mi cabeza atraviesa el
firmamento,
rozo el vientre de las
estrellas,
brillo como ellas,
conozco la alegría
celestial,
danzo como las
constelaciones.»
Texto de la morada eterna del príncipe
Sarenput en Asuán.
Por amor a Isis
Sólo la montaña santa de File resistía, iluminada por las
luces de levante; en medio de un caos de rocas, la isla santa de
Isis aparecía como un paraíso de verdor rodeado de altos muros.
Según una antigua leyenda, observar esta fortaleza abría la puerta
de los dioses.
La joven, vestida con la tradicional túnica blanca, oía los
trinos de los pájaros enjaulados a la sombra de las acacias. La luz
no tardaría en vencer a las tinieblas. Desde su pedestal de granito
suavizado por una vegetación exuberante en la que sobresalían las
palmeras, la isla desafiaba al poderoso obispo Teodoro, jefe
espiritual y dueño terrenal de esta olvidada región del sur de
Egipto, en los confines del imperio. Más allá se encontraba lo
desconocido, el peligro y las tribus bárbaras.
Isis perfumó sus cortos cabellos, negros como el azabache y
se dirigió hacia el pabellón del emperador Trajano. El edificio de
esbeltas columnas, destinado a recibir la barca divina, aún no
estaba terminado; la sacerdotisa veía en el edificio inacabado un
mensaje de esperanza, una obra que proseguir, aunque el destino
parecía contradecirla. ¿Cómo podía admitir la hija del decano de la
comunidad y la más brillante de los alumnos de la Casa de la vida,
que la civilización egipcia desapareciera aplastada por el peso de
un dogma que no vacilaba en utilizar la violencia para
imponerse?
Aunque el enemigo amenazara, siempre se estrellaría contra
las murallas del templo, último reducto del objetivo primordial
donde la vida que brota de la piedra y de la arena se transforma en
majagua de corolas rojas, clemátides azules o guirnaldas de
buganvillas rosáceas. Apartando las ramas de un sicómoro, Isis se
encaminó hacia la orilla del río.
No, no era el fin del mundo, sino solamente el final del
valle; allí el Nilo fluía por un lecho cada vez más angosto hasta
perderse entre los remolinos y torbellinos de la primera catarata
que se lanzaba al asalto de rocas e islotes. Isis disfrutaba con
este espectáculo, se dejaba hechizar por las montañas de arena
roja, el desierto ocre, las piedras inalterables. Aquí nada
cambiaba. Aquí se afirmaba el poder de la edad antigua, de los
tiempos gloriosos, de los grandes fundadores de la más compleja de
las culturas. File era la capital de la primera provincia de
Egipto; allí nacía la ola vivificante de la crecida, allí renacería
la felicidad.
Isis necesitaba disfrutar de la soledad al amanecer para
respirar mejor la esencia de la diosa, el rocío misterioso nacido
de la comunión entre el cielo, la tierra y el templo. Así como la
isla sagrada amansaba con sus encantos los sombríos acantilados,
así también la joven sacerdotisa quería aplacar las fuerzas
hostiles que habían conducido hasta las puertas del último
santuario egipcio a los soldados cristianos. Puesto que llevaba el
nombre de la diosa encarnada en File, tendría que hacerse digna de
su inspiración.
Isis se sentó a la orilla del río. Una suave brisa la
envolvió como un manto; bajo sus pies desnudos la tierra todavía
estaba tibia.
¡Cómo adoraba este lugar aislado, este templo perdido en
medio de las aguas y los escollos, este himno de arenisca al poder
invisible, este canto alegre de la reina de las estrellas! Ella
había nacido aquí, en la casa del origen; había aprendido a leer, a
escribir y a contar en la Casa de la vida; desde los dieciséis años
se había iniciado en los pequeños misterios, antes de desarrollar
su espíritu como las alas de un pájaro para conocer la iluminación
de los grandes misterios y el peso del cargo de gran sacerdotisa.
Pero ¿cómo olvidar las convulsiones del mundo exterior, la
ocupación bizantina, tan violenta como la de los romanos, la
influencia del obispo Teodoro sobre la ciudad de Elefantina, la
conversión obligatoria de los escribas, los barqueros y los
campesinos, forzados a olvidar sus raíces y a comportarse como
buenos cristianos?
Por aquellos días la vejez postraba al decano. Correspondía a
Isis continuar la lucha y preservar a File de las agresiones. Los
fanáticos soñaban con apoderarse del templo y de sus riquezas. Isis
contaba con la prudencia del obispo, un egipcio adherido a la causa
de Cristo.
Cuando la vida del decano se extinguiera sería necesario
designar un nuevo superior apto para gobernar con ella. ¿Cómo no
pensar en Sabni, el joven de aspecto severo y frente noble que
durante estos últimos meses se había adueñado de sus pensamientos,
impidiéndole incluso concentrarse en la celebración de los ritos? A
sus ojos, Sabni poseía las cualidades necesarias para ocupar este
cargo. Pero ¿cómo iba a dejarse llevar por la
pasión?
La brisa traía un murmullo de sistros. Isis volvió al templo
en el momento en que dos ancianas sacerdotisas lo abandonaban,
tocando los instrumentos de música cuya voz metálica alejaba los
demonios de la noche que trataban de incrustarse en los muros de
los edificios. Una tenía un sistro del que pendían unas raicillas
que servían de apoyo a las serpientes de cobre; el sistro de la
otra hermana tenía un mango en forma de columnata coronada por la
cabeza de Hathor, la diosa del amor. Vestían la túnica de las
grandes celebraciones y al ver a Isis le hicieron una reverencia. A
pesar de su juventud, la gran sacerdotisa imponía respeto.
Sonriente, sin necesidad de alzar la voz, poseía la elegancia
innata de las egipcias de alto rango cuya belleza había sido
inmortalizada en miles de bajorrelieves. La hermosura de Isis era
luminosa; su sola presencia atenuaba la angustia. Dotados del
título sagrado de «hermano» y «hermana», los adeptos que habían
decidido permanecer en la isla sabían que su supervivencia dependía
de ella.
El sol apareció por detrás de la montaña y su luz inundó el
cielo. Una procesión formada por todos los seguidores franqueó la
puerta de Evergetes. Sabni iba a la cabeza marcando el ritmo de la
marcha con una larga caña dorada; el decano, sostenido por el
perfumador y el carnicero, iba detrás de él; después venían los
sacerdotes de cabeza rapada y las sacerdotisas con estatuillas de
divinidades, vasijas de oro y plata, cetros y cofres de madera. Los
objetos preciosos, conservados en las criptas y las salas oscuras,
salían a la luz según el ritual.
Isis había decidido organizar esta ceremonia en la época más
cálida del año, cuando, con un orgullo que desencadenaba los celos
de la vecindad, sólo la isla de File permanecía verde y frondosa.
Alrededor todo era costas abruptas, rocas hostiles y tierras áridas
azotadas por los vientos del sur, portadores de enfermedades.
Próximo a la parte más baja de su curso, el Nilo dejaba sobresalir
las rocas de la catarata que ningún barco podía atravesar. En
Elefantina cada vez costaba más respirar. La muerte arrebataba la
vida de niños y adultos.
Entre los hermanos y hermanas, Isis observaba signos de
agotamiento. Las fuerzas del decano se debilitaban; tenía noventa y
cinco años y pocas esperanzas de alcanzar los ciento diez, la edad
de los sabios. Sin embargo su aspecto era saludable, como si los
atroces dolores que le perforaban el pecho fueran tan sólo
ilusiones. A pesar de los cuidados que le prodigaban, Isis temía la
proximidad de un fatal desenlace, a menos que su padre triunfara
una vez más.
La gran sacerdotisa recibió a la procesión delante de la
entrada del pabellón; se alejó cuando Sabni, que guiaba el cortejo
hacia la blancura inmaculada, avanzó entre las catorce columnas. La
comunidad depositó los objetos sagrados en el suelo. Después de un
año de uso, la energía que les había llenado se había agotado. Sólo
el sol podría devolvérsela y hacerles capaces de transformar de
nuevo la fealdad en belleza.
–Cómo resplandece tu rostro, luz divina -declamó la
ritualista-, cuando tus brazos modelan la materia para dar forma a
dioses, seres humanos, animales y todo lo que tiene
vida.
Mientras proseguía el himno, de tres mil años de antigüedad,
Isis llegó a la conclusión de que maduraría tras largas
semanas.
–Esta regeneración por la luz debe acompañarse de una salida
de la barca. Así hacían nuestros antepasados, así haremos
nosotros.
La serenidad de la comunidad se desmoronó; murmullos
reprobadores la envolvieron. En los ojos del decano asomó una
chispa de excitación.
–Gran sacerdotisa -dijo Sabni con respeto-, ese proyecto
parece temerario; no tenemos derecho a irnos de la isla. Se han
visto tropas concentradas en Elefantina. Nos arriesgamos a ser
maltratados.
–Debemos organizar un movimiento de resistencia. Ninguno de
los campesinos que trabaja nuestras tierras es cristiano. Ellos han
sido bautizados con la espada sobre la nuca; si la barca de la
diosa permanece invisible, Egipto perecerá.
–El enemigo es fuerte.
Isis se volvió hacia el decano.
–No hace falta arriesgar la vida de los tibios de corazón
-señaló con voz alegre-; es demasiado indigesta, incluso para los
chacales.
La gran sacerdotisa cogió la mano de su
padre.
–Tú que ignoras el temor, sé el guardián de este templo. Que
los más viejos permanezcan a tu lado; sólo quiero voluntarios
conscientes del peligro. Si nuestro destino es desaparecer, que al
menos estos lugares continúen vivos.
Para no atraer la atención de los posibles centinelas,
anclaron una de las barcas frente al pabellón de Trajano, lejos del
embarcadero habitual; diez sacerdotes embarcaron. Sabni guiaba una
pequeña barca sagrada con la proa en forma de flor de loto. Con la
mirada trataba de disuadir a Isis de emprender la expedición; la
gran sacerdotisa se instaló delante, disfrutando de la brisa en el
rostro. El corto viaje de la isla a la orilla desértica se
anunciaba como una victoria; de este modo File rompía la barrera
invisible que le impedía comunicarse con el mundo exterior; el
emblema de la gran diosa reaparecería en medio de los fieles
privados de su presencia y condenados a la
desesperación.
Desde la cima de una colina, un pastor fue el primero en
avistar la procesión; vio cómo se organizaba sobre la orilla, con
Isis al frente. Loco de alegría, corrió a avisar a los campesinos
que labraban un campo vecino. Un labriego a lomos de un asno se
lanzó al galope y difundió la buena nueva por los
alrededores.
Cuando el cortejo alcanzó una de las terrazas rocosas que
dominaban la ciudad, Isis descubrió, conmovida, las afueras de
Elefantina; la gran ciudad meridional no era más que una guarnición
militar dejada de la mano de los dioses; un territorio profanado en
el que los templos habían sido saqueados. Sabni era incapaz de
ocultar su angustia, pero también sentía la inmensa alegría de
escapar de la reclusión, de volver a ver el sitio donde había
nacido y esperar otro futuro para su país.
Los sacerdotes miraban inquietos a derecha e izquierda,
temiendo la intervención de las sanguinarias fuerzas enemigas. Poco
a poco, fueron envalentonándose; cuando atravesaron la primera
viña, entre cuyas cepas brotaban algunas palmeras, ya estaban
convencidos de que ningún obstáculo se interpondría en su camino.
La barca de la diosa iluminada por los rayos del sol los protegía.
Continuaron sin prisa, adoptando el paso solemne característico de
los desplazamientos en el interior del templo. Al final del camino,
en las primeras granjas, todo Egipto les acogería; Isis proclamaría
el retorno de la fe tradicional y el resurgimiento de la
felicidad.
Una docena de hombres de rostro impenetrable les cortó el
paso. Sabni confió la barca sagrada a sus seguidores y se acercó a
Isis, que proseguía la marcha. Los campesinos desarmados se
arrodillaron; la gran sacerdotisa les hizo levantarse con un
ademán.
–No es de vuestra humillación, sino de vuestra confianza de
lo que se nutre la gran diosa.
Los campesinos se unieron a los sacerdotes. Uno de ellos
entonó un canto cuyas palabras no entendía; alababa la belleza de
las espigas de cebada, maduras gracias a la benevolencia del cielo.
Un sacerdote oyó el estribillo y lo coreó junto con sus hermanos.
Cuando la procesión llegó a la vista del primer campamento
fortificado que impedía el acceso a la ciudad, un canto compuesto
por cientos de voces se elevaba con fuerza. Jardineros, mercaderes
y barqueros abandonaron sus tareas para unirse a la
reconquista.
Isis oró; salmodiaba a media voz un himno a la madre divina
para protegerse de la exaltación que la embargaba. ¿Por qué haber
esperado tanto si tan fácil era el ataque? El número de devotos de
la diosa no cesaba de aumentar. Mujeres y niños se atrevían a salir
de sus casas para participar en la fiesta. La antigua fe volvía;
Egipto resucitaba.
Sabni no se dejó llevar por la alegría; los cantos y gritos
de júbilo no le tranquilizaban. Observaba el recodo del camino por
donde acababan de aparecer dos soldados armados con
lanzas.
El joven se estremeció; no se trataba de campesinos alistados
por la fuerza, sino de mercenarios bien equipados y encargados de
vigilar la aduana, recaudar los impuestos y escoltar el transporte
de provisiones. Su principal función consistía en asegurar el
mantenimiento del orden sin tener en cuenta las vidas humanas. Con
el cuerpo cubierto por una coraza, polainas de cuero y la cabeza
oculta por un casco provisto de aberturas para los ojos, manejaban
de buena gana la pica y el hacha de doble filo. El pueblo aborrecía
y temía a estos bárbaros llegados de Asia.
El cortejo avanzó hacia el fuerte de adobe cuya fachada
principal daba al sur, donde se habían producido las revueltas de
las tribus nubias hacía ya muchos años. El lúgubre edificio, que
simbolizaba la autoridad del obispo, comunicaba con las atalayas de
los destacamentos encargados de vigilar la
frontera.
Al volver a abrir la puerta de Egipto, Elefantina, la
comunidad haría circular un soplo de aire vivificante por todo el
país. En pocas semanas todos sabrían que la gran diosa había
abandonado la isla santa para reanimar los antiguos santuarios y
despertar los cultos adormecidos. Todos volverían a celebrar la
fiesta del cielo y de la tierra.
Cuatro soldados andrajosos corrieron hacia el cortejo, se
quitaron las botas y arrojaron las espadas cortas de filo embotado.
Sucios, con el cabello enmarañado, tenían que cobrar tributo a sus
propias familias, de las que habían sido separados para convertirse
en guardias sometidos a los mercenarios
extranjeros.
La deserción comenzaba; doscientos, trescientos… Sabni ya no
alcanzaba a contar todos los aliados que, despojándose de sus
oropeles cristianos, dejaban hablar a su corazón y se unían a
ellos. Se reprochaba haber dudado; ningún opresor mataría el alma
de Egipto.
Y qué bella estaba Isis en aquel momento de triunfo; guiaba
con dulzura, tranquila e iluminada. A pesar de su fragilidad
parecía indestructible. Sabni la admiraba desde hacía tanto tiempo
que se asombraba del cariz que estaban empezando a tomar sus
sentimientos; en sus miradas, la consideración se teñía de un
impulso casi apasionado que todavía refrenaba. Amor no podría ser
su nombre. Cómo iba a reunir el amor a dos seres tan dispares:
Isis, la heredera de una larga e ilustre línea de reinas de Egipto,
y Sabni, un modesto sacerdote de origen humilde.
El ataque se produjo por la retaguardia. En su delirio, los
peregrinos no se habían percatado de la rápida maniobra de
encierro. Las órdenes de los mercenarios no admitían dudas: ningún
disturbio debía ser tolerado. De ordinario, apaleaban a un borracho
o cogían a un campesino fugitivo al que la miseria y la esclavitud
habían vuelto loco. Esta vez la situación era un poco más
preocupante; un motín, una rebelión contra el orden establecido.
Además, los centinelas habían asistido a la deserción de varios
guardias que se habían unido a los agitadores. La consigna fue
aplicada con el máximo rigor.
La primera línea de mercenarios disparó el arco. Las flechas
alcanzaron a dos de los seguidores de Isis; con el hacha, los
soldados cortaron las piernas y la nariz de los heridos y
perforaron el vientre de los últimos sublevados. En pocos minutos,
las tropas de vigilancia se hicieron dueñas de la
situación.
Aquellos que habían creído en el retorno de la gran diosa
yacían ensangrentados en el polvo del camino. Uno de los sacerdotes
había perdido la vida de un tajo en la garganta. Un error debido al
excesivo celo de un soldado que se había acordado, un poco tarde,
de las recomendaciones del obispo: no atentar contra la vida de los
hombres y mujeres vestidos con túnicas blancas. Desnudaron el
cadáver y lo vistieron con la túnica sucia de un
campesino.
Isis, Sabni y los otros miembros de la comunidad fueron
reconducidos bajo guardia hasta su barca. Abatidos, escucharon los
aullidos de los desertores que los mercenarios colgaban por los
pies después de haberles vertido plomo fundido en los testículos.
Sólo faltaba quemar a los ajusticiados; el humo elevándose contra
el cielo señaló el final de la insurrección.
Un oficial llevaba una pequeña barca con la proa en forma de
flor de loto. Lamentando la ausencia de adornos dorados, la
destrozó a patadas y dispersó los trozos en la
grava.
Sabni depositó ante Isis un cántaro de agua
fresca.
–Nadie te juzga responsable de la muerte de nuestro hermano.
Él conocía el riesgo igual que los demás.
–El obispo había prometido que la vida de los miembros de
nuestra comunidad estaría protegida. Todos estos infelices
asesinados, esta violencia…
–Teodoro nunca ha faltado a su palabra. Fue un
accidente.
–¿Estás seguro?
–Cuento con asegurarme.
–¿Cómo?
–Buscando a Teodoro.
–No tienes derecho a abandonar la isla.
–Como sacerdote no. Pero ¿y como campesino?
–Es muy peligroso.
–Es indispensable.
–¿Y si yo te lo prohibiera?
–Obedecería. Pero padeceríamos una angustia
insoportable.
Isis se levantó. ¡Qué difícil era no abalanzarse sobre ella y
estrecharla entre sus brazos!
La gran sacerdotisa reconoció la sensatez de la opinión de
Sabni. En el momento de la repartición de las tierras el obispo no
había desmantelado el patrimonio del templo que, aunque ya no
poseía las riquezas de otro tiempo, todavía conservaba los campos
cultivados que continuaban nutriendo a la comunidad. Todos los
campesinos estaban persuadidos de que, si la diosa recibía la
primera parte de las cosechas, su destino sería menos duro. El
obispo cerraba los ojos y la economía funcionaba como antaño:
géneros aportados al templo, consagración por la gran sacerdotisa,
redistribución.
–Otro acontecimiento me obliga a trasladarme sin dilación a
Elefantina.
–¿Cuál?
–Nuestro fiel Mersis no nos ha hecho llegar su habitual
mensaje. Hay soldados vigilando las orillas y ningún pescador puede
aventurarse por nuestras aguas.
Mersis, un egipcio cuyo nombre significaba «el rojo», era uno
de los hombres de confianza del obispo. Converso desde hacía
tiempo, no soportaba ver desaparecer a los seguidores de los
antiguos cultos. Quería salvar File y enviaba a la comunidad la
información indispensable para su supervivencia.
–¿Cómo lo harás?
–Nadaré hasta el primer puesto fronterizo, que está vigilado
únicamente por campesinos alistados, ocupados en dormir o en jugar
a los dados. Luego subiré a la barcaza. Una vez en Elefantina,
esperaré el momento oportuno para encontrarme con Teodoro frente a
frente.
Isis se volvió hacia Sabni. En sus ojos, la inquietud se
mezclaba con la ternura.
–No tenemos elección…
–Yo soy tu servidor. El alma de File eres
tú.
–Vuelve pronto, Sabni.
Sabni atravesó con facilidad la anchura del río que separaba
la isla del campamento donde los improvisados aduaneros amontonaban
despojos de cocodrilos y taparrabos nubios de la peor calidad.
Nadie frecuentaba aquel lugar siniestro donde no había nada que
robar; a lo lejos, justo delante de la primera catarata, Sabni
vislumbró las fortificaciones del gran puesto de aduanas que había
en la frontera entre Egipto y las tierras meridionales. Alumbrado
por las antorchas, se mantenía en estado de alerta día y noche
durante la época de marea baja. El enemigo apenas temía las
tentativas de invasión de las tribus negras, ya que los últimos
asaltos se remontaban a más de diez años atrás. Lo que había que
proteger de los saqueadores eran los tesoros acumulados en los
almacenes: sacos de oro, marfil, maderas de ébano y las pieles de
los ciervos y de los gamos. Después del inventario y la evaluación
de su valor, alimentaban el mercado más animado del país. Los
aduaneros recibían a las caravanas venidas de África, descontaban
las contribuciones y garantizaban la seguridad de las mercancías
antes de que fueran negociadas.
File no disponía de suficientes piezas de plata convertibles
en ese metal precioso que servía para recubrir las estatuas divinas
y las puertas del templo. Melancólico, Sabni se adentró en las
tinieblas; de niño había jugado tan a menudo en la orilla y los
acantilados que conocía cada una de las piedras como la palma de su
mano. Algunos senderos, de aspecto fácil, encubrían trampas
mortales; varios soldados bizantinos se habían desnucado por no
tener en cuenta que las piedras, en equilibrio inestable, podían
rodar en cualquier momento por la pendiente de
arena.
Se quitó la túnica de campesino y durmió en la cima de una
colina, al abrigo de un bloque de granito rosado. Despertado por la
luz del alba, descendió con paso tranquilo hacia el embarcadero
donde ya la multitud se apresuraba. La barcaza que cubría el
trayecto con la isla de Elefantina, donde residía el obispo, era
gratis; allí se amontonaban cabras, corderos, asnos y agricultores
que llevaban alimentos al dueño de aquellas tierras y al campamento
militar. Sabni ayudó a una anciana encorvada bajo el peso de un
cesto lleno de cebollas que tenía que repartir entre los puestos de
la ciudad establecidos en el punto sur de la isla. Andando a su
lado y charlando con ella, parecía un buen hijo ayudando a su
madre. Los soldados y guardias no los detendrían para
interrogarles. Pasarían cerca del famoso pozo que el griego
Eratóstenes, en el año 230 antes de Cristo, había utilizado para
confirmar la medida de la circunferencia de la tierra establecida
por los sabios egipcios. En esta región, durante el solsticio de
verano, los rayos caían en vertical e incidían en el gnomon de los
relojes de sol sin producir ninguna sombra, ofreciendo un excelente
punto de partida a los cálculos geométricos.
Casi todas las casas habían cambiado las azoteas por cascotes
de tejas. Algunas, derribadas hasta los cimientos, evocaban los
castigos infligidos a aquellos que rehusaban convertirse. La
antigua morada del gobernador egipcio, hostil al cristianismo,
estaba abandonada. Su fachada, quebrada y renegrida, parecía la
cara de un ajusticiado.
Sabni acompañó a la vieja hasta el puesto del vendedor, un
libanes siempre dispuesto a ensalzar los méritos de Bizancio y la
sabiduría del invasor. Primo de un suboficial, había comprado
grandes extensiones de tierra, donde explotaba con total impunidad
a varias familias que sin él habrían muerto de
hambre.
Agotada, la vendedora de cebollas rogó a Sabni que le llevara
el fardo, ligero ahora, hasta su casa. Vivía en el barrio más pobre
de la ciudad y debía ir todos los días hasta su terruño, en la
orilla oriental. Durante el periodo de calor trabajaba por la
noche. Con el marido fallecido y los dos hijos luchando en Asia,
subsistía a duras penas.
La casita, que daba a un callejón fangoso y oscuro, había
sido construida con adobes secados al sol. En la grisácea fachada
mal conservada se abría una minúscula ventana provista de una reja
de madera. Sabni y la vieja subieron los tres peldaños desgastados.
La propietaria utilizó una llave oxidada; creía en la ilusoria
protección que le procuraba aquella mohosa cerradura. Un mobiliario
medio podrido atestaba las dos pequeñas piezas.
La vieja se dejó caer sobre el suelo de tierra
batida.
–¿Quién eres?
–¿De verdad quieres saberlo?
Ella cerró los ojos.
–No tienes los modales de un campesino, tu voz es reposada
como la de un sacerdote… Recuerdo las palabras apacibles de los
seguidores de Isis cuando salían en procesión antes de que el
obispo les obligara a permanecer en la isla. Ellos tenían la misma
actitud tranquila que tú.
–Aquellos tiempos ya pasaron. Yo estoy aquí para alistarme en
el ejército. Adiós.
La vieja entornó los ojos. Denunciar a un sacerdote huido le
reportaría una bonita suma que le calmaría el hambre durante varios
meses.
Cada día, una docena de criados limpiaba la sala de
recepción, las habitaciones, la cocina, el aseo, los pórticos y la
despensa. Sabni había pensado en hacerse pasar por uno de ellos,
pero los soldados comprobaban la identidad de todos. Por lo tanto
se infiltró entre los cuidadores del corral donde a menudo
figuraban nuevos sirvientes.
Durante toda la tarde Sabni se ocupó de los cerdos, las ocas
y las gallinas. ¿No había desempeñado esta labor en el templo antes
de ser admitido en la escuela de escribas? Intercambió algunas
palabras con sus compañeros de trabajo sin mezclarse con ellos;
cuando abandonaron el corral se las ingenió para quedarse
encerrado.
Al caer la noche, Sabni se introdujo en el sótano por una
ventana baja con los barrotes mal sellados, se escurrió entre dos
filas de tinajas llenas de vino y subió por la escalera que llevaba
a la planta baja. El despacho del obispo estaba en la
segunda.
Sentado a su escritorio de madera de ébano, Teodoro
comprobaba las cuentas alumbrado por dos lámparas de
aceite.
–Entra Sabni. Aunque no has hecho ruido, te esperaba; después
de semejante tragedia estaba seguro de que
vendrías.
El devoto de Isis penetró en la estancia, repleta de rollos
de papiro colocados cuidadosamente en los casilleros. A Teodoro le
gustaba el orden y detestaba el abandono y la negligencia. Aunque
tenía a su servicio una escuadra de secretarios, clasificaba
personalmente sus documentos; trabajador infatigable, no conocía el
reposo. A los treinta años tenía la apariencia de un hombre maduro,
envejecido por las numerosas tareas. Sabni, dos años menor que él,
parecía mucho más joven; la cara alargada, las entradas de sus
sienes y la delgadez acentuaban la severidad del obispo. Siendo
adolescente ya envidiaba la belleza de su camarada, su naturaleza
triunfal y alegre.
–Siéntate sobre las almohadas y degusta estos suculentos
higos. Yo tengo que terminar un informe; Dios no ha tenido ninguna
piedad de mí al confiarme la administración de la provincia; los
funcionarios del emperador no cultivan más que la
pereza.
¿Cómo suponer que Teodoro fuera de origen egipcio, él, que
era tan aficionado a los trajes bizantinos ribeteados de color
violeta y bordados con motivos florales? Mosaicos con escenas de la
mitología griega recorrían las paredes; la marquetería helenística
realzaba los muebles; la vajilla de plata procedía de la capital
del imperio romano de Oriente. Sabni despreciaba todo este
refinamiento excesivo, pero tenía hambre.
Probó varios higos dulces, casi desprovistos de semillas. Los
notables de la ciudad apreciaban esta variedad
tardía.
–Han asesinado a un sacerdote, Teodoro.
–Oficialmente, se trata de un desertor. Es preferible esta
versión.
–Tú nos habías prometido que no moriría
ninguno.
–Vosotros habíais prometido que no abandonaríais la isla bajo
ningún pretexto; los débiles de espíritu han muerto por vuestra
culpa.
–Tienes que comprendernos.
–Has de admitir que File lleva violando la ley de Dios y de
los hombres demasiado tiempo. ¿Acaso ignoras que Constancio II
ordenó cerrar los templos paganos en el año 356 después del
nacimiento del Salvador? ¿Que el cristianismo es la religión del
Estado desde el año 380 y que los cultos heréticos están prohibidos
desde el año 392?
–La caída de Roma ocurrió en 410 -recordó Sabni-, lo cual
prueba que la fe de los cristianos es perecedera y que el peor de
los tiranos puede ser vencido.
–El imperio de Oriente ha vuelto a coger la antorcha. File no
es más que un sueño que corre el peligro de transformarse en una
pesadilla. Conviértete.
El obispo se volvió hacia el sacerdote
egipcio.
–Somos amigos y los dioses están muertos. Ésta es la
verdadera fe que reina en el mundo. Cristo te recibirá en su
Iglesia, conocerás por fin la paz… y yo también.
La esperanza brillaba en la mirada de Teodoro. Mientras
Occidente, apenas recuperado de la caída de Roma, se desmembraba en
las convulsiones de la barbarie, el legado de Constantino, rico
gracias a sus provincias de Asia Menor, Siria y Egipto, elevaba el
Oriente al rango de faro de la humanidad. Bizancio, la nueva Roma,
guardaba las llaves de la civilización. Sólo Alejandría intentaba
rivalizar con ella; ostentaba sus riquezas al pie del palacio del
Patriarca, adepto a la doctrina monofisita, según la cual la
naturaleza divina de Cristo había absorbido su naturaleza humana.
Condenada por el emperador, la singularidad egipcia florecía. El
obispo Teodoro habría debido combatirla con más energía, pero otro
adversario le inquietaba: File, el último templo
pagano.
–No me convertiré jamás -afirmó Sabni con la tranquila
certeza que proporciona una fe inquebrantable.
–Acabo de firmar un nuevo decreto por orden del emperador.
Todo bautizado que practique los antiguos ritos, incluso en la
intimidad de su casa, será condenado a muerte.
Lee.
Sabni descifró el texto, redactado en griego, en demótico y
en latín para que nadie pudiera ignorarlo. Los analfabetos serían
reunidos en las plazas públicas donde los heraldos pregonarían la
solemne advertencia:
«Nadie, cualquiera que sea su familia, su rango y su
dignidad, esté o no revestido de autoridad o de funciones públicas,
sea bien nacido o de humilde condición, tenga fortuna o no, deberá
hacer ofrendas a los símbolos allá donde se encuentre. Si lo hace,
deberá ser denunciado.»
Sabni enrolló el papiro.
–He aquí vuestra nueva arma: la delación. Tranquilízate; yo
no estoy bautizado. Los corazones están ansiosos, el bien llega a
su fin y nos regodeamos en el mal criminal tiene fuerza de ley y
ante él todos agachan la cabeza; el pais está en manos de gente que
lo detesta.
–No te obceques.
–El tiempo es apariencia. En la desgracia de hoy reside la
felicidad de mañana.
–Desconoces el corazon de tus enemigos; las cohortes de
monjes que han invadido las antiguas tumbas no tolerarán mucho más
tiempo la existencia de Filae, Los representantes, en cada
asamblea, exigen la salida de tu comunidad y la destrucción del
templo. Yo intento que no trascienda la presencia de los últimos
paganos en mi jurisdicción, pero vuestra estupida procesión redujo
mis esfuerzos a la nada.
–Isis manda sobre las estrellas y somete a los demonios. Ella
no persigue a nadie, su amor vencerá.
–Eres un hombre de otra época, Sabni. Isis… un fantasma
olvidado.
–¿Por qué tu dios vierte tanta sangre y reduce a la
esclavitud a países enteros?
–¿Por qué adoras divinidades con cuerpo de hombre y cabeza de
animal?
Sabni sonrio.
–Esta discusión no es propia de ti. En el animal se encarna
una fuerza divina; adoramos algún ídolo, pero reconocemos el
mensaje de los símbolos.
El obispo abandonó el escritorio y se sentó frente a su
amigo. Aceptó los higos que le ofrecía y vertió vino blanco en dos
copas de plata.
–¿Consentís al menos en venerar al Señor los domingos, día de
fiesta obligada?
–Todos los días deben ser sagrados. El rito no se interrumpe;
en cada amanecer la creacion renace en su totalidad; entonces ¿por
qué privilegiar sólo el domingo?
–¡Te expresas como si el mundo no hubiese cambiado! La voz de
los faraones se ha apagado para siempre.
–Queda File. Ven a isla, Teodoro; ven a meditar en el
pórtico, a la sombra de las colinas. Recorre las estancias y las
capillas, relee los jeroglíficos grabados sobre los muros, disfruta
de la serenidad de Isis, la reina celestial.
Durante un instante, Sabni creyó que el obispo le seguiría y
le abriría su corazón, pero sólo fue un momento de acercamiento a
los misterios de la diosa. Si Teodoro fuese convencido de nuevo por
la magia del templo, renacería la esperanza en la última
comunidad.
–¡Eres un crío! ¿Sabes que File está poblado de personajes
diabólicos, de diosas con formas provocativas cuyos ceñidos ropajes
dejan ver los senos desnudos? ¿Sabes que su vestido es tan
transparente que ni siquiera oculta sus partes más íntimas, que sus
joyas y adornos son un insulto a la pobreza de los justos? Un
obispo que pisara este lupanar que vosotros denomináis «templo»
pronto sería condenado.
–¿No fue el apóstol Pablo quien escribió: «La mujer ha sido
creada para el hombre, ella es el reflejo del hombre»? No estoy de
acuerdo. Si consideráis a la mujer un ser diabólico, ¿por qué
admitís que Cristo nació de la Virgen María? Jesús, José, María…
¿no son la trinidad Osiris, Isis y Horus? – Estás
blasfemando.
–Repites un dogma del que no crees ni una palabra. – Te
equivocas. Yo creo en un solo dios, el Padre, del que provienen
todas las cosas y para el que hemos nacido. Es Él quien me ha
designado como servidor de su Iglesia; mi deber consiste en
proteger la fe y luchar contra los errores.
–También eres el jefe de un ejército de diáconos, de
funcionarios y de administradores; posees tierras y mansiones,
recaudas los impuestos que aumentan la pobreza de los pobres. Tu
religión es cruel, pues no admite otra verdad que la suya. Sólo se
adhieren a ella los esclavos. En cambio, la fe de los faraones no
es ni misionera ni conquistadora, le basta con la conversión del
corazón, la conversión profunda del ser, que sólo se produce
mediante la iniciación en el tesoro divino.
–Los sacramentos han reemplazado a la iniciación. – Tú mandas
sobre los corderos. Ellos sufren la revelación en lugar de
construirla.
–Su sinceridad vale tanto como la de los últimos adeptos de
Isis.
–Sigue a Cristo, puesto que tal es tu vocación, pero recuerda
la vida de mi comunidad; ella es portadora de una espiritualidad
que hará renacer el mundo de mañana.
El obispo elevó las manos ante él en señal de
súplica.
–¡Te lo ruego, Sabni! Convence a la gran sacerdotisa para que
no se hunda más en su locura. En cuanto a ti, al menos finge tu
conversión. Yo llevaré sobre mí el peso de tu mentira e imploraré a
Dios que nos perdone.
Sabni se levantó; Teodoro le imitó. Los dos hombres estaban
unidos por la complicidad de una amistad
indestructible.
–No renunciaré, Teodoro.
–La Historia lucha contra ti.
–El número y la fuerza también. Ellos están
equivocados.
–Juntos habríamos vencido todos los obstáculos y reconstruido
esta región a imagen del paraíso.
–Todavía queda File; protégela. Nuestra supervivencia depende
de ti.
El obispo apartó la vista y cogió un papiro del casillero
reservado a los asuntos urgentes.
–El incidente de anteayer me obliga a tomar medidas. Los
habitantes de la isla deben convertirse en trabajadores como los
demás. Deberán abastecer de ropa a los soldados de la guarnición;
la primera entrega será a principios del mes que
viene.
–Imposible. Nuestros dos viejos tejedores están casi
impedidos y el resto de la comunidad ocupado en labores
urgentes.
–En ese caso interrumpiré la provisión de lino a
File.
–Pero contamos con ella para fabricar nuevas
ropas.
–¿Y a mí qué me importa? Los subditos del imperio no se
pasean por ahí con túnicas blancas.
Teodoro se puso a escribir.
–¿Me darás un salvoconducto?
–Nunca has estado aquí, Sabni.
El obispo mojó el cálamo en el tintero y redactó en griego la
prohibición formal y definitiva de proveer de lino al templo
pagano.
Echando una última mirada a la ventana iluminada del obispo,
Sabni franqueó el pretil de la azotea y alcanzó el techo de un
cobertizo. Observó las calles; no había ningún soldado a la vista.
Prosiguió su camino de edificio en edificio, alejándose del barrio
central y se ayudó de una parra para descender hasta una plazoleta
alfombrada de excrementos.
No le quedaba más que alcanzar la orilla de los antiguos
jardines del templo; allí se pudrían las barcas que ya no se
utilizaban. Sorteó una callejuela y se adentró en una pequeña
arteria que transcurría entre las viviendas derruidas de los
sacerdotes de Jnum, el dios carnero. Caminando entre los restos de
paredes y zócalos, Sabni llegó hasta un alfar que daba al Nilo. Un
lintel de madera de cedro subsistía aún sobre una ventana. Habían
levantado el pavimento y rascado la cal de la fachada. A pesar de
los montones de ladrillos, distinguió una gran estancia llena de
hornacinas, ridículos refugios de divinidades del hogar a las que
las familias dirigían sus plegarias al levantarse y al acostarse.
Franqueó los restos de una puerta y pensó que en menos de una hora
estaría de vuelta en la isla. – No te muevas. Estás
detenido.
Una docena de soldados surgió de los escombros apuntándole
con las espadas.
–Si tratas de huir, te mataremos.
Sabni se dio la vuelta. Varios soldados le impedían el paso.
Se quedó inmóvil. El jefe de la patrulla, un bizantino huraño y
nervioso, se adelantó.
–¿Quién eres?
–Un campesino.
–¿Cómo te llamas?
–No lo sé.
–¿Qué haces aquí? ¿Acaso ignoras que se trata de territorio
militar?
–Me he perdido.
El jefe de la patrulla, con la espada en alto, giró alrededor
de Sabni como si buscara el sitio idóneo para
clavársela.
–¿Eres cristiano?
–¿Quién no lo es?
–¿Has estado en la cárcel alguna vez?
–No.
–Lleváoslo.
Dos soldados apresaron a Sabni y lo empujaron. No se
resistió; lo arrastraron hasta el puesto de guardia. Escondida
detrás de un militar, una vieja vendedora de cebollas miraba al
jefe de patrulla y movió la cabeza al pasar Sabni.
El sospechoso fue arrojado a una celda de muros de adobe y
suelo de tierra batida. El techo era tan bajo que no podía ponerse
en pie. Cuando el calor estuviera en su apogeo se asfixiaría. Sabni
se sentó en la postura del escriba y vació su espíritu de toda
agitación. El decano le había enseñado a situarse fuera de los
acontecimientos inmediatos y a convertirse casi en un extraño a sí
mismo con el fin de orientar mejor su pensamiento. El joven olvidó
el reducto maloliente, las idas y venidas de los soldados y los
ruidos del campamento. El miedo que sentía resbaló por su piel y se
alejó.
¿Cómo prevenir a Isis? Escaparse parecía imposible. Tendría
que sobonar a un soldado y pedirle que llevara un mensaje a File.
Pero no tenía nada que ofrecer; ¿encontraría un ser compasivo en
medio de aquella jauría? No le llevaron bebida ni comida. Al
mediodía, Sabni sentía cómo se hinchaba su lengua y se contraían
sus músculos.
La puerta se abrió. Un soldado le arrancó de la celda,
tirándole del brazo izquierdo; Sabni vaciló, las piernas le
fallaron; a duras penas recuperó el equilibrio. Avanzó con la
frente alta. Una lanza apoyada en su espalda le obligaba a caminar
rápido. Lo empujaron al interior de un despacho de paredes
desconchadas; las tablillas grabadas yacían en desorden sobre un
arca. Los soldados se marcharon y entró un oficial de unos
cincuenta años. Una cicatriz le cruzaba la mejilla derecha, tenía
la nariz rota y el aspecto de haber participado en muchos
combates.
Cerró la puerta de un puntapié.
Sabni retrocedió.
Los dos hombres se fundieron en un estrecho
abrazo.
–¡Mersis!
–La vieja te ha denunciado y mis hombres te han
detenido.
–¿Por ser sacerdote de Isis?
–Por ladrón; al menos, eso es lo que pone en la
denuncia.
Bébete esto.
El capitán ofreció a Sabni un vaso de agua
fresca.
–¿Te has arriesgado a redactar tú mismo la
denuncia?
–El escriba me obedeció. Todavía tengo algún poder en esta
guarnición. Quizá por poco tiempo; el futuro se presenta
sombrío.
El capitán Mersis golpeó la pared con el
puño.
–El prefecto Maximino llega mañana a la cabeza de quinientos
hombres. Cuatrocientos a pie y cien a caballo; una tropa de élite,
un enorme refuerzo compuesto de mercenarios y reclutas de oficio.
He recibido órdenes de adecentar el cuartel y sacarle brillo a las
armas.
–¿A qué viene este despliegue de fuerzas?
–Pacificación definitiva de la región.
–¿File?
–No lo sé, pero la vigilancia de la isla será reforzada. Ya
no puedo enviar más mensajes.
–El obispo ha suprimido la provisión de
lino.
Un intenso dolor apareció en el rostro del
capitán.
–Las túnicas de los sacerdotes…
–Cuidaremos las que nos quedan.
El soldado se hallaba al borde de las lágrimas. La muerte le
era indiferente, pero no la belleza de una
ceremonia.
–Teodoro es un monstruo.
–¿Se lleva bien con Maximino?
–No se conocen, pero, al parecer, el prefecto es un hombre
muy autoritario. Al obispo no le gustará mucho.
–La suerte nos sonreirá.
–Los centenares de soldados…
–File no merece semejante ejército. Debe de haber alguna otra
razón.
Al capitán no se le ocurría ninguna. Hacía mucho tiempo que
se habían arrancado como viejas cepas las revueltas del norte.
Entre Egipto y las tierras del profundo sur, las fortificaciones de
la frontera condenaban al fracaso toda tentativa de invasión. Un
solo factor de disturbios seguía oponiéndose al dominio total del
imperio: el templo pagano.
–No te arriesgues, Mersis. Si alguien se entera de que nos
ayudas…
–No temo al destino. Permanecerás detenido hasta mañana por
la mañana; el interrogatorio a que acabo de someterte demuestra tu
inocencia. En el muelle abandonado hay una barca medio desfondada
que aguantará hasta la mitad del camino. A partir de entonces,
tendrás que nadar. Trataré de enviarte una paloma en cuanto sepa
algo más, pero las mejores mensajeras, las que vuelan de noche, han
sido requisadas por el obispo. Y ahora, perdóname: un sospechoso no
puede salir ileso de este despacho.
Mersis golpeó a Sabni repetidas veces, después abrió la
puerta con violencia y empujó fuera a su víctima, cuyos gemidos de
dolor no eran fingidos.
–Encerradlo de nuevo. Este ladronzuelo necesitaba una
lección.
–Llegará una época en que los dioses abandonarán la tierra y
alcanzarán el cielo; los extranjeros destrozarán nuestro país. Este
lugar, sagrado entre los sagrados, esta patria de los templos, se
cubrirá de cadáveres y de tumbas. Nada sobrevivirá salvo los signos
grabados en la piedra; así hablan los profetas. No acepto sus
fatídicas predicciones. ¡Lucharé hasta el final!
El anciano siguió tallando la estatuilla. Le dio la forma
tosca de un ser humano, la recubrió de tela y la colocó en una mesa
delante de la que había dispuesto un incensario de arcilla y un
horno de adobe donde echó carbón y bolas de grasa de
oca.
–Todo está listo. Basta con encender el fuego, pronunciar en
voz alta el nombre de nuestro enemigo y lanzar su efigie a las
llamas. El adversario será destruido. ¡Ah!, me
olvidaba…
El decano desenrolló un papiro virgen.
–Coge el cálamo y utiliza esta tinta; no me ha fallado nunca.
Escribe el nombre del obispo Teodoro.
–Me niego.
–¿Por qué?
–Esta magia es inútil.
–Ha funcionado miles de veces.
–Teodoro no es nuestro enemigo. Es el único capaz de
salvarnos; no es a él al que hay que eliminar, sino al imperio con
sus cohortes de soldados. Ninguna magia lo
conseguiría.
El decano lanzó la estatuilla al horno que no
encendería.
El prefecto Maximino, un barrigón de sesenta años de rostro
aniñado y piel brillante de pomada que le hacía parecer más joven,
entró en Elefantina a caballo encabezando sus tropas. Alardeaba de
su toma de posesión inmediata e indiscutible. Las autoridades de la
región se sometían sin dilación a su voluntad.
Tras él venía un ejército temible, bien equipado y bien
alimentado. Los cuatrocientos soldados de a pie disponían de
corazas nuevas, túnicas limpias, abrigos y botas. Los cien soldados
de caballería montaban caballos vigorosos; cada soldado recibía
diariamente dos raciones de pan, carne, vino y aceite. La soldada
permitía a los más sabios ahorrar un poco de oro. Sirios, griegos,
romanos, asiáticos y algunos egipcios formaban estas huestes
encargadas de pacificar definitivamente una región cuya insumisión
latente exasperaba al emperador.
La misión desagradaba al prefecto, al que sólo gustaba
Alejandría, con sus comodidades, sus mujeres, sus banquetes y la
suavidad de la orilla del mar. Era la primera vez, después de
quince años en Alejandría, que se adentraba tan lejos en el sur. El
calor le abrumaba, las rocas desnudas y el paisaje árido de la
catarata reflejaban una soledad espantosa. Sólo el cuartel central
de Elefantina, rodeado de jardines y árboles, tenía algún encanto.
Pero Maximino se cansaría pronto de esta aldea de provincias. Ya
soñaba con irse; por fortuna, su tarea sería tan fácil como
rápida.
Le sorprendió el buen comportamiento de las tropas que le
rindieron honores; los informes malintencionados hablaban de un
hato de indigentes andrajosos, incapaces de batirse. En realidad,
ni sus ropas ni su armamento tenían nada que envidiar a los de los
recién llegados. El obispo responsable de la guarnición había hecho
un buen trabajo.
El prefecto se negó a recibir ayuda del infante y bajó solo
del caballo. A pesar de su relativa corpulencia, se jactaba de una
excelente forma física que una vida de placer no había conseguido
alterar. Teodoro fue a su encuentro. Los dos hombres se saludaron
con una inclinación de cabeza.
–Es un placer que estéis entre nosotros, prefecto
Maximino.
–Os felicito, Eminencia. El orden no es una palabra
desconocida en Elefantina.
–La disciplina es una virtud que el Señor ama. Una ligera
colación os espera; sin duda desearéis asearos
antes.
–Con mucho gusto. El viaje ha sido largo y el camino
polvoriento.
Maximino disfrutó de las deücias de un baño y del agua
templada que circulaba por los viejos canales que el obispo cuidaba
escrupulosamente. Teodoro contaba tanto con los partidarios como
con los adversarios. Se le consideraba el más importante de los
prelados egipcios y un excelente administrador. Pero su ambición se
hallaba a la altura de su fe; reinaba como amo absoluto del sur,
esperando sin duda nuevas responsabilidades. Habían descrito al
prefecto como un hombre rudo y frío; pero Teodoro se comportaba con
amabilidad.
La cena fue digna de las mejores mesas: melón, pescado del
Nilo, cordero asado, legumbres, queso de cabra, melocotones, higos
y granadas. El cocinero había jugado hábilmente con las especias y
obtenido sabores que agradaban al paladar. Los vinos, un tinto de
la tierra y un blanco del Delta, no habrían desmerecido en una
recepción del emperador. El obispo comió poco. Sin embargo,
Maximino, después de tantas posadas mediocres a lo largo del
camino, no menospreció nada de lo que se le
ofrecía.
–Sois un personaje sorprendente, Eminencia. Un ejército en
buen estado, una morada suntuosa, un cocinero sin igual… ¿no os
sentís ahogado en esta provincia olvidada?
–He nacido aquí.
–Poco importa. Yo no paré hasta abandonar el pueblo de África
del Norte donde vi la luz por primera vez.
–Esta tierra es dura, pero no desprovista de
riquezas.
–Hay una de la que el emperador se considera privado desde
hace tiempo, el oro de Nubia. Ya hace más de un año que ningún
cargamento del precioso metal ha llegado a la
capital.
–Se me ordenó reforzar la frontera a fin de evitar toda
tentativa de invasión. Las caravanas no pueden penetrar en las
regiones auríferas. Las tribus negras las exterminarían; no tengo
autoridad para organizar una expedición.
–Yo sí. El general Narses conducirá esta armada hasta Nubia
mientras yo me quedo aquí para comprobar vuestras cuentas y vuestra
gestión.
El obispo pareció avergonzado.
–Tropezaréis con dificultades insuperables.
Irritado, el prefecto depositó su copa sobre la mesa de
acacia maciza.
–¿Os negáis?
–Os dejo gustoso mi despacho; examinaréis a placer los
documentos administrativos. Es la expedición nubia la que suscita
mi desaprobación.
–¿Cómo van a luchar los salvajes contra una tropa bien
entrenada?
–Entrenada o no, tendrían que atravesar la
catarata.
Maximino se enjugó la frente con un pañuelo.
–En Alejandría, nadie me había hablado de esta dificultad.
Explicaos.
–Estamos en periodo de aguas bajas; las rocas sobresalen.
Ninguna embarcación se arriesgaría en ese laberinto; si persistís
en vuestro proyecto, más de un tercio de vuestros hombres morirá.
Los expertos en estrategia, que jamás habían visto la catarata,
sólo habían tenido en cuenta el aspecto militar.
–Cuando el río crezca, ¿podremos pasar el obstáculo con
facilidad?
–Los primeros días no; después todo dependerá de la
intensidad de la crecida. Si es débil, apenas tapará las rocas más
peligrosas. Si es fuerte, provocará remolinos que no superarían los
mejores marinos.
Maximino se deprimió. ¿Cuánto tiempo haría falta esperar para
satisfacer al emperador? ¿De qué sanciones se haría merecedor en
caso de fracasar? Su misión, tan fácil en apariencia, se
transformaba en pesadilla.
–Estad seguro de mi completa colaboración -prometió Teodoro-.
Si vuestra estancia aquí ha de ser larga, que sea al menos
agradable. Mis secretarios y todo mi personal estarán a vuestra
disposición.
–Hay otro punto. El emperador ha recibido quejas
concernientes a un pequeño grupo de paganos que se niega a
convertirse.
–Exacto.
–¿Dónde residen?
–En la isla de File, perdida en medio de las aguas. El lugar
está aislado, nadie va allí.
–¿Un templo?
–Sí.
–¿Por qué no lo habéis hecho cerrar? Su misma existencia es
contraria a la ley.
–Soy consciente de ello, pero dudo a la hora de utilizar la
fuerza; File no molesta al pueblo. Los cincuenta paganos que viven
en la isla, lejos de las miradas, están condenados a extinguirse
con rapidez. La mayoría son ancianos inofensivos. Sus hijos se han
convertido hace mucho tiempo, algunos son soldados; ¿Cómo lanzarlos
al ataque de sus padres?
Maximino bebió un sorbo de vino tinto.
–No soy partidario de la violencia… La cristianización ha
causado muchas muertes que se suman al sufrimiento de persecuciones
anteriores. Pero esta situación es inaceptable; ¿no podríamos
expulsar a estas gentes con buenas palabras?
–Comprendedlo, son soñadores, nostálgicos del pasado. Muchos
han nacido en la isla, allí han vivido y allí querrían morir.
Pronto este templo pertenecerá a la Iglesia. La piedad dicta mi
actitud.
Maximino consideró extraña la posición del obispo; tenía
reputación de hombre intransigente, poco dado a las intrigas y
amante de cumplir la ley; ¿le ocultaba algún hecho
esencial?
–Entonces, File es el único templo pagano que todavía
permanece en activo.
–Es un término un poco exagerado; en letargo convendría
mejor.
–¿Es la isla accesible?
–Por barco, pero…
–¿No es territorio del imperio?
Teodoro no respondió.
–Iré a File -anunció Maximino-. Enseñadme vuestro despacho,
Eminencia.
–Es más abundante en riquezas un instante pasado en servir a
Dios que toda una existencia de hombre rico. Más abundante en
riqueza un día pasado en hacer ofrendas que todos los tesoros del
mundo. Es lo que me ha repetido mi padre después de habérselo oído
decir al suyo; ¿serás tú, Sabni, el que transmita estas
palabras?
–Que la diosa me dé la fuerza.
El decano se detuvo y miró al cielo.
–Hoy se producirá el acontecimiento que decidirá el futuro de
nuestra comunidad. Observa el sol… ¡él nos lo
dirá!
Un nuevo vigor habitaba las piernas del anciano, capaces de
recorrer un camino más largo que el de costumbre. Sabni, sofocado,
no se atrevió a hacer preguntas. Él también presentía que las
próximas horas no se parecerían a ninguna otra.
Los dos hombres se dirigieron al extremo sudoeste de la isla,
donde se alzaba, suspendido sobre el agua, el pabellón de Nectanebo
I. En otro tiempo atracaban aquí las grandes barcas que
transportaban semanalmente a los trabajadores del templo, antes de
devolverlos al mundo exterior. La tribuna, antaño ocupada por un
colegio.
Un hombre con cabeza de chacal se dirigió hacia Sabni;
portando la máscara de Anubis, el abridor de caminos, el sacerdote
le guió hasta el segundo pilono. El eje del templo se quebró. Las
monumentales puertas se movieron iniciando un movimiento en
espiral, matriz del templo aspirado hacia las estrellas
imperecederas, al norte del universo.
Sabni atravesó el patio del oeste por el pasillo que bordeaba
la casa del nacimiento; desde los capiteles, Hathor sonreía. El
escultor había dado a cada una de las caras de la diosa una
expresión diferente; felicidad, alegría, placer, ternura componían
una música de piedras vivas.
Sobre la fachada del segundo pilono, Faraón afirmaba de nuevo
su presencia triunfando para siempre de las fuerzas de las
tinieblas. El sacerdote con la máscara de chacal cedió el puesto a
su hermano con la máscara de halcón; a partir de entonces Horus
guiaría los pasos de Sabni.
Una vez franqueada la puerta, más allá de la roca tallada en
forma de monolito donde Ptolomeo VI enumeraba los donativos al
templo, el futuro sumo sacerdote descubrió una estancia con diez
columnas. El verde de las palmeras se derramaba por encima de los
capiteles, troncos azulados de los vegetales que enlazaban el suelo
plateado con el techo, cubierto de buitres con las alas
desplegadas; cintas multicolores enlazaban ramilletes de flores y
haces de papiros rojos y amarillos, dando ritmo a las escenas de
ofrendas; hojas de oro que recubrían las columnas hinchadas de
savia animaban el ritual celebrado por los jeroglíficos, emisores
de la energía de las primeras épocas, del «tiempo de Dios» que
evocaban los anales del templo.
El decano, que había conseguido mantenerse en pie sin su
bastón, tendió al joven un shenti idéntico a los que vestían los
reyes de Egipto cuando oficiaban en los lugares
sagrados.
–Quítate la túnica de lino; gracias a esta prenda se sabrá
cuál es tu misión.
Horus y Anubis se situaron a los lados de Sabni y purificaron
su cuerpo desnudo rodándolo con agua fresca; después el decano le
rodeó la cintura con el shenti y dobló el extremo sobre sí mismo
para formar una lengüeta que permitiría ceñirle la prenda. El
shenti, metido entre las piernas y enrollado tres veces alrededor
del cuerpo, se sujetaba gracias a un cinturón de cuero. Las manos
del decano no habían temblado.
La juventud de Sabni llegaba a su fin; el sencillo shenti lo
introducía en la cadena ininterrumpida de jefes de la
comunidad.
–Someterás a los impíos. Su raza será humillada, sus hijos
sacrificados y sus mujeres se volverán estériles; las estatuas de
los dioses serán enderezadas. El país volverá a sonreír gracias al
soberano nacido del sol. Veremos el fin de nuestras desgracias;
nuestra tierra dará vida a quien ama la vida. Los muertos saldrán
de sus tumbas a fin de tomar parte en la felicidad reencontrada.
Ve, Sabni. Haz que se cumpla nuestro destino.
El decano quitó los dos candados que cerraban la puerta del
Trono venerable; el lugar misterioso donde se concentraba la
esencia divina estaba sumido en una oscuridad en la que se perdían
los débiles rayos del sol que se filtraban por los pequeños
tragaluces.
Thot, con cabeza de ibis, y Sekat, la soberana de la Casa de
la vida, con el cuerpo revestido por una piel de pantera, cogieron
las manos del sumo sacerdote y lo condujeron por el pasillo que
comunicaba la cámara de los tejidos, la sala del tesoro, la
estancia de purificación y la sala de las ofrendas, dejándolo
enfrente del Sanctasanctórum, igualmente cerrado con dos
candados.
–La altura del templo obedece a las leyes del conocimiento
-declaró Thot-, su longitud a las leyes matemáticas y sus
proporciones respetan la armonía del universo. Conviértete en
piedra angular del edificio y penetra en el
misterio.
Las divinidades desaparecieron y el silencio envolvió el
santuario. Sabni quitó los candados, los dejó en el suelo y empujó
la última puerta.
Una luz le cegó; el granito brillaba con luces plateadas
mezcladas con el oro de la naos. Encima del monolito, las cobras
erguidas escupían un fuego protector; en su base, Faraón levantaba
el cielo.
El deslumbramiento pasó y pudo verla. Vestida con una túnica
blanca ceñida, el cuello adornado con un largo collar de oro y los
cabellos con una diadema de lapislázuli, Isis se apoyaba en el
ángulo de la naos; con un dedo empujó el caulículo de oro que
cerraba el relicario en el que velaba una estatua de la diosa con
los ojos perpetuamente abiertos.
–Yo soy Isis, la madre de Dios, la reina de los cielos,
soberana de la tierra sagrada. Yo he traído la vida a la existencia
a través de aquello que mi corazón ha concebido. Yo he dado origen
a las divinidades, enseñado el camino de las estrellas, regulado el
curso del sol y de la luna, enseñado a los humanos la iniciación en
los misterios, fundado los templos, arrojado los demonios, abolido
las leyes de los tiranos, puesto en orden aquello que ninguna
locura modificará. Por mi amor, la tierra florece, el viento sopla
con suavidad, el calor es agradable, el Nilo abundante. Yo ofrezco
el oro del cielo y la fortuna a quien me venera. Sé depositario de
esta riqueza, Sabni, sumo sacerdote de la comunidad de
File.
Puso su mano sobre la de Sabni y lo condujo fuera del
santuario. El joven temblaba. Su existencia ya no le pertenecía,
pero viviría al lado de aquella mujer casi irreal que le había
otorgado su confianza.
La comunidad estaba reunida delante del segundo pilono;
cuando apareció la pareja, los adeptos reconocieron por aclamación
la legitimidad de su poder. Sabni desenrolló el papiro de la Regla
aplicada a todos, pobres y ricos, nobles y
campesinos.
–Vosotros que cumplís los ritos y guardáis este templo -leyó
Sabni-, no permitáis que ningún profano penetre en él. Que nadie
acceda si no es con honor. Que las ofrendas sean llevadas a los
dioses de manera que esta tierra conozca la paz y un destino
afortunado más allá de los tiempos. ¡Vosotros que seguís el camino
de la luz y veláis sobre esta morada del Principio, alcanzad la
plenitud, sed felices! La vida se encuentra en las manos de Dios,
la felicidad en su puño. Yo me comprometo a expulsar la barbarie y
la violencia, ya que la armonía de la comunidad es nuestro cielo.
El amor fraternal es el único monumento perdurable. Avancemos sin
temor hacia la adversidad y, si nos resulta difícil, aumentemos las
ofrendas de cada día.
El decano se volvió hacia Sabni y le dio un
abrazo.
–Tú, que eres nuestro jefe, busca en cada ocasión obrar con
justicia para que tu conducta sea irreprochable. Grande y poderosa
es la Regla, inalterada desde los tiempos de Osiris; cuando el
final llegue, la Regla perdurará.
Un líquido cálido y perfumado se deslizó por su pecho. Abrió
los ojos y vio a Isis con un frasco de cristal amarillo de largo
cuello verde oscuro del que salía un hilillo ambarino con aromas de
jazmín. El joven se dejó inundar por el fluido que relajó sus
músculos y mitigó su fatiga.
–La última receta de nuestro hermano perfumador, preparada
poco antes de su muerte. Se llevó la fórmula al país del
silencio.
A Sabni le habría gustado que aquel chorro bienhechor no se
detuviera; su piel lo absorbía con avidez, tratando de retener el
líquido que embalsamaba su ser.
Caía la noche. Sabni no apartaba los ojos de Isis, cuyo
rostro se difuminaba en las dulces sombras del atardecer; hacía
rato que Isis había dejado cerca de ella el frasco con el tapón en
forma de palma.
–Entremos -propuso ella-. Debo enseñarte el texto de la
fundación del templo.
Se instalaron en una pequeña estancia situada detrás del
muelle oriental del primer pilono, al lado de la biblioteca. Allí
estaban depositados los archivos de papiros y rollos de cuero
llenos de jeroglíficos. Isis llenó de aceite de sésamo la lámpara
de barro cocido, comprobó que el orificio de ventilación no
estuviera obstruido, sacó la mecha y encendió la lámpara; Sabni la
cogió para iluminar un papiro amarillento que la gran sacerdotisa
sacó de un enorme cofre con patas de león. Lo desenrolló con
cuidado.
–Aquí tienes el acta de nacimiento de File, firmada por
Imhotep.
–¿El creador de la pirámide escalonada?
Isis asintió.
Incrédulo, Sabni leyó el breve documento trazado por la mano
perfecta de un escriba del Imperio Antiguo, la edad de oro de la
civilización egipcia. Proclamaba el carácter sagrado de la isla
donde se había unido la primera pareja real, Osiris e Isis, que
habían revelado las leyes de la arquitectura, de la música y de la
agricultura a los habitantes de las riberas del Nilo. Imhotep,
sabio entre los sabios, pedía a sus sucesores que adornaran File y
celebraran el culto de la gran diosa hasta el fin de los
siglos.
Sabni abrazó el papiro.
–Ahora eres el sumo sacerdote de esta comunidad. Guárdate de
traicionar al fundador del templo.
Isis devolvió el tesoro a su estuche. Al salir del archivo,
la mirada de Sabni se detuvo sobre un bloque esculpido en el zócalo
en el que estaba grabada una figura a la vez grotesca e
inquietante; cabeza simiesca coronada por un bonete rayado y con
dos ojos almendrados que enmarcaban una nariz gruesa; la boca
abierta descubría unos dientes puntiagudos; tenía el mentón
barbado, el torso fornido y el órgano sexual
enorme.
–¿Quién es ese monstruo?
–Un blemio.
–¿Es un ser imaginario?
–Es un miembro de una tribu negra asentada en los territorios
inaccesibles del profundo sur, más allá de la cuarta catarata. Los
blemios detestan a los cristianos. Veneran al dios Mandulis,
huésped de una capilla de nuestro templo. Su ofrenda preferida es
el vino afrutado de Nubia, que le traían en grandes cántaros. Antes
de nuestro nacimiento, destrozaban las guarniciones romanas para
venir a adorarlo aquí mismo con el consentimiento de mi padre.
También están muy unidos al carácter inviolable de la isla de
Bigeh, donde reposan los restos de Osiris; en sus costas vela el
amo de los cielos, al que califican de señor del santuario secreto,
de alma viva y de león valeroso que rechaza a los impíos. Las
fortificaciones han arruinado su proyecto de liberar la
provincia.
–¿Realmente son tan feos?
–La caricatura la realizó uno de nuestros escultores, herido
por un arquero blemio. En el ardor del combate, no distinguían a
los aliados de los enemigos; quizá su raza se haya
extinguido.
–¿Estás segura?
–No sueñes, Sabni. Únicamente podemos contar con nosotros
mismos.
El sumo sacerdote puso una rodilla en tierra con el fin de
examinar mejor el bárbaro semblante, sinónimo de
esperanza.
–Más allá de la cuarta catarata…
–Desconocemos la ruta. Como sumo sacerdote, te debes a la
defensa del cuerpo sagrado de la comunidad; te está prohibido
abandonar File y arriesgar tu vida. Rechaza la idea de una aventura
insensata.
Ningún hermano era lo bastante joven para recorrer los
caminos de África y remontar las cuatro cataratas. Contrariado,
Sabni se rindió a la razón; el aliado blemio se desvanecía tan
rápido como había aparecido.
–Deberías dormir. Al amanecer dirigirás tu primer
ritual.
–Me gustaría…
Isis apoyó un dedo en sus labios.
–Ahora es tiempo de silencio.
Isis se alejó hacia las sombras de la noche como una blanca
aparición cuya huella luminosa quedó impresa en las tinieblas.
Sabni habría deseado retenerla, confiarle su angustia y su
necesidad de una presencia que le diera seguridad. Pero Isis se
había negado, refugiándose en una soledad altiva, más inaccesible
que una fortaleza. El, el sumo sacerdote, ella, la gran
sacerdotisa… extraños el uno al otro, prisioneros de su
misión.
Y en verdad, ¡qué misión tan ilusoria! ¿Acaso el obispo no lo
eliminaría con un trazo de su cálamo? ¿Durante cuánto tiempo
fingiría creer Isis en la supervivencia de File? Sabni se despreció
a sí mismo. Con sus pensamientos miserables sólo atraería el
desprecio de su amada; a la ansiedad de un vigilante se añadía el
desaliento de un cobarde. Él, sumo sacerdote… ¡qué embuste! Sin
embargo, se había comprometido ante Imhotep. El juramento lo ligaba
a una tarea superior a sus fuerzas y lo encadenaba a un deber con
ligaduras que ninguna voluntad podría quebrar. Sabni ya no era
libre de vivir su vida, de ceder a sus impulsos. En esta falta de
elección ¿conocería la serenidad de los que recibían la luz porque
no esperaban nada más de sí mismos?
Un grito desgarró la paz de la isla. Procedía de la orilla
occidental, cerca del pórtico de Adriano; en este lugar no había
muralla. Sabni se apresuró. Oyó una llamada de
socorro.
La luna iluminaba una escena horrible: un ser hirsuto y
barbudo daba puñetazos a una tejedora. La mujer, con el rostro
ensangrentado, dejó de gemir. Su agresor la arrastraba por los
cabellos cuando Sabni le obligó a soltarla.
El loco furioso apestaba; la suciedad recorría su piel
apergaminada, sembrada de cicatrices. El sumo sacerdote reconoció a
uno de los monjes que se habían asentado en las tumbas egipcias
después de profanar las escenas religiosas y de incendiar las
capillas. Varios miembros de la comunidad acudieron con antorchas.
El monje desdentado intentó morder a Sabni, que lo rechazó con
facilidad.
–¡Matémoslo! – exigía una hermana.
El agresor había atacado File solo. Había descendido por la
orilla en su balsa de ramas y palmas.
–¡Moriréis! – profetizó-. ¡Todos moriréis!
–Te saludo, disco alado -dijo el sumo sacerdote-, tú que
emerges del océano cósmico, creador de los dioses y padre de los
hombres, ser único de apariencia misteriosa, escultor por nadie
esculpido; recorres la eternidad, suscitas la alegría en el
universo entero; para ti, cada día es sólo un
instante.
El sumo sacerdote quitó el candado, retirando así el dedo de
Seth, señor de la tormenta y del poder al que era preciso aplacar
por medio del rito. Seth hirió a Horus en un ojo, al abrir la
puerta de la estancia oscura de la que emanaba la luz de la
diosa.
–Veo tu secreto -proclamó la gran sacerdotisa-; por ti uní
cielo y tierra.
Ni Isis ni Sabni consiguieron desechar de su pensamiento la
visión de la hermana gravemente herida. El sumo sacerdote se había
negado a que la comunidad lapidara al monje que había huido
lanzando maldiciones.
Sabni ofreció a la diosa un humilde pan redondo. Atrás
quedaban los altares cubiertos de vituallas; lejanas las
procesiones de porteadores de carne fresca, de fragantes hortalizas
de vivos colores, de cántaros de vino; el esplendor de entonces
había dado paso a la lectura de las inscripciones de las paredes.
Al encarnarse por medio de la palabra, los jeroglíficos se
convertían en bueyes gordos, incensaciones, joyas de oro y de
plata, prendas preciosas y ungüentos extraños.
Isis sacó la estatuilla de la naos y la expuso a la luz de
una lámpara. Después de traspasar las regiones tenebrosas del
interior de la tierra, el poder se materializaba en la figura de
piedra; en la estatuilla se concentraba la energía indispensable
para el templo, que se transmitiría a través de sus bajorrelieves y
sus signos grabados, confiriéndoles una vida
inalterable.
La gran sacerdotisa perfumó la efigie de Isis, fortalecida
por la sutil ofrenda; después, cerró las puertas de la
naos.
Isis y Sabni salieron del Trono venerable andando hacia atrás
y se inclinaron ante la presencia divina antes de hacerse una
reverencia recíproca.
El sumo sacerdote, que había cumplido con las costumbres
milenarias enseñadas por los primeros faraones y repetidas cada
mañana, cogió la mano de la joven; deseaba compartir con ella la
emoción de su primer ritual. Sus dedos, indecisos al principio, se
entrelazaron. Sabni quiso hablar, pero Isis le impuso silencio.
Unidos, recorrieron las salas de columnas de colores y traspasaron
la puerta del segundo pilono. Un sol ardiente invadió el patio
interior cerrado por el primer pilono; Isis soltó la mano de
Sabni.
–La primera columna de la derecha se ha deteriorado; tendrás
que restaurarla.
Sabni aceptó entusiasmado. En otras ocasiones ya había tenido
la oportunidad de demostrar su talento como diseñador y
pintor.
–Reuniré a las hermanas en el templo de Nectanebo -le anunció
Isis-. Hemos de examinar los documentos referentes al regreso de la
diosa lejana; ya hace demasiado tiempo que descuidamos este
mito.
Isis dirigió los trabajos rodeada por las mujeres que habían
consagrado su vida al templo. La lectora propuso algunas frases del
relato; después, cada hermana dio su interpretación y, finalmente,
la gran sacerdotisa corrigió y orientó. Poco antes de la comida del
mediodía se dio cuenta de que ya hacía mucho tiempo que ninguna
novicia había entrado a formar parte de la cofradía femenina; el
obispo había prohibido que las muchachas abandonaran a sus familias
para seguir un periodo de prueba en el templo. Las hermanas más
jóvenes ya superaban la cincuentena. La cofradía masculina no tenía
mejor suerte y sufría la misma ley eclesiástica que condenaba a
File a desaparecer por falta de nuevos adeptos. Sólo una mujer
habría podido traer un hijo al mundo: Isis. Pero su misión se lo
impedía; su familia y sus hijos eran la comunidad.
Una hermana se puso en pie y apuntó hacia el agua
azulada.
–¡Mirad, allí abajo! ¡Un barco!
Exaltada, se cogió al brazo de la gran sacerdotisa que la
rechazó suavemente.
–Regresad a vuestros aposentos.
–Y tú…
La sonrisa de Isis era una orden; las hermanas se
dispersaron, sosteniendo las más fuertes a las más débiles. La gran
sacerdotisa avanzó hasta el final del muelle.
Unos veinte soldados se arracimaban en la embarcación de vela
blanca que se encontraba ya próxima a la isla. En la proa, envuelto
en una túnica roja ribeteada con hilo dorado, el prefecto Maximino
miraba fijamente hacia File. Su mirada se cruzó con la de Isis.
Ninguno de los dos dio señales de flaqueza. Cuando el barco atracó,
un soldado lanzó una cuerda que la joven cogió con mano
firme.
–Esta isla es territorio sagrado. Ningún profano pisará su
suelo sin mi consentimiento.
Maximino intentó salir del puente pero Isis le cerró el paso.
El admirable rostro de la gran sacerdotisa, a pesar de la suavidad
de sus rasgos, expresaba una voluntad férrea. Aunque vencida de
antemano, no dudaría en luchar.
–File es territorio del imperio. Soy el prefecto Maximino,
enviado por el emperador.
–Si deseáis rendir homenaje a la gran diosa, ella os
recibirá; venid solo y sin armas.
Los soldados, impertérritos, esperaban órdenes. Golpear a una
mujer no añadiría nada a la gloria de un alto
dignatario.
–Acepto.
Isis enrolló la cuerda a un poste de amarre para ayudar al
prefecto a subir al muelle. El contacto de la suave piel de Isis le
turbó.
–Bienvenido a File; aquí disfrutaréis de la paz del espíritu.
No alcéis la voz; la diosa prefiere la
tranquilidad.
Isis desenvainó la espada del prefecto y la depositó en el
suelo. Maximino no reaccionó, subyugado por la visión de la gran
columnata que dominaba el cauce del río y conducía hacia el primer
pilono. La serenidad y la nobleza del lugar le habían hechizado;
percibió las pulsaciones de un ser viviente oculto tras la piedra;
al descubrir las escenas rituales intercaladas entre las ventanas
abiertas sobre el agua y sobre los acantilados, se emocionó por la
grandeza de aquellas figuras en las que se afirmaba el poder de los
soberanos, señores del imperio más grande del mundo. Durante un
instante pensó que el faraón saldría de aquellas paredes para
emprender la reconquista de la felicidad perdida.
Maximino acarició una de las esculturas. El granito latía. El
prefecto se sintió cómplice del rey inmortalizado por el arte del
escultor. ¿Cómo le habría servido? ¿Cómo habría administrado
aquellas provincias rebosantes de riqueza? La verdad rechazada
durante tantos años surgió con la violencia de un relámpago; vivía
en una época mediocre, sin ingenio; la grandeza con la que había
soñado siempre estaba aquí, se manifestaba en esta isla prisionera.
– ¿Me permitís que vea las estancias?
Isis entreabrió la puerta del primer pilono. Los hermanos y
hermanas estaban congregados en el patio interior; Maximino observó
a estos hombres y mujeres de otra época, hostiles a la propagación
de la fe cristiana. ¿Por qué no huían? ¿Por qué no se convertían y
volvían con sus familias? Tuvo deseos de gritarles la realidad del
mundo implacable y lleno de intolerancia, pero ninguna palabra
salió de sus labios. La dignidad de aquellas víctimas y su gravedad
serena le desconcertaron. Habían creado un universo autónomo, fuera
de una época que rechazaban. ¿Y si tuvieran razón? ¿Y si la
existencia del templo fuera más importante que la del propio
imperio?
El prefecto sintió vértigo. Subió los peldaños que acababan
en la puerta del segundo pilono, cerrada con una cadena de
seguridad, y se apoyó en una jamba; un sudor acre le empañó los
ojos. – Este templo debe desaparecer. Viola las leyes. Isis,
situada en el centro del patio, se limitó a sonreír. El poder que
creía tener Maximino se derrumbaba a sus pies.
El prefecto se sintió sin fuerzas, privado de toda
agresividad, casi dócil. La magia de File, sortilegios de la gran
diosa… Sólo los locos darían crédito a aquellas supersticiones. Sin
embargo, se inclinaba ante una mujer a la que habría podido abatir
con un simple revés.
Para escapar de sí mismo, forzó la entrada del templo
cubierto. De rodillas ante una columna, un joven de frente amplia
añadía pinceladas de color a unos motivos descoloridos. En una
paleta salpicada de salserillas había mezclado tiza y yeso, y había
obtenido un blanco brillante; la azurita molida proporcionaba un
azul perenne. El artesano restauraba la corona de una diosa,
después de haber reajustado las clavijas de cabeza dorada que
sostenían una placa de oro cubierta de
jeroglíficos.
Maximino se adentró en la sala de columnas pintadas,
deslumhrado por la abundancia de colores que se ensalzaban entre
sí; ni un solo lienzo, ni un ápice de piedra se hallaba desprovisto
de escenas en las que personajes divinos o espíritus protectores
eran objeto de alguna ofrenda. El templo hablaba; el templo
enseñaba. La paleta engalanada del pintor animaba el detalle más
modesto; ningún artista griego, romano o bizantino había adquirido
tal maestría.
–Debéis marcharos de este lugar -dijo Sabni, poniéndose en
pie-. Los profanos no tienen permitido el acceso.
Maximino sintió el impulso de castigar al desvergonzado, pero
se limitó a obedecer. Volviendo sobre sus pasos, se detuvo ante
Isis y la miró de hito en hito.
Cuando el prefecto embarcó de nuevo, los soldados se
extrañaron de su comportamiento. Lívido y tembloroso, Maximino
balbuceó la orden de regresar a Elefantina; la invasión de File no
se llevaría a cabo.
Teodoro había temido la llegada de aquel prefecto ignorante
de las realidades del sur, pero no suponía que su comportamiento se
revelaría tan desastroso en tan poco tiempo. ¡Qué victoria para
File! Gracias a Maximino la isla resurgía del anonimato en el que
el obispo la había sumido y aparecía de nuevo como un peligro que
había que eliminar lo más rápidamente posible. ¿Cómo conseguiría
contener el odio de sus correligionarios y salvar a
Sabni?
Teodoro dejó a un lado todo lo que estaba haciendo y se
dirigió a casa del prefecto. Contemplando el Nilo plateado de las
primeras horas del día y los acantilados que se teñían de rojo o
anaranjado al salir de la noche, comprendió hasta qué punto adoraba
esta tierra. Ninguno de los fieles de Isis sentía la belleza con
tanto fervor como él, el servidor de Dios, encarnado a la vez en la
soledad del desierto y la exuberancia de la vegetación. Reunía el
infierno y el paraíso en el mismo paisaje, trazaba todos los
senderos, los de la esperanza y los del arrepentimiento. File, la
última herejía, el último escudo contra la oleada de fe que se
había expandido por el mundo, debía sobrevivir como último vestigio
del paganismo vencido y símbolo de la clemencia del Señor. Los
ignorantes del pasado se convertirían en los creyentes del
futuro.
En el momento en que el obispo franqueaba la puerta del
jardín que rodeaba la villa del prefecto, uno de los mensajeros le
abordó y le entregó un trozo de papiro amarillento. Teodoro
reconoció el sello del templo; la calidad del papiro correspondía a
un mensaje solemne. Antes de descifrarlo debería entrevistarse con
Maximino.
Sus criados le dijeron que estaba durmiendo. Ninguno se
atrevió a interponerse cuando el obispo forzó la puerta de la
habitación; Maximino reposaba en la cama con los ojos abiertos y
fijos en el techo decorado con vegetales entrelazados. Durante un
instante Teodoro creyó que estaba muerto, pero el prefecto
respiraba.
–Sois vos, reverencia… Es tan tarde…
–Al contrario, es muy pronto. Tenía necesidad de
veros.
–File…
–Sí claro, File.
–Es preciso salvar el templo.
–¿Habéis sido hechizado?
El prefecto se incorporó y miró al obispo con ojos
febriles.
–¿Os habéis enamorado alguna vez?
–No me está prohibido el matrimonio, pero tengo otras
preocupaciones. ¿Qué amor podría compararse al amor de
Dios?
–El de una mujer.
–¿Isis?
–Jamás la habéis visto, reverencia… No habéis deseado sus
senos, su boca, su cuerpo… No habéis oído su risa como una llamada
al gozo supremo, su presencia como una felicidad inundada de dicha.
Ostenta el mismo nombre que su diosa. Y si…
–Deliráis.
Maximino se levantó.
–El amor verdadero es así… un delirio que nos transporta más
allá de nosotros mismos, un fuego que nos destruye para hacernos
renacer mejores. Yo creía conocer a las mujeres, reverendísimo
obispo. Docenas, de todas las edades y razas, han pasado por mi
lecho… ¡Pero ésta! Ante ella soy como un niño. No un muchacho bien
educado, sino un bribón caprichoso, lleno de ardiente
deseo.
–El viaje os ha agotado. En esta estación del año, el sol es
peligroso.
Maximino comió unos dátiles y se sirvió una copa de
leche.
–No me toméis por loco. Sigo siendo un hombre de
Estado.
El obispo se sintió aliviado. Maximino no se dejaría dominar
por la pasión.
–El deber de un hombre de Estado es saber cambiar de opinión
en el momento oportuno. Yo quería cerrar el templo de File; había
olvidado a Isis.
–¿Qué pensáis hacer?
–Restablezcamos los antiguos privilegios de la
isla.
–Eso sería un trágico error. Los cristianos no lo
tolerarían.
El prefecto se volvió hacia el obispo.
–¿Me amenazáis?
–Si deseáis salvar File, haced que se olvide su
existencia.
Maximino sonrió de manera extraña.
–Eso será difícil.
–¿Por qué?
–Porque Isis será mi esposa. ¡Y la esposa de un prefecto debe
disponer de todo lo que le plazca! Jamás abandonará su templo; de
modo que será necesario embellecerlo y devolverle su antiguo
esplendor.
–¿Pisotearéis las órdenes del emperador?
–Es asunto mío. La entrevista ha terminado.
El mensaje marcado con el sello del templo anunciaba la
elevación de Sabni al rango de sumo sacerdote de la comunidad de
File. Con motivo de la investidura y de las prerrogativas que
comportaba, el nuevo dueño de la isla pedía audiencia al regidor de
Elefantina, el obispo Teodoro. El texto, redactado en jeroglífico y
en demótico, ignoraba orgullosamente el griego. File hablaba de
igual a igual con el poder, como si el templo tuviese una
existencia legal.
A semejanza del prefecto, Sabni se había vuelto loco. Su
título embriagaba, le proyectaba fuera de su época, a un tiempo
mítico que le parecía más real que el cotidiano. De repente Teodoro
era prisionero de una trampa; salvar a su amigo de la infancia era
un deber imperioso, pero las dificultades y los peligros se
acumuluban. Primero hacía falta neutralizar al prefecto; luego,
devolver la razón a Sabni. Después de haber respondido
favorablemente a la petición de este último, el obispo recibió al
general Narses, un coloso de rostro cuadrado con el mentón adornado
por una perilla. A la rigidez del militar de carrera se sumaba una
prestancia innegable, a pesar de la ausencia del brazo izquierdo,
cortado limpiamente en una pelea cuerpo a cuerpo con un egipcio que
se negaba a ceder su granja al ejército. Narses gozaba de una
excelente reputación. El emperador apreciaba su rigor y su lealtad,
los soldados le adulaban. Su carrera, ya larga, no tenía tacha;
obstinado y meticuloso, no se comprometía antes de haber estudiado
la situación con detenimiento. Algunos lo juzgaban de espíritu
simple y de inteligencia mediocre, pero el obispo sólo se fiaba de
su propia opinión.
Teodoro permaneció en su escritorio. Narses, de pie, mantenía
los ojos ligeramente entornados.
–¿Disfrutáis en Elefantina, general?
–No mucho. Ejecuto las órdenes del prefecto.
–Parece ser que vuestra estancia aquí se alargará más de lo
previsto. ¿Os lo ha dicho el prefecto?
–Hablamos poco. Él manda, yo obedezco.
–¿Pasaría lo mismo conmigo?
–Vos sois responsable de la guarnición permanente. Nuestra
obligación es colaborar.
–Ésa es mi intención. Sentaos.
–Prefiero estar de pie.
–¿Un poco de vino?
–Nunca.
El obispo se levantó.
–Vayamos a la azotea, general.
Rodeado de muretes, el tejado plano de la morada episcopal
dominaba la ciudad. Narses, al lado de Teodoro, contemplaba
Elefantina, los grupos de casas blancas adosadas unas a otras, los
bosques de acacias y los palmerales, los altos acantilados que
bordeaban el Nilo y las fortificaciones. Aunque su rostro no dejó
traslucir ninguna emoción, el obispo advirtió su preocupación.
¿Quién no habría saboreado este espectáculo? En aquel instante,
Narses tuvo deseos de proteger aquella provincia de colores eternos
y disfrutar allí de una vejez apacible. Él, el soldado errante,
había descubierto por fin la paz.
–Sois un hombre honrado, general.
–Se intenta.
–¿Qué opináis de la actitud del prefecto?
–Es mi superior.
–¿Sois un buen cristiano?
Narses frunció el entrecejo.
–¿Acaso lo dudáis?
–El comportamiento de Maximino debería
extrañaros.
–No soy quién para emitir una opinión.
Narses accedió a sentarse en un banco de piedra, a la sombra
de una parra.
–Tenéis demasiada experiencia, general, para pasar por alto
el carácter de un lugar. Elefantina está muy ligada a la pureza de
su fe cristiana.
–Sin embargo admite la existencia de una comunidad judía y
del último templo pagano.
–Detesto el fanatismo, creo en la conversión de los corazones
y trabajo en ello sin descanso. Pero también soy un subdito fiel
del emperador, como vos. ¿Por qué no olvidar el pasado? El tiempo
obrará con más eficacia que la fuerza; no hace falta atizar la
llama ahora que está desapareciendo. ¿No podríais poner en guardia
al prefecto?
–Sería una falta de respeto a la jerarquía.
–¿Sabéis que se ha enamorado de la gran sacerdotisa de File y
que quiere devolver a la isla los privilegios legalmente
suprimidos?
El militar se sobresaltó.
–¿No… no estáis exagerando?
–Mentir sería peor, sería cerrar los ojos a la realidad. Si
no intervenimos, nos arriesgamos a ver como se desencadenan las
pasiones.
Narses perdió la compostura; esta discusión le preocupaba.
Temía las intrigas y evitaba a los diplomáticos, pues le asqueaba
mezclarse en conflictos sangrientos con la población. Las
revelaciones del obispo desbordaban el marco de su misión;
rebelarse contra un superior equivalía a alta
traición.
–Esperemos que Maximino recobre antes su cordura. Tanto vos
como yo confiamos en él. Sigo ocupándome de los asuntos de File.
Dentro de unos días recibiré al sumo sacerdote de la comunidad.
Sólo vos lo sabéis. Es preferible que esta información sea
confidencial.
Narses guardó silencio, lo cual le hacía cómplice del
obispo.
Ni el obispo ni Sabni temían a los emisarios del dios
carnero. El primero porque le opondría la cruz de Cristo, el
segundo porque conocía la fórmula para apaciguarlo. Los dos amigos
tenían la certeza de disfrutar de una absoluta tranquilidad, lejos
de oídos indiscretos. Se sentaron uno al lado del otro en un
peldaño lateral de una naos de granito rosa.
–Así que has aceptado el cargo de sumo
sacerdote.
–El decano me lo ha pedido e Isis lo ha
aprobado.
–¿Cómo lucharé contra esta nueva locura? ¡Hacía más de veinte
años que File prescindía del sumo sacerdote! Parece que quieres
resucitar la comunidad.
–Tal es mi único deber; transmitir la iniciación que nuestros
antepasados nos han legado.
Teodoro cogió un trozo de granito y lo lanzó a lo
lejos.
–Te pareces a esa piedra; incapaz de moverse por sí misma,
esclava de la mano que la mueve. Tú eres el jefe insignificante de
una asamblea de ancianos a las puertas de la muerte. Si tu ridicula
misiva hubiera caído en las manos del prefecto, ya estarías
encarcelado.
–Mi dignidad de sumo sacerdote…
–¡Ya no existe, Sabni! La única autoridad religiosa de esta
comarca soy yo.
–Tú reinas sobre los cristianos. Yo sobre los egipcios. Poco
importa el número; ahora somos iguales. Por eso no cuento con una
respuesta favorable a mi petición.
El obispo, resentido por no poder arrancar a Sabni de su
sueño, lo escuchó estupefacto.
–Algunas partes del templo están en malas condiciones. Para
la techumbre necesito troncos de palmera que nosostros mismos
cortaremos en tablas. Para las puertas es indispensable madera de
acacia y de sicómoro; algunas piezas de pino asiático servirán para
la restauración de los cofres litúrgicos. También me hará falta un
centenar de bloques de arenisca de los que ya te daré las medidas.
– El sumo sacerdote cogió un trozo de granito del suelo-. ¿No ha
sido construida tu iglesia sobre una piedra?
Una profunda arruga surcó la frente del
obispo.
–¿Por qué me provocas?
–Es una petición oficial.
–¿Has supuesto por un segundo que accedería a tus
requerimientos?
–No desespero de persuadirte.
–Madera y piedra son materiales escasos y muy costosos,
reservados al ejército y a los edificios públicos. Yo soy el
contable ante el prefecto.
–El templo pertenece a la divinidad; sólo ante ella debemos
rendir cuentas después de nuestro paso por la tierra. Su morada
debe ser la más bella y la más rica; ningún material es lo bastante
espléndido para honrarla.
–Dios no vive en un templo, Sabni. Se hizo hombre para que el
hombre se hiciera Dios; no soy yo quien vive, es Cristo quien vive
en mí.
–¡Cuánta vanidad! He aquí la traición suprema del
cristianismo: la adoración del individuo. El no es divino, Teodoro;
ni tú ni yo estamos hechos a imagen de Dios; sólo el templo,
construido según la Regla, simboliza el Principio.
–Tú has encerrado a Dios en el templo, yo lo he hecho salir.
Tú lo confinabas en los círculos de iniciados, yo he revelado su
existencia a todos los hombres.
–Yendo hacia el más mediocre, hacia la multitud, rechazando
la trascendencia y el esfuerzo, conquistas como lo haría un
militar.
–El individuo debe manifestar su debilidad, ha escrito Pablo,
para que la fuerza de Cristo descienda sobre él.
–Pablo… Por culpa suya tu religión se ha convertido en
fanática e intransigente. No hay peor raza que los opresores
convertidos.
–Tu crítica es estéril. Antes de su nacimiento, el que fue
enviado a este mundo lo desconocía; se convirtió en hombre sin
dejar de ser Dios. De sus entrañas, como de un cielo, María lo
parió de forma divina. Otra luz apareció; negarlo es
insensato.
–María es hija de Isis. Es la gran diosa quien, mañana o
dentro de mil años, orientará de nuevo el mundo hacia una fe sin
dogma.
–¿Gracias a unos pocos iniciados sin futuro?
–Recuerda tus Escrituras: un solo justo
bastará.
–Isis está muerta. Sus últimos fieles
desaparecerán.
–¿Ésa es la famosa tolerancia que tú
predicas?
–Deseo salvaros, a ti y a tu comunidad, pero no vuestras
funestas ideas que envenenan el espíritu. Cuando seáis liberados,
la verdadera fe iluminará vuestros corazones.
–Tu fe ha derramado sangre y lágrimas. Bizancio es tan cruel
como Roma. En tiempos de los faraones Egipto era hermoso, rico y
feliz; desde el campesino hasta el rey todos comulgaban con lo
sagrado, el crédulo por mediación de una estatua erigida en su
campo, el sabio por la contemplación de la luz oculta en el templo.
Mira mi país, Teodoro, mira nuestro país… pobre, explotado,
arruinado. Los canales ya no se limpian, los campos no se riegan,
los ricos son bestias salvajes, la violencia triunfa, los pueblos
están sucios y llenos de piojos, la corrupción ha destronado a la
ley. ¿Dónde se esconde Jnum el carnero, el que con sus robustos
brazos inundaba Egipto de alimentos? Recuerda nuestra Regla: dar de
comer al hambriento, vestir al desnudo, dar una barca a quien no
puede atravesar el río, un ataúd al que no tiene hijos. Hoy, los
hombres consideran la ignorancia como conocimiento y lo dañino como
útil. Viven de la muerte, de la que se sacian cada día. ¿Estás
satisfecho? ¿Le das gracias a tu dios?
–La creación es imperfecta.
–La humanidad la deshonra. Faraón construyó el cielo y la
tierra al precio de un trabajo incesante; haciendo creer a cada
hombre que lleva a Dios en sí mismo conduces al Universo a los
peores conflictos.
–Cristo predica el amor al prójimo; pareces
olvidarlo.
–Los griegos se contentan con bellas palabras. Egipto exigía
hechos, seres deseosos de batirse tallando la piedra y la madera.
Cerrar los templos es secar la fuente más vital.
–¿Será el Egipto pagano la madre del mundo?
–Si no estás convencido, ¿te quedarás?
El obispo miró a lo lejos. Los bloques de piedra de la
catarata cerraban el horizonte. El santuario de Jnum todavía
respiraba; una leve brisa, apenas perceptible, circulaba entre los
capiteles esculpidos y las columnas
resquebrajadas.
–¿Por qué no destruyes File, Teodoro?
–Porque eres mi amigo.
–¿No hay otro motivo? ¿No tratas de conservar los últimos
vestigios de tu pasado?
El obispo ocultó el rostro entre las manos.
–Aquella procesión… y, ahora, este título de superior, la
actividad peligrosa que deseas proseguir… ¿por qué me complicas
tanto la tarea?
–Para obligarte a escoger.
–Tienes que saber parar a tiempo, Sabni. El ejército de
Maximino no es un espejismo. Estoy obligado a
obedecerle.
–Confío en ti; sólo te obedeces a ti mismo. ¿Me concederás la
piedra y la madera que necesito?
–No. Que File se hunda será mi mayor
alegría.
–Hasta pronto, Teodoro.
Sabni se alejó con paso firme y tranquilo. El decano no se
había equivocado, el joven estaba a la altura de un sumo
sacerdote.
Pero los juegos y las bromas disminuían a medida que se
acercaba el momento en que se decidiría el futuro del pueblo
durante el año siguiente: ¿hambre o prosperidad? El nerviosismo
aumentaba. Por todas partes estallaban revueltas que los soldados
reprimían de un modo cruento y brutal. Algunos perdían la razón y
atravesaban enloquecidos los pueblos prediciendo catástrofes sin
fin. Los astrólogos callaban al haberles sido prohibido por la
iglesia el uso de su arte. Maximino invitó a las autoridades de la
provincia a un banquete digno de las recepciones más brillantes de
Alejandría. Nadie faltó a la cita: ni un diácono, ni un militar, ni
un rico terrateniente. Hacer acto de presencia del modo más
ostentoso posible aseguraba los privilegios ya conseguidos y
facilitaba el futuro enriquecimiento. Teodoro admiró la habilidad
de Maximino, que conocía la actividad de todos y cada uno de sus
invitados y los recompensaba con alguna que otra observación
personal. En menos de tres semanas había estudiado los archivos del
obispo. Los que contaban con su rápida decrepitud quedaron
decepcionados; durante el tiempo que permaneció aislado, el
prefecto se había informado a fondo sobre la clase
dirigente.
El vino y la cerveza corrieron a raudales. Se ofreció a los
comensales innumerables variedades de carne y pescado, así como
frutas y pasteles. Al amanecer, Maximino pidió al obispo que le
siguiera a su despacho.
–No habéis bebido nada, reverencia.
–Mi posición me obliga a permanecer sobrio, la vuestra no.
Sin embargo, vos no habéis probado los magníficos vinos del
país.
–El tiempo reservado para el placer llegará más
tarde.
La gran sala donde trabajaba el prefecto se parecía en su
distribución a la que ocupaba Teodoro.
–Aprecio vuestro don para administrar, reverencia. A decir
verdad, no he conocido a nadie que lo hiciera mejor. Espero que me
perdonéis por haberos imitado.
–Me hacéis un gran honor.
–A veces, tal rigor perjudica a su autor.
–¿Cómo?
–He podido constatar que los notables de esta región están
bajo vuestra influencia; al menos la mitad de las tierras os
pertenece.
–Pertenece a mi iglesia -rectificó Teodoro.
–Vuestra política de adquisición se desarrolla a un ritmo
desorbitado, abastecéis y vestís a los soldados destacados en
Elefantina. Todo el que intentare contrariaros sería eliminado de
inmediato.
–¿Por qué iban a contrariar al intérprete de Dios? Amo esta
provincia. Mi objetivo es hacerla próspera. ¿Acaso es un
defecto?
–Después de examinar vuestras cuentas, no tengo nada que
reprocharos. Sois más competente que el tesorero del emperador. En
Bizancio seríais ministro; sin duda estáis hecho para ser el futuro
patriarca de Alejandría. Pero no apruebo vuestra actitud en cierto
asunto.
–¿En cuál?
–¿Por qué castigáis a File?
Teodoro asió la cruz con la mano derecha.
–La prohibición de enviar lino, la negativa a abastecerles de
madera,y de piedra para restaurar edificios. He leído vuestros
decretos.
–No son confidenciales. Los heraldos los proclaman en la vía
pública.
–Tenéis a la comunidad sometida a tortura.
–Me sorprenden vuestros reproches. ¿Debo recordaros que son
paganos?
El prefecto se movía de un lado para otro,
nervioso.
–Me he visto obligado a aceptar vuestras
decisiones.
–En efecto, no habéis tenido otra elección. Es la voluntad
del emperador.
–Desde luego, no es la mía.
Teodoro no disimuló su indignación.
–¿Sois vos, el servidor del emperador, el que habla de esta
guisa?
–Hay algo que me sorprende: no habéis cerrado el templo
cuando podíais haberlo hecho de una forma rápida y definitiva. Así
pues, vuestra animosidad no es completa; lo que yo quiero es
conseguir el amor de Isis. Ya que somos solidarios, ganemos tiempo
y busquemos una solución que satisfaga a ambos.
Como no podía dormir, Teodoro pasó la noche ante su
escritorio.
Clasificó documentos, estudió el presupuesto de la ciudad
para el mes siguiente, comprobó la lista de sus propiedades y
rezó.
El nombre de los morosos estaba subrayado con tinta roja. Una
vez más tendría que enviar a los soldados a recaudar los fondos que
faltaban. Al obispo no le molestaba que el prefecto examinara su
trabajo, ya que, debido a su carácter y en previsión de una
inspección de este tipo, se había acostumbrado a no ocultar nada.
Todos sus negocios estaban dentro del marco legal, cuyos recursos
utilizaba con habilidad extrema. El peligro radicaba en otra parte;
Maximino estaba perdiendo la cabeza. Su demencia parecía tanto más
profunda cuanto que daba la impresión de un ser responsable y dueño
de sí mismo. Sin embargo, sólo pensaba en Isis, hasta el punto de
traicionar su deber con el emperador. Pasión absurda condenada al
fracaso. Pasión que volvía a Maximino tan incontrolable como una
brizna de paja a merced del viento. A causa de este amor, File se
convertiría en centro de conflictos. El templo que Teodoro había
conseguido ocultar bajo una sombra protectora, relegándolo al
olvido, surgía de nuevo a la luz.
Maximino era como un adolescente presto a enamorarse. Sus
sentimientos hacia la gran sacerdotisa anulaban su pasado. ¡Isis,
tan hermosa, tan atractiva, adornada por la magia de la diosa que
adoraba! El obispo comprendía el hechizo; corría el riesgo de
desencadenar la ira de los cristianos y ni siquiera tendría el
derecho de reprimirla.
No ejercía ninguna influencia sobre Sabni. Después de
convertirse en sumo sacerdote, su amigo había cambiado, había
acatado su misión con seriedad y soñaba con hazañas imposibles.
¿Incitaría a Isis al suicidio o respetaría la prudencia y el
silencio, sus armas más poderosas?
Teodoro se arrepentía de no haberla conocido nunca. Entre sus
dos soledades, un diálogo mudo se había instalado. A distancia
percibía sus intenciones; pero Sabni y Maximino confundían el
juego.
¿File, una parte de sí mismo? ¿El templo pagano reflejaba una
fe que no había conseguido desarraigar de lo más profundo de su
alma? Preguntas desprovistas de significado. Después de convertirse
al cristianismo su vida había cambiado. Inmerso en Cristo, se
consagraba al restablecimiento de una doctrina sólida y duradera
que lograría sacar de su error a los más
obstinados.
Se anunciaban desgracias, pero Teodoro no las temía. Libraría
a su amigo de su trágico destino; convertiría a File sin emplear la
violencia y obligaría a Maximino a entrar en razón. Lo conseguiría
con la ayuda de Dios.
El obispo militarizó a la fuerza agricultores, obreros,
comerciantes ambulantes y artesanos para arreglar los canales y
limpiar los estanques de riego donde guardaban el excedente de
agua. En casi todas las provincias habían descuidado estos trabajos
penosos que en tiempos de los faraones habían hecho de Egipto un
inmenso oasis en el corazón del desierto. Más de la mitad de las
tierras cultivables se había perdido; sujeta a préstamos
personales, la gente humilde no se sacrificaba por una
administración que les oprimía más cada año. Teodoro luchaba a su
manera contra la injusticia. La región de Elefantina parecía, en
algunos sitios, el paraíso terrenal que habían creado las dinastías
reales. Trabajo y dinero no eran suficientes; los hombres sufrían
la pobreza sólo por una fe entusiasta. ¿Quién sino Cristo se la
ofrecería?
Una semana antes de la crecida del río, Teodoro y Maximino
descendieron los noventa peldaños de la escalera del nilómetro.
Sobre las paredes, la gradación en codos permitía calcular la
altura de la crecida. En el pozo de piedra tallada se conservaba,
gracias a las inscripciones profundamente grabadas, la memoria de
inundaciones precedentes. Todos conocían de memoria la letanía:
doce codos, hambruna; trece, vientre hambriento; catorce, dicha;
quince, el fin de las preocupaciones; dieciséis, alegría total.
Teodoro se acercó a la pared mojada y consultó las estrías que
indicaban los codos de altura. La experiencia adquirida autorizaba
una previsión.
–¿Cuál es vuestra conclusión? – preguntó Maximino,
ansioso.
Dudando, el obispo volvió a calcular.
–¡Hablad, os lo ruego!
–Los resultados son anormales. Volveré mañana; el agua habrá
subido.
Los dos días siguientes, Teodoro obtuvo las mismas cifras.
Ante la insistencia del prefecto, tuvo que decirle lo que pensaba:
había que esperar lo peor.
Todos acechaban en vano las majestuosas aguas que se
desbordarían con violencia, rebasarían las orillas, se extenderían
por los campos de cultivo y transformarían el valle en un lago en
el que sólo sobresaldrían los pueblos construidos sobre los oteros.
Esperaban que el Nilo, saltando al encuentro del cielo, ahogara
ratas y parásitos, depositara el limo, purificara la tierra y la
preparase para la germinación del trigo, símbolo del renacimiento
de Osiris.
Pero el nivel del agua permanecía anormalmente bajo. Si el
obispo no se había equivocado, no alcanzaría los once codos, lo que
equivaldría a un periodo de hambre espantosa. Teodoro convocó una
reunión del consejo de notables a la que también asistió el
prefecto.
–¿Las reservas de grano?
–Casi agotadas.
–¿Imprevisión?
–Las anteriores crecidas fueron mediocres. El imperio ha
aumentado demasiado los impuestos.
–¿Otros alimentos?
–Alejandría nos saqueó.
El prefecto decretó medidas de urgencia. El ejército debía
ser aprovisionado con preferencia; en el transcurso del mes de
junio, sólo los soldados comerían hasta hartarse. Los recursos
alimentarios de la provincia fueron repartidos por los oficiales
superiores, que pensaban sobre todo en sus tropas. La población se
indignó. Sólo les quedaban higos secos y pan duro.
El último día de julio, Maximino llamó al obispo; ya no había
esperanzas de una buena crecida. Los niños y los ancianos morían de
hambre. Las fuerzas del orden tuvieron que reprimir dos tentativas
de rebelión, una en un pueblo próximo a la catarata y otra en las
afueras de Elefantina. El número de víctimas se elevaba a una
docena, según los soldados, y a más de doscientas, según los
nativos.
Teodoro constató que los colaboradores del prefecto eran tan
perezosos como incompetentes. ¿Cómo extrañarse, si había sido él
quien los había recomendado a Maximino? La mejor manera de aislarlo
consistía en rodearlo de individuos lo suficientemente mediocres
para que pudiera creer que era el rey absoluto; quien no conociese
el interior de la provincia se perdería en los pormenores del
procedimiento administrativo. Bizancio había añadido tantas leyes a
las promulgadas por Roma que sólo el obispo alcanzaba a orientarse
en este laberinto. Teodoro cuidaba de llenar el despacho del
prefecto de informes inútiles; cuanto más trabajo tuviera, menos se
ocuparía de File.
Al lado de Maximino estaba el general Narses, con la perilla
arreglada con esmero. El obispo percibió la hostilidad de los dos
hombres. No había conseguido enfrentarlos y debería esperar un
asalto en toda regla. ¿No sería Teodoro la víctima propiciatoria
perfecta?
–El pueblo se queja, reverencia.
–La guarnición intervendrá.
–¿Habrá que aplastar un tumulto?
–El emperador detestaría un incidente de esta
índole.
–Mantendré el orden, pero esta crecida catastrófica
desmoraliza a las tropas de Narses.
El general asintió.
–Se dice que una maldición pesa sobre Elefantina. Algunos de
mis hombres son muy supersticiosos y prestan oídos a los profetas
del mal; la cólera de los antiguos dioses es, según dicen, el
origen de esta época de hambre.
El obispo miró a sus interlocutores con
severidad.
–Por supuesto, no creéis en esas pamplinas.
Ni el prefecto ni el general respondieron. Maximino rompió el
silencio.
–Una sublevación popular comprometería la misión que me ha
confiado el emperador.
–¿Qué proponéis?
–He paseado por las calles del pueblo; los habitantes me han
hablado. Para conjurar la mala suerte pedimos la ayuda de la gran
sacerdotisa de File. Ella conoce las fórmulas que harán subir el
nivel del agua; que celebre el antiguo ritual.
–La magia negra está castigada con la pena de muerte -objetó
Teodoro-. Llevo muchos años empeñado en eliminar esas prácticas
malditas; ¿osaríais reactivarlas, menospreciando las leyes divinas
y humanas?
–Caso de fuerza mayor -dijo el prefecto.
Proporcionando a Isis la ocasión de hacerse valer y probar
que la religión tradicional perduraba, contaba con ganarse sus
favores.
–¿Sois consciente del riesgo?
Maximino respondió en un tono menos tajante.
–¿Cómo podría una joven desarmada ser una amenaza para la
seguridad pública? El pueblo ama la superstición; su aparición
calmará los espíritus. Luego volverá a su isla.
–Desestimáis la pureza de la fe cristiana; nunca toleraría
semejante afrenta.
–Soy cristiano -le recordó Maximino-. Isis no convertirá a
nadie. Aunque está prisionera, su prestigo es considerable; en un
solo día servirá a la causa de la paz. Anunciaremos al emperador
que esta región está totalmente sometida.
–Os equivocáis. Isis no pactará con nosotros, sino que
aprovechará la oportunidad que le ofrecéis para proclamar la
omnipotencia de la diosa. Las consecuencias…
–¿Acaso no estáis convencidos de la fidelidad de vuestros
seguidores?
–Las malas hierbas crecen con rapidez.
–Unamos nuestras fuerzas.
–No estoy muy seguro de poder ayudaros.
Maximino frunció el entrecejo.
–No es al hombre de iglesia al que me dirijo, sino a mi
subordinado. Yo no osaría siquiera considerar un rechazo que
equivaldría a una deserción.
Narses llevó la mano a la empuñadura de su espada. El obispo
supo que no dudaría en usarla contra él.
–Vuestros temores no tienen fundamento -declaró con voz
helada.
Antes de la partida de Isis, un barco cargado de verduras,
fruta y harina había llegado al templo; Sabni se estaba ocupando de
descargarlo. Mientras hermanos y hermanas degustaban su primera
comida consistente después de quince días, la gran sacerdotisa
partió hacia lo desconocido. Contradecía así a su padre, que estaba
convencido de que Maximino la atraía a una trampa; pero el prefecto
ya había dado su palabra de restablecer el aprovisionamiento de la
isla.
Desde la cima de la colina la vista era extraordinaria. El
río se deslizaba soñoliento entre los escarpados acantilados. A lo
lejos se distinguía la ciudad verde y blanca. En esta época del año
la falta de agua formaba manchas marrones en los campos; el
desierto avanzaba por todas partes.
–Espléndido país -estimó Maximino con las manos cruzadas en
la espalda, de cara al vacío.
–Los dioses lo han elegido como morada -recordó Isis, que se
encontraba a su lado.
Los soldados de infantería, situados detrás, ni oían ni veían
nada. El prefecto no osaba mirar a la joven, cuya sola presencia
ponía fuego en sus venas; el dolor era tan atroz como
delicioso.
–La inundación será muy débil, miles de personas morirán de
hambre. No habrá cosecha, las espigas se secarán; ya los niños
lloran y los ancianos están postrados. La miseria prolifera.
¡Debéis intervenir, Isis!
–Demasiado tarde.
–¿No desencadenarán la crecida las lágrimas de la
diosa?
–Hemos dejado pasar el momento oportuno.
–¿No hay un ritual de salvaguardia?
–Organizar una procesión y ofrecer viandas al río: pasteles,
fruta y estatuillas de mujeres que el Nilo fecundará… Sí, habría
sido indispensable antes de que el color del río se
modificara.
–¿No queda ningún recurso?
–Sólo uno, utilizado por Imhotep hace más de tres mil años,
cuando la más grave de las sequías puso en peligro el trono de
Faraón: dirigirse a las fuentes del Nilo.
–Es una leyenda -protestó Teodoro-; ¡las fuentes del Nilo no
están en Elefantina!
Maximino no se inmutó.
–Lo que nuestros ojos observan es a menudo ilusorio; Isis
afirma que el poder del río está oculto en una gruta, cerca de
aquí. Sois vos el que ha obstruido la entrada.
–Medida indispensable. Los paganos se reunían allí cada año,
antes del principio de la crecida, para celebrar ritos
satánicos.
–La gran sacerdotisa acepta ir para rogar al espíritu del
Nilo.
–Me niego a participar en esta mascarada.
–Miles de vidas están en juego. La existencia misma de
vuestra provincia depende de la crecida. Dejad actuar a Isis; ella
guarda las llaves que nosotros no poseemos.
–¡Vos, un cristiano, os expresáis así!
–Os repito que es un caso de fuerza mayor. Despejemos el
acceso a la gruta.
–La boca del infierno…
–Nada de supersticiones, obispo.
–¿Es una orden?
–Para ejecutar sin dilación.
Ella, la gran sacerdotisa. Él, el obispo. Ella no bajó los
ojos como una buena creyente; por lo tanto Teodoro olvidó el sermón
que había preparado.
No cambiaron ni una palabra; tenían prisa por terminar la
misión que les obligaba a aliarse.
El emplazamiento de la gruta santa era un secreto de Estado
conocido sólo por un pequeño número de personas; situada en el
extremo oriental de la isla y protegida por un promontorio rocoso,
no ofrecía más que una entrada angosta, accesible a una sola
persona de complexión frágil. Unicamente Maximino, Teodoro, Isis y
un picapedrero emprendieron el sendero perdido que conducía a la
gruta. Apartaron hierbajos y ramas antes de llegar a una minúscula
terraza oculta por papiros de más de seis metros de altura; Isis
guió a sus adversarios por un laberinto donde se habría perdido la
más hábil de las aventureras.
Cuando avistaron la caverna del dios Jnum que liberaba las
mareas levantando su sandalia, el corazón de Isis dio un salto de
alegría. De la región de Elefantina sólo conocía este lugar oscuro;
su padre la había llevado tres veces, antes de que el obispo lo
declarase inaccesible.
Teodoro pidió al picapedrero que quitara los bloques que él
mismo había amontonado a fin de ocultar la entrada. Cuando el
agujero quedó libre, Maximino se impacientó.
–¿Entraréis, Isis?
–No antes de haber recibido la señal. No hay que dirigirse a
un dios con palabras humanas.
El picapedrero se sentó aparte. La gran sacerdotisa metió el
brazo en el interior de la gruta, sacó dos pequeños vasos, uno con
agua del cielo, el otro con agua del Nilo, y los dispuso a los
lados de la entrada. El obispo parecía incómodo y tocaba sin cesar
la cruz que llevaba en el pecho como si apretarla impidiese la
aparición de algún diablo.
–¿Cuánto tiempo…?
–No lo sé.
Pasó una hora larga. El prefecto, cuya irritación había
desaparecido, saboreaba la dulzura del momento. Admiraba a Isis;
parecía Cleopatra, cuyos sublimes retratos adornaban los comedores
de las viejas familias alejandrinas, pero con los rasgos faciales
aún más perfectos. Su pureza solar la volvía tan deseable que la
situaba fuera de la vulgaridad. Contemplarla era hacerle el amor
con el infinito respeto de las más ardientes pasiones. Isis era
suya; nunca pertenecería a ningún otro.
Teodoro esperaba que no se diera el temido suceso. Sin la
señal, la gran sacerdotisa no penetraría en la gruta y la Iglesia
no sería humillada. Isis permanecía serena; su esperanza se volvía
certeza. No solamente File no sería destruida, sino que ella podría
dedicarse a su principal misión: formar a los adeptos, iniciarlos
en los misterios y transmitir el espíritu. En estas circunstancias,
¿cómo no iba a manifestarse la voluntad divina? Libraba un mudo
combate, sin armas, sin herida aparente; del desenlace dependía el
futuro del templo.
Isis y el obispo se enfrentaban abiertamente por primera vez.
Ambos se estimaban y se temían. La belleza de la joven deslumhraba
a Teodoro; en su fuero interno, entendía los insensatos impulsos
del prefecto. El prelado percibió la voluntad implacable de la gran
sacerdotisa y sus aptitudes de mando. Si Sabni tenía la
inteligencia de escuchar, formarían una pareja capaz de todas las
audacias, hasta el punto de amenazar la paz civil.
A Isis le extrañó encontrar un adversario de aquella
envergadura, cuya capacidad real superaba su reputación; a las
cualidades de un jefe, Teodoro unía la agilidad de un político y la
fuerza inagotable del creyente. Enemigo irreductible, se
comportaría como rival despiadado que no prestaría oídos a ninguna
queja.
–La señal -indicó Isis con calma.
Maximino siguió la dirección de su mirada; sobre el umbral de
la gruta serpeaba una víbora. La gran sacerdotisa puso una rodilla
en tierra y con un gesto vivo la cogió por detrás de la cabeza. El
prefecto se echó atrás. Esgrimiendo la criatura que se agitaba,
Isis avanzó hacia la entrada de la gruta; Teodoro le cortó el
camino.
–¡Os prohibo utilizar el símbolo del diablo!
–La serpiente no es el mal; nace de la tierra regenerada por
la marea. Debo llevarla al espíritu del Nilo, sola, con el silencio
y el respeto del dios oculto.
–El pez de Cristo ha vencido al reptil del demonio. Esta
magia es ilusoria y peligrosa. El obispo de Elefantina no dejará el
paso libre y ningún ritual satánico ensuciará su ciudad. ¡Alejaos
todos!
Impresionado por la vehemencia del obispo, el prefecto se
apartó. Isis arrojó la víbora a la espesura de
papiros.
–Vuelve a tapar este maldito agujero -ordenó el obispo al
picapedrero-. Que el recuerdo de este lugar sea olvidado para
siempre.
El obispo se arrodilló y blandiendo la cruz, exorcizó la
caverna pagana.