Aquel 24 de junio de 1717, los escasos hermanos reunidos
eligen a mano alzada a un gran maestro, Anthony Sayer. Crean una
jurisdicción cuya soberanía va a extenderse a todas las logias del
mundo y definen la nueva Gran Logia de Inglaterra como la
«logiamadre» de todas las demás; en adelante, ella concederá o no
la «regularidad». Antes, las células de constructores sólo
dependían de sí mismas; las grandes logias, como la de Estrasburgo,
no tenían poderes especiales.
Sin ninguna duda, aquella jornada fue muy importante en la
historia del siglo XVIII y, más aún, en la de la masonería. Por
primera vez, un poder legislativo impone decisiones por iniciativa
propia; aunque sus comienzos fueran modestos, pronto adquirió una
considerable importancia y la Gran Logia Unida de Inglaterra es,
hoy todavía., la institución central que «reconoce» o no «reconoce»
las obediencias o asociaciones nacionales.
¿Cómo se había llegado a eso? Muchas explicaciones se
propusieron. Se habló de la nueva idea de tolerancia que iba a
florecer durante los siguientes decenios. Pero eso no se adecua a
esta toma autoritaria de poder. Se evocó también la prodigiosa
reputación de las cofradías de constructores: en una época en la
que la libertad de reunión estaba muy restringida, la masonería se
presentaba como el único centro donde unos hombres de buena
voluntad podían reunirse para intercambiar consideraciones con toda
tranquilidad. Eso no explica tampoco la voluntad de
"Centralización» de los masones in- Nuestra opinión es que la
fundación de esa Gran Logia es la ineluctable culminación de un
período de la historia.
En 1702, Christopher Wren, el último gran maestro de la
antigua masonería, se retira. Wren era un arquitecto, un albañil o
masón «operativo»; por desgracia, sus construcciones no tenían ya
la calidad de las realizadas por sus predecesores. El ideal que
animaba a los canteros de la Edad Media había desaparecido desde
hacía mucho tiempo y el arquitecto iba convirtiéndose, poco a poco,
en un funcionario indiferente al esoterismo y al
simbolismo.
Insistamos en un hecho que no ha llamado demasiado la
atención de los historiadores masónicos: en 1717 nace la masonería
«especulativa». En 1707, diez años antes, la Dieta imperial daba a
conocer un decreto que suprimía la autoridad de la Gran Logia de
Estrasburgo sobre las logias de masones alemanes. En 1731 y en 1732
dos nuevos decretos declaran ilegales las cofradías de
constructores. Precisamente cuando los intelectuales toman en sus
manos el destino de la masonería, sus verdaderos fundadores, los
compañeros constructores, se ven obligados a entrar en una
semiclandestinidad porque la civilización occidental no comprende
ya su mensaje.
Todo el drama estriba en esta contradicción; quienes
construyen realmente y detentan la tradición iniciática de
Occidente no tienen voz en el capítulo. Christopher Wren no podía
defender su ideal; asistió de lejos y sin decir nada a la fundación
de la Gran Logia de Inglaterra.
El antiguo mundo masónico desaparece, la nueva masonería
emprende el vuelo. Un vuelo tal que cierto número de historiadores,
masones o no, borrarán los siglos precedentes y harán que la
historia de la orden comience en 1717.
Pocas veces una revolución tuvo tanta influencia. Los masones
reunidos en Londres no tenían conciencia de ello. Sufriendo el
determinismo de su época, concretizaron sencillamente una situación
dada.
No puede disociarse la fundación de la Gran Logia inglesa de
las nuevas Constituciones aparecidas en 1723. Dos hombres
desempeñaron un papel decisivo en esta empresa: el pastor Jean
Théophile Désaguliers y el pastor Anderson.
Nacido en La Rochelle en 1683, Désaguliers fue, en 1719, el
tercer gran maestro de la Gran Logia de Inglaterra. Puesto que su
familia se estableció en este país, cursó sus estudios en Oxford y
se convirtió en profesor de filosofía y de ciencias experimentales.
Miembro de la Royal Society y amigo de Newton, ese austero
personaje a quien, sin embargo, le gustaba banquetear con sus
hermanos, fue probablemente el cerebro pensante que decidió la
puesta en marcha de Constituciones renovadas. Su cultura y su
estado de ánimo le llevaban a abogar por la tolerancia contra las
doctrinas papistas; deseaba también desprenderse del materialismo
ambiental y no ceder a las críticas racionales que desnaturalizaban
la idea de Dios.
El pastor Anderson nació en 1684. Le gustaba mucho escribir y
se entregaba con pasión a la investigación histórica. Los juicios
que han hecho sobre él los historiadores van de un extremo a otro;
para unos, era un gran iniciado que sabía perfectamente lo que
hacía, como demostraría una alusión de su texto a Thule, el extremo
septentrional de nuestro mundo donde, según antiquísimas leyendas,
habría aparecido por primera vez la vida. Según otros, Anderson era
un personaje insulso, la sombra obediente y ciega de Désaguliers.
Se habría limitado a tomar la pluma y escribir las frases que se le
dictaban.
A falta de pruebas, es imposible adoptar una u otra posición.
Detalle curioso: sólo doce hermanos asistieron a las exequias de
Anderson, muerto en 1739. ¿Desconsideración o número simbólico? Lo
ignoramos.
No estamos mejor informados sobre cómo fueron redactadas las
famosas Constituciones. Esquematizando, predominan tres teorías; o
Anderson es su único autor;
o Désaguhers es el verdadero autor y Anderson el celoso
redactor; o un comité de catorce masones indicó las ideas maestras
a las que Anderson dio forma.
El más completo misterio gravita sobre estos acontecimientos,
y difícilmente va a aclararse. Historiadores de varias
nacionalidades han hurgado en los archivos sin descubrir un
documento definitivo. En cambio, una confesión en la pluma del
propio Anderson es de lo más sorprendente: «Hermanos llenos de
escrúpulos», escribe, «quemaron con demasiada precipitación varios
manuscritos de valor referentes a la Fraternidad, las Logias,
Reglamentos, Obligaciones, Secretos y Usos, para que esos papeles
no cayeran en manos de los profanos».
¡La justificación es bastante magra! Esta revelación nos
dice, en términos muy claros, que las auténticas Constituciones
fueron sencillamente destruidas para que nadie pudiera, en el
porvenir, establecer comparaciones significativas. Destrucción
ingenua, por lo demás, puesto que las antiguas reglas de vida de
los masones fueron parcialmente recuperadas.
El hecho es significativo; es la traducción inequívoca de una
mentalidad en la que el respeto a los padres de la tradición
masónica es escaso.
Abandonemos por un instante ese clima algo turbio e
interesémonos por algunos puntos importantes de las primeras
Constituciones de la masonería moderna. «Un masón», se nos dice,
«está obligado por su dependencia a obedecer la ley moral; y si
comprende bien el arte, nunca será ateo estúpido ni libertino
irreligioso.» La frase fue modificada a continuación, y Dios
reemplazó la ley moral con variadas formulaciones. Eso será objeto
de querella sin fin entre las obediencias, militando unas por la
creencia, otras por el ateísmo y el anticlericalismo. Si se olvidan
los detalles de vocabulario, debe reconocerse que el principio de
las Constituciones no presenta ambigüedad alguna: si el iniciado
practica el arte masónico de un modo consciente, no será ateo ni
irreligioso. Al escribirlo, Anderson respetaba el espíritu de los
antiguos constructores que sabían ser, al mismo tiempo, hombres de
fe y de conocimiento.
Anderson precisa más aún estas nociones: «Y sean cuales sean
nuestras diferentes opiniones sobre otras cosas, dando a todos los
hombres libertad de conciencia, como masones estamos armoniosamente
de acuerdo con la noble ciencia y el arte real».
El tema del secreto ritual se aborda en el Canto del
Maestro:
cantar sus secretos en un
canto?
Están guardados de modo seguro en el
corazón del masón y pertenecen a la
antigua Logia.
Indiscutiblemente, es una notable fidelidad a la verdad de
los antiguos constructores cuya moral profesional era de una pureza
absoluta y les prohibía todo intento de intervención en una
política del todo apegada a lo material.
Una breve frase de las Constituciones de Anderson fue muy
pronto olvidada por las asociaciones masónicas: «Ningún maestro o
vigilante es elegido por su antigüedad, sino por su mérito». Esta
ley, más espiritual que material, fue traicionada a
menudo.
Una última mirada a las Constituciones nos permitirá evocar
el problema de las elecciones: «Ningún hombre», escribe Anderson,
«puede ser registrado como hermano en una logia particular o ser
admitido en ella como miembro sin el consentimiento unánime de
todos los miembros de esa logia presentes cuando el candidato es
propuesto, y su consentimiento es formalmente requerido por el
maestro, y deben significar su consentimiento o disentimiento en su
propia y prudente manera, bien virtual o formalmente, pero por
unanimidad».
Esta regla de vida, que parecía indispensable para la armonía
de una sociedad iniciática, fue sustituida poco tiempo después por
escrutinios «democráticos» donde se utilizaban las famosas bolas
negras para el «no» y las bolas blancas para el «sí». Un reglamento
de 1739 intentó en vano mostrar las virtudes de la unanimidad: «Si
se forzara a una logia a recibir como miembro a alguien que no
fuese generalmente aceptado por todos, el descontento resultante
sería perjudicial para la unión y la libertad tan necesarias a los
hermanos que actúan, y podría así causar la destrucción de la
Logia».
Si se hace el balance de las leyes dictadas en las
Constituciones, se advierte que parte de ellas no revelan la
masonería. Advertencia muy platónica, puesto que su aplicación
efectiva fue de lo más irregular. Se procedió, por otra parte, a
nuevas redacciones y a modificaciones de acuerdo con las doctrinas
favoritas en un momento u otro. Determinada obediencia se remite a
una de las versiones para probar su legitimidad, otra se remite a
una segunda versión.
Lo más importante, en ese estadio de nuestra investigación,
es analizar las consecuencias de la toma del poder masónico por la
Gran Logia de Inglaterra. Para Jacques Maréchal, la masonería de
1717 fue creada por unos hombres fatigados de las querellas
religiosas de su tiempo; discutían y celebraban banquetes en el
oasis de la logia, en un clima de franca camaradería. Según Marius
Le-page, uno de los escritores masones contemporáneos más leídos,
«de aquel día nefasto data el declive de la masonería
auténticamente tradicional».
De hecho, precisamente cuando la masonería entra en la
historia con la forma de una institución definida por reglamentos
administrativos, entra también en un largo período de decadencia
con respecto a sus objetivos originales. La sustancia de un orden
iniciático, en efecto, es el simbolismo que procura al hombre la
posibilidad de iniciarse en espíritu; en cuanto una orden basa su
autoridad en una legislación temporal, en detrimento de cualquier
otro factor, se condena a sufrir las fluctuaciones históricas. La
masonería de 1717 olvidó la máxima medieval: «Cuando el espíritu
reina, no se necesitan leyes». Según la teoría contraria, los
acontecimientos de 1717 señalan el esperado nacimiento de una
masonería que se desprende, por fin, de un clima manual e inculto
lanzándose hacia las cimas del intelecto.
Todos los historiadores están de acuerdo en decir que los
intelectuales sustituyeron a los artesanos; ya en el siglo XVII,
los talleres dejan entrar en sus filas a masones llamados
«aceptados», es decir, hombres que no practican un oficio
artesanal. Por eso se designa la antigua comunidad con el nombre de
«masonería operativa» y la nueva comunidad con el de «masonería
especulativa».
No tienen el menor valor ni en el plano histórico ni en el
plano iniciático. En primer lugar, algunos «especulativos» fueron
admitidos en las corporaciones de constructores ya en la
antigüedad. En segundo lugar -y éste es el punto principal-, esos
especulativos no eran pensadores que discutían sobre el sexo de los
ángeles o se atareaban rehaciendo el mundo en una esquina de la
mesa de un banquete. Los maestros de obra de la Edad Media eran,
primero, «especulativos» cuando creaban el plan abstracto de las
catedrales futuras; eran luego «operativos» que modelaban la
materia para extraer de ella la belleza oculta.
La antigua masonería formaba, por consiguiente, iniciados
«operativos» y «especulativos» a la vez, que unían la mano y el
espíritu.
En las logias del siglo XVII, la situación es muy distinta;
los artesanos desaparecen rápidamente y sus lugares son ocupados no
por «especulativos» en el sentido medieval del término, sino por
intelectuales. Muy pronto, los propios masones van a quejarse de la
escasa calidad del reclutamiento; puesto que las pruebas
«operativas» desaparecieron con los constructores, los criterios de
admisión se hacen más bien borrosos.
Advirtamos también que los fundadores de la Gran Logia de
Inglaterra son protestantes que, forzosamente, tiñen la nueva
masonería con sus posiciones intelectuales y religiosas; predican
un tipo de responsabilidad moral que corresponde a sus creencias y
no se sitúan en la exacta prolongación de la cristiandad medieval.
El razonamiento era simple: los antiguos masones eran católicos, es
decir, papistas, intolerantes y sectarios. Había que retomar, por
lo tanto, en las Constituciones, algunos de sus principios
modificando su estado de espíritu general. Modificación tal, como
hemos visto, que los valores más auténticos de las Constituciones
se quedaron en piadosos deseos. Mucho más que una continuación, se
trata, pues, de una sustitución.
La masonería no nació en 1717. En esa fecha, cierta
concepción de la orden iniciática de los constructores murió y una
asociación profundamente renovada, según unos, o transformada,
según otros, adoptó el nombre de "francmasonería". Ciertamente,
conservó varias referencias a la mentalidad de origen y advertimos
que algunas estructuras iniciaticas vencieron la prueba del
tiempo.
En su célebre discurso de 1737, el masón Ramsay proclamaba en
voz muy alta: «Sí, caballero, las famosas fiestas de Feres en
Eleusis, de Isis en Egipto, de Minerva en Atenas, de Urania entre
los fenicios, tenían relaciones con las nuestras. Se celebraban
allí místenos donde se encontraban varios vestigios de la antigua
religión de Noé y de los patriarcas».
La masonería aludió, varias veces más, a sus lejanos
orígenes. ¿En qué medida es exacta esta filiación? ¿Cuáles son las
cofradías de constructores que existieron antes de 1717?
Intentaremos responder, parcialmente al menos, a estas preguntas,
tras haber evocado los orígenes míticos de la
orden.
LOS ORÍGENES MÍTICOS DE LA
MASONERÍA