CAPITULO XV


La vendimia comenzó a finales de agosto. Ningún canto se oía en los viñedos, antes tan alegres; el país se preparaba para sufrir las consecuencias de la crecida más débil de los últimos doscientos años. El obispo se vería forzado a descontar la cantidad de trigo y de cebada exigida por el imperio. No quedaría nada para los habitantes de la provincia y los roedores que se habían salvado gracias a la pobreza de la crecida atacarían los cultivos y los huertos.


¿Qué había ocurrido en el paraje de la gruta santa, en las fuentes secretas del Nilo? Para unos, Isis había intentado inútilmente calmar la ira de Jnum; para otros, Teodoro había secado las aguas a fuerza de destruir a los espíritus ocultos bajo la corriente. Algunos afirmaban que ni la gran sacerdotisa ni el obispo se habían acercado a aquel misterioso lugar, cuyo emplazamiento permanecía en el olvido desde hacía mucho tiempo.

El despacho del prefecto confirmaba que Maximino había jugado un papel fundamental en este suceso, comentado por los narradores de no pocas historias. En cuanto al único testigo, un picapedrero, no se le había vuelto a ver por Elefantina. Sólo el general Narses sabía que el obispo lo había desterrado al oasis de Jargeh, de donde no regresaría.

El prefecto no podía por menos de aborrecerse a sí mismo. ¿Por qué había actuado como un cobarde? ¿Por qué había decepcionado a Isis, cuyo ojo acusador seguía humillándole? Invadía a Maximino un sentimiento desconocido sobre el que no ejercía ningún control.

Acostumbrado a dirigir hombres, ahora ni siquiera era dueño de sí mismo. Las sienes le zumbaban con insistencia, víctimas de un monstruoso insecto que no le concedía el menor reposo. Isis había destrozado una carrera dedicada al orden público y al servicio del Estado, sin ni siquiera haber mermado un ápice su nobleza. Su misma ausencia la hacía más deseable e inaccesible. El prefecto se había acostumbrado a ver a las mujeres como frutas maduras; la gran sacerdotisa le desgarraba el corazón, le abría un abismo por el que se precipitaba un torrente infinito. Maximino sentía crecer dentro de sí un ser extraño que, con su pasión, destruía su seguridad de siempre. A veces, el prefecto lograba ocupar su mente con problemas cotidianos. El obispo le proporcionaba numerosos informes detallados sobre las parcelas cultivables, las albercas de riego, el transporte de mercancías; cada documento abordaba las dificultades con extrema minuciosidad, de tal manera que hasta el más puntilloso de los funcionarios alejandrinos lo hubiera juzgado digno de él. Maximino no podía concentrarse. Cautivado por el rostro de Isis, ¿cómo conseguiría hacerse digno a sus ojos?

La ocupación de la isla sería fácil; pero significaría perderla. Debía hacerla su esposa y ella debía amarle.

Más de la mitad de los cultivos había quedado sin cubrir por las aguas; sería inútil sembrar en las tierras agrietadas y secas. Los campesinos comenzaban a abandonar sus explotaciones y a abarrotar los suburbios de Elefantina. Con ocasión de una misa solemne, el obispo rogó al señor que concediera a los creyentes la fuerza necesaria para vencer la adversidad; después se preocupó de repartir equitativamente los alimentos. File obtenía su parte como si se tratara de un simple pueblo que dependiera de la autoridad administrativa.

La visión de este país sediento y quemado por el sol, las pendientes de ocres reflejos que se hundían en el Nilo, demasiado escarpadas para escalarse, originó un gran proyecto: salir a la conquista del oro nubio, satisfacer al emperador y enviar a Isis una parte del metal precioso para que pudiera recubrir las estatuas divinas; File brillaría con su antiguo esplendor. Maximino había encontrado su regalo de boda.

Convocó a Narses y le confió la orden de preparar a sus tropas y reunir los barcos aptos para remontar la catarata.

Contentos de salir de la inactividad, los soldados se pusieron casi de inmediato en pie de guerra. Pero el general tuvo que enfrentarse a los barqueros, que sólo le cedieron tres barcos en malas condiciones; el resto pertenecía al obispo.

Maximino irrumpió furioso en el despacho del prelado con la excusa de que habían surgido graves problemas de regadío.

–Exijo todos los barcos disponibles.

–Son indispensables para la buena marcha de la ciudad.

–No me contradigáis. Cruzaré la catarata.

–El Nilo no es muy profundo, encallaréis.

–Pasaré.

–Ningún barquero aceptará ser vuestro guía.

–Los reclutaré a la fuerza.

La población se agrupó en las orillas inclinadas que bordeaban el laberinto de peñascos donde el río, embravecido por las ráfagas de viento, rompía contra las escarpadas rocas antes de aparecer en forma de remolinos imprevisibles. El obispo se había negado a presenciar la salida de la expedición; pese a las advertencias, el prefecto había conseguido salirse con la suya.

Los soldados fueron repartidos en pesadas barcas difíciles de maniobrar; el prefecto, después de examinar la flota de que disponía, eligió este tipo de embarcación por su solidez. A proa, un barquero sondeaba el agua con una larga pértiga.

Cuando la primera barca se lanzó al asalto de la catarata, gritos de animación se elevaron de la multitud. El entusiasmo de Maximino era contagioso; muchos creían posible la hazaña, aunque los ancianos calificaban la expedición de demencial. El prefecto y el general Narses observaban la escena desde un montículo. El barquero, un profesional experto, esquivó un enorme peñasco medio oculto en el agua fangosa, evitó un remolino, se adentró velozmente en un canal estrecho y pasó frente a un bloque de granito. Narses tenía el corazón en un puño. El timonel, que maniobraba con gran destreza, siguió el sentido de la corriente, cada vez más violenta; en la desembocadura del segundo canal, las aguas del río se calmaban. Maximino pensó que había ganado la apuesta.

El hombre situado a proa bajó la guardia demasiado pronto. Cuando vislumbró el gran peñasco liso que descansaba bajo la superficie del agua, ya no había tiempo para avisar al timonel; dando gritos, soltó la pértiga y se tiró al agua. La embarcación golpeó el obstáculo, se levantó y volcó. Algunos soldados quedaron aplastados; otros se ahogaron. Las dos barcas que le seguían, abandonadas por sus timoneles, sufrieron la misma suerte. Narses presenció impotente la muerte de sus hombres. Maximino cerró los ojos.

Más de doscientos soldados desaparecieron en la catarata; expertos soldados, dignos de las legiones romanas de la gran época, héroes que habían salido indemnes de peores campos de batalla, valientes procedentes de todos los rincones del imperio perecieron de la forma más estúpida en aquella caótica encrucijada de rocas.

A pesar de la pérdida de la mitad de su ejército, Narses no sintió ningún resentimiento contra Elefantina. El celoso militar se alejaba poco a poco de las obligaciones de su cargo y se entregaba a la meditación con mayor frecuencia, enfrentándose a la seca soledad del desierto en el que se perdían los ruidos de pasadas batallas.

El camino de Narses se detenía allí. Desde su enrolamiento voluntario, a los doce años, no había dejado de recorrer las provincias del imperio en busca de una gloria que el destino le había dispensado generosamente. Esta nueva operación militar debía confirmar su prestigio ante el emperador, quien le había asignado un puesto de honor en Bizancio, preludio de una vejez dorada. Narses no se iría de Elefantina; los fastos y las intrigas de la capital ya no le interesaban. La paz por la que había luchado se desparramaba por estas tierras desoladas en las que el hombre era un intruso.

Maximino no culpó a nadie del desastre y reconoció su error ante el obispo y el general. Resistiéndose a permanecer pasivo ante el fracaso, decidió comunicar sus proyectos, que consistían en organizar con la mayor celeridad una nueva expedición.

–Ninguno de mis hombres saldrá de su guarnición -dijo Teodoro-. Tengo el deber de velar por la seguridad de mi diócesis.

Tras un momento de duda, el obispo abrió el informe que pensaba enviar a Bizancio para denunciar las acciones del prefecto. Con esta maniobra, conseguiría que se llamara de nuevo a Maximino, sólo que esta vez habría una larga entrevista conducida por magistrados y militares. Teodoro se veía obligado a actuar en solitario para desembarazarse de sus adversarios.

–Vuestra actitud no me sorprende, reverencia. El general y yo volveremos a traer el oro de Nubia.

–No penséis más en ello -le recomendó Narses.

Maximino miró estupefacto a su subordinado.

–¿Cómo os atrevéis?

–Tengo el deber de impugnar vuestra autoridad.

–Sólo en caso de desequilibrio mental.

Narses y el obispo se miraron con repentina complicidad. El obispo ignoraba las razones de este giro inesperado, que aprovechó de inmediato.

–¿Quién va a negar este desequilibrio?

–Tened cuidado, obispo. Una palabra sobre mí y…

–No iremos a Nubia -dijo Narses con firmeza.

–Deliráis, general.

–La catarata es infranqueable. Tendríamos que dirigir nosotros mismos las embarcaciones y somos incapaces de hacerlo. No quiero ver como perece la otra mitad de mi ejército; si fuera necesario, intervendría el poder judicial.

Maximino contuvo su ira. El poder judicial… dicho de otro modo, ¡el obispo!

–¿Qué proponéis?

–Esperar. Esperar tanto tiempo como sea necesario.

–Pero el oro…

–El emperador lo entenderá. Somos tributarios del Nilo y de sus caprichos; redactad un informe en este sentido y yo lo refrendaré.

–Tratad de no mencionar las pérdidas -recomendó el obispo-. Yo también las olvidaré. Elefantina está lejos de Bizancio… Si ciertos rumores llegaran a oídos del emperador, los desmentiríamos. Oficialmente estos hombres han muerto por enfermedad: en los años de crecida débil, las epidemias asolan la población.

El prefecto dudó. La propuesta del obispo no presentaba ningún inconveniente, pero le obligaba a convertirse en cómplice suyo.

–¿Qué os parece, general?

–El hombre más valeroso puede cometer un error. Estoy dispuesto a olvidar.

–¿En qué condiciones?

–Ser nombrado jefe de la guarnición permanente de Elefantina.

–¿Deseáis… vivir aquí?

–Ya os lo he explicado. A vos corresponde solicitarlo al emperador, con la bendición del obispo.

–Necesito reflexionar.

El general y el obispo salieron del despacho del prefecto. ¡Qué poco conocía Maximino a los hombres!… También esta ilusión se desvanecía. Narses, militar ceñudo y frío como las nieves de las montañas de Asia, hombre intransigente cuyo horizonte no iba más allá de las órdenes recibidas, ¡se había enamorado! Había descubierto su propio paraíso y le sacrificaba su carrera.

Por suerte, Teodoro y Narses no urdían ninguna intriga contra Maximino; el general se quedaría en la provincia meridional. El milagro convenía a los intereses del prefecto. Narses se dedicaría a mantener su posición y protegería File del mismo modo que protegía a los cristianos.

El carácter diplomático de Teodoro le tranquilizaba. El obispo tampoco deseaba un conflicto abierto. Aunque File fuera la manzana de la discordia, podrían llegar a un acuerdo; un hombre que tenía el oído de Dios, debía entenderse con un dignatario del imperio.

El horizonte se aclaraba. Quedaba un motivo de angustia; Maximino no podría ofrecer el oro de Nubia a Isis.


CAPITULO XVI


Isis había aprendido a conocer a todos y cada uno de los miembros de la comunidad, a calmar sus dudas y duplicar sus esperanzas; una actitud, un ademán le bastaban para descubrir un problema. Sin embargo, el comportamiento de la bibliotecaria la sorprendió. Aquella cincuentona metida en carnes tenía un temperamento muy alegre, casi gracioso. Ni una pena se le resistía; a fuerza de frecuentar los viejos textos y de mantener los rollos de papiro había adquirido un equilibrio bonachón.


Cada mañana Isis charlaba un rato con ella. Hacía varios meses que la gran sacerdotisa estudiaba el ritual del retorno de la diosa lejana. De acuerdo con la tradición, añadía fórmulas a las palabras anteriores y precisaba que era «otra forma de decirlo» a fin de recalcar sus intervenciones. Desde sus orígenes, Egipto nunca había suprimido una percepción de lo absoluto propia de una época; rechazaba una verdad definitiva y prefería construir el pensamiento como una pirámide, piedra tras piedra.

La biliotecaria, crispada, arrugó la punta de un papiro.

Enloquecida, corrió hacia la puerta de la biblioteca, volvió al centro de la estancia y examinó las estanterías. Isis la cogió por los hombros y la obligó a calmarse.

–¿Te encuentras mal?

La hermana agachó la cabeza e intentó huir; Isis no soltó su presa.

–Cuéntamelo.

–Es demasiado horrible. Yo… he cometido una falta…

La bibliotecaria estalló en sollozos.

–¿Tan grave es?

–Ni siquiera a ti me atrevo a contarlo. Sin embargo…

–¿Sin embargo?

–La comunidad entera lo verá. Yo…

Se mordió los labios hasta hacerse sangre antes de contar la verdad.

–Estoy embarazada.

Esperaba la reprobación de la gran sacerdotisa. Isis le estrechó las manos con ternura.

–Yo ya no creía que esto fuera posible -confesó-. He sido imprudente. El hermano cillero y yo nos vemos desde hace tiempo… ¡yo no quería, te lo juro! Ahora estoy excluida de la comunidad.

–No adelantes una decisión que ha de tomar la cámara de la Regla.

–Nuestra ley no conoce la excepción.

–File es un islote sagrado en un mundo profano. Debemos tenerlo en cuenta.

La dulzura de Isis tranquilizó a la bibliotecaria. Pero sus esperanzas se disolvieron cuando entró en la cámara de Ma'at, Norma del universo. Permaneció de pie frente al tribunal compuesto por el decano, Isis y Sabni. Este último tomó la palabra: la ley del templo sólo imponía la castidad durante cortos periodos de tiempo precedentes a las iniciaciones; desaconsejaba a las hermanas parir y lo prohibía a la gran sacerdotisa, pero se refería a una época en la que varios neófitos solicitaban su admisión. Puesto que File estaba condenada a perecer aislada, ¿por qué rechazar un niño cuya sola presencia simbolizaría el futuro? La hermana bibliotecaria y el hermano cillero deberían vivir bajo el mismo techo; el decano, de nuevo privado del uso de la palabra, lo aprobó con un cabeceo. Isis abrazó a la hermana.

Al salir de la cámara de la Regla, la gran sacerdotisa fue abordada por Auré, que se había hecho ritualista después de haber atravesado varios grados de jerarquía. Auré jugaba a menudo el papel de portavoz de la comunidad ante Isis.

–Nuestras hermanas rechazan la sentencia -confesó.

–¿Y tú?

–Yo estaba segura de que te mostrarías clemente.

Auré, que ya había pasado la cuarentena, daba pruebas de singular fuerza. Robusta, achaparrada y de hombros cargados, no carecía de feminidad e incluso cedía a una coquetería, excesiva a veces, que se traducía en el empleo de numerosos afeites. Sin elevarla al rango de confidente, Isis se apoyaba a menudo en ella como si se tratase de una roca inquebrantable que resistía contra viento y marea.

–Obrar con severidad habría debilitado a la comunidad. Debemos ayudarnos mutuamente, no excluirnos.

–¿Incluso si uno de nosotros nos traiciona?

–¿Cómo puedes evocar semejante crimen, tú que nos diriges?

–El enemigo se aproxima al templo -recordó Isis-. Mañana estaremos en guerra; ¿tendrán todos los adeptos el valor de luchar hasta el final?

–No tienes derecho a dudarlo.

–Estás muy tranquila, Auré.

–Lúcida Isis, File es nuestro más preciado bien, el último recuerdo de la edad de oro. ¿Quién estaría tan loco como para renunciar a él?

Ni un soplo de viento turbaba la noche sin luna. En el extremo meridional de la gran columnata, debajo del templo de Nectanebo, el agua salpicaba las rocas. Sabni distinguió en el último momento la barca pintada de negro, que se acercó sin ruido a una roca tras la cual su único ocupante, el capitán Mersis, la camufló.

–¿Por qué has venido en persona?

–No confío en nadie. El general ejerce un control permanente sobre la guarnición; es muy desconfiado. El clima ha cambiado mucho y no es precisamente divertido. Para rivalizar con Narses, el obispo nos ha impuesto una disciplina permanente; da la impresión de que se prepara un conflicto entre las dos facciones.

–Feliz acontecimiento.

–No te regocijes tan pronto. Estoy nervioso, muy nervioso. El obispo, el prefecto y el general se reúnen a menudo; después del fracaso de la expedición a Nubia, sólo tienen un hueso que roer: File.

–¿Decisiones concretas?

–No lo sé.

–Quizá tengan otros proyectos en marcha.

–¡Ojalá! Hay un extraño decreto sobre medidas sanitarias.

–¿Una epidemia?

–Aparte del hambre, parece que no. Sin duda una invención del prefecto para justificar la muerte de sus soldados; este Maximino es astuto y venenoso.

–La visita al templo le impresionó.

–No lo creo. ¿Cómo adivinar las intenciones de semejante personaje? Todo lo sacrifica a su carrera. Elefantina no será más que una breve etapa; si destruir File le valiese un ascenso, no dudaría en hacerlo. Te lo repito, estoy asustado. Mi instinto de soldado me engaña pocas veces: que tu comunidad esté preparada para huir.

Isis despertó a Sabni a medianoche.

–Mi padre se muere.

El sumo sacerdote se dirigió con rapidez hasta la morada del decano, una pequeña casa blanca de dos pisos construida a la derecha del embarcadero, frente al templo. El anciano estaba echado sobre una cama estrecha, los brazos a lo largo del cuerpo. El rostro no expresaba ningún sufrimiento, pero la mirada cansada y debilitada imploraba el descanso del paraíso donde, sobre los canales bordeados de flores y árboles, bogaban las almas de los bienaventurados. La mano derecha del moribundo asió la muñeca de Sabni. Los labios temblaron; intentaba hablar. Isis ayudó a su padre a incorporarse.

–Buscad la sabiduría, hijos míos, buscadla hasta que vuestras fuerzas os abandonen, hasta que la muerte aparezca ante vosotros, con la sonrisa de la diosa de Poniente que os llevará al paraíso de nuestros antepasados; buscadla antes de que el temor se extienda por el corazón de los segadores y de los labradores. No lloréis por mí, sino por nuestro Egipto, del que se aleja la luz divina. Ra deberá recomenzar la creación. El disco solar se oculta, densas nubes lo recubren, los hombres están ciegos y sordos. Pronto el río se vaciará, su curso quedará obstruido y el limo fertilizante ya no llegará a las dos orillas. Peces y pájaros desaparecerán, otros invasores impondrán su ley y despreciarán nuestros templos. Los tumultos se extenderán por todas partes: sangre para obtener el pan, risas dolorosas, vientres hambrientos, hijos enfrentados a sus padres, hermanos que se matan entre sí, el mal en lugar del bien. Los ladrones dirigirán el Estado, trucarán la balanza. Tan mal estará nuestro país que el débil se volverá poderoso para oprimir a los más débiles. Heliópolis, la ciudad del sol donde nacieron las divinidades, será enterrada por el odio y la bestialidad. Nuestra tierra era tan noble como la estrella matutina, dulce como el rocío del cielo, tierna como el aroma del año nuevo. Construía altares para las fiestas, se unía al río nutriente, al follaje de papiros, a los lotos azules y blancos. ¿Recuerdas, Isis? Yo he navegado hasta la isla donde me esperaba tu madre, los cabellos fragantes, a la sombra de una persea. Su tez resplandecía y sus ojos hablaban de amor. Mi mano permanecerá en la tuya, me prometió, tu felicidad será mi único anhelo. Puedo reunirme con ella porque tú también, hija mía, conoces el camino.

–Quédate -suplicó Isis-. Te necesitamos mucho.

–La muerte está ante mí como una salvación. Ella me quitará esta vejez que ya no soporto. Mi cuerpo desaparece, pero mi espíritu no os abandonará jamás… ¡proseguid la obra de Imhotep!

El nombre del gran sabio fue la última palabra que pronunciaron los labios del decano. Su boca permaneció entreabierta, sus ojos quedaron fijos. Isis apretó contra su seno la cabeza del difunto; Sabni le dio el beso de la paz.

–Ahora -dijo la gran sacerdotisa- estamos solos.

Después de haber anunciado a la comunidad el viaje del decano, feliz aventurero de los bellos caminos del más allá, ordenó al hermano embalsamador que cumpliera con su deber.

Isis violaba la ley, ya que el obispo había prohibido esta antigua práctica. Cuando se producía un fallecimiento, el primer paso consistía en borrar el nombre del muerto de la lista de contribuyentes y el segundo, en pagar el emplazamiento de la sepultura en un cementerio legal. El hermano asesinado durante la dramática procesión había sido sepultado en una fosa común reservada a los indigentes; el decano merecía otra suerte.

Los adeptos se bañaron en los estanques de purificación y se frotaron con aceite. Los hermanos no se raparon. Con un cuchillo de sílex, el embalsamador abrió el lado izquierdo del cadáver depositado en el lecho de piedra, extrajo las visceras y después sacó el cerebro por la ventana izquierda de la nariz con ayuda de un gancho de metal. Después de limpiar el abdomen con vino de palmera, sumergió el cuerpo en natrón, que deshidrataría la carne. Esta sal divina transformaba los despojos, limpios y secos, en cuerpo de Osiris.

Isis colgó del cuello de su padre un pilar djed de oro, símbolo de la estabilidad del dios resucitado al final de la adversidad, y un buitre de piedras preciosas, evocador de la madre celestial. Recubrió de oro fino el rostro reposado, las manos y los pies, y adornó la cabeza con una corona de flores.

Sabni ungió la momia con aceites aromáticos y la envolvió en bandas de tela recubiertas de resina y de alquitrán. En el lugar del corazón puso un escarabajo, imagen de las continuas metamorfosis. Una vela fue el último sudario; ¿no era el sarcófago la barca llamada a bogar eternamente por el cielo?

En la tapa se inscribieron el nombre del difunto, sus títulos y fórmulas extraídas de los Textos de las pirámides, el más antiguo libro sagrado que, hacía cuatro milenios, en los orígenes de la civilización, había sido revelado en la pirámide del rey Unas.

Transmitidos de Casa de la vida en Casa de la vida, de sabio en sabio, de escriba en escriba, eran la fuente inagotable de las enseñanzas recibidas por los seguidores y facilitaban al viajero del otro mundo el nombre de las puertas que tenía que franquear.

Llevaron la momia al tejado del templo, donde había una capilla adornada con escenas que representaban las fases de la resurrección de Osiris. El alma del decano disfrutó por última vez del sol terrestre antes de sumergirse en la energía del océano cósmico.

Después de haber meditado alrededor del sarcófago, la comunidad descendió la escalera que unía el tejado con la sala de columnas pintadas.

–No dejes de comer ni de beber -salmodió la ritualista-, continúa viviendo felizmente, únete a la diosa, sigue el camino de tu corazón. Nada será reprochado a los justos que han recorrido el sendero divino. El Poniente en que reposas es una tierra de paz; el silencioso descubre ahí la fuente. Olvidarás lo inútil y lo pasajero, recordarás tu nombce y tomarás parte en el banquete de los dioses.

El sarcófago fue enterrado bajo el enlosado, frente al primer pilono. Pesadas piedras ocultaron para siempre la sepultura del decano.

Los funerales, dignos de su rango, le permitirían presentarse majestuosamente en la asamblea luminosa de los adeptos resucitados.

Cuando las losas fueron repuestas, Isis se derrumbó. A pesar de todo retuvo las lágrimas y se negó a arañar la piedra con las uñas y a dar los gritos desesperados de las plañideras que se elevaban hasta las nubes y atraían la compasión de los dioses.

Las personas como el decano eran irreemplazables. Isis no se acostumbraría nunca a la ausencia de un padre del que lo había aprendido todo, desde los juegos infantiles hasta la enseñanza más abstracta; le debía tanto las pequeñas como las grandes alegrías. Venciendo la pena causada por la desaparición de su esposa, tres años después del nacimiento de Isis, había conducido a su hija hacia los misterios sin imponerle otra disciplina que el respeto por la Regla del templo.

La gran sacerdotisa no tenía ni el derecho ni la posibilidad de dejarse llevar por el dolor; la comunidad exigía su presencia tranquilizadora. Auré habría querido consolarla pero permaneció callada, pues sus palabras serían insignificantes. En aquel momento Isis parecía estar muy lejos de sus hermanas; su alma vagaba por una de las regiones secretas que recorría el sol nocturno en busca de su renacimiento. La gran sacerdotisa erraba por el templo en el que su padre le había dicho que había nacido cuando la tierra aún yacía en la oscuridad, antes de que ninguna criatura, vegetal, mineral o animal, hubiera aparecido. Entró en los talleres, la panadería y el matadero; exploró los órganos de la gran mole de piedra donde, en tiempos más felices, numeroso personal preparaba los manjares para la mesa del dios y luego se alimentaba de las ofrendas sagradas y de los pensamientos del Creador. Anduvo a lo largo del muro del santuario del nacimiento donde la diosa Isis daba el pecho a su hijo Horus que la leche de las estrellas mantenía luminoso como la claridad del origen.

La gran sacerdotisa se detuvo ante la gran estela de granito erigida cerca de la mole oriental del segundo pilono. Su padre le había enseñado a leer el texto de la sumisión de la región del Dodecasqueno, que comprendía una parte de Nubia. Dueño de vastas y ricas tierras, el templo de File rendía culto al faraón, presente en todos los muros. Inmutable, grandioso, indiferente a los tiempos profanos, la cabeza en el cielo y los pies en la tierra, veía el otro mundo en el que la energía era la sangre de la última comunidad de Egipto. Él la guiaba a través de lo invisible, por las inciertas rutas del padecimiento, atravesando las locuras de su época; Isis olvidaba que, sin la presencia de un santuario en la cabeza y en el cuerpo de la ciudad, la barbarie condenaría a los hombres a arrastrarse entre sus propias inmundicias.

El decano rehuía someterse a los invasores que reducían a la esclavitud el cuerpo y el espíritu; con la tenacidad de los viejos jefes a los que la jauría de cazadores duplicaba las fuerzas, continuaba, más allá de la muerte, manteniendo el aire sagrado. Su momia sería el umbral del templo.

Isis se adelantó por el gran patio.

De repente, vio una silueta desconocida.

Un joven de unos quince años, desnudo y mojado, se dirigía hacia ella. El muchacho vaciló, fatigado. Isis se aproximó a él.

–¿Quien eres?

–Mi nombre es Crestos. He nadado hasta aquí para ser iniciado en los misterios.


CAPITULO XVII


–¿De dónde vienes?


–De Elefantina. Mi padre quería alistarme, pero he huido. Yo no quiero ser soldado, sino sacerdote de Isis.

Flaco, casi esquelético, el chico había agotado sus fuerzas físicas. Incapaz de permanecer de pie por más tiempo, cayó de rodillas; Isis pidió ayuda. Sabni acudió en compañía de algunos hermanos, que vistieron a Crestos con un shenti y le dieron pan.

–Nado muy mal -dijo-, pero prefería morir ahogado a ser encerrado en un cuartel. Aquí es donde quiero vivir.

–No tenemos derecho a acogerte.

–Es el alma de mi padre la que ha guiado a este postulante -dijo Isis-. ¿Realmente deseas conocer los misterios?

La cara de Crestos se iluminó.

–Todas las noches sueño con el templo. He formulado mil preguntas que se han negado a contestar para tratar de desalentarme. Unos pretenden que File es un antro de demonios, otros que es una guarida de magos. Os temen y os detestan. Ha sido un pastor el que ha confirmado mi intuición; allí, afirmó refiriéndose a la isla santa, se encuentra la última fuente de sabiduría. El día que desaparezca, el mundo se sumirá en las tinieblas.

Sabni había seguido el mismo camino, recorrido los mismos pasos, pronunciado las mismas palabras. Sólo un fuego interior violento e imperioso abría las puertas de la comunidad. Pero Crestos era un fugitivo; su presencia en File provocaría la intervención de los guardias.

–Estoy de acuerdo en admitirle -dictaminó Isis mientras el chico la devoraba con los ojos.

Si el sumo sacerdote emitía un juicio negativo, el solicitante sería rechazado sin posibilidad de apelación. Ni Sabni ni Isis podían tomar una decisión sin el consentimiento del otro.

Sabni renunció a presentar argumentos razonables que Isis conocía tan bien como él y optó por retirarse, abandonando a Crestos a su esperanza. Como Isis no se movía, el joven la imitó. Sin duda era la primera prueba; se consideraba capaz de una paciencia infinita ahora que había alcanzado su meta.

Cuando el sumo sacerdote volvió llevando una vasija llena de agua, Isis experimentó una felicidad tan intensa que su eco perduraría más allá de la muerte. Celebrando el ritual de acogida, Sabni lavó los pies del neófito.

–La ritualista te ha preparado un lecho. En tu celda la luz brillará durante toda la noche. Ofrecerás una libación a los dioses, ya que les debes la vida. Mañana al amanecer confirmarás tu compromiso; si renuncias partirás al momento.

La noche fue cómplice de Crestos. Aislado en el corazón del templo, libre de toda atadura profana, dialogó con la llama de la lámpara. Su espíritu bailó con ella y abrazó los secretos que le transmitían estos lugares de eternidad; el tiempo abolido, el alma de fiesta, el corazón brincando como un potrillo… Cuánta felicidad que no se desvanecía en un instante, sino que se grababa en la conciencia como un sol inmutable, vencedor de miríadas de tinieblas. Noche cómplice de la que no surgían demonios con cabeza de asno armados de cuchillos sino sombras tranquilizadoras, más próximas al adolescente que padres y amigos; Crestos había encontrado su verdadera morada. Aquellos austeros muros eran sus confidentes, aquel silencio lleno de la voz de los sabios le transportaba a un sueño tan real como las piedras de File.

¡Fue tan bello el amanecer de su iniciación!

–¿Deseas pertenecer a nuestra comunidad? – preguntó Sabni.

–Si me orientas por el camino de la vida, te doy mi vida.

–Vuelve tu rostro hacia el cielo. No penetres en el templo en estado de, impureza, no seas mentiroso ni codicioso. Respeta la Regla sin falta. No reveles lo que hayas percibido del misterio ni concedas a tu corazón un pensamiento destructivo. Renuncia a tu voluntad propia para cumplir la del Principio. Sé obediente, ya que esta virtud te liberará de ti mismo. La comunidad te protegerá y te abrirá las puertas del santuario si te muestras digno de las tareas que te sean confiadas. Te purificarás con agua tres veces al día, te alimentarás con moderación, velarás por la integridad del templo, nuestro más preciado bien. ¿Te comprometes a respetar estos deberes?

–Me comprometo de todo corazón.

–Recibe el abrazo que hace de ti un hermano.

Sabni y Crestos se felicitaron. Isis abrazó al muchacho y le humedeció la cara con sus lágrimas. ¡Cuan dulce y cálido era aquel líquido jubiloso que saludaba el nacimiento de un adepto! El decano transformaba su fallecimiento en milagro.

–Desde ahora muéstrate valiente.

–Nunca se me acusará de cobardía.

–Debes ser circuncidado, como todos los hermanos.

El muchacho elevó la cabeza. El hermano carnicero ungió su sexo con un ungüento anestesiante pero, cuando el cuchillo se abatió sobre el prepucio, el nuevo adepto no pudo reprimir un grito.

El nacimiento del hermano fue festejado con un frugal banquete, donde, a pesar de todo circuló el vino procedente de las reservas del templo, casi agotadas. Todos juraron mantener el secreto. Ningún profano debía conocer la presencia de Crestos en File.

Isis pensaba en su nombre. ¿No se parecía al de Cristo, el dios de la religión cristiana deseosa de destruir el templo? La verdad es que era una extraña señal.

Cuando terminó la fiesta, el vigilante del embarcadero advirtió a Sabni que una barca con dos soldados a bordo se aproximaba. El sumo sacerdote los reconoció; pertenecían a la escuadra que le había acompañado hasta el templo de Jnum.

–El obispo quiere hablar contigo. Nosotros te llevaremos.

–Teodoro… ¿venís de su parte?

El prelado había previsto esta pregunta. Uno de los soldados blandió la cruz del señor de Elefantina. Tranquilizado, Sabni subió a la barca.

En seguida le atenazó una nueva angustia. ¿Se habrían enterado de la fuga de Crestos?

No cambiaron ni una palabra hasta que llegaron al muelle desierto donde esperaba el obispo. Teodoro arrastró a Sabni hacia un palmar, lugar de meditación y de paseo, ya que la sombra de las grandes palmas procuraban tranquilidad y fresco.

–Tengo malas noticias.

–¿Para ti o para mí?

–No ironices, Sabni. Cualesquiera que sean las quejas del templo, yo no soy el responsable.

¿Qué argumento opondría el sumo sacerdote? Al iniciar a un fugitivo que sin duda estaría calificado como desertor, File había cometido una falta grave.

–El emperador exige la totalidad de la cosecha de papiro -dijo Teodoro-. Reduciré el total de las cantidades obtenidas, pero estoy obligado a suprimir el lote de tallos destinado al templo.

El alivio dio paso a la indignación.

–Sabes que necesitamos papiros para escribir, para fabricar tapices, cestos, cuerdas, sandalias…

–Ya lo sé, pero el decreto está firmado por la mano del emperador; el prefecto ya está ocupándose de organizar el transporte.

–¿Tendremos acceso al bosque que hay al norte del pueblo?

–Ha sido declarado zona militar. Los soldados han tomado posiciones y prohiben el paso a los civiles.

–Privarnos de los papiros… ¿Quién habría imaginado tanta crueldad?

–Un cristiano no teme ningún sufrimiento; Cristo ha sufrido por nosotros, no Osiris.

–Osiris nos enseña la resurrección. El dolor no es un camino de plenitud, sino solamente de dolor; adornarlo de cualquier otra virtud es un engaño.

–El reino vendrá pronto. La raza divina nacida del pez celeste penetrará; fortalecerá su corazón porque el Señor, con palabras dulces como la miel, la alimentará. Eres mi amigo. Conviértete y serás mi hermano. ¿Qué te importa el papiro? Dios está más cerca de ti de lo que imaginas.

–Si es como tú dices, entonces no es Dios. El poder creador no sabría jestar próximo al hombre; no es más que una expresión de él, siempre lejano, a menudo alterado. Sólo la Regla del templo puede modificarlo. Recuerda las palabras de nuestros padres: la madera torcida, abandonada en el campo, se pudre y acaba su triste existencia en el fuego; si la mano del artesano, guiada por Dios, sueña con recogerla, la dirige y la convierte en cetro que empuña el sabio.

–Sólo una fe confiada te orientará hacia la verdad.

Un rayo de sol se deslizó entre las palmas e iluminó a los dos hombres.

–Permite que nos quedemos con algunos tallos, Teodoro. Los utilizaremos para fabricar los últimos rollos donde escribiremos nuestros rituales mayores.

El obispo dudó; Sabni no le suplicaría más.

–Ve al almacén y llena tu barca. Todo lo que puedas cargar te pertenecerá.


CAPITULO XVIII


Después de una inspección rigurosa del cuerpo de élite, el general Narses montó a caballo y galopó hacia la catarata. Todas las tardes se detenía a la altura del mismo bloque de granito, a cuyos pies rugían los remolinos; sentado sobre una roca plana y salpicado a veces por la espuma, contemplaba el río divino del que dependía la prosperidad de Egipto. Allí era donde, frente a la muralla de piedras que jalonaban el río, el Nilo reafirmaba su fuerza inagotable. Indomable, arrastraba el limo a su gusto, ¿por qué este año se mostraba tan avaro? La respuesta sólo estaba en el cielo, allí donde nacía la riada antes de labrarse su largo camino por la amada tierra de los dioses. A Narses empezaba a gustarle la inseguridad. Ya no soportaba saber, prever, organizar… ¡Qué bien se encontraba a merced de las incertidumbres del Nilo, rindiéndose a él sin ofrecer resistencia!


Al día siguiente tendría que internarse por senderos peligrosos y batallar en Nubia. Gracias a esta débil crecida, el sur profundo quedaba inaccesible. El destino le ofrecía un presente inestable: sólo se aprovecharía de ello si la situación se estancaba. Su bienestar resultaría favorecido si el obispo y el prefecto llegaban a un acuerdo.

Su petición de traslado, apoyada por Maximino, navegaba hacia Bizancio. No confiaba mucho en conseguirlo. El emperador pensaría que era obstinación, exigiría otra vez el oro de Nubia y luego le nombraría jefe de algún cuerpo expedicionario destinado a Asia. Por primera vez en su vida Narses rezó con toda su alma; rogó que la catarata fuese una muralla eternamente infranqueable.

Un hombre grueso y bien vestido se presentó en el puesto de vigilancia, borracho, gritando y gesticulando. El suboficial lo echó fuera pero volvió a entrar decidido a hacer una denuncia. Sus confusas declaraciones se referían al prefecto y al emperador. Uno de los militares lo reconoció: el loco era el jefe del gremio de los vendedores de higos. Tenía el control sobre la distribución de fruta. El suboficial, que no se consideraba lo bastante competente, lo condujo al cuartel, donde lo recibió el especialista en casos delicados, el capitán Mersis.

–Me llamo Apolo.

–Estás borracho.

–Tengo mis motivos, capitán.

–¿A quién quieres denunciar?

–A File.

Sin lugar a dudas, se trataba de un cristiano exaltado; Mersis no se asustó.

–File no existe.

–¿Qué decís?

–Los templos se cerraron hace tiempo.

–¡Éste no!

–Legalmente sí. Es un edificio secularizado.

–¿Y la comunidad que vive allí?

–No aparece en nuestros archivos.

–¡Sin embargo, paga impuestos!

–El régimen tributario no está dentro de mi competencia.

–Os burláis de mí…

–Simplemente me atengo a la práctica administrativa.

Apolo esbozó una sonrisa maliciosa.

–¿Se considera delito que un campesino abandone el campo y huya…?

–Sin duda alguna se castiga con la cárcel.

–¿Y con trabajos forzosos?

–En algunos casos.

–Uno de mis trabajadores se ha confesado culpable. Debéis arrestarle.

–¿Su nombre?

–Crestos, mi hijo.

–¿Tu hijo?

–Es asunto mío. Ha dejado la casa para irse al templo; los adeptos de Isis lo han acogido. Quiero denunciarlos a todos. Quiero que me devuelvan a Crestos y los condenen a todos.

–Primero hay que rellenar una solicitud.

–Tengo tiempo.

–¿Sabes leer y escribir?

–Sólo sé contar.

Si Apolo decía la verdad, File había comprometido su propia existencia. Mersis tenía que encontrar pronto una solución.

–¿Cuándo enviaréis los soldados a la isla?

–Hay un medio. ¿Sabes de alguien más que quiera poner una denuncia?

–No. Sólo yo. ¿No es suficiente?

–¿Has hablado con alguien más de esta huida?

–No, con nadie. Me daba mucha vergüenza. He preferido emborracharme. ¡Pido venganza!

–¿Tienes alguna prueba de que tu hijo se haya ocultado en la isla?

–Estoy seguro. Se negó a ser soldado. Desde niño ha deseado entrar en el templo.

–Entonces, ¿no tienes ninguna prueba fehaciente?

–Ordenad que registren la isla.

–¿En calidad de qué estaba Crestos a tu servicio?

Apolo se ruborizó.

–En calidad de qué… no sé qué queréis decir.

Mersis cogió una tablilla de madera y grabó un breve texto con caracteres griegos.

–¿Tiene tu hijo el estatuto de esclavo?

El vendedor de higos montó en cólera.

–¡Es hijo mío! ¡Dejad de injuriar a mi familia!

–Si es trabajador libre, ¿por qué no figura en la lista de los contribuyentes?

–Capitán… sólo es un niño…

–Pero digno de realizar trabajos forzosos. Poco importa la edad; tu deber era declararlo al fisco.

–Recordad que este territorio no pertenece a vuestra jurisdicción.

–Transmitiré la información al responsable. Me basta con añadir tu nombre a la tablilla.

–¿Me arriesgo a…?

–La cárcel de por vida.

–¿Y si lo arregláramos?

–¿Por qué no?

–¿Qué deseáis?

Mersis fingió reflexionar un instante.

–Retiras la denuncia, olvidas a Crestos y, sobre todo, me das algunas piezas de plata. El ejército es pobre.

Apolo vació la bolsa que llevaba atada a la cintura.

–¿Bastará?

Mersis contó las piezas.

–Si me traes dos o tres piezas más, nos haremos buenos amigos. Incluso olvidaré que tienes un hijo.

El mercader refunfuñó. El capitán rompió la tablilla de madera. Llevaría cuanto antes este pequeño tesoro a File, cuyos recursos se estaban agotando.

El mejor orfebre de Elefantina acababa de cincelar un brazalete. Cuando el prefecto Maximino entró en su taller, el artesano se sintió halagado e inquieto al mismo tiempo. ¿Qué traería por allí a un personaje tan poderoso? Si se tratara de una requisa, habría acudido con una patrulla.

El artesano le saludó con una reverencia.

–Vuestro humilde servidor, señor.

–Tus joyas son incomparables -le dijo.

–Me halagáis…

–Muéstrame tus obras de arte.

El artesano rebuscó nervioso dentro de un cofre de madera. Sobre una tela blanca extendió un collar, pulseras y ajorcas.

–Admirable -juzgó el prefecto.


CAPITULO XIX


Crestos progresaba rápidamente. Por las mañanas trabajaba la madera y la piedra en compañía de Sabni. Después de la comida del mediodía Isis le iniciaba en la lectura de los jeroglíficos y le daba lecciones de escritura; guiaba su mano, le enseñaba a dibujar de un solo trazo el ala de los pájaros, la pierna humana o el sello del papiro. Después, el nuevo adepto recibía las lecciones del fabricante de ungüentos antes de prestar atención a las de la ritualista. Su sed de conocimientos parecía inagotable y la fatiga no hacía mella en él. Después de cenar, subía a la azotea del templo donde Isis le explicaba la manera de descifrar el mensaje de las estrellas.


Aquella noche, la gran sacerdotisa no lograba ocultar su cansancio. Crestos, consciente de que estaba importunando, hizo menos preguntas que de costumbre. Con Isis a su lado, disfrutó del silencio de la noche que protegía el santuario, pero no pudo contener su lengua por mucho tiempo.

–Soy feliz, Isis.

–El templo es el gozo del corazón. No hay nada más grande.

–Pareces cansada.

–Y tú eres un chico muy indiscreto.

–Tú eres nuestra fuerza. Si desfalleces, ¿qué será de nosotros?

–El futuro de la comunidad no depende de un solo ser.

–Ahora sí. No hace mucho que estoy aquí, pero me he dado cuenta de esta realidad. Si Sabni y tú desaparecierais, todos los demás nos vendríamos abajo.

–Un juicio de valor muy apresurado, neófito.

–Tengo ojos que ven y no soporto la hipocresía.

–¿Y si nos pusiéramos a estudiar de nuevo las estrellas? Escucha la voz de los antepasados que se transmite a través de la luz. ¡Ojalá nuestros planes sean tan generosos como los suyos! Su verdad continúa siendo el tesoro más preciado, pues guía nuestros pensamientos hacia la sabiduría.

El panadero y el carpintero, que eran hermanos, solicitaron audiencia ante el sumo sacerdote. Sabni los recibió en la morada del decano, que ahora era la suya. Los dos hombres, de unos sesenta años, discutían a veces las decisiones de la gran sacerdotisa sin hacer pública su disconformidad. Cuando se decidían a llevar a cabo alguna gestión juntos, significaba que llevaban tiempo madurándola. Sabni no utilizó ninguna fórmula de cortesía.

–Hablad.

–Habla tú -dijo el panadero al carpintero.

–Es algo delicado… Si nos ayudaras…

–Somos hermanos. No hay nada que lo impida.

Los dos peticionarios eran parecidos; cara redonda, ojos astutos, labios gruesos, papada, hombros cuadrados y piernas gordezuelas.

–Es verdad -reconoció el panadero-. A veces es difícil…

La mirada severa de Sabni les intimidó. El carpintero acudió en su auxilio.

–Somos hermanos y debemos contárnoslo todo. Isis ha cometido graves errores; la procesión, la visita a la gruta… Nuestro prestigio está empañado. Como sumo sacerdote, te corresponde tomar cartas en el asunto. – Satisfecho de su intervención, alzó la voz-. Aceptamos luchar contra el obispo a condición de no correr riesgos innecesarios. Eres amigo de Teodoro; deshazte de Isis; es peligrosa. Dos gobernantes son demasiados, sobra uno; que se ocupe de los rituales.

–¿Vuestra opinión es compartida por los demás?

–Somos los que tenemos más experiencia.

–¿No se ha negado Isis a iniciaros en los misterios del templo cubierto?

Ni el panadero ni el carpintero respondieron.

–He tenido acceso a los informes redactados por el decano y la gran sacerdotisa. Por construir tú un sitial y hornear tú panes de forma fantástica os habéis creído artífices de la obra de arte que exige nuestra Regla. Vuestros trabajos son una injuria a la comunidad y vuestro conocimiento de los jeroglíficos es muy superficial; es vuestra indignación la que se ha puesto de relieve. No contéis con mi indulgencia: nada justifica vuestra holgazanería. Cumplid con vuestros deberes cotidianos y libraos de la hiél que amarga vuestro pensamiento; si no, no haréis progreso alguno.

Los dos hermanos se miraron desconcertados.

El templo no pasó hambre. Con las piezas de plata del capitán Mersis, Sabni compró gran cantidad de trigo que unos barcos trasladaron de madrugada, antes de que las patrullas recorrieran las orillas del río.

El ardor contagioso de Crestos animó a algunos hermanos, que, a pesar de la carga de la vejez, comenzaron a limpiar los bajorrelieves erosionados por las tormentas de arena. Al dejar de replegarse sobre sí misma, File respiró con mayor intensidad. Las hermanas repararon los instrumentos musicales, tejieron vestidos blancos con el poco lino que les quedaba y lavaron las baldosas de la casa del nacimiento, en la que, al cabo de unos meses, nacería un nuevo adepto. La comunidad salió de un letargo que algunos habían creído definitivo; desde el alba hasta el anochecer, el sumo sacerdote iba de la capilla al patio, de la sala a la cripta, dando ánimos, aconsejando, comprobando que todo estuviera en su sitio. En cuanto se terminaba un trabajo, proponía otro más delicado.

Isis mejoró en el estudio del ritual de la diosa lejana. Su labor no sería inútil, ya que File trataría de revivirlo pronto. En varias ocasiones, se reprochó su distracción; pensó en Sabni y en su capacidad de éxito. ¿Sería suficiente para transformar una congregación condenada a la decadencia en una cofradía llena de savia?

La llegada de Crestos, un nacimiento cercano… Las señales se multiplicaban. Después de tantos años marcados por el sello de la desesperanza, Isis vislumbró un paisaje más risueño; tuvo ganas de abandonarse, de confiar sus dudas y sus sueños a alguien. ¿Cuando la comprendería Sabni?

Crestos descifró las líneas del antiguo principio redactadas por un faraón y dedicadas a su hijo:

El hombre agitado es la confusión de una comunidad. Introduce la vigilia en tu vida, no te dediques a tu propia satisfacción pues te convertirías en un miserable. A la hora de juzgar, el tribunal del más allá no mostrará indulgencia. A sus ojos, la vida será como el transcurrir de una hora. Atrévete a emprender los senderos más difíciles; éstos son los que guiarán tu espíritu hacia la sabiduría. Dios conoce al que obra según su gloria. Sé su hacedor. De tu esfuerzo brotará la alegría, de la alegría la sabiduría.

El neófito enrolló el papiro con cuidado.

–¿Acaso un hombre puede alcanzar este ideal? – preguntó a Sabni.

–Nuestros padres lo consiguieron. Si este templo existe es porque han vivido el cielo en la tierra.

–¿Y tú?

–Soy un sumo sacerdote joven, tan inexperto como el novicio con el que estoy hablando. Nuestro rango es diferente, pero la importancia de nuestra tarea es idéntica.

–Llevas muchos años aquí.

–Y tú posees el fuego ardiente del aprendiz.

–¿Se apaga pronto?

–Se transforma y aumenta. Menos violento, más poderoso; con él llega el momento de la certidumbre, parecido al sol que nunca se oculta tras el horizonte. Te deseo, Crestos, que pertenezcas a este mundo y al otro; Dios está en la luz del templo que formamos con nuestros antepasados y nuestros descendientes. Que tu inteligencia interprete mis palabras y tu corazón las ponga en práctica.

–Sabni, ¿tú escuchas a tu corazón?

–¿Mis enseñanzas te decepcionan?

–Superan mis deseos más profundos.

–¿A qué se debe tu pregunta?

–Soy muy joven y no tengo derecho a hablarte así. Pero la comunidad sería más fuerte si…

Crestos vaciló. Iba demasiado lejos.

–¿Qué aconsejas? Habla.

–No te olvides de los que te aman más que a sí mismos.

El nuevo adepto recobró la calma y trazó unos jeroglíficos en un cascote de cerámica. Se concentró en el dibujo de una silla de alto respaldo, símbolo de la diosa Isis.

El prefecto desembarcó cerca del pabellón de Trajano y el barquero volvió a izar la vela blanca hinchada por el viento.

Ninguna escolta había protegido el corto viaje de Maximino; tan pronto como hubo puesto el pie en la isla santa se topó con Sabni, que había sido avisado por el vigilante.

–Quiero hablar con la gran sacerdotisa.

–Ahora está trabajando con sus hermanas.

–Decidle que he venido a verla.

–Primero, prometedme que no daréis un paso más.

Sabni actuaba como el jefe de una cohorte invencible que no temiera nada que pudiese venir de un enviado del emperador. Deseaba humillar a Maximino y lo consiguió. En toda su carrera, el prefecto no había tolerado nunca la menor observación despectiva sobre su cargo. Pero ¿acaso Isis no valía el sacrificio más doloroso?

–Tenéis mi palabra. Ahora, daos prisa.

Sabni se dirigió parsimonioso hacia la puerta del primer pilono. Maximino sentía que su odio aumentaba cada segundo que pasaba.

El prefecto estuvo esperando más de una hora bajo un sol ardiente, al que no prestó mucha atención. Cuando distinguió a Isis, etérea, el templo volvió a ser un paraíso.

–Os he traído un obsequio.

Maximino abrió el cofre. Las joyas de oro brillaron con todo su esplendor.

–Son magníficas -reconoció Isis-; serán un adorno maravilloso para las estatuas divinas.

–Yo las destinaba para vos.

–En otro tiempo, las habría llevado puestas en las grandes fiestas; la gran sacerdotisa debía aparecer entonces como la mujer más hermosa, sin olvidar que su riqueza provenía del templo al que regresaba después.

–Celebraremos nuestras fiestas. Estos adornos las anunciarán, si aceptáis ser mi esposa.

Sorprendido de su propia audacia, Maximino no se atrevió a mirar a Isis. Temía un rechazo inmediato; la voz de Isis se mantuvo dulce y serena.

–Nuestra Regla me prohibe contraer matrimonio profano.

–Esa costumbre está ya caduca. Cuando seáis mi esposa, File renacerá. – El prefecto se arrepintió de haber empleado estas palabras amenazadoras. ¿Acaso no implicaban un chantaje con el que sólo lograría apartarla de él?-. Dependéis de la isla santa, Isis; yo dependo de vos.

Hermanos y hermanas se congregaron bajo la columnata preguntándose cuál sería el motivo de esta segunda visita del prefecto. Auré propuso una intervención violenta; eran lo bastante numerosos para arrojar al Nilo a los enemigos. Sabni le impuso silencio; la ritualista se retiró molesta a su aposento.

–Mirad esos seres amedrentados -dijo Maximino, señalando a la comunidad-. Sólo yo puedo librarles del sufrimiento y la angustia. Por amor a Isis, para conquistaros, aseguraré la perpetuidad del templo.

El rostro de la gran sacerdotisa era indescifrable. ¿Estaba librando una batalla consigo misma? El hecho de que no rechazara su proposición con vehemencia tranquilizó al prefecto; sin duda, había abierto una brecha decisiva.

–Volveré, Isis. No me traicionéis.


CAPITULO XX


Los documentos conservados en File no precisaban el nombre de los sabios que había que invocar para que tuviera eficacia el ritual del retorno de la diosa lejana. Isis creía saber dónde descubrirlos; en una de las tumbas de la ribera occidental, abiertas durante el Imperio Antiguo a fin de honrar la memoria de los exploradores de caminos del sur. Abandonado durante largo tiempo, el lugar había pasado a ser presa de los espíritus errantes. Ir allí significaba correr un riesgo que la gran sacerdotisa tenía prohibido; sin embargo, Sabni no se avino a razones. ¿Acaso el futuro de File no dependía de la celebración del ritual que insuflaría a la comunidad la energía que necesitaba? Isis estaba convencida de que el acontecimiento le abriría las puertas de un universo insospechado. Vencido, Sabni se negó a dejarla ir sola, así que pidieron a la anciana tejedora que en su ausencia velara para que los hermanos y hermanas siguieran ocupándose de sus tareas habituales.


Cuando las cimas de los montes se tiñeron de rosa, Sabni e Isis iniciaron el camino. Sabni pilotaba una barca ligera que la suave brisa de la mañana impulsaba sobre las plateadas aguas. Como todos los hijos de la provincia, el sumo sacerdote había aprendido a navegar muy joven; muchas veces había jugado a saltar de una embarcación a otra cuando corrían a la máxima velocidad. Aprender a manejar una embarcación exigía una larga práctica; Sabni avanzó con prudencia, rodeó la isla de Elefantina, pasó ante las murallas de granito que protegían los fortines y orientó la proa hacia el flanco occidental de la montaña. Después de camuflar la barca con cañas y de abrirse camino entre el follaje, la pareja llegó a la parte baja de unas largas correderas empinadas que habían servido para subir los sarcófagos hasta la entrada de las tumbas.

Sabni había llevado una barca en miniatura, con forma de antílope, para ofrecerla al dios de los muertos, el único habitante de aquellas soledades silenciosas. La subida fue larga y difícil; la arena resbalaba, cada paso suponía un gran esfuerzo. Al llegar a una plataforma rocosa, Sabni cogió la mano de Isis. Su brusco ademán la atrajo hacia él; durante unos instantes permanecieron con los cuerpos casi enlazados. Isis se dio cuenta de su turbación y se apartó con dulzura.

Se sentaron para tomar aliento. A sus pies se deslizaba el caudal divino que bañaba numerosos islotes antes de dirigirse majestuosamente hacia File y precipitarse sobre las rocas de la catarata. El cielo inmóvil llenaba la mirada de un azul ardiente; velas blancas surcaban el río, una barcaza cargada de campesinos y animales abandonaba la orilla oriental. Una pareja de halcones peregrinos volaba hacia el sol naciente.

–Nuestra vida debería parecerse a la del río, Sabni, eternamente igual a sí mismo, pero renovado sin cesar. – Somos débiles e imperfectos. – Servimos a una diosa.

Isis, madre de Dios, adorno del cielo, deseo de los campos verdes, alimento que inunda el mundo con su belleza, perfume del templo, dueña de la alegría, lluvia que reverdece la campiña, dulzura de amor… Ella había iniciado a Sabni en su misión, llevándole más allá de sí mismo. ¿No se encarnaba Isis en aquella mujer de cabellera negra más brillante que el esplendor de la noche, más tierna que los racimos maduros, con los dientes más blancos que la leche de las estrellas, el rostro más azucarado que los frutos de un vergel y más fresco que el agua de los pozos, y las piernas más esbeltas que las patas de las gacelas? – Busquemos la tumba.

Siguiendo un sendero empedrado que llevaba a la cima del acantilado, penetraron en las sepulturas abandonadas. La desolación se había adueñado del lugar. Capillas incendiadas y renegridas por el humo, estatuas decapitadas o desmembradas, bajorrelieves rascados o blanqueados con cal. Pero algunas moradas de la eternidad habían escapado al furor iconoclasta de los cristianos. Sobre los muros se desplegaban escenas de caza y pesca, banquetes, justas y juegos, con los colores intactos. La vida feliz de los tiempos antiguos recordaba que los conquistadores de tierras inexploradas habían vuelto a Elefantina para gozar de una vejez dichosa. Desde la altura de sus sepulcros, ellos contemplaban para siempre el paisaje sereno donde su vida errante había terminado. El oro de Nubia lo ofrecían a los dioses; y los dioses les daban a cambio gloria y fortuna. Desde el interior de la montaña de Poniente cantaban uno de los himnos grabados sobre una pared; las piedras preciosas corren a raudales, se ocultan en la espesura de papiros y reaparecen sobre las puertas del templo.

El coraje y la voluntad de vencer, he aquí lo que Sabni descifró en las inscripciones donde los conquistadores del profundo sur narraban sus hazañas. En una estela relegada a un rincón oscuro, Isis distinguió el fino rostro de la diosa de la catarata con la corona de cañas. Al leer el texto, hizo revivir las palabras de la crecida: «Yo hago subir para ti el flujo de la vida, las flores retoñarán, las cosechas serán doradas, las tierras se alegrarán y la felicidad ensanchará el corazón de los hombres».

Isis se sintió transportada por otro fluido que la arrastraba hacia Sabni. Aún se resistía; había que pensar en el sepulcro donde estaban inscritos los nombres divinos, últimas palabras del ritual. Al fondo de un patio de columnas se abría una entrada rectangular; Sabni pasó primero. Hasta entonces ningún mal encuentro había molestado su búsqueda. Sin embargo, el sumo sacerdote permanecía alerta. Algunos anacoretas podrían estar tan alterados como para atacar a los visitantes de aquellas tumbas que ellos consideraban la boca del infierno.

Sabni se echó atrás, asustado. Isis fue a su lado y se cogió de su brazo. Apretados uno contra otra, entraron por el angosto camino que conducía al reino del más allá; a los lados, estatuas blancas con el rostro verde o negro y los ojos fijos les contemplaban sonriendo. La pareja avanzó unida, entre los ancestros inmortalizados en la alegría de la resurrección. Tres escalones subían hacia una capilla adornada por la escena de un banquete en el que inagotables alimentos llenaban la mesa del ser reconocido como justo por el tribunal del otro mundo. Las columnas cubiertas de jeroglíficos evocaban la comunión de los fieles de Isis en el momento en que la diosa, después de su destierro en las profundidades de Nubia, volvía a File.

–La respuesta está aquí, Sabni. Presenta nuestra ofrenda.

El sumo sacerdote depositó en el suelo la barca en forma de antílope.

–Los protectores de esta morada son Osiris. Uno y múltiple, tal es su secreto: mil rostros para un solo corazón. El invocará a la diosa lejana, no nosotros. Un dios llamará a una diosa; ella oirá su voz y volverá a su morada.

Se sentaron sobre los bancos de piedra, convidados del festín inmóvil ofrecido a los salvadores inmateriales. Isis había llegado al término de su búsqueda; Sabni podía, por fin, formular la pregunta que le obsesionaba.

–¿Qué deseaba el prefecto?

–Que sea su mujer. A cambio, protegerá File y satisfará mis deseos. El futuro del templo estará asegurado; ¿no debería aceptar?

Sabni se levantó y la abrazó con ímpetu.

–La Regla te lo prohibe.

–La Regla proclama que nuestro principal deber es salvaguardar la comunidad.

–Te amo, Isis. Te amo con todo mi corazón. Será nuestra unión y sólo ella la que preservará al templo del aniquilamiento.

Sabni deslizó los tirantes blancos por los hombros dorados.

–No tenemos derecho a tener hijos.

–Me da igual. Es a ti, sólo a ti a quien deseo.

La túnica blanca resbaló a lo largo del cuerpo de Isis, dejando al descubierto sus senos firmes, su pubis de azabache, sus largas piernas. Ella le despojó de la túnica; Sabni le acarició la espalda y la besó en el cuello. Cuando los labios se unieron la reclinó tiernamente hacia atrás. La savia que corría por el cuerpo de Isis tenía el ardor de un sol joven y la suavidad de la miel.

Se acostó sobre el suelo de piedra, entre las batallas de Osiris, y Sabni abrazó el objeto de su deseo. En el silencio feliz de la morada de la eternidad en que la pareja resucitada continuaba el banquete y los muertos comulgaban con los vivos, descubrieron la luz dorada de un amor fulgurante, como la llama surgida en el amanecer del mundo, en el corazón de Oriente.


CAPITULO XXI


Caía la noche. Embriagados en su éxtasis en la tumba de los ancestros y a pesar de que todavía no se habían saciado de sus respectivos cuerpos, Isis y Sabni pensaron en File. Sólo el futuro del templo contaba. Su vida de adeptos excluía la ambición personal; habían aprendido a combatirla, a renunciar y a liberarse de ella. La pasión no barría sus años de ascetas pero exaltaba su viaje, en adelante amoroso y compartido en cuerpo y alma, hacia lo invisible.


Sabni salió el primero de la tumba. La luna brillaba. Las estrellas, puertas de luz, taladraban la noche. El sumo sacerdote respiró el aire tranquilo y confió su entusiasmo al universo que tejían las diosas y que el alfarero Jnum formaba a su alrededor.

Apenas había cruzado el umbral cuando un violento garrotazo en el vientre lo dobló en dos. El asaltante, un monje de cabellos largos, gritó de alegría y golpeó por segunda vez. Sabni se echó a un lado, asió el extremo del garrote y desarmó a su adversario. El cristiano, a pesar de su rabia, no era de su talla; olvidó la pelea y emprendió la fuga.

Isis se aproximó a Sabni.

–¿Estás herido?

–Regresemos.

Desde la embarcación contemplaron el acantilado de Occidente sepultado en la oscuridad azulada. La entrada de la tumba había desaparecido confundida entre las tinieblas; sólo se distinguía el arranque de las correderas hacia la cima, llevándose consigo el secreto de un amor vivido más allá del tiempo.

Según la costumbre, Sabni cogió a Isis en sus brazos y franqueó la puerta de la vieja casa del decano. A los ojos de la comunidad reunida, eran ya marido y mujer. No hacía falta ningún documento; su compromiso adquiría así fuerza de ley.

Si hermanos y hermanas saborearon este momento, Crestos lo vivió con particular intensidad. ¿No era él responsable de este matrimonio que los adeptos apreciaban como una nueva ventaja? Con su unión, Sabni e Isis proclamaban la libertad del templo en medio de un mundo hostil.

Los esposos durmieron bajo una fina malla hecha con sedal de pescador, a guisa de mosquitero. Al despertar, se regocijaron con la sencilla felicidad de descubrirse el uno junto al otro.

–Tomemos precauciones contra Maximino -recomendó Isis.

–¿Tan enamorado está?

–Si él supiera…

–Todos nosotros nos debemos al secreto. Ten confianza.

Ella se acurrucó junto a él, abandonada.

Auré se maquilló los ojos y se perfumó con incienso. A veces se reprochaba aquella inclinación a la coquetería, pero la Regla no prohibía a las hermanas estar hermosas; que los hermanos cayeran a sus pies, más o menos enamorados, la divertía sin distraerla de sus sabios trabajos. ¿Acaso no podía ella presumir de una excelente memoria y de un conocimiento de los ritos casi tan perfecto como el de Isis? Evidentemente no envidiaba la función de gran sacerdotisa, que procuraba más inquietudes que satisfacciones, pero sabía que sus sólidas espaldas llevaban una buena parte del peso de la comunidad. Normalmente, Isis tomaba las decisiones que Auré estimaba pertinentes. Esta vez, había descuidado el tiempo de reflexión y arrastraba a los adeptos por un camino peligroso. Criticar a la gran sacerdotisa requería una valentía que algunos calificarían de descaro; pero la ritualista, convencida de que tenía razón, no se echó atrás.

En el vergel del templo, Isis estudiaba los antiguos ritos de fiesta; los pájaros revoloteaban a su alrededor. En la isla nadie los cazaba. Uno de ellos, de cabeza plateada y pecho amarillo, se posó sobre el hombro derecho de Isis, picoteó sus cabellos ungidos de mirra y voló hacia una persea en que anidaban los gorriones.

–¿Qué deseas, Auré?

–¿No te parece que este matrimonio es un poco precipitado?

–¿Temes que Sabni y yo nos olvidemos de nuestros deberes sagrados para arrullarnos el uno al otro?

–Estoy segura de que no. Pero el prefecto…

–Su pasión me preocupa.

–¿Por qué descuidarla?

–¿Desearías que me convirtiera en su esposa?

–Si el sacrificio salvara el templo y a la comunidad…

Isis elevó los ojos hacia la copa de la persea, de hojas verde oscuro en forma de corazón; fue bajo un árbol parecido donde el primer sabio de Egipto había recogido las enseñanzas del dios del conocimiento.

–¿Qué nos aportará tu unión con Sabni, excepto vuestra felicidad egoísta?

–Me sorprenden tus reproches, ya que no están justificados en absoluto. Comprar una paz precaria a Maximino, ¿no habría sido traicionar el espíritu de nuestra fraternidad? Egipto siempre ha sido gobernado por una pareja con una única mirada. Sabni y yo intentaremos hacer revivir una tradición que preludie quizá otras resurrecciones. Puedes estar segura, mi querida hermana, de que nuestros actos no están inspirados por la búsqueda de un placer pasajero.

Auré se alejó; sus celos entristecieron a Isis. Ahora la gran sacerdotisa tendría que vigilar que no se transformaran en amargura, veneno temible para las almas frágiles.

Sentado encima del enorme bloque de granito, el general Narses, como cada tarde, contemplaba la catarata. El Nilo ya no tardaría en retirarse; los campesinos cosechaban las olivas y recolectaban los dátiles mientras las semillas de los cereales sobresalían de la tierra mal regada. Casi la totalidad del trigo estaba reservada para Bizancio; las pequeñas explotaciones encargadas de nutrir Elefantina no producían más que débiles espigas.

¿Cuántos morirían de hambre? Sin embargo, nadie acusaría al Nilo; aquella tierra era demasiado hermosa, demasiado pura para que los sufrimientos humanos justificasen el más mínimo reproche. Narses buscaba un remolino caritativo que lo enviara al fondo del río. El general se había apoderado de un rollo de papiro que relataba las aventuras de un célebre explorador de África, el egipcio Hirjuf, enterrado en el acantilado de occidente; tres mil años después de sus hazañas legendarias, su recuerdo permanecía vivo. Narses desenrolló el documento y se sumergió en la apasionante lectura. Abriendo caminos a través de una comarca desconocida y dirigiendo con mano firme un cuerpo de expedicionarios organizado con esmero, el héroe había vuelto de la lejana Nubia encabezando un cortejo de trescientos asnos cargados con sacos de oro, madera de ébano, incienso, colmillos de elefante y pieles de leopardo; el regalo que más le había gustado al joven faraón había sido un pigmeo procedente del país de los habitantes del horizonte y capaz de ejecutar a la perfección la danza del dios.

¿Cuántas veces había abandonado su morada el explorador para lanzarse a lo desconocido antes de volver, ya viejo, a morir a su tierra? Narses arrojó el papiro al río. Despreciaba aquella existencia tumultuosa llena de honores, de conquistas y de gloria. ¿Quedaba algo que aprender de la especie humana? El juego de la felicidad y la desdicha no le divertía en absoluto.

Una extraña aparición atrajo la atención del general. Más allá de las últimas rocas de la catarata, un hombre de piel negra, encaramado en un animal de largo cuello y piel moteada, estaba inmóvil sobre la ladera de la colina. Ocupaba un excelente puesto de observación, desde el que podía ver con detalle las fortificaciones de la frontera. Cuando el sol declinó, el explorador desapareció.

El obispo y el prefecto escucharon la historia del general.

–Un blemio montado en una jirafa -dijo Teodoro.

–Pero ese pueblo ha desaparecido -objetó Maximino.

–Yo también lo creía. He redactado informes en ese sentido.

–¿Estáis seguro de vuestra identificación?

–Me temo que sí.

–Es probable que sea un superviviente extraviado.

–Los blemios tenían la costumbre de enviar un explorador antes de atacar.

–Nuestras fortificaciones son inexpugnables. Incluso un ejército tres veces más numeroso que el nuestro fracasaría.

–¿Y si nos equivocamos? – sugirió el obispo, irritado por la seguridad del prefecto-. Muchas batallas se han perdido a causa de la vanidad de un jefe.

–¿Me procesaríais?

–Si se prepara un ataque, protejamos Elefantina.

El general Narses consideró necesario intervenir.

–Sin duda nos inquietamos sin razón. Los expertos están convencidos de que los blemios son incapaces de formar una tropa de asalto. De todas formas, pasaré revista a las fortificaciones.

Esta decisión tranquilizó a Teodoro. No había nada que temiera tanto como los invasores procedentes del sur, feroces adversarios del cristianismo, que rabiaban por no poder acceder a File, residencia de su dios, Mandulis, del que estaban separados desde hacía veinte años.

Narses saludó a sus superiores y salió. Maximino miró al obispo.

–No volváis a proferir críticas contra mi persona.

–Sólo me guía mi misión.

–¿Os creeríais capaz de abrirme los ojos?

–Isis no se casará nunca con vos.

–No tiene elección.

–Desengañaos. No cederá a ningún chantaje.

–¿Sacrificaría a su comunidad?

Esta pregunta se la había hecho Teodoro cientos de veces.

–La Regla del templo…

–¡Palabras! es la misma existencia de File la que está enjuego.

–Os impediré ir demasiado lejos -afirmó el obispo con seriedad-. Ese santuario pagano ya no tiene existencia legal; si le dais un trato especial, los cristianos se dirigirán contra vos.

–¿Sois consciente de adonde os llevan vuestros propósitos?

–Enamoraos, Maximino, pero no ofendáis a Cristo.

El prefecto recuperó la calma. Absorto, se dirigió a los casilleros llenos de papiros y consultó un documento con mirada distraída.

–Quiero saber qué pasa en esa comunidad. Nos haría falta tener un espía allí.

–La ley prohibe a File recibir nuevos adeptos. Si enviamos a alguien, desconfiarán y lo expulsarán.

–Sabni es un insumiso y un conspirador.

Teodoro también temía las iniciativas de su amigo. La idea del prefecto no carecía de interés; estar informado de lo que pasaba en el interior evitaría bastantes problemas.

–Puede que haya una solución-

Al norte de la catarata, a poca distancia del templo, un pescador aprovechaba las primeras horas de la mañana para golpear el agua con un largo bastón y atrapar algunos peces en su red. Acababa de pescar una soberbia perca cuando un chapoteo le indicó que se acercaba un nadador. Mersis reconoció a Sabni que, para descansar, se sujetó a la proa de la barca, dejando la cabeza fuera del agua. El capitán continuó pescando sin mirar hacia donde estaba su amigo.

–Malas noticias. Parece ser que han visto un blemio cerca de la catarata.

–¿Es verdad?

–Narses está inspeccionando el cuartel a fondo. Otro peligro: Maximino está haciendo correr el rumor de su próxima boda con Isis. El obispo está asediado por las protestas. No te fíes, Sabni. Tú eres el único obstáculo entre el prefecto y la gran sacerdotisa.

–Mucho más de lo que te imaginas.

Crestos no dejaba en paz a nadie. Los más viejos tenían que sufrir sus preguntas e intentar responderlas. Crestos arrancaba a los más perezosos de su sopor y les obligaba a ponerse a trabajar. Poco a poco, consiguió fomentar la rivalidad; todos querían demostrar que ocupaban un puesto importante en la comunidad. Hermanos y hermanas intercambiaban de nuevo propósitos, se interrogaban sobre el significado de los símbolos, escrutaban las paredes del templo en las que los ancianos habían grabado los principios de la sabiduría. En los capiteles, la sonrisa de la diosa Hathor se ensanchaba.

Noviembre, cuando comenzaban las labores de limpieza de los campos, fue un mes apacible y feliz. La débil crecida se había retirado; la vida, endulzada por el sabor de los dátiles, se deslizaba con suavidad. El vientre de la biliotecaria evolucionaba de manera favorable; Isis rezaba todas las tardes a las divinidades del alumbramiento.

File volvió a tener confianza en su propia fe. Los adeptos se habían adormecido sobre un tesoro que reconocían de incalculable valor. ¿No les protegía la gran diosa de un ambiente hostil que, después de estar considerado como vencedor, perdía su virulencia?

Sabni no quiso abandonarse al optimismo. Isis, alabando su lucidez, insistía sobre la visible renovación de la comunidad. ¿No debería el sumo sacerdote preocuparse más por fraternizar con el futuro del templo?


CAPITULO XXII


La paloma se posó sobre la mole oriental del primer pilono; Crestos se encargó de cogerla. El pájaro llevaba un mensaje del obispo: la madre del hermano carpintero agonizaba. Si este último lo deseaba, se beneficiaría de la autorización especial de abandonar la isla para ir a la cabecera de la moribunda. Unos soldados le esperarían en la orilla y le escoltarían. Tendría prohibido hablar con la población.


Ni Isis ni Sabni se opusieron. Conmovido, el carpintero se puso en marcha en el acto; la paloma le serviría de salvoconducto.

Los soldados le obligaron a vestirse con una túnica marrón y un gorro de lana que ocultaría su cabeza rapada. No le llevaron a casa de su madre, en el barrio pobre, sino hasta la vivienda del obispo, introduciéndole por una puerta baja. Gracias a la rapidez de la operación nadie pudo identificar al visitante.

Una vez en presencia del prelado y del prefecto, el carpintero perdió los estribos. ¿Había caido en una trampa? Teodoro le tranquilizó acerca del estado de salud de su madre, que, a los ochenta años, se ocupaba de la granja sin ayuda de nadie.

Obligó al adepto, impresionado por la fría mirada de Maximino, a sentarse en una silla plegable.

–No queremos hacerte ningún mal -garantizó el prefecto-, pero necesitamos tu ayuda.

El hermano se quedó pasmado ante este comienzo.

–He oído hablar mucho de ti. Parece ser que eres un carpintero excelente que ofrece al templo los mejores servicios, aunque no sean apreciados en su justo valor.

El adepto asintió.

–¿Por qué permaneces en la comunidad?

–Son mi verdadera familia, los que me han educado.

–¿Has franqueado la puerta de los grandes misterios?

–Isis, con la aprobación de Sabni, me lo ha impedido.

El hermano se arrepintió al instante por haber confiado en unos profanos. Pero la culpa la tenían el sumo sacerdote y su compañera.

–Si no celebrases un culto impío, te habría alistado con gusto y ahora serías rico.

–La fortuna no me interesa. Quiero a File.

–¿No amas más la vida? – preguntó el prefecto. El adepto palideció-. Si es así, habla; si no, mis soldados tendrán que abatir a un desertor que habrá alterado el orden público.

–¿Qué esperáis de mí?

–Información sobre tu comunidad.

–File resucita. Incluso los más pesimistas recobran la esperanza.

–¿A qué actividades os dedicáis?

–A mantener el templo, presentar las ofrendas, adorar a la gran diosa…

–¿Conspiráis contra el emperador?

–No… ¡Claro que no!

–¿Quién os alienta así?

–Sabni, Isis y…

Los hermanos acusaban al carpintero de tener la lengua muy larga. Una vez más había hablado sin reflexionar. El prefecto se aproximó y posó las manos sobre los hombros del adepto, que tuvo la sensación de ser agarrado por un ave rapaz.

–¿Y…?

El carpintero había jurado guardar silencio. Al traicionar su juramento, condenaba a la comunidad a desaparecer. Pero ¿cómo resistir a la tortura? Su sacrificio no salvaría el templo. Todos lo reconocerían; sacrificarse sería inútil.

–Un campesino ha sido admitido entre nosotros. Su entusiasmo es una promesa de futuro.

–¿Cómo se llama?

–No lo sé.

El obispo se propuso identificar al desertor. File, al acogerle, había cometido una falta de la que sabría sacar provecho.

Maximino no dio ninguna importancia a aquel detalle. El quería informaciones de otro tipo.

–¿Está Sabni preparando alguna acción subversiva?

–El sumo sacerdote sólo se ocupa del templo. Es un hombre duro e intransigente.

–¿Los hermanos están preparados para rebelarse contra él?

–No se atreverían. Nadie pone en duda su autoridad.

–¿Tampoco Isis?

–Isis… no lo desautoriza.

Maximino percibió el malestar del hermano. No decía la verdad e intentaba ocultar un hecho más importante. Los dedos del prefecto se clavaron en sus hombros con violencia; el carpintero profirió un grito ahogado.

–Sólo es un dolor ínfimo comparado con los sufrimientos que te reservo si sigues mintiendo. Isis y Sabni se odian, ¿verdad? ¡Ella quiere casarse conmigo y él se opone!

–Sí… él se opone.

Pese a su loca pasión, el prefecto se mantenía lúcido. El adepto confesaba lo que él deseaba escuchar. Le abofeteó. El carpintero comenzó a llorar; el obispo miró hacia otro lado para no verlo.

–Sacad a este hombre de aquí.

–No será por mucho tiempo… Si no habla, le estrangularé.

El prisionero se dio cuenta de que la ira del prefecto no era fingida. Callarse por más tiempo sería un suicidio.

–Sabni e Isis se han casado según la costumbre pagana. Al atravesar juntos el umbral de su vivienda se han convertido en marido y mujer.

Maximino soltó su presa. Durante un momento, estuvo tentado de machacar a puñetazos la cara amorfa del adepto.

–Vuelve a la isla. Serás nuestro espía.

El carpintero salió de espaldas, inclinándose. Sobrevivir le parecía la recompensa más generosa.

–Ese matrimonio no tiene ningún valor legal -declaró el prefecto-, pero Isis me ha engañado. File y Sabni serán castigados. Los cristianos obtendrán satisfacción, reverendísimo obispo. Vos disfrutaréis de vuestra victoria y yo someteré bajo mi ley a la mujer que amo.

Auré rellenó la vasija de plata con agua del Nilo y la vertió sobre las manos de los adeptos. El preciado líquido provenía de Nun, el océano de energía en el que se bañaba el universo entero. La tierra sólo era una colina que emergía con el primer resplandor del día cuando el creador, nacido de sí mismo, pronunció la primera palabra. Todos los templos de Egipto rememoraban aquel origen revivido por el rito del alba.

Auré presentó la vasija ante la gran sacerdotisa, evocó el momento decisivo en que el corazón del príncipe se volvió consciente gracias a su hijo, Vida, que juntó sus miembros y les dio movilidad. Él, el único, llevó su cuerpo a la existencia gracias a la magia del verbo y puso en el alma de todos los seres el deseo de compartir la eternidad de aquel instante, por medio de la iniciación en los misterios.

Mientras la comunidad saludaba al sol elevando sus manos puras hacia él, Crestos hablaba con Sabni.

–¿Por qué me ha olvidado la ritualista? Auré se giró rápidamente hacia el joven. – ¡Cállate, neófito!

–¿He cometido alguna falta grave para que me trates así? ¡En ese caso, quiero saber qué es lo que he hecho mal!

–Que este imprudente sea castigado como se merece. Pido autorización al sumo sacerdote para castigarle severamente. Crestos no bajó la voz.

–Soy un hermano como los demás y pido lo que me corresponde. Si la injusticia reina en este templo como en el mundo profano, que sea expulsada al instante.

Fuera de sí, Auré se valió del bastón que le tendía el carpintero. – ¡Échate al suelo, rebelde! Cuando hayas probado este jarabe de palo, tu vanidad no será tan arrogante.

Crestos imploró con la mirada a Sabni y a Isis. Ninguno de los dos interrumpieron la acción de la ritualista. Con los labios y los puños cerrados, el joven se estiró sobre el suelo y recibió cinco bastonazos que no le arrancaron un solo grito.

El ungüento calmó el dolor que sentía. Sabni volvió a masajear el hombro derecho de Crestos, todavía hinchado.

–Mi cuerpo no me importa. ¿Por qué el sumo sacerdote no me ha defendido de la iniquidad?

–El impetuoso es como un árbol que crece muy deprisa y sólo sirve para hacer fuego. El silencioso reverdece, sus frutos son dulces; agradable es la sombra que proyecta sobre el jardín.

–¡No podemos estar siempre callados!

–Es triste permanecer callados frente a palabras injustas, pero también es inútil contestar al ignorante. Llevarle la contraria conduce a la discordia, pues su corazón no soporta la verdad.

Los ojos de Crestos centellearon.

–¡Entonces admites que la ritualista ha cometido un error! Ella descuida su tarea… esta hermana es una ignorante. No le volveré a dirigir la palabra nunca más.

–No seas engreído. Consulta tanto al ignorante como al sabio, ya que nadie posee el conocimiento total. La palabra excelente está más oculta que la piedra verde; sin embargo, la encontrarás en los más humildes, junto a los servidores del templo que se entregan a él sin esperar nada a cambio.

–¡Ése no es el caso de Auré!

–No juzques tan precipitadamente.

–No puedes estar tan ciego… ¡tú no!

–¿Me despreciarías?

El joven agachó la cabeza enfadado.

–No, pero esta hermana…

–El seguidor que desea alcanzar los grandes misterios debe afrontar las pruebas más difíciles de todo corazón. Es en el interior de la comunidad donde las sufrirás, no en el mundo exterior. Olvida la crítica, el rencor y las disputas y prepárate a vivirlas.


CAPITULO XXIII


Desde la atalaya más alta, el vigía distinguió a dos negros camuflados con una piel de felino. Avanzaron entre los meandros de la catarata con una agilidad increíble, saltando de roca en roca hasta llegar a un bloque de granito en el que se arremolinaban las aguas obstaculizándoles el paso.


El capitán Mersis, puesto sobre aviso, identificó a los exploradores que observaban su línea de defensa.

–¡Los blemios!

Se mantenían a cierta distancia, fuera del alcance de las flechas. Habría sido inútil enviar un destacamento bordeando los márgenes del río; sólo habría conseguido que el enemigo escapara sin posibilidad alguna de cortarle el paso.

Durante más de dos horas, los negros escrutaron la empalizada y los fortines que impedían el acceso a la provincia de Elefantina. Después desaparecieron veloces como el viento.

Mersis redactó inmediatamente un informe que remitió a su superior directo, el obispo Teodoro, que inmediatamente fue a ver al prefecto, cuyo escritorio estaba lleno de tablillas de cuentas.

–Todo está a punto, obispo. Esta vez File no saldrá indemne de la prueba. Doy mi palabra de que padecerán atroces sufrimientos.

–Hay algo más urgente.

–¿Quién lo dice?

–Leed.

El informe de Mersis era claro y conciso.

–Ayer había uno solo; hoy ya son dos; mañana será un ejército… Los blemios se están preparando para atacarnos.

–Desistirán nada más ver las murallas; que continúen observándoles. Si estos salvajes tienen algo de seso, acabarán por renunciar.

–La noticia se propagará rápidamente y el pueblo se volverá loco. Deberíais pasar revista a las tropas y organizar desfiles.

Aunque un tanto insolente, la sugerencia del obispo no carecía de valor. Irritado por este contratiempo, Maximino dejó a un lado las cuentas de la provincia para asumir su papel de jefe militar. Visitó los acuartelamientos, se dejó ver por las murallas, habló con los soldados, presidió una parada militar y desfiló a la cabeza de un destacamento por las calles de Elefantina. Esta exhibición de fuerza y de confianza tranquilizó al pueblo.

Si los blemios estaban tan locos como para asaltar la ciudad, serían exterminados.

Sabni llevó al carpintero la cabecera de una cama partida en dos. Desde su regreso, el artesano tenía un aspecto compungido.

–¿Podrás arreglarla?

–No lo sé.

–¿Cómo está tu madre? ¿Sufre mucho?

–Se está apagando y apenas me reconoce; iré a verla otra vez.

Déjame ver lo que has traído.

El carpintero parecía acobardado.

–¿Has vuelto a ver al obispo?

–¿Yo? ¿Para qué?

–Teodoro sabe que los adeptos han abandonado a su familia carnal para unirse a su familia espiritual. Normalmente, no se vuelven atrás. ¿Por qué este extraño viaje, sino para interrogarte sobre los secretos del templo?

El carpintero, furioso, tiró la cabecera de la cama al suelo.

–¿No me estarás acusando de perjurio? He prometido guardar silencio, pero no me puedo desprender de mis sentimientos humanos; no soy como tú. Has perdido toda tu bondad en tu empeño por someterte a la famosa Regla. Te has vuelto duro e implacable. Nadie te ama, Sabni. Cuando lo comprendas, será demasiado tarde. No puedes reprocharme nada.

–La palabra de un hermano es sagrada; no es necesario que te justifiques.

El carpintero se había propuesto obedecer al prefecto, pues, de lo contrario, Maximino no dudaría en deshacerse de él. Sabni jamás osaría levantar la mano contra un adepto.

El sumo sacerdote se retiró disgustado. ¿Acaso no era indigno de su cargo sospechar que un miembro de la comunidad fuera un traidor? Pero File estaba en guerra y Sabni no podía permitirse la menor ingenuidad en aquellos momentos. El enemigo no iba a contentarse con un simple ataque desde el exterior.

La carga llegaba a hacerse tan pesada… ¿Por qué no era capaz de confiar plenamente en los seres con los que llevaba conviviendo tanto tiempo?

El obispo encargó a sus secretarios que iniciaran una investigación administrativa sobre las recientes fugas de campesinos. Los resultados fueron decepcionantes; los informes de los guardias solo indicaban pequeños hurtos, la rotura voluntaria de herramientas agrícolas, el robo de un asno y la denuncia abortada del mercader Apolo. No se mencionaba a ningún fugitivo y los oficiales encargados de la seguridad interna del país no facilitaron más detalles cuando se les consultó. El coordinador de estas investigaciones, el capitán Mersis, sólo tenía encerrado en la cárcel a un granjero acusado de robar en el huerto de su vecino. Reconoció haber interrogado a Apolo, que no había hecho sino mascullar palabras incomprensibles, dado su estado de embriaguez.

Teodoro juzgó extraño el comportamiento de este singular personaje, por lo que lo llamó a su presencia.

El mercader se detuvo en el umbral del despacho del obispo, algo tenso y con cara de pocos amigos.

–¿Qué denuncia querías presentar?

–Ninguna. Estaba bebido.

–¿Por qué?

–Por puro placer… No todo el mundo es asceta.

–¿Tienes hijos?

–Cuatro. Dos chicos y dos chicas.

–¿Tienen edad de trabajar?

–Ayudan de vez en cuando.

–¿Se ha fugado alguno de ellos?

–¡Que Dios me libre de tal desgracia! Mi familia está muy unida.

–Dios protege a los justos. No dejes de vendemos tus higos.

Apolo se alegró de haber salido bien librado de aquel asunto. El obispo se dio cuenta de que Apolo estaba metido en un asunto turbio al verle salir tan deprisa. Quizás no tenía nada que ver con el fugitivo; no obstante, no estaría de más comprobarlo.

Auré reunió cerca del pozo principal a diez hermanas que, sin llegar a estar en contra de la gran sacerdotisa, eran sensibles a la verborrea de la ritualista. Mientras llenaban los cántaros de agua fresca, se quejaban de las condiciones de vida a las que estaban sometidas, cada día más difíciles. Una confesó su miedo al futuro: ¿cómo luchar contra un prefecto cuya omnipotencia no toleraría durante mucho más tiempo la existencia de insurrectos, especialmente si el obispo le consentía emplear mano dura? Auré les recomendó confiar en la voluntad de Isis.

–La intransigencia de Sabni es una amenaza para todos nosotros. Es demasiado joven para dirigir una comunidad como la nuestra, el poder lo embriaga y lo despoja de sus cualidades. Pronto se convertirá en un tirano, olvidará los rituales y nos obligará a someternos a sus exigencias. Sabed todas que el sumo sacerdote está librando un duelo con el obispo. La suerte de File sólo le interesa porque el templo representa una fortaleza y la comunidad un ejército.

–¡Es increíble que un grupo tan pequeño pueda enfrentarse a tantos soldados!

–A Sabni le importa poco -afirmó Auré-. Desafiar a Teodoro ya es una victoria; por eso, el que nos hagan esclavos o nos deporten le es totalmente indiferente. Sacrificará nuestras vidas por su loca pasión y cuando llegue el momento nos abandonará a la venganza del obispo a cambio de su propia libertad.

Las terribles palabras de la ritualista despertaron una gran inquietud entre las hermanas. Las más reticentes proclamaron la integridad del sumo sacerdote, su rectitud y su sentido del deber, limpios de toda culpa.

–No le acuso de falsedad -protestó Auré-, sino de vanidad y de locura.

–¿Qué propones?

–Hablemos discretamente con los hermanos que tengan más experiencia y, si alguno comparte nuestros temores, le consultaremos y reflexionaremos juntos.

Aquella misma noche, después de la cena, el carpintero y la ritualista conversaron al abrigo del pabellón de Trajano. Insensibles a la puesta de sol que coloreaba las pendientes grises de los acantilados, se confiaron sus cuitas. Hasta ese mismo instante, nadie había conspirado contra la comunidad. Eran totalmente conscientes de que el proceso que iniciaban arrastraría consigo un conflicto abierto contra el sumo sacerdote; Auré se asustó del rostro frío y la mirada de odio de su hermano y se arrepintió de haber dado aquel paso, pero ya era demasiado tarde para batirse en retirada.

–Sabni es un fanfarrón -declaró el carpintero-. Cree que somos corderillos sumisos y que nadie se interpondrá en su camino. Si resistimos, se irá de la isla y se convertirá al cristianismo con la ayuda de su amigo Teodoro. La gran sacerdotisa no tendrá mas remedio que casarse con el prefecto y entonces File quedará a salvo.

Auré pensó que era un plan excelente. Los hermanos y hermanas que ambos conjurados lograran reunir formarían una fuerza capaz de derribar a Sabni y de iluminar el porvenir del templo.

Crestos calafateó una barca, siguiendo las instrucciones de Sabni. Después, alzaron un nuevo mástil cortado del último tronco de cedro que quedaba en el templo.

–El sol apenas asoma por el horizonte… ¿Hace falta que empecemos a trabajar tan temprano?

–Decían nuestros padres que el sabio madruga para crear y el imbécil para incordiar, pues nada escucha y vive de lo que deshace. Desde que se celebra el rito del amanecer, renace un mundo nuevo. ¿Qué nos importa el cansancio, si tenemos la ocasión de contemplarlo?

–No quiero volverme imbécil y estoy totalmente decidido a mantener limpias mis manos, mi boca y mi corazón, como lo ordena la Regla; pero deseo conocerlo todo, tener tus cualidades, las de Isis y las de toda la comunidad.

–Frena tu codicia, Crestos, que es un mal incurable; envilece a los seres, vuelve amarga la amistad más hermosa y aleja al discípulo del maestro.

Contrariado por la reprimenda, el muchacho observó el trabajo que acababan de hacer.

–¿Está lista para navegar?

–Todavía no. Tendremos que comprobar el equilibrio y adaptarle el timón que mejor le vaya.

–El timón… ¿No se llama igual que Ma'at, la Ley del Universo?

Sabni sintió una inmensa alegría, que se guardó mucho de manifestar. Crestos se daba cuenta de la necesidad de relacionar los jeroglíficos para descifrar su significado profundo. Pocos iniciados se comprometían tan deprisa en aquel camino; la vanidad le acechaba y si le concedía el menor mérito corría el riesgo de hacerle retroceder.

–Tienes razón: la barca es de origen celestial y sirve a los poderes divinos para viajar por el espacio invisible. Nadie la conduce, excepto un timón provisto de ojos que van descubriendo el camino recto. Somos navegantes de este mundo; File, pese a su apariencia estática, navega por el río. En ti, Crestos, el timón se compone de corazón y lengua que han de estar de acuerdo para que no llegues a naufragar.

–Te demostraré que la barca del templo es mi carne y mi sangre.

–¡Mira que eres presuntuoso!

–El futuro me sonríe. Aprovecho esta ocasión plenamente, pues deseo penetrar en los grandes misterios ocultos tras las puertas del santuario.

–No están ocultos; tus ojos no soportarían su resplandor porque la vida comunitaria educa tu mirada y la amplifica.

–¿Se tarda mucho en desvelarlos?

–Depende de ti.

–¿Muchos años?

–Algunos no llegan jamás.

–¿Jamás? ¡Pues yo me rebelaría!

–Sería inútil. Las pasiones no cruzan la puerta del templo cubierto.

–Si fuera hijo tuyo, ¿serías más indulgente conmigo?

–Sería mucho más severo.

–¡No es justo! ¿Desconfiarías de mí?

–Como de los demás.

–Pero si son nuestros hermanos y hermanas.

–Serás alabado por tu bondad y castigado por tus flaquezas. La comunidad no me perdonará ningún fallo y tendrá razón al no hacerlo.

–¿Por qué eres tan severo contigo mismo? ¿No es acaso la fraternidad el lazo que nos permite resistir los ataques del mundo profano?

–Una cosa es ser adepto y otra muy diferente ser sumo sacerdote.

–No sé qué quieres decir.

–Es muy fácil, Crestos. Mi cargo implica soledad.

–¿Olvidarías a Isis?

Sabni subió a la barca para comprobar los cabos del mástil.

–¿Intentas sondear el corazón del sumo sacerdote?

–Soy tu discípulo y tengo derecho a saber todo lo que te concierne. Si realmente no amas a Isis, ¿por qué te has casado con ella?

Sabni sonrió.

–Tranquilízate, hermano.


CAPITULO XXIV


Tan pronto como se acabaron las labores de rastrillaje, los aldeanos recogieron las últimas aceitunas. El obispo celebró la navidad en una pequeña iglesia abarrotada por un pueblo entusiasta. ¿Acudían allí para conmemorar el nacimiento de Jesucristo o para disputarse los regalos del episcopado? Tratando de no llevar demasiado lejos las investigaciones, Teodoro, indiferente a los sentimientos del prefecto, se limitó a observar aquel pacífico despliegue de fuerzas: mujeres, niños, ancianos, enfermos e impedidos salieron de sus casas, invadiendo las calles de Elefantina para ver a los hombres sanos entonar sus cánticos a pleno pulmón. Se organizó un gran revuelo cuando el ejército se dispuso a repartir los sacos de trigo; gracias a los músicos callejeros, los ánimos se calmaron. Dios salió vencedor de la barahúnda humana.


Maximino, resfriado, llevaba la cabeza envuelta en un lienzo perfumado y tenía los pies apoyados en un cojín. Detrás de él, un brasero desprendía un agradable calor, muy apreciado en esta época de frío que arrasaba la gran ciudad meridional, continuamente azotada por vientos glaciales. Los barqueros se negaron a seguir navegando por el Nilo, por temor a las violentas corrientes.

Sin embargo, pese a estos inconvenientes, el prefecto se sentía satisfecho consigo mismo. Su esfuerzo no había sido en vano; gracias a una serie de medidas coercitivas mejoraría el sistema tributario de la provincia. A partir de entonces, nadie escaparía al pago de los impuestos directos o indirectos. Tributos y contribuciones se impondrían a los ciudadanos, las tierras, las actividades profesionales, las ventas, las herencias, los viajes, los bienes raíces y bienes muebles. La comunidad pagaría por los insolventes. A cambio, el Estado garantizaría el buen funcionamiento del correo, la conservación de los edificios públicos y el mantenimiento de la guarnición permanente y de los empleados del obispo. Sin duda, el establecimiento de la economía se traducía en una larga lista de impuestos, pero su precisión satisfaría al emperador. Con su apoyo, Maximino tendría las manos libres para amordazar a Teodoro.

El prefecto lo invitó a cenar. El prelado comió poco y rechazó el vino.

–Hacéis mal, obispo… Es el mejor remedio para combatir el frío.

–¿Y vuestra salud? ¿Ha mejorado?

–El aire fresco me devuelve las fuerzas.

–He examinado vuestro plan fiscal. Es arrollador.

–No mucho más que el vuestro. El emperador exige resultados.

–¿He de recordaros que la crecida ha sido muy débil este año?

–Tanto si las tierras son cultivables como si no, debe pagarse un impuesto por ellas. File es la única que escapa a la ley.

Teodoro había estado temiendo esta declaración. Al clasificar el templo dentro de la categoría de terreno estéril, había conseguido evitarle imposiciones fiscales.

–He fijado la suma que nos debe la comunidad, teniendo en cuenta los atrasos y las multas.

–No podrán pagar.

–Entonces, tendrán que abandonar la isla y se encarcelará al sumo sacerdote por fraude fiscal. Yo mismo estudiaré el caso de la gran sacerdotisa. Entrará en razón en cuanto se libere del peso de ese clan pagano.

–No os engañéis; conseguirán resistir.

–¿Cómo? No creo que puedan contra el implacable recaudador de impuestos, que seréis vos.

El obispo tuvo que esperar una semana a que el viento amainara. Ante la impaciencia del prefecto, respondió que le preocupaba arriesgar la vida de una tripulación. A principios de enero, un barco salió de la isla santa con Sabni a bordo. El sumo sacerdote llevaba puesto un grueso manto de lino y sandalias de papiro. Cortinajes de lana cubrían las ventanas del despacho del prelado, que se calentaba las manos con la llama de una lámpara.

–Maximino ha declarado a la isla tierra cultivable. Me debes una gran suma, Sabni.

–Hace cinco años nos libraste de esta amenaza.

–Esta vez, el prefecto está aquí. Estoy obligado a obedecerle. Si me niego, enviará los fondos eclesiásticos a Bizancio y la provincia quedará arruinada.

–¿No puedes deshacerte del tal Maximino?

–Eres tú el insumiso, no él.

–El templo dispone de unos ingresos mínimos.

–Tendréis que iros y entregar la isla a los labradores.

–¿Crees que el prefecto se atreverá a enviar a las tropas?

–Eso me temo.

–¿Por qué se ensaña de este modo?

–Quiere casarse con Isis. La comunidad que tú diriges representa un obstáculo entre ella y él.

–Ese hombre está loco.

–Loco de amor. Primero, utilizará la ley, después, se valdrá de artimañas y, finalmente, hará uso de la fuerza.

–¿Estarás de nuestra parte?

–Deseo que File se destruya, Sabni; creo que no te lo he ocultado jamás. Si la estrategia del prefecto viene a significar la aniquilación total del paganismo, seré su aliado.

–Has hablado como obispo. Hablame ahora como amigo. ¿Qué me aconsejas?

–Conviértete y trabaja a mi lado. Maximino es un instrumento de Dios y su acción significa que tu aventura insensata llega a su fin.

Sabni meditó estas palabras ante los casilleros repletos de papiros. En su mente evocaba sus largas conversaciones con Teodoro cuando éste era joven; apasionado por naturaleza, compartía su saber de buen grado.

–Si File pertenece a la categoría de tierras de cultivo, ¿no soy yo también considerado un granjero? – Sí, exacto.

–Por consiguiente, recupero las antiguas propiedades que hasta hace poco formaban parte de los bienes explotables del templo: campos, viñas y jardines.


–Si aplicamos la ley al pie de la letra, tienes razón. Afortunadamente, este aspecto se le ha escapado al prefecto; de otro modo, los impuestos se verían triplicados.

–Pues bien, que los triplique.

–¿En qué absurdo combate quieres aventurarte ahora?

–Maximino desea una prueba de fuerza; pues la tendrá. Un prefecto es temporal; el templo es eterno.

Cuando volvió a pisar la isla santa, Sabni se sintió al mismo tiempo consolado y ansioso. Consolado, porque sólo el universo del templo le ofrecía la serenidad que los humanos se empeñaban en destruir; ansioso, porque se lanzaba a un desafío a ciegas. La expulsión se llevaría a cabo en el plazo de un mes. Hermanos y hermanas se aferrarían a las columnas, se resistirían inútilmente a unos soldados prestos a echarlos a unos barcos preparados para partir hacia la nada.

Isis lo recibió en el embarcadero. El sol resbalaba por su ceñida túnica; la cogió entre sus brazos y cerró los ojos con la esperanza de que el contacto de un cuerpo con la dulzura de una noche dt verano alejara a los demonios.

–¿Tan grave es, amor mío?

–El prefecto nos ha impuesto el estatuto de bienes cultivables. Debemos pagar impuestos, tributos y contribuciones, tanto por la isla como por sus antiguas pertenencias. Es una suma exorbitante; cuando se haya proclamado nuestra insolvencia nos despojará de nuestros bienes y nos obligará a abandonar el santuario.

–¿No podríamos conseguir un préstamo?

–Los ricos son cristianos y obedecen a Teodoro. Sólo nos queda preparar a nuestros hermanos y hermanas para que se enfrenten a un futuro cruel y despiadado.

Isis y Sabni caminaron por el templo y pasaron delante de la representación de la gran diosa, tocada con plumas de buitre, símbolo de la madre universal, y con el disco solar que asomaba entre los dos cuernos. En la mano derecha llevaba el cetro que hacía florecer la tierra y en la izquierda la llave de la vida, que abría a los adeptos el mundo de los dioses. Los poderosos muros se reflejaban en las azuladas aguas. La gran sacerdotisa se detuvo delante de un bajorrelieve: Faraón golpeaba con su bastón una bola, imagen del mal de ojo. En su puño, el rey sujetaba una cuerda y ataba las estatuillas de cuatro enemigos, encarnaciones de los poderes maléficos preparados para surgir de los cuatro punto cardinales.

–Mientras el cielo se asiente sobre sus cuatro soportes y la tierra sobre sus cimientos, la luz divina aparecerá en forma de sol; mientras la inundación llegue en su momento y el sol ofrezca sus plantas; mientras el viento del norte sople a su hora y los decanos cumplan con su deber, y las estrellas brillen en el espacio sideral, seguirá habiendo un poco de alegría, el último fuego, la prohibición de renunciar.

–Si decides entregarte a Maximino para salvar al templo, lo mataré.

Isis le acarició la frente.

–Aleja esa idea de tu pensamiento. Jamás seré suya. El amor que siento por ti no lo sentiré por ningún otro. Hay otro camino: pagar los impuestos.


CAPITULO XXV


Fue necesaria toda una noche para convencer a Sabni. El sumo sacerdote se negaba obstinadamente a reducir el patrimonio legado por los antepasados. Isis logró demostrarle que el prefecto, creyendo hundir al templo en la miseria, lo que conseguía era ofrecerle una nueva prosperidad. Dado que la ley situaba a File en el centro de un dominio explotable, ¿por qué no sacar provecho de ello? Muchos campesinos estarían dispuestos a trabajar en beneficio de la isla santa; empleando sus propios recursos, no dependerían ni del obispo ni de las buenas voluntades que tan fácilmente se desvanecen. Quedaban por pagar las contribuciones; sería necesario rogar al Nilo para que les concediera una generosa crecida que fertilizara los campos y jardines.


El sumo sacerdote cedió al fin; Sabni se aferraba al pasado, mientras que Isis se abría al porvenir.

Después del rito del amanecer convocaron a los adeptos delante del primer pilono.

–Por decisión del prefecto, el templo vuelve a considerarse propietario de tierras. File volverá a ser rica si salda sus deudas con el emperador. La comunidad ya no posee ni una sola pieza de plata, pero es rica en objetos y en muebles antiguos; os propongo que los vendamos al anticuario.

El carpintero se rebeló.

–¿Tienes el consentimiento de la gran sacerdotisa?

–En el momento en que uno de los dos habla ante la comunidad -respondió Isis-, transmite el pensamiento del otro.

–¿Tendremos que separarnos de los papiros antiguos? – quiso saber la bibliotecaria.

–No; son el alma del templo.

–También lo es el mobiliario -protestó un hermano.

–Podéis rechazar nuestra propuesta -admitió Sabni-. En ese caso, el ejército nos quitará lo que ahora tenemos y nos expulsará del templo. Más nos hubiera valido cometer diez asesinatos que defraudar al fisco.

–¡Nosotros no hemos robado nada!

–El prefecto estima que no cumplimos con las leyes del Estado.

–Basta ya de discusiones -intervino Crestos-. Si la comunidad ha elegido a Isis y a Sabni, ha sido para que la dirijan. Ellos deciden y nosotros obedecemos.

Estas palabras apagaron el ardor de los que protestaban. El encargado del embarcadero se dirigió a su aposento, de donde sacó una jarra de vino de cuello recto y asas bien torneadas, el objeto favorito de uno de los coperos mayores de Ramsés II. El cocinero vació los cofres repletos de vajilla de oro y plata, en la que destacaban los vasos de oro en forma de cubilete realzados con pétalos azules de flor de loto y copelas del mismo metal adornadas con figuras femeninas que aspiraban el aroma de una flor de loto. Vasos de plata, lámparas de bronce y perfumadores de cobre labrados por hábiles artesanos fueron acumulándose delante del pórtico. Isis añadió el tesoro legado por generaciones de sumos sacerdotes a lo largo de los siglos: espejos de oro y cobre, vasijas de ungüento hechas con lapislázuli y obsidiana, frascos de perfume de vidrio de color azul verdoso, peines decorados con jirafas y un cuenco de pórfido que databa del reinado de Keops. Isis consoló a una hermana que lloraba. – Cuando seamos ricos, volveremos a comprar nuestros bienes.

Cuando Sabni desembarcó, al comienzo de la tarde, los soldados lo rodearon y lo condujeron ante el capitán Mersis, que avisó al obispo de inmediato.

El sumo sacerdote solicitó autorización para ir y venir libremente de la isla al resto de la provincia, ya que su condición de terrateniente le ofrecía los mismos derechos que cualquier otro ciudadano de Elefantina. Teodoro no tuvo nada que objetar a la petición de aquel subdito, sobre todo al ver que había renunciado a todo intento de provocación, sustituyendo la túnica blanca de los sacerdotes por una oscura ribeteada y ceñida al talle por un cinturón.

–¿Qué te trae por aquí, Sabni?

–He venido a pagar mis impuestos. ¿No es éste el primero y principal deber de un subdito fiel al emperador?

–¿De quién ha sido la idea de representar esta farsa? ¿Tuya o de Isis?

–Su ingenio supera mi talento.

Teodoro sonrió.

–¿Te atreverías a valerte de astucias con tu viejo amigo?

–La Regla me obliga a decir la verdad hasta a mi mayor enemigo.

–¿Cuándo comprenderás…?

–Ya he comprendido y sufro tanto como tú.

–¿Dónde te llevará esta nueva orientación?

–A la respetabilidad, reverendísimo obispo.

Sabni se dirigió a casa del anticuario, un libanes que llevaba dos años viviendo en la capital meridional. Las tiendas que tenía en Alejandría y Bizancio eran muy famosas. Allí acumulaba riquezas del pasado faraónico que ofrecía a personajes de alto rango aficionados a los objetos exóticos.

El comerciante, pequeño, moreno y de mirada astuta, recibió al egipcio con recelo.

–¿Quién os envía?

–Me llamo Sabni.

–Vos sois…

–El sumo sacerdote de File, en efecto.

–No tengo nada que vender.

–Yo, sí.

El libanes creyó soñar. Ricos clientes esperaban ansiosos la caída de File, convencidos de que el templo rebosaba de obras de arte y piezas exóticas. Ofrecían al anticuario considerables sumas para ser ellos los primeros en el negocio; pero la última comunidad pagana levantaba una barrera tan inaccesible entre el santuario y el resto del mundo que hasta el más hábil de los negociantes renunciaba. Parecía fuera de toda lógica estar allí, en su propia tienda, conversando con el jefe espiritual de los insumisos.

–¿Habéis traído con vos alguna pieza de buena calidad?

–Venid conmigo.

–¿Adonde?

–A File.

–He de avisar a mis ayudantes…

–Venid solo.

–Mi seguridad…

–Os la garantizo.

–¡Yo solo ante la congregación, en un territorio prohibido y plagado de demonios…!

–Docenas de objetos de inestimable valor os aguardan.

El libanes no lo pensó más. Si Sabni no mentía, iba a vivir las horas más emocionantes de su vida.

–¿Cuándo?

–Ahora mismo.

–¡Por desgracia, nadie está autorizado a profanar el suelo de la isla! Si el obispo…

–Estáis mal informado. ¿Por qué una simple explotación agrícola iba a estar separada del resto de la provincia?

Durante todo el tiempo que duró el recorrido, el anticuario estuvo en tensión. El miedo le anudó las entrañas en el momento de la travesía en barca; ¿no les interceptarían el paso los soldados para meterlos en la cárcel?

No se produjo ningún incidente. Con el corazón palpitante, tocó maravillado las piedras del embarcadero; todo lo que vio colmó sus esperanzas más disparatadas. Sobre esteras de fibra de palmera se hallaban expuestos numerosos objetos antiguos, que, sin duda, procedían del tesoro del templo.

La gran sacerdotisa, cuya belleza alababan todos, impresionó al libanes. Ninguna mujer de Oriente podía superarla: a la delicadeza de su rostro y al esplendor de su figura había que añadir la viveza de una inteligencia perceptible a la menor mirada. El anticuario necesitó mucha sangre fría para no caer rendido a los pies de Isis y adorarla como a una diosa; el sentido mercantil le permitió desprenderse del éxtasis creciente y posar sus ojos sobre las deslumbrantes maravillas.

–¿Vos… las vendéis?

–Al mejor postor -respondió el sumo sacerdote-. Si el precio que proponéis no nos parece suficiente, buscaremos otro comprador.

–No será necesario. Entre gente honrada siempre se llega a un acuerdo.

El anticuario sabía por experiencia que, en una transacción de este calibre, el primero en dar una cifra estaba perdido; la ocasión parecía tan excepcional que abandonó su prudencia habitual: los compradores apasionados se precipitarían sobre aquellas piezas extraordinarias y las sobrepujas serían continuas. Por lo tanto, indicó una suma por encima de la mitad de su valor comercial. Isis subió un cuarto. El anticuario entabló una discusión por cada uno de los objetos, criticó la calidad de la madera, el acabado de las pinturas o el estilo arcaico del conjunto, que no sería del agrado de la corte de Bizancio. La gran sacerdotisa conocía el gusto de los coleccionistas que exploraban las regiones del imperio en busca de antiguas obras de arte que luego amontonaban en sótanos o en sus villas.

Tras una lenta jornada de negociaciones, llegaron a un acuerdo. El anticuario haría fortuna y el templo obtendría una suma inesperada que le proporcionaría independencia económica al menos durante un año.

Sabni transportó al comerciante a Elefantina e interrumpió la ola de felicitaciones con que fue recibido. La difícil misión del sumo sacerdote no terminaba aquí; con aire preocupado, tomó la dirección de la oficina de impuestos, donde reinaba un déspota, el segundo diácono Filamón, nombrado recaudador principal tras una larga carrera de funcionario diligente; ascendido poco después a la cúspide de la jerarquía, se había deshecho de sus rivales mezclándolos en negocios sucios. Creyente convencido, Filamón era un hombrecillo seco, nervioso, casi calvo, amaba a Dios y a los números y detestaba todo lo demás. El Señor se expresaba a través del código de impuestos y las cifras dictaban la mejor justicia; quien no se doblegaba, merecía la cárcel, las galeras o la muerte. Los ricos sólo cumplían con una función: pagar. Cuando el obispo, por mandato del prefecto, le había remitido una docena de tablillas y otra de rollos de papiro relativas a la nueva base imponible de File como explotación agrícola, su corazón se llenó de satisfacción. No habría sabido decir cuál de los dos se alegraba más, si el cristiano o el recaudador. Sobre un trozo de cal trazó tres columnas: en la primera puso el nombre de un hermano y una hermana, tan viejos que el castigo más cruel sería el destierro; en la segunda los nombres de casi todos los adeptos a los que sometería a la pena de trabajos forzosos y en la tercera el nombre de Sabni. El sumo sacerdote no escaparía a la tortura y sería juzgado por injurias al emperador, por negarse a pagar, por insumisión y por fraude.

Isis no estaba incluida en la lista. Convertida al cristianismo en el futuro, quedaría bajo la protección de Maximino.

Filamón cumplía los trámites con el máximo rigor. Redactaría, en la debida forma, un acta de inculpación contra cada adepto y remitiría todas al capitán Mersis, encargado de efectuar las detenciones.

El recaudador degustaba los higos de su amigo Apolo. ¿Cómo iba a rechazar los regalos ofrecidos por amables ciudadanos, contentos de ser administrados correctamente? A Filamón no le interesaba el dinero. Sólo poseía una modesta casa y un campo de trigo; para él sólo contaba el servicio al Estado. Dios podía mostrarse clemente con un pecador, pero él no tenía derecho a ser respetuoso con un evasor de impuestos.

Cuando el soldado que estaba de guardia frente a su despacho, reducto maloliente de las entrañas de la vieja ciudad, le anunció la visita de Sabni, el recaudador le dijo que repitiera el nombre. Sin duda se trataba de un homónimo deseoso de protestar contra las contribuciones. Saldría con una multa suplementaria.

El hombre entró. Su estatura impresionó a Filamón: grande, de fuerte complexión, el contribuyente no parecía inquieto. Normalmente, todo el que atravesaba la puerta de su despacho disimulaba mal su angustia.

–¿Quién eres?

–Sabni.

–¿En qué trabajas?

–Soy terrateniente.

–¿Dónde está situada tu explotación?

–En File y sus dependencias.

¡Así que era él! El pagano se atrevía a desafiar a la administración en sus propias dependencias. ¿Locura o la última provocación?

La sanción no variaría. Puesto que el sumo sacerdote se había desplazado hasta allí, Filamón decidió concederse una satisfacción suplementaria: indicarle de palabra la enorme suma a pagar y precisar que disponía de un mes de plazo no renovable.

–No será necesario -dijo Sabni mientras depositaba en el suelo un saco de piezas de plata-. Aquí tenéis lo que debo al imperio: impuestos anuales, tributos, contribuciones y multas. ¿Ya estoy en paz?

El recaudador se arrodilló y contó, incrédulo, las piezas una a una.


CAPITULO XXVI


El general Narses estaba de mal humor durante la inspección semanal de las tropas. La disciplina a la que había consagrado su existencia parecía una amante anémica. En el mes de febrero, cuando comenzaban los preparativos de la cosecha, Elefantina se diluía en una modorra sosegante. Los blemios no habían vuelto a dar señales de vida. Un pálido sol apenas calentaba la morada del prefecto, atado por su propia ley. Obligado a redactar un informe sobre la situación financiera de la provincia, explicaba al emperador que la petición de traslado de Narses impediría toda tentativa de expedición a Nubia, suponiendo que fuera posible atravesar la catarata. Tras varios días, el obispo trataba con frialdad al prefecto; ¿no había vuelto a dar a File una existencia legal con su error estratégico? Ahora que Isis permanecía en el templo, Sabni se dirigía con frecuencia a sus tierras para pagar a los campesinos, felices de trabajar por el interés de la isla santa.


Maximino acababa de arruinar varios años de esfuerzo. Los paganos salían de las sombras; incluso los cristianos estaban conmovidos por la fuerte personalidad de Sabni. Sin buscar convencer ni convertir, el sumo sacerdote atraía numerosos simpatizantes. Algunos jóvenes manifestaban su deseo de conocer la Regla del templo. Aquello que más había temido Teodoro surgía de repente como una pesadilla. Sabni, el adversario de Dios, se convertía en su enemigo más fuerte. Como si fuera una mala yerba, el paganismo renacía con una fuerza que él había creído muerta. La pareja que reinaba en File disponía de la autoridad y del poder de convicción necesarios para cambiar progresivamente la situación a su favor. File pasaba de estar oprimida a convertirse en conquistadora.

El prefecto soñaba con Isis. El obispo preparaba su respuesta. Narses echaba una ojeada descuidada a sus soldados, pensando en el feliz momento en que se encontraría solo, sobre su roca, de cara a la catarata. Sin embargo, un problema le preocupaba y fue a consultarlo con el capitán Mersis.

–Faltan algunos hombres, ¿no?

–Unos veinte.

–¿Por qué?

–Fiebre y problemas intestinales.

–¿Una epidemia?

–Todavía no se sabe. Los médicos están examinando a los enfermos.

La información preocupó al general. Recordaba las campañas africanas en las que la disentería había diezmado regimientos enteros. Los hombres morían en medio de atroces sufrimientos después de haber perdido todo el líquido que contenía su cuerpo.

–¿Cuál es vuestra opinión, capitán?

–Estoy preocupado.

–Si se declarase algún nuevo caso, ponedme al corriente de inmediato.

Narses volvió a su puesto de mando. Aquella tarde no podría contemplar la catarata.

Isis y Sabni, los primeros en levantarse, recorrían las estancias del templo después de haber celebrado el ritual del alba. Cada día que pasaba, la isla santa estaba más hermosa y radiante.

Su felicidad y la intensidad de su unión nacía de aquellas piedras de espíritu alegre. La voz de los antepasados habitaba los corredores donde la pareja se escondía a menudo, atenta al silencio formado por siglos de ofrendas. El amor que les ligaba aumentaba de día en día con la fuerza de las mañanas y la ternura de las tardes.

En el patio, entre los dos pilónos, el carpintero había reunido una veintena de hermanos y hermanas. Apretados unos contra otros, formaban un grupo compacto y hostil. Auré, con el consentimiento del agitador, no aparecería; se dedicaría a transcribir un ritual y así se quedaría fuera del conflicto y podría conservar, en caso de fracaso, la confianza de la gran sacerdotisa.

Isis y Sabni se detuvieron sobre la escalera que conducía a la entrada de la sala de columnas.

–¿Qué deseáis? – preguntó el sumo sacerdote.

–No estamos de acuerdo contigo. ¡Vender nuestros bienes es una infamia! Deseamos permanecer en la sombra, pues batirse contra el prefecto y el obispo nos parece una empresa demasiado peligrosa.

–No tenemos elección -le recordó Isis-. El templo sale de su aislamiento.

–Eso es lo que habría que evitar -dijo la perfumadora. Querríamos envejecer en paz, lejos de los vengativos cristianos. Sabni y tú nos obligáis a dirigirnos contra ellos y a librar una batalla perdida de antemano.

–Eso no es verdad -objetó Sabni-. Tratando de enterrar el templo, el prefecto le ofrece un medio de vida. Retroceder ahora sería cobardía.

–¿Qué sabes tú de valor? – dijo un músico con las manos deformadas por el reumatismo-. ¡Eres un sumo sacerdote demasiado joven! Nosotros sí que hemos soportado sufrimientos.

Isis se sentó en un peldaño. Nada en su actitud transmitía irritación. Sabni la imitó; invitó con un ademán a los hermanos y hermanas a sentarse a su lado. Algunos se quedaron de pie.

–¿Qué proponéis?

–Volvamos a nuestra antigua situación -exigió el carpintero-. Que nos devuelvan nuestros bienes y nos olviden.

–Sabes que eso es imposible.

–No si verdaderamente lo deseas.

–¿Por qué estas quejas inútiles? – preguntó Isis-. Enmascarar la realidad es una falta contra nuestra Regla. Utilicemos con sabiduría el destino que los dioses nos envían.

–¡No se trata de dioses, sino del prefecto! No nos arrastréis a un callejón sin salida. Nuestra comunidad debe callar.

–Así hemos subsistido durante muchos años -admitió el sumo sacerdote-. Pero esa época ya ha terminado. ¿Quién va a negarse ahora al renacimiento de File?

–Nosotros -respondieron los aliados del carpintero.

–Si persistís en vuestras nefastas intenciones -prometió-, dejaremos la comunidad.

Una vez solos, Isis y Sabni unieron sus manos. Les afligía aquel ataque surgido del interior del templo. ¿Cómo condenar a hombres y mujeres con quienes habían compartido tantas vicisitudes? ¿Cómo juzgarles? Tenían libertad de elección para poder regresar al mundo exterior en cualquier momento.

–Ninguno de ellos ha franqueado la puerta de los grandes misterios -constató Sabni-. ¿No tratará el hermano carpintero de promover una revuelta para conocer las fórmulas del poder?

–Sería un fracaso seguro. Temo un mal peor; nuestro hermano olvida que no sólo somos una asamblea de seres humanos preocupada por su posteridad, sino una comunidad al servicio de los dioses. Si retrocedemos ante la aventura del espíritu, nos condenaremos a muerte.

–El carpintero lo sabe. Es uno de los adeptos más perspicaces.

–En ese caso, el veneno de la traición ha emponzoñado su alma.

Sabni palideció. Isis hablaba de acusaciones que él no quería oír.

–Tienes razón -admitió-. No es al templo a quien obedece, sino al prefecto y al obispo.

–¿Tienes alguna prueba?

–No. Por eso propongo que reunamos de nuevo la cámara de la Regla.

–¿Quién quieres que sea tu asesor?

–La bibliotecaria. Dejemos aparte a la ritualista; se mostraría implacable ante la insolencia del carpintero. Debemos saber la verdad y, si es cierto que se ha apartado del rebaño, intentar atraerlo de nuevo.

–Entonces no convocaré a Auré. Si no se trata más que de un cambio de humor y una revuelta pasajera, el amor fraternal tranquilizará a nuestro hermano.

Un carpintero arrogante, mal afeitado y vestido como un profano se presentó ante los jueces: Isis, Sabni y la biliotecaria encinta. Isis rogó a Ma'at, la Ley universal, que enseñara a sus fieles el camino recto donde el corazón se ensanchaba. El acusado no manifestó ninguna emoción al escuchar las palabras que, tiempo atrás, hacían vibrar su alma. Su posición, que se había vuelto insoportable, le dictaba una conducta: mostrarse odioso a fin de ser rechazado y constatar el nacimiento de una sedición interna, que justificaría su expulsión a los ojos del prefecto. Este último no podría reprocharle nada y tendría que elegir otro espía.

–¿Te consideras culpable o inocente? – preguntó Sabni-. ¿Eres consciente de haber violado la Regla?

–Yo me río de la Regla. Tu compañera y tú lleváis la comunidad al desastre.

–Sin embargo, tu voz no se opuso a nuestra nominación.

–Eso era ayer; el poder os ha desquiciado. Creéis en la resurrección de File. ¡Qué locura! Yo rechazo vuestra autoridad. Estoy decidido a abandonar la isla y no me iré solo. Muchos comparten mi opinión y prefieren la razón a vuestra demencia.

La biliotecaria, indignada, quiso protestar, pero Isis le impuso silencio.

–Mi designación como sumo sacerdote es el origen de esta revuelta -dijo Sabni-. Bajo el sabio gobierno de Isis no se elevó ninguna protesta. Hay una solución muy sencilla, hermano mío; yo me retiro de mi cargo y tú ocupas mi plaza.

El carpintero retrocedió un paso.

–Yo no he hecho esos votos.

–En lugar de cumplir con tu deber te dedicas a criticar mi manera de dirigir. En este momento, estás en la obligación de rectificar mis errores y hacer la comunidad más armoniosa.

–Rechazo esa función.

–Estoy lista para confiártela -declaró Isis-. Construye la obra que esperamos y te obedeceremos.

–¡Dejadme en paz!

–Te mientes a ti mismo, hermano. ¿De qué demonio eres esclavo?

–He pisoteado vuestra Regla… ¡Detenedme!

–¿Olvidas tu vocación hasta el punto de odiar a tus hermanos?

Sin haber sido invitado a ello, el carpintero abandonó la pequeña estancia en cuyo suelo brillaba el codo de oro de Ma'at, del que nacían las medidas del templo.


CAPITULO XXVII


Isis y Sabni se reunieron con los seguidores seducidos por los argumentos del carpintero. Enfadados y dubitativos, los adeptos se obstinaron en su postura. La decepción del sumo sacerdote fue inmensa. ¿Cómo era posible que aquellos seres que habían consagrado su existencia al templo pudieran renegar de su fe y traicionar su vocación? Las mismas excusas volvían una y otra vez: miedo a luchar contra un enemigo demasiado poderoso, voluntad de permanecer en la sombra, deseo de una vejez placentera lejos de conflictos. Para ellos File ya no existía; sólo soñaban con volver a Elefantina, reencontrar a sus familias y el anonimato.


Ni la dulzura de Isis ni la firmeza de Sabni convencieron a los sediciosos de que considerasen su decisión. Enloquecido, el carpintero se dirigió a la bilioteca donde trabajaba Auré.

–Este asunto está tomando un cariz muy feo.

Rabiosa, la ritualista rompió su cálamo.

–¡Entonces, Sabni se niega a ceder!

–Me ha propuesto ocupar su cargo.

–¿Te has negado?

–Es demasiado arriesgado.

–Te sientes incapaz, ¿verdad?

–¡Pues claro que sí! Molestias, disgustos, eso es lo que conlleva ese cargo. Debemos huir de la isla, Auré. El complot ha terminado bien; varios seguidores nos acompañarán y volverán a una existencia normal.

–¿Tú también?

El carpintero dudó.

–Amo a File, sin duda más que Isis y Sabni, pero ha llegado el momento de renunciar a las tradiciones moribundas. Estamos encerrados en un sueño; aceptemos la realidad de nuestra época y olvidemos este templo sin tardanza.

Auré mantuvo la mirada fija sobre el papiro.

–No puedo.

–No seas obstinada. Uno tras otro, todos los hermanos y hermanas abandonarán a la pareja que les gobierna. Pronto Isis y Sabni se desgarrarán entre ellos. ¿Crees necesario asistir a ese triste espectáculo?

–Sal de aquí.

–Auré…

–Eres un inútil y un cobarde. Me he equivocado al elegirte como aliado. Yo no cometeré dos veces el mismo error.

El carpintero se reunió apenado con sus compañeros.

Mientras se alejaban los barcos con los que habían faltado a su promesa, Crestos blandió el puño.

–¡Perjuros, yo os maldigo!

–Trata de comprenderlos -recomendó el sumo sacerdote.

–¡Son las más miserables de las criaturas! La gran diosa los había acogido y les había dado todo su amor. Puedo perdonar a los cristianos y a mis enemigos, pero no a esos traidores.

–Muy pocos siguen el camino hasta las puertas de los grandes misterios -indicó Isis-. No adores el pasado de manera infantil; en las épocas más gloriosas, el camino de la sabiduría era tan estrecho como ahora.

–Estamos en guerra. El desertor sólo merece la muerte.

–Nuestro trabajo consiste en dar la vida, Crestos, en prolongar la obra de la divinidad.

–Al menos, que sean heridos -murmuró el adolescente.

Los adeptos se arrojaron a los brazos de los soldados que habían observado su travesía. Algunos anunciaron su conversión inmediata; otros, incapaces de profanar su juramento, se contentaron con afirmar que regresarían con sus familias y que nunca más volvería a oírse hablar de ellos. Ocultando su papel de agitador, el carpintero se confundió entre las filas de soldados.

Los militares, sorprendidos por estas manifestaciones, reaccionaron con brutalidad e hicieron retroceder a los adeptos a punta de lanza. Una hermana cayó al suelo herida en el vientre y varios hermanos fueron heridos en brazos y piernas. El carpintero trató de interponerse, pero un hermano golpeó a uno de los soldados. Aquella agresión individual fue reprimida con crueldad; los rebeldes fueron encadenados y conducidos a la fortaleza principal. Tres perecieron por el camino. Arrojaron sus cadáveres en canales de riego abandonados en los que se pudrían los despojos de asnos y bueyes.

Cuando el capitán Mersis vio entrar el triste cortejo en el cuartel, se dio cuenta en seguida del alcance del desastre. La mitad de la comunidad se había ofrecido como víctima resignada a los golpes de un enemigo del que no sospechaban tamaña violencia. Los soldados afirmaron que una banda organizada les había atacado. Mersis, obedeciendo las consignas, arrojó a los rebeldes a una celda subterránea en la que permanecerían durante quince días, antes de partir con la próxima caravana de deportados hacia un campo de trabajos en Asia. Si alguno sobrevivía al viaje, moriría en las minas. Incapaz de moverse, el hermano carpintero no paraba de llorar.

Teodoro rogó a Cristo, le suplicó que arrojara luz sobre su espíritu y le mostrara el camino. ¿Cómo salvar a Sabni después de semejante catástrofe? El obispo sabía que su amigo era poseedor de una verdad que merecía ser conservada. Si se le quitaba la capa de error y de ilusión, sería una fe triunfante. Dios había confiado a Teodoro la tarea de conducir a un sacerdote pagano a la luz de la verdadera fe. ¿Había vocación más noble y exaltada que ésta? Sabni tenía las cualidades de un gran prelado y poseía don de mando. Juntos, los dos hombres se complementarían como los Gemelos del zodíaco. Pero había que arrancar a Sabni de la prisión en la que él mismo se había encerrado; por tanto tendría que dividir la última comunidad que todavía le ataba a los cultos malditos. La locura del prefecto se había convertido en un arma decisiva para la causa del Señor.

Maximino escribió a Isis la décima carta implorando perdón. Al igual que había hecho con las nueve precedentes, la tiró, sin preocuparse por lo mucho que valían los papiros. ¿Cómo explicar a la gran sacerdotisa que la estupidez de un carpintero había sido la causa de tantas desdichas? Utilizando los servicios de un confidente, el prefecto no deseaba poner en peligro una comunidad a la que, no obstante, quería destruir para librar a Isis de las ataduras mágicas por las que estaba ligada.

Maximino se perdía en sus propios pensamientos. Incapaz de soportar por más tiempo la atmósfera de su despacho, pidió al obispo que le recibiera. Teodoro le recibió con frialdad. – Me detestáis.

–¿Estáis satisfecho de vuestra iniciativa? – ¿Cómo iba a imaginar que el carpintero encabezaría una conspiración?

–Una revuelta armada de viejos y enfermos… ¿Quién se va a creer ese cuento? Vuestro espía tuvo miedo y trató de huir en compañía de los débiles que pudo convencer.

–¿Me consideráis responsable de unos cuantos cadáveres sin importancia?

–Estoy listo para oíros en confesión.

Maximino, conmovido por la mirada del obispo, comprendió por qué aquel hombre gobernaba una provincia y por qué, el día de mañana, reinaría sobre Egipto entero. No tenía que alzar la voz para dar una orden y ser obedecido.

El prefecto se arrodilló. En aquel momento creyó en Dios. Su presencia se reflejaba en su servidor. Los labios del prefecto vibraron y comenzaron a murmurar sus pecados.

Isis y Sabni franquearon el pórtico de Adriano y descendieron hasta el Nilo. El frío del invierno se alejaba y asomaba la primavera; se abrían las primeras flores que pronto vestirían a la isla santa de rojo, azul y amarillo. Los dos jóvenes pasearon por la orilla húmeda por el rocío. Paso tras paso, se afirmaban sobre la realidad de aquella tierra sagrada abandonada por la mitad de la comunidad.

La víspera, Isis no había tenido valor para proseguir con la redacción del ritual destinado a favorecer el retorno de la diosa lejana.

Sabni redistribuyó el trabajo, pero varias tareas habían quedado sin cubrir. El templo carecería de artesanos cualificados; sin carpintero, ¿cómo mantener el mobiliario ritual? ¿Cómo reparar las camas y los baúles de las vestimentas? Sabni trataría de perfeccionar estas técnicas, ya que conocía los rudimentos, y las transmitiría a Crestos, que sabría hacer fructificar las enseñanzas recibidas.

–No he dejado de pensar en la partida de nuestros hermanos y hermanas -le confió Isis-. Constantemente veo sus caras, recuerdo sus alegrías, sus penas, las vivencias compartidas con ellos, su descubrimiento progresivo de la sabiduría. Siento su sinceridad, la fuerza de su compromiso. Han cedido a un momento de debilidad. Volverán.

–Olvídalo.

–¿Por qué?

–Mersis ha enviado un mensaje. Desearía evitarte…

–Habla.

–¿Deseas sufrir aún más?

–Odio el sufrimiento; nuestro pueblo ha vivido para la felicidad, pero me niego a meter la cabeza bajo tierra.

–Los que nos han abandonado están muertos o presos. Motivo oficial: revuelta contra el ejército. Ni siquiera Mersis puede mejorar su suerte.

Isis lloró suavemente, abrazada a Sabni; el viento del desierto se levantó e hizo bailar las acacias. El sol calentaba a la pareja, sentada al pie de un tamarindo. Sobre File reinaba una paz profunda, heredera de una edad de oro donde todos los seres saludaban la luz del amanecer antes de pensar en sí mismos.

–Debes irte, Sabni.

–¿Me expulsas?

–El prefecto te perseguirá con saña y el obispo exigirá tu sometimiento. Aquí estás en peligro. Ve hacia el norte, reúne a los fieles dispersos, renueva sus esperanzas. Sólo el sumo sacerdote de File puede encargarse de esta tarea.

–Mi lugar está a tu lado, a la cabeza de la comunidad que nos ha designado para guiarla. El cuerpo sólo vive en función del corazón; hoy, el corazón del Egipto tradicional es File.

–Puesto que las cosas están así, yo seré la muralla más sólida, un dique infranqueable. Los últimos adeptos duplicarán su energía y serán más indomables que las fieras. Aprovechemos que somos pocos para aumentar nuestra coherencia, respirar con un único aliento y nutrirnos del mismo poder.

–El templo es la morada de la diosa que te dio el nombre. Obedecerla me colma de una alegría que no merezco y de la que sólo tú tienes el secreto.

Isis apoyó la cabeza sobre el hombro de Sabni.

–¿Quién sabría cantar el amor que siento por ti? Es más vasto que el cielo, más fértil que la tierra negra, más brillante que las estrellas.

Sus labios se encontraron, sus cuerpos se abrazaron y el amor les unió bajo la sombra rosada del tamarindo.


CAPITULO XXVIII


En un extremo del pórtico habían dispuesto cestos llenos de pescado, guisantes, melones, higos y dátiles y sobre las esteras, una docena de cántaros de vino tinto. En el centro de las vituallas estaba el joven Crestos con una bandeja de barro cocido lleno de pan.


–¿Qué pasa aquí? – inquirió Sabni.

–¡Alimentos de nuestros dominios! Diez campesinos y un pescador los han traído. En cuanto lo decidas podemos comenzar el banquete.

–¿Qué quieres festejar?

–¡La partida de los traidores! No deberían haber entrado en el templo jamás. Al capturarlos, la diosa purifica la comunidad y le abre un nuevo camino. Qué importa que seamos pocos… Ahora somos un solo ser. Nuestra rectitud tenía un precio.

Isis y Sabni no replicaron. Con el ardor propio de los neófitos, Crestos enterraba el pasado. Entero, devastador, menospreciando los detalles, vivía la realidad más cruda sin preocuparse por lamentaciones.

–Es el nacimiento de una nueva comunidad que saludaremos vertiendo la luz en nuestras copas.

El general Narses terminó su informe oral con una conclusión pesimista: la epidemia se extendía. Ni los médicos militares ni los practicantes de Elefantina eran capaces de frenarla. En el cuartel general ya habían muerto al menos veinte soldados. Cada día se declaraban nuevos casos; la enfermedad pronto alcanzaría a la población. Si no la detenían pronto, los ejércitos de Narses y del obispo serían diezmados. ¿Quién aseguraría entonces la defensa del pueblo? Cierto que los blemios no habían vuelto a aparecer, pero ¿no permanecía latente el peligro tras los bloques de granito de la catarata?

–Celebraré una misa e imploraré públicamente la ayuda del Señor -prometió Teodoro.

–No os lo aconsejo -objetó Maximino-. No comprometáis vuestra autoridad. Que cada cristiano rece a Cristo misericordioso sin implicar al Estado a través de vuestra persona; Dios podría hacer oídos sordos…

–En la calle proponen otra solución -indicó Narses-; llamar a una curandera.

El prefecto se indignó.

–¡No volvamos a caer en prácticas de magia negra!

–El pueblo dice que la gran sacerdotisa de File tiene poderes que le ha confiado la diosa. Ella habría conseguido detener un mal similar hace algunos años. ¿Es eso cierto, reverencia?

De mala gana, Teodoro reconoció que era cierto. Pero se negó en redondo a recurrir a File, pues esto significaría volver a actualizar las supersticiones a las que el pueblo seguía aficionado. El prefecto estaba de acuerdo, pero ¿cómo desperdiciar la ocasión de ver a Isis? Ordenó a Narses que fuera a buscarla sin utilizar la violencia. Si se negaba a acudir, tendría que contentarse con levantar acta.

El obispo se tranquilizó; Isis no aceptaría abandonar la isla santa para ayudar al enemigo.

–Vuestra barca está lista, mi general. Cuatro remeros serán suficientes.

–Que se queden en tierra.

–¿Pensáis ir solo?

–Sé manejar un remo.

Para sorpresa del oficial y los soldados, Narses se lanzó por el río en dirección a File. Deseaba vagar por las aguas sagradas que sobrevolaban las garzas blancas y los ibis de alas inmensas, y navegó con indolencia hacia el templo, fortaleza del divino constructor sobre la roca emergida del océano de energía, padre y madre del universo. A medida que se acercaba, Narses se sentía cada vez más subyugado. ¿Qué inspirado arquitecto había osado concebir aquel esplendor a la vez austero y atractivo, aquellas piedras luminosas tan poderosas como inmateriales, aquel santuario dispuesto como una nave a punto de elevarse al cielo? ¿Cómo se podía vivir lejos de aquel lugar bendecido por los rayos del sol y el soplo del viento?

El vigilante del embarcadero corrió a prevenir a Sabni de la proximidad de una embarcación ocupada por un solo hombre. Evidentemente, no se trataba de una invasión, por tanto el sumo sacerdote no alertó al resto de la comunidad. El barquero se detuvo a una veintena de codos de la orilla y se puso en pie.

–Soy el general Narses -anunció con voz fuerte.

–Y yo el sumo sacerdote de File. ¿Qué deseas?

–Rogar a la gran sacerdotisa que venga a Elefantina a luchar contra la epidemia que se abate sobre la guarnición.

Sabni pensó en el capitán Mersis, el hombre devoto de File a pesar de que esto suponía poner en peligro su existencia. Sólo por él se justificaba la intervención de Isis. El comportamiento de Narses intrigó a Sabni; su expresión, de una seriedad cautivante, traicionaba su languidez. ¿Quién habría reconocido en este plácido navegante al soldado responsable de tantas carnicerías? No se atrevía a abordar el territorio de la diosa y contemplaba fijamente la terraza que coronaba la fachada del primer pilono, como si su mirada le permitiera entrar allí donde sus piernas se negaban a llevarle.

–La gran sacerdotisa es quien ha de decidirlo -declaró Sabni.

–Tú puedes convencerla. La situación es desesperada. Aguardo su respuesta.

Isis dictaba a Auré una frase acerca del ojo del sol comparado con el uraeus cuyo fuego apartaba las fuerzas de las tinieblas.

Sabni la interrumpió.

–Perdona la intrusión; el general Narses suplica que utilices nuestra terapéutica para salvar a su ejército, que se encuentra en peligro. Disentería, sin duda. La Terrorífica ha salido de su mutismo y abate a nuestros enemigos con su aliento pestilente.

–Una ayuda celestial… ¡Pero no podemos abandonar a Mersis! Una persona excepcional merece todos los sacrificios posibles.

Isis se dirigió hacia la parte norte del pilono y meditó ante el muro occidental donde estaba inscrito el ritual para calmar a Sejmet, la diosa terrorífica de la comunidad de los poderes cósmicos encargada de propagar las enfermedades y de castigar a la humanidad culpable de profanar el mundo omitiendo celebrar los ritos. La gran sacerdotisa leyó los textos a media voz y memorizó las fórmulas para curar.

Narses no se había movido. Desde lo alto del embarcadero, Isis se dirigió a él.

–¿Decís la verdad, general?

–No conozco la mentira y os garantizo vuestra seguridad en el territorio de Elefantina.

–Sois mi enemigo y el del templo.

–Eso creía yo antes de descubrir la catarata.

–¿Habéis cambiado de opinión?

–De punto de vista.

–Isis os ha iluminado con su gracia.

–Soy un solitario; mi camino es el del silencio, no el de una religión o comunidad. Mi brazo está cansado de destruir. Mis hombres sufren; sólo vuestra ciencia puede atenuar su aflicción y detener a los demonios de dientes de hierro.

–Si los curo, volverán a ser soldados.

–Bajo mi mando.

–Si recibierais la orden de atacar la isla santa, ¿obedeceríais?

–¿Comprenderíais vos que yo traicionara mi palabra de oficial?

Isis volvió al primer pilono y se sentó al lado de Sabni, que le desaconsejó la aventura; si prestaba asistencia al enemigo, ¿no aparecería como una traidora a los ojos de los adeptos? La gran sacerdotisa rechazó el argumento. Si triunfaba, los frutos de la victoria redundarían en beneficio de la diosa. Odio y celos enfrentados, la cofradía gozaría de nuevo de la estima del pueblo, como en los felices tiempos en que todos sabían que un médico del templo se trasladaría hasta la cabecera de los más pobres sin reclamarles ningún pago.

Sabni sacó una estatua de granito negro del laboratorio; representaba un sacerdote con serpientes en las manos, pisando escorpiones y con el cuerpo cubierto de jeroglíficos. Con la ayuda del hermano más robusto, el sumo sacerdote llevó al extraño personaje hasta la barca, a la que subió en compañía de Isis.

A la vuelta de la travesía, los soldados se negaron a tocar el diablo de piedra. El propio Narses tuvo que ayudar al sumo sacerdote para cargarla en un carro; después, el cortejo caminó hasta el cuartel general, donde reinaba un silencio anormal. Aquella mañana habían sucumbido cuatro soldados. Enterraban los cadáveres de inmediato, lejos del campamento.

Colocaron la estatua en el centro del patio, donde el desfile previsto no tendría lugar. Sabni no se retiró hasta que Narses introdujo a Isis en el interior de la construcción destinada a los oficiales. Isis retrocedió a causa del hedor insoportable. La dolorosa mirada del general le dio el valor necesario. Los enfermos estaban acostados sobre lechos de paja, la mayoría infectados y sucios mientras los enfermeros trataban de hacerles beber algo. La gran sacerdotisa examinó a los enfermos uno por uno, poniendo su mano derecha sobre la frente y la izquierda sobre el vientre. Dos veces pronunció el terrible diagnóstico: «Un mal que conozco y que no puedo vencer». Intentaría curar al resto. No podía pronunciar la frase que todos esperaban: «Un mal que conozco y que venceré».

–Llevadlos fuera, al lado de la estatua.

–El sol les matará.

–Al contrario. Obedecedme, general, o vuelvo a la isla. Que todos estos hombres sean bañados y que laven sus vestidos. Enseñadme la farmacia del campamento.

Isis encontró los ingredientes indispensables para fabricar un remedio contra la fiebre y la infección intestinal: jugo de escarabajo, mirra, beleño, cicuta, eléboro y opio. Mezcló las substancias en un frasco y obtuvo una solución que vertió sobre la estatua. El líquido se impregnó de los textos mágicos que proclamaban la victoria de la luz sobre los demonios portadores del sufrimiento. Sabni recogió el precioso brebaje en una copa. Mientras administraba la poción a los pacientes, Isis pronunciaba los versos de un antiguo hechizo:

–Que ellos sean identificados con Horus, el hijo divino, preservado de toda afección; que la gran diosa les libre de la muerte masculina que les ataca por la derecha y de la femenina que les ataca por la izquierda; que las venas de su corazón distribuyan la energía por todos los miembros y expulsen los flujos nocivos.

La gran sacerdotisa exigió que comparecieran los soldados rasos, a los que prodigó idénticos cuidados; luego hizo trasladar a los enfermos a las construcciones de piedra en las que las ventanas habían sido rotas para dejar que el aire circulara en la oscuridad.

–Que no haya ningún ruido. Estos hombres tienen que dormir.

Narses impartió las órdenes oportunas; el cuartel se cerró. Isis masajeó a los malheridos hasta sumirlos en un profundo sueño, tocó manos y nucas a fin de capturar las fuerzas malvadas que se había adueñado de los cuerpos; algunas se desvanecieron como sombras, otras resistieron.

Cuando se puso el sol, la gran sacerdotisa estaba agotada. El general Narses le ofreció su habitación. Sabni pasó la noche junto a la estatua, que los soldados observaban con inquietud.

¿Deberían su salud a aquella figura inquietante, a aquel médico de piedra surgido de otro mundo y recubierto de signos incomprensibles?

Al amanecer, la gran sacerdotisa preparó una nueva poción. Durante todo el día se ocupó de los enfermos. Dos de ellos habían sucumbido y tres habían conseguido levantarse. En casa de los otros, la fiebre remitió. Isis tuvo que tratar nuevos casos; los que no estaban enfermos bebieron un remedio preventivo.

Por la tarde, casi ningún soldado presentaba síntomas agudos. En Elefantina ya empezaba a extenderse el rumor que pronto llegaría a toda la provincia: la diosa de File había vencido la epidemia.

La sonrisa furtiva del capitán Mersis, preocupado por mantener una actitud distante, casi indiferente, fue la mayor recompensa de Isis. El general Narses convenció a Sabni de que aceptara como recompensa un centenar de cántaros de vino. Los soldados escoltaron la estatua curandera que tocaron al pasar docenas de curiosos; varios alabaron el nombre de Isis y aclamaron a la gran sacerdotisa.

En el embarcadero se encontraban el prefecto y el obispo. Maximino se acercó a Isis. Había preparado un discurso, pero fue incapaz de pronunciar palabra.

–¿Por qué habéis curado a vuestros enemigos? – preguntó Teodoro.

–Los soldados son responsables de la seguridad de los terratenientes. Les estamos agradecidos.

–Habéis utilizado ritos paganos prohibidos por la ley.

–Mis remedios son eficaces; en cuanto a la estatua, sólo se trata de un memorándum. ¿Por qué ver el diablo por todas partes?

La naturaleza es obra de Dios; gracias a las plantas podemos curar las enfermedades más temidas. Cuando la magia de los jeroglíficos se une a sus virtudes, la medicación se vuelve más eficaz.

Vencido, Teodoro se dio la vuelta, no sin antes observar en los ojos de la gran sacerdotisa una chispa que él consideró irónica. Otro éxito como éste y ella se reiría de Cristo.


CAPITULO XXIX


La primavera estaba en pleno apogeo. Desde que el sol empezaba a brillar, el frescor de la mañana daba paso a una suavidad que penetraba en la piel como un bálsamo. Cada mañana, Isis daba un paseo en compañía de la bibliotecaria, cuyo embarazo pronto llegaría a su término. File vivía unos inesperados días de felicidad. Sabni se ocupaba de las tierras del templo que los campesinos trabajaban con creciente entusiasmo; el espectro del hambre y la pobreza se alejaba. El sumo sacerdote dedicaba estoicamente demasiado tiempo y esfuerzos a estas tareas materiales poco propicias a la meditación, pero se alegraba de la serenidad que de nuevo llenaba el corazón de los adeptos. Después de tantos años de incertidumbre y ansiedad, el templo, inscrito de nuevo en un marco legal, jugaba su papel de castillo del alma que nadie pensaba asediar.


El prefecto pasaba por fases de euforia y abatimiento. Se odiaba, decidía dejarlo todo y dirigirse a la isla, dudaba, volvía a deprimirse. Había dejado al obispo la gestión de todos sus deberes públicos. Sin Isis, la vida cotidiana se vaciaba de sabores. Saberla tan próxima, ser incapaz de atraerla… ¿Existía algún suplicio peor?

El emperador callaba. Ni un solo mensaje había llegado de Bizancio desde la llegada del ejército conquistador a Elefantina. O bien las intrigas de la corte ocupaban todo su tiempo o bien había decidido la desgracia de Maximino, que se traduciría en la llegada de un administrador dotado de plenos poderes. El oro de Nubia… el prefecto lo había olvidado. El amor de una mujer inaccesible le llevaba a echar a perder una brillante carrera. ¿No estaba comportándose como un adolescente estúpido, presa de la ilusión?

Maximino mandó llamar a Narses.

–Preparad un cuerpo de expedicionarios. – ¿Cuántos hombres?

–Unos treinta, más un explorador. El obispo les proveerá de todo lo necesario.

–¿Misión?

–Cruzar la primera catarata y proseguir hacia el sur por la ruta de las caravanas. Interrogatorio de los indígenas y localización de las minas de oro. En cuanto vuelvan con la información nos pondremos a la cabeza del ejército.

–¿Marcharéis?

–¿Lo dudáis? Estaré a vuestro lado y traeremos montañas de oro.

Tres días después de la partida del cuerpo expedicionario, volvió el explorador. Gravemente herido en un hombro por una lanza todavía clavada, falleció una hora después de haber contado al general Narses que la vanguardia había sido exterminada.

Gracias a los experimentados barqueros, los soldados franquearon la catarata sin sufrir pérdidas. Durante la primera mañana de marcha, no encontraron un alma viviente. Después de haber hecho un primer alto en el camino, al pie de unas dunas, se encontraron con dos docenas de guerreros negros armados con lanzas y garrotes. A pesar de su bravura, los soldados no resistieron mucho tiempo. Aunque cada uno mató a varios enemigos, la horda de asaltantes aumentaba sin cesar. Cumpliendo órdenes de su superior, el explorador había huido a fin de prevenir al cuartel general. Cuando vio la fortificación se creyó salvado; las flechas lanzadas desde las murallas dispersaron a sus perseguidores, pero uno de ellos, tan fuerte como preciso, no falló el blanco.

–Blemios -dijo el explorador, agonizando- Cientos de blemios…

Maximino estaba aterrorizado. El oro de Nubia también se convertía en inaccesible. Su ejército no podría exterminar un enemigo numeroso, móvil y feroz.

–Reforcemos nuestras defensas -propuso el obispo-. Que vuestros hombres, unidos a los míos, conviertan la frontera en una barrera infranqueable. Estoy convencido de que los blemios atacarán tarde o temprano.

–No es cierto -objetó Narses-. Ellos son los amos en su tierra, como hemos sabido de la manera más bárbara posible. El emperador no movilizará regimientos con el único objetivo de pacificar esa región olvidada. Los blemios han alcanzado su meta.

–Que Dios os oiga.

Teodoro esperó a estar solo con el prefecto para señalar un hecho más inquietante que la victoria blemia. El diablo asomaba en el alma de Elefantina.

–La intervención de Isis ha sido un desastre.

–Ha salvado muchas vidas.

–Y ha turbado muchos espíritus débiles. Varios notables sugieren que el sistema de donativos al templo debería volver a ponerse en vigor. A cambio, la gran sacerdotisa dirigiría la corporación de médicos y enseñaría la vieja terapia. Una docena de jóvenes ha solicitado entrar en la comunidad. Les he hecho detener y deportar al norte, pero siguen naciendo vocaciones.

El rostro del prefecto se iluminó. Si Isis aceptaba esta nueva función tendría que vivir en Elefantina. La vería cada día; se inventaría cien enfermedades, se quejaría de mil males incurables e insoportables, exigiría constantes cuidados. La suerte le sonreía de nuevo; apoyó con entusiasmo el proyecto de los notables de la ciudad.

–No analizáis bien la situación -dijo el obispo-. La verdadera fe, en numerosas conciencias, es una chispa temblorosa que el viento del paganismo podría extinguir. Los poderes de las tinieblas utilizan a esta mujer para destruir el mensaje de Cristo.

–Isis es amor; en ella no hay nada oscuro.

–Sirve a la causa del diablo y vos también.

Maximino sintió escalofríos ante la seriedad de Teodoro.

–Eso significa…

–Significa que os amenazo con la excomunión. El emperador os había confiado dos misiones: llevarle el oro de Nubia y cerrar el último de los templos paganos. No solamente habéis fracasado, sino que además os dirigís contra la Iglesia y contra Cristo.

El prefecto no tomó la advertencia a la ligera; semejante medida le condenaría a la pérdida de sus títulos y al exilio. Sin embargo, resistió.

–Isis es mi razón de ser.

–En ese caso, dejadme actuar a mí.

Escoltado por soldados y diáconos, el obispo se dirigió al extremo sur de Elefantina, donde se encontraban los cuarteles de los mercenarios judíos y árameos. Celebraban el culto a Yahwo, a pesar de que su santuario había sido arrasado en la época lejana de las persecuciones; el triunfo del cristianismo les había concedido un discreto derecho de ciudadanía, aunque el obispo mantenía la prohibición de unas costumbres que escandalizaban a los habitantes de la provincia.

La visita sorprendió a los mercenarios. De ordinario, Teodoro les trataba con desprecio; se les consideraba ciudadanos de segunda y se encargaban de las tareas más humildes; temían cometer alguna falta, lo que era pretexto para tareas suplementarias. El obispo se contentó con ordenar a sus jefes que le siguieran hasta los cercados donde dormían los carneros.

Sabni volvió a tomar el camino del templo cuando un campesino le advirtió de que se habían producido horribles sucesos. Los judíos habían roto las empalizadas de los cercados de carneros, propiedad de File desde la fundación del templo, y se habían apoderado de estos animales, sagrados en la memoria del pueblo. En Elefantina no se mataba un solo cordero por respeto a Jnum, guardián del secreto de las fuentes del Nilo.

El sumo sacerdote se aseguró del robo y se dirigió sin tardanza a casa del obispo, pero tuvo que esperar más de una hora en la antecámara.

Teodoro lo recibió con amabilidad.

–No protestes, Sabni. Ya me han informado.

–¡Entonces has sido tú el que ha favorecido este sacrilegio!

–Matar un carnero no ofende a Dios.

–Al autorizar esta carnicería, maldices el alma de todos los egipcios.

–Los egipcios son cristianos. La colonia judía se nutrirá de la carne de esos animales durante la Pascua. Serán sacrificados a la gloria de Yahwo.

–Hace años, la población arrasó su santuario para hacerles expiar un pecado semejante.

–Eran otros tiempos, amigo mío. Hoy, File ya no gobierna la provincia y el poder de Jnum se ha extinguido. Ya no habita en el cuerpo del animal sagrado; es sólo carne para la olla y nada más.

–Ha habido robo y rotura de cercas: delitos graves.

–Si hubieran sido cometidos, podrías elevar una queja. Pero dispongo de un informe de la policía militar. Dos labradores dignos de confianza han visto a los carneros derribar el cercado.

–El azar les ha llevado hasta el campamento de los mercenarios judíos…

–La mano de Dios, Sabni. Él es quien dirige nuestros destinos.

–¿Cuál será la próxima medida que emprendas contra el templo?

–File tiene derecho a salir de la sombra. Conviértete y ven a mi lado. Yo te espero. Te espero con impaciencia.

El obispo creyó que el sumo sacerdote dudaba. Su mirada pareció vacilar. Salió del despacho apretando los labios.

–La noria ya no funciona -dijo el campesino-. Las piezas de hierro están deterioradas. Habrá que reemplazarlas; si no, será imposible regar.

El hombre no exageraba. Los bueyes, acostumbrados a girar para accionar la gran rueda de madera a la que estaban atados, se asombraban ante el reposo. El engranaje de la noria, que regía la interminable cadena de cangilones que se rellenaban sumergiéndose en el agua y se vaciaban cuando llegaban arriba, había dejado de funcionar.

–Utilicemos los cigoñales -recomendó Sabni.

El campesino negó con la cabeza. Condujo al sumo sacerdote a un canal de riego donde estaban plantados dos postes fijados sobre unas horcas que les permitían bascular. En uno de los extremos había un recipiente de barro cocido para empujar el agua y en el otro el contrapeso necesario para enderezar el poste cuando el recipiente estaba lleno.

Horcas astilladas, postes rotos, recipientes quebrados… los vándalos no habían respetado nada.

–¿Se sabe quién es el culpable?

–Ocurrió durante la noche. Nadie ha visto nada.

El cigoñal era responsabilidad de cada campesino, pero la noria pertenecía al Estado. Así que Sabni se encontró de nuevo en el despacho de Teodoro. En su ausencia, lo recibió un secretario que anotó la queja y remitió a Sabni al colega encargado del catastro. Este último verificó que el campamento existía y exigió una descripción precisa de la parte del propietario. La reparación de la noria no era de su incumbencia y presentó a Sabni al funcionario responsable de los riegos. Este último le formuló varias preguntas técnicas y anotó las respuestas. La noria tenía una existencia legal que él reconoció en el acto. El arreglo de las piezas de recambio pertenecía a otro servicio cuyos despachos estaban instalados al norte de la ciudad. Allí, el sumo sacerdote fue recibido por un viejo griego particularmente puntilloso; tras una larga entrevista precisó que sólo se ocupaba de las piezas de madera. Si se trataba de piezas de hierro, como Sabni había indicado, tenía que dirigirse al arsenal y preguntarle a un oficial. El sumo sacerdote no renunció hasta que acabó con la paciencia de los soldados que se negaban a escucharle; cuando por fin fue introducido en el despacho del intendente militar, no le fue permitido exponer el caso. Estaba prohibido utilizar piezas de metal en asuntos de tipo civil hasta nueva orden, ya que se encontraban en estado de alerta. Inadmisible, la petición ni siquiera fue registrada.

Sabni montó en cólera mientras izaba la vela del barco que le llevaría al templo. Así que el obispo quería destruir File poco a poco, privándole de los medios de vida que habían acordado con el prefecto. Sin ira, sin violencia, la más implacable de las guerras comenzaba. Unos meses antes se habría dejado llevar por la desesperación; el amor de Isis le había transformado. Había paladeado la felicidad y no quería perderla.