«Yo toco el cielo,


mi cabeza atraviesa el firmamento,

rozo el vientre de las estrellas,

brillo como ellas,

conozco la alegría celestial,

danzo como las constelaciones.»


Texto de la morada eterna del príncipe Sarenput en Asuán.


Por amor a Isis


CAPITULO I


Las estrellas titilaban en el cielo de color lapislázuli. Isis, la gran sacerdotisa del templo de File, contemplaba la luz que surgía del fondo del universo. La presencia de los reyes resucitados se revelaba a través de ella, en el corazón del más allá; las almas de los faraones desaparecidos todavía protegían el santuario en el que la gran diosa velaba por sus últimos fieles, unos cincuenta hombres y mujeres que, seis siglos después del nacimiento de Cristo y a pesar de que la nueva religión se había impuesto en todo el país, vivían la fe de los antiguos egipcios según la pureza de unas leyes inmemoriales.


Sólo la montaña santa de File resistía, iluminada por las luces de levante; en medio de un caos de rocas, la isla santa de Isis aparecía como un paraíso de verdor rodeado de altos muros. Según una antigua leyenda, observar esta fortaleza abría la puerta de los dioses.

La joven, vestida con la tradicional túnica blanca, oía los trinos de los pájaros enjaulados a la sombra de las acacias. La luz no tardaría en vencer a las tinieblas. Desde su pedestal de granito suavizado por una vegetación exuberante en la que sobresalían las palmeras, la isla desafiaba al poderoso obispo Teodoro, jefe espiritual y dueño terrenal de esta olvidada región del sur de Egipto, en los confines del imperio. Más allá se encontraba lo desconocido, el peligro y las tribus bárbaras.

Isis perfumó sus cortos cabellos, negros como el azabache y se dirigió hacia el pabellón del emperador Trajano. El edificio de esbeltas columnas, destinado a recibir la barca divina, aún no estaba terminado; la sacerdotisa veía en el edificio inacabado un mensaje de esperanza, una obra que proseguir, aunque el destino parecía contradecirla. ¿Cómo podía admitir la hija del decano de la comunidad y la más brillante de los alumnos de la Casa de la vida, que la civilización egipcia desapareciera aplastada por el peso de un dogma que no vacilaba en utilizar la violencia para imponerse?

Aunque el enemigo amenazara, siempre se estrellaría contra las murallas del templo, último reducto del objetivo primordial donde la vida que brota de la piedra y de la arena se transforma en majagua de corolas rojas, clemátides azules o guirnaldas de buganvillas rosáceas. Apartando las ramas de un sicómoro, Isis se encaminó hacia la orilla del río.

No, no era el fin del mundo, sino solamente el final del valle; allí el Nilo fluía por un lecho cada vez más angosto hasta perderse entre los remolinos y torbellinos de la primera catarata que se lanzaba al asalto de rocas e islotes. Isis disfrutaba con este espectáculo, se dejaba hechizar por las montañas de arena roja, el desierto ocre, las piedras inalterables. Aquí nada cambiaba. Aquí se afirmaba el poder de la edad antigua, de los tiempos gloriosos, de los grandes fundadores de la más compleja de las culturas. File era la capital de la primera provincia de Egipto; allí nacía la ola vivificante de la crecida, allí renacería la felicidad.

Isis necesitaba disfrutar de la soledad al amanecer para respirar mejor la esencia de la diosa, el rocío misterioso nacido de la comunión entre el cielo, la tierra y el templo. Así como la isla sagrada amansaba con sus encantos los sombríos acantilados, así también la joven sacerdotisa quería aplacar las fuerzas hostiles que habían conducido hasta las puertas del último santuario egipcio a los soldados cristianos. Puesto que llevaba el nombre de la diosa encarnada en File, tendría que hacerse digna de su inspiración.

Isis se sentó a la orilla del río. Una suave brisa la envolvió como un manto; bajo sus pies desnudos la tierra todavía estaba tibia.

¡Cómo adoraba este lugar aislado, este templo perdido en medio de las aguas y los escollos, este himno de arenisca al poder invisible, este canto alegre de la reina de las estrellas! Ella había nacido aquí, en la casa del origen; había aprendido a leer, a escribir y a contar en la Casa de la vida; desde los dieciséis años se había iniciado en los pequeños misterios, antes de desarrollar su espíritu como las alas de un pájaro para conocer la iluminación de los grandes misterios y el peso del cargo de gran sacerdotisa. Pero ¿cómo olvidar las convulsiones del mundo exterior, la ocupación bizantina, tan violenta como la de los romanos, la influencia del obispo Teodoro sobre la ciudad de Elefantina, la conversión obligatoria de los escribas, los barqueros y los campesinos, forzados a olvidar sus raíces y a comportarse como buenos cristianos?

Por aquellos días la vejez postraba al decano. Correspondía a Isis continuar la lucha y preservar a File de las agresiones. Los fanáticos soñaban con apoderarse del templo y de sus riquezas. Isis contaba con la prudencia del obispo, un egipcio adherido a la causa de Cristo.

Cuando la vida del decano se extinguiera sería necesario designar un nuevo superior apto para gobernar con ella. ¿Cómo no pensar en Sabni, el joven de aspecto severo y frente noble que durante estos últimos meses se había adueñado de sus pensamientos, impidiéndole incluso concentrarse en la celebración de los ritos? A sus ojos, Sabni poseía las cualidades necesarias para ocupar este cargo. Pero ¿cómo iba a dejarse llevar por la pasión?

La brisa traía un murmullo de sistros. Isis volvió al templo en el momento en que dos ancianas sacerdotisas lo abandonaban, tocando los instrumentos de música cuya voz metálica alejaba los demonios de la noche que trataban de incrustarse en los muros de los edificios. Una tenía un sistro del que pendían unas raicillas que servían de apoyo a las serpientes de cobre; el sistro de la otra hermana tenía un mango en forma de columnata coronada por la cabeza de Hathor, la diosa del amor. Vestían la túnica de las grandes celebraciones y al ver a Isis le hicieron una reverencia. A pesar de su juventud, la gran sacerdotisa imponía respeto. Sonriente, sin necesidad de alzar la voz, poseía la elegancia innata de las egipcias de alto rango cuya belleza había sido inmortalizada en miles de bajorrelieves. La hermosura de Isis era luminosa; su sola presencia atenuaba la angustia. Dotados del título sagrado de «hermano» y «hermana», los adeptos que habían decidido permanecer en la isla sabían que su supervivencia dependía de ella.

El sol apareció por detrás de la montaña y su luz inundó el cielo. Una procesión formada por todos los seguidores franqueó la puerta de Evergetes. Sabni iba a la cabeza marcando el ritmo de la marcha con una larga caña dorada; el decano, sostenido por el perfumador y el carnicero, iba detrás de él; después venían los sacerdotes de cabeza rapada y las sacerdotisas con estatuillas de divinidades, vasijas de oro y plata, cetros y cofres de madera. Los objetos preciosos, conservados en las criptas y las salas oscuras, salían a la luz según el ritual.

Isis había decidido organizar esta ceremonia en la época más cálida del año, cuando, con un orgullo que desencadenaba los celos de la vecindad, sólo la isla de File permanecía verde y frondosa. Alrededor todo era costas abruptas, rocas hostiles y tierras áridas azotadas por los vientos del sur, portadores de enfermedades. Próximo a la parte más baja de su curso, el Nilo dejaba sobresalir las rocas de la catarata que ningún barco podía atravesar. En Elefantina cada vez costaba más respirar. La muerte arrebataba la vida de niños y adultos.

Entre los hermanos y hermanas, Isis observaba signos de agotamiento. Las fuerzas del decano se debilitaban; tenía noventa y cinco años y pocas esperanzas de alcanzar los ciento diez, la edad de los sabios. Sin embargo su aspecto era saludable, como si los atroces dolores que le perforaban el pecho fueran tan sólo ilusiones. A pesar de los cuidados que le prodigaban, Isis temía la proximidad de un fatal desenlace, a menos que su padre triunfara una vez más.

La gran sacerdotisa recibió a la procesión delante de la entrada del pabellón; se alejó cuando Sabni, que guiaba el cortejo hacia la blancura inmaculada, avanzó entre las catorce columnas. La comunidad depositó los objetos sagrados en el suelo. Después de un año de uso, la energía que les había llenado se había agotado. Sólo el sol podría devolvérsela y hacerles capaces de transformar de nuevo la fealdad en belleza.

–Cómo resplandece tu rostro, luz divina -declamó la ritualista-, cuando tus brazos modelan la materia para dar forma a dioses, seres humanos, animales y todo lo que tiene vida.

Mientras proseguía el himno, de tres mil años de antigüedad, Isis llegó a la conclusión de que maduraría tras largas semanas.

–Esta regeneración por la luz debe acompañarse de una salida de la barca. Así hacían nuestros antepasados, así haremos nosotros.

La serenidad de la comunidad se desmoronó; murmullos reprobadores la envolvieron. En los ojos del decano asomó una chispa de excitación.

–Gran sacerdotisa -dijo Sabni con respeto-, ese proyecto parece temerario; no tenemos derecho a irnos de la isla. Se han visto tropas concentradas en Elefantina. Nos arriesgamos a ser maltratados.

–Debemos organizar un movimiento de resistencia. Ninguno de los campesinos que trabaja nuestras tierras es cristiano. Ellos han sido bautizados con la espada sobre la nuca; si la barca de la diosa permanece invisible, Egipto perecerá.

–El enemigo es fuerte.

Isis se volvió hacia el decano.

–No hace falta arriesgar la vida de los tibios de corazón -señaló con voz alegre-; es demasiado indigesta, incluso para los chacales.

La gran sacerdotisa cogió la mano de su padre.

–Tú que ignoras el temor, sé el guardián de este templo. Que los más viejos permanezcan a tu lado; sólo quiero voluntarios conscientes del peligro. Si nuestro destino es desaparecer, que al menos estos lugares continúen vivos.


CAPITULO II


La comunidad seguía teniendo a su disposición diversas barcas, incalculable tesoro de cuyo mantenimiento se encargaban dos de los seguidores, ya que el astillero y los numerosos equipos de carpinteros sólo eran recuerdos lejanos.


Para no atraer la atención de los posibles centinelas, anclaron una de las barcas frente al pabellón de Trajano, lejos del embarcadero habitual; diez sacerdotes embarcaron. Sabni guiaba una pequeña barca sagrada con la proa en forma de flor de loto. Con la mirada trataba de disuadir a Isis de emprender la expedición; la gran sacerdotisa se instaló delante, disfrutando de la brisa en el rostro. El corto viaje de la isla a la orilla desértica se anunciaba como una victoria; de este modo File rompía la barrera invisible que le impedía comunicarse con el mundo exterior; el emblema de la gran diosa reaparecería en medio de los fieles privados de su presencia y condenados a la desesperación.

Desde la cima de una colina, un pastor fue el primero en avistar la procesión; vio cómo se organizaba sobre la orilla, con Isis al frente. Loco de alegría, corrió a avisar a los campesinos que labraban un campo vecino. Un labriego a lomos de un asno se lanzó al galope y difundió la buena nueva por los alrededores.

Cuando el cortejo alcanzó una de las terrazas rocosas que dominaban la ciudad, Isis descubrió, conmovida, las afueras de Elefantina; la gran ciudad meridional no era más que una guarnición militar dejada de la mano de los dioses; un territorio profanado en el que los templos habían sido saqueados. Sabni era incapaz de ocultar su angustia, pero también sentía la inmensa alegría de escapar de la reclusión, de volver a ver el sitio donde había nacido y esperar otro futuro para su país.

Los sacerdotes miraban inquietos a derecha e izquierda, temiendo la intervención de las sanguinarias fuerzas enemigas. Poco a poco, fueron envalentonándose; cuando atravesaron la primera viña, entre cuyas cepas brotaban algunas palmeras, ya estaban convencidos de que ningún obstáculo se interpondría en su camino. La barca de la diosa iluminada por los rayos del sol los protegía. Continuaron sin prisa, adoptando el paso solemne característico de los desplazamientos en el interior del templo. Al final del camino, en las primeras granjas, todo Egipto les acogería; Isis proclamaría el retorno de la fe tradicional y el resurgimiento de la felicidad.

Una docena de hombres de rostro impenetrable les cortó el paso. Sabni confió la barca sagrada a sus seguidores y se acercó a Isis, que proseguía la marcha. Los campesinos desarmados se arrodillaron; la gran sacerdotisa les hizo levantarse con un ademán.

–No es de vuestra humillación, sino de vuestra confianza de lo que se nutre la gran diosa.

Los campesinos se unieron a los sacerdotes. Uno de ellos entonó un canto cuyas palabras no entendía; alababa la belleza de las espigas de cebada, maduras gracias a la benevolencia del cielo. Un sacerdote oyó el estribillo y lo coreó junto con sus hermanos. Cuando la procesión llegó a la vista del primer campamento fortificado que impedía el acceso a la ciudad, un canto compuesto por cientos de voces se elevaba con fuerza. Jardineros, mercaderes y barqueros abandonaron sus tareas para unirse a la reconquista.

Isis oró; salmodiaba a media voz un himno a la madre divina para protegerse de la exaltación que la embargaba. ¿Por qué haber esperado tanto si tan fácil era el ataque? El número de devotos de la diosa no cesaba de aumentar. Mujeres y niños se atrevían a salir de sus casas para participar en la fiesta. La antigua fe volvía; Egipto resucitaba.

Sabni no se dejó llevar por la alegría; los cantos y gritos de júbilo no le tranquilizaban. Observaba el recodo del camino por donde acababan de aparecer dos soldados armados con lanzas.

El joven se estremeció; no se trataba de campesinos alistados por la fuerza, sino de mercenarios bien equipados y encargados de vigilar la aduana, recaudar los impuestos y escoltar el transporte de provisiones. Su principal función consistía en asegurar el mantenimiento del orden sin tener en cuenta las vidas humanas. Con el cuerpo cubierto por una coraza, polainas de cuero y la cabeza oculta por un casco provisto de aberturas para los ojos, manejaban de buena gana la pica y el hacha de doble filo. El pueblo aborrecía y temía a estos bárbaros llegados de Asia.

El cortejo avanzó hacia el fuerte de adobe cuya fachada principal daba al sur, donde se habían producido las revueltas de las tribus nubias hacía ya muchos años. El lúgubre edificio, que simbolizaba la autoridad del obispo, comunicaba con las atalayas de los destacamentos encargados de vigilar la frontera.

Al volver a abrir la puerta de Egipto, Elefantina, la comunidad haría circular un soplo de aire vivificante por todo el país. En pocas semanas todos sabrían que la gran diosa había abandonado la isla santa para reanimar los antiguos santuarios y despertar los cultos adormecidos. Todos volverían a celebrar la fiesta del cielo y de la tierra.

Cuatro soldados andrajosos corrieron hacia el cortejo, se quitaron las botas y arrojaron las espadas cortas de filo embotado. Sucios, con el cabello enmarañado, tenían que cobrar tributo a sus propias familias, de las que habían sido separados para convertirse en guardias sometidos a los mercenarios extranjeros.

La deserción comenzaba; doscientos, trescientos… Sabni ya no alcanzaba a contar todos los aliados que, despojándose de sus oropeles cristianos, dejaban hablar a su corazón y se unían a ellos. Se reprochaba haber dudado; ningún opresor mataría el alma de Egipto.

Y qué bella estaba Isis en aquel momento de triunfo; guiaba con dulzura, tranquila e iluminada. A pesar de su fragilidad parecía indestructible. Sabni la admiraba desde hacía tanto tiempo que se asombraba del cariz que estaban empezando a tomar sus sentimientos; en sus miradas, la consideración se teñía de un impulso casi apasionado que todavía refrenaba. Amor no podría ser su nombre. Cómo iba a reunir el amor a dos seres tan dispares: Isis, la heredera de una larga e ilustre línea de reinas de Egipto, y Sabni, un modesto sacerdote de origen humilde.

El ataque se produjo por la retaguardia. En su delirio, los peregrinos no se habían percatado de la rápida maniobra de encierro. Las órdenes de los mercenarios no admitían dudas: ningún disturbio debía ser tolerado. De ordinario, apaleaban a un borracho o cogían a un campesino fugitivo al que la miseria y la esclavitud habían vuelto loco. Esta vez la situación era un poco más preocupante; un motín, una rebelión contra el orden establecido. Además, los centinelas habían asistido a la deserción de varios guardias que se habían unido a los agitadores. La consigna fue aplicada con el máximo rigor.

La primera línea de mercenarios disparó el arco. Las flechas alcanzaron a dos de los seguidores de Isis; con el hacha, los soldados cortaron las piernas y la nariz de los heridos y perforaron el vientre de los últimos sublevados. En pocos minutos, las tropas de vigilancia se hicieron dueñas de la situación.

Aquellos que habían creído en el retorno de la gran diosa yacían ensangrentados en el polvo del camino. Uno de los sacerdotes había perdido la vida de un tajo en la garganta. Un error debido al excesivo celo de un soldado que se había acordado, un poco tarde, de las recomendaciones del obispo: no atentar contra la vida de los hombres y mujeres vestidos con túnicas blancas. Desnudaron el cadáver y lo vistieron con la túnica sucia de un campesino.

Isis, Sabni y los otros miembros de la comunidad fueron reconducidos bajo guardia hasta su barca. Abatidos, escucharon los aullidos de los desertores que los mercenarios colgaban por los pies después de haberles vertido plomo fundido en los testículos. Sólo faltaba quemar a los ajusticiados; el humo elevándose contra el cielo señaló el final de la insurrección.

Un oficial llevaba una pequeña barca con la proa en forma de flor de loto. Lamentando la ausencia de adornos dorados, la destrozó a patadas y dispersó los trozos en la grava.


CAPITULO III


Isis, postrada a los pies de una columna del pabellón de Trajano, no probaba bocado desde hacía dos días. La comunidad, desamparada, esperaba que la gran sacerdotisa saliera de su mutismo. El decano, que guardaba cama, había perdido el uso de la palabra. La ritualista se conformaba con recitar los textos, enumerando las ofrendas a las divinidades con el fin de preservar el débil lazo que todavía unía a Egipto con la armonía celeste. Hundido en el letargo, indiferente a lo benigno del clima, el templo no era más que muros silenciosos.


Sabni depositó ante Isis un cántaro de agua fresca.

–Nadie te juzga responsable de la muerte de nuestro hermano. Él conocía el riesgo igual que los demás.

–El obispo había prometido que la vida de los miembros de nuestra comunidad estaría protegida. Todos estos infelices asesinados, esta violencia…

–Teodoro nunca ha faltado a su palabra. Fue un accidente.

–¿Estás seguro?

–Cuento con asegurarme.

–¿Cómo?

–Buscando a Teodoro.

–No tienes derecho a abandonar la isla.

–Como sacerdote no. Pero ¿y como campesino?

–Es muy peligroso.

–Es indispensable.

–¿Y si yo te lo prohibiera?

–Obedecería. Pero padeceríamos una angustia insoportable.

Isis se levantó. ¡Qué difícil era no abalanzarse sobre ella y estrecharla entre sus brazos!

La gran sacerdotisa reconoció la sensatez de la opinión de Sabni. En el momento de la repartición de las tierras el obispo no había desmantelado el patrimonio del templo que, aunque ya no poseía las riquezas de otro tiempo, todavía conservaba los campos cultivados que continuaban nutriendo a la comunidad. Todos los campesinos estaban persuadidos de que, si la diosa recibía la primera parte de las cosechas, su destino sería menos duro. El obispo cerraba los ojos y la economía funcionaba como antaño: géneros aportados al templo, consagración por la gran sacerdotisa, redistribución.

–Otro acontecimiento me obliga a trasladarme sin dilación a Elefantina.

–¿Cuál?

–Nuestro fiel Mersis no nos ha hecho llegar su habitual mensaje. Hay soldados vigilando las orillas y ningún pescador puede aventurarse por nuestras aguas.

Mersis, un egipcio cuyo nombre significaba «el rojo», era uno de los hombres de confianza del obispo. Converso desde hacía tiempo, no soportaba ver desaparecer a los seguidores de los antiguos cultos. Quería salvar File y enviaba a la comunidad la información indispensable para su supervivencia.

–¿Cómo lo harás?

–Nadaré hasta el primer puesto fronterizo, que está vigilado únicamente por campesinos alistados, ocupados en dormir o en jugar a los dados. Luego subiré a la barcaza. Una vez en Elefantina, esperaré el momento oportuno para encontrarme con Teodoro frente a frente.

Isis se volvió hacia Sabni. En sus ojos, la inquietud se mezclaba con la ternura.

–No tenemos elección…

–Yo soy tu servidor. El alma de File eres tú.

–Vuelve pronto, Sabni.

Sabni atravesó con facilidad la anchura del río que separaba la isla del campamento donde los improvisados aduaneros amontonaban despojos de cocodrilos y taparrabos nubios de la peor calidad. Nadie frecuentaba aquel lugar siniestro donde no había nada que robar; a lo lejos, justo delante de la primera catarata, Sabni vislumbró las fortificaciones del gran puesto de aduanas que había en la frontera entre Egipto y las tierras meridionales. Alumbrado por las antorchas, se mantenía en estado de alerta día y noche durante la época de marea baja. El enemigo apenas temía las tentativas de invasión de las tribus negras, ya que los últimos asaltos se remontaban a más de diez años atrás. Lo que había que proteger de los saqueadores eran los tesoros acumulados en los almacenes: sacos de oro, marfil, maderas de ébano y las pieles de los ciervos y de los gamos. Después del inventario y la evaluación de su valor, alimentaban el mercado más animado del país. Los aduaneros recibían a las caravanas venidas de África, descontaban las contribuciones y garantizaban la seguridad de las mercancías antes de que fueran negociadas.

File no disponía de suficientes piezas de plata convertibles en ese metal precioso que servía para recubrir las estatuas divinas y las puertas del templo. Melancólico, Sabni se adentró en las tinieblas; de niño había jugado tan a menudo en la orilla y los acantilados que conocía cada una de las piedras como la palma de su mano. Algunos senderos, de aspecto fácil, encubrían trampas mortales; varios soldados bizantinos se habían desnucado por no tener en cuenta que las piedras, en equilibrio inestable, podían rodar en cualquier momento por la pendiente de arena.

Se quitó la túnica de campesino y durmió en la cima de una colina, al abrigo de un bloque de granito rosado. Despertado por la luz del alba, descendió con paso tranquilo hacia el embarcadero donde ya la multitud se apresuraba. La barcaza que cubría el trayecto con la isla de Elefantina, donde residía el obispo, era gratis; allí se amontonaban cabras, corderos, asnos y agricultores que llevaban alimentos al dueño de aquellas tierras y al campamento militar. Sabni ayudó a una anciana encorvada bajo el peso de un cesto lleno de cebollas que tenía que repartir entre los puestos de la ciudad establecidos en el punto sur de la isla. Andando a su lado y charlando con ella, parecía un buen hijo ayudando a su madre. Los soldados y guardias no los detendrían para interrogarles. Pasarían cerca del famoso pozo que el griego Eratóstenes, en el año 230 antes de Cristo, había utilizado para confirmar la medida de la circunferencia de la tierra establecida por los sabios egipcios. En esta región, durante el solsticio de verano, los rayos caían en vertical e incidían en el gnomon de los relojes de sol sin producir ninguna sombra, ofreciendo un excelente punto de partida a los cálculos geométricos.

Casi todas las casas habían cambiado las azoteas por cascotes de tejas. Algunas, derribadas hasta los cimientos, evocaban los castigos infligidos a aquellos que rehusaban convertirse. La antigua morada del gobernador egipcio, hostil al cristianismo, estaba abandonada. Su fachada, quebrada y renegrida, parecía la cara de un ajusticiado.

Sabni acompañó a la vieja hasta el puesto del vendedor, un libanes siempre dispuesto a ensalzar los méritos de Bizancio y la sabiduría del invasor. Primo de un suboficial, había comprado grandes extensiones de tierra, donde explotaba con total impunidad a varias familias que sin él habrían muerto de hambre.

Agotada, la vendedora de cebollas rogó a Sabni que le llevara el fardo, ligero ahora, hasta su casa. Vivía en el barrio más pobre de la ciudad y debía ir todos los días hasta su terruño, en la orilla oriental. Durante el periodo de calor trabajaba por la noche. Con el marido fallecido y los dos hijos luchando en Asia, subsistía a duras penas.

La casita, que daba a un callejón fangoso y oscuro, había sido construida con adobes secados al sol. En la grisácea fachada mal conservada se abría una minúscula ventana provista de una reja de madera. Sabni y la vieja subieron los tres peldaños desgastados. La propietaria utilizó una llave oxidada; creía en la ilusoria protección que le procuraba aquella mohosa cerradura. Un mobiliario medio podrido atestaba las dos pequeñas piezas.

La vieja se dejó caer sobre el suelo de tierra batida.

–¿Quién eres?

–¿De verdad quieres saberlo?

Ella cerró los ojos.

–No tienes los modales de un campesino, tu voz es reposada como la de un sacerdote… Recuerdo las palabras apacibles de los seguidores de Isis cuando salían en procesión antes de que el obispo les obligara a permanecer en la isla. Ellos tenían la misma actitud tranquila que tú.

–Aquellos tiempos ya pasaron. Yo estoy aquí para alistarme en el ejército. Adiós.

La vieja entornó los ojos. Denunciar a un sacerdote huido le reportaría una bonita suma que le calmaría el hambre durante varios meses.


CAPITULO IV


Al lado de la morada del obispo se alzaba el palomar más alto de la región de Elefantina. Los excrementos de las palomas eran un abono eficaz y apreciado, sobre todo en los viñedos. La mansión del señor de la provincia constaba de dos plantas y una azotea. Sabni la conocía bien; antes de alojar al obispo, la villa había sido propiedad de un juez; los niños, a los que se unía de buena gana el pequeño Teodoro, jugaban con el futuro sacerdote de Isis.


Cada día, una docena de criados limpiaba la sala de recepción, las habitaciones, la cocina, el aseo, los pórticos y la despensa. Sabni había pensado en hacerse pasar por uno de ellos, pero los soldados comprobaban la identidad de todos. Por lo tanto se infiltró entre los cuidadores del corral donde a menudo figuraban nuevos sirvientes.

Durante toda la tarde Sabni se ocupó de los cerdos, las ocas y las gallinas. ¿No había desempeñado esta labor en el templo antes de ser admitido en la escuela de escribas? Intercambió algunas palabras con sus compañeros de trabajo sin mezclarse con ellos; cuando abandonaron el corral se las ingenió para quedarse encerrado.

Al caer la noche, Sabni se introdujo en el sótano por una ventana baja con los barrotes mal sellados, se escurrió entre dos filas de tinajas llenas de vino y subió por la escalera que llevaba a la planta baja. El despacho del obispo estaba en la segunda.

Sentado a su escritorio de madera de ébano, Teodoro comprobaba las cuentas alumbrado por dos lámparas de aceite.

–Entra Sabni. Aunque no has hecho ruido, te esperaba; después de semejante tragedia estaba seguro de que vendrías.

El devoto de Isis penetró en la estancia, repleta de rollos de papiro colocados cuidadosamente en los casilleros. A Teodoro le gustaba el orden y detestaba el abandono y la negligencia. Aunque tenía a su servicio una escuadra de secretarios, clasificaba personalmente sus documentos; trabajador infatigable, no conocía el reposo. A los treinta años tenía la apariencia de un hombre maduro, envejecido por las numerosas tareas. Sabni, dos años menor que él, parecía mucho más joven; la cara alargada, las entradas de sus sienes y la delgadez acentuaban la severidad del obispo. Siendo adolescente ya envidiaba la belleza de su camarada, su naturaleza triunfal y alegre.

–Siéntate sobre las almohadas y degusta estos suculentos higos. Yo tengo que terminar un informe; Dios no ha tenido ninguna piedad de mí al confiarme la administración de la provincia; los funcionarios del emperador no cultivan más que la pereza.

¿Cómo suponer que Teodoro fuera de origen egipcio, él, que era tan aficionado a los trajes bizantinos ribeteados de color violeta y bordados con motivos florales? Mosaicos con escenas de la mitología griega recorrían las paredes; la marquetería helenística realzaba los muebles; la vajilla de plata procedía de la capital del imperio romano de Oriente. Sabni despreciaba todo este refinamiento excesivo, pero tenía hambre.

Probó varios higos dulces, casi desprovistos de semillas. Los notables de la ciudad apreciaban esta variedad tardía.

–Han asesinado a un sacerdote, Teodoro.

–Oficialmente, se trata de un desertor. Es preferible esta versión.

–Tú nos habías prometido que no moriría ninguno.

–Vosotros habíais prometido que no abandonaríais la isla bajo ningún pretexto; los débiles de espíritu han muerto por vuestra culpa.

–Tienes que comprendernos.

–Has de admitir que File lleva violando la ley de Dios y de los hombres demasiado tiempo. ¿Acaso ignoras que Constancio II ordenó cerrar los templos paganos en el año 356 después del nacimiento del Salvador? ¿Que el cristianismo es la religión del Estado desde el año 380 y que los cultos heréticos están prohibidos desde el año 392?

–La caída de Roma ocurrió en 410 -recordó Sabni-, lo cual prueba que la fe de los cristianos es perecedera y que el peor de los tiranos puede ser vencido.

–El imperio de Oriente ha vuelto a coger la antorcha. File no es más que un sueño que corre el peligro de transformarse en una pesadilla. Conviértete.

El obispo se volvió hacia el sacerdote egipcio.

–Somos amigos y los dioses están muertos. Ésta es la verdadera fe que reina en el mundo. Cristo te recibirá en su Iglesia, conocerás por fin la paz… y yo también.

La esperanza brillaba en la mirada de Teodoro. Mientras Occidente, apenas recuperado de la caída de Roma, se desmembraba en las convulsiones de la barbarie, el legado de Constantino, rico gracias a sus provincias de Asia Menor, Siria y Egipto, elevaba el Oriente al rango de faro de la humanidad. Bizancio, la nueva Roma, guardaba las llaves de la civilización. Sólo Alejandría intentaba rivalizar con ella; ostentaba sus riquezas al pie del palacio del Patriarca, adepto a la doctrina monofisita, según la cual la naturaleza divina de Cristo había absorbido su naturaleza humana. Condenada por el emperador, la singularidad egipcia florecía. El obispo Teodoro habría debido combatirla con más energía, pero otro adversario le inquietaba: File, el último templo pagano.

–No me convertiré jamás -afirmó Sabni con la tranquila certeza que proporciona una fe inquebrantable.

–Acabo de firmar un nuevo decreto por orden del emperador. Todo bautizado que practique los antiguos ritos, incluso en la intimidad de su casa, será condenado a muerte. Lee.

Sabni descifró el texto, redactado en griego, en demótico y en latín para que nadie pudiera ignorarlo. Los analfabetos serían reunidos en las plazas públicas donde los heraldos pregonarían la solemne advertencia:

«Nadie, cualquiera que sea su familia, su rango y su dignidad, esté o no revestido de autoridad o de funciones públicas, sea bien nacido o de humilde condición, tenga fortuna o no, deberá hacer ofrendas a los símbolos allá donde se encuentre. Si lo hace, deberá ser denunciado.»

Sabni enrolló el papiro.

–He aquí vuestra nueva arma: la delación. Tranquilízate; yo no estoy bautizado. Los corazones están ansiosos, el bien llega a su fin y nos regodeamos en el mal criminal tiene fuerza de ley y ante él todos agachan la cabeza; el pais está en manos de gente que lo detesta.

–No te obceques.

–El tiempo es apariencia. En la desgracia de hoy reside la felicidad de mañana.

–Desconoces el corazon de tus enemigos; las cohortes de monjes que han invadido las antiguas tumbas no tolerarán mucho más tiempo la existencia de Filae, Los representantes, en cada asamblea, exigen la salida de tu comunidad y la destrucción del templo. Yo intento que no trascienda la presencia de los últimos paganos en mi jurisdicción, pero vuestra estupida procesión redujo mis esfuerzos a la nada.

–Isis manda sobre las estrellas y somete a los demonios. Ella no persigue a nadie, su amor vencerá.

–Eres un hombre de otra época, Sabni. Isis… un fantasma olvidado.

–¿Por qué tu dios vierte tanta sangre y reduce a la esclavitud a países enteros?

–¿Por qué adoras divinidades con cuerpo de hombre y cabeza de animal?

Sabni sonrio.

–Esta discusión no es propia de ti. En el animal se encarna una fuerza divina; adoramos algún ídolo, pero reconocemos el mensaje de los símbolos.

El obispo abandonó el escritorio y se sentó frente a su amigo. Aceptó los higos que le ofrecía y vertió vino blanco en dos copas de plata.

–¿Consentís al menos en venerar al Señor los domingos, día de fiesta obligada?

–Todos los días deben ser sagrados. El rito no se interrumpe; en cada amanecer la creacion renace en su totalidad; entonces ¿por qué privilegiar sólo el domingo?

–¡Te expresas como si el mundo no hubiese cambiado! La voz de los faraones se ha apagado para siempre.

–Queda File. Ven a isla, Teodoro; ven a meditar en el pórtico, a la sombra de las colinas. Recorre las estancias y las capillas, relee los jeroglíficos grabados sobre los muros, disfruta de la serenidad de Isis, la reina celestial.

Durante un instante, Sabni creyó que el obispo le seguiría y le abriría su corazón, pero sólo fue un momento de acercamiento a los misterios de la diosa. Si Teodoro fuese convencido de nuevo por la magia del templo, renacería la esperanza en la última comunidad.

–¡Eres un crío! ¿Sabes que File está poblado de personajes diabólicos, de diosas con formas provocativas cuyos ceñidos ropajes dejan ver los senos desnudos? ¿Sabes que su vestido es tan transparente que ni siquiera oculta sus partes más íntimas, que sus joyas y adornos son un insulto a la pobreza de los justos? Un obispo que pisara este lupanar que vosotros denomináis «templo» pronto sería condenado.

–¿No fue el apóstol Pablo quien escribió: «La mujer ha sido creada para el hombre, ella es el reflejo del hombre»? No estoy de acuerdo. Si consideráis a la mujer un ser diabólico, ¿por qué admitís que Cristo nació de la Virgen María? Jesús, José, María… ¿no son la trinidad Osiris, Isis y Horus? – Estás blasfemando.

–Repites un dogma del que no crees ni una palabra. – Te equivocas. Yo creo en un solo dios, el Padre, del que provienen todas las cosas y para el que hemos nacido. Es Él quien me ha designado como servidor de su Iglesia; mi deber consiste en proteger la fe y luchar contra los errores.

–También eres el jefe de un ejército de diáconos, de funcionarios y de administradores; posees tierras y mansiones, recaudas los impuestos que aumentan la pobreza de los pobres. Tu religión es cruel, pues no admite otra verdad que la suya. Sólo se adhieren a ella los esclavos. En cambio, la fe de los faraones no es ni misionera ni conquistadora, le basta con la conversión del corazón, la conversión profunda del ser, que sólo se produce mediante la iniciación en el tesoro divino.

–Los sacramentos han reemplazado a la iniciación. – Tú mandas sobre los corderos. Ellos sufren la revelación en lugar de construirla.

–Su sinceridad vale tanto como la de los últimos adeptos de Isis.

–Sigue a Cristo, puesto que tal es tu vocación, pero recuerda la vida de mi comunidad; ella es portadora de una espiritualidad que hará renacer el mundo de mañana.

El obispo elevó las manos ante él en señal de súplica.

–¡Te lo ruego, Sabni! Convence a la gran sacerdotisa para que no se hunda más en su locura. En cuanto a ti, al menos finge tu conversión. Yo llevaré sobre mí el peso de tu mentira e imploraré a Dios que nos perdone.

Sabni se levantó; Teodoro le imitó. Los dos hombres estaban unidos por la complicidad de una amistad indestructible.

–No renunciaré, Teodoro.

–La Historia lucha contra ti.

–El número y la fuerza también. Ellos están equivocados.

–Juntos habríamos vencido todos los obstáculos y reconstruido esta región a imagen del paraíso.

–Todavía queda File; protégela. Nuestra supervivencia depende de ti.

El obispo apartó la vista y cogió un papiro del casillero reservado a los asuntos urgentes.

–El incidente de anteayer me obliga a tomar medidas. Los habitantes de la isla deben convertirse en trabajadores como los demás. Deberán abastecer de ropa a los soldados de la guarnición; la primera entrega será a principios del mes que viene.

–Imposible. Nuestros dos viejos tejedores están casi impedidos y el resto de la comunidad ocupado en labores urgentes.

–En ese caso interrumpiré la provisión de lino a File.

–Pero contamos con ella para fabricar nuevas ropas.

–¿Y a mí qué me importa? Los subditos del imperio no se pasean por ahí con túnicas blancas.

Teodoro se puso a escribir.

–¿Me darás un salvoconducto?

–Nunca has estado aquí, Sabni.

El obispo mojó el cálamo en el tintero y redactó en griego la prohibición formal y definitiva de proveer de lino al templo pagano.


CAPITULO V


Sin salvoconducto, Sabni no era más que un forajido. Las patrullas que recorrían las calles de Elefantina querrían conocer su profesión, su lugar de nacimiento y el nombre de su jefe. El egipcio había esperado una ayuda más substancial por parte del obispo. Pero este último le había dado una lección; solo en una ciudad hostil, tendría que esquivar las rondas para regresar a File. Imposible salir por el corral, ya que la salida estaba vigilada.


Echando una última mirada a la ventana iluminada del obispo, Sabni franqueó el pretil de la azotea y alcanzó el techo de un cobertizo. Observó las calles; no había ningún soldado a la vista. Prosiguió su camino de edificio en edificio, alejándose del barrio central y se ayudó de una parra para descender hasta una plazoleta alfombrada de excrementos.

No le quedaba más que alcanzar la orilla de los antiguos jardines del templo; allí se pudrían las barcas que ya no se utilizaban. Sorteó una callejuela y se adentró en una pequeña arteria que transcurría entre las viviendas derruidas de los sacerdotes de Jnum, el dios carnero. Caminando entre los restos de paredes y zócalos, Sabni llegó hasta un alfar que daba al Nilo. Un lintel de madera de cedro subsistía aún sobre una ventana. Habían levantado el pavimento y rascado la cal de la fachada. A pesar de los montones de ladrillos, distinguió una gran estancia llena de hornacinas, ridículos refugios de divinidades del hogar a las que las familias dirigían sus plegarias al levantarse y al acostarse. Franqueó los restos de una puerta y pensó que en menos de una hora estaría de vuelta en la isla. – No te muevas. Estás detenido.

Una docena de soldados surgió de los escombros apuntándole con las espadas.

–Si tratas de huir, te mataremos.

Sabni se dio la vuelta. Varios soldados le impedían el paso. Se quedó inmóvil. El jefe de la patrulla, un bizantino huraño y nervioso, se adelantó.

–¿Quién eres?

–Un campesino.

–¿Cómo te llamas?

–No lo sé.

–¿Qué haces aquí? ¿Acaso ignoras que se trata de territorio militar?

–Me he perdido.

El jefe de la patrulla, con la espada en alto, giró alrededor de Sabni como si buscara el sitio idóneo para clavársela.

–¿Eres cristiano?

–¿Quién no lo es?

–¿Has estado en la cárcel alguna vez?

–No.

–Lleváoslo.

Dos soldados apresaron a Sabni y lo empujaron. No se resistió; lo arrastraron hasta el puesto de guardia. Escondida detrás de un militar, una vieja vendedora de cebollas miraba al jefe de patrulla y movió la cabeza al pasar Sabni.

El sospechoso fue arrojado a una celda de muros de adobe y suelo de tierra batida. El techo era tan bajo que no podía ponerse en pie. Cuando el calor estuviera en su apogeo se asfixiaría. Sabni se sentó en la postura del escriba y vació su espíritu de toda agitación. El decano le había enseñado a situarse fuera de los acontecimientos inmediatos y a convertirse casi en un extraño a sí mismo con el fin de orientar mejor su pensamiento. El joven olvidó el reducto maloliente, las idas y venidas de los soldados y los ruidos del campamento. El miedo que sentía resbaló por su piel y se alejó.

¿Cómo prevenir a Isis? Escaparse parecía imposible. Tendría que sobonar a un soldado y pedirle que llevara un mensaje a File. Pero no tenía nada que ofrecer; ¿encontraría un ser compasivo en medio de aquella jauría? No le llevaron bebida ni comida. Al mediodía, Sabni sentía cómo se hinchaba su lengua y se contraían sus músculos.

La puerta se abrió. Un soldado le arrancó de la celda, tirándole del brazo izquierdo; Sabni vaciló, las piernas le fallaron; a duras penas recuperó el equilibrio. Avanzó con la frente alta. Una lanza apoyada en su espalda le obligaba a caminar rápido. Lo empujaron al interior de un despacho de paredes desconchadas; las tablillas grabadas yacían en desorden sobre un arca. Los soldados se marcharon y entró un oficial de unos cincuenta años. Una cicatriz le cruzaba la mejilla derecha, tenía la nariz rota y el aspecto de haber participado en muchos combates.

Cerró la puerta de un puntapié.

Sabni retrocedió.

Los dos hombres se fundieron en un estrecho abrazo.

–¡Mersis!

–La vieja te ha denunciado y mis hombres te han detenido.

–¿Por ser sacerdote de Isis?

–Por ladrón; al menos, eso es lo que pone en la denuncia.

Bébete esto.

El capitán ofreció a Sabni un vaso de agua fresca.

–¿Te has arriesgado a redactar tú mismo la denuncia?

–El escriba me obedeció. Todavía tengo algún poder en esta guarnición. Quizá por poco tiempo; el futuro se presenta sombrío.

El capitán Mersis golpeó la pared con el puño.

–El prefecto Maximino llega mañana a la cabeza de quinientos hombres. Cuatrocientos a pie y cien a caballo; una tropa de élite, un enorme refuerzo compuesto de mercenarios y reclutas de oficio. He recibido órdenes de adecentar el cuartel y sacarle brillo a las armas.

–¿A qué viene este despliegue de fuerzas?

–Pacificación definitiva de la región.

–¿File?

–No lo sé, pero la vigilancia de la isla será reforzada. Ya no puedo enviar más mensajes.

–El obispo ha suprimido la provisión de lino.

Un intenso dolor apareció en el rostro del capitán.

–Las túnicas de los sacerdotes…

–Cuidaremos las que nos quedan.

El soldado se hallaba al borde de las lágrimas. La muerte le era indiferente, pero no la belleza de una ceremonia.

–Teodoro es un monstruo.

–¿Se lleva bien con Maximino?

–No se conocen, pero, al parecer, el prefecto es un hombre muy autoritario. Al obispo no le gustará mucho.

–La suerte nos sonreirá.

–Los centenares de soldados…

–File no merece semejante ejército. Debe de haber alguna otra razón.

Al capitán no se le ocurría ninguna. Hacía mucho tiempo que se habían arrancado como viejas cepas las revueltas del norte. Entre Egipto y las tierras del profundo sur, las fortificaciones de la frontera condenaban al fracaso toda tentativa de invasión. Un solo factor de disturbios seguía oponiéndose al dominio total del imperio: el templo pagano.

–No te arriesgues, Mersis. Si alguien se entera de que nos ayudas…

–No temo al destino. Permanecerás detenido hasta mañana por la mañana; el interrogatorio a que acabo de someterte demuestra tu inocencia. En el muelle abandonado hay una barca medio desfondada que aguantará hasta la mitad del camino. A partir de entonces, tendrás que nadar. Trataré de enviarte una paloma en cuanto sepa algo más, pero las mejores mensajeras, las que vuelan de noche, han sido requisadas por el obispo. Y ahora, perdóname: un sospechoso no puede salir ileso de este despacho.

Mersis golpeó a Sabni repetidas veces, después abrió la puerta con violencia y empujó fuera a su víctima, cuyos gemidos de dolor no eran fingidos.

–Encerradlo de nuevo. Este ladronzuelo necesitaba una lección.


CAPITULO VI


El decano tallaba la figurilla en madera de olivo con sus dedos gordezuelos. Usando con torpeza el cincel, se arañó el dorso de la mano izquierda, pero no sintió ningún dolor, ya que su labor le parecía esencial. Sabni le observaba en silencio. A su regreso de Elefantina había descrito la situación a Isis y a su padre. Furioso, este último había recuperado el uso de la palabra antes de arrastrar al joven a la biblioteca del templo.


–Llegará una época en que los dioses abandonarán la tierra y alcanzarán el cielo; los extranjeros destrozarán nuestro país. Este lugar, sagrado entre los sagrados, esta patria de los templos, se cubrirá de cadáveres y de tumbas. Nada sobrevivirá salvo los signos grabados en la piedra; así hablan los profetas. No acepto sus fatídicas predicciones. ¡Lucharé hasta el final!

El anciano siguió tallando la estatuilla. Le dio la forma tosca de un ser humano, la recubrió de tela y la colocó en una mesa delante de la que había dispuesto un incensario de arcilla y un horno de adobe donde echó carbón y bolas de grasa de oca.

–Todo está listo. Basta con encender el fuego, pronunciar en voz alta el nombre de nuestro enemigo y lanzar su efigie a las llamas. El adversario será destruido. ¡Ah!, me olvidaba…

El decano desenrolló un papiro virgen.

–Coge el cálamo y utiliza esta tinta; no me ha fallado nunca. Escribe el nombre del obispo Teodoro.

–Me niego.

–¿Por qué?

–Esta magia es inútil.

–Ha funcionado miles de veces.

–Teodoro no es nuestro enemigo. Es el único capaz de salvarnos; no es a él al que hay que eliminar, sino al imperio con sus cohortes de soldados. Ninguna magia lo conseguiría.

El decano lanzó la estatuilla al horno que no encendería.

El prefecto Maximino, un barrigón de sesenta años de rostro aniñado y piel brillante de pomada que le hacía parecer más joven, entró en Elefantina a caballo encabezando sus tropas. Alardeaba de su toma de posesión inmediata e indiscutible. Las autoridades de la región se sometían sin dilación a su voluntad.

Tras él venía un ejército temible, bien equipado y bien alimentado. Los cuatrocientos soldados de a pie disponían de corazas nuevas, túnicas limpias, abrigos y botas. Los cien soldados de caballería montaban caballos vigorosos; cada soldado recibía diariamente dos raciones de pan, carne, vino y aceite. La soldada permitía a los más sabios ahorrar un poco de oro. Sirios, griegos, romanos, asiáticos y algunos egipcios formaban estas huestes encargadas de pacificar definitivamente una región cuya insumisión latente exasperaba al emperador.

La misión desagradaba al prefecto, al que sólo gustaba Alejandría, con sus comodidades, sus mujeres, sus banquetes y la suavidad de la orilla del mar. Era la primera vez, después de quince años en Alejandría, que se adentraba tan lejos en el sur. El calor le abrumaba, las rocas desnudas y el paisaje árido de la catarata reflejaban una soledad espantosa. Sólo el cuartel central de Elefantina, rodeado de jardines y árboles, tenía algún encanto. Pero Maximino se cansaría pronto de esta aldea de provincias. Ya soñaba con irse; por fortuna, su tarea sería tan fácil como rápida.

Le sorprendió el buen comportamiento de las tropas que le rindieron honores; los informes malintencionados hablaban de un hato de indigentes andrajosos, incapaces de batirse. En realidad, ni sus ropas ni su armamento tenían nada que envidiar a los de los recién llegados. El obispo responsable de la guarnición había hecho un buen trabajo.

El prefecto se negó a recibir ayuda del infante y bajó solo del caballo. A pesar de su relativa corpulencia, se jactaba de una excelente forma física que una vida de placer no había conseguido alterar. Teodoro fue a su encuentro. Los dos hombres se saludaron con una inclinación de cabeza.

–Es un placer que estéis entre nosotros, prefecto Maximino.

–Os felicito, Eminencia. El orden no es una palabra desconocida en Elefantina.

–La disciplina es una virtud que el Señor ama. Una ligera colación os espera; sin duda desearéis asearos antes.

–Con mucho gusto. El viaje ha sido largo y el camino polvoriento.

Maximino disfrutó de las deücias de un baño y del agua templada que circulaba por los viejos canales que el obispo cuidaba escrupulosamente. Teodoro contaba tanto con los partidarios como con los adversarios. Se le consideraba el más importante de los prelados egipcios y un excelente administrador. Pero su ambición se hallaba a la altura de su fe; reinaba como amo absoluto del sur, esperando sin duda nuevas responsabilidades. Habían descrito al prefecto como un hombre rudo y frío; pero Teodoro se comportaba con amabilidad.

La cena fue digna de las mejores mesas: melón, pescado del Nilo, cordero asado, legumbres, queso de cabra, melocotones, higos y granadas. El cocinero había jugado hábilmente con las especias y obtenido sabores que agradaban al paladar. Los vinos, un tinto de la tierra y un blanco del Delta, no habrían desmerecido en una recepción del emperador. El obispo comió poco. Sin embargo, Maximino, después de tantas posadas mediocres a lo largo del camino, no menospreció nada de lo que se le ofrecía.

–Sois un personaje sorprendente, Eminencia. Un ejército en buen estado, una morada suntuosa, un cocinero sin igual… ¿no os sentís ahogado en esta provincia olvidada?

–He nacido aquí.

–Poco importa. Yo no paré hasta abandonar el pueblo de África del Norte donde vi la luz por primera vez.

–Esta tierra es dura, pero no desprovista de riquezas.

–Hay una de la que el emperador se considera privado desde hace tiempo, el oro de Nubia. Ya hace más de un año que ningún cargamento del precioso metal ha llegado a la capital.

–Se me ordenó reforzar la frontera a fin de evitar toda tentativa de invasión. Las caravanas no pueden penetrar en las regiones auríferas. Las tribus negras las exterminarían; no tengo autoridad para organizar una expedición.

–Yo sí. El general Narses conducirá esta armada hasta Nubia mientras yo me quedo aquí para comprobar vuestras cuentas y vuestra gestión.

El obispo pareció avergonzado.

–Tropezaréis con dificultades insuperables.

Irritado, el prefecto depositó su copa sobre la mesa de acacia maciza.

–¿Os negáis?

–Os dejo gustoso mi despacho; examinaréis a placer los documentos administrativos. Es la expedición nubia la que suscita mi desaprobación.

–¿Cómo van a luchar los salvajes contra una tropa bien entrenada?

–Entrenada o no, tendrían que atravesar la catarata.

Maximino se enjugó la frente con un pañuelo.

–En Alejandría, nadie me había hablado de esta dificultad. Explicaos.

–Estamos en periodo de aguas bajas; las rocas sobresalen. Ninguna embarcación se arriesgaría en ese laberinto; si persistís en vuestro proyecto, más de un tercio de vuestros hombres morirá. Los expertos en estrategia, que jamás habían visto la catarata, sólo habían tenido en cuenta el aspecto militar.

–Cuando el río crezca, ¿podremos pasar el obstáculo con facilidad?

–Los primeros días no; después todo dependerá de la intensidad de la crecida. Si es débil, apenas tapará las rocas más peligrosas. Si es fuerte, provocará remolinos que no superarían los mejores marinos.

Maximino se deprimió. ¿Cuánto tiempo haría falta esperar para satisfacer al emperador? ¿De qué sanciones se haría merecedor en caso de fracasar? Su misión, tan fácil en apariencia, se transformaba en pesadilla.

–Estad seguro de mi completa colaboración -prometió Teodoro-. Si vuestra estancia aquí ha de ser larga, que sea al menos agradable. Mis secretarios y todo mi personal estarán a vuestra disposición.

–Hay otro punto. El emperador ha recibido quejas concernientes a un pequeño grupo de paganos que se niega a convertirse.

–Exacto.

–¿Dónde residen?

–En la isla de File, perdida en medio de las aguas. El lugar está aislado, nadie va allí.

–¿Un templo?

–Sí.

–¿Por qué no lo habéis hecho cerrar? Su misma existencia es contraria a la ley.

–Soy consciente de ello, pero dudo a la hora de utilizar la fuerza; File no molesta al pueblo. Los cincuenta paganos que viven en la isla, lejos de las miradas, están condenados a extinguirse con rapidez. La mayoría son ancianos inofensivos. Sus hijos se han convertido hace mucho tiempo, algunos son soldados; ¿Cómo lanzarlos al ataque de sus padres?

Maximino bebió un sorbo de vino tinto.

–No soy partidario de la violencia… La cristianización ha causado muchas muertes que se suman al sufrimiento de persecuciones anteriores. Pero esta situación es inaceptable; ¿no podríamos expulsar a estas gentes con buenas palabras?

–Comprendedlo, son soñadores, nostálgicos del pasado. Muchos han nacido en la isla, allí han vivido y allí querrían morir. Pronto este templo pertenecerá a la Iglesia. La piedad dicta mi actitud.

Maximino consideró extraña la posición del obispo; tenía reputación de hombre intransigente, poco dado a las intrigas y amante de cumplir la ley; ¿le ocultaba algún hecho esencial?

–Entonces, File es el único templo pagano que todavía permanece en activo.

–Es un término un poco exagerado; en letargo convendría mejor.

–¿Es la isla accesible?

–Por barco, pero…

–¿No es territorio del imperio?

Teodoro no respondió.

–Iré a File -anunció Maximino-. Enseñadme vuestro despacho, Eminencia.


CAPITULO VII


Sabni sostenía al decano que disfrutaba del placer de su paseo diario bajo el pórtico, entre el embarcadero y el primer pilono. Aprovechando la frescura del claustro donde tantos sabios habían meditado, se detenía ante los textos rituales y las figuras divinas que cubrían los muros y las columnas. Faraón dialogaba con las gráciles jóvenes cuyo cuerpo armonioso manifestaba el amor de la tierra por los poderes celestiales. A pesar de moverse a duras penas, el anciano disfrutaba.


–Es más abundante en riquezas un instante pasado en servir a Dios que toda una existencia de hombre rico. Más abundante en riqueza un día pasado en hacer ofrendas que todos los tesoros del mundo. Es lo que me ha repetido mi padre después de habérselo oído decir al suyo; ¿serás tú, Sabni, el que transmita estas palabras?

–Que la diosa me dé la fuerza.

El decano se detuvo y miró al cielo.

–Hoy se producirá el acontecimiento que decidirá el futuro de nuestra comunidad. Observa el sol… ¡él nos lo dirá!

Un nuevo vigor habitaba las piernas del anciano, capaces de recorrer un camino más largo que el de costumbre. Sabni, sofocado, no se atrevió a hacer preguntas. Él también presentía que las próximas horas no se parecerían a ninguna otra.

Los dos hombres se dirigieron al extremo sudoeste de la isla, donde se alzaba, suspendido sobre el agua, el pabellón de Nectanebo I. En otro tiempo atracaban aquí las grandes barcas que transportaban semanalmente a los trabajadores del templo, antes de devolverlos al mundo exterior. La tribuna, antaño ocupada por un colegio.


Un hombre con cabeza de chacal se dirigió hacia Sabni; portando la máscara de Anubis, el abridor de caminos, el sacerdote le guió hasta el segundo pilono. El eje del templo se quebró. Las monumentales puertas se movieron iniciando un movimiento en espiral, matriz del templo aspirado hacia las estrellas imperecederas, al norte del universo.

Sabni atravesó el patio del oeste por el pasillo que bordeaba la casa del nacimiento; desde los capiteles, Hathor sonreía. El escultor había dado a cada una de las caras de la diosa una expresión diferente; felicidad, alegría, placer, ternura componían una música de piedras vivas.

Sobre la fachada del segundo pilono, Faraón afirmaba de nuevo su presencia triunfando para siempre de las fuerzas de las tinieblas. El sacerdote con la máscara de chacal cedió el puesto a su hermano con la máscara de halcón; a partir de entonces Horus guiaría los pasos de Sabni.

Una vez franqueada la puerta, más allá de la roca tallada en forma de monolito donde Ptolomeo VI enumeraba los donativos al templo, el futuro sumo sacerdote descubrió una estancia con diez columnas. El verde de las palmeras se derramaba por encima de los capiteles, troncos azulados de los vegetales que enlazaban el suelo plateado con el techo, cubierto de buitres con las alas desplegadas; cintas multicolores enlazaban ramilletes de flores y haces de papiros rojos y amarillos, dando ritmo a las escenas de ofrendas; hojas de oro que recubrían las columnas hinchadas de savia animaban el ritual celebrado por los jeroglíficos, emisores de la energía de las primeras épocas, del «tiempo de Dios» que evocaban los anales del templo.

El decano, que había conseguido mantenerse en pie sin su bastón, tendió al joven un shenti idéntico a los que vestían los reyes de Egipto cuando oficiaban en los lugares sagrados.

–Quítate la túnica de lino; gracias a esta prenda se sabrá cuál es tu misión.

Horus y Anubis se situaron a los lados de Sabni y purificaron su cuerpo desnudo rodándolo con agua fresca; después el decano le rodeó la cintura con el shenti y dobló el extremo sobre sí mismo para formar una lengüeta que permitiría ceñirle la prenda. El shenti, metido entre las piernas y enrollado tres veces alrededor del cuerpo, se sujetaba gracias a un cinturón de cuero. Las manos del decano no habían temblado.

La juventud de Sabni llegaba a su fin; el sencillo shenti lo introducía en la cadena ininterrumpida de jefes de la comunidad.

–Someterás a los impíos. Su raza será humillada, sus hijos sacrificados y sus mujeres se volverán estériles; las estatuas de los dioses serán enderezadas. El país volverá a sonreír gracias al soberano nacido del sol. Veremos el fin de nuestras desgracias; nuestra tierra dará vida a quien ama la vida. Los muertos saldrán de sus tumbas a fin de tomar parte en la felicidad reencontrada. Ve, Sabni. Haz que se cumpla nuestro destino.

El decano quitó los dos candados que cerraban la puerta del Trono venerable; el lugar misterioso donde se concentraba la esencia divina estaba sumido en una oscuridad en la que se perdían los débiles rayos del sol que se filtraban por los pequeños tragaluces.

Thot, con cabeza de ibis, y Sekat, la soberana de la Casa de la vida, con el cuerpo revestido por una piel de pantera, cogieron las manos del sumo sacerdote y lo condujeron por el pasillo que comunicaba la cámara de los tejidos, la sala del tesoro, la estancia de purificación y la sala de las ofrendas, dejándolo enfrente del Sanctasanctórum, igualmente cerrado con dos candados.

–La altura del templo obedece a las leyes del conocimiento -declaró Thot-, su longitud a las leyes matemáticas y sus proporciones respetan la armonía del universo. Conviértete en piedra angular del edificio y penetra en el misterio.

Las divinidades desaparecieron y el silencio envolvió el santuario. Sabni quitó los candados, los dejó en el suelo y empujó la última puerta.

Una luz le cegó; el granito brillaba con luces plateadas mezcladas con el oro de la naos. Encima del monolito, las cobras erguidas escupían un fuego protector; en su base, Faraón levantaba el cielo.

El deslumbramiento pasó y pudo verla. Vestida con una túnica blanca ceñida, el cuello adornado con un largo collar de oro y los cabellos con una diadema de lapislázuli, Isis se apoyaba en el ángulo de la naos; con un dedo empujó el caulículo de oro que cerraba el relicario en el que velaba una estatua de la diosa con los ojos perpetuamente abiertos.

–Yo soy Isis, la madre de Dios, la reina de los cielos, soberana de la tierra sagrada. Yo he traído la vida a la existencia a través de aquello que mi corazón ha concebido. Yo he dado origen a las divinidades, enseñado el camino de las estrellas, regulado el curso del sol y de la luna, enseñado a los humanos la iniciación en los misterios, fundado los templos, arrojado los demonios, abolido las leyes de los tiranos, puesto en orden aquello que ninguna locura modificará. Por mi amor, la tierra florece, el viento sopla con suavidad, el calor es agradable, el Nilo abundante. Yo ofrezco el oro del cielo y la fortuna a quien me venera. Sé depositario de esta riqueza, Sabni, sumo sacerdote de la comunidad de File.

Puso su mano sobre la de Sabni y lo condujo fuera del santuario. El joven temblaba. Su existencia ya no le pertenecía, pero viviría al lado de aquella mujer casi irreal que le había otorgado su confianza.

La comunidad estaba reunida delante del segundo pilono; cuando apareció la pareja, los adeptos reconocieron por aclamación la legitimidad de su poder. Sabni desenrolló el papiro de la Regla aplicada a todos, pobres y ricos, nobles y campesinos.

–Vosotros que cumplís los ritos y guardáis este templo -leyó Sabni-, no permitáis que ningún profano penetre en él. Que nadie acceda si no es con honor. Que las ofrendas sean llevadas a los dioses de manera que esta tierra conozca la paz y un destino afortunado más allá de los tiempos. ¡Vosotros que seguís el camino de la luz y veláis sobre esta morada del Principio, alcanzad la plenitud, sed felices! La vida se encuentra en las manos de Dios, la felicidad en su puño. Yo me comprometo a expulsar la barbarie y la violencia, ya que la armonía de la comunidad es nuestro cielo. El amor fraternal es el único monumento perdurable. Avancemos sin temor hacia la adversidad y, si nos resulta difícil, aumentemos las ofrendas de cada día.

El decano se volvió hacia Sabni y le dio un abrazo.

–Tú, que eres nuestro jefe, busca en cada ocasión obrar con justicia para que tu conducta sea irreprochable. Grande y poderosa es la Regla, inalterada desde los tiempos de Osiris; cuando el final llegue, la Regla perdurará.


CAPITULO VIII


Sabni se tendió en el pavimento tibio cerca de un estanque de agua fresca, a la sombra del tamarindo. Finalizados la ceremonia de entronización y el descubrimiento del templo cerrado en el que practicaría a partir de entonces el culto en compañía de Isis, el nuevo sumo sacerdote de File se encontraba cansado. El decano se equivocaba: Sabni no sería digno de dirigir la comunidad. Se ciñó la banda a la cintura, como si este ademán le procurara una seguridad que no poseía; durante la ceremonia, sus predecesores debieron de haber sentido exaltación y no esta carga abrumadora que le clavaba al suelo.


Un líquido cálido y perfumado se deslizó por su pecho. Abrió los ojos y vio a Isis con un frasco de cristal amarillo de largo cuello verde oscuro del que salía un hilillo ambarino con aromas de jazmín. El joven se dejó inundar por el fluido que relajó sus músculos y mitigó su fatiga.

–La última receta de nuestro hermano perfumador, preparada poco antes de su muerte. Se llevó la fórmula al país del silencio.

A Sabni le habría gustado que aquel chorro bienhechor no se detuviera; su piel lo absorbía con avidez, tratando de retener el líquido que embalsamaba su ser.

Caía la noche. Sabni no apartaba los ojos de Isis, cuyo rostro se difuminaba en las dulces sombras del atardecer; hacía rato que Isis había dejado cerca de ella el frasco con el tapón en forma de palma.

–Entremos -propuso ella-. Debo enseñarte el texto de la fundación del templo.

Se instalaron en una pequeña estancia situada detrás del muelle oriental del primer pilono, al lado de la biblioteca. Allí estaban depositados los archivos de papiros y rollos de cuero llenos de jeroglíficos. Isis llenó de aceite de sésamo la lámpara de barro cocido, comprobó que el orificio de ventilación no estuviera obstruido, sacó la mecha y encendió la lámpara; Sabni la cogió para iluminar un papiro amarillento que la gran sacerdotisa sacó de un enorme cofre con patas de león. Lo desenrolló con cuidado.

–Aquí tienes el acta de nacimiento de File, firmada por Imhotep.

–¿El creador de la pirámide escalonada?

Isis asintió.

Incrédulo, Sabni leyó el breve documento trazado por la mano perfecta de un escriba del Imperio Antiguo, la edad de oro de la civilización egipcia. Proclamaba el carácter sagrado de la isla donde se había unido la primera pareja real, Osiris e Isis, que habían revelado las leyes de la arquitectura, de la música y de la agricultura a los habitantes de las riberas del Nilo. Imhotep, sabio entre los sabios, pedía a sus sucesores que adornaran File y celebraran el culto de la gran diosa hasta el fin de los siglos.

Sabni abrazó el papiro.

–Ahora eres el sumo sacerdote de esta comunidad. Guárdate de traicionar al fundador del templo.

Isis devolvió el tesoro a su estuche. Al salir del archivo, la mirada de Sabni se detuvo sobre un bloque esculpido en el zócalo en el que estaba grabada una figura a la vez grotesca e inquietante; cabeza simiesca coronada por un bonete rayado y con dos ojos almendrados que enmarcaban una nariz gruesa; la boca abierta descubría unos dientes puntiagudos; tenía el mentón barbado, el torso fornido y el órgano sexual enorme.

–¿Quién es ese monstruo?

–Un blemio.

–¿Es un ser imaginario?

–Es un miembro de una tribu negra asentada en los territorios inaccesibles del profundo sur, más allá de la cuarta catarata. Los blemios detestan a los cristianos. Veneran al dios Mandulis, huésped de una capilla de nuestro templo. Su ofrenda preferida es el vino afrutado de Nubia, que le traían en grandes cántaros. Antes de nuestro nacimiento, destrozaban las guarniciones romanas para venir a adorarlo aquí mismo con el consentimiento de mi padre. También están muy unidos al carácter inviolable de la isla de Bigeh, donde reposan los restos de Osiris; en sus costas vela el amo de los cielos, al que califican de señor del santuario secreto, de alma viva y de león valeroso que rechaza a los impíos. Las fortificaciones han arruinado su proyecto de liberar la provincia.

–¿Realmente son tan feos?

–La caricatura la realizó uno de nuestros escultores, herido por un arquero blemio. En el ardor del combate, no distinguían a los aliados de los enemigos; quizá su raza se haya extinguido.

–¿Estás segura?

–No sueñes, Sabni. Únicamente podemos contar con nosotros mismos.

El sumo sacerdote puso una rodilla en tierra con el fin de examinar mejor el bárbaro semblante, sinónimo de esperanza.

–Más allá de la cuarta catarata…

–Desconocemos la ruta. Como sumo sacerdote, te debes a la defensa del cuerpo sagrado de la comunidad; te está prohibido abandonar File y arriesgar tu vida. Rechaza la idea de una aventura insensata.

Ningún hermano era lo bastante joven para recorrer los caminos de África y remontar las cuatro cataratas. Contrariado, Sabni se rindió a la razón; el aliado blemio se desvanecía tan rápido como había aparecido.

–Deberías dormir. Al amanecer dirigirás tu primer ritual.

–Me gustaría…

Isis apoyó un dedo en sus labios.

–Ahora es tiempo de silencio.

Isis se alejó hacia las sombras de la noche como una blanca aparición cuya huella luminosa quedó impresa en las tinieblas. Sabni habría deseado retenerla, confiarle su angustia y su necesidad de una presencia que le diera seguridad. Pero Isis se había negado, refugiándose en una soledad altiva, más inaccesible que una fortaleza. El, el sumo sacerdote, ella, la gran sacerdotisa… extraños el uno al otro, prisioneros de su misión.

Y en verdad, ¡qué misión tan ilusoria! ¿Acaso el obispo no lo eliminaría con un trazo de su cálamo? ¿Durante cuánto tiempo fingiría creer Isis en la supervivencia de File? Sabni se despreció a sí mismo. Con sus pensamientos miserables sólo atraería el desprecio de su amada; a la ansiedad de un vigilante se añadía el desaliento de un cobarde. Él, sumo sacerdote… ¡qué embuste! Sin embargo, se había comprometido ante Imhotep. El juramento lo ligaba a una tarea superior a sus fuerzas y lo encadenaba a un deber con ligaduras que ninguna voluntad podría quebrar. Sabni ya no era libre de vivir su vida, de ceder a sus impulsos. En esta falta de elección ¿conocería la serenidad de los que recibían la luz porque no esperaban nada más de sí mismos?

Un grito desgarró la paz de la isla. Procedía de la orilla occidental, cerca del pórtico de Adriano; en este lugar no había muralla. Sabni se apresuró. Oyó una llamada de socorro.

La luna iluminaba una escena horrible: un ser hirsuto y barbudo daba puñetazos a una tejedora. La mujer, con el rostro ensangrentado, dejó de gemir. Su agresor la arrastraba por los cabellos cuando Sabni le obligó a soltarla.

El loco furioso apestaba; la suciedad recorría su piel apergaminada, sembrada de cicatrices. El sumo sacerdote reconoció a uno de los monjes que se habían asentado en las tumbas egipcias después de profanar las escenas religiosas y de incendiar las capillas. Varios miembros de la comunidad acudieron con antorchas. El monje desdentado intentó morder a Sabni, que lo rechazó con facilidad.

–¡Matémoslo! – exigía una hermana.

El agresor había atacado File solo. Había descendido por la orilla en su balsa de ramas y palmas.

–¡Moriréis! – profetizó-. ¡Todos moriréis!


CAPITULO IX


Al amanecer, Isis y Sabni franquearon el umbral del templo cerrado con el fin de despertar a la gran diosa que residía en el corazón del Trono venerable. El sumo sacerdote alzó las manos en señal de adoración; Isis se situó detrás de él y le masajeó la nuca.


–Te saludo, disco alado -dijo el sumo sacerdote-, tú que emerges del océano cósmico, creador de los dioses y padre de los hombres, ser único de apariencia misteriosa, escultor por nadie esculpido; recorres la eternidad, suscitas la alegría en el universo entero; para ti, cada día es sólo un instante.

El sumo sacerdote quitó el candado, retirando así el dedo de Seth, señor de la tormenta y del poder al que era preciso aplacar por medio del rito. Seth hirió a Horus en un ojo, al abrir la puerta de la estancia oscura de la que emanaba la luz de la diosa.

–Veo tu secreto -proclamó la gran sacerdotisa-; por ti uní cielo y tierra.

Ni Isis ni Sabni consiguieron desechar de su pensamiento la visión de la hermana gravemente herida. El sumo sacerdote se había negado a que la comunidad lapidara al monje que había huido lanzando maldiciones.

Sabni ofreció a la diosa un humilde pan redondo. Atrás quedaban los altares cubiertos de vituallas; lejanas las procesiones de porteadores de carne fresca, de fragantes hortalizas de vivos colores, de cántaros de vino; el esplendor de entonces había dado paso a la lectura de las inscripciones de las paredes. Al encarnarse por medio de la palabra, los jeroglíficos se convertían en bueyes gordos, incensaciones, joyas de oro y de plata, prendas preciosas y ungüentos extraños.

Isis sacó la estatuilla de la naos y la expuso a la luz de una lámpara. Después de traspasar las regiones tenebrosas del interior de la tierra, el poder se materializaba en la figura de piedra; en la estatuilla se concentraba la energía indispensable para el templo, que se transmitiría a través de sus bajorrelieves y sus signos grabados, confiriéndoles una vida inalterable.

La gran sacerdotisa perfumó la efigie de Isis, fortalecida por la sutil ofrenda; después, cerró las puertas de la naos.

Isis y Sabni salieron del Trono venerable andando hacia atrás y se inclinaron ante la presencia divina antes de hacerse una reverencia recíproca.

El sumo sacerdote, que había cumplido con las costumbres milenarias enseñadas por los primeros faraones y repetidas cada mañana, cogió la mano de la joven; deseaba compartir con ella la emoción de su primer ritual. Sus dedos, indecisos al principio, se entrelazaron. Sabni quiso hablar, pero Isis le impuso silencio. Unidos, recorrieron las salas de columnas de colores y traspasaron la puerta del segundo pilono. Un sol ardiente invadió el patio interior cerrado por el primer pilono; Isis soltó la mano de Sabni.

–La primera columna de la derecha se ha deteriorado; tendrás que restaurarla.

Sabni aceptó entusiasmado. En otras ocasiones ya había tenido la oportunidad de demostrar su talento como diseñador y pintor.

–Reuniré a las hermanas en el templo de Nectanebo -le anunció Isis-. Hemos de examinar los documentos referentes al regreso de la diosa lejana; ya hace demasiado tiempo que descuidamos este mito.

Isis dirigió los trabajos rodeada por las mujeres que habían consagrado su vida al templo. La lectora propuso algunas frases del relato; después, cada hermana dio su interpretación y, finalmente, la gran sacerdotisa corrigió y orientó. Poco antes de la comida del mediodía se dio cuenta de que ya hacía mucho tiempo que ninguna novicia había entrado a formar parte de la cofradía femenina; el obispo había prohibido que las muchachas abandonaran a sus familias para seguir un periodo de prueba en el templo. Las hermanas más jóvenes ya superaban la cincuentena. La cofradía masculina no tenía mejor suerte y sufría la misma ley eclesiástica que condenaba a File a desaparecer por falta de nuevos adeptos. Sólo una mujer habría podido traer un hijo al mundo: Isis. Pero su misión se lo impedía; su familia y sus hijos eran la comunidad.

Una hermana se puso en pie y apuntó hacia el agua azulada.

–¡Mirad, allí abajo! ¡Un barco!

Exaltada, se cogió al brazo de la gran sacerdotisa que la rechazó suavemente.

–Regresad a vuestros aposentos.

–Y tú…

La sonrisa de Isis era una orden; las hermanas se dispersaron, sosteniendo las más fuertes a las más débiles. La gran sacerdotisa avanzó hasta el final del muelle.

Unos veinte soldados se arracimaban en la embarcación de vela blanca que se encontraba ya próxima a la isla. En la proa, envuelto en una túnica roja ribeteada con hilo dorado, el prefecto Maximino miraba fijamente hacia File. Su mirada se cruzó con la de Isis. Ninguno de los dos dio señales de flaqueza. Cuando el barco atracó, un soldado lanzó una cuerda que la joven cogió con mano firme.

–Esta isla es territorio sagrado. Ningún profano pisará su suelo sin mi consentimiento.

Maximino intentó salir del puente pero Isis le cerró el paso. El admirable rostro de la gran sacerdotisa, a pesar de la suavidad de sus rasgos, expresaba una voluntad férrea. Aunque vencida de antemano, no dudaría en luchar.

–File es territorio del imperio. Soy el prefecto Maximino, enviado por el emperador.

–Si deseáis rendir homenaje a la gran diosa, ella os recibirá; venid solo y sin armas.

Los soldados, impertérritos, esperaban órdenes. Golpear a una mujer no añadiría nada a la gloria de un alto dignatario.

–Acepto.

Isis enrolló la cuerda a un poste de amarre para ayudar al prefecto a subir al muelle. El contacto de la suave piel de Isis le turbó.

–Bienvenido a File; aquí disfrutaréis de la paz del espíritu. No alcéis la voz; la diosa prefiere la tranquilidad.

Isis desenvainó la espada del prefecto y la depositó en el suelo. Maximino no reaccionó, subyugado por la visión de la gran columnata que dominaba el cauce del río y conducía hacia el primer pilono. La serenidad y la nobleza del lugar le habían hechizado; percibió las pulsaciones de un ser viviente oculto tras la piedra; al descubrir las escenas rituales intercaladas entre las ventanas abiertas sobre el agua y sobre los acantilados, se emocionó por la grandeza de aquellas figuras en las que se afirmaba el poder de los soberanos, señores del imperio más grande del mundo. Durante un instante pensó que el faraón saldría de aquellas paredes para emprender la reconquista de la felicidad perdida.

Maximino acarició una de las esculturas. El granito latía. El prefecto se sintió cómplice del rey inmortalizado por el arte del escultor. ¿Cómo le habría servido? ¿Cómo habría administrado aquellas provincias rebosantes de riqueza? La verdad rechazada durante tantos años surgió con la violencia de un relámpago; vivía en una época mediocre, sin ingenio; la grandeza con la que había soñado siempre estaba aquí, se manifestaba en esta isla prisionera. – ¿Me permitís que vea las estancias?

Isis entreabrió la puerta del primer pilono. Los hermanos y hermanas estaban congregados en el patio interior; Maximino observó a estos hombres y mujeres de otra época, hostiles a la propagación de la fe cristiana. ¿Por qué no huían? ¿Por qué no se convertían y volvían con sus familias? Tuvo deseos de gritarles la realidad del mundo implacable y lleno de intolerancia, pero ninguna palabra salió de sus labios. La dignidad de aquellas víctimas y su gravedad serena le desconcertaron. Habían creado un universo autónomo, fuera de una época que rechazaban. ¿Y si tuvieran razón? ¿Y si la existencia del templo fuera más importante que la del propio imperio?

El prefecto sintió vértigo. Subió los peldaños que acababan en la puerta del segundo pilono, cerrada con una cadena de seguridad, y se apoyó en una jamba; un sudor acre le empañó los ojos. – Este templo debe desaparecer. Viola las leyes. Isis, situada en el centro del patio, se limitó a sonreír. El poder que creía tener Maximino se derrumbaba a sus pies.

El prefecto se sintió sin fuerzas, privado de toda agresividad, casi dócil. La magia de File, sortilegios de la gran diosa… Sólo los locos darían crédito a aquellas supersticiones. Sin embargo, se inclinaba ante una mujer a la que habría podido abatir con un simple revés.

Para escapar de sí mismo, forzó la entrada del templo cubierto. De rodillas ante una columna, un joven de frente amplia añadía pinceladas de color a unos motivos descoloridos. En una paleta salpicada de salserillas había mezclado tiza y yeso, y había obtenido un blanco brillante; la azurita molida proporcionaba un azul perenne. El artesano restauraba la corona de una diosa, después de haber reajustado las clavijas de cabeza dorada que sostenían una placa de oro cubierta de jeroglíficos.

Maximino se adentró en la sala de columnas pintadas, deslumhrado por la abundancia de colores que se ensalzaban entre sí; ni un solo lienzo, ni un ápice de piedra se hallaba desprovisto de escenas en las que personajes divinos o espíritus protectores eran objeto de alguna ofrenda. El templo hablaba; el templo enseñaba. La paleta engalanada del pintor animaba el detalle más modesto; ningún artista griego, romano o bizantino había adquirido tal maestría.

–Debéis marcharos de este lugar -dijo Sabni, poniéndose en pie-. Los profanos no tienen permitido el acceso.

Maximino sintió el impulso de castigar al desvergonzado, pero se limitó a obedecer. Volviendo sobre sus pasos, se detuvo ante Isis y la miró de hito en hito.

Cuando el prefecto embarcó de nuevo, los soldados se extrañaron de su comportamiento. Lívido y tembloroso, Maximino balbuceó la orden de regresar a Elefantina; la invasión de File no se llevaría a cabo.


CAPITULO X


El obispo Teodoro se había levantado antes del alba y releía el informe que le había enviado uno de los soldados del séquito del prefecto, encargado de espiar los hechos y el comportamiento de Maximino; este último parecía haber perdido la razón. Desde el regreso de File se había encerrado en una habitación de su vasta morada. Desamparada, su escuadra había regresado al cuartel. Corría el rumor de que el prefecto, trastornado por la brujería de los seguidores de Isis, se preparaba para entrar en guerra con los cristianos. Todos recordaban las persecuciones que habían diezmado pueblos enteros. Pronto los ermitaños vagarían por el campo tratando de reunir a los fieles y formar grupos de milicianos armados con picas y horcas que combatirían contra las tropas del obispo. Una guerra civil entre cristianos…


Teodoro había temido la llegada de aquel prefecto ignorante de las realidades del sur, pero no suponía que su comportamiento se revelaría tan desastroso en tan poco tiempo. ¡Qué victoria para File! Gracias a Maximino la isla resurgía del anonimato en el que el obispo la había sumido y aparecía de nuevo como un peligro que había que eliminar lo más rápidamente posible. ¿Cómo conseguiría contener el odio de sus correligionarios y salvar a Sabni?

Teodoro dejó a un lado todo lo que estaba haciendo y se dirigió a casa del prefecto. Contemplando el Nilo plateado de las primeras horas del día y los acantilados que se teñían de rojo o anaranjado al salir de la noche, comprendió hasta qué punto adoraba esta tierra. Ninguno de los fieles de Isis sentía la belleza con tanto fervor como él, el servidor de Dios, encarnado a la vez en la soledad del desierto y la exuberancia de la vegetación. Reunía el infierno y el paraíso en el mismo paisaje, trazaba todos los senderos, los de la esperanza y los del arrepentimiento. File, la última herejía, el último escudo contra la oleada de fe que se había expandido por el mundo, debía sobrevivir como último vestigio del paganismo vencido y símbolo de la clemencia del Señor. Los ignorantes del pasado se convertirían en los creyentes del futuro.

En el momento en que el obispo franqueaba la puerta del jardín que rodeaba la villa del prefecto, uno de los mensajeros le abordó y le entregó un trozo de papiro amarillento. Teodoro reconoció el sello del templo; la calidad del papiro correspondía a un mensaje solemne. Antes de descifrarlo debería entrevistarse con Maximino.

Sus criados le dijeron que estaba durmiendo. Ninguno se atrevió a interponerse cuando el obispo forzó la puerta de la habitación; Maximino reposaba en la cama con los ojos abiertos y fijos en el techo decorado con vegetales entrelazados. Durante un instante Teodoro creyó que estaba muerto, pero el prefecto respiraba.

–Sois vos, reverencia… Es tan tarde…

–Al contrario, es muy pronto. Tenía necesidad de veros.

–File…

–Sí claro, File.

–Es preciso salvar el templo.

–¿Habéis sido hechizado?

El prefecto se incorporó y miró al obispo con ojos febriles.

–¿Os habéis enamorado alguna vez?

–No me está prohibido el matrimonio, pero tengo otras preocupaciones. ¿Qué amor podría compararse al amor de Dios?

–El de una mujer.

–¿Isis?

–Jamás la habéis visto, reverencia… No habéis deseado sus senos, su boca, su cuerpo… No habéis oído su risa como una llamada al gozo supremo, su presencia como una felicidad inundada de dicha. Ostenta el mismo nombre que su diosa. Y si…

–Deliráis.

Maximino se levantó.

–El amor verdadero es así… un delirio que nos transporta más allá de nosotros mismos, un fuego que nos destruye para hacernos renacer mejores. Yo creía conocer a las mujeres, reverendísimo obispo. Docenas, de todas las edades y razas, han pasado por mi lecho… ¡Pero ésta! Ante ella soy como un niño. No un muchacho bien educado, sino un bribón caprichoso, lleno de ardiente deseo.

–El viaje os ha agotado. En esta estación del año, el sol es peligroso.

Maximino comió unos dátiles y se sirvió una copa de leche.

–No me toméis por loco. Sigo siendo un hombre de Estado.

El obispo se sintió aliviado. Maximino no se dejaría dominar por la pasión.

–El deber de un hombre de Estado es saber cambiar de opinión en el momento oportuno. Yo quería cerrar el templo de File; había olvidado a Isis.

–¿Qué pensáis hacer?

–Restablezcamos los antiguos privilegios de la isla.

–Eso sería un trágico error. Los cristianos no lo tolerarían.

El prefecto se volvió hacia el obispo.

–¿Me amenazáis?

–Si deseáis salvar File, haced que se olvide su existencia.

Maximino sonrió de manera extraña.

–Eso será difícil.

–¿Por qué?

–Porque Isis será mi esposa. ¡Y la esposa de un prefecto debe disponer de todo lo que le plazca! Jamás abandonará su templo; de modo que será necesario embellecerlo y devolverle su antiguo esplendor.

–¿Pisotearéis las órdenes del emperador?

–Es asunto mío. La entrevista ha terminado.

El mensaje marcado con el sello del templo anunciaba la elevación de Sabni al rango de sumo sacerdote de la comunidad de File. Con motivo de la investidura y de las prerrogativas que comportaba, el nuevo dueño de la isla pedía audiencia al regidor de Elefantina, el obispo Teodoro. El texto, redactado en jeroglífico y en demótico, ignoraba orgullosamente el griego. File hablaba de igual a igual con el poder, como si el templo tuviese una existencia legal.

A semejanza del prefecto, Sabni se había vuelto loco. Su título embriagaba, le proyectaba fuera de su época, a un tiempo mítico que le parecía más real que el cotidiano. De repente Teodoro era prisionero de una trampa; salvar a su amigo de la infancia era un deber imperioso, pero las dificultades y los peligros se acumuluban. Primero hacía falta neutralizar al prefecto; luego, devolver la razón a Sabni. Después de haber respondido favorablemente a la petición de este último, el obispo recibió al general Narses, un coloso de rostro cuadrado con el mentón adornado por una perilla. A la rigidez del militar de carrera se sumaba una prestancia innegable, a pesar de la ausencia del brazo izquierdo, cortado limpiamente en una pelea cuerpo a cuerpo con un egipcio que se negaba a ceder su granja al ejército. Narses gozaba de una excelente reputación. El emperador apreciaba su rigor y su lealtad, los soldados le adulaban. Su carrera, ya larga, no tenía tacha; obstinado y meticuloso, no se comprometía antes de haber estudiado la situación con detenimiento. Algunos lo juzgaban de espíritu simple y de inteligencia mediocre, pero el obispo sólo se fiaba de su propia opinión.

Teodoro permaneció en su escritorio. Narses, de pie, mantenía los ojos ligeramente entornados.

–¿Disfrutáis en Elefantina, general?

–No mucho. Ejecuto las órdenes del prefecto.

–Parece ser que vuestra estancia aquí se alargará más de lo previsto. ¿Os lo ha dicho el prefecto?

–Hablamos poco. Él manda, yo obedezco.

–¿Pasaría lo mismo conmigo?

–Vos sois responsable de la guarnición permanente. Nuestra obligación es colaborar.

–Ésa es mi intención. Sentaos.

–Prefiero estar de pie.

–¿Un poco de vino?

–Nunca.

El obispo se levantó.

–Vayamos a la azotea, general.

Rodeado de muretes, el tejado plano de la morada episcopal dominaba la ciudad. Narses, al lado de Teodoro, contemplaba Elefantina, los grupos de casas blancas adosadas unas a otras, los bosques de acacias y los palmerales, los altos acantilados que bordeaban el Nilo y las fortificaciones. Aunque su rostro no dejó traslucir ninguna emoción, el obispo advirtió su preocupación. ¿Quién no habría saboreado este espectáculo? En aquel instante, Narses tuvo deseos de proteger aquella provincia de colores eternos y disfrutar allí de una vejez apacible. Él, el soldado errante, había descubierto por fin la paz.

–Sois un hombre honrado, general.

–Se intenta.

–¿Qué opináis de la actitud del prefecto?

–Es mi superior.

–¿Sois un buen cristiano?

Narses frunció el entrecejo.

–¿Acaso lo dudáis?

–El comportamiento de Maximino debería extrañaros.

–No soy quién para emitir una opinión.

Narses accedió a sentarse en un banco de piedra, a la sombra de una parra.

–Tenéis demasiada experiencia, general, para pasar por alto el carácter de un lugar. Elefantina está muy ligada a la pureza de su fe cristiana.

–Sin embargo admite la existencia de una comunidad judía y del último templo pagano.

–Detesto el fanatismo, creo en la conversión de los corazones y trabajo en ello sin descanso. Pero también soy un subdito fiel del emperador, como vos. ¿Por qué no olvidar el pasado? El tiempo obrará con más eficacia que la fuerza; no hace falta atizar la llama ahora que está desapareciendo. ¿No podríais poner en guardia al prefecto?

–Sería una falta de respeto a la jerarquía.

–¿Sabéis que se ha enamorado de la gran sacerdotisa de File y que quiere devolver a la isla los privilegios legalmente suprimidos?

El militar se sobresaltó.

–¿No… no estáis exagerando?

–Mentir sería peor, sería cerrar los ojos a la realidad. Si no intervenimos, nos arriesgamos a ver como se desencadenan las pasiones.

Narses perdió la compostura; esta discusión le preocupaba. Temía las intrigas y evitaba a los diplomáticos, pues le asqueaba mezclarse en conflictos sangrientos con la población. Las revelaciones del obispo desbordaban el marco de su misión; rebelarse contra un superior equivalía a alta traición.

–Esperemos que Maximino recobre antes su cordura. Tanto vos como yo confiamos en él. Sigo ocupándome de los asuntos de File. Dentro de unos días recibiré al sumo sacerdote de la comunidad. Sólo vos lo sabéis. Es preferible que esta información sea confidencial.

Narses guardó silencio, lo cual le hacía cómplice del obispo.


CAPITULO XI


Conforme había exigido Sabni, el barco de File se inmovilizó a media distancia de la orilla. El sumo sacerdote pasó a la embarcación ocupada por los soldados del obispo; ellos lo depositarían a la entrada del templo de Jnum, el edificio faraónico más grande de Elefantina, reducido a ruinas. Pilares truncados, tambores de columnas aserrados, dinteles y fragmentos de esculturas yacían abandonados como los restos de un gran cadáver desmembrado. El santuario del señor de la catarata y la riada bienhechora había sido devastado por los romanos y después por los cristianos. Según los hechiceros, espectros armados de cuchillos frecuentaban estos lugares. Nadie tenía derecho a creer en aquellas fábulas; sin embargo las ruinas permanecían desiertas. Ni un egipcio osaría aventurarse en ellas. En cuanto a los invasores bizantinos, no sentían ningún interés por aquel triste pasado.


Ni el obispo ni Sabni temían a los emisarios del dios carnero. El primero porque le opondría la cruz de Cristo, el segundo porque conocía la fórmula para apaciguarlo. Los dos amigos tenían la certeza de disfrutar de una absoluta tranquilidad, lejos de oídos indiscretos. Se sentaron uno al lado del otro en un peldaño lateral de una naos de granito rosa.

–Así que has aceptado el cargo de sumo sacerdote.

–El decano me lo ha pedido e Isis lo ha aprobado.

–¿Cómo lucharé contra esta nueva locura? ¡Hacía más de veinte años que File prescindía del sumo sacerdote! Parece que quieres resucitar la comunidad.

–Tal es mi único deber; transmitir la iniciación que nuestros antepasados nos han legado.

Teodoro cogió un trozo de granito y lo lanzó a lo lejos.

–Te pareces a esa piedra; incapaz de moverse por sí misma, esclava de la mano que la mueve. Tú eres el jefe insignificante de una asamblea de ancianos a las puertas de la muerte. Si tu ridicula misiva hubiera caído en las manos del prefecto, ya estarías encarcelado.

–Mi dignidad de sumo sacerdote…

–¡Ya no existe, Sabni! La única autoridad religiosa de esta comarca soy yo.

–Tú reinas sobre los cristianos. Yo sobre los egipcios. Poco importa el número; ahora somos iguales. Por eso no cuento con una respuesta favorable a mi petición.

El obispo, resentido por no poder arrancar a Sabni de su sueño, lo escuchó estupefacto.

–Algunas partes del templo están en malas condiciones. Para la techumbre necesito troncos de palmera que nosostros mismos cortaremos en tablas. Para las puertas es indispensable madera de acacia y de sicómoro; algunas piezas de pino asiático servirán para la restauración de los cofres litúrgicos. También me hará falta un centenar de bloques de arenisca de los que ya te daré las medidas. – El sumo sacerdote cogió un trozo de granito del suelo-. ¿No ha sido construida tu iglesia sobre una piedra?

Una profunda arruga surcó la frente del obispo.

–¿Por qué me provocas?

–Es una petición oficial.

–¿Has supuesto por un segundo que accedería a tus requerimientos?

–No desespero de persuadirte.

–Madera y piedra son materiales escasos y muy costosos, reservados al ejército y a los edificios públicos. Yo soy el contable ante el prefecto.

–El templo pertenece a la divinidad; sólo ante ella debemos rendir cuentas después de nuestro paso por la tierra. Su morada debe ser la más bella y la más rica; ningún material es lo bastante espléndido para honrarla.

–Dios no vive en un templo, Sabni. Se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios; no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí.

–¡Cuánta vanidad! He aquí la traición suprema del cristianismo: la adoración del individuo. El no es divino, Teodoro; ni tú ni yo estamos hechos a imagen de Dios; sólo el templo, construido según la Regla, simboliza el Principio.

–Tú has encerrado a Dios en el templo, yo lo he hecho salir. Tú lo confinabas en los círculos de iniciados, yo he revelado su existencia a todos los hombres.

–Yendo hacia el más mediocre, hacia la multitud, rechazando la trascendencia y el esfuerzo, conquistas como lo haría un militar.

–El individuo debe manifestar su debilidad, ha escrito Pablo, para que la fuerza de Cristo descienda sobre él.

–Pablo… Por culpa suya tu religión se ha convertido en fanática e intransigente. No hay peor raza que los opresores convertidos.

–Tu crítica es estéril. Antes de su nacimiento, el que fue enviado a este mundo lo desconocía; se convirtió en hombre sin dejar de ser Dios. De sus entrañas, como de un cielo, María lo parió de forma divina. Otra luz apareció; negarlo es insensato.

–María es hija de Isis. Es la gran diosa quien, mañana o dentro de mil años, orientará de nuevo el mundo hacia una fe sin dogma.

–¿Gracias a unos pocos iniciados sin futuro?

–Recuerda tus Escrituras: un solo justo bastará.

–Isis está muerta. Sus últimos fieles desaparecerán.

–¿Ésa es la famosa tolerancia que tú predicas?

–Deseo salvaros, a ti y a tu comunidad, pero no vuestras funestas ideas que envenenan el espíritu. Cuando seáis liberados, la verdadera fe iluminará vuestros corazones.

–Tu fe ha derramado sangre y lágrimas. Bizancio es tan cruel como Roma. En tiempos de los faraones Egipto era hermoso, rico y feliz; desde el campesino hasta el rey todos comulgaban con lo sagrado, el crédulo por mediación de una estatua erigida en su campo, el sabio por la contemplación de la luz oculta en el templo. Mira mi país, Teodoro, mira nuestro país… pobre, explotado, arruinado. Los canales ya no se limpian, los campos no se riegan, los ricos son bestias salvajes, la violencia triunfa, los pueblos están sucios y llenos de piojos, la corrupción ha destronado a la ley. ¿Dónde se esconde Jnum el carnero, el que con sus robustos brazos inundaba Egipto de alimentos? Recuerda nuestra Regla: dar de comer al hambriento, vestir al desnudo, dar una barca a quien no puede atravesar el río, un ataúd al que no tiene hijos. Hoy, los hombres consideran la ignorancia como conocimiento y lo dañino como útil. Viven de la muerte, de la que se sacian cada día. ¿Estás satisfecho? ¿Le das gracias a tu dios?

–La creación es imperfecta.

–La humanidad la deshonra. Faraón construyó el cielo y la tierra al precio de un trabajo incesante; haciendo creer a cada hombre que lleva a Dios en sí mismo conduces al Universo a los peores conflictos.

–Cristo predica el amor al prójimo; pareces olvidarlo.

–Los griegos se contentan con bellas palabras. Egipto exigía hechos, seres deseosos de batirse tallando la piedra y la madera. Cerrar los templos es secar la fuente más vital.

–¿Será el Egipto pagano la madre del mundo?

–Si no estás convencido, ¿te quedarás?

El obispo miró a lo lejos. Los bloques de piedra de la catarata cerraban el horizonte. El santuario de Jnum todavía respiraba; una leve brisa, apenas perceptible, circulaba entre los capiteles esculpidos y las columnas resquebrajadas.

–¿Por qué no destruyes File, Teodoro?

–Porque eres mi amigo.

–¿No hay otro motivo? ¿No tratas de conservar los últimos vestigios de tu pasado?

El obispo ocultó el rostro entre las manos.

–Aquella procesión… y, ahora, este título de superior, la actividad peligrosa que deseas proseguir… ¿por qué me complicas tanto la tarea?

–Para obligarte a escoger.

–Tienes que saber parar a tiempo, Sabni. El ejército de Maximino no es un espejismo. Estoy obligado a obedecerle.

–Confío en ti; sólo te obedeces a ti mismo. ¿Me concederás la piedra y la madera que necesito?

–No. Que File se hunda será mi mayor alegría.

–Hasta pronto, Teodoro.

Sabni se alejó con paso firme y tranquilo. El decano no se había equivocado, el joven estaba a la altura de un sumo sacerdote.


CAPITULO XII


Finalizaba el mes de mayo. Los campesinos recogían la cosecha bajo un sol ardiente, mientras esperaban que llegara el tiempo de la trilla. Una pregunta atormentaba sus espíritus. ¿Cuánto subiría el nivel del agua en la próxima crecida? ¿Sería el obispo capaz de atraer sus favores y controlarla a la manera de los faraones y de los sacerdotes de Isis? Teorodo sabía que éste era el principal motivo de preocupación del que se hablaba continuamente en las calles; todo el mundo comía tarde y salía a charlar a las puertas de sus casas, aprovechando el fresco de la noche.


Pero los juegos y las bromas disminuían a medida que se acercaba el momento en que se decidiría el futuro del pueblo durante el año siguiente: ¿hambre o prosperidad? El nerviosismo aumentaba. Por todas partes estallaban revueltas que los soldados reprimían de un modo cruento y brutal. Algunos perdían la razón y atravesaban enloquecidos los pueblos prediciendo catástrofes sin fin. Los astrólogos callaban al haberles sido prohibido por la iglesia el uso de su arte. Maximino invitó a las autoridades de la provincia a un banquete digno de las recepciones más brillantes de Alejandría. Nadie faltó a la cita: ni un diácono, ni un militar, ni un rico terrateniente. Hacer acto de presencia del modo más ostentoso posible aseguraba los privilegios ya conseguidos y facilitaba el futuro enriquecimiento. Teodoro admiró la habilidad de Maximino, que conocía la actividad de todos y cada uno de sus invitados y los recompensaba con alguna que otra observación personal. En menos de tres semanas había estudiado los archivos del obispo. Los que contaban con su rápida decrepitud quedaron decepcionados; durante el tiempo que permaneció aislado, el prefecto se había informado a fondo sobre la clase dirigente.

El vino y la cerveza corrieron a raudales. Se ofreció a los comensales innumerables variedades de carne y pescado, así como frutas y pasteles. Al amanecer, Maximino pidió al obispo que le siguiera a su despacho.

–No habéis bebido nada, reverencia.

–Mi posición me obliga a permanecer sobrio, la vuestra no. Sin embargo, vos no habéis probado los magníficos vinos del país.

–El tiempo reservado para el placer llegará más tarde.

La gran sala donde trabajaba el prefecto se parecía en su distribución a la que ocupaba Teodoro.

–Aprecio vuestro don para administrar, reverencia. A decir verdad, no he conocido a nadie que lo hiciera mejor. Espero que me perdonéis por haberos imitado.

–Me hacéis un gran honor.

–A veces, tal rigor perjudica a su autor.

–¿Cómo?

–He podido constatar que los notables de esta región están bajo vuestra influencia; al menos la mitad de las tierras os pertenece.

–Pertenece a mi iglesia -rectificó Teodoro.

–Vuestra política de adquisición se desarrolla a un ritmo desorbitado, abastecéis y vestís a los soldados destacados en Elefantina. Todo el que intentare contrariaros sería eliminado de inmediato.

–¿Por qué iban a contrariar al intérprete de Dios? Amo esta provincia. Mi objetivo es hacerla próspera. ¿Acaso es un defecto?

–Después de examinar vuestras cuentas, no tengo nada que reprocharos. Sois más competente que el tesorero del emperador. En Bizancio seríais ministro; sin duda estáis hecho para ser el futuro patriarca de Alejandría. Pero no apruebo vuestra actitud en cierto asunto.

–¿En cuál?

–¿Por qué castigáis a File?

Teodoro asió la cruz con la mano derecha.

–La prohibición de enviar lino, la negativa a abastecerles de madera,y de piedra para restaurar edificios. He leído vuestros decretos.

–No son confidenciales. Los heraldos los proclaman en la vía pública.

–Tenéis a la comunidad sometida a tortura.

–Me sorprenden vuestros reproches. ¿Debo recordaros que son paganos?

El prefecto se movía de un lado para otro, nervioso.

–Me he visto obligado a aceptar vuestras decisiones.

–En efecto, no habéis tenido otra elección. Es la voluntad del emperador.

–Desde luego, no es la mía.

Teodoro no disimuló su indignación.

–¿Sois vos, el servidor del emperador, el que habla de esta guisa?

–Hay algo que me sorprende: no habéis cerrado el templo cuando podíais haberlo hecho de una forma rápida y definitiva. Así pues, vuestra animosidad no es completa; lo que yo quiero es conseguir el amor de Isis. Ya que somos solidarios, ganemos tiempo y busquemos una solución que satisfaga a ambos.

Como no podía dormir, Teodoro pasó la noche ante su escritorio.

Clasificó documentos, estudió el presupuesto de la ciudad para el mes siguiente, comprobó la lista de sus propiedades y rezó.

El nombre de los morosos estaba subrayado con tinta roja. Una vez más tendría que enviar a los soldados a recaudar los fondos que faltaban. Al obispo no le molestaba que el prefecto examinara su trabajo, ya que, debido a su carácter y en previsión de una inspección de este tipo, se había acostumbrado a no ocultar nada. Todos sus negocios estaban dentro del marco legal, cuyos recursos utilizaba con habilidad extrema. El peligro radicaba en otra parte; Maximino estaba perdiendo la cabeza. Su demencia parecía tanto más profunda cuanto que daba la impresión de un ser responsable y dueño de sí mismo. Sin embargo, sólo pensaba en Isis, hasta el punto de traicionar su deber con el emperador. Pasión absurda condenada al fracaso. Pasión que volvía a Maximino tan incontrolable como una brizna de paja a merced del viento. A causa de este amor, File se convertiría en centro de conflictos. El templo que Teodoro había conseguido ocultar bajo una sombra protectora, relegándolo al olvido, surgía de nuevo a la luz.

Maximino era como un adolescente presto a enamorarse. Sus sentimientos hacia la gran sacerdotisa anulaban su pasado. ¡Isis, tan hermosa, tan atractiva, adornada por la magia de la diosa que adoraba! El obispo comprendía el hechizo; corría el riesgo de desencadenar la ira de los cristianos y ni siquiera tendría el derecho de reprimirla.

No ejercía ninguna influencia sobre Sabni. Después de convertirse en sumo sacerdote, su amigo había cambiado, había acatado su misión con seriedad y soñaba con hazañas imposibles. ¿Incitaría a Isis al suicidio o respetaría la prudencia y el silencio, sus armas más poderosas?

Teodoro se arrepentía de no haberla conocido nunca. Entre sus dos soledades, un diálogo mudo se había instalado. A distancia percibía sus intenciones; pero Sabni y Maximino confundían el juego.

¿File, una parte de sí mismo? ¿El templo pagano reflejaba una fe que no había conseguido desarraigar de lo más profundo de su alma? Preguntas desprovistas de significado. Después de convertirse al cristianismo su vida había cambiado. Inmerso en Cristo, se consagraba al restablecimiento de una doctrina sólida y duradera que lograría sacar de su error a los más obstinados.

Se anunciaban desgracias, pero Teodoro no las temía. Libraría a su amigo de su trágico destino; convertiría a File sin emplear la violencia y obligaría a Maximino a entrar en razón. Lo conseguiría con la ayuda de Dios.


CAPITULO XIII


A mediados del mes de junio, un día en que el calor apretaba, el Nilo cambió de color. El agua se tiñó de marrón, el caudal se aceleró. Estaba lleno de barro y de fango. El trabajo en el campo se interrumpió. En File, Isis observaba Sirio, la estrella principal de la constelación del Can mayor, cuya aparición helíaca anunciaba el comienzo de la crecida, nutrida por el sudor y la linfa surgidos del cadáver de Osiris asesinado. Cuando su esposa vertiera las lágrimas de duelo, el matrimonio sería celebrado de nuevo, esta vez en el más allá, y la tierra de Egipto sería fecundada otra vez.


El obispo militarizó a la fuerza agricultores, obreros, comerciantes ambulantes y artesanos para arreglar los canales y limpiar los estanques de riego donde guardaban el excedente de agua. En casi todas las provincias habían descuidado estos trabajos penosos que en tiempos de los faraones habían hecho de Egipto un inmenso oasis en el corazón del desierto. Más de la mitad de las tierras cultivables se había perdido; sujeta a préstamos personales, la gente humilde no se sacrificaba por una administración que les oprimía más cada año. Teodoro luchaba a su manera contra la injusticia. La región de Elefantina parecía, en algunos sitios, el paraíso terrenal que habían creado las dinastías reales. Trabajo y dinero no eran suficientes; los hombres sufrían la pobreza sólo por una fe entusiasta. ¿Quién sino Cristo se la ofrecería?

Una semana antes de la crecida del río, Teodoro y Maximino descendieron los noventa peldaños de la escalera del nilómetro. Sobre las paredes, la gradación en codos permitía calcular la altura de la crecida. En el pozo de piedra tallada se conservaba, gracias a las inscripciones profundamente grabadas, la memoria de inundaciones precedentes. Todos conocían de memoria la letanía: doce codos, hambruna; trece, vientre hambriento; catorce, dicha; quince, el fin de las preocupaciones; dieciséis, alegría total. Teodoro se acercó a la pared mojada y consultó las estrías que indicaban los codos de altura. La experiencia adquirida autorizaba una previsión.

–¿Cuál es vuestra conclusión? – preguntó Maximino, ansioso.

Dudando, el obispo volvió a calcular.

–¡Hablad, os lo ruego!

–Los resultados son anormales. Volveré mañana; el agua habrá subido.

Los dos días siguientes, Teodoro obtuvo las mismas cifras. Ante la insistencia del prefecto, tuvo que decirle lo que pensaba: había que esperar lo peor.

Todos acechaban en vano las majestuosas aguas que se desbordarían con violencia, rebasarían las orillas, se extenderían por los campos de cultivo y transformarían el valle en un lago en el que sólo sobresaldrían los pueblos construidos sobre los oteros. Esperaban que el Nilo, saltando al encuentro del cielo, ahogara ratas y parásitos, depositara el limo, purificara la tierra y la preparase para la germinación del trigo, símbolo del renacimiento de Osiris.

Pero el nivel del agua permanecía anormalmente bajo. Si el obispo no se había equivocado, no alcanzaría los once codos, lo que equivaldría a un periodo de hambre espantosa. Teodoro convocó una reunión del consejo de notables a la que también asistió el prefecto.

–¿Las reservas de grano?

–Casi agotadas.

–¿Imprevisión?

–Las anteriores crecidas fueron mediocres. El imperio ha aumentado demasiado los impuestos.

–¿Otros alimentos?

–Alejandría nos saqueó.

El prefecto decretó medidas de urgencia. El ejército debía ser aprovisionado con preferencia; en el transcurso del mes de junio, sólo los soldados comerían hasta hartarse. Los recursos alimentarios de la provincia fueron repartidos por los oficiales superiores, que pensaban sobre todo en sus tropas. La población se indignó. Sólo les quedaban higos secos y pan duro.

El último día de julio, Maximino llamó al obispo; ya no había esperanzas de una buena crecida. Los niños y los ancianos morían de hambre. Las fuerzas del orden tuvieron que reprimir dos tentativas de rebelión, una en un pueblo próximo a la catarata y otra en las afueras de Elefantina. El número de víctimas se elevaba a una docena, según los soldados, y a más de doscientas, según los nativos.

Teodoro constató que los colaboradores del prefecto eran tan perezosos como incompetentes. ¿Cómo extrañarse, si había sido él quien los había recomendado a Maximino? La mejor manera de aislarlo consistía en rodearlo de individuos lo suficientemente mediocres para que pudiera creer que era el rey absoluto; quien no conociese el interior de la provincia se perdería en los pormenores del procedimiento administrativo. Bizancio había añadido tantas leyes a las promulgadas por Roma que sólo el obispo alcanzaba a orientarse en este laberinto. Teodoro cuidaba de llenar el despacho del prefecto de informes inútiles; cuanto más trabajo tuviera, menos se ocuparía de File.

Al lado de Maximino estaba el general Narses, con la perilla arreglada con esmero. El obispo percibió la hostilidad de los dos hombres. No había conseguido enfrentarlos y debería esperar un asalto en toda regla. ¿No sería Teodoro la víctima propiciatoria perfecta?

–El pueblo se queja, reverencia.

–La guarnición intervendrá.

–¿Habrá que aplastar un tumulto?

–El emperador detestaría un incidente de esta índole.

–Mantendré el orden, pero esta crecida catastrófica desmoraliza a las tropas de Narses.

El general asintió.

–Se dice que una maldición pesa sobre Elefantina. Algunos de mis hombres son muy supersticiosos y prestan oídos a los profetas del mal; la cólera de los antiguos dioses es, según dicen, el origen de esta época de hambre.

El obispo miró a sus interlocutores con severidad.

–Por supuesto, no creéis en esas pamplinas.

Ni el prefecto ni el general respondieron. Maximino rompió el silencio.

–Una sublevación popular comprometería la misión que me ha confiado el emperador.

–¿Qué proponéis?

–He paseado por las calles del pueblo; los habitantes me han hablado. Para conjurar la mala suerte pedimos la ayuda de la gran sacerdotisa de File. Ella conoce las fórmulas que harán subir el nivel del agua; que celebre el antiguo ritual.

–La magia negra está castigada con la pena de muerte -objetó Teodoro-. Llevo muchos años empeñado en eliminar esas prácticas malditas; ¿osaríais reactivarlas, menospreciando las leyes divinas y humanas?

–Caso de fuerza mayor -dijo el prefecto.

Proporcionando a Isis la ocasión de hacerse valer y probar que la religión tradicional perduraba, contaba con ganarse sus favores.

–¿Sois consciente del riesgo?

Maximino respondió en un tono menos tajante.

–¿Cómo podría una joven desarmada ser una amenaza para la seguridad pública? El pueblo ama la superstición; su aparición calmará los espíritus. Luego volverá a su isla.

–Desestimáis la pureza de la fe cristiana; nunca toleraría semejante afrenta.

–Soy cristiano -le recordó Maximino-. Isis no convertirá a nadie. Aunque está prisionera, su prestigo es considerable; en un solo día servirá a la causa de la paz. Anunciaremos al emperador que esta región está totalmente sometida.

–Os equivocáis. Isis no pactará con nosotros, sino que aprovechará la oportunidad que le ofrecéis para proclamar la omnipotencia de la diosa. Las consecuencias…

–¿Acaso no estáis convencidos de la fidelidad de vuestros seguidores?

–Las malas hierbas crecen con rapidez.

–Unamos nuestras fuerzas.

–No estoy muy seguro de poder ayudaros.

Maximino frunció el entrecejo.

–No es al hombre de iglesia al que me dirijo, sino a mi subordinado. Yo no osaría siquiera considerar un rechazo que equivaldría a una deserción.

Narses llevó la mano a la empuñadura de su espada. El obispo supo que no dudaría en usarla contra él.

–Vuestros temores no tienen fundamento -declaró con voz helada.


CAPITULO XIV


Isis, vestida con una larga túnica blanca, desembarcó al pie de la colina más alta de Elefantina. El general Narses y una escuadra asegurarían su protección. Los soldados de infantería habían expulsado a una docena de anacoretas que vivían en las cuevas vecinas; encerrados en el interior del cuartel, no sabrían nada del ritual celebrado por la gran sacerdotisa de File, que había aceptado la proposición del prefecto de intercambiar víveres. Varios miembros de la comunidad languidecían; algunos ni siquiera tenían fuerza suficiente para trabajar.


Antes de la partida de Isis, un barco cargado de verduras, fruta y harina había llegado al templo; Sabni se estaba ocupando de descargarlo. Mientras hermanos y hermanas degustaban su primera comida consistente después de quince días, la gran sacerdotisa partió hacia lo desconocido. Contradecía así a su padre, que estaba convencido de que Maximino la atraía a una trampa; pero el prefecto ya había dado su palabra de restablecer el aprovisionamiento de la isla.

Desde la cima de la colina la vista era extraordinaria. El río se deslizaba soñoliento entre los escarpados acantilados. A lo lejos se distinguía la ciudad verde y blanca. En esta época del año la falta de agua formaba manchas marrones en los campos; el desierto avanzaba por todas partes.

–Espléndido país -estimó Maximino con las manos cruzadas en la espalda, de cara al vacío.

–Los dioses lo han elegido como morada -recordó Isis, que se encontraba a su lado.

Los soldados de infantería, situados detrás, ni oían ni veían nada. El prefecto no osaba mirar a la joven, cuya sola presencia ponía fuego en sus venas; el dolor era tan atroz como delicioso.

–La inundación será muy débil, miles de personas morirán de hambre. No habrá cosecha, las espigas se secarán; ya los niños lloran y los ancianos están postrados. La miseria prolifera. ¡Debéis intervenir, Isis!

–Demasiado tarde.

–¿No desencadenarán la crecida las lágrimas de la diosa?

–Hemos dejado pasar el momento oportuno.

–¿No hay un ritual de salvaguardia?

–Organizar una procesión y ofrecer viandas al río: pasteles, fruta y estatuillas de mujeres que el Nilo fecundará… Sí, habría sido indispensable antes de que el color del río se modificara.

–¿No queda ningún recurso?

–Sólo uno, utilizado por Imhotep hace más de tres mil años, cuando la más grave de las sequías puso en peligro el trono de Faraón: dirigirse a las fuentes del Nilo.

–Es una leyenda -protestó Teodoro-; ¡las fuentes del Nilo no están en Elefantina!

Maximino no se inmutó.

–Lo que nuestros ojos observan es a menudo ilusorio; Isis afirma que el poder del río está oculto en una gruta, cerca de aquí. Sois vos el que ha obstruido la entrada.

–Medida indispensable. Los paganos se reunían allí cada año, antes del principio de la crecida, para celebrar ritos satánicos.

–La gran sacerdotisa acepta ir para rogar al espíritu del Nilo.

–Me niego a participar en esta mascarada.

–Miles de vidas están en juego. La existencia misma de vuestra provincia depende de la crecida. Dejad actuar a Isis; ella guarda las llaves que nosotros no poseemos.

–¡Vos, un cristiano, os expresáis así!

–Os repito que es un caso de fuerza mayor. Despejemos el acceso a la gruta.

–La boca del infierno…

–Nada de supersticiones, obispo.

–¿Es una orden?

–Para ejecutar sin dilación.

Ella, la gran sacerdotisa. Él, el obispo. Ella no bajó los ojos como una buena creyente; por lo tanto Teodoro olvidó el sermón que había preparado.

No cambiaron ni una palabra; tenían prisa por terminar la misión que les obligaba a aliarse.

El emplazamiento de la gruta santa era un secreto de Estado conocido sólo por un pequeño número de personas; situada en el extremo oriental de la isla y protegida por un promontorio rocoso, no ofrecía más que una entrada angosta, accesible a una sola persona de complexión frágil. Unicamente Maximino, Teodoro, Isis y un picapedrero emprendieron el sendero perdido que conducía a la gruta. Apartaron hierbajos y ramas antes de llegar a una minúscula terraza oculta por papiros de más de seis metros de altura; Isis guió a sus adversarios por un laberinto donde se habría perdido la más hábil de las aventureras.

Cuando avistaron la caverna del dios Jnum que liberaba las mareas levantando su sandalia, el corazón de Isis dio un salto de alegría. De la región de Elefantina sólo conocía este lugar oscuro; su padre la había llevado tres veces, antes de que el obispo lo declarase inaccesible.

Teodoro pidió al picapedrero que quitara los bloques que él mismo había amontonado a fin de ocultar la entrada. Cuando el agujero quedó libre, Maximino se impacientó.

–¿Entraréis, Isis?

–No antes de haber recibido la señal. No hay que dirigirse a un dios con palabras humanas.

El picapedrero se sentó aparte. La gran sacerdotisa metió el brazo en el interior de la gruta, sacó dos pequeños vasos, uno con agua del cielo, el otro con agua del Nilo, y los dispuso a los lados de la entrada. El obispo parecía incómodo y tocaba sin cesar la cruz que llevaba en el pecho como si apretarla impidiese la aparición de algún diablo.

–¿Cuánto tiempo…?

–No lo sé.

Pasó una hora larga. El prefecto, cuya irritación había desaparecido, saboreaba la dulzura del momento. Admiraba a Isis; parecía Cleopatra, cuyos sublimes retratos adornaban los comedores de las viejas familias alejandrinas, pero con los rasgos faciales aún más perfectos. Su pureza solar la volvía tan deseable que la situaba fuera de la vulgaridad. Contemplarla era hacerle el amor con el infinito respeto de las más ardientes pasiones. Isis era suya; nunca pertenecería a ningún otro.

Teodoro esperaba que no se diera el temido suceso. Sin la señal, la gran sacerdotisa no penetraría en la gruta y la Iglesia no sería humillada. Isis permanecía serena; su esperanza se volvía certeza. No solamente File no sería destruida, sino que ella podría dedicarse a su principal misión: formar a los adeptos, iniciarlos en los misterios y transmitir el espíritu. En estas circunstancias, ¿cómo no iba a manifestarse la voluntad divina? Libraba un mudo combate, sin armas, sin herida aparente; del desenlace dependía el futuro del templo.

Isis y el obispo se enfrentaban abiertamente por primera vez. Ambos se estimaban y se temían. La belleza de la joven deslumhraba a Teodoro; en su fuero interno, entendía los insensatos impulsos del prefecto. El prelado percibió la voluntad implacable de la gran sacerdotisa y sus aptitudes de mando. Si Sabni tenía la inteligencia de escuchar, formarían una pareja capaz de todas las audacias, hasta el punto de amenazar la paz civil.

A Isis le extrañó encontrar un adversario de aquella envergadura, cuya capacidad real superaba su reputación; a las cualidades de un jefe, Teodoro unía la agilidad de un político y la fuerza inagotable del creyente. Enemigo irreductible, se comportaría como rival despiadado que no prestaría oídos a ninguna queja.

–La señal -indicó Isis con calma.

Maximino siguió la dirección de su mirada; sobre el umbral de la gruta serpeaba una víbora. La gran sacerdotisa puso una rodilla en tierra y con un gesto vivo la cogió por detrás de la cabeza. El prefecto se echó atrás. Esgrimiendo la criatura que se agitaba, Isis avanzó hacia la entrada de la gruta; Teodoro le cortó el camino.

–¡Os prohibo utilizar el símbolo del diablo!

–La serpiente no es el mal; nace de la tierra regenerada por la marea. Debo llevarla al espíritu del Nilo, sola, con el silencio y el respeto del dios oculto.

–El pez de Cristo ha vencido al reptil del demonio. Esta magia es ilusoria y peligrosa. El obispo de Elefantina no dejará el paso libre y ningún ritual satánico ensuciará su ciudad. ¡Alejaos todos!

Impresionado por la vehemencia del obispo, el prefecto se apartó. Isis arrojó la víbora a la espesura de papiros.

–Vuelve a tapar este maldito agujero -ordenó el obispo al picapedrero-. Que el recuerdo de este lugar sea olvidado para siempre.

El obispo se arrodilló y blandiendo la cruz, exorcizó la caverna pagana.