La masonería es, primero, cierta idea de la humanidad y del
lugar del individuo en una comunidad que desea ser fraterna. En
este punto, los historiadores están de acuerdo; pero la dificultad
comienza cuando se trata de definir esta «idea». La realidad
histórica nos mostrará hasta qué punto las orientaciones elegidas o
sufridas por la masonería han influido en su concepción de! hombre
y de la sociedad.
Al comienzo de nuestra investigación, advertimos que era
imposible considerar la institución masónica como un bloque
monolítico. Desde sus lejanísimos orígenes, se han producido
numerosas evoluciones; por eso tal vez sería mejor hablar de
masonerías que, según las circunstancias, fueron más o menos fieles
al modelo de origen.
Es indispensable, a nuestro entender, elevarse por encima de
las polémicas que han desnaturalizado tantas obras sobre la orden
masónica. No se encontrará en este estudio ningún argumento en
favor o en contra de la masonería, que será considerada como un
fenómeno histórico al igual que el imperio faraónico o la
cristiandad medieval.
En todas las épocas, la propia masonería se ha designado como
una -sociedad iniciática›. Esta expresión nos lleva de inmediato a
precisar el contenido del termino «iniciación». Estar iniciado, en
la óptica de los antiguos constructores, es entrar en una orden que
se consagra al estudio de los misterios de la vida y propone al
hombre medios de evolución espiritual.
Si consideramos la arquitectura social de las antiguas
civilizaciones donde albañiles y arquitectos desempeñaban un papel
fundamental, veremos que las asociaciones iniciáticas formaban el
meollo del reino. En Egipto, por ejemplo, una de las instancias
superiores de la nación se componía del faraón como maestro de
obras, de sus más íntimos consejeros y de los patrones de las
distintas corporaciones artesanales.
El hecho más destacado, en las épocas antiguas, es que la
iniciación constituye un verdadero oficio y permite al iniciado
integrarse en el cuerpo social. Nadie puede convertirse en rey sin
haber sido iniciado; lo mismo ocurre con la obtención de los
puestos de sumo sacerdote y de maestro de obras. No había, pues,
antes de la era cristiana, sociedades «secretas» en el sentido que
nosotros les damos; los grupos iniciáticos participaban en el
gobierno del reino y, sobre todo, mantenían las verdades
religiosas.
Examinaremos cómo esas formas primordiales de la iniciación
se transmitieron al mundo greco-romano y a la cristiandad; sin
demorarnos, de momento, en estos puntos, advirtamos que la llegada
de Cristo señala un vuelco decisivo en la historia de las
iniciaciones.
Por primera vez, un jefe espiritual ofrece el conocimiento a
todo el mundo, sin imponer el paso por un ritual iniciático;
ciertamente, numerosas sectas gnósticas afirmaron lo contrario y es
conocida la tesis según la cual Cristo habría salido de la
comunidad iniciática de los esenios y se habría expresado en
parábolas para que el sentido secreto de su mensaje fuera sólo
inteligible para los iniciados.
Sean cuales sean las distintas opiniones sobre esta muy
compleja cuestión, se advierte que la Iglesia romana se adelantó a
las demás formas de cristianismo. Los fieles siguieron las
enseñanzas de los sacerdotes sin recurrir a ceremonias
secretas.
Sin embargo, en el interior del cristianismo, subsisten
asociaciones iniciáticas. Para los constructores de edificios
civiles y religiosos, la iniciación sigue siendo el acceso a una
función reconocida: el maestro de obras es uno de los personajes
más importantes y más admirados de la época medieval. En esta
civilización de la Europa cristiana, donde religión e iniciación se
completan, nació la francmasonería en el estricto sentido del
término.
De las cenizas de la Edad Media brota una nueva civilización
que no tiene ya las mismas bases ni los mismos objetivos que la
cristiandad. En adelante, los factores políticos y económicos
ocupan el proscenio. La religión se difumina y desempeña un papel
cada vez menos decisivo en los asuntos del Estado. Precisamente
cuando desaparece una concepción sagrada de la sociedad se forman
realmente algunas sociedades «secretas».
Los constructores, en efecto, no son ya considerados como una
clase social de primera importancia puesto que los notables estiman
que el trabajo manual es «vil y deshonesto» según la expresión del
jurista Loyseau. Herméticos, alquimistas y astrólogos son
contemplados con suspicacia; aunque Morin de Villefranche establece
el tema astrológico de Luis XIV, Colbert expulsa a los astrólogos
de la Academia de Ciencias.
La libertad de asociación es de las más limitadas; los
gobiernos desconfían de los pequeños cenáculos que, según
consideran, fomentan conjuras contra el poder y, con el pretexto de
mantener una fraternidad, preparan una política de
oposición.
Oprimidas y sospechosas, las logias de constructores abren de
par en par sus puertas a todos los que rechazan las doctrinas
oficiales en los campos de la religión, el arte o la ciencia. Como
es regla en épocas de autoritarismo, se entablan vínculos fraternos
entre los miembros de las minorías y la adversidad no hace sino
exaltar la fuerza de los movimientos secretos.
Primera paradoja: los espíritus no conformistas de las logias
del siglo XVIII se codean con los representantes de las autoridades
vigentes que, en cierto número de casos, dirigen incluso los
talleres. La masonería agrupa a responsables políticos e
intelectuales de renombre.
Tras la «masonería» anterior al cristianismo y la masonería
medieval se afirma una tercera masonería, la de los tiempos
modernos. Aunque las dos primeras presenten numerosos puntos en
común, la última se basa en valores bastante distintos. No es ya,
como en Egipto, el meollo de la nación; no es tampoco, como en la
Edad Media, el centro de gravedad de una elite profesional. Se
convierte en una sociedad secreta unas veces y discreta otras, que
no ofrece a sus miembros cualificación profesional directa alguna.
En un mundo donde los ideales «iniciáticos» son relegados a un
segundo plano, la masonería intenta conservarlos en sus
logias.
Por desgracia, esta actitud de autenticidad fue rápidamente
derrotada por la mentalidad profana que albergaban la burguesía
mercantil y la nobleza política. Tras la Revolución Francesa, las
asociaciones masónicas se orientan hacia una mayor participación en
la vida social.
Por un curioso capricho de la historia, la masonería
pequeño-burguesa y «chanchullera» de la tercera y cuarta repúblicas
francesas es la mejor conocida hoy, a través de los escándalos y
los negocios bastante sucios en los que estuvo mezclada. Por aquel
entonces, el simbolismo y la espiritualidad de los masones
medievales no eran ya más que objetos de museo conservados en
nombre del recuerdo. Los ritos sufrieron entonces graves
transformaciones y fueron envilecidos.
Gracias a los esfuerzos de algunos masones, la corriente
iniciática intentó recuperar sus cartas de nobleza. Fue combatida
por los defensores de una masonería política y honorífica y sólo
conoció una muy limitada expansión. Sociedad «iniciática» que
conoció las tres edades de la integración total, la integración
parcial y el aislamiento del mundo ambiental, la masonería ofrece
al historiador un vastísimo campo de estudio. Puesto que influyó
tanto en los gobiernos como en algunos movimientos espirituales o
artísticos, se plantea una pregunta: ¿existe una civilización
masónica?
A primera vista, la respuesta es negativa. La masonería no
puede circunscribirse a hitos concretos como se hace, por ejemplo,
con la civilización romana. Si se considera la civilización como
una posición voluntaria del hombre en la ciudad, es preciso admitir
que el espíritu masónico enseña a sus adeptos un comportamiento
original que no se encuentra en ningún otro grupo.
El masón obedece leyes que sólo en parte se han codificado en
los textos canónicos de la orden y que se revelan sobre todo, según
numerosos testimonios, en el trabajo en la logia. En este sentido,
podemos estimar que existe una civilización masónica paralela a la
civilización general.
Eso nos explica por qué los escritores masónicos insisten en
la diferencia entre el espíritu de la masonería y su expresión
material y temporal; ese espíritu, afirman, no estuvo ausente en
ninguna época en la que los hombres intentaban construir el templo.
Hablar de la masonería del siglo xx sin abordar, aunque sea
rápidamente, la iniciación egipcia, el pitagorismo y las sectas
gnósticas, nos haría ignorar aspectos interesantes de la vida de
las logias puesto que algunas corrientes masónicas reivindican la
más alejada tradición e intentan prolongarla.
La masonería anterior al cristianismo y la masonería medieval
son poco conocidas; aunque nuestras fuentes de información sobre
ellas sean sobre todo míticas y simbólicas, algunos descubrimientos
históricos y arqueológicos nos permiten estudiarlas
fructíferamente. Puesto que la aventura de aquellos antiguos
masones era muy apasionante, les consagraremos gran parte de
nuestro estudio.
Cuando se habla de «francmasonería» hoy, se evoca casi
exclusivamente la institución que nació en 1717. Desde hace
doscientos cincuenta años, las opciones más diversas y más
contradictorias la han animado. Si se hace un recuento de los tipos
de hombre que han entrado en las logias desde comienzos del siglo
XVIII, llegamos a un balance algo desconcertante: hay
eclesiásticos, católicos y protestantes, políticos de derechas y de
izquierdas, marxistas y grandes burgueses, teístas y ateos,
científicos y ocultistas. La lista, por lo demás, podría seguir
alargándose.
En la antigua masonería, una línea de conducta coherente
reunía a los iniciados en torno a un único centro de interés:
levantar el templo a la gloria de Dios y traducir en símbolos la
experiencia espiritual. En la nueva masonería, este ideal ya sólo
es una de las numerosas corrientes masónicas. Nos encontramos,
pues, en el día de hoy, ante una especie de «cajón de sastre» cuya
influencia intelectual y social es mucho menos importante de lo que
suele creerse.
Durante los últimos veinte años, las obras consagradas a la
masonería han estudiado la institución desde el punto de vista de
la antropología, del simbolismo, de la política e, incluso, del
psicoanálisis. De hecho, la masonería ya sólo asusta a muy pocos
mal informados y se presta ahora a cualquier tipo de análisis
científico. Las Constituciones, los reglamentos interiores y los
rituales se publican desde hace tiempo y cualquier erudito puede
acceder a él; el famoso «secreto masónico» es sencillamente un
estado de ánimo que los masones definen, por lo demás, de modo
distinto según su posición iniciática, religiosa o
social.
No tenemos la ambición de pasar la masonería por el cedazo de
todas las ciencias humanas y de hacer el examen más completo
posible, tanto menos cuanto los documentos escritos no son los
únicos en tenerse en cuenta. No olvidemos, en efecto, que parte de
la enseñanza masónica es oral. Ésta escapa forzosamente al
historiador más concienzudo y debemos respetar cierta prudencia en
la interpretación de los hechos y del comportamiento de los
hombres.
Nuestra intención es, simplemente, evocar la historia
masónica según sus tres épocas principales: de los orígenes míticos
al final del mundo antiguo, del amanecer de la Edad Media a
comienzos del siglo XVIII, de 1717a nuestros días. Puesto que
varias asociaciones masónicas siguen magnificando la primacía del
simbolismo, concluiremos nuestra investigación con una serie de
breves estudios en este terreno, vinculando los símbolos masónicos
con sus modelos antiguos.
Iniciaremos nuestro relato en los acontecimientos de 1717,
para disipar de inmediato una ilusión; la masonería que nació aquel
año no es la única masonería sino, más bien, su forma tardía.
Aunque su importancia sea considerable, puesto que está en el
origen de las asociaciones contemporáneas, no debe hacernos olvidar
los verdaderos fundamentos de la institución.
Volvamos, pues, esta primera página antes de regresar a las
fuentes.
LA MASONERÍA NO NACIÓ EN
1717