labios temblaron; intentaba hablar. Isis ayudó a su
padre a incorporarse.
–Buscad la sabiduría, hijos míos, buscadla hasta que vuestras
fuerzas os abandonen, hasta que la muerte aparezca ante vosotros,
con la sonrisa de la diosa de Poniente que os llevará al paraíso de
nuestros antepasados; buscadla antes de que el temor se extienda
por el corazón de los segadores y de los labradores. No lloréis por
mí, sino por nuestro Egipto, del que se aleja la luz divina. Ra
deberá recomenzar la creación. El disco solar se oculta, densas
nubes lo recubren, los hombres están ciegos y sordos. Pronto el río
se vaciará, su curso quedará obstruido y el limo fertilizante ya no
llegará a las dos orillas. Peces y pájaros desaparecerán, otros
invasores impondrán su ley y despreciarán nuestros templos. Los
tumultos se extenderán por todas partes: sangre para obtener el
pan, risas dolorosas, vientres hambrientos, hijos enfrentados a sus
padres, hermanos que se matan entre sí, el mal en lugar del bien.
Los ladrones dirigirán el Estado, trucarán la balanza. Tan mal
estará nuestro país que el débil se volverá poderoso para oprimir a
los más débiles. Heliópolis, la ciudad del sol donde nacieron las
divinidades, será enterrada por el odio y la bestialidad. Nuestra
tierra era tan noble como la estrella matutina, dulce como el rocío
del cielo, tierna como el aroma del año nuevo. Construía altares
para las fiestas, se unía al río nutriente, al follaje de papiros,
a los lotos azules y blancos. ¿Recuerdas, Isis? Yo he navegado
hasta la isla donde me esperaba tu madre, los cabellos fragantes, a
la sombra de una persea. Su tez resplandecía y sus ojos hablaban de
amor. Mi mano permanecerá en la tuya, me prometió, tu felicidad
será mi único anhelo. Puedo reunirme con ella porque tú también,
hija mía, conoces el camino.
–Quédate -suplicó Isis-. Te necesitamos
mucho.
–La muerte está ante mí como una salvación. Ella me quitará
esta vejez que ya no soporto. Mi cuerpo desaparece, pero mi
espíritu no os abandonará jamás… ¡proseguid la obra de
Imhotep!
El nombre del gran sabio fue la última palabra que
pronunciaron los labios del decano. Su boca permaneció
entreabierta, sus ojos quedaron fijos. Isis apretó contra su seno
la cabeza del difunto; Sabni le dio el beso de la
paz.
–Ahora -dijo la gran sacerdotisa- estamos
solos.
Después de haber anunciado a la comunidad el viaje del
decano, feliz aventurero de los bellos caminos del más allá, ordenó
al hermano embalsamador que cumpliera con su
deber.
Isis violaba la ley, ya que el obispo había prohibido esta
antigua práctica. Cuando se producía un fallecimiento, el primer
paso consistía en borrar el nombre del muerto de la lista de
contribuyentes y el segundo, en pagar el emplazamiento de la
sepultura en un cementerio legal. El hermano asesinado durante la
dramática procesión había sido sepultado en una fosa común
reservada a los indigentes; el decano merecía otra
suerte.
Los adeptos se bañaron en los estanques de purificación y se
frotaron con aceite. Los hermanos no se raparon. Con un cuchillo de
sílex, el embalsamador abrió el lado izquierdo del cadáver
depositado en el lecho de piedra, extrajo las visceras y después
sacó el cerebro por la ventana izquierda de la nariz con ayuda de
un gancho de metal. Después de limpiar el abdomen con vino de
palmera, sumergió el cuerpo en natrón, que deshidrataría la carne.
Esta sal divina transformaba los despojos, limpios y secos, en
cuerpo de Osiris.
Isis colgó del cuello de su padre un pilar djed de oro,
símbolo de la estabilidad del dios resucitado al final de la
adversidad, y un buitre de piedras preciosas, evocador de la madre
celestial. Recubrió de oro fino el rostro reposado, las manos y los
pies, y adornó la cabeza con una corona de flores.
Sabni ungió la momia con aceites aromáticos y la envolvió en
bandas de tela recubiertas de resina y de alquitrán. En el lugar
del corazón puso un escarabajo, imagen de las continuas
metamorfosis. Una vela fue el último sudario; ¿no era el sarcófago
la barca llamada a bogar eternamente por el cielo?
En la tapa se inscribieron el nombre del difunto, sus títulos
y fórmulas extraídas de los Textos de las pirámides, el más antiguo
libro sagrado que, hacía cuatro milenios, en los orígenes de la
civilización, había sido revelado en la pirámide del rey
Unas.
Transmitidos de Casa de la vida en Casa de la vida, de sabio
en sabio, de escriba en escriba, eran la fuente inagotable de las
enseñanzas recibidas por los seguidores y facilitaban al viajero
del otro mundo el nombre de las puertas que tenía que
franquear.
Llevaron la momia al tejado del templo, donde había una
capilla adornada con escenas que representaban las fases de la
resurrección de Osiris. El alma del decano disfrutó por última vez
del sol terrestre antes de sumergirse en la energía del océano
cósmico.
Después de haber meditado alrededor del sarcófago, la
comunidad descendió la escalera que unía el tejado con la sala de
columnas pintadas.
–No dejes de comer ni de beber -salmodió la ritualista-,
continúa viviendo felizmente, únete a la diosa, sigue el camino de
tu corazón. Nada será reprochado a los justos que han recorrido el
sendero divino. El Poniente en que reposas es una tierra de paz; el
silencioso descubre ahí la fuente. Olvidarás lo inútil y lo
pasajero, recordarás tu nombce y tomarás parte en el banquete de
los dioses.
El sarcófago fue enterrado bajo el enlosado, frente al primer
pilono. Pesadas piedras ocultaron para siempre la sepultura del
decano.
Los funerales, dignos de su rango, le permitirían presentarse
majestuosamente en la asamblea luminosa de los adeptos
resucitados.
Cuando las losas fueron repuestas, Isis se derrumbó. A pesar
de todo retuvo las lágrimas y se negó a arañar la piedra con las
uñas y a dar los gritos desesperados de las plañideras que se
elevaban hasta las nubes y atraían la compasión de los
dioses.
Las personas como el decano eran irreemplazables. Isis no se
acostumbraría nunca a la ausencia de un padre del que lo había
aprendido todo, desde los juegos infantiles hasta la enseñanza más
abstracta; le debía tanto las pequeñas como las grandes alegrías.
Venciendo la pena causada por la desaparición de su esposa, tres
años después del nacimiento de Isis, había conducido a su hija
hacia los misterios sin imponerle otra disciplina que el respeto
por la Regla del templo.
La gran sacerdotisa no tenía ni el derecho ni la posibilidad
de dejarse llevar por el dolor; la comunidad exigía su presencia
tranquilizadora. Auré habría querido consolarla pero permaneció
callada, pues sus palabras serían insignificantes. En aquel momento
Isis parecía estar muy lejos de sus hermanas; su alma vagaba por
una de las regiones secretas que recorría el sol nocturno en busca
de su renacimiento. La gran sacerdotisa erraba por el templo en el
que su padre le había dicho que había nacido cuando la tierra aún
yacía en la oscuridad, antes de que ninguna criatura, vegetal,
mineral o animal, hubiera aparecido. Entró en los talleres, la
panadería y el matadero; exploró los órganos de la gran mole de
piedra donde, en tiempos más felices, numeroso personal preparaba
los manjares para la mesa del dios y luego se alimentaba de las
ofrendas sagradas y de los pensamientos del Creador. Anduvo a lo
largo del muro del santuario del nacimiento donde la diosa Isis
daba el pecho a su hijo Horus que la leche de las estrellas
mantenía luminoso como la claridad del origen.
La gran sacerdotisa se detuvo ante la gran estela de granito
erigida cerca de la mole oriental del segundo pilono. Su padre le
había enseñado a leer el texto de la sumisión de la región del
Dodecasqueno, que comprendía una parte de Nubia. Dueño de vastas y
ricas tierras, el templo de File rendía culto al faraón, presente
en todos los muros. Inmutable, grandioso, indiferente a los tiempos
profanos, la cabeza en el cielo y los pies en la tierra, veía el
otro mundo en el que la energía era la sangre de la última
comunidad de Egipto. Él la guiaba a través de lo invisible, por las
inciertas rutas del padecimiento, atravesando las locuras de su
época; Isis olvidaba que, sin la presencia de un santuario en la
cabeza y en el cuerpo de la ciudad, la barbarie condenaría a los
hombres a arrastrarse entre sus propias
inmundicias.
El decano rehuía someterse a los invasores que reducían a la
esclavitud el cuerpo y el espíritu; con la tenacidad de los viejos
jefes a los que la jauría de cazadores duplicaba las fuerzas,
continuaba, más allá de la muerte, manteniendo el aire sagrado. Su
momia sería el umbral del templo.
Isis se adelantó por el gran patio.
De repente, vio una silueta desconocida.
Un joven de unos quince años, desnudo y mojado, se dirigía
hacia ella. El muchacho vaciló, fatigado. Isis se aproximó a
él.
–¿Quien eres?
–Mi nombre es Crestos. He nadado hasta aquí para ser iniciado
en los misterios.
–De Elefantina. Mi padre quería alistarme, pero he huido. Yo
no quiero ser soldado, sino sacerdote de Isis.
Flaco, casi esquelético, el chico había agotado sus fuerzas
físicas. Incapaz de permanecer de pie por más tiempo, cayó de
rodillas; Isis pidió ayuda. Sabni acudió en compañía de algunos
hermanos, que vistieron a Crestos con un shenti y le dieron
pan.
–Nado muy mal -dijo-, pero prefería morir ahogado a ser
encerrado en un cuartel. Aquí es donde quiero
vivir.
–No tenemos derecho a acogerte.
–Es el alma de mi padre la que ha guiado a este postulante
-dijo Isis-. ¿Realmente deseas conocer los
misterios?
La cara de Crestos se iluminó.
–Todas las noches sueño con el templo. He formulado mil
preguntas que se han negado a contestar para tratar de
desalentarme. Unos pretenden que File es un antro de demonios,
otros que es una guarida de magos. Os temen y os detestan. Ha sido
un pastor el que ha confirmado mi intuición; allí, afirmó
refiriéndose a la isla santa, se encuentra la última fuente de
sabiduría. El día que desaparezca, el mundo se sumirá en las
tinieblas.
Sabni había seguido el mismo camino, recorrido los mismos
pasos, pronunciado las mismas palabras. Sólo un fuego interior
violento e imperioso abría las puertas de la comunidad. Pero
Crestos era un fugitivo; su presencia en File provocaría la
intervención de los guardias.
–Estoy de acuerdo en admitirle -dictaminó Isis mientras el
chico la devoraba con los ojos.
Si el sumo sacerdote emitía un juicio negativo, el
solicitante sería rechazado sin posibilidad de apelación. Ni Sabni
ni Isis podían tomar una decisión sin el consentimiento del
otro.
Sabni renunció a presentar argumentos razonables que Isis
conocía tan bien como él y optó por retirarse, abandonando a
Crestos a su esperanza. Como Isis no se movía, el joven la imitó.
Sin duda era la primera prueba; se consideraba capaz de una
paciencia infinita ahora que había alcanzado su
meta.
Cuando el sumo sacerdote volvió llevando una vasija llena de
agua, Isis experimentó una felicidad tan intensa que su eco
perduraría más allá de la muerte. Celebrando el ritual de acogida,
Sabni lavó los pies del neófito.
–La ritualista te ha preparado un lecho. En tu celda la luz
brillará durante toda la noche. Ofrecerás una libación a los
dioses, ya que les debes la vida. Mañana al amanecer confirmarás tu
compromiso; si renuncias partirás al momento.
La noche fue cómplice de Crestos. Aislado en el corazón del
templo, libre de toda atadura profana, dialogó con la llama de la
lámpara. Su espíritu bailó con ella y abrazó los secretos que le
transmitían estos lugares de eternidad; el tiempo abolido, el alma
de fiesta, el corazón brincando como un potrillo… Cuánta felicidad
que no se desvanecía en un instante, sino que se grababa en la
conciencia como un sol inmutable, vencedor de miríadas de
tinieblas. Noche cómplice de la que no surgían demonios con cabeza
de asno armados de cuchillos sino sombras tranquilizadoras, más
próximas al adolescente que padres y amigos; Crestos había
encontrado su verdadera morada. Aquellos austeros muros eran sus
confidentes, aquel silencio lleno de la voz de los sabios le
transportaba a un sueño tan real como las piedras de
File.
¡Fue tan bello el amanecer de su iniciación!
–¿Deseas pertenecer a nuestra comunidad? – preguntó
Sabni.
–Si me orientas por el camino de la vida, te doy mi
vida.
–Vuelve tu rostro hacia el cielo. No penetres en el templo en
estado de, impureza, no seas mentiroso ni codicioso. Respeta la
Regla sin falta. No reveles lo que hayas percibido del misterio ni
concedas a tu corazón un pensamiento destructivo. Renuncia a tu
voluntad propia para cumplir la del Principio. Sé obediente, ya que
esta virtud te liberará de ti mismo. La comunidad te protegerá y te
abrirá las puertas del santuario si te muestras digno de las tareas
que te sean confiadas. Te purificarás con agua tres veces al día,
te alimentarás con moderación, velarás por la integridad del
templo, nuestro más preciado bien. ¿Te comprometes a respetar estos
deberes?
–Me comprometo de todo corazón.
–Recibe el abrazo que hace de ti un hermano.
Sabni y Crestos se felicitaron. Isis abrazó al muchacho y le
humedeció la cara con sus lágrimas. ¡Cuan dulce y cálido era aquel
líquido jubiloso que saludaba el nacimiento de un adepto! El decano
transformaba su fallecimiento en milagro.
–Desde ahora muéstrate valiente.
–Nunca se me acusará de cobardía.
–Debes ser circuncidado, como todos los
hermanos.
El muchacho elevó la cabeza. El hermano carnicero ungió su
sexo con un ungüento anestesiante pero, cuando el cuchillo se
abatió sobre el prepucio, el nuevo adepto no pudo reprimir un
grito.
El nacimiento del hermano fue festejado con un frugal
banquete, donde, a pesar de todo circuló el vino procedente de las
reservas del templo, casi agotadas. Todos juraron mantener el
secreto. Ningún profano debía conocer la presencia de Crestos en
File.
Isis pensaba en su nombre. ¿No se parecía al de Cristo, el
dios de la religión cristiana deseosa de destruir el templo? La
verdad es que era una extraña señal.
Cuando terminó la fiesta, el vigilante del embarcadero
advirtió a Sabni que una barca con dos soldados a bordo se
aproximaba. El sumo sacerdote los reconoció; pertenecían a la
escuadra que le había acompañado hasta el templo de
Jnum.
–El obispo quiere hablar contigo. Nosotros te
llevaremos.
–Teodoro… ¿venís de su parte?
El prelado había previsto esta pregunta. Uno de los soldados
blandió la cruz del señor de Elefantina. Tranquilizado, Sabni subió
a la barca.
En seguida le atenazó una nueva angustia. ¿Se habrían
enterado de la fuga de Crestos?
No cambiaron ni una palabra hasta que llegaron al muelle
desierto donde esperaba el obispo. Teodoro arrastró a Sabni hacia
un palmar, lugar de meditación y de paseo, ya que la sombra de las
grandes palmas procuraban tranquilidad y fresco.
–Tengo malas noticias.
–¿Para ti o para mí?
–No ironices, Sabni. Cualesquiera que sean las quejas del
templo, yo no soy el responsable.
¿Qué argumento opondría el sumo sacerdote? Al iniciar a un
fugitivo que sin duda estaría calificado como desertor, File había
cometido una falta grave.
–El emperador exige la totalidad de la cosecha de papiro
-dijo Teodoro-. Reduciré el total de las cantidades obtenidas, pero
estoy obligado a suprimir el lote de tallos destinado al
templo.
El alivio dio paso a la indignación.
–Sabes que necesitamos papiros para escribir, para fabricar
tapices, cestos, cuerdas, sandalias…
–Ya lo sé, pero el decreto está firmado por la mano del
emperador; el prefecto ya está ocupándose de organizar el
transporte.
–¿Tendremos acceso al bosque que hay al norte del
pueblo?
–Ha sido declarado zona militar. Los soldados han tomado
posiciones y prohiben el paso a los civiles.
–Privarnos de los papiros… ¿Quién habría imaginado tanta
crueldad?
–Un cristiano no teme ningún sufrimiento; Cristo ha sufrido
por nosotros, no Osiris.
–Osiris nos enseña la resurrección. El dolor no es un camino
de plenitud, sino solamente de dolor; adornarlo de cualquier otra
virtud es un engaño.
–El reino vendrá pronto. La raza divina nacida del pez
celeste penetrará; fortalecerá su corazón porque el Señor, con
palabras dulces como la miel, la alimentará. Eres mi amigo.
Conviértete y serás mi hermano. ¿Qué te importa el papiro? Dios
está más cerca de ti de lo que imaginas.
–Si es como tú dices, entonces no es Dios. El poder creador
no sabría jestar próximo al hombre; no es más que una expresión de
él, siempre lejano, a menudo alterado. Sólo la Regla del templo
puede modificarlo. Recuerda las palabras de nuestros padres: la
madera torcida, abandonada en el campo, se pudre y acaba su triste
existencia en el fuego; si la mano del artesano, guiada por Dios,
sueña con recogerla, la dirige y la convierte en cetro que empuña
el sabio.
–Sólo una fe confiada te orientará hacia la
verdad.
Un rayo de sol se deslizó entre las palmas e iluminó a los
dos hombres.
–Permite que nos quedemos con algunos tallos, Teodoro. Los
utilizaremos para fabricar los últimos rollos donde escribiremos
nuestros rituales mayores.
El obispo dudó; Sabni no le suplicaría más.
–Ve al almacén y llena tu barca. Todo lo que puedas cargar te
pertenecerá.
Al día siguiente tendría que internarse por senderos
peligrosos y batallar en Nubia. Gracias a esta débil crecida, el
sur profundo quedaba inaccesible. El destino le ofrecía un presente
inestable: sólo se aprovecharía de ello si la situación se
estancaba. Su bienestar resultaría favorecido si el obispo y el
prefecto llegaban a un acuerdo.
Su petición de traslado, apoyada por Maximino, navegaba hacia
Bizancio. No confiaba mucho en conseguirlo. El emperador pensaría
que era obstinación, exigiría otra vez el oro de Nubia y luego le
nombraría jefe de algún cuerpo expedicionario destinado a Asia. Por
primera vez en su vida Narses rezó con toda su alma; rogó que la
catarata fuese una muralla eternamente
infranqueable.
Un hombre grueso y bien vestido se presentó en el puesto de
vigilancia, borracho, gritando y gesticulando. El suboficial lo
echó fuera pero volvió a entrar decidido a hacer una denuncia. Sus
confusas declaraciones se referían al prefecto y al emperador. Uno
de los militares lo reconoció: el loco era el jefe del gremio de
los vendedores de higos. Tenía el control sobre la distribución de
fruta. El suboficial, que no se consideraba lo bastante competente,
lo condujo al cuartel, donde lo recibió el especialista en casos
delicados, el capitán Mersis.
–Me llamo Apolo.
–Estás borracho.
–Tengo mis motivos, capitán.
–¿A quién quieres denunciar?
–A File.
Sin lugar a dudas, se trataba de un cristiano exaltado;
Mersis no se asustó.
–File no existe.
–¿Qué decís?
–Los templos se cerraron hace tiempo.
–¡Éste no!
–Legalmente sí. Es un edificio secularizado.
–¿Y la comunidad que vive allí?
–No aparece en nuestros archivos.
–¡Sin embargo, paga impuestos!
–El régimen tributario no está dentro de mi
competencia.
–Os burláis de mí…
–Simplemente me atengo a la práctica
administrativa.
Apolo esbozó una sonrisa maliciosa.
–¿Se considera delito que un campesino abandone el campo y
huya…?
–Sin duda alguna se castiga con la cárcel.
–¿Y con trabajos forzosos?
–En algunos casos.
–Uno de mis trabajadores se ha confesado culpable. Debéis
arrestarle.
–¿Su nombre?
–Crestos, mi hijo.
–¿Tu hijo?
–Es asunto mío. Ha dejado la casa para irse al templo; los
adeptos de Isis lo han acogido. Quiero denunciarlos a todos. Quiero
que me devuelvan a Crestos y los condenen a todos.
–Primero hay que rellenar una solicitud.
–Tengo tiempo.
–¿Sabes leer y escribir?
–Sólo sé contar.
Si Apolo decía la verdad, File había comprometido su propia
existencia. Mersis tenía que encontrar pronto una
solución.
–¿Cuándo enviaréis los soldados a la isla?
–Hay un medio. ¿Sabes de alguien más que quiera poner una
denuncia?
–No. Sólo yo. ¿No es suficiente?
–¿Has hablado con alguien más de esta huida?
–No, con nadie. Me daba mucha vergüenza. He preferido
emborracharme. ¡Pido venganza!
–¿Tienes alguna prueba de que tu hijo se haya ocultado en la
isla?
–Estoy seguro. Se negó a ser soldado. Desde niño ha deseado
entrar en el templo.
–Entonces, ¿no tienes ninguna prueba
fehaciente?
–Ordenad que registren la isla.
–¿En calidad de qué estaba Crestos a tu
servicio?
Apolo se ruborizó.
–En calidad de qué… no sé qué queréis decir.
Mersis cogió una tablilla de madera y grabó un breve texto
con caracteres griegos.
–¿Tiene tu hijo el estatuto de esclavo?
El vendedor de higos montó en cólera.
–¡Es hijo mío! ¡Dejad de injuriar a mi
familia!
–Si es trabajador libre, ¿por qué no figura en la lista de
los contribuyentes?
–Capitán… sólo es un niño…
–Pero digno de realizar trabajos forzosos. Poco importa la
edad; tu deber era declararlo al fisco.
–Recordad que este territorio no pertenece a vuestra
jurisdicción.
–Transmitiré la información al responsable. Me basta con
añadir tu nombre a la tablilla.
–¿Me arriesgo a…?
–La cárcel de por vida.
–¿Y si lo arregláramos?
–¿Por qué no?
–¿Qué deseáis?
Mersis fingió reflexionar un instante.
–Retiras la denuncia, olvidas a Crestos y, sobre todo, me das
algunas piezas de plata. El ejército es pobre.
Apolo vació la bolsa que llevaba atada a la
cintura.
–¿Bastará?
Mersis contó las piezas.
–Si me traes dos o tres piezas más, nos haremos buenos
amigos. Incluso olvidaré que tienes un hijo.
El mercader refunfuñó. El capitán rompió la tablilla de
madera. Llevaría cuanto antes este pequeño tesoro a File, cuyos
recursos se estaban agotando.
El mejor orfebre de Elefantina acababa de cincelar un
brazalete. Cuando el prefecto Maximino entró en su taller, el
artesano se sintió halagado e inquieto al mismo tiempo. ¿Qué
traería por allí a un personaje tan poderoso? Si se tratara de una
requisa, habría acudido con una patrulla.
El artesano le saludó con una reverencia.
–Vuestro humilde servidor, señor.
–Tus joyas son incomparables -le dijo.
–Me halagáis…
–Muéstrame tus obras de arte.
El artesano rebuscó nervioso dentro de un cofre de madera.
Sobre una tela blanca extendió un collar, pulseras y
ajorcas.
–Admirable -juzgó el prefecto.
Aquella noche, la gran sacerdotisa no lograba ocultar su
cansancio. Crestos, consciente de que estaba importunando, hizo
menos preguntas que de costumbre. Con Isis a su lado, disfrutó del
silencio de la noche que protegía el santuario, pero no pudo
contener su lengua por mucho tiempo.
–Soy feliz, Isis.
–El templo es el gozo del corazón. No hay nada más
grande.
–Pareces cansada.
–Y tú eres un chico muy indiscreto.
–Tú eres nuestra fuerza. Si desfalleces, ¿qué será de
nosotros?
–El futuro de la comunidad no depende de un solo
ser.
–Ahora sí. No hace mucho que estoy aquí, pero me he dado
cuenta de esta realidad. Si Sabni y tú desaparecierais, todos los
demás nos vendríamos abajo.
–Un juicio de valor muy apresurado, neófito.
–Tengo ojos que ven y no soporto la
hipocresía.
–¿Y si nos pusiéramos a estudiar de nuevo las estrellas?
Escucha la voz de los antepasados que se transmite a través de la
luz. ¡Ojalá nuestros planes sean tan generosos como los suyos! Su
verdad continúa siendo el tesoro más preciado, pues guía nuestros
pensamientos hacia la sabiduría.
El panadero y el carpintero, que eran hermanos, solicitaron
audiencia ante el sumo sacerdote. Sabni los recibió en la morada
del decano, que ahora era la suya. Los dos hombres, de unos sesenta
años, discutían a veces las decisiones de la gran sacerdotisa sin
hacer pública su disconformidad. Cuando se decidían a llevar a cabo
alguna gestión juntos, significaba que llevaban tiempo madurándola.
Sabni no utilizó ninguna fórmula de cortesía.
–Hablad.
–Habla tú -dijo el panadero al carpintero.
–Es algo delicado… Si nos ayudaras…
–Somos hermanos. No hay nada que lo impida.
Los dos peticionarios eran parecidos; cara redonda, ojos
astutos, labios gruesos, papada, hombros cuadrados y piernas
gordezuelas.
–Es verdad -reconoció el panadero-. A veces es
difícil…
La mirada severa de Sabni les intimidó. El carpintero acudió
en su auxilio.
–Somos hermanos y debemos contárnoslo todo. Isis ha cometido
graves errores; la procesión, la visita a la gruta… Nuestro
prestigio está empañado. Como sumo sacerdote, te corresponde tomar
cartas en el asunto. – Satisfecho de su intervención, alzó la voz-.
Aceptamos luchar contra el obispo a condición de no correr riesgos
innecesarios. Eres amigo de Teodoro; deshazte de Isis; es
peligrosa. Dos gobernantes son demasiados, sobra uno; que se ocupe
de los rituales.
–¿Vuestra opinión es compartida por los
demás?
–Somos los que tenemos más experiencia.
–¿No se ha negado Isis a iniciaros en los misterios del
templo cubierto?
Ni el panadero ni el carpintero
respondieron.
–He tenido acceso a los informes redactados por el decano y
la gran sacerdotisa. Por construir tú un sitial y hornear tú panes
de forma fantástica os habéis creído artífices de la obra de arte
que exige nuestra Regla. Vuestros trabajos son una injuria a la
comunidad y vuestro conocimiento de los jeroglíficos es muy
superficial; es vuestra indignación la que se ha puesto de relieve.
No contéis con mi indulgencia: nada justifica vuestra holgazanería.
Cumplid con vuestros deberes cotidianos y libraos de la hiél que
amarga vuestro pensamiento; si no, no haréis progreso
alguno.
Los dos hermanos se miraron desconcertados.
El templo no pasó hambre. Con las piezas de plata del capitán
Mersis, Sabni compró gran cantidad de trigo que unos barcos
trasladaron de madrugada, antes de que las patrullas recorrieran
las orillas del río.
El ardor contagioso de Crestos animó a algunos hermanos, que,
a pesar de la carga de la vejez, comenzaron a limpiar los
bajorrelieves erosionados por las tormentas de arena. Al dejar de
replegarse sobre sí misma, File respiró con mayor intensidad. Las
hermanas repararon los instrumentos musicales, tejieron vestidos
blancos con el poco lino que les quedaba y lavaron las baldosas de
la casa del nacimiento, en la que, al cabo de unos meses, nacería
un nuevo adepto. La comunidad salió de un letargo que algunos
habían creído definitivo; desde el alba hasta el anochecer, el sumo
sacerdote iba de la capilla al patio, de la sala a la cripta, dando
ánimos, aconsejando, comprobando que todo estuviera en su sitio. En
cuanto se terminaba un trabajo, proponía otro más
delicado.
Isis mejoró en el estudio del ritual de la diosa lejana. Su
labor no sería inútil, ya que File trataría de revivirlo pronto. En
varias ocasiones, se reprochó su distracción; pensó en Sabni y en
su capacidad de éxito. ¿Sería suficiente para transformar una
congregación condenada a la decadencia en una cofradía llena de
savia?
La llegada de Crestos, un nacimiento cercano… Las señales se
multiplicaban. Después de tantos años marcados por el sello de la
desesperanza, Isis vislumbró un paisaje más risueño; tuvo ganas de
abandonarse, de confiar sus dudas y sus sueños a alguien. ¿Cuando
la comprendería Sabni?
Crestos descifró las líneas del antiguo principio redactadas
por un faraón y dedicadas a su hijo:
El hombre agitado es la confusión de una comunidad. Introduce
la vigilia en tu vida, no te dediques a tu propia satisfacción pues
te convertirías en un miserable. A la hora de juzgar, el tribunal
del más allá no mostrará indulgencia. A sus ojos, la vida será como
el transcurrir de una hora. Atrévete a emprender los senderos más
difíciles; éstos son los que guiarán tu espíritu hacia la
sabiduría. Dios conoce al que obra según su gloria. Sé su hacedor.
De tu esfuerzo brotará la alegría, de la alegría la
sabiduría.
El neófito enrolló el papiro con cuidado.
–¿Acaso un hombre puede alcanzar este ideal? – preguntó a
Sabni.
–Nuestros padres lo consiguieron. Si este templo existe es
porque han vivido el cielo en la tierra.
–¿Y tú?
–Soy un sumo sacerdote joven, tan inexperto como el novicio
con el que estoy hablando. Nuestro rango es diferente, pero la
importancia de nuestra tarea es idéntica.
–Llevas muchos años aquí.
–Y tú posees el fuego ardiente del aprendiz.
–¿Se apaga pronto?
–Se transforma y aumenta. Menos violento, más poderoso; con
él llega el momento de la certidumbre, parecido al sol que nunca se
oculta tras el horizonte. Te deseo, Crestos, que pertenezcas a este
mundo y al otro; Dios está en la luz del templo que formamos con
nuestros antepasados y nuestros descendientes. Que tu inteligencia
interprete mis palabras y tu corazón las ponga en
práctica.
–Sabni, ¿tú escuchas a tu corazón?
–¿Mis enseñanzas te decepcionan?
–Superan mis deseos más profundos.
–¿A qué se debe tu pregunta?
–Soy muy joven y no tengo derecho a hablarte así. Pero la
comunidad sería más fuerte si…
Crestos vaciló. Iba demasiado lejos.
–¿Qué aconsejas? Habla.
–No te olvides de los que te aman más que a sí
mismos.
El nuevo adepto recobró la calma y trazó unos jeroglíficos en
un cascote de cerámica. Se concentró en el dibujo de una silla de
alto respaldo, símbolo de la diosa Isis.
El prefecto desembarcó cerca del pabellón de Trajano y el
barquero volvió a izar la vela blanca hinchada por el
viento.
Ninguna escolta había protegido el corto viaje de Maximino;
tan pronto como hubo puesto el pie en la isla santa se topó con
Sabni, que había sido avisado por el vigilante.
–Quiero hablar con la gran sacerdotisa.
–Ahora está trabajando con sus hermanas.
–Decidle que he venido a verla.
–Primero, prometedme que no daréis un paso
más.
Sabni actuaba como el jefe de una cohorte invencible que no
temiera nada que pudiese venir de un enviado del emperador. Deseaba
humillar a Maximino y lo consiguió. En toda su carrera, el prefecto
no había tolerado nunca la menor observación despectiva sobre su
cargo. Pero ¿acaso Isis no valía el sacrificio más
doloroso?
–Tenéis mi palabra. Ahora, daos prisa.
Sabni se dirigió parsimonioso hacia la puerta del primer
pilono. Maximino sentía que su odio aumentaba cada segundo que
pasaba.
El prefecto estuvo esperando más de una hora bajo un sol
ardiente, al que no prestó mucha atención. Cuando distinguió a
Isis, etérea, el templo volvió a ser un paraíso.
–Os he traído un obsequio.
Maximino abrió el cofre. Las joyas de oro brillaron con todo
su esplendor.
–Son magníficas -reconoció Isis-; serán un adorno maravilloso
para las estatuas divinas.
–Yo las destinaba para vos.
–En otro tiempo, las habría llevado puestas en las grandes
fiestas; la gran sacerdotisa debía aparecer entonces como la mujer
más hermosa, sin olvidar que su riqueza provenía del templo al que
regresaba después.
–Celebraremos nuestras fiestas. Estos adornos las anunciarán,
si aceptáis ser mi esposa.
Sorprendido de su propia audacia, Maximino no se atrevió a
mirar a Isis. Temía un rechazo inmediato; la voz de Isis se mantuvo
dulce y serena.
–Nuestra Regla me prohibe contraer matrimonio
profano.
–Esa costumbre está ya caduca. Cuando seáis mi esposa, File
renacerá. – El prefecto se arrepintió de haber empleado estas
palabras amenazadoras. ¿Acaso no implicaban un chantaje con el que
sólo lograría apartarla de él?-. Dependéis de la isla santa, Isis;
yo dependo de vos.
Hermanos y hermanas se congregaron bajo la columnata
preguntándose cuál sería el motivo de esta segunda visita del
prefecto. Auré propuso una intervención violenta; eran lo bastante
numerosos para arrojar al Nilo a los enemigos. Sabni le impuso
silencio; la ritualista se retiró molesta a su
aposento.
–Mirad esos seres amedrentados -dijo Maximino, señalando a la
comunidad-. Sólo yo puedo librarles del sufrimiento y la angustia.
Por amor a Isis, para conquistaros, aseguraré la perpetuidad del
templo.
El rostro de la gran sacerdotisa era indescifrable. ¿Estaba
librando una batalla consigo misma? El hecho de que no rechazara su
proposición con vehemencia tranquilizó al prefecto; sin duda, había
abierto una brecha decisiva.
–Volveré, Isis. No me traicionéis.
Cuando las cimas de los montes se tiñeron de rosa, Sabni e
Isis iniciaron el camino. Sabni pilotaba una barca ligera que la
suave brisa de la mañana impulsaba sobre las plateadas aguas. Como
todos los hijos de la provincia, el sumo sacerdote había aprendido
a navegar muy joven; muchas veces había jugado a saltar de una
embarcación a otra cuando corrían a la máxima velocidad. Aprender a
manejar una embarcación exigía una larga práctica; Sabni avanzó con
prudencia, rodeó la isla de Elefantina, pasó ante las murallas de
granito que protegían los fortines y orientó la proa hacia el
flanco occidental de la montaña. Después de camuflar la barca con
cañas y de abrirse camino entre el follaje, la pareja llegó a la
parte baja de unas largas correderas empinadas que habían servido
para subir los sarcófagos hasta la entrada de las
tumbas.
Sabni había llevado una barca en miniatura, con forma de
antílope, para ofrecerla al dios de los muertos, el único habitante
de aquellas soledades silenciosas. La subida fue larga y difícil;
la arena resbalaba, cada paso suponía un gran esfuerzo. Al llegar a
una plataforma rocosa, Sabni cogió la mano de Isis. Su brusco
ademán la atrajo hacia él; durante unos instantes permanecieron con
los cuerpos casi enlazados. Isis se dio cuenta de su turbación y se
apartó con dulzura.
Se sentaron para tomar aliento. A sus pies se deslizaba el
caudal divino que bañaba numerosos islotes antes de dirigirse
majestuosamente hacia File y precipitarse sobre las rocas de la
catarata. El cielo inmóvil llenaba la mirada de un azul ardiente;
velas blancas surcaban el río, una barcaza cargada de campesinos y
animales abandonaba la orilla oriental. Una pareja de halcones
peregrinos volaba hacia el sol naciente.
–Nuestra vida debería parecerse a la del río, Sabni,
eternamente igual a sí mismo, pero renovado sin cesar. – Somos
débiles e imperfectos. – Servimos a una diosa.
Isis, madre de Dios, adorno del cielo, deseo de los campos
verdes, alimento que inunda el mundo con su belleza, perfume del
templo, dueña de la alegría, lluvia que reverdece la campiña,
dulzura de amor… Ella había iniciado a Sabni en su misión,
llevándole más allá de sí mismo. ¿No se encarnaba Isis en aquella
mujer de cabellera negra más brillante que el esplendor de la
noche, más tierna que los racimos maduros, con los dientes más
blancos que la leche de las estrellas, el rostro más azucarado que
los frutos de un vergel y más fresco que el agua de los pozos, y
las piernas más esbeltas que las patas de las gacelas? – Busquemos
la tumba.
Siguiendo un sendero empedrado que llevaba a la cima del
acantilado, penetraron en las sepulturas abandonadas. La desolación
se había adueñado del lugar. Capillas incendiadas y renegridas por
el humo, estatuas decapitadas o desmembradas, bajorrelieves
rascados o blanqueados con cal. Pero algunas moradas de la
eternidad habían escapado al furor iconoclasta de los cristianos.
Sobre los muros se desplegaban escenas de caza y pesca, banquetes,
justas y juegos, con los colores intactos. La vida feliz de los
tiempos antiguos recordaba que los conquistadores de tierras
inexploradas habían vuelto a Elefantina para gozar de una vejez
dichosa. Desde la altura de sus sepulcros, ellos contemplaban para
siempre el paisaje sereno donde su vida errante había terminado. El
oro de Nubia lo ofrecían a los dioses; y los dioses les daban a
cambio gloria y fortuna. Desde el interior de la montaña de
Poniente cantaban uno de los himnos grabados sobre una pared; las
piedras preciosas corren a raudales, se ocultan en la espesura de
papiros y reaparecen sobre las puertas del templo.
El coraje y la voluntad de vencer, he aquí lo que Sabni
descifró en las inscripciones donde los conquistadores del profundo
sur narraban sus hazañas. En una estela relegada a un rincón
oscuro, Isis distinguió el fino rostro de la diosa de la catarata
con la corona de cañas. Al leer el texto, hizo revivir las palabras
de la crecida: «Yo hago subir para ti el flujo de la vida, las
flores retoñarán, las cosechas serán doradas, las tierras se
alegrarán y la felicidad ensanchará el corazón de los
hombres».
Isis se sintió transportada por otro fluido que la arrastraba
hacia Sabni. Aún se resistía; había que pensar en el sepulcro donde
estaban inscritos los nombres divinos, últimas palabras del ritual.
Al fondo de un patio de columnas se abría una entrada rectangular;
Sabni pasó primero. Hasta entonces ningún mal encuentro había
molestado su búsqueda. Sin embargo, el sumo sacerdote permanecía
alerta. Algunos anacoretas podrían estar tan alterados como para
atacar a los visitantes de aquellas tumbas que ellos consideraban
la boca del infierno.
Sabni se echó atrás, asustado. Isis fue a su lado y se cogió
de su brazo. Apretados uno contra otra, entraron por el angosto
camino que conducía al reino del más allá; a los lados, estatuas
blancas con el rostro verde o negro y los ojos fijos les
contemplaban sonriendo. La pareja avanzó unida, entre los ancestros
inmortalizados en la alegría de la resurrección. Tres escalones
subían hacia una capilla adornada por la escena de un banquete en
el que inagotables alimentos llenaban la mesa del ser reconocido
como justo por el tribunal del otro mundo. Las columnas cubiertas
de jeroglíficos evocaban la comunión de los fieles de Isis en el
momento en que la diosa, después de su destierro en las
profundidades de Nubia, volvía a File.
–La respuesta está aquí, Sabni. Presenta nuestra
ofrenda.
El sumo sacerdote depositó en el suelo la barca en forma de
antílope.
–Los protectores de esta morada son Osiris. Uno y múltiple,
tal es su secreto: mil rostros para un solo corazón. El invocará a
la diosa lejana, no nosotros. Un dios llamará a una diosa; ella
oirá su voz y volverá a su morada.
Se sentaron sobre los bancos de piedra, convidados del festín
inmóvil ofrecido a los salvadores inmateriales. Isis había llegado
al término de su búsqueda; Sabni podía, por fin, formular la
pregunta que le obsesionaba.
–¿Qué deseaba el prefecto?
–Que sea su mujer. A cambio, protegerá File y satisfará mis
deseos. El futuro del templo estará asegurado; ¿no debería
aceptar?
Sabni se levantó y la abrazó con ímpetu.
–La Regla te lo prohibe.
–La Regla proclama que nuestro principal deber es
salvaguardar la comunidad.
–Te amo, Isis. Te amo con todo mi corazón. Será nuestra unión
y sólo ella la que preservará al templo del
aniquilamiento.
Sabni deslizó los tirantes blancos por los hombros
dorados.
–No tenemos derecho a tener hijos.
–Me da igual. Es a ti, sólo a ti a quien
deseo.
La túnica blanca resbaló a lo largo del cuerpo de Isis,
dejando al descubierto sus senos firmes, su pubis de azabache, sus
largas piernas. Ella le despojó de la túnica; Sabni le acarició la
espalda y la besó en el cuello. Cuando los labios se unieron la
reclinó tiernamente hacia atrás. La savia que corría por el cuerpo
de Isis tenía el ardor de un sol joven y la suavidad de la
miel.
Se acostó sobre el suelo de piedra, entre las batallas de
Osiris, y Sabni abrazó el objeto de su deseo. En el silencio feliz
de la morada de la eternidad en que la pareja resucitada continuaba
el banquete y los muertos comulgaban con los vivos, descubrieron la
luz dorada de un amor fulgurante, como la llama surgida en el
amanecer del mundo, en el corazón de Oriente.
Sabni salió el primero de la tumba. La luna brillaba. Las
estrellas, puertas de luz, taladraban la noche. El sumo sacerdote
respiró el aire tranquilo y confió su entusiasmo al universo que
tejían las diosas y que el alfarero Jnum formaba a su
alrededor.
Apenas había cruzado el umbral cuando un violento garrotazo
en el vientre lo dobló en dos. El asaltante, un monje de cabellos
largos, gritó de alegría y golpeó por segunda vez. Sabni se echó a
un lado, asió el extremo del garrote y desarmó a su adversario. El
cristiano, a pesar de su rabia, no era de su talla; olvidó la pelea
y emprendió la fuga.
Isis se aproximó a Sabni.
–¿Estás herido?
–Regresemos.
Desde la embarcación contemplaron el acantilado de Occidente
sepultado en la oscuridad azulada. La entrada de la tumba había
desaparecido confundida entre las tinieblas; sólo se distinguía el
arranque de las correderas hacia la cima, llevándose consigo el
secreto de un amor vivido más allá del tiempo.
Según la costumbre, Sabni cogió a Isis en sus brazos y
franqueó la puerta de la vieja casa del decano. A los ojos de la
comunidad reunida, eran ya marido y mujer. No hacía falta ningún
documento; su compromiso adquiría así fuerza de
ley.
Si hermanos y hermanas saborearon este momento, Crestos lo
vivió con particular intensidad. ¿No era él responsable de este
matrimonio que los adeptos apreciaban como una nueva ventaja? Con
su unión, Sabni e Isis proclamaban la libertad del templo en medio
de un mundo hostil.
Los esposos durmieron bajo una fina malla hecha con sedal de
pescador, a guisa de mosquitero. Al despertar, se regocijaron con
la sencilla felicidad de descubrirse el uno junto al
otro.
–Tomemos precauciones contra Maximino -recomendó
Isis.
–¿Tan enamorado está?
–Si él supiera…
–Todos nosotros nos debemos al secreto. Ten
confianza.
Ella se acurrucó junto a él, abandonada.
Auré se maquilló los ojos y se perfumó con incienso. A veces
se reprochaba aquella inclinación a la coquetería, pero la Regla no
prohibía a las hermanas estar hermosas; que los hermanos cayeran a
sus pies, más o menos enamorados, la divertía sin distraerla de sus
sabios trabajos. ¿Acaso no podía ella presumir de una excelente
memoria y de un conocimiento de los ritos casi tan perfecto como el
de Isis? Evidentemente no envidiaba la función de gran sacerdotisa,
que procuraba más inquietudes que satisfacciones, pero sabía que
sus sólidas espaldas llevaban una buena parte del peso de la
comunidad. Normalmente, Isis tomaba las decisiones que Auré
estimaba pertinentes. Esta vez, había descuidado el tiempo de
reflexión y arrastraba a los adeptos por un camino peligroso.
Criticar a la gran sacerdotisa requería una valentía que algunos
calificarían de descaro; pero la ritualista, convencida de que
tenía razón, no se echó atrás.
En el vergel del templo, Isis estudiaba los antiguos ritos de
fiesta; los pájaros revoloteaban a su alrededor. En la isla nadie
los cazaba. Uno de ellos, de cabeza plateada y pecho amarillo, se
posó sobre el hombro derecho de Isis, picoteó sus cabellos ungidos
de mirra y voló hacia una persea en que anidaban los
gorriones.
–¿Qué deseas, Auré?
–¿No te parece que este matrimonio es un poco
precipitado?
–¿Temes que Sabni y yo nos olvidemos de nuestros deberes
sagrados para arrullarnos el uno al otro?
–Estoy segura de que no. Pero el prefecto…
–Su pasión me preocupa.
–¿Por qué descuidarla?
–¿Desearías que me convirtiera en su esposa?
–Si el sacrificio salvara el templo y a la
comunidad…
Isis elevó los ojos hacia la copa de la persea, de hojas
verde oscuro en forma de corazón; fue bajo un árbol parecido donde
el primer sabio de Egipto había recogido las enseñanzas del dios
del conocimiento.
–¿Qué nos aportará tu unión con Sabni, excepto vuestra
felicidad egoísta?
–Me sorprenden tus reproches, ya que no están justificados en
absoluto. Comprar una paz precaria a Maximino, ¿no habría sido
traicionar el espíritu de nuestra fraternidad? Egipto siempre ha
sido gobernado por una pareja con una única mirada. Sabni y yo
intentaremos hacer revivir una tradición que preludie quizá otras
resurrecciones. Puedes estar segura, mi querida hermana, de que
nuestros actos no están inspirados por la búsqueda de un placer
pasajero.
Auré se alejó; sus celos entristecieron a Isis. Ahora la gran
sacerdotisa tendría que vigilar que no se transformaran en
amargura, veneno temible para las almas frágiles.
Sentado encima del enorme bloque de granito, el general
Narses, como cada tarde, contemplaba la catarata. El Nilo ya no
tardaría en retirarse; los campesinos cosechaban las olivas y
recolectaban los dátiles mientras las semillas de los cereales
sobresalían de la tierra mal regada. Casi la totalidad del trigo
estaba reservada para Bizancio; las pequeñas explotaciones
encargadas de nutrir Elefantina no producían más que débiles
espigas.
¿Cuántos morirían de hambre? Sin embargo, nadie acusaría al
Nilo; aquella tierra era demasiado hermosa, demasiado pura para que
los sufrimientos humanos justificasen el más mínimo reproche.
Narses buscaba un remolino caritativo que lo enviara al fondo del
río. El general se había apoderado de un rollo de papiro que
relataba las aventuras de un célebre explorador de África, el
egipcio Hirjuf, enterrado en el acantilado de occidente; tres mil
años después de sus hazañas legendarias, su recuerdo permanecía
vivo. Narses desenrolló el documento y se sumergió en la
apasionante lectura. Abriendo caminos a través de una comarca
desconocida y dirigiendo con mano firme un cuerpo de
expedicionarios organizado con esmero, el héroe había vuelto de la
lejana Nubia encabezando un cortejo de trescientos asnos cargados
con sacos de oro, madera de ébano, incienso, colmillos de elefante
y pieles de leopardo; el regalo que más le había gustado al joven
faraón había sido un pigmeo procedente del país de los habitantes
del horizonte y capaz de ejecutar a la perfección la danza del
dios.
¿Cuántas veces había abandonado su morada el explorador para
lanzarse a lo desconocido antes de volver, ya viejo, a morir a su
tierra? Narses arrojó el papiro al río. Despreciaba aquella
existencia tumultuosa llena de honores, de conquistas y de gloria.
¿Quedaba algo que aprender de la especie humana? El juego de la
felicidad y la desdicha no le divertía en
absoluto.
Una extraña aparición atrajo la atención del general. Más
allá de las últimas rocas de la catarata, un hombre de piel negra,
encaramado en un animal de largo cuello y piel moteada, estaba
inmóvil sobre la ladera de la colina. Ocupaba un excelente puesto
de observación, desde el que podía ver con detalle las
fortificaciones de la frontera. Cuando el sol declinó, el
explorador desapareció.
El obispo y el prefecto escucharon la historia del
general.
–Un blemio montado en una jirafa -dijo
Teodoro.
–Pero ese pueblo ha desaparecido -objetó
Maximino.
–Yo también lo creía. He redactado informes en ese
sentido.
–¿Estáis seguro de vuestra identificación?
–Me temo que sí.
–Es probable que sea un superviviente
extraviado.
–Los blemios tenían la costumbre de enviar un explorador
antes de atacar.
–Nuestras fortificaciones son inexpugnables. Incluso un
ejército tres veces más numeroso que el nuestro
fracasaría.
–¿Y si nos equivocamos? – sugirió el obispo, irritado por la
seguridad del prefecto-. Muchas batallas se han perdido a causa de
la vanidad de un jefe.
–¿Me procesaríais?
–Si se prepara un ataque, protejamos
Elefantina.
El general Narses consideró necesario
intervenir.
–Sin duda nos inquietamos sin razón. Los expertos están
convencidos de que los blemios son incapaces de formar una tropa de
asalto. De todas formas, pasaré revista a las
fortificaciones.
Esta decisión tranquilizó a Teodoro. No había nada que
temiera tanto como los invasores procedentes del sur, feroces
adversarios del cristianismo, que rabiaban por no poder acceder a
File, residencia de su dios, Mandulis, del que estaban separados
desde hacía veinte años.
Narses saludó a sus superiores y salió. Maximino miró al
obispo.
–No volváis a proferir críticas contra mi
persona.
–Sólo me guía mi misión.
–¿Os creeríais capaz de abrirme los ojos?
–Isis no se casará nunca con vos.
–No tiene elección.
–Desengañaos. No cederá a ningún chantaje.
–¿Sacrificaría a su comunidad?
Esta pregunta se la había hecho Teodoro cientos de
veces.
–La Regla del templo…
–¡Palabras! es la misma existencia de File la que está
enjuego.
–Os impediré ir demasiado lejos -afirmó el obispo con
seriedad-. Ese santuario pagano ya no tiene existencia legal; si le
dais un trato especial, los cristianos se dirigirán contra
vos.
–¿Sois consciente de adonde os llevan vuestros
propósitos?
–Enamoraos, Maximino, pero no ofendáis a
Cristo.
El prefecto recuperó la calma. Absorto, se dirigió a los
casilleros llenos de papiros y consultó un documento con mirada
distraída.
–Quiero saber qué pasa en esa comunidad. Nos haría falta
tener un espía allí.
–La ley prohibe a File recibir nuevos adeptos. Si enviamos a
alguien, desconfiarán y lo expulsarán.
–Sabni es un insumiso y un conspirador.
Teodoro también temía las iniciativas de su amigo. La idea
del prefecto no carecía de interés; estar informado de lo que
pasaba en el interior evitaría bastantes
problemas.
–Puede que haya una solución-
Al norte de la catarata, a poca distancia del templo, un
pescador aprovechaba las primeras horas de la mañana para golpear
el agua con un largo bastón y atrapar algunos peces en su red.
Acababa de pescar una soberbia perca cuando un chapoteo le indicó
que se acercaba un nadador. Mersis reconoció a Sabni que, para
descansar, se sujetó a la proa de la barca, dejando la cabeza fuera
del agua. El capitán continuó pescando sin mirar hacia donde estaba
su amigo.
–Malas noticias. Parece ser que han visto un blemio cerca de
la catarata.
–¿Es verdad?
–Narses está inspeccionando el cuartel a fondo. Otro peligro:
Maximino está haciendo correr el rumor de su próxima boda con Isis.
El obispo está asediado por las protestas. No te fíes, Sabni. Tú
eres el único obstáculo entre el prefecto y la gran
sacerdotisa.
–Mucho más de lo que te imaginas.
Crestos no dejaba en paz a nadie. Los más viejos tenían que
sufrir sus preguntas e intentar responderlas. Crestos arrancaba a
los más perezosos de su sopor y les obligaba a ponerse a trabajar.
Poco a poco, consiguió fomentar la rivalidad; todos querían
demostrar que ocupaban un puesto importante en la comunidad.
Hermanos y hermanas intercambiaban de nuevo propósitos, se
interrogaban sobre el significado de los símbolos, escrutaban las
paredes del templo en las que los ancianos habían grabado los
principios de la sabiduría. En los capiteles, la sonrisa de la
diosa Hathor se ensanchaba.
Noviembre, cuando comenzaban las labores de limpieza de los
campos, fue un mes apacible y feliz. La débil crecida se había
retirado; la vida, endulzada por el sabor de los dátiles, se
deslizaba con suavidad. El vientre de la biliotecaria evolucionaba
de manera favorable; Isis rezaba todas las tardes a las divinidades
del alumbramiento.
File volvió a tener confianza en su propia fe. Los adeptos se
habían adormecido sobre un tesoro que reconocían de incalculable
valor. ¿No les protegía la gran diosa de un ambiente hostil que,
después de estar considerado como vencedor, perdía su
virulencia?
Sabni no quiso abandonarse al optimismo. Isis, alabando su
lucidez, insistía sobre la visible renovación de la comunidad. ¿No
debería el sumo sacerdote preocuparse más por fraternizar con el
futuro del templo?
Ni Isis ni Sabni se opusieron. Conmovido, el carpintero se
puso en marcha en el acto; la paloma le serviría de
salvoconducto.
Los soldados le obligaron a vestirse con una túnica marrón y
un gorro de lana que ocultaría su cabeza rapada. No le llevaron a
casa de su madre, en el barrio pobre, sino hasta la vivienda del
obispo, introduciéndole por una puerta baja. Gracias a la rapidez
de la operación nadie pudo identificar al
visitante.
Una vez en presencia del prelado y del prefecto, el
carpintero perdió los estribos. ¿Había caido en una trampa? Teodoro
le tranquilizó acerca del estado de salud de su madre, que, a los
ochenta años, se ocupaba de la granja sin ayuda de
nadie.
Obligó al adepto, impresionado por la fría mirada de
Maximino, a sentarse en una silla plegable.
–No queremos hacerte ningún mal -garantizó el prefecto-, pero
necesitamos tu ayuda.
El hermano se quedó pasmado ante este
comienzo.
–He oído hablar mucho de ti. Parece ser que eres un
carpintero excelente que ofrece al templo los mejores servicios,
aunque no sean apreciados en su justo valor.
El adepto asintió.
–¿Por qué permaneces en la comunidad?
–Son mi verdadera familia, los que me han
educado.
–¿Has franqueado la puerta de los grandes
misterios?
–Isis, con la aprobación de Sabni, me lo ha
impedido.
El hermano se arrepintió al instante por haber confiado en
unos profanos. Pero la culpa la tenían el sumo sacerdote y su
compañera.
–Si no celebrases un culto impío, te habría alistado con
gusto y ahora serías rico.
–La fortuna no me interesa. Quiero a File.
–¿No amas más la vida? – preguntó el prefecto. El adepto
palideció-. Si es así, habla; si no, mis soldados tendrán que
abatir a un desertor que habrá alterado el orden
público.
–¿Qué esperáis de mí?
–Información sobre tu comunidad.
–File resucita. Incluso los más pesimistas recobran la
esperanza.
–¿A qué actividades os dedicáis?
–A mantener el templo, presentar las ofrendas, adorar a la
gran diosa…
–¿Conspiráis contra el emperador?
–No… ¡Claro que no!
–¿Quién os alienta así?
–Sabni, Isis y…
Los hermanos acusaban al carpintero de tener la lengua muy
larga. Una vez más había hablado sin reflexionar. El prefecto se
aproximó y posó las manos sobre los hombros del adepto, que tuvo la
sensación de ser agarrado por un ave rapaz.
–¿Y…?
El carpintero había jurado guardar silencio. Al traicionar su
juramento, condenaba a la comunidad a desaparecer. Pero ¿cómo
resistir a la tortura? Su sacrificio no salvaría el templo. Todos
lo reconocerían; sacrificarse sería inútil.
–Un campesino ha sido admitido entre nosotros. Su entusiasmo
es una promesa de futuro.
–¿Cómo se llama?
–No lo sé.
El obispo se propuso identificar al desertor. File, al
acogerle, había cometido una falta de la que sabría sacar
provecho.
Maximino no dio ninguna importancia a aquel detalle. El
quería informaciones de otro tipo.
–¿Está Sabni preparando alguna acción
subversiva?
–El sumo sacerdote sólo se ocupa del templo. Es un hombre
duro e intransigente.
–¿Los hermanos están preparados para rebelarse contra
él?
–No se atreverían. Nadie pone en duda su
autoridad.
–¿Tampoco Isis?
–Isis… no lo desautoriza.
Maximino percibió el malestar del hermano. No decía la verdad
e intentaba ocultar un hecho más importante. Los dedos del prefecto
se clavaron en sus hombros con violencia; el carpintero profirió un
grito ahogado.
–Sólo es un dolor ínfimo comparado con los sufrimientos que
te reservo si sigues mintiendo. Isis y Sabni se odian, ¿verdad?
¡Ella quiere casarse conmigo y él se opone!
–Sí… él se opone.
Pese a su loca pasión, el prefecto se mantenía lúcido. El
adepto confesaba lo que él deseaba escuchar. Le abofeteó. El
carpintero comenzó a llorar; el obispo miró hacia otro lado para no
verlo.
–Sacad a este hombre de aquí.
–No será por mucho tiempo… Si no habla, le
estrangularé.
El prisionero se dio cuenta de que la ira del prefecto no era
fingida. Callarse por más tiempo sería un
suicidio.
–Sabni e Isis se han casado según la costumbre pagana. Al
atravesar juntos el umbral de su vivienda se han convertido en
marido y mujer.
Maximino soltó su presa. Durante un momento, estuvo tentado
de machacar a puñetazos la cara amorfa del adepto.
–Vuelve a la isla. Serás nuestro espía.
El carpintero salió de espaldas, inclinándose. Sobrevivir le
parecía la recompensa más generosa.
–Ese matrimonio no tiene ningún valor legal -declaró el
prefecto-, pero Isis me ha engañado. File y Sabni serán castigados.
Los cristianos obtendrán satisfacción, reverendísimo obispo. Vos
disfrutaréis de vuestra victoria y yo someteré bajo mi ley a la
mujer que amo.
Auré rellenó la vasija de plata con agua del Nilo y la vertió
sobre las manos de los adeptos. El preciado líquido provenía de
Nun, el océano de energía en el que se bañaba el universo entero.
La tierra sólo era una colina que emergía con el primer resplandor
del día cuando el creador, nacido de sí mismo, pronunció la primera
palabra. Todos los templos de Egipto rememoraban aquel origen
revivido por el rito del alba.
Auré presentó la vasija ante la gran sacerdotisa, evocó el
momento decisivo en que el corazón del príncipe se volvió
consciente gracias a su hijo, Vida, que juntó sus miembros y les
dio movilidad. Él, el único, llevó su cuerpo a la existencia
gracias a la magia del verbo y puso en el alma de todos los seres
el deseo de compartir la eternidad de aquel instante, por medio de
la iniciación en los misterios.
Mientras la comunidad saludaba al sol elevando sus manos
puras hacia él, Crestos hablaba con Sabni.
–¿Por qué me ha olvidado la ritualista? Auré se giró
rápidamente hacia el joven. – ¡Cállate, neófito!
–¿He cometido alguna falta grave para que me trates así? ¡En
ese caso, quiero saber qué es lo que he hecho mal!
–Que este imprudente sea castigado como se merece. Pido
autorización al sumo sacerdote para castigarle severamente. Crestos
no bajó la voz.
–Soy un hermano como los demás y pido lo que me corresponde.
Si la injusticia reina en este templo como en el mundo profano, que
sea expulsada al instante.
Fuera de sí, Auré se valió del bastón que le tendía el
carpintero. – ¡Échate al suelo, rebelde! Cuando hayas probado este
jarabe de palo, tu vanidad no será tan arrogante.
Crestos imploró con la mirada a Sabni y a Isis. Ninguno de
los dos interrumpieron la acción de la ritualista. Con los labios y
los puños cerrados, el joven se estiró sobre el suelo y recibió
cinco bastonazos que no le arrancaron un solo
grito.
El ungüento calmó el dolor que sentía. Sabni volvió a
masajear el hombro derecho de Crestos, todavía
hinchado.
–Mi cuerpo no me importa. ¿Por qué el sumo sacerdote no me ha
defendido de la iniquidad?
–El impetuoso es como un árbol que crece muy deprisa y sólo
sirve para hacer fuego. El silencioso reverdece, sus frutos son
dulces; agradable es la sombra que proyecta sobre el
jardín.
–¡No podemos estar siempre callados!
–Es triste permanecer callados frente a palabras injustas,
pero también es inútil contestar al ignorante. Llevarle la
contraria conduce a la discordia, pues su corazón no soporta la
verdad.
Los ojos de Crestos centellearon.
–¡Entonces admites que la ritualista ha cometido un error!
Ella descuida su tarea… esta hermana es una ignorante. No le
volveré a dirigir la palabra nunca más.
–No seas engreído. Consulta tanto al ignorante como al sabio,
ya que nadie posee el conocimiento total. La palabra excelente está
más oculta que la piedra verde; sin embargo, la encontrarás en los
más humildes, junto a los servidores del templo que se entregan a
él sin esperar nada a cambio.
–¡Ése no es el caso de Auré!
–No juzques tan precipitadamente.
–No puedes estar tan ciego… ¡tú no!
–¿Me despreciarías?
El joven agachó la cabeza enfadado.
–No, pero esta hermana…
–El seguidor que desea alcanzar los grandes misterios debe
afrontar las pruebas más difíciles de todo corazón. Es en el
interior de la comunidad donde las sufrirás, no en el mundo
exterior. Olvida la crítica, el rencor y las disputas y prepárate a
vivirlas.
El capitán Mersis, puesto sobre aviso, identificó a los
exploradores que observaban su línea de defensa.
–¡Los blemios!
Se mantenían a cierta distancia, fuera del alcance de las
flechas. Habría sido inútil enviar un destacamento bordeando los
márgenes del río; sólo habría conseguido que el enemigo escapara
sin posibilidad alguna de cortarle el paso.
Durante más de dos horas, los negros escrutaron la empalizada
y los fortines que impedían el acceso a la provincia de Elefantina.
Después desaparecieron veloces como el viento.
Mersis redactó inmediatamente un informe que remitió a su
superior directo, el obispo Teodoro, que inmediatamente fue a ver
al prefecto, cuyo escritorio estaba lleno de tablillas de
cuentas.
–Todo está a punto, obispo. Esta vez File no saldrá indemne
de la prueba. Doy mi palabra de que padecerán atroces
sufrimientos.
–Hay algo más urgente.
–¿Quién lo dice?
–Leed.
El informe de Mersis era claro y conciso.
–Ayer había uno solo; hoy ya son dos; mañana será un
ejército… Los blemios se están preparando para
atacarnos.
–Desistirán nada más ver las murallas; que continúen
observándoles. Si estos salvajes tienen algo de seso, acabarán por
renunciar.
–La noticia se propagará rápidamente y el pueblo se volverá
loco. Deberíais pasar revista a las tropas y organizar
desfiles.
Aunque un tanto insolente, la sugerencia del obispo no
carecía de valor. Irritado por este contratiempo, Maximino dejó a
un lado las cuentas de la provincia para asumir su papel de jefe
militar. Visitó los acuartelamientos, se dejó ver por las murallas,
habló con los soldados, presidió una parada militar y desfiló a la
cabeza de un destacamento por las calles de Elefantina. Esta
exhibición de fuerza y de confianza tranquilizó al
pueblo.
Si los blemios estaban tan locos como para asaltar la ciudad,
serían exterminados.
Sabni llevó al carpintero la cabecera de una cama partida en
dos. Desde su regreso, el artesano tenía un aspecto
compungido.
–¿Podrás arreglarla?
–No lo sé.
–¿Cómo está tu madre? ¿Sufre mucho?
–Se está apagando y apenas me reconoce; iré a verla otra
vez.
Déjame ver lo que has traído.
El carpintero parecía acobardado.
–¿Has vuelto a ver al obispo?
–¿Yo? ¿Para qué?
–Teodoro sabe que los adeptos han abandonado a su familia
carnal para unirse a su familia espiritual. Normalmente, no se
vuelven atrás. ¿Por qué este extraño viaje, sino para interrogarte
sobre los secretos del templo?
El carpintero, furioso, tiró la cabecera de la cama al
suelo.
–¿No me estarás acusando de perjurio? He prometido guardar
silencio, pero no me puedo desprender de mis sentimientos humanos;
no soy como tú. Has perdido toda tu bondad en tu empeño por
someterte a la famosa Regla. Te has vuelto duro e implacable. Nadie
te ama, Sabni. Cuando lo comprendas, será demasiado tarde. No
puedes reprocharme nada.
–La palabra de un hermano es sagrada; no es necesario que te
justifiques.
El carpintero se había propuesto obedecer al prefecto, pues,
de lo contrario, Maximino no dudaría en deshacerse de él. Sabni
jamás osaría levantar la mano contra un adepto.
El sumo sacerdote se retiró disgustado. ¿Acaso no era indigno
de su cargo sospechar que un miembro de la comunidad fuera un
traidor? Pero File estaba en guerra y Sabni no podía permitirse la
menor ingenuidad en aquellos momentos. El enemigo no iba a
contentarse con un simple ataque desde el
exterior.
La carga llegaba a hacerse tan pesada… ¿Por qué no era capaz
de confiar plenamente en los seres con los que llevaba conviviendo
tanto tiempo?
El obispo encargó a sus secretarios que iniciaran una
investigación administrativa sobre las recientes fugas de
campesinos. Los resultados fueron decepcionantes; los informes de
los guardias solo indicaban pequeños hurtos, la rotura voluntaria
de herramientas agrícolas, el robo de un asno y la denuncia
abortada del mercader Apolo. No se mencionaba a ningún fugitivo y
los oficiales encargados de la seguridad interna del país no
facilitaron más detalles cuando se les consultó. El coordinador de
estas investigaciones, el capitán Mersis, sólo tenía encerrado en
la cárcel a un granjero acusado de robar en el huerto de su vecino.
Reconoció haber interrogado a Apolo, que no había hecho sino
mascullar palabras incomprensibles, dado su estado de
embriaguez.
Teodoro juzgó extraño el comportamiento de este singular
personaje, por lo que lo llamó a su presencia.
El mercader se detuvo en el umbral del despacho del obispo,
algo tenso y con cara de pocos amigos.
–¿Qué denuncia querías presentar?
–Ninguna. Estaba bebido.
–¿Por qué?
–Por puro placer… No todo el mundo es
asceta.
–¿Tienes hijos?
–Cuatro. Dos chicos y dos chicas.
–¿Tienen edad de trabajar?
–Ayudan de vez en cuando.
–¿Se ha fugado alguno de ellos?
–¡Que Dios me libre de tal desgracia! Mi familia está muy
unida.
–Dios protege a los justos. No dejes de vendemos tus
higos.
Apolo se alegró de haber salido bien librado de aquel asunto.
El obispo se dio cuenta de que Apolo estaba metido en un asunto
turbio al verle salir tan deprisa. Quizás no tenía nada que ver con
el fugitivo; no obstante, no estaría de más
comprobarlo.
Auré reunió cerca del pozo principal a diez hermanas que, sin
llegar a estar en contra de la gran sacerdotisa, eran sensibles a
la verborrea de la ritualista. Mientras llenaban los cántaros de
agua fresca, se quejaban de las condiciones de vida a las que
estaban sometidas, cada día más difíciles. Una confesó su miedo al
futuro: ¿cómo luchar contra un prefecto cuya omnipotencia no
toleraría durante mucho más tiempo la existencia de insurrectos,
especialmente si el obispo le consentía emplear mano dura? Auré les
recomendó confiar en la voluntad de Isis.
–La intransigencia de Sabni es una amenaza para todos
nosotros. Es demasiado joven para dirigir una comunidad como la
nuestra, el poder lo embriaga y lo despoja de sus cualidades.
Pronto se convertirá en un tirano, olvidará los rituales y nos
obligará a someternos a sus exigencias. Sabed todas que el sumo
sacerdote está librando un duelo con el obispo. La suerte de File
sólo le interesa porque el templo representa una fortaleza y la
comunidad un ejército.
–¡Es increíble que un grupo tan pequeño pueda enfrentarse a
tantos soldados!
–A Sabni le importa poco -afirmó Auré-. Desafiar a Teodoro ya
es una victoria; por eso, el que nos hagan esclavos o nos deporten
le es totalmente indiferente. Sacrificará nuestras vidas por su
loca pasión y cuando llegue el momento nos abandonará a la venganza
del obispo a cambio de su propia libertad.
Las terribles palabras de la ritualista despertaron una gran
inquietud entre las hermanas. Las más reticentes proclamaron la
integridad del sumo sacerdote, su rectitud y su sentido del deber,
limpios de toda culpa.
–No le acuso de falsedad -protestó Auré-, sino de vanidad y
de locura.
–¿Qué propones?
–Hablemos discretamente con los hermanos que tengan más
experiencia y, si alguno comparte nuestros temores, le
consultaremos y reflexionaremos juntos.
Aquella misma noche, después de la cena, el carpintero y la
ritualista conversaron al abrigo del pabellón de Trajano.
Insensibles a la puesta de sol que coloreaba las pendientes grises
de los acantilados, se confiaron sus cuitas. Hasta ese mismo
instante, nadie había conspirado contra la comunidad. Eran
totalmente conscientes de que el proceso que iniciaban arrastraría
consigo un conflicto abierto contra el sumo sacerdote; Auré se
asustó del rostro frío y la mirada de odio de su hermano y se
arrepintió de haber dado aquel paso, pero ya era demasiado tarde
para batirse en retirada.
–Sabni es un fanfarrón -declaró el carpintero-. Cree que
somos corderillos sumisos y que nadie se interpondrá en su camino.
Si resistimos, se irá de la isla y se convertirá al cristianismo
con la ayuda de su amigo Teodoro. La gran sacerdotisa no tendrá mas
remedio que casarse con el prefecto y entonces File quedará a
salvo.
Auré pensó que era un plan excelente. Los hermanos y hermanas
que ambos conjurados lograran reunir formarían una fuerza capaz de
derribar a Sabni y de iluminar el porvenir del
templo.
Crestos calafateó una barca, siguiendo las instrucciones de
Sabni. Después, alzaron un nuevo mástil cortado del último tronco
de cedro que quedaba en el templo.
–El sol apenas asoma por el horizonte… ¿Hace falta que
empecemos a trabajar tan temprano?
–Decían nuestros padres que el sabio madruga para crear y el
imbécil para incordiar, pues nada escucha y vive de lo que deshace.
Desde que se celebra el rito del amanecer, renace un mundo nuevo.
¿Qué nos importa el cansancio, si tenemos la ocasión de
contemplarlo?
–No quiero volverme imbécil y estoy totalmente decidido a
mantener limpias mis manos, mi boca y mi corazón, como lo ordena la
Regla; pero deseo conocerlo todo, tener tus cualidades, las de Isis
y las de toda la comunidad.
–Frena tu codicia, Crestos, que es un mal incurable; envilece
a los seres, vuelve amarga la amistad más hermosa y aleja al
discípulo del maestro.
Contrariado por la reprimenda, el muchacho observó el trabajo
que acababan de hacer.
–¿Está lista para navegar?
–Todavía no. Tendremos que comprobar el equilibrio y
adaptarle el timón que mejor le vaya.
–El timón… ¿No se llama igual que Ma'at, la Ley del
Universo?
Sabni sintió una inmensa alegría, que se guardó mucho de
manifestar. Crestos se daba cuenta de la necesidad de relacionar
los jeroglíficos para descifrar su significado profundo. Pocos
iniciados se comprometían tan deprisa en aquel camino; la vanidad
le acechaba y si le concedía el menor mérito corría el riesgo de
hacerle retroceder.
–Tienes razón: la barca es de origen celestial y sirve a los
poderes divinos para viajar por el espacio invisible. Nadie la
conduce, excepto un timón provisto de ojos que van descubriendo el
camino recto. Somos navegantes de este mundo; File, pese a su
apariencia estática, navega por el río. En ti, Crestos, el timón se
compone de corazón y lengua que han de estar de acuerdo para que no
llegues a naufragar.
–Te demostraré que la barca del templo es mi carne y mi
sangre.
–¡Mira que eres presuntuoso!
–El futuro me sonríe. Aprovecho esta ocasión plenamente, pues
deseo penetrar en los grandes misterios ocultos tras las puertas
del santuario.
–No están ocultos; tus ojos no soportarían su resplandor
porque la vida comunitaria educa tu mirada y la
amplifica.
–¿Se tarda mucho en desvelarlos?
–Depende de ti.
–¿Muchos años?
–Algunos no llegan jamás.
–¿Jamás? ¡Pues yo me rebelaría!
–Sería inútil. Las pasiones no cruzan la puerta del templo
cubierto.
–Si fuera hijo tuyo, ¿serías más indulgente
conmigo?
–Sería mucho más severo.
–¡No es justo! ¿Desconfiarías de mí?
–Como de los demás.
–Pero si son nuestros hermanos y hermanas.
–Serás alabado por tu bondad y castigado por tus flaquezas.
La comunidad no me perdonará ningún fallo y tendrá razón al no
hacerlo.
–¿Por qué eres tan severo contigo mismo? ¿No es acaso la
fraternidad el lazo que nos permite resistir los ataques del mundo
profano?
–Una cosa es ser adepto y otra muy diferente ser sumo
sacerdote.
–No sé qué quieres decir.
–Es muy fácil, Crestos. Mi cargo implica
soledad.
–¿Olvidarías a Isis?
Sabni subió a la barca para comprobar los cabos del
mástil.
–¿Intentas sondear el corazón del sumo
sacerdote?
–Soy tu discípulo y tengo derecho a saber todo lo que te
concierne. Si realmente no amas a Isis, ¿por qué te has casado con
ella?
Sabni sonrió.
–Tranquilízate, hermano.
Maximino, resfriado, llevaba la cabeza envuelta en un lienzo
perfumado y tenía los pies apoyados en un cojín. Detrás de él, un
brasero desprendía un agradable calor, muy apreciado en esta época
de frío que arrasaba la gran ciudad meridional, continuamente
azotada por vientos glaciales. Los barqueros se negaron a seguir
navegando por el Nilo, por temor a las violentas
corrientes.
Sin embargo, pese a estos inconvenientes, el prefecto se
sentía satisfecho consigo mismo. Su esfuerzo no había sido en vano;
gracias a una serie de medidas coercitivas mejoraría el sistema
tributario de la provincia. A partir de entonces, nadie escaparía
al pago de los impuestos directos o indirectos. Tributos y
contribuciones se impondrían a los ciudadanos, las tierras, las
actividades profesionales, las ventas, las herencias, los viajes,
los bienes raíces y bienes muebles. La comunidad pagaría por los
insolventes. A cambio, el Estado garantizaría el buen
funcionamiento del correo, la conservación de los edificios
públicos y el mantenimiento de la guarnición permanente y de los
empleados del obispo. Sin duda, el establecimiento de la economía
se traducía en una larga lista de impuestos, pero su precisión
satisfaría al emperador. Con su apoyo, Maximino tendría las manos
libres para amordazar a Teodoro.
El prefecto lo invitó a cenar. El prelado comió poco y
rechazó el vino.
–Hacéis mal, obispo… Es el mejor remedio para combatir el
frío.
–¿Y vuestra salud? ¿Ha mejorado?
–El aire fresco me devuelve las fuerzas.
–He examinado vuestro plan fiscal. Es
arrollador.
–No mucho más que el vuestro. El emperador exige
resultados.
–¿He de recordaros que la crecida ha sido muy débil este
año?
–Tanto si las tierras son cultivables como si no, debe
pagarse un impuesto por ellas. File es la única que escapa a la
ley.
Teodoro había estado temiendo esta declaración. Al clasificar
el templo dentro de la categoría de terreno estéril, había
conseguido evitarle imposiciones fiscales.
–He fijado la suma que nos debe la comunidad, teniendo en
cuenta los atrasos y las multas.
–No podrán pagar.
–Entonces, tendrán que abandonar la isla y se encarcelará al
sumo sacerdote por fraude fiscal. Yo mismo estudiaré el caso de la
gran sacerdotisa. Entrará en razón en cuanto se libere del peso de
ese clan pagano.
–No os engañéis; conseguirán resistir.
–¿Cómo? No creo que puedan contra el implacable recaudador de
impuestos, que seréis vos.
El obispo tuvo que esperar una semana a que el viento
amainara. Ante la impaciencia del prefecto, respondió que le
preocupaba arriesgar la vida de una tripulación. A principios de
enero, un barco salió de la isla santa con Sabni a bordo. El sumo
sacerdote llevaba puesto un grueso manto de lino y sandalias de
papiro. Cortinajes de lana cubrían las ventanas del despacho del
prelado, que se calentaba las manos con la llama de una
lámpara.
–Maximino ha declarado a la isla tierra cultivable. Me debes
una gran suma, Sabni.
–Hace cinco años nos libraste de esta
amenaza.
–Esta vez, el prefecto está aquí. Estoy obligado a
obedecerle. Si me niego, enviará los fondos eclesiásticos a
Bizancio y la provincia quedará arruinada.
–¿No puedes deshacerte del tal Maximino?
–Eres tú el insumiso, no él.
–El templo dispone de unos ingresos mínimos.
–Tendréis que iros y entregar la isla a los
labradores.
–¿Crees que el prefecto se atreverá a enviar a las
tropas?
–Eso me temo.
–¿Por qué se ensaña de este modo?
–Quiere casarse con Isis. La comunidad que tú diriges
representa un obstáculo entre ella y él.
–Ese hombre está loco.
–Loco de amor. Primero, utilizará la ley, después, se valdrá
de artimañas y, finalmente, hará uso de la fuerza.
–¿Estarás de nuestra parte?
–Deseo que File se destruya, Sabni; creo que no te lo he
ocultado jamás. Si la estrategia del prefecto viene a significar la
aniquilación total del paganismo, seré su aliado.
–Has hablado como obispo. Hablame ahora como amigo. ¿Qué me
aconsejas?
–Conviértete y trabaja a mi lado. Maximino es un instrumento
de Dios y su acción significa que tu aventura insensata llega a su
fin.
Sabni meditó estas palabras ante los casilleros repletos de
papiros. En su mente evocaba sus largas conversaciones con Teodoro
cuando éste era joven; apasionado por naturaleza, compartía su
saber de buen grado.
–Si File pertenece a la categoría de tierras de cultivo, ¿no
soy yo también considerado un granjero? – Sí,
exacto.
–Por consiguiente, recupero las antiguas propiedades que
hasta hace poco formaban parte de los bienes explotables del
templo: campos, viñas y jardines.
–Si aplicamos la ley al pie de la letra, tienes razón.
Afortunadamente, este aspecto se le ha escapado al prefecto; de
otro modo, los impuestos se verían triplicados.
–Pues bien, que los triplique.
–¿En qué absurdo combate quieres aventurarte
ahora?
–Maximino desea una prueba de fuerza; pues la tendrá. Un
prefecto es temporal; el templo es eterno.
Cuando volvió a pisar la isla santa, Sabni se sintió al mismo
tiempo consolado y ansioso. Consolado, porque sólo el universo del
templo le ofrecía la serenidad que los humanos se empeñaban en
destruir; ansioso, porque se lanzaba a un desafío a ciegas. La
expulsión se llevaría a cabo en el plazo de un mes. Hermanos y
hermanas se aferrarían a las columnas, se resistirían inútilmente a
unos soldados prestos a echarlos a unos barcos preparados para
partir hacia la nada.
Isis lo recibió en el embarcadero. El sol resbalaba por su
ceñida túnica; la cogió entre sus brazos y cerró los ojos con la
esperanza de que el contacto de un cuerpo con la dulzura de una
noche dt verano alejara a los demonios.
–¿Tan grave es, amor mío?
–El prefecto nos ha impuesto el estatuto de bienes
cultivables. Debemos pagar impuestos, tributos y contribuciones,
tanto por la isla como por sus antiguas pertenencias. Es una suma
exorbitante; cuando se haya proclamado nuestra insolvencia nos
despojará de nuestros bienes y nos obligará a abandonar el
santuario.
–¿No podríamos conseguir un préstamo?
–Los ricos son cristianos y obedecen a Teodoro. Sólo nos
queda preparar a nuestros hermanos y hermanas para que se enfrenten
a un futuro cruel y despiadado.
Isis y Sabni caminaron por el templo y pasaron delante de la
representación de la gran diosa, tocada con plumas de buitre,
símbolo de la madre universal, y con el disco solar que asomaba
entre los dos cuernos. En la mano derecha llevaba el cetro que
hacía florecer la tierra y en la izquierda la llave de la vida, que
abría a los adeptos el mundo de los dioses. Los poderosos muros se
reflejaban en las azuladas aguas. La gran sacerdotisa se detuvo
delante de un bajorrelieve: Faraón golpeaba con su bastón una bola,
imagen del mal de ojo. En su puño, el rey sujetaba una cuerda y
ataba las estatuillas de cuatro enemigos, encarnaciones de los
poderes maléficos preparados para surgir de los cuatro punto
cardinales.
–Mientras el cielo se asiente sobre sus cuatro soportes y la
tierra sobre sus cimientos, la luz divina aparecerá en forma de
sol; mientras la inundación llegue en su momento y el sol ofrezca
sus plantas; mientras el viento del norte sople a su hora y los
decanos cumplan con su deber, y las estrellas brillen en el espacio
sideral, seguirá habiendo un poco de alegría, el último fuego, la
prohibición de renunciar.
–Si decides entregarte a Maximino para salvar al templo, lo
mataré.
Isis le acarició la frente.
–Aleja esa idea de tu pensamiento. Jamás seré suya. El amor
que siento por ti no lo sentiré por ningún otro. Hay otro camino:
pagar los impuestos.
El sumo sacerdote cedió al fin; Sabni se aferraba al pasado,
mientras que Isis se abría al porvenir.
Después del rito del amanecer convocaron a los adeptos
delante del primer pilono.
–Por decisión del prefecto, el templo vuelve a considerarse
propietario de tierras. File volverá a ser rica si salda sus deudas
con el emperador. La comunidad ya no posee ni una sola pieza de
plata, pero es rica en objetos y en muebles antiguos; os propongo
que los vendamos al anticuario.
El carpintero se rebeló.
–¿Tienes el consentimiento de la gran
sacerdotisa?
–En el momento en que uno de los dos habla ante la comunidad
-respondió Isis-, transmite el pensamiento del
otro.
–¿Tendremos que separarnos de los papiros antiguos? – quiso
saber la bibliotecaria.
–No; son el alma del templo.
–También lo es el mobiliario -protestó un
hermano.
–Podéis rechazar nuestra propuesta -admitió Sabni-. En ese
caso, el ejército nos quitará lo que ahora tenemos y nos expulsará
del templo. Más nos hubiera valido cometer diez asesinatos que
defraudar al fisco.
–¡Nosotros no hemos robado nada!
–El prefecto estima que no cumplimos con las leyes del
Estado.
–Basta ya de discusiones -intervino Crestos-. Si la comunidad
ha elegido a Isis y a Sabni, ha sido para que la dirijan. Ellos
deciden y nosotros obedecemos.
Estas palabras apagaron el ardor de los que protestaban. El
encargado del embarcadero se dirigió a su aposento, de donde sacó
una jarra de vino de cuello recto y asas bien torneadas, el objeto
favorito de uno de los coperos mayores de Ramsés II. El cocinero
vació los cofres repletos de vajilla de oro y plata, en la que
destacaban los vasos de oro en forma de cubilete realzados con
pétalos azules de flor de loto y copelas del mismo metal adornadas
con figuras femeninas que aspiraban el aroma de una flor de loto.
Vasos de plata, lámparas de bronce y perfumadores de cobre labrados
por hábiles artesanos fueron acumulándose delante del pórtico. Isis
añadió el tesoro legado por generaciones de sumos sacerdotes a lo
largo de los siglos: espejos de oro y cobre, vasijas de ungüento
hechas con lapislázuli y obsidiana, frascos de perfume de vidrio de
color azul verdoso, peines decorados con jirafas y un cuenco de
pórfido que databa del reinado de Keops. Isis consoló a una hermana
que lloraba. – Cuando seamos ricos, volveremos a comprar nuestros
bienes.
Cuando Sabni desembarcó, al comienzo de la tarde, los
soldados lo rodearon y lo condujeron ante el capitán Mersis, que
avisó al obispo de inmediato.
El sumo sacerdote solicitó autorización para ir y venir
libremente de la isla al resto de la provincia, ya que su condición
de terrateniente le ofrecía los mismos derechos que cualquier otro
ciudadano de Elefantina. Teodoro no tuvo nada que objetar a la
petición de aquel subdito, sobre todo al ver que había renunciado a
todo intento de provocación, sustituyendo la túnica blanca de los
sacerdotes por una oscura ribeteada y ceñida al talle por un
cinturón.
–¿Qué te trae por aquí, Sabni?
–He venido a pagar mis impuestos. ¿No es éste el primero y
principal deber de un subdito fiel al emperador?
–¿De quién ha sido la idea de representar esta farsa? ¿Tuya o
de Isis?
–Su ingenio supera mi talento.
Teodoro sonrió.
–¿Te atreverías a valerte de astucias con tu viejo
amigo?
–La Regla me obliga a decir la verdad hasta a mi mayor
enemigo.
–¿Cuándo comprenderás…?
–Ya he comprendido y sufro tanto como tú.
–¿Dónde te llevará esta nueva orientación?
–A la respetabilidad, reverendísimo obispo.
Sabni se dirigió a casa del anticuario, un libanes que
llevaba dos años viviendo en la capital meridional. Las tiendas que
tenía en Alejandría y Bizancio eran muy famosas. Allí acumulaba
riquezas del pasado faraónico que ofrecía a personajes de alto
rango aficionados a los objetos exóticos.
El comerciante, pequeño, moreno y de mirada astuta, recibió
al egipcio con recelo.
–¿Quién os envía?
–Me llamo Sabni.
–Vos sois…
–El sumo sacerdote de File, en efecto.
–No tengo nada que vender.
–Yo, sí.
El libanes creyó soñar. Ricos clientes esperaban ansiosos la
caída de File, convencidos de que el templo rebosaba de obras de
arte y piezas exóticas. Ofrecían al anticuario considerables sumas
para ser ellos los primeros en el negocio; pero la última comunidad
pagana levantaba una barrera tan inaccesible entre el santuario y
el resto del mundo que hasta el más hábil de los negociantes
renunciaba. Parecía fuera de toda lógica estar allí, en su propia
tienda, conversando con el jefe espiritual de los
insumisos.
–¿Habéis traído con vos alguna pieza de buena
calidad?
–Venid conmigo.
–¿Adonde?
–A File.
–He de avisar a mis ayudantes…
–Venid solo.
–Mi seguridad…
–Os la garantizo.
–¡Yo solo ante la congregación, en un territorio prohibido y
plagado de demonios…!
–Docenas de objetos de inestimable valor os
aguardan.
El libanes no lo pensó más. Si Sabni no mentía, iba a vivir
las horas más emocionantes de su vida.
–¿Cuándo?
–Ahora mismo.
–¡Por desgracia, nadie está autorizado a profanar el suelo de
la isla! Si el obispo…
–Estáis mal informado. ¿Por qué una simple explotación
agrícola iba a estar separada del resto de la
provincia?
Durante todo el tiempo que duró el recorrido, el anticuario
estuvo en tensión. El miedo le anudó las entrañas en el momento de
la travesía en barca; ¿no les interceptarían el paso los soldados
para meterlos en la cárcel?
No se produjo ningún incidente. Con el corazón palpitante,
tocó maravillado las piedras del embarcadero; todo lo que vio colmó
sus esperanzas más disparatadas. Sobre esteras de fibra de palmera
se hallaban expuestos numerosos objetos antiguos, que, sin duda,
procedían del tesoro del templo.
La gran sacerdotisa, cuya belleza alababan todos, impresionó
al libanes. Ninguna mujer de Oriente podía superarla: a la
delicadeza de su rostro y al esplendor de su figura había que
añadir la viveza de una inteligencia perceptible a la menor mirada.
El anticuario necesitó mucha sangre fría para no caer rendido a los
pies de Isis y adorarla como a una diosa; el sentido mercantil le
permitió desprenderse del éxtasis creciente y posar sus ojos sobre
las deslumbrantes maravillas.
–¿Vos… las vendéis?
–Al mejor postor -respondió el sumo sacerdote-. Si el precio
que proponéis no nos parece suficiente, buscaremos otro
comprador.
–No será necesario. Entre gente honrada siempre se llega a un
acuerdo.
El anticuario sabía por experiencia que, en una transacción
de este calibre, el primero en dar una cifra estaba perdido; la
ocasión parecía tan excepcional que abandonó su prudencia habitual:
los compradores apasionados se precipitarían sobre aquellas piezas
extraordinarias y las sobrepujas serían continuas. Por lo tanto,
indicó una suma por encima de la mitad de su valor comercial. Isis
subió un cuarto. El anticuario entabló una discusión por cada uno
de los objetos, criticó la calidad de la madera, el acabado de las
pinturas o el estilo arcaico del conjunto, que no sería del agrado
de la corte de Bizancio. La gran sacerdotisa conocía el gusto de
los coleccionistas que exploraban las regiones del imperio en busca
de antiguas obras de arte que luego amontonaban en sótanos o en sus
villas.
Tras una lenta jornada de negociaciones, llegaron a un
acuerdo. El anticuario haría fortuna y el templo obtendría una suma
inesperada que le proporcionaría independencia económica al menos
durante un año.
Sabni transportó al comerciante a Elefantina e interrumpió la
ola de felicitaciones con que fue recibido. La difícil misión del
sumo sacerdote no terminaba aquí; con aire preocupado, tomó la
dirección de la oficina de impuestos, donde reinaba un déspota, el
segundo diácono Filamón, nombrado recaudador principal tras una
larga carrera de funcionario diligente; ascendido poco después a la
cúspide de la jerarquía, se había deshecho de sus rivales
mezclándolos en negocios sucios. Creyente convencido, Filamón era
un hombrecillo seco, nervioso, casi calvo, amaba a Dios y a los
números y detestaba todo lo demás. El Señor se expresaba a través
del código de impuestos y las cifras dictaban la mejor justicia;
quien no se doblegaba, merecía la cárcel, las galeras o la muerte.
Los ricos sólo cumplían con una función: pagar. Cuando el obispo,
por mandato del prefecto, le había remitido una docena de tablillas
y otra de rollos de papiro relativas a la nueva base imponible de
File como explotación agrícola, su corazón se llenó de
satisfacción. No habría sabido decir cuál de los dos se alegraba
más, si el cristiano o el recaudador. Sobre un trozo de cal trazó
tres columnas: en la primera puso el nombre de un hermano y una
hermana, tan viejos que el castigo más cruel sería el destierro; en
la segunda los nombres de casi todos los adeptos a los que
sometería a la pena de trabajos forzosos y en la tercera el nombre
de Sabni. El sumo sacerdote no escaparía a la tortura y sería
juzgado por injurias al emperador, por negarse a pagar, por
insumisión y por fraude.
Isis no estaba incluida en la lista. Convertida al
cristianismo en el futuro, quedaría bajo la protección de
Maximino.
Filamón cumplía los trámites con el máximo rigor. Redactaría,
en la debida forma, un acta de inculpación contra cada adepto y
remitiría todas al capitán Mersis, encargado de efectuar las
detenciones.
El recaudador degustaba los higos de su amigo Apolo. ¿Cómo
iba a rechazar los regalos ofrecidos por amables ciudadanos,
contentos de ser administrados correctamente? A Filamón no le
interesaba el dinero. Sólo poseía una modesta casa y un campo de
trigo; para él sólo contaba el servicio al Estado. Dios podía
mostrarse clemente con un pecador, pero él no tenía derecho a ser
respetuoso con un evasor de impuestos.
Cuando el soldado que estaba de guardia frente a su despacho,
reducto maloliente de las entrañas de la vieja ciudad, le anunció
la visita de Sabni, el recaudador le dijo que repitiera el nombre.
Sin duda se trataba de un homónimo deseoso de protestar contra las
contribuciones. Saldría con una multa
suplementaria.
El hombre entró. Su estatura impresionó a Filamón: grande, de
fuerte complexión, el contribuyente no parecía inquieto.
Normalmente, todo el que atravesaba la puerta de su despacho
disimulaba mal su angustia.
–¿Quién eres?
–Sabni.
–¿En qué trabajas?
–Soy terrateniente.
–¿Dónde está situada tu explotación?
–En File y sus dependencias.
¡Así que era él! El pagano se atrevía a desafiar a la
administración en sus propias dependencias. ¿Locura o la última
provocación?
La sanción no variaría. Puesto que el sumo sacerdote se había
desplazado hasta allí, Filamón decidió concederse una satisfacción
suplementaria: indicarle de palabra la enorme suma a pagar y
precisar que disponía de un mes de plazo no
renovable.
–No será necesario -dijo Sabni mientras depositaba en el
suelo un saco de piezas de plata-. Aquí tenéis lo que debo al
imperio: impuestos anuales, tributos, contribuciones y multas. ¿Ya
estoy en paz?
El recaudador se arrodilló y contó, incrédulo, las piezas una
a una.
Maximino acababa de arruinar varios años de esfuerzo. Los
paganos salían de las sombras; incluso los cristianos estaban
conmovidos por la fuerte personalidad de Sabni. Sin buscar
convencer ni convertir, el sumo sacerdote atraía numerosos
simpatizantes. Algunos jóvenes manifestaban su deseo de conocer la
Regla del templo. Aquello que más había temido Teodoro surgía de
repente como una pesadilla. Sabni, el adversario de Dios, se
convertía en su enemigo más fuerte. Como si fuera una mala yerba,
el paganismo renacía con una fuerza que él había creído muerta. La
pareja que reinaba en File disponía de la autoridad y del poder de
convicción necesarios para cambiar progresivamente la situación a
su favor. File pasaba de estar oprimida a convertirse en
conquistadora.
El prefecto soñaba con Isis. El obispo preparaba su
respuesta. Narses echaba una ojeada descuidada a sus soldados,
pensando en el feliz momento en que se encontraría solo, sobre su
roca, de cara a la catarata. Sin embargo, un problema le preocupaba
y fue a consultarlo con el capitán Mersis.
–Faltan algunos hombres, ¿no?
–Unos veinte.
–¿Por qué?
–Fiebre y problemas intestinales.
–¿Una epidemia?
–Todavía no se sabe. Los médicos están examinando a los
enfermos.
La información preocupó al general. Recordaba las campañas
africanas en las que la disentería había diezmado regimientos
enteros. Los hombres morían en medio de atroces sufrimientos
después de haber perdido todo el líquido que contenía su
cuerpo.
–¿Cuál es vuestra opinión, capitán?
–Estoy preocupado.
–Si se declarase algún nuevo caso, ponedme al corriente de
inmediato.
Narses volvió a su puesto de mando. Aquella tarde no podría
contemplar la catarata.
Isis y Sabni, los primeros en levantarse, recorrían las
estancias del templo después de haber celebrado el ritual del alba.
Cada día que pasaba, la isla santa estaba más hermosa y
radiante.
Su felicidad y la intensidad de su unión nacía de aquellas
piedras de espíritu alegre. La voz de los antepasados habitaba los
corredores donde la pareja se escondía a menudo, atenta al silencio
formado por siglos de ofrendas. El amor que les ligaba aumentaba de
día en día con la fuerza de las mañanas y la ternura de las
tardes.
En el patio, entre los dos pilónos, el carpintero había
reunido una veintena de hermanos y hermanas. Apretados unos contra
otros, formaban un grupo compacto y hostil. Auré, con el
consentimiento del agitador, no aparecería; se dedicaría a
transcribir un ritual y así se quedaría fuera del conflicto y
podría conservar, en caso de fracaso, la confianza de la gran
sacerdotisa.
Isis y Sabni se detuvieron sobre la escalera que conducía a
la entrada de la sala de columnas.
–¿Qué deseáis? – preguntó el sumo sacerdote.
–No estamos de acuerdo contigo. ¡Vender nuestros bienes es
una infamia! Deseamos permanecer en la sombra, pues batirse contra
el prefecto y el obispo nos parece una empresa demasiado
peligrosa.
–No tenemos elección -le recordó Isis-. El templo sale de su
aislamiento.
–Eso es lo que habría que evitar -dijo la perfumadora.
Querríamos envejecer en paz, lejos de los vengativos cristianos.
Sabni y tú nos obligáis a dirigirnos contra ellos y a librar una
batalla perdida de antemano.
–Eso no es verdad -objetó Sabni-. Tratando de enterrar el
templo, el prefecto le ofrece un medio de vida. Retroceder ahora
sería cobardía.
–¿Qué sabes tú de valor? – dijo un músico con las manos
deformadas por el reumatismo-. ¡Eres un sumo sacerdote demasiado
joven! Nosotros sí que hemos soportado
sufrimientos.
Isis se sentó en un peldaño. Nada en su actitud transmitía
irritación. Sabni la imitó; invitó con un ademán a los hermanos y
hermanas a sentarse a su lado. Algunos se quedaron de
pie.
–¿Qué proponéis?
–Volvamos a nuestra antigua situación -exigió el carpintero-.
Que nos devuelvan nuestros bienes y nos olviden.
–Sabes que eso es imposible.
–No si verdaderamente lo deseas.
–¿Por qué estas quejas inútiles? – preguntó Isis-. Enmascarar
la realidad es una falta contra nuestra Regla. Utilicemos con
sabiduría el destino que los dioses nos envían.
–¡No se trata de dioses, sino del prefecto! No nos arrastréis
a un callejón sin salida. Nuestra comunidad debe
callar.
–Así hemos subsistido durante muchos años -admitió el sumo
sacerdote-. Pero esa época ya ha terminado. ¿Quién va a negarse
ahora al renacimiento de File?
–Nosotros -respondieron los aliados del
carpintero.
–Si persistís en vuestras nefastas intenciones -prometió-,
dejaremos la comunidad.
Una vez solos, Isis y Sabni unieron sus manos. Les afligía
aquel ataque surgido del interior del templo. ¿Cómo condenar a
hombres y mujeres con quienes habían compartido tantas vicisitudes?
¿Cómo juzgarles? Tenían libertad de elección para poder regresar al
mundo exterior en cualquier momento.
–Ninguno de ellos ha franqueado la puerta de los grandes
misterios -constató Sabni-. ¿No tratará el hermano carpintero de
promover una revuelta para conocer las fórmulas del
poder?
–Sería un fracaso seguro. Temo un mal peor; nuestro hermano
olvida que no sólo somos una asamblea de seres humanos preocupada
por su posteridad, sino una comunidad al servicio de los dioses. Si
retrocedemos ante la aventura del espíritu, nos condenaremos a
muerte.
–El carpintero lo sabe. Es uno de los adeptos más
perspicaces.
–En ese caso, el veneno de la traición ha emponzoñado su
alma.
Sabni palideció. Isis hablaba de acusaciones que él no quería
oír.
–Tienes razón -admitió-. No es al templo a quien obedece,
sino al prefecto y al obispo.
–¿Tienes alguna prueba?
–No. Por eso propongo que reunamos de nuevo la cámara de la
Regla.
–¿Quién quieres que sea tu asesor?
–La bibliotecaria. Dejemos aparte a la ritualista; se
mostraría implacable ante la insolencia del carpintero. Debemos
saber la verdad y, si es cierto que se ha apartado del rebaño,
intentar atraerlo de nuevo.
–Entonces no convocaré a Auré. Si no se trata más que de un
cambio de humor y una revuelta pasajera, el amor fraternal
tranquilizará a nuestro hermano.
Un carpintero arrogante, mal afeitado y vestido como un
profano se presentó ante los jueces: Isis, Sabni y la biliotecaria
encinta. Isis rogó a Ma'at, la Ley universal, que enseñara a sus
fieles el camino recto donde el corazón se ensanchaba. El acusado
no manifestó ninguna emoción al escuchar las palabras que, tiempo
atrás, hacían vibrar su alma. Su posición, que se había vuelto
insoportable, le dictaba una conducta: mostrarse odioso a fin de
ser rechazado y constatar el nacimiento de una sedición interna,
que justificaría su expulsión a los ojos del prefecto. Este último
no podría reprocharle nada y tendría que elegir otro
espía.
–¿Te consideras culpable o inocente? – preguntó Sabni-. ¿Eres
consciente de haber violado la Regla?
–Yo me río de la Regla. Tu compañera y tú lleváis la
comunidad al desastre.
–Sin embargo, tu voz no se opuso a nuestra
nominación.
–Eso era ayer; el poder os ha desquiciado. Creéis en la
resurrección de File. ¡Qué locura! Yo rechazo vuestra autoridad.
Estoy decidido a abandonar la isla y no me iré solo. Muchos
comparten mi opinión y prefieren la razón a vuestra
demencia.
La biliotecaria, indignada, quiso protestar, pero Isis le
impuso silencio.
–Mi designación como sumo sacerdote es el origen de esta
revuelta -dijo Sabni-. Bajo el sabio gobierno de Isis no se elevó
ninguna protesta. Hay una solución muy sencilla, hermano mío; yo me
retiro de mi cargo y tú ocupas mi plaza.
El carpintero retrocedió un paso.
–Yo no he hecho esos votos.
–En lugar de cumplir con tu deber te dedicas a criticar mi
manera de dirigir. En este momento, estás en la obligación de
rectificar mis errores y hacer la comunidad más
armoniosa.
–Rechazo esa función.
–Estoy lista para confiártela -declaró Isis-. Construye la
obra que esperamos y te obedeceremos.
–¡Dejadme en paz!
–Te mientes a ti mismo, hermano. ¿De qué demonio eres
esclavo?
–He pisoteado vuestra Regla… ¡Detenedme!
–¿Olvidas tu vocación hasta el punto de odiar a tus
hermanos?
Sin haber sido invitado a ello, el carpintero abandonó la
pequeña estancia en cuyo suelo brillaba el codo de oro de Ma'at,
del que nacían las medidas del templo.
Ni la dulzura de Isis ni la firmeza de Sabni convencieron a
los sediciosos de que considerasen su decisión. Enloquecido, el
carpintero se dirigió a la bilioteca donde trabajaba
Auré.
–Este asunto está tomando un cariz muy feo.
Rabiosa, la ritualista rompió su cálamo.
–¡Entonces, Sabni se niega a ceder!
–Me ha propuesto ocupar su cargo.
–¿Te has negado?
–Es demasiado arriesgado.
–Te sientes incapaz, ¿verdad?
–¡Pues claro que sí! Molestias, disgustos, eso es lo que
conlleva ese cargo. Debemos huir de la isla, Auré. El complot ha
terminado bien; varios seguidores nos acompañarán y volverán a una
existencia normal.
–¿Tú también?
El carpintero dudó.
–Amo a File, sin duda más que Isis y Sabni, pero ha llegado
el momento de renunciar a las tradiciones moribundas. Estamos
encerrados en un sueño; aceptemos la realidad de nuestra época y
olvidemos este templo sin tardanza.
Auré mantuvo la mirada fija sobre el papiro.
–No puedo.
–No seas obstinada. Uno tras otro, todos los hermanos y
hermanas abandonarán a la pareja que les gobierna. Pronto Isis y
Sabni se desgarrarán entre ellos. ¿Crees necesario asistir a ese
triste espectáculo?
–Sal de aquí.
–Auré…
–Eres un inútil y un cobarde. Me he equivocado al elegirte
como aliado. Yo no cometeré dos veces el mismo
error.
El carpintero se reunió apenado con sus
compañeros.
Mientras se alejaban los barcos con los que habían faltado a
su promesa, Crestos blandió el puño.
–¡Perjuros, yo os maldigo!
–Trata de comprenderlos -recomendó el sumo
sacerdote.
–¡Son las más miserables de las criaturas! La gran diosa los
había acogido y les había dado todo su amor. Puedo perdonar a los
cristianos y a mis enemigos, pero no a esos
traidores.
–Muy pocos siguen el camino hasta las puertas de los grandes
misterios -indicó Isis-. No adores el pasado de manera infantil; en
las épocas más gloriosas, el camino de la sabiduría era tan
estrecho como ahora.
–Estamos en guerra. El desertor sólo merece la
muerte.
–Nuestro trabajo consiste en dar la vida, Crestos, en
prolongar la obra de la divinidad.
–Al menos, que sean heridos -murmuró el
adolescente.
Los adeptos se arrojaron a los brazos de los soldados que
habían observado su travesía. Algunos anunciaron su conversión
inmediata; otros, incapaces de profanar su juramento, se
contentaron con afirmar que regresarían con sus familias y que
nunca más volvería a oírse hablar de ellos. Ocultando su papel de
agitador, el carpintero se confundió entre las filas de
soldados.
Los militares, sorprendidos por estas manifestaciones,
reaccionaron con brutalidad e hicieron retroceder a los adeptos a
punta de lanza. Una hermana cayó al suelo herida en el vientre y
varios hermanos fueron heridos en brazos y piernas. El carpintero
trató de interponerse, pero un hermano golpeó a uno de los
soldados. Aquella agresión individual fue reprimida con crueldad;
los rebeldes fueron encadenados y conducidos a la fortaleza
principal. Tres perecieron por el camino. Arrojaron sus cadáveres
en canales de riego abandonados en los que se pudrían los despojos
de asnos y bueyes.
Cuando el capitán Mersis vio entrar el triste cortejo en el
cuartel, se dio cuenta en seguida del alcance del desastre. La
mitad de la comunidad se había ofrecido como víctima resignada a
los golpes de un enemigo del que no sospechaban tamaña violencia.
Los soldados afirmaron que una banda organizada les había atacado.
Mersis, obedeciendo las consignas, arrojó a los rebeldes a una
celda subterránea en la que permanecerían durante quince días,
antes de partir con la próxima caravana de deportados hacia un
campo de trabajos en Asia. Si alguno sobrevivía al viaje, moriría
en las minas. Incapaz de moverse, el hermano carpintero no paraba
de llorar.
Teodoro rogó a Cristo, le suplicó que arrojara luz sobre su
espíritu y le mostrara el camino. ¿Cómo salvar a Sabni después de
semejante catástrofe? El obispo sabía que su amigo era poseedor de
una verdad que merecía ser conservada. Si se le quitaba la capa de
error y de ilusión, sería una fe triunfante. Dios había confiado a
Teodoro la tarea de conducir a un sacerdote pagano a la luz de la
verdadera fe. ¿Había vocación más noble y exaltada que ésta? Sabni
tenía las cualidades de un gran prelado y poseía don de mando.
Juntos, los dos hombres se complementarían como los Gemelos del
zodíaco. Pero había que arrancar a Sabni de la prisión en la que él
mismo se había encerrado; por tanto tendría que dividir la última
comunidad que todavía le ataba a los cultos malditos. La locura del
prefecto se había convertido en un arma decisiva para la causa del
Señor.
Maximino escribió a Isis la décima carta implorando perdón.
Al igual que había hecho con las nueve precedentes, la tiró, sin
preocuparse por lo mucho que valían los papiros. ¿Cómo explicar a
la gran sacerdotisa que la estupidez de un carpintero había sido la
causa de tantas desdichas? Utilizando los servicios de un
confidente, el prefecto no deseaba poner en peligro una comunidad a
la que, no obstante, quería destruir para librar a Isis de las
ataduras mágicas por las que estaba ligada.
Maximino se perdía en sus propios pensamientos. Incapaz de
soportar por más tiempo la atmósfera de su despacho, pidió al
obispo que le recibiera. Teodoro le recibió con frialdad. – Me
detestáis.
–¿Estáis satisfecho de vuestra iniciativa? – ¿Cómo iba a
imaginar que el carpintero encabezaría una
conspiración?
–Una revuelta armada de viejos y enfermos… ¿Quién se va a
creer ese cuento? Vuestro espía tuvo miedo y trató de huir en
compañía de los débiles que pudo convencer.
–¿Me consideráis responsable de unos cuantos cadáveres sin
importancia?
–Estoy listo para oíros en confesión.
Maximino, conmovido por la mirada del obispo, comprendió por
qué aquel hombre gobernaba una provincia y por qué, el día de
mañana, reinaría sobre Egipto entero. No tenía que alzar la voz
para dar una orden y ser obedecido.
El prefecto se arrodilló. En aquel momento creyó en Dios. Su
presencia se reflejaba en su servidor. Los labios del prefecto
vibraron y comenzaron a murmurar sus pecados.
Isis y Sabni franquearon el pórtico de Adriano y descendieron
hasta el Nilo. El frío del invierno se alejaba y asomaba la
primavera; se abrían las primeras flores que pronto vestirían a la
isla santa de rojo, azul y amarillo. Los dos jóvenes pasearon por
la orilla húmeda por el rocío. Paso tras paso, se afirmaban sobre
la realidad de aquella tierra sagrada abandonada por la mitad de la
comunidad.
La víspera, Isis no había tenido valor para proseguir con la
redacción del ritual destinado a favorecer el retorno de la diosa
lejana.
Sabni redistribuyó el trabajo, pero varias tareas habían
quedado sin cubrir. El templo carecería de artesanos cualificados;
sin carpintero, ¿cómo mantener el mobiliario ritual? ¿Cómo reparar
las camas y los baúles de las vestimentas? Sabni trataría de
perfeccionar estas técnicas, ya que conocía los rudimentos, y las
transmitiría a Crestos, que sabría hacer fructificar las enseñanzas
recibidas.
–No he dejado de pensar en la partida de nuestros hermanos y
hermanas -le confió Isis-. Constantemente veo sus caras, recuerdo
sus alegrías, sus penas, las vivencias compartidas con ellos, su
descubrimiento progresivo de la sabiduría. Siento su sinceridad, la
fuerza de su compromiso. Han cedido a un momento de debilidad.
Volverán.
–Olvídalo.
–¿Por qué?
–Mersis ha enviado un mensaje. Desearía
evitarte…
–Habla.
–¿Deseas sufrir aún más?
–Odio el sufrimiento; nuestro pueblo ha vivido para la
felicidad, pero me niego a meter la cabeza bajo
tierra.
–Los que nos han abandonado están muertos o presos. Motivo
oficial: revuelta contra el ejército. Ni siquiera Mersis puede
mejorar su suerte.
Isis lloró suavemente, abrazada a Sabni; el viento del
desierto se levantó e hizo bailar las acacias. El sol calentaba a
la pareja, sentada al pie de un tamarindo. Sobre File reinaba una
paz profunda, heredera de una edad de oro donde todos los seres
saludaban la luz del amanecer antes de pensar en sí
mismos.
–Debes irte, Sabni.
–¿Me expulsas?
–El prefecto te perseguirá con saña y el obispo exigirá tu
sometimiento. Aquí estás en peligro. Ve hacia el norte, reúne a los
fieles dispersos, renueva sus esperanzas. Sólo el sumo sacerdote de
File puede encargarse de esta tarea.
–Mi lugar está a tu lado, a la cabeza de la comunidad que nos
ha designado para guiarla. El cuerpo sólo vive en función del
corazón; hoy, el corazón del Egipto tradicional es
File.
–Puesto que las cosas están así, yo seré la muralla más
sólida, un dique infranqueable. Los últimos adeptos duplicarán su
energía y serán más indomables que las fieras. Aprovechemos que
somos pocos para aumentar nuestra coherencia, respirar con un único
aliento y nutrirnos del mismo poder.
–El templo es la morada de la diosa que te dio el nombre.
Obedecerla me colma de una alegría que no merezco y de la que sólo
tú tienes el secreto.
Isis apoyó la cabeza sobre el hombro de
Sabni.
–¿Quién sabría cantar el amor que siento por ti? Es más vasto
que el cielo, más fértil que la tierra negra, más brillante que las
estrellas.
Sus labios se encontraron, sus cuerpos se abrazaron y el amor
les unió bajo la sombra rosada del tamarindo.
–¿Qué pasa aquí? – inquirió Sabni.
–¡Alimentos de nuestros dominios! Diez campesinos y un
pescador los han traído. En cuanto lo decidas podemos comenzar el
banquete.
–¿Qué quieres festejar?
–¡La partida de los traidores! No deberían haber entrado en
el templo jamás. Al capturarlos, la diosa purifica la comunidad y
le abre un nuevo camino. Qué importa que seamos pocos… Ahora somos
un solo ser. Nuestra rectitud tenía un precio.
Isis y Sabni no replicaron. Con el ardor propio de los
neófitos, Crestos enterraba el pasado. Entero, devastador,
menospreciando los detalles, vivía la realidad más cruda sin
preocuparse por lamentaciones.
–Es el nacimiento de una nueva comunidad que saludaremos
vertiendo la luz en nuestras copas.
El general Narses terminó su informe oral con una conclusión
pesimista: la epidemia se extendía. Ni los médicos militares ni los
practicantes de Elefantina eran capaces de frenarla. En el cuartel
general ya habían muerto al menos veinte soldados. Cada día se
declaraban nuevos casos; la enfermedad pronto alcanzaría a la
población. Si no la detenían pronto, los ejércitos de Narses y del
obispo serían diezmados. ¿Quién aseguraría entonces la defensa del
pueblo? Cierto que los blemios no habían vuelto a aparecer, pero
¿no permanecía latente el peligro tras los bloques de granito de la
catarata?
–Celebraré una misa e imploraré públicamente la ayuda del
Señor -prometió Teodoro.
–No os lo aconsejo -objetó Maximino-. No comprometáis vuestra
autoridad. Que cada cristiano rece a Cristo misericordioso sin
implicar al Estado a través de vuestra persona; Dios podría hacer
oídos sordos…
–En la calle proponen otra solución -indicó Narses-; llamar a
una curandera.
El prefecto se indignó.
–¡No volvamos a caer en prácticas de magia
negra!
–El pueblo dice que la gran sacerdotisa de File tiene poderes
que le ha confiado la diosa. Ella habría conseguido detener un mal
similar hace algunos años. ¿Es eso cierto,
reverencia?
De mala gana, Teodoro reconoció que era cierto. Pero se negó
en redondo a recurrir a File, pues esto significaría volver a
actualizar las supersticiones a las que el pueblo seguía
aficionado. El prefecto estaba de acuerdo, pero ¿cómo desperdiciar
la ocasión de ver a Isis? Ordenó a Narses que fuera a buscarla sin
utilizar la violencia. Si se negaba a acudir, tendría que
contentarse con levantar acta.
El obispo se tranquilizó; Isis no aceptaría abandonar la isla
santa para ayudar al enemigo.
–Vuestra barca está lista, mi general. Cuatro remeros serán
suficientes.
–Que se queden en tierra.
–¿Pensáis ir solo?
–Sé manejar un remo.
Para sorpresa del oficial y los soldados, Narses se lanzó por
el río en dirección a File. Deseaba vagar por las aguas sagradas
que sobrevolaban las garzas blancas y los ibis de alas inmensas, y
navegó con indolencia hacia el templo, fortaleza del divino
constructor sobre la roca emergida del océano de energía, padre y
madre del universo. A medida que se acercaba, Narses se sentía cada
vez más subyugado. ¿Qué inspirado arquitecto había osado concebir
aquel esplendor a la vez austero y atractivo, aquellas piedras
luminosas tan poderosas como inmateriales, aquel santuario
dispuesto como una nave a punto de elevarse al cielo? ¿Cómo se
podía vivir lejos de aquel lugar bendecido por los rayos del sol y
el soplo del viento?
El vigilante del embarcadero corrió a prevenir a Sabni de la
proximidad de una embarcación ocupada por un solo hombre.
Evidentemente, no se trataba de una invasión, por tanto el sumo
sacerdote no alertó al resto de la comunidad. El barquero se detuvo
a una veintena de codos de la orilla y se puso en
pie.
–Soy el general Narses -anunció con voz
fuerte.
–Y yo el sumo sacerdote de File. ¿Qué
deseas?
–Rogar a la gran sacerdotisa que venga a Elefantina a luchar
contra la epidemia que se abate sobre la
guarnición.
Sabni pensó en el capitán Mersis, el hombre devoto de File a
pesar de que esto suponía poner en peligro su existencia. Sólo por
él se justificaba la intervención de Isis. El comportamiento de
Narses intrigó a Sabni; su expresión, de una seriedad cautivante,
traicionaba su languidez. ¿Quién habría reconocido en este plácido
navegante al soldado responsable de tantas carnicerías? No se
atrevía a abordar el territorio de la diosa y contemplaba fijamente
la terraza que coronaba la fachada del primer pilono, como si su
mirada le permitiera entrar allí donde sus piernas se negaban a
llevarle.
–La gran sacerdotisa es quien ha de decidirlo -declaró
Sabni.
–Tú puedes convencerla. La situación es desesperada. Aguardo
su respuesta.
Isis dictaba a Auré una frase acerca del ojo del sol
comparado con el uraeus cuyo fuego apartaba las fuerzas de las
tinieblas.
Sabni la interrumpió.
–Perdona la intrusión; el general Narses suplica que utilices
nuestra terapéutica para salvar a su ejército, que se encuentra en
peligro. Disentería, sin duda. La Terrorífica ha salido de su
mutismo y abate a nuestros enemigos con su aliento
pestilente.
–Una ayuda celestial… ¡Pero no podemos abandonar a Mersis!
Una persona excepcional merece todos los sacrificios
posibles.
Isis se dirigió hacia la parte norte del pilono y meditó ante
el muro occidental donde estaba inscrito el ritual para calmar a
Sejmet, la diosa terrorífica de la comunidad de los poderes
cósmicos encargada de propagar las enfermedades y de castigar a la
humanidad culpable de profanar el mundo omitiendo celebrar los
ritos. La gran sacerdotisa leyó los textos a media voz y memorizó
las fórmulas para curar.
Narses no se había movido. Desde lo alto del embarcadero,
Isis se dirigió a él.
–¿Decís la verdad, general?
–No conozco la mentira y os garantizo vuestra seguridad en el
territorio de Elefantina.
–Sois mi enemigo y el del templo.
–Eso creía yo antes de descubrir la
catarata.
–¿Habéis cambiado de opinión?
–De punto de vista.
–Isis os ha iluminado con su gracia.
–Soy un solitario; mi camino es el del silencio, no el de una
religión o comunidad. Mi brazo está cansado de destruir. Mis
hombres sufren; sólo vuestra ciencia puede atenuar su aflicción y
detener a los demonios de dientes de hierro.
–Si los curo, volverán a ser soldados.
–Bajo mi mando.
–Si recibierais la orden de atacar la isla santa,
¿obedeceríais?
–¿Comprenderíais vos que yo traicionara mi palabra de
oficial?
Isis volvió al primer pilono y se sentó al lado de Sabni, que
le desaconsejó la aventura; si prestaba asistencia al enemigo, ¿no
aparecería como una traidora a los ojos de los adeptos? La gran
sacerdotisa rechazó el argumento. Si triunfaba, los frutos de la
victoria redundarían en beneficio de la diosa. Odio y celos
enfrentados, la cofradía gozaría de nuevo de la estima del pueblo,
como en los felices tiempos en que todos sabían que un médico del
templo se trasladaría hasta la cabecera de los más pobres sin
reclamarles ningún pago.
Sabni sacó una estatua de granito negro del laboratorio;
representaba un sacerdote con serpientes en las manos, pisando
escorpiones y con el cuerpo cubierto de jeroglíficos. Con la ayuda
del hermano más robusto, el sumo sacerdote llevó al extraño
personaje hasta la barca, a la que subió en compañía de
Isis.
A la vuelta de la travesía, los soldados se negaron a tocar
el diablo de piedra. El propio Narses tuvo que ayudar al sumo
sacerdote para cargarla en un carro; después, el cortejo caminó
hasta el cuartel general, donde reinaba un silencio anormal.
Aquella mañana habían sucumbido cuatro soldados. Enterraban los
cadáveres de inmediato, lejos del campamento.
Colocaron la estatua en el centro del patio, donde el desfile
previsto no tendría lugar. Sabni no se retiró hasta que Narses
introdujo a Isis en el interior de la construcción destinada a los
oficiales. Isis retrocedió a causa del hedor insoportable. La
dolorosa mirada del general le dio el valor necesario. Los enfermos
estaban acostados sobre lechos de paja, la mayoría infectados y
sucios mientras los enfermeros trataban de hacerles beber algo. La
gran sacerdotisa examinó a los enfermos uno por uno, poniendo su
mano derecha sobre la frente y la izquierda sobre el vientre. Dos
veces pronunció el terrible diagnóstico: «Un mal que conozco y que
no puedo vencer». Intentaría curar al resto. No podía pronunciar la
frase que todos esperaban: «Un mal que conozco y que
venceré».
–Llevadlos fuera, al lado de la estatua.
–El sol les matará.
–Al contrario. Obedecedme, general, o vuelvo a la isla. Que
todos estos hombres sean bañados y que laven sus vestidos.
Enseñadme la farmacia del campamento.
Isis encontró los ingredientes indispensables para fabricar
un remedio contra la fiebre y la infección intestinal: jugo de
escarabajo, mirra, beleño, cicuta, eléboro y opio. Mezcló las
substancias en un frasco y obtuvo una solución que vertió sobre la
estatua. El líquido se impregnó de los textos mágicos que
proclamaban la victoria de la luz sobre los demonios portadores del
sufrimiento. Sabni recogió el precioso brebaje en una copa.
Mientras administraba la poción a los pacientes, Isis pronunciaba
los versos de un antiguo hechizo:
–Que ellos sean identificados con Horus, el hijo divino,
preservado de toda afección; que la gran diosa les libre de la
muerte masculina que les ataca por la derecha y de la femenina que
les ataca por la izquierda; que las venas de su corazón distribuyan
la energía por todos los miembros y expulsen los flujos
nocivos.
La gran sacerdotisa exigió que comparecieran los soldados
rasos, a los que prodigó idénticos cuidados; luego hizo trasladar a
los enfermos a las construcciones de piedra en las que las ventanas
habían sido rotas para dejar que el aire circulara en la
oscuridad.
–Que no haya ningún ruido. Estos hombres tienen que
dormir.
Narses impartió las órdenes oportunas; el cuartel se cerró.
Isis masajeó a los malheridos hasta sumirlos en un profundo sueño,
tocó manos y nucas a fin de capturar las fuerzas malvadas que se
había adueñado de los cuerpos; algunas se desvanecieron como
sombras, otras resistieron.
Cuando se puso el sol, la gran sacerdotisa estaba agotada. El
general Narses le ofreció su habitación. Sabni pasó la noche junto
a la estatua, que los soldados observaban con
inquietud.
¿Deberían su salud a aquella figura inquietante, a aquel
médico de piedra surgido de otro mundo y recubierto de signos
incomprensibles?
Al amanecer, la gran sacerdotisa preparó una nueva poción.
Durante todo el día se ocupó de los enfermos. Dos de ellos habían
sucumbido y tres habían conseguido levantarse. En casa de los
otros, la fiebre remitió. Isis tuvo que tratar nuevos casos; los
que no estaban enfermos bebieron un remedio
preventivo.
Por la tarde, casi ningún soldado presentaba síntomas agudos.
En Elefantina ya empezaba a extenderse el rumor que pronto llegaría
a toda la provincia: la diosa de File había vencido la
epidemia.
La sonrisa furtiva del capitán Mersis, preocupado por
mantener una actitud distante, casi indiferente, fue la mayor
recompensa de Isis. El general Narses convenció a Sabni de que
aceptara como recompensa un centenar de cántaros de vino. Los
soldados escoltaron la estatua curandera que tocaron al pasar
docenas de curiosos; varios alabaron el nombre de Isis y aclamaron
a la gran sacerdotisa.
En el embarcadero se encontraban el prefecto y el obispo.
Maximino se acercó a Isis. Había preparado un discurso, pero fue
incapaz de pronunciar palabra.
–¿Por qué habéis curado a vuestros enemigos? – preguntó
Teodoro.
–Los soldados son responsables de la seguridad de los
terratenientes. Les estamos agradecidos.
–Habéis utilizado ritos paganos prohibidos por la
ley.
–Mis remedios son eficaces; en cuanto a la estatua, sólo se
trata de un memorándum. ¿Por qué ver el diablo por todas
partes?
La naturaleza es obra de Dios; gracias a las plantas podemos
curar las enfermedades más temidas. Cuando la magia de los
jeroglíficos se une a sus virtudes, la medicación se vuelve más
eficaz.
Vencido, Teodoro se dio la vuelta, no sin antes observar en
los ojos de la gran sacerdotisa una chispa que él consideró
irónica. Otro éxito como éste y ella se reiría de
Cristo.
El prefecto pasaba por fases de euforia y abatimiento. Se
odiaba, decidía dejarlo todo y dirigirse a la isla, dudaba, volvía
a deprimirse. Había dejado al obispo la gestión de todos sus
deberes públicos. Sin Isis, la vida cotidiana se vaciaba de
sabores. Saberla tan próxima, ser incapaz de atraerla… ¿Existía
algún suplicio peor?
El emperador callaba. Ni un solo mensaje había llegado de
Bizancio desde la llegada del ejército conquistador a Elefantina. O
bien las intrigas de la corte ocupaban todo su tiempo o bien había
decidido la desgracia de Maximino, que se traduciría en la llegada
de un administrador dotado de plenos poderes. El oro de Nubia… el
prefecto lo había olvidado. El amor de una mujer inaccesible le
llevaba a echar a perder una brillante carrera. ¿No estaba
comportándose como un adolescente estúpido, presa de la
ilusión?
Maximino mandó llamar a Narses.
–Preparad un cuerpo de expedicionarios. – ¿Cuántos
hombres?
–Unos treinta, más un explorador. El obispo les proveerá de
todo lo necesario.
–¿Misión?
–Cruzar la primera catarata y proseguir hacia el sur por la
ruta de las caravanas. Interrogatorio de los indígenas y
localización de las minas de oro. En cuanto vuelvan con la
información nos pondremos a la cabeza del
ejército.
–¿Marcharéis?
–¿Lo dudáis? Estaré a vuestro lado y traeremos montañas de
oro.
Tres días después de la partida del cuerpo expedicionario,
volvió el explorador. Gravemente herido en un hombro por una lanza
todavía clavada, falleció una hora después de haber contado al
general Narses que la vanguardia había sido
exterminada.
Gracias a los experimentados barqueros, los soldados
franquearon la catarata sin sufrir pérdidas. Durante la primera
mañana de marcha, no encontraron un alma viviente. Después de haber
hecho un primer alto en el camino, al pie de unas dunas, se
encontraron con dos docenas de guerreros negros armados con lanzas
y garrotes. A pesar de su bravura, los soldados no resistieron
mucho tiempo. Aunque cada uno mató a varios enemigos, la horda de
asaltantes aumentaba sin cesar. Cumpliendo órdenes de su superior,
el explorador había huido a fin de prevenir al cuartel general.
Cuando vio la fortificación se creyó salvado; las flechas lanzadas
desde las murallas dispersaron a sus perseguidores, pero uno de
ellos, tan fuerte como preciso, no falló el
blanco.
–Blemios -dijo el explorador, agonizando- Cientos de
blemios…
Maximino estaba aterrorizado. El oro de Nubia también se
convertía en inaccesible. Su ejército no podría exterminar un
enemigo numeroso, móvil y feroz.
–Reforcemos nuestras defensas -propuso el obispo-. Que
vuestros hombres, unidos a los míos, conviertan la frontera en una
barrera infranqueable. Estoy convencido de que los blemios atacarán
tarde o temprano.
–No es cierto -objetó Narses-. Ellos son los amos en su
tierra, como hemos sabido de la manera más bárbara posible. El
emperador no movilizará regimientos con el único objetivo de
pacificar esa región olvidada. Los blemios han alcanzado su
meta.
–Que Dios os oiga.
Teodoro esperó a estar solo con el prefecto para señalar un
hecho más inquietante que la victoria blemia. El diablo asomaba en
el alma de Elefantina.
–La intervención de Isis ha sido un
desastre.
–Ha salvado muchas vidas.
–Y ha turbado muchos espíritus débiles. Varios notables
sugieren que el sistema de donativos al templo debería volver a
ponerse en vigor. A cambio, la gran sacerdotisa dirigiría la
corporación de médicos y enseñaría la vieja terapia. Una docena de
jóvenes ha solicitado entrar en la comunidad. Les he hecho detener
y deportar al norte, pero siguen naciendo
vocaciones.
El rostro del prefecto se iluminó. Si Isis aceptaba esta
nueva función tendría que vivir en Elefantina. La vería cada día;
se inventaría cien enfermedades, se quejaría de mil males
incurables e insoportables, exigiría constantes cuidados. La suerte
le sonreía de nuevo; apoyó con entusiasmo el proyecto de los
notables de la ciudad.
–No analizáis bien la situación -dijo el obispo-. La
verdadera fe, en numerosas conciencias, es una chispa temblorosa
que el viento del paganismo podría extinguir. Los poderes de las
tinieblas utilizan a esta mujer para destruir el mensaje de
Cristo.
–Isis es amor; en ella no hay nada oscuro.
–Sirve a la causa del diablo y vos también.
Maximino sintió escalofríos ante la seriedad de
Teodoro.
–Eso significa…
–Significa que os amenazo con la excomunión. El emperador os
había confiado dos misiones: llevarle el oro de Nubia y cerrar el
último de los templos paganos. No solamente habéis fracasado, sino
que además os dirigís contra la Iglesia y contra
Cristo.
El prefecto no tomó la advertencia a la ligera; semejante
medida le condenaría a la pérdida de sus títulos y al exilio. Sin
embargo, resistió.
–Isis es mi razón de ser.
–En ese caso, dejadme actuar a mí.
Escoltado por soldados y diáconos, el obispo se dirigió al
extremo sur de Elefantina, donde se encontraban los cuarteles de
los mercenarios judíos y árameos. Celebraban el culto a Yahwo, a
pesar de que su santuario había sido arrasado en la época lejana de
las persecuciones; el triunfo del cristianismo les había concedido
un discreto derecho de ciudadanía, aunque el obispo mantenía la
prohibición de unas costumbres que escandalizaban a los habitantes
de la provincia.
La visita sorprendió a los mercenarios. De ordinario, Teodoro
les trataba con desprecio; se les consideraba ciudadanos de segunda
y se encargaban de las tareas más humildes; temían cometer alguna
falta, lo que era pretexto para tareas suplementarias. El obispo se
contentó con ordenar a sus jefes que le siguieran hasta los
cercados donde dormían los carneros.
Sabni volvió a tomar el camino del templo cuando un campesino
le advirtió de que se habían producido horribles sucesos. Los
judíos habían roto las empalizadas de los cercados de carneros,
propiedad de File desde la fundación del templo, y se habían
apoderado de estos animales, sagrados en la memoria del pueblo. En
Elefantina no se mataba un solo cordero por respeto a Jnum,
guardián del secreto de las fuentes del Nilo.
El sumo sacerdote se aseguró del robo y se dirigió sin
tardanza a casa del obispo, pero tuvo que esperar más de una hora
en la antecámara.
Teodoro lo recibió con amabilidad.
–No protestes, Sabni. Ya me han informado.
–¡Entonces has sido tú el que ha favorecido este
sacrilegio!
–Matar un carnero no ofende a Dios.
–Al autorizar esta carnicería, maldices el alma de todos los
egipcios.
–Los egipcios son cristianos. La colonia judía se nutrirá de
la carne de esos animales durante la Pascua. Serán sacrificados a
la gloria de Yahwo.
–Hace años, la población arrasó su santuario para hacerles
expiar un pecado semejante.
–Eran otros tiempos, amigo mío. Hoy, File ya no gobierna la
provincia y el poder de Jnum se ha extinguido. Ya no habita en el
cuerpo del animal sagrado; es sólo carne para la olla y nada
más.
–Ha habido robo y rotura de cercas: delitos
graves.
–Si hubieran sido cometidos, podrías elevar una queja. Pero
dispongo de un informe de la policía militar. Dos labradores dignos
de confianza han visto a los carneros derribar el
cercado.
–El azar les ha llevado hasta el campamento de los
mercenarios judíos…
–La mano de Dios, Sabni. Él es quien dirige nuestros
destinos.
–¿Cuál será la próxima medida que emprendas contra el
templo?
–File tiene derecho a salir de la sombra. Conviértete y ven a
mi lado. Yo te espero. Te espero con impaciencia.
El obispo creyó que el sumo sacerdote dudaba. Su mirada
pareció vacilar. Salió del despacho apretando los
labios.
–La noria ya no funciona -dijo el campesino-. Las piezas de
hierro están deterioradas. Habrá que reemplazarlas; si no, será
imposible regar.
El hombre no exageraba. Los bueyes, acostumbrados a girar
para accionar la gran rueda de madera a la que estaban atados, se
asombraban ante el reposo. El engranaje de la noria, que regía la
interminable cadena de cangilones que se rellenaban sumergiéndose
en el agua y se vaciaban cuando llegaban arriba, había dejado de
funcionar.
–Utilicemos los cigoñales -recomendó Sabni.
El campesino negó con la cabeza. Condujo al sumo sacerdote a
un canal de riego donde estaban plantados dos postes fijados sobre
unas horcas que les permitían bascular. En uno de los extremos
había un recipiente de barro cocido para empujar el agua y en el
otro el contrapeso necesario para enderezar el poste cuando el
recipiente estaba lleno.
Horcas astilladas, postes rotos, recipientes quebrados… los
vándalos no habían respetado nada.
–¿Se sabe quién es el culpable?
–Ocurrió durante la noche. Nadie ha visto
nada.
El cigoñal era responsabilidad de cada campesino, pero la
noria pertenecía al Estado. Así que Sabni se encontró de nuevo en
el despacho de Teodoro. En su ausencia, lo recibió un secretario
que anotó la queja y remitió a Sabni al colega encargado del
catastro. Este último verificó que el campamento existía y exigió
una descripción precisa de la parte del propietario. La reparación
de la noria no era de su incumbencia y presentó a Sabni al
funcionario responsable de los riegos. Este último le formuló
varias preguntas técnicas y anotó las respuestas. La noria tenía
una existencia legal que él reconoció en el acto. El arreglo de las
piezas de recambio pertenecía a otro servicio cuyos despachos
estaban instalados al norte de la ciudad. Allí, el sumo sacerdote
fue recibido por un viejo griego particularmente puntilloso; tras
una larga entrevista precisó que sólo se ocupaba de las piezas de
madera. Si se trataba de piezas de hierro, como Sabni había
indicado, tenía que dirigirse al arsenal y preguntarle a un
oficial. El sumo sacerdote no renunció hasta que acabó con la
paciencia de los soldados que se negaban a escucharle; cuando por
fin fue introducido en el despacho del intendente militar, no le
fue permitido exponer el caso. Estaba prohibido utilizar piezas de
metal en asuntos de tipo civil hasta nueva orden, ya que se
encontraban en estado de alerta. Inadmisible, la petición ni
siquiera fue registrada.
Sabni montó en cólera mientras izaba la vela del barco que le
llevaría al templo. Así que el obispo quería destruir File poco a
poco, privándole de los medios de vida que habían acordado con el
prefecto. Sin ira, sin violencia, la más implacable de las guerras
comenzaba. Unos meses antes se habría dejado llevar por la
desesperación; el amor de Isis le había transformado. Había
paladeado la felicidad y no quería perderla.