En 1783, George Smith, gran maestro del condado de Kent, afirmaba que la masonería obtenía de Egipto varios de sus misterios. Según Smith, Osiris e Isis simbolizaban el ser supremo y la naturaleza universal; en la logia estaban representados por el sol y la luna que están situados en Oriente y enmarcan al Venerable, encargado de dirigir las ceremonias. Smith pensaba que los druidas habían retomado el esoterismo egipcio, transmitido luego a los primeros masones.

Ignaz von Born, consejero del rey austriaco José II, fue, en la misma época, Venerable de una logia. Con ayuda de una documentación rudimentaria, publicó un importante artículo sobre los orígenes egipcios de la masonería; su tesis entusiasmó a Mozart, hermano y amigo de Von Born. El genial músico, con la ayuda de la erudición y la intuición del Venerable maestro, escribió la partitura de La flauta mágica, relato de una iniciación masónica que se desarrollaba en Egipto.

En 1784 un Templo con las características de los dedicados a Isis se inaugura en París. El éxito de la opera de Mozart da a conocer a la masonería europea las tesis de Yon Born; gracias a él, se abre una nueva vía de investigación. A partir de 1801, se asiste a la creación de ritos que reivindican la tradición egipcia: rito de los perfectos mi-ciados de Egipto, rito de Misraim, rito de Menfís. En Auch, unos masones tundan una logia que adopta el nombre de «Soberana Pirámide» y utiliza símbolos egipcios. Una frase del ritual llamado de Menfis-Misraim resume muy bien la actitud general: cuando el Venerable pregunta al segundo Vigilante: «¿De dónde venís?», éste responde: «Del viejo Egipto, Venerable maestro, y de una logia de San Juan». Puesto que el segundo Vigilante se encarga de distribuir la enseñanza iniciática a los aprendices, sus palabras vinculan la masonería a Egipto y al cristianismo.

En 1812, el hermano Alexandre Lenoir hizo esta declaración a los miembros del soberano capítulo del Rito escocés, una de las altas instancias masónicas: «Probaré que los teólogos antiguos deben la luz a los egipcios. Para probar la antigüedad de la masonería, su origen, sus misterios y sus relaciones con las antiguas mitologías, me remontaré a los egipcios, pues es conveniente tratar de las causas antes de hablar de los efectos».

Desgraciadamente, las pruebas anunciadas no fueron entregadas. Las afirmaciones que hemos puesto de relieve fueron apreciadas de modo distinto por los eruditos y los propios masones. Se carecía de datos ciertos y el origen egipcio de la masonería, defendido por algunos iniciados en exceso aislados, siguió siendo una curiosidad.

Hoy es posible retomar el expediente y completarlo gracias a los progresos de la egiptología. Tendremos, pues, que examinar tres cuestiones: ¿existían iniciaciones en Egipto? ¿Qué lugar ocupaban los constructores en su civilización? ¿Se conoce con precisión una cofradía iniciática de constructores?

«El arte egipcio», escribe Fierre Montet, «es indiscutiblemente un arte real». Eso significa que los artesanos dependen del rey, pero puede advertirse también una alusión al carácter «real» del arte de vivir que la masonería, en su aspecto ini" DIV político.Pese a esta vigilancia, la doctrina de los neopitagóricos influye en numerosos grupos de tendencia espiritualista, como las sectas judías o los esenios que preparan el advenimiento del cristianismo. Por lo demás, debemos distinguir los auténticos pitagóricos, que se preocupan por el esoterismo, y los «pitagoristas» que no conocen las enseñanzas secretas y sólo adoptan una moda; a estos últimos se debe la propagación de ideas excéntricas como la metempsicosis o el vegetarianismo. Durante su estancia en Crotona, Pitagoras distinguía cuidadosamente a los oyentes, los discípulos y los iniciados, a quienes llamaba «físicos». Esos tres grados subsistieron en el interior de la Orden donde se codeaban los creyentes, los pitagóricos dedicados al campo social y político y los iniciados. La masonería conservará una estructura de tres grados, que es la mas auténtica base de la iniciación tradicional.

El modo como Pitagoras concebía la vida iniciática influyó en todas las comunidades ulteriores. Para el, los verdaderos discípulos ponen espontáneamente sus bienes en común; intentan formar una sociedad fraterna en la que cada cual piensa, primero, en el bien común y no en el suyo propio. Entrar en la orden pitagórica es, en principio, practicar el silencio y trabajar en la sombra durante un tiempo que va de tres a cinco años. Superada esta prueba, el adepto es admitido en la comida comunitaria. Si es incapaz de acallar sus pasiones durante tan largo tiempo, abandona la Orden sin otra forma de proceso y se le entregan sus bienes, que habían sido colocados bajo precinto.

Un hermano, decía Pitagoras, es otro uno mismo. Esta máxima no era teórica sino que se aplicaba a menudo. En ciertos combates, por ejemplo, algunos pitagóricos pertenecientes a ejércitos enemigos deponían las armas cuando habían hecho el signo ritual que les permitía identificarse. Cierto día, un pitagórico murió en casa de un posadero tras una larga enfermedad; como no tenía ya dinero, su anfitrión se había ofrecido a pagarle los remedios y la comida. «¿Quién me lo devolverá?», le preguntó al pitagórico que agonizaba. «No tengas temor alguno», le respondió; «cuelga esto de tu puerta». Le tendió una tablilla en la que acababa de trazar un signo misterioso. Mucho tiempo después, un pitagórico pasó ante la posada y vio la tablilla. Entró y preguntó al posadero por qué la había colgado. Al saber el infortunio de su hermano, pagó al buen hombre y prosiguió su camino. Otro acontecimiento probará la intensidad de los sentimientos fraternales que reinaban en la Orden: el tirano Dionisio el Viejo había hecho encarcelar al pitagórico Fintias. «Puedo», le dice éste, «darte pruebas de mi inocencia siempre que me sueltes-. El tirano se niega, creyendo que se trataba de una artimaña. Se presenta entonces el pitagórico Damón que se deja encarcelar en lugar de Fintias. Sí no regresa antes de que se ponga el sol con las pruebas de su inocencia, Damón será ejecutado. Fintias regresa y ambos pitagóricos son liberados.

Que cada cual, recomendaba Pitágoras, se comporte lo más perfectamente posible en el cargo que se le atribuya, ya sea ritual, social o familiar. Cualquier responsabilidad es una ocasión para mejorar, el orden social puede ser un reflejo del orden cósmico si la humanidad lo desea. Semejante ideal de fraternidad hizo que un soplo purificador se levantara en un mundo greco-romano donde enormes multitudes iban a ver correr la sangre en las arenas. La unidad espiritual y afectiva que reinaba entre los pitagóricos modela, parcialmente, el alma del cristianismo y, a través de él, la de los constructores de catedrales. No sorprenderá, por consiguiente, ver que la fraternidad figura en primer plano de los valores masónicos.

Intentemos delimitar con mayor concreción las enseñanzas pitagóricas y descubrir en ellas una de las prefiguraciones del simbolismo de los masones. Al juramento y al silencio, que parecen propios de todas las sectas iniciáticas, se añade el sentido de la «mesura», que es una aplicación de las leyes geométricas. Quien lo posee puede convertirse en «dueño de las cosas», utilizando el mensaje desvelado en las reuniones secretas. Advirtamos que quienes traicionan pueden ser condenados a la pena de decapitación; ahora bien, el gesto ritual del aprendiz masón consiste, precisamente, en representar una degollación. Por su juramento, se ha comprometido a mantener en secreto los misterios masónicos. De lo contrario, le cortarán la cabeza. Probablemente, el castigo nunca fue ejecutado en la época del pitagorismo; ni tampoco en la masonería. Simbólicamente, significa que el perjuro se priva de su cabeza, de su órgano pensante que le habría permitido avanzar por la vía iniciática.

Durante la ceremonia iniciática pitagórica, el postulante iba desnudo. Al finalizar el ritual, le entregaban una toga blanca, signo de la rectitud y de la irradiación del Bien que penetraba en su alma. Encontramos el mismo proceso entre los masones que ofrecen al iniciado de primer grado un delantal blanco que nunca deberá mancillar con actitudes irresponsables. Los «Compagnons du Tour de France» han conservado el símbolo de la desnudez total; los masones, tal vez a causa de una corriente moralizadora, dejan alguna ropa al neófito.

Para identificarse, los pitagóricos se daban un apretón de manos a la manera egipcia. No conocemos sus modalidades exactas; los masones han conservado el símbolo. Otro medio de identificación era una especie de catecismo en el que alternaban preguntas y respuestas rituales. Por ejemplo, se preguntaban: «¿Cuáles son las islas de los bienaventurados?». Y el iniciado tenía que responder: «El sol y la luna». O también: «¿Qué es lo más sabio?», «el Número»; «¿qué es lo más bello?», «la Armonía»; «¿qué es la naturaleza?», «es el otro». Los masones tuvieron siempre a su disposición un «catecismo» semejante que, además de su función de identificación, contenía lo esencial de los misterios masónicos bajo las apariencias de fórmulas herméticas.

El acto comunitario fundamental de los pitagóricos era el banquete; asistían como máximo diez comensales. Esta regla evoca la presencia de diez oficiales de la masonería que presiden los destinos de la Logia. Nos referiremos de nuevo, más adelante, a su importancia; retengamos, de momento, que la institución del banquete o la comunión material se añade a la comunión de las almas. Tras la comida, los pitagóricos se entregaban al trabajo y a la lectura; el más anciano elegía un texto ritual leído por el más joven y propuesto a la meditación de los hermanos. En los «Banquetes de orden» de la francmasonería donde se respeta la tradición, se procede del mismo modo.

Hecho importante para el desarrollo de nuestra investigación: los pitagóricos tenían entre ellos a constructores. El más hermoso ejemplo de su trabajo es, sin duda, la célebre basílica de la Porta Mag-giore, en Roma, junto a la Vía Prenestina. Se trata de un templo-caverna, análogo al «gabinete de reflexión» de la masonería; como advierte Carcopino, el templo de los pitagóricos está situado bajo tierra en virtud del refrán «no hables sin luz de las cosas pitagóricas-: no utilizar, por consiguiente, la luz exterior que es solo un falso fulgor, sino la claridad procedente del interior de las cosas, del centro de la tierra. A pesar de su situación, en efecto, la basílica di la Porta Maggiore no estaba sumida en la oscuridad; aberturas dispuestas sabiamente dispensaban a los adeptos una luz filtrada que. identificaban con la gracia divina.

Entre los símbolos importantes de la Orden, el numero siete influyó directamente en la masonería. Según Pitágoras, siete simboliza lo no engendrado, la sabiduría siempre virgen a pesar de las malversaciones que los hombres cometen en su nombre; siete es el número del Maestro Masón. En el campo de la geometría, los pitagóricos, veneran también un triángulo sagrado en el que ven el principio creador del universo. Este triangulo sagrado esta colocado por encima del Venerable en la logia masónica. Permítasenos poner de relieve un detalle curioso: entre los pitagóricos. la grulla era un pájaro simbólico. Adaptándose a las condiciones atmosféricas, aludía a la adaptabilidad del sabio frente a los acontecimientos, felices o desgraciados. Su gorjeo imita la voz del hombre y descubre a los asesinos de los sabios; además, las familia-de grullas vuelan en triángulo, prueba de que son herederas directas de la sabiduría. Esta grulla pitagórica, detentadora de tantos misterios, puede contemplarse aún en lo alto del gran arco del porche interior de la basílica Sainte-Mane-Madeleine, en Vézelay.

En los templos pitagóricos, el iniciado encargado de dirigir los trabajos de la asamblea y sacar a la luz el significado esotérico de las palabras dichas se mantenía al fondo del edificio. El obispo cristiano se colocará, también, al fondo del ábside y el Venerable masónico se instalará en el extremo oriental de la Logia. Nuevas investigaciones mostraran hasta que punto las comunidades pitagóricas orientaron el destino de las asambleas de carácter espiritual que nacieron duran re la era cristiana; la espiritualidad masónica, como muchas otras, no podía comprenderse sin referencias al pitagorismo.
5
ASOCIACIONES INICIÁTICAS EN TIEMPOS DE CRISTO
Nuestro rápido examen de las antiguas iniciaciones habrá mostrado, eso esperamos, que sus ideales, sus símbolos y sus ritos fueron preservados, en parte, por la masonería. Tras haber evocado las sociedades secretas de Egipto v de Grecia, llegamos ahora a una época decisiva en la historia de (Occidente. Con el nacimiento de Cristo, cierta idea del mundo se disuelve y aparece otra. La Iglesia católica se opone, progresivamente, a todas las religiones antiguas y, con la ayuda del poder político, prevalece.

El nacimiento del cristianismo es un problema muy complejo. Nuestra intención no es estudiarlo en profundidad sino, sencillamente, señalar la existencia de tres comunidades iniciáticas contemporáneas de Cristo: los esenios. los gnósticos y los terapeutas, algunas de cuyas enseñanzas recogieron los masones. Junto al cristianismo oficial, en efecto, se formo un cristianismo paralelo que, apoyándose en una interpretación distinta de las palabras del Señor, propuso una espiritualidad poco conocida aun.

La secta india de los esenios se instalo en Palestina durante el siglo II a.C. Fue rápidamente sospechosa de herejía y la sinagoga no tardo en excomulgar a aquella cofradía que vivía al margen de las autoridades reconocidas. Hacia 65 a. C… los esenios fueron perseguidos y su Gran Maestre fue. probablemente, ejecutado tras atroces suplicios. Se exiliaron por cierto tiempo, luego fundaron una nueva comunidad en el paraje de Qumran, al sur de Jericó, en una región desértica. Subsistió hasta el 70 d.C; nuevos peligros les amenazaron y los esenios desaparecieron definitivamente de la historia en esa fecha, tras haber escondido sus libros sagrados.

En 1947, un beduino descubrió parte de ellos en una gruta; en 1952 y en 1955, nuevos hallazgos resucitaron la secta de los esenios. Gracias a las excavaciones, se identificó el cenáculo para los banquetes, las albercas para los baños rituales, un gran baúl para los trabajos comunitarios y un escritorio para la redacción de los textos. No olvidemos que varios de estos escritos fueron traducidos en la Edad Media y que formaron parte, pues, de los conocimientos que poseían los Maestros de Obras.

La entrada en la comunidad esenia estaba severamente reglamentada. El postulante debía obediencia a un instructor que guiaba a cada cual hacia el Conocimiento según las aptitudes personales. Una vez admitido por ese instructor, el neófito aguardaba un año; no estaba ya en el mundo exterior, pero no era aún miembro de la cofradía. Periódicamente, lo purificaban con baños rituales y observaban su carácter, su modo de vivir, sus disposiciones intelectuales. Si era reconocido apto para comprender los misterios, el adepto sufría dos años más de pruebas antes de su admisión definitiva.

Las decisiones que le concernían eran adoptadas por un consejo de ancianos que examinaba su evolución espiritual con mucho rigor. Nadie evitaba los años probatorios; cuando la última votación resultaba positiva, el adepto podía participar por fin en el banquete ritual. «Se examinará su espíritu», dice la Regla de los esenios sobre los postulantes, «y se examinarán sus obras año tras año, para ascender a cada cual según su inteligencia y la perfección de su conducta o degradarlo según las faltas que haya cometido».

La Regla recomienda no ocultar nada de las enseñanzas secretas a los nuevos miembros. Cada hermano debe guiar a su igual por el camino de la iniciación y hacerle participar en los misterios que haya descubierto con su búsqueda personal. Se pide también a los adeptos que se reprendan los unos a los otros y no sucumban a una sensiblería que iría contra la verdadera fraternidad; si cada cual es capaz de dominar sus pasiones, la más total sinceridad resultará fructífera. «Y nadie», precisa la Regla, «descenderá por debajo del puesto que debe ocupar ni se elevará por encima del lugar que le asigna lo suyo». Así, la comunidad entera se convertirá en un auténtico cuerpo espiritual.

El rito esencial era el banquete. Tras haberse bañado, los esenios se ponían vestiduras reservadas para el acontecimiento. Ningún profano era admitido en el banquete que se iniciaba con un profundo silencio; luego, el presidente elegido por sus hermanos recitaba una plegaria para sacralizar la asamblea. Cuando el neófito era admitido por primera vez en el banquete, prestaba un juramento calificado de temible. Juraba observar una inalterable piedad para con Dios, practicar la justicia con los hombres sin dañar nunca a nadie, combatir junto a los iniciados contra el error, respetar a los jefes de la Orden, no ceder ante las vanidades, amar por encima de todo la verdad y mantener las manos puras. «Jura también», prosigue el texto esenio, «no ocultar nada a los miembros de la secta ni revelar nada a otros que no sean ellos, aunque se usara contra él la violencia hasta la muerte»; además, no tendrá que comunicar enseñanza alguna de modo distinto a como él mismo la habrá recibido.

Los esenios afirmaron que detentaban el sentido esotérico de la Biblia. El significado literal les parecía destinado a hombres fútiles, mientras que el sentido simbólico del libro servía como base a la iniciación. Semejantes pretensiones, justificadas sin duda, atrajeron la venganza de los judíos llamados «ortodoxos» que no conseguían desvelar los secretos de la comunidad esenia.

Todos los aspectos que acabamos de evocar se aplican a las cofradías masónicas. Añadamos que el método de trabajo de los esenios sigue estando en vigor en las logias. «Que nadie», proclama un texto, «hable en medio de las palabras de otro, antes de que ese otro haya terminado de hablar. Y, además, que no hable antes de su rango». Los dignatarios abren la sesión, luego los ancianos profundizan en el tema tratado; cada adepto, por fin, tiene la posibilidad de retomar las ideas abordadas y hacer de ellas un nuevo desarrollo. Cuando un esenio siente el deseo de tomar la palabra, se levanta y dice: «Tengo algo que decir a los Numerosos». Si quien preside la sesión da una opinión favorable, la palabra es concedida.

El título corriente del iniciado esenio es «Hijo de la Luz»; al convertirse en miembro del consejo de la Orden, ha participado en la guerra de los Hijos de la Luz contra los de las tinieblas; éstos equivalen a las naciones privadas de Dios y, sobre todo, a los romanos, los ocupantes de Palestina.

El iniciado esenio, como el iniciado masón, puede convertirse en un maestro. El mito central del esenismo es el martirio del Maestro de Justicia, jefe superior de la comunidad torturado hacia el siglo II a.C. por un odioso tirano llamado «el sacerdote impío». Hecho fundamental, el Maestro de Justicia fue traicionado por los suyos, al igual que Maese Hiram tuvo que sufrir la villanía de tres compañeros que estaban a sus órdenes; además, el Maestro de Justicia, como Hiram, practicaba el oficio de arquitecto. Él fue, nos dicen los textos, quien estableció los fundamentos sobre la roca y utilizó el cordel de justicia para el armazón. Utilizaba también la plomada de verdad para controlar las piedras puestas a prueba.

Como en el pitagorismo, estaba prohibido pronunciar el nombre del Maestro, el Anónimo por excelencia según la observación de Dupont-Sommer. Era el ejemplo a seguir, el modelo a respetar; martirizado y traicionado, no dejaba de ser el Maestro encargado de construir la comunidad y de aliviar la miseria de los hombres. La comparación con la leyenda ritual del grado de Maestro Masón es evidente y nos encontramos, sin duda, ante una filiación directa que no había sido aún puesta de relieve, que nosotros sepamos.

En el terreno de los símbolos, encontramos por lo menos tres de la clase de los esenios que conservó la masonería. El primero es un paño de lino que indica la necesidad de una purificación constante; el aprendiz masón recibe un delantal de piel blanca que le inculca una noción comparable. El segundo es la hachuela que se convirtió en el mazo del Venerable masónico; lo encontramos también en el símbolo de la «piedra cúbica con punta» cuya parte superior está hendida por un hacha. El tercero es la estrella, símbolo esencial del grado de Compañero masón; «la estrella», nos dice el Escrito de Damasco, «es el buscador de la ley». El papel del compañero es, precisamente, buscar la verdad viajando por el mundo.

A la corriente esenia debe añadírsele la corriente gnóstica. En este caso, no estamos ante una comunidad bien definida en el espacio y en el tiempo; el gnosticismo es una ideología compuesta en la que se mezclan elementos egipcios, griegos, persas, babilónicos, judíos y cristianos. La Gnosis se sitúa a sí misma por encima de los partidos y las religiones, intentando descubrir el sentido esotérico de todas las confesiones. Hasta finales del siglo II, se afirma como el esoterismo cristiano; la enseñanza gnóstica está reservada a quienes desean ir más allá del bautismo y conocer los secretos del mundo celestial. Sorprendentemente, la Gnosis gozó de una especie de existencia legal en el seno de la Iglesia; como en la antigüedad, había una iglesia exterior para la mayoría y una iglesia interior para la minoría. La masonería medieval recuperará el mismo ideal, prolongando las revelaciones ofrecidas a todos. En sus orígenes, por consiguiente, la Gnosis era una profundización de la Fe.

Esta situación no duró demasiado. Una fracción de la Iglesia cristiana acusó a los gnósticos de los crímenes más abyectos; sus reuniones, dice, sólo son orgías sexuales y llegan incluso a matar a la mujer preñada y a devorar el embrión. Informadores pertenecientes a la Iglesia oficial se infiltraron en los círculos gnósticos, copiaron listas de miembros y los denunciaron a la justicia con los más falsos pretextos. Varios gnósticos fueron obligados a confesar faltas imaginarias a consecuencia de los tormentos y un odio irreductible acabó oponiendo el gnosticismo al dogma cristiano. Es extraño comprobar que las mismas acusaciones se harán, mucho más tarde, a la francmasonería y que los mismos métodos de delación se emplearán con ellos.

Sin embargo, a la luz de los textos gnósticos cuyas ediciones y traducciones se multiplican desde hace algunos años, se advierte que esa corriente de ideas era portadora de una ferviente espiritualidad. También los gnósticos se llamaban «Hijos de la Luz»; su jerarquía iniciática comportaba tres grados: la purificación, la iluminación y la perfección. Consideraban que el bautismo cristiano sólo tenía un objetivo «psíquico»; era preciso superar ese estadio para alcanzar la regeneración.

El único Hombre real, según los gnósticos, es la comunidad fraterna, ese gran cuerpo por el que circula la energía divina que crea todas las cosas. Por ella, se conoce lo suprasensible y se transforma la creencia en conocimiento. Los gnósticos no encontraban la sabiduría en los escritos cristianos sino en las revelaciones de los antiguos misterios, especialmente de los misterios egipcios. Insistieron a menudo en la figura del demiurgo, el ordenador del universo, que los masones convertirán en el Gran Arquitecto del Universo. Se comunicaban de buena gana entre sí por medio de un alfabeto esotérico cifrado, del que el alfabeto masónico, que hoy no se practica ya, será la última muestra.

Con los gnósticos, se vuelve una nueva página de la historia de las iniciaciones. No son constructores sino pensadores; no forman una cofradía bien estructurada, sino que alimentan una corriente de opinión basada en la búsqueda esotérica. Además, son los primeros oponentes cristianos al cristianismo de Estado; descontentos con la dirección espiritual de los asuntos de la Iglesia, dan otro aspecto del mensaje cristológico y desean afirmar una profunda originalidad con respecto a lo que consideran una traición a las enseñanzas de Cristo. Cierta Edad Media, con mucha menos virulencia, fue gnóstica; existe todavía hoy una francmasonería gnóstica, una «Iglesia de Juan» que desea ir más allá de las proposiciones de la «Iglesia de Pedro».

Una tercera asociación iniciática del tiempo de Jesús merece nuestra atención: los terapeutas, etimológicamente «los curadores». Según Filón de Alejandría, que escribió un libro sobre esta cofradía, son «ciudadanos del cielo y del mundo, realmente unidos al Padre y al Creador del universo por la virtud que les ha procurado la amistad con Dios». Como entre los esenios, el rito principal es el banquete. Varios detalles evocan la masonería de un modo muy concreto; el gesto ritual, por ejemplo: la mano derecha entre el pecho y el mentón, la mano izquierda cayendo a lo largo del cuerpo. Es exactamente el gesto propio del grado de Compañero masón. El orden de los trabajos durante el banquete es interesante también: ningún esclavo para servir la mesa, sólo jóvenes iniciados que aprenden la humildad. Durante los banquetes masónicos tradicionales, son los nuevos aprendices quienes se ocupan de esta tarea. Durante esas reuniones que se celebran cada siete semanas, los terapeutas se consagran al contenido esotérico de los libros escritos por los antiguos; vestidos de blanco, con las manos purificadas, ponen en marcha un pensamiento creador común para contemplar lo invisible a través de lo visible. Sobre todo, pedían los terapeutas, que no se confundieran los banquetes iniciáticos con banales comilonas.

Vayamos ahora al siglo XVIII de nuestra era y releamos ese fragmento del discurso escrito por el francmasón Ramsay: «Nuestros festines no son lo que el mundo profano y el vulgar ignorante imaginan. Todos los vicios del corazón y del espíritu se expulsan y se proscribe la irreligión y el libertinaje, la incredulidad y la orgía. Nuestras comidas recuerdan aquellas virtuosas cenas de Horacio, donde se hablaba de todo lo que podía ilustrar el espíritu, regular el corazón e inspirar la afición a lo verdadero, a lo bueno y a lo hermoso». Idéntico ideal, por consiguiente; además, el banquete masónico reposa sobre un simbolismo: la mesa es el taller; el mantel, el velo del santo de los santos; el plato, la teja; la cuchara, la llana; el cuchillo, la espada; el pan, la piedra bruta; los manjares son los materiales de construcción del templo.

Esenios, gnósticos y terapeutas contribuyeron a crear un estado de animo y a propagar símbolos que no fueron olvidados en la Edad Media y que se integraron, incluso, en las estructuras masónicas del siglo XVIII. De esas asociaciones iniciáticas nació un cristianismo no ortodoxo, que nunca desapareció por completo y que hallo, con toda naturalidad, refugio en las cofradías posteriores.
6
LOS ADEPTOS DE MITRA Y LA INICIACIÓN ROMANA
La civilización romana no brilla, precisamente, por sus cualidades espirituales y religiosas. A pesar de la tuerza de la religión de Estado, enfeudada por lo demás a la política, Roma da la imagen de una nación militar preocupada, sobre todo, por la expansión material y económica. Sin embargo, Roma es la culminación de las grandes civilizaciones antiguas que habían conocido la primacía del espíritu; acogió en su seno tendencias iniciáticas, tolerándolas a condición de que las cofradías se limitaran a sus trabajos esotéricos y no se entregaran a la política.

El gran movimiento iniciático que empapó la civilización romana es, indiscutiblemente, el mitraísmo. Mitra, antiguo dios iraní de la luz, penetró en Europa en el siglo I a.C. por medio de los marinos procedentes de Cilicia. Se decía que había brotado de un árbol o de una piedra, llevando un globo en una mano y el zodíaco en la otra. Tras numerosas peripecias, había abandonado esta tierra tras un banquete en compañía del sol. Esos progresos del culto y el reclutamiento de los adeptos siguen siendo muy misteriosos; ni siquiera se conoce el «programa» original de la secta que tuvo un inmenso éxito en la Roma de los siglos II y III de nuestra era; Trajano hizo construir incluso un nutbraeum en su villa del Aventino y las mas altas autoridades civiles protegieron a la cofradía. En 308, es el apogeo; Diocleciano, Cialeno y Licinio van a Carnutum, cerca de Viena. Allí proceden a la consagración de un templo de Mitra y reconocen al dios como protector supremo del poder imperial. «Si el cristianismo hubiese sido detenido en su crecimiento por alguna enfermedad mortal», escribió Ernest Renán, «el mundo habría sido mitraísta".

Las mas graves dificultades siguieron muy de cerca al apogeo; ciertamente. Juliano el Apostata, ferozmente anticristiano, concederá sus favores al culto de Mitra. Las legiones romanas lo practicaban con fervor y lo implantaban en todas partes por donde pasaban. Inquietos, los jefes del cristianismo están muy atentos y sus intrigas acaban teniendo éxito; en 389, en Alejandría, unos revoltosos atacan un templo de Serapis y un templo de Mitra. Pese a la resistencia de los sacerdotes, saquean los lugares santos y dejan a sus espaldas numerosos muertos. Esa locura destructora sucedía a los graves acontecimientos de 377, durante los que el prefecto Graco había dado órdenes de devastar un mithraeum en Roma. El instigador de esos actos violentos no era sino Ambrosio, arzobispo de Milán. En febrero de 391, un decreto prohíbe los cultos paganos en Roma; en noviembre de 392, cualquier práctica pagana, incluso en privado, queda rigurosamente prohibida. Es un golpe mortal para el mitraísmo, sobre todo porque su mayor apoyo, el ejército romano, se debilita cada vez más. En los primeros años del siglo v, no hay ya rastro de grandes celebraciones en honor de Mitra. Sin embargo, esa excepcional sociedad secreta se había implantado en Italia, en Francia, en Inglaterra, en Alemania, en España y en muchas otras regiones, llegando hasta los límites del imperio romano; el mayor templo de Mitra, que tiene veintiséis metros de largo, se encuentra en Sarmizegetusa, en Rumania. Sin duda fue en Alemania, lugar en el que el mitraísmo precedió al cristianismo, donde tuvo más éxito; los mithraea eran muy numerosos, los trabajos esotéricos de los iniciados se concretizaron en representaciones artísticas que nos permiten conocer el pensamiento de la secta.

Los templos de Mitra son por lo general bastante pequeños, puesto que no estaban destinados a una gran multitud; en todo caso, simbolizan el cosmos. La bóveda equivale al firmamento estrellado y el conjunto debe presentarse como una gruta relativamente oscura; a cada lado del eje central están dispuestas banquetas en las que se sientan los iniciados. Al fondo, un gran panel esculpido muestra al dios Mitra matando al toro; por ese acto, se convierte en dueño de la energía misteriosa que crea la vida y propone a los adeptos que sigan su ejemplo. Junto a la hornacina donde se alberga la escultura, brilla eternamente una llama. Advirtamos, de paso, que la disposición de los templos masónicos contemporáneos es prácticamente idéntica a la de los templos de Mitra. Al igual que el dios llevaba un gorro frigio, así el Venerable que dirige las ceremonias en el grado de Maestro Masón lleva el sombrero de los maestros de obras que fue, a veces, simbolizado en la Edad Media por el gorro mitraico. En algunos lugares, el mithraeum propiamente dicho es precedido por un vestíbulo que incluye una sala de espera para los postulantes; corresponde al «gabinete de reflexión» de la masonería donde el neófito muere para el hombre viejo.

Advirtamos también la importancia del número siete, el del Maestro Masón; además de los siete grados del mitraísmo que trataremos más adelante, existen también edificios cuyo módulo es siete, como el mitbraeum de Ostia, el templo de las siete esferas que constituyen el universo. Las siete puertas del lugar santo simbolizan los siete grados de la iniciación, y eran representadas incluso, en mosaico, en algunos suelos.

Cuando un profano solicitaba su admisión entre los adeptos de Mitra, sufría una larga preiniciación en la que recibía una primera enseñanza que se refería, principalmente, a la astrología, las relaciones del hombre con el universo y los primeros rudimentos de la lengua de los misterios. Si los adeptos consideraban que el neófito tenía posibilidades espirituales, intelectuales y morales para participar en sus trabajos, le hacían prestar un juramento cuyo texto se ha conservado: «Juro», decía, «con toda certeza y toda buena fe, conservar el secreto de los misterios. Que la fidelidad a mi juramento me sea benéfica, pero que la indiscreción me sea maléfica».

Sobre la ceremonia de iniciación que señalaba la entrada en la Orden, disponemos sólo de informaciones fragmentarias. Son sin embargo muy interesantes y serán retomadas por la masonería. El neófito, completamente desnudo, tenía los ojos vendados y las manos atadas, como se ve en el mithraeum de Capua. En el momento principal de la ceremonia, el postulante se tiende en el suelo para simbolizar un cadáver; antes, había sido empujado por la espalda pero un adepto le había impedido caer brutalmente al suelo. El neófito ocupa, pues, el lugar del iniciado asesinado por la incomprensión de los hombres; el papel de la comunidad es resucitarle y hacer revivir el espíritu en cada nuevo adepto. Se mostraba, incluso, al postulante, una espada empapada en sangre; era la que se había utilizado en el asesinato del Maestro, la que se utilizaría para castigar al perjuro. Naturalmente, se procedía a las pruebas de la tierra, el aire, el agua y el fuego. En la tercera prueba, por ejemplo, el iniciado cruzaba un foso lleno de agua y en la cuarta, pasaba por encima de un brasero. Al finalizar la ceremonia, el nuevo adepto estrechaba la mano derecha del «Padre», el presidente de la asamblea. Esos detalles, demasiado escasos, están tan cerca del ritual masónico que podemos imaginar una transmisión ininterrumpida del ideal mitraico a partir del siglo IV d.C. Como suele suceder, la supresión de la secta no se vio acompañada por una supresión de su mensaje.

La iniciación completa comprendía siete grados. El primero se llamaba «Cuervo» pues el pájaro aportaba a la humanidad las enseñanzas de Mitra; el iniciado en este grado tenía por emblema ritual el caduceo. El segundo grado era el «Nymphus», es decir, el desposado; disponiendo de un velo de novio y de una antorcha, celebraba la unión mística con el dios. En ese estadio, se iluminaba el templo. El tercer grado es el «Soldado» que recibe una espada; en cambio, rechaza la corona que se le ofrece porque no es digno aún de la realeza espiritual que se alcanza al final de la iniciación. El cuarto grado es el «León», vestido con un manto rojo y disponiendo de una pala de fuego. Domina la acción solar y reina sobre el fuego; durante el ritual de iniciación a ese grado, se lavaba la lengua del postulante con miel que, luego, se extendía sobre sus manos. El color de la miel es el oro, es un alimento solar. El quinto grado es el de «Persia», revestido con una túnica de plata. Sus manos son purificadas durante la iniciación y es destinado a la guarda de los frutos de la tierra; tiene una hoz y una guadaña. Sin duda alguna, el segador de las catedrales góticas, puesto siempre en relación con un signo del zodíaco, es un lejano recuerdo de ese grado iniciático. El sexto grado es el del «Corredor del sol»; lleva un látigo, una antorcha y un globo. Tal vez se encargue del orden de los banquetes sagrados. El séptimo y último grado es el del «Padre», vestido exactamente como Mitra. Se le entrega el bastón, el anillo y el gorro frigio. Detentador del espíritu de la Orden, tenía por misión propagar la Sabiduría entre sus pares y dirigir las ceremonias. Tras el voto de la comunidad, él tomaba la última decisión en la admisión de un nuevo miembro

o en el ascenso de un adepto a un grado superior. Finalmente, en lo alto de la jerarquía, reinaba el Padre de los padres; raros son, se decía, quienes pueden ocupar ese cargo, puesto que exige el perfecto conocimiento de los símbolos revelados por el dios. Para los adeptos de Mitra, cada uno de nosotros debe aprender a llevar su fardo de la vida desarrollando el dominio de sí mismo; quemando las impurezas de su alma con las pruebas iniciáticas, los adeptos pasan del estado de esclavos al de hombres libres. «El héroe es un justo», dice un texto, «y sin embargo sufre, pero esa prueba da fruto». «En mis hombros», proclamaba un adepto, «llevo hasta el fin el mandamiento de los dioses». El mitraísmo fue indiscutiblemente una de las más ricas asociaciones iniciáticas de la antigüedad, tanto por la fraternidad como por su organización simbólica; los siete grados eran practicados en todo el imperio romano y aseguraban una gran coherencia de la institución. Además, los adeptos protegieron la artesanía y la agricultura; varios arquitectos fueron iniciados en el mitraísmo y contribuyeron a propagar sus ideas en las primeras corporaciones de constructores. Ciertamente, la Iglesia consiguió destruir la secta; viendo que algunos irreductibles se negaban a doblegarse, puso en practica un principio que será constantemente respetado hasta el final de la Edad Media e incluso más allá: «Recuperar» las ideologías vencidas y cristianizarlas. La roca de Mitra fue asimilada a la piedra sobre la que se fundó la Iglesia de Cristo. La gruta del toro, a Belén, los pastores de Mitra, a los pastores que anuncian el nacimiento del Salvador. Los polemistas cristianos intentaron demostrar que el mitraísmo era una falsificación del cristianismo y que le había robado sus más profundos símbolos. Algunos espíritus se dejaron convencer, otros permanecieron en las sombras y siguieron propagando el estado de ánimo de las sociedades iniciáticas.

Los aspectos iniciáticos de la civilización romana no se limitan sólo al mitraísmo; en el siglo II antes de nuestra era, los cultos orientales y las religiones mistéricas ganaron para su causa la alta sociedad de Roma y se extendieron, luego, al conjunto de las clases sociales. Podríamos poner de relieve numerosos detalles que se explican por su contenido esotérico; el famoso Hércules, por ejemplo, fue considerado por los pitagóricos como el justo vencedor de las pruebas rituales; en los sarcófagos galo-romanos se ven compases, escuadras, niveles, plomadas, calaveras, signos lapidarios, símbolos que serán retomados por las cofradías de la Edad Media y por la masonería del siglo XVIII. Un iniciado, Firmicus Maternus, empleó incluso el lenguaje de los cuatro elementos para analizar el mundo: a Egipto le correspondía el agua; a Frigia, la tierra; a Siria, el aire y a Persia, el fuego. Son los cuatro países donde se practicó la iniciación y cuyos secretos se reunieron en Roma. Un arquitecto como Vitruvio, venerado por los albañiles medievales, afirmaba que quienes desean alcanzar la perfección utilizando sólo la mano están condenados al fracaso; «ni el espíritu sin el trabajo ni el trabajo sin el espíritu», escribía, «hicieron nunca perfecto a obrero alguno». Letrado, geómetra, dibujante, matemático, historiador, filósofo, músico, médico y astrólogo, Vitruvio dio a los siglos posteriores el ejemplo de lo que debe ser un Maestro Arquitecto.

Para comprender bien el estado de ánimo de las corporaciones de artesanos del imperio romano y seguir las huellas de las cofradías iniciáticas, tenemos que evocar ahora a tres personajes que los masones consideraron como iniciados: el rey Numa, el escritor Apuleyo y el filósofo Boecio.

Numa, personaje histórico, fue también un personaje mítico. Detentador del cargo de Gran Pontífice, se creía que había organizado los ritos secretos y públicos de la religión romana; él habría fundado las corporaciones de carpinteros, herreros, músicos y curtidores, hacia el 700 a.C. Puesto que su alma era gobernada por la virtud, protegió particularmente a los gremios de la construcción y les dio reglas secretas. El hecho es muy importante para el estudio de las fuentes de la francmasonería. En una época muy remota, las corporaciones no eran, pues, simples asambleas de obreros sino fraternidades iniciáticas que divinizaban al hombre por el trabajo y velaban celosamente por sus ritos y sus secretos. Cada colegio de artesanos disponía, por lo demás, de un local que le estaba reservado y organizaba banquetes destinados a los miembros de la cofradía. El nuevo iniciado prestaba juramento y se inclinaba ante las reglas de la Orden, cuyas estructuras eran muy flexibles; junto a los iniciados que trabajaban la materia, estaban miembros llamados «honorarios» que eran intelectuales o grandes personajes favorables a las cofradías.

Todo se explica cuando se conoce la leyenda según la cual Numa era un discípulo de Pitágoras. Traduce la voluntad de los masones de hacer coherente su historia y establecer una filiación de carácter esotérico. Al parecer se descubrió incluso en Roma la tumba de Numa; en su interior había un cofre donde el monarca había encerrado libros que trataban de la enseñanza pitagórica. El Senado los requisó y dio orden de que se destruyeran por medio del fuego, pues semejantes escritos podían amenazar la seguridad del Estado.

Después de la muerte de Numa a mediados del siglo I a.C., las fraternidades de artesanos viven en paz. El poder político no intenta controlarlas de cerca y se encargan de su propia gestión. El prestigio del viejo rey es inmenso; sus fundaciones parecen inspiradas por la divinidad y los colegios de constructores son indispensables para la buena marcha de la vida social. Pero la situación cambia en 64 a.C. La República suprime por decreto las cofradías. Le parecen peligrosas para la estabilidad nacional. Esta ley no fue muy eficaz y la abolieron poco tiempo después; a partir de Augusto, las cofradías viven de nuevo una existencia apacible pues el emperador no es indiferente al pensamiento esotérico. La gran figura de Numa le parece una excelente «imagen de marca» para la grandeza del imperio; el rey de la antiquísima Roma seguirá siendo caro al corazón de las asociaciones masónicas, puesto que supo unir la administración de la ciudad con el ideal iniciático.

Recorramos un gran período de tiempo para encontrar a Apuleyo, que nació hacia 125 y murió después de 170. Gran viajero, pasó largas estancias en Atenas, Roma y Cartago. Apasionado por las ciencias ocultas y por el mensaje de las sociedades iniciáticas, fue iniciado a numerosos misterios orientales que florecían en Roma por aquel entonces. Excelente orador, hizo una gran propaganda para las sociedades iniciáticas a las que pertenecía y redactó tratados de medicina, astronomía y arboricultura. Su obra más célebre es El asno de oro en la que un tal Lucio es transformado en asno por un maleficio. Tras muchas peripecias, dirige una plegaria a la luna y solicita una muerte rápida que ponga fin a sus males. La diosa Isis, conmovida ante tanto sufrimiento, se le aparece. «Acude al recorrido de una procesión que se hará en mi honor», le dice, «y come una de las rosas de la corona que el sacerdote lleva atada a su sistro». Lucio lo hace y recupera de inmediato la figura humana. Como está desnudo, le visten con una túnica y el sumo sacerdote le dice: «Pon una cara alegre en armonía con la blancura de tu vestido». Lucio acaba de abandonar, pues, la pesadez material del hombre, simbolizada por el asno; con la absorción de la rosa mística, emblema de un alto grado de iniciación, se prepara para su futuro renacimiento. Sintiendo un inmenso agradecimiento por la diosa, acecha la apertura de las puertas de su templo. Impaciente, acude al sumo sacerdote y le pide la iniciación. «Espera», responde el sumo sacerdote, «no sucumbas a la precipitación ni a la desobediencia. La propia diosa te anunciará el momento favorable». En efecto, Isis se le aparece durante la noche y Lucio comprende que el acto de la iniciación representa una muerte voluntaria y una salvación obtenida por la gracia. Tras numerosas purificaciones, el sumo sacerdote le da en secreto ciertas instrucciones que superan la palabra humana.

A Lucio se le imponen diez días de ayuno ritual antes de la ceremonia de iniciación, que dura toda una noche. El sumo sacerdote le ofrece una túnica de lino y le introduce en la parte más apartada del santuario; a partir de aquel momento, Apuleyo se niega a revelar nada más. Reconoce también: «Me he acercado a los límites de la muerte, he hollado el umbral de Proserpina y he vuelto, llevado a través de todos los elementos; en plena noche, he visto brillar el sol de un modo refulgente; me he acercado a los dioses de abajo y a los de arriba, los he visto cara a cara y los he adorado de cerca». A la mañana siguiente de la iniciación, Lucio es coronado de palmas y lleva doce vestidos de consagración que corresponden a los doce signos del zodíaco. El sumo sacerdote se llama Mitra. Luego, Lucio recibirá dos nuevas iniciaciones sobre las que mantiene un silencio total.

La obra de Apuleyo tuvo un inmenso éxito, su profundo conocimiento de la iniciación alegró el corazón de los adeptos que, a continuación, adoptaron de buena gana el cuento o la fábula de apariencia grotesca para transmitir el pensamiento iniciático a quienes supieran leer entre líneas.

El tercer personaje al que los masones consideraban uno de los suyos es el filósofo Boecio. Nacido en 480, pertenece a una rica familia y hace largos estudios científicos. En 510, es maestro de los oficios de palacio en la corte de Teodorico, de quien es amigo personal.

Tiene gran influencia sobre el monarca; su nobleza algo altiva despierta envidias y, poco a poco, sus enemigos lo hacen sospechoso para Teodorico. A consecuencia de una acusación absolutamente fabricada, Boecio es encarcelado en Pavía. Es culpable, afirman los testigos falsos, porque ha ocultado documentos oficiales y ha querido dañar el poder de los godos. Boecio intenta defenderse, pero el proceso está trucado; el 23 de octubre de 524 es ejecutado. Como san Dionisio, tomó su cabeza cortada entre las manos y la llevó a un altar, en señal de ofrenda a Dios. En el siglo XI, el emperador Otón hizo que sus restos fueran depositados en una tumba de mármol.

La Edad Media admiraba mucho La consolación de la filosofía, la obra que Boecio escribió durante su doloroso cautiverio. Aparecía como la obra de un justo capaz de resistir el sufrimiento y la estupidez de los hombres porque había recibido el sacramento de la iniciación. Esta filosofía es una mujer enorme de ojos ardientes. Con su frente, toca el cielo. Lleva un cetro y dos libros, el uno abierto, el otro cerrado. Los escultores medievales la representaron en Laon y en Notre-Dame de París; la convirtieron en uno de los símbolos de Nuestra Señora de los Cielos, patrona de las cofradías de albañíles. «La verdadera nobleza», escribió Boecio, «es conferida por los ancestros iniciados». Detentan la tradición y hacen participar en los misterios a quienes son dignos de ello. Si el hombre escucha la máxima de Pitágoras, «seguir a Dios», se divinizará y conocerá la naturaleza profunda de la vida.

El mitraísmo legó a la posteridad símbolos y un marco ritual muy coherente; iniciados como Numa, Apuleyo y Boecio le legaron cierto tipo de pensamiento, una forma de ideal que fue apreciada en su justo valor por las cofradías de constructores. Mientras que el paganismo político se derrumbaba, la sustancia iniciática del mundo antiguo encontraba naturalmente refugio en los colegios de artesanos. Será útil hacer un breve paréntesis y preguntarnos por la manera como la Iglesia cristiana apreciaba el modo de vida de los constructores de edificios.
7
LOS CONSTRUCTORES Y EL CRISTIANISMO PRIMITIVO
El cristianismo nace en una sociedad donde los más altos valores espirituales son detentados por las sociedades iniciáticas. No las ignoró y, a partir del siglo IV, se mostró a menudo injurioso o crítico con ellas. Por su lado, los iniciados habían recibido la orden de no abrir ciertos libros herméticos ante los cristianos, por miedo a que éstos se apoderaran de ellos para destruirlos. En esta oposición, unas veces abierta, otras latente, entre cristianismo y sociedades iniciáticas, tres fechas destacan entre otras: 313, 351 y

375. En 313, Constantino hizo promulgar el edicto de Milán que concedía la libertad de culto a los cristianos y a los no cristianos. En realidad, es una gran victoria de la nueva religión que gana la confianza del poder y se convierte en la fe oficial. El clero recibe mucho dinero, se construyen numerosas iglesias, los prelados ejercen una notoria influencia política. En 351, el emperador Juliano comienza a apartarse del cristianismo; ha estudiado mucho las doctrinas neo-platónicas que son ampliamente difundidas por las cofradías iniciáticas y encuentra más riqueza en este tipo de pensamiento que en la religión cristiana. El emperador es iniciado en el culto de Mitra hacia 358 y amenaza seriamente a la Iglesia; pero su brutal muerte pone fin a la ola de anticristianismo que él favorecía. Hacia 375, el filósofo Prisciliano alumbra una secta cristiana muy original, cuyo objetivo es liberar al cristianismo de la administración romana. Rechazando cualquier jerarquía, Prisciliano intenta unir a quienes considera como verdaderos adeptos a Cristo, especialmente a los agnósticos. Para él, sólo cuenta la Iglesia primitiva y desprovista de tastos exteriores y de ambiciones políticas. Prisciliano obtuvo cierta audiencia; un personaje tan importante como san Martín de Tours le prestó, incluso, atento oído e intentó favorecer, de un modo discreto, a la cofradía. Pero Roma velaba; tras el peligro pagano reavivado por Juliano, llegaba ahora otro peligro procedente del interior de la religión cristiana. Prisciliano fue ejecutado, su biblioteca de escritos esotéricos, dispersada; los adeptos que se habían reunido a su alrededor entraron en la clandestinidad y su cofradía desapareció definitivamente.

Estos pocos recuerdos históricos demuestran que los comienzos de la cristiandad fueron bastante movidos en el terreno de la fe. Por eso debe plantearse una pregunta: ¿existía una iniciación específicamente cristiana? No es posible responder con certeza absoluta, pero poseemos sin embargo documentos bastante significativos. Si se examina, por ejemplo, la obra del seudo Dionisio el Aeropagita, se advierte que pide a sus hermanos cristianos que alcen sus ojos hacia la iniciación. Al recibir el «depósito» de los misterios, comprenderán los ritos y los símbolos, recibirán un nuevo nombre. Hay, dice Dionisio, un secreto divino en la jerarquía que conocen quienes han superado los tres grados de iniciación. El título más elevado es el de «Monje»; totalmente desnudo durante la ceremonia, recibía nuevas ropas tras el beso de paz. Ahora bien, ese Dionisio obispo de Atenas que predicaba la iniciación cristiana fue confundido en la Edad Media con otro Dionisio, obispo de París; Suger, uno de los creadores del arte gótico y abate de Saint-Denis, se refirió a Dionisio para magnificar la luz y convertir su iglesia en una de las más hermosas catedrales francesas. Una vez más, nos vemos obligados a admitir una tradición oral que une a los adeptos de la iniciación a través del tiempo y del espacio.

El gran pensador cristiano no era el único que reconocía la importancia de un «cristianismo mistérico»; si se examina el modo como se hacía el reclutamiento cristiano a comienzos del siglo III, se advierte que responde a las reglas habituales de las sociedades ini-ciáticas. Cada miembro, en efecto, podía llevar hasta la fe a un profano; los sacerdotes supervisaban su acción con gran serenidad en la elección final. Por aquel entonces, el cristianismo, al parecer, no deseaba a toda costa convertirse en una religión de masas sino, más bien, engendrar una élite espiritual. Releamos los consejos de Hipólito de Roma sobre la admisión de los neófitos: «Que se les pregunte la razón por la que buscan la fe. Quienes los traigan darán testimonio con respecto a ellos para que se sepa si son capaces de escuchar la palabra. Que se examine también su estado de vida. Que se haga una investigación sobre los oficios y profesiones de aquellos a quienes se lleva a la instrucción». Por consiguiente, no se hace cristiano quien quiere. La preparación para el bautismo es claramente designada como una preiniciación al misterio divino y se pone a prueba a los catecúmenos durante tres años; «si alguien muestra celo y persevera bien en esta empresa», sigue diciendo Hipólito, «que no se le juzgue según el tiempo sino según su conducta».

Se exige a los iniciados cristianos una gran asiduidad a la reunión; no se trata de una regla administrativa sino de un principio sagrado que expresa en estos términos el texto titulado Didascalia de los apóstoles: «Que nadie disminuya la Iglesia acudiendo sólo a ella para no disminuir en un miembro el cuerpo de Cristo». No podría plasmarse mejor una de las bases espirituales de la masonería, y a la frase cristiana: «¡Arriba los corazones!», responderá la frase ritual de los masones: «¡Arriba los corazones en fraternidad!». Un himno del siglo XVIII, destinado a la cena, dicta una línea de conducta sin la que una sociedad iniciática no tendría razón de ser alguna: «Reunámonos como uno solo y velemos por no estar, en absoluto, divididos en espíritu. Que cesen las malas querellas, que cesen las diferencias. Un camino estrecho y difícil lleva a lo alto, es largo y escarpado cuando sube. Pero el amor fraternal da la vida eterna».

Este amor fraterno encuentra una de sus más conseguidas expresiones en el banquete. Para los cristianos, se trata de una comida sagrada que recuerda la cena e instaura un vínculo religioso entre los participantes. Hay un aspecto sobrenatural en el hecho de comer juntos, pues los cristianos comulgan a la vez entre sí y con Dios. Hemos visto ya lo que esta concepción debe a los esenios y a otras cofradías iniciáticas; la masonería, que se limitó a menudo a banquetes bien provistos, conservó sin embargo la dimensión iniciática de esta reunión fraternal. En la apertura de los «Trabajos de Mesa», el Venerable pronuncia aún estas palabras: «Hermanos míos, iniciados en los misterios del arte real, sabemos que el masón participa de la Carne y el Espíritu. Por eso os ruego, Hermanos Vigilantes, que os unáis a mí para abrir estos Trabajos de Mesa, encendiendo las antorchas. Esta luz que brillará durante nuestros ágapes fraternos nos recordará que la llama espiritual que se nos transmitió nunca debe extinguirse en nosotros».

Hemos visto que existía, en el seno del cristianismo, un clima que a veces puede ser calificado de «iniciático», en el sentido más noble del término. Intentemos ahora ser más precisos y comencemos poniendo de relieve, en los textos cristianos, una expresión cara a los masones: «Hijos de la Luz», dice Ignacio de Antioquía a los ciudadanos de Filadelfia, «huid de las divisiones y las malas doctrinas». En todas las épocas, al parecer, quienes intentan vivir la vía iniciática reciben ese «título» de Hijos de la Luz que es especialmente puesto de relieve en la historia de san Lorenzo. Éste velaba por el tesoro secreto de la casa de Dios, cuyas llaves poseía. El prefecto exige que le entregue esas considerables riquezas; Lorenzo acepta sin hacerse de rogar y el prefecto se alegra de antemano, convencido de que los cristianos ceden ante la primera amenaza. Poco después, Lorenzo pide audiencia al prefecto y le presenta a mendigos, tullidos, ciegos y «pobres de espíritu». «¿Qué significa esa mascarada?», pregunta el prefecto. «Exigías las riquezas de Dios», responde Lorenzo. «Te las ofrezco; son los Hijos de la Luz quienes ahora se presentan ante ti. Su cuerpo está dolorido, su alma es pura.» Loco de rabia, el prefecto hizo ejecutar a Lorenzo.

Los masones, Hijos de la Luz, trabajan a la gloria del Gran Arquitecto del Universo. Se creyó por mucho tiempo que esta última expresión era bastante reciente; en realidad, era conocida ya en el antiguo Oriente Próximo y se encuentra también, con una forma algo modificada, en una carta de Clemente de Roma a los corintios: «Que el artesano del universo», escribe, «mantenga en la tierra el número contado de sus elegidos. Él nos llevó de las tinieblas a la Luz, de la ignorancia al Conocimiento». En un himno que data de comienzos del siglo V, la iglesia de Epifanio de Salamina es calificada de «paraíso del Gran Arquitecto», lo que constituye una excelente definición poética de una logia masónica.

Por dos veces al menos, el cristianismo presenta a Dios como el constructor por excelencia. Recordemos la visión del profeta Amos: «He aquí que el Señor estaba de pie en un muro, hecho con el nivel y, en su mano, había un nivel. Y el Eterno me dijo: "¿Qué estás viendo, Amos?". Y yo le dije: "Veo un nivel". Y el Señor dijo: "Pondré el nivel en medio de mi pueblo de Israel; no seguiré perdonándolo"». En la masonería, el Primer Vigilante es el que tiene el nivel. En la jerarquía de los Oficiales masónicos, viene inmediatamente después del Venerable y su papel es el de formar a los futuros maestros sin «perdonarles» ninguna debilidad. La historia de Job nos proporciona un segundo pasaje bíblico donde el Dios cristiano afirma que construyó el universo con sus manos; habla con Job y, en una serie de preguntas teñidas de ironía, le muestra la distancia que existe entre Dios y el hombre: ¿quién fijó las medidas de la tierra, quién tendió sobre ella un cordel? ¿Quién aplicó el nivel? ¿Quién puso la piedra angular para sostener?

Dos arquitectos humanos, David y Salomón, recibieron el encargo de concretizar los planos del Arquitecto divino. Numerosos textos masónicos, como el manuscrito Dumfries Nº 4, se refieren a esos dos reyes considerándolos como ilustres masones que aplicaron las reglas del Arte Real. A David le gustaban mucho los albañíles y les confió la construcción del templo tras haber concebido con ellos las constituciones que les fueran propias. Se trataría de diez palabras escritas por el dedo de Dios en las tablas de mármol entregadas a Moisés.

David, a causa de los errores de su vida personal, no tuvo derecho a ver terminado el templo. Entregó el plano completo a su hijo Salomón, un plano que está escrito desde toda la eternidad en la mano de Yahvé. Según la leyenda, Salomón habría tenido a sus órdenes ochenta mil obreros y más de tres mil maestros albañiles; confirmó las constituciones que David les había concedido y se convirtió en su Gran Maestro. Fue glorificado viviendo entre sus pares y nombró a Hiram Maestro de Obras, para que dirigiera a los arquitectos, los grabadores y los escultores. Salomón e Hiram son, indiscutiblemente, los dos personajes clave de la francmasonería; cada Venerable está sentado en la cátedra del rey Salomón y el nuevo Maestro masón, en su iniciación, hace que Hiram reviva.

Esta profunda ascendencia bíblica se ve confirmada por cierto número de textos cristianos que insisten en el valor simbólico y espiritual de la piedra. «Sois las piedras del templo del Padre», dice Isaac de Antioquía a los efesios, «sois también todos los compañeros de camino, portadores de Dios». San Agustín marca muy bien la relación que existe entre el Gran Arquitecto y los iniciados: «Las piedras son extraídas de la montaña por los predicadores de la verdad, y son escuadradas para poder entrar en el edificio eterno. Hay hoy muchas piedras en las manos del Obrero; quiera el cielo que no caigan de Sus manos, para poder, una vez terminado su tallado, integrarse en la construcción del Templo». Este lenguaje sigue empleándose en las logias masónicas contemporáneas; se dice que el aprendiz masón es una piedra en bruto que debe tallarse a sí misma, para convertirse en una piedra cúbica.

El propio Cristo es una piedra viva rechazada por los hombres. «Vosotros mismos», dice san Pedro en su primera Epístola, «como piedras vivas, prestaos a la edificación de un templo espiritual, para un sacerdocio santo, en vistas a ofrecer sacrificios espirituales». La raza de quienes reconocen la Piedra fundamental es la de los elegidos. El poeta latino Prudencio, cuya leyenda afirma que había sido iniciado en la masonería, pensaba que la piedra de caballete es inmortal y que subsistirá tras la ruina de cualquier templo. «Sí», escribía, «el ángulo edificado con esta piedra que despreciaron quienes construían permanecerá siempre, por los siglos de los siglos. Hoy, es la clave de bóveda del tiempo. Mantiene el ensamblado de las piedras nuevas». El corobispo de Alepo, Balai, muerto en 460, compuso un himno admirable para la consagración de una iglesia; en unas pocas frases, resume el ideal de las sociedades iniciáticas de la antigüedad y anuncia el de la masonería medieval: «Que el templo interior sea tan hermoso como el templo de piedras». Dios construyó al hombre para que el hombre construya para Dios; al construir el templo, los albañiles entran en el reino celestial.

Hemos entrado ahora en la era cristiana, tras haber evocado cierto número de antiguas cofradías iniciáticas cuya influencia sobre la francmasonería primitiva no puede negarse. La Alta Edad Media se anuncia con su primera gran figura de maestro de obras, san Eloy, que vivió de 588 a 659. Su historia es digna de interés: orfebre lemosino, recibió un encargo del rey Clotario II. Tenía que llevar a cabo una obra maestra: un sitial para el monarca. Su arte era de tal perfección que consiguió crear dos sitiales con los materiales destinados a uno solo. El rey Dagoberto hizo a san Eloy ministro de finanzas y le pidió que construyera una gran abadía en tierras de Solignac, cerca de Limoges. San Eloy en persona dibujó los bocetos e imaginó los planos; a lo largo de toda su carrera política, no dejó de practicar la orfebrería fabricando relicarios. Por ello se convirtió en el venerado patrón de todos los artesanos que utilizan un martillo en su trabajo. San Eloy es el prototipo del hombre completo, administrador, maestro de obras y artesano al mismo tiempo; honra las mas profundas cualidades del espíritu y de la mano, trazando en la Edad Media una línea de conducta ideal, una de cuyas consecuencias será la aparición de la francmasonería en el sentido estricto del término. Debemos ahora abordar este largo período donde la imagen histórica de las cofradías de constructores en general y de la masonería en particular irá precisándose.
8
NACIMIENTO Y FULGOR DE LAS COFRADÍAS MASÓNICAS EN LA EDAD MEDIA
Si existe un período de la historia difícil de estudiar, éste es el de la época de la aventura occidental que va del siglo IV de nuestra era al siglo x. A primera vista, el cristianismo es la nueva fuerza esencial que se lanza a la conquista del mundo, una fuerza espiritual que a menudo sabe apoyarse en poderes temporales. Pero la realidad es mucho más tortuosa; numerosas culturas se enfrentan en la Galia, en Alemania, en Irlanda, en las lejanas fronteras del imperio romano; a menudo, el cristianismo cubre con sus creencias las viejas religiones sin por ello destruir sus bases. Nuestro propósito no es, claro está, analizar todos los sucesos acontecidos durante esos siglos sino encontrar, aquí y allá, el rastro de las asociaciones iniciáticas de constructores que vivirán, en los siglos XII y XIII, un extraordinario apogeo.

Hacia 315, un monje egipcio llamado Pacomio crea una institución que desempeñará un papel fundamental en el destino de la espiritualidad y el arte occidental: la comunidad monacal, donde unos hombres ávidos de Dios aprenden a vivir juntos al servicio del espíritu. Junto a los eremitas solitarios, los grandes monasterios pacómicos albergan de mil a dos mil monjes entre los que se encuentran albañiles y carpinteros. Son primero empleados en la construcción del propio monasterio, en cuyo interior les



Sin duda alguna -y a pesar del carácter paradójico de esta afirmación, según algunos- la institución monástica es la que permitió a los constructores sobrevivir y, más tarde, desarrollarse. Sin los monjes, los francmasones de la Edad Media probablemente no habrían existido o, al menos, no habrían gozado de demasiada proyección. Como acabamos de ver, las primeras comunidades monacales acogieron en su seno a constructores. Además, la regla de vida definida en el siglo IV por san Basilio concordaba perfectamente con las ideas de las antiguas corporaciones iniciáticas. – El aislamiento absoluto. decía Basilio. ‹es contrario a la voluntad de Dios. Todos los hombres que creen en Él constituyen un gran cuerpo cuya cabeza es el Señor; para vivir en armonía con ella, es necesario vivir en comunidad para que los Hermanos corrijan mutuamente sus defectos. La vida de los anacoretas-, concluye, – desemboca en el mas monstruoso egoísmo», ese vicio abominable que aparta de Dios. La regla comunitaria es, ante todo, la humildad que permite a cada cual recibir una enseñanza del otro y darle una a su vez. Tales perspectivas sólo podían alegrar a los constructores que tuvieron un nuevo punto de fijación en Occidente cuando san Martín fundó la abadía de Marmoutier en 372.

Durante el siglo v, Gran Bretaña nos proporciona un hito en nuestra investigación. Hacia 43 d.C, los artesanos empleados por las legiones romanas habían trabajado en aquellos lejanos parajes, edificando torres y murallas destinadas a proteger a los ciudadanos romanos de los ataques escoceses. Estas obras militares se prolongaron hasta comienzos del siglo III; algunos artesanos regresaron al continente, otros fundaron un hogar y se quedaron allí. Comunicaron su ciencia a los bretones, lo que explica el nacimiento, en el siglo V, de la cofradía de los culdeos que sustituye a los colegios de constructores romanos. De obediencia cristiana, los culdeos guardaban sin embargo el secreto de sus técnicas y sus reuniones. Con bastante rapidez, rechazan la civilización romana y las formas artísticas para preferir de nuevo el simbolismo céltico del que tendremos que hablar.

El sombrío año 406 marca el inicio de las grandes invasiones y de la decadencia romana. En 410, Alarico entra en Roma, dando el ejemplo a los pueblos bárbaros que van a invadir Europa. No hay ya poder central, no hay autoridad capaz de garantizar la seguridad de los ciudadanos. Por esta razón, los grandes encargos arquitectónicos desaparecen; muchos artesanos están sin trabajo y buen número de ellos elige el exilio de Bizancio. Pese a la inseguridad, fueron numerosos los viajes y los contactos entre constructores occidentales y orientales; por eso Francia, en los siglos V y VI, ve levantar un número respetable de edificios civiles y religiosos donde es muy pronunciada la influencia oriental.

En 476 finaliza el imperio romano de Occidente. Una gran página de la historia ha quedado definitivamente atrás. En este gran caos, los hombres que siguen pensando que la vida tiene sentido no lo buscan ya en Roma: se vuelven hacia Irlanda, patria inviolable del celtismo que, sin embargo, entreabre sus puertas al cristianismo traído, una vez más, por los monjes. Su encuentro con los albañiles culdeos es positivo; los culdeos son ahora monjes constructores organizados en colegios. Admiten el matrimonio y no reconocen la autoridad suprema del papa romano, al que consideran como un simple obispo. Entre los culdeos están los descendientes de los druidas y de los bardos celtas, cuya vocación cristiana fue, sobre todo, un modo de pasar desapercibidos. Pese a estas restricciones, los monjes procedentes del continente y los constructores autóctonos se entienden a las mil maravillas para crear grandes ciudades enteramente monacales. Algunos barrios son atribuidos a los maestros albañiles y a los maestros carpinteros que gozan, así, de cierta autonomía. Necesitan a los monjes, los monjes los necesitan a ellos. Se trata d" DIV un la a que por en de los es se del y HEIGHT: WIDTH: nada».A finales del siglo XIV, el termino «francmasón» ha entrado en las costumbres; la cofradía es poderosa y respetada aún, pues mantiene la prueba de la obra maestra que debe realizar el neófito para formar parte de la Obra. Todos saben que solo los francmasones son capaces de levantar grandes edificios y llevar a cabo las más difíciles obras de arquitectura y escultura. Advirtamos que no existe organismo masónico central que tome decisiones para la totalidad de las logias europeas; cada logia conserva su autonomía hasta el punto de que emplea el manuscrito de los «Antiguos Deberes» que más le conviene.

Debe señalarse una importante innovación; se construyen más logias permanentes que se convierten en lugares de reunión habituales. Antaño, se desmontaba la logia construida a lo largo de un muro de la catedral que estaba levantándose.

El siglo XV se inicia, para las cofradías masónicas, con un acontecimiento dramático: en 1401, en Orleans, se produce una escisión en los compañerismos. Los Compañeros del Deber de Libertad reclaman su autonomía, no deseando ya estar enfeudados a la Iglesia, por poco que sea. Los demás masones mantienen cierto apego a la religión. Esta crisis de conciencia interna se conoce rápidamente en el exterior; en Chartres, por ejemplo, se suprimen los privilegios de los albañiles. En 1404, el Gran Maestro Raymond du Temple desaparece, siendo ésta una cruel pérdida para la Orden, que es muy criticada en Francia. En Inglaterra, el arzobispo de Canterbury está a la cabeza de la francmasonería desde comienzos de siglo. Le proporciona así un aval oficial.

Hacia mediados de siglo, los maestros de obras comprenden que es preciso definir de nuevo las bases de la masonería, sospechosa de herejía. En 1459, diecinueve maestros y veintiséis compañeros se reúnen en Ratisbona bajo la presidencia de Jost Dotzinger, maestro de la Logia de Estrasburgo cuya gloria brilla todavía en toda Europa. Deciden revisar las antiguas costumbres de las logias y redactar nuevas Constituciones para los canteros. Los reglamentos de Ratisbona y las Constituciones de Estrasburgo concretan varios puntos de la regla de vida de los iniciados y se aplicarán todavía a comienzos del siglo XVlll.

Revelemos algunos detalles: la jerarquía comprende tres grados: Aprendiz, Compañero y Maestro. Ningún profano será admitido en las asambleas masónicas que sólo acogerán a los iniciados que hayan pasado por las pruebas rituales. La Orden se gestiona a sí misma en el plano administrativo y se hace su propia justicia. Los saludos y los signos particulares de la cofradía se mantienen, el simbolismo sigue siendo la base de la enseñanza masónica. Los hermanos se reunirán regularmente para trabajar en problemas de orden espiritual o técnico; celebraran banquetes rituales que no deben degenerar en borrachera, pues el francmasón respeta en cualquier circunstancia la dignidad del hombre iniciado. En el trabajo, será preciso buscar siempre la perfección sin por ello glorificar al obrero que es sólo el instrumento de Dios. Por ello, todo masón es obligatoriamente un hombre de fe.

Jost Dotzinger y sus hermanos insisten especialmente en un punto: el secreto masónico ha de mantenerse íntegro y ningún albañil tendrá derecho a divulgar ni el más mínimo detalle. La importante reunión de 1459 tenía un objetivo principal: ¿había que abrir la francmasonería al mundo exterior y ofrecer a todos sus riquezas? En su alma y conciencia, los maestros respondieron negativamente. La época no les parecía preparada para semejante transmisión; consideraron que afrontaban los rigores de una edad sombría y que la única solución benéfica consistía en replegarse en sí mismos, a la espera de días mejores. Los acontecimientos sucesivos iban a darles la razón.

En 1495, parte de Inglaterra un inesperado ataque contra la masonería. El rey Enrique VIII detesta las asambleas secretas de los masones que, a su juicio, están en desacuerdo con su modo de gobernar e intentan ponerle trabas. Para quebrar el poder de la Orden, prohíbe el uso de los signos de reconocimiento. Esta decisión, bastante ingenua y prácticamente inaplicable, no tendrá consecuencia alguna.

A finales del siglo XV, la francmasonería tiene más de treinta mil miembros, los más influyentes de los cuales se encuentran en Alemania. Viajan mucho todavía, efectuando verdaderas giras por Europa durante las que identifican los innumerables signos lapidarios grabados en los edificios, signos que forman «la más noble y la más recta organización fundamental de los canteros». Sin duda de esta época data un relato que los masones aprecian mucho: un viandante observaba a tres obreros que trabajaban en una obra. «¿Qué hacéis?», les preguntó. «Me gano la vida», respondió el primero. «Tallo una piedra», respondió el segundo. «Construyo una catedral», respondió el tercero, que era un compañero iniciado.

Detengamos un instante nuestro relato y echemos una mirada a ese siglo XVI, tan desfavorable para la francmasonería. Dos escritores franceses, Montaigne y Rabelais, resumen bastante bien, a nuestro entender, los valores de ese tiempo. Montaigne es un gran burgués, ama por encima de todo su individualismo y no siente especial afecto por las comunidades y las cofradías. Filosofar y meditar son, para el, tareas esenciales; y eso exige aislamiento e independencia. Montaigne detesta a los arquitectos que se hinchan con esas «grandes palabras» como pilastras, arquitrabe, dórico o jónico; es un intelectual y un hombre respetable que no se preocupa en absoluto por la tradición iniciática. Rabelais, en cambio, se apasiona por esta tradición. Muy probablemente estuvo afiliado a la francmasonería y se entregó durante muchos años a la práctica de la astrología y de la alquimia; amigo de Philibert Delorme, maestro de los masones del reino, frecuenta también los círculos herméticos y las escasas organizaciones caballerescas que subsisten aún. Rabelais es un «especulativo», un pensador, pero sabe concretizar su experiencia iniciática con la escritura. Montaigne por un lado, Rabelais por el otro; dos estilos de vida que se ignoran, dos tipos de personajes a quienes los francmasones observan con atención sin percibir perfectamente su razón de ser.

En 1600, la logia masónica más importante es la de Edimburgo. Acepta en sus filas a un «especulativo puro», es decir, a un pensador que no se interesa en absoluto por el trabajo manual. El ejemplo será seguido un poco por todas partes. En 1607, el arquitecto Iñigo Jones es el Gran Maestro de los masones ingleses. Jones no es ya un Maestro de Obras tradicional sino un hombre cultivado y brillante que disfruta los placeres mundanos. Sus preferencias se dirigen al estilo italiano académico, desprovisto de cualquier simbolismo y de cualquier esoterismo. A partir de 1620, podemos afirmar que la antigua masonería es claramente minoritaria con respecto a los intelectuales que proporcionan, ahora, los mayores contingentes de masones; poco a poco, la antigua cofradía se convierte en una «sociedad de pensamiento» que ignora los compañerismos obreros. Con toda naturalidad, las logias masónicas comienzan a interesarse por todas las ideas nuevas y por todas las doctrinas extrañas que atravesarán, de manera subterránea, el siglo XVII.

En 1623, unos curiosos carteles adornan los muros de París. Están firmados por cierta cofradía de rosacruces cuyos miembros hablan todas las lenguas. Que los hombres de buena voluntad se unan a ellos; les harán invisibles y les transportarán al país que elijan. Que los postulantes tengan cuidado, sin embargo; si sus intenciones no son puras, nunca encontrarán el refugio de los Hermanos Rosacruces. Ya en 1614, el movimiento rosacruz era conocido en Alemania, donde había publicado importantes textos esotéricos. La rosa era símbolo del secreto; reunirse «subrosa», bajo la rosa, es celebrar un banquete iniciático donde cada comensal intenta descubrir el misterio de la vida. Los rosetones de nuestras catedrales y la rosa de oro ritual del papa atestiguan la antigüedad de este pensamiento. Curiosamente, se ve en el sello de Martín Lutero una cruz en cuyo centro hay una rosa.

Los misterios rosacruces han hecho correr mucha tinta y nos preguntamos aún sobre sus relaciones exactas con la francmasonería. Ciertamente, los masones celebran su mensaje en el nivel de los altos grados que lleva el nombre de «rosacruz» y algunos pensaron que el enigmático movimiento del siglo XVII era un mito creado, pieza a pieza, por los masones apasionados por el esoterismo. Uno de los más célebres rosacruces, Johann-Valentin Andreae (1586-1654), fue abad de Bebenhausen y mantuvo contacto con los constructores.

El cartel de 1623 daba otras precisiones; los rosacruces no conocen el hambre, ni la sed, ni la vejez. Tienen un Libro Sagrado en el que se revelan todos los secretos de! universo, un libro donde se dice todo. Para conocerles, hay que tener ojos más penetrantes que el águila, que es el único ser que puede mirar la luz sin abrasarse los ojos; el águila figura, por lo demás, en los altos grados masónicos. Los rosacruces fundarán una sociedad nueva tras haber destruido el poder del papa, al que identifican con el Anticristo. Prosiguen la obra de su fundador, Christian Rosenkreutz (es decir, Cristian Rosa-Cruz), el gran viajero que recibió numerosas iniciaciones y murió a la edad de ciento seis años. El emplazamiento de su tumba sólo lo conocen algunos iniciados; este detalle evoca el mito de Maese Hiram cuya sepultura sólo es accesible, igualmente, a los maestros.

Los textos de los rosacruces son de un grandísimo interés; demuestran su extenso conocimiento del simbolismo esotérico y atestiguan, igualmente, un gran dominio de la arquitectura tradicional. Sin afirmar nada de modo definitivo, puede suponerse que miembros de la masonería tradicional intentaron, moldeando el mito rosacruz, llevar a la iniciación a cierto numero de personas por la vía de lo extraño y lo maravilloso, que agrietaba un poco el estrecho racionalismo del siglo XVII.

En 1634, la Logia de Edimburgo admite a tres nobles que, luego, no la frecuentaran demasiado, Es sin embargo una evolución importante; tras haber recibido a no manuales, la masonería comienza a interesarse por las mas altas clases de la sociedad profana.

De 1642 a 1649, Inglaterra es desgarrada por la guerra civil, (católicos, anglicanos y presbiterianos se degüellan mutuamente v las matanzas suceden a las ejecuciones. Bajo el ministerio de Mazarino, Francia no vive días menos sombríos y la Fronda deja el país revuelto v arruinado. En 1645, la Facultad de Teología de París condena las perniciosas asambleas de los Compañeros que siguen desaprobando cualquier régimen político y criticando el comportamiento de la Iglesia. Es el inicio de un verdadero «fuego a discreción» contra los constructores, que durara hasta 165.5. Los Compañerismos se declaran sacrílegos e impíos y la Compañía del Santo Sacramento hace investigaciones para desacreditarlos. La francmasonería no interviene.

En 1645, un tal Elías Ashmole (1617-1692) es iniciado en una logia masónica de Lancashire. Ashmole es astrólogo, alquimista, físico y matemático; de inagotable curiosidad, ocupará el cargo de heraldo de armas en la corte de Carlos II y contribuirá a acentuar las tendencias herméticas de la orden. Un listado de los miembros de una logia de Aberdeen, en 1670, es por otra parte muy significativo: tiene treinta y nueve 'especulativos- y sólo diez «operativos». Los pensadores prevalecen definitivamente sobre los artesanos.

En 1673, Colbert, que desprecia las ciencias paralelas como la astrología y la alquimia, establece una muy severa reglamentación para uniformizar al máximo las múltiples corporaciones. Suprime las franquicias medievales que estaban todavía en vigor y ordena una revisión de los antiguos estatutos. Obsesionado por la idea de una posible conspiración contra el Estado, introduce «soplones» en las logias masónicas y de compañerismo.

En 1688, el rey Jacobo II Estuardo, exiliado en Saint-Germain on-Laye, funda probablemente una logia masónica en aquel lugar, con la bendición de I.uis XIV. Desde I649 miembros de la nobleza, escocesa habían encontrado refugio en Francia, tras la ejecución de Carlos I; con ellos v con algunos fieles soldados, Jacobo II inaugura la primera masonería escocesa en [rancia. Para muchos masones, esta fecha de 1688 es fundamental; los escoceses habrían introducido en Francia los ritos mas antiguos, inspirados en las iniciaciones de los constructores y en la tradición templaría.

Luis XIV nada tenía que temer; podía vigilar muy fácilmente ¡a actividad de los masones y. además, la personalidad de Jacobo II le gustaba. Recibirá, incluso, de su parte, el abrazo fraterno en Saint-Uennam.

En 1697 aparece el Diccionario histórico y critico de Fierre Bayle que da a conocer en toda Europa las razones por las que es necesario no caer en una creencia ciega en Dios. Bayle predica la tolerancia y el análisis discursivo; su tesis podría resumirse así: el hombre que cree sin reflexionar no es un hombre que piensa, es un esclavo de tradiciones antañonas que dañan el progreso de la humanidad. La historia sagrada, a su entender, sólo es una gran mentira destinada a servir al poder de las Iglesias. Inmediatamente, católicos y protestantes critican a Bayle sin el menor miramiento; su libro obtiene, sin embargo, un gran éxito y muchos masones lo estudian con interés. Les procura argumentos contra ese poder eclesiástico que, tras haberles apoyado durante siglos, se ha vuelto contra ellos.

El último Gran Maestro de la antigua masonería, Christopher Wren, debe abandonar su puesto en 1702, a causa de sus opiniones religiosas. Había dirigido la construcción de la catedral de Saint-Paul, la ultima obra masónica tradicional. Esta vez, la antigua masonería exhala su último suspiro. Los artesanos, prácticamente excluidos de la Orden que habían animado desde las primeras edades de la humanidad, entran en los Compañerismos que son condenados y prohibidos por todas las autoridades civiles y religiosas. La escisión entre Francmasonería y Compañerismo se consuma definitivamente; el gran cisma de la tradición iniciática de Occidente separa a los iniciados en •‹pensadores» y «artesanos», abriendo un profundo foso entre hermanos que, hasta entonces, habían permanecido unidos para ennoblecer su civilización. En adelante, nos consagraremos sólo al destino de la francmasonería que, conservando sus símbolos y sus rituales ancestrales, cambia de naturaleza.
SEGUNDA PARTE
LA FRANCMASONERÍA MODERNA
1
EL NACIMIENTO DE LA FRANCMASONERÍA MODERNA (1717 A 1789)
El año 1717, ya lo hemos visto en un capitulo anterior, señala el nacimiento de la francmasonería en Inglaterra. Se constituye un poder masónico centralizador, una «Logia Madre» se da a sí misma la omnipotencia legislativa. Con bastante rapidez, intenta dominar las asambleas masónicas francesas donde se encuentran algunos intelectuales y soldados pertenecientes a regimientos escoceses e irlandeses. los constructores se refugian ahora, en su totalidad, en la Orden del Compañerismo, v de hecho sólo una minoría masónica extranjera reside en Francia.

En Londres, los grandes maestros se suceden rápidamente; en 1718, es George Payne; en 1719, Desaguhers; en 1721, Payne de nuevo; en 1721, el duque de Montaigue. Los diarios británicos hablan de buena gana de la actividad de éste, que lleva a cierto numero de protestantes a la masonería.

En Francia, el duque de Orleáns asume la regencia y gobierna, a trancas y barrancas, un Estado muy debilitado; Montesquieu publica un bestseller, las Cartas persas, donde hace una acerba crítica del poder personal que desemboca, forzosamente, en la intolerancia.

Los inicios de la francmasonería francesa moderna son muy oscuros. La existencia de una logia en Dunkerque, en 1721, es muy discutida; en realidad, probablemente, en 1725 algunos emigrados jacobitas fundan una o varias logias en un albergue de SaintGermain-des-Prés. Esos talleres son de obediencia católica› se colocan bajo la autoridad del duque de Wharton que, tras haber sido Gran Maestro de la Gran Logia de Londres, se convierte así en el primer Gran Maestro de las logias «francesas». En esta fecha, escribe Gustare BERD, «la francmasonería es una secta religiosa que, tras algunos tanteos, se organiza, sobre todo en Europa, hacia 1725, profesa una doctrina humanitaria internacional y se superpone a las demás religiones».

El grado de Maestro aparece también hacia 1725 o, más exactamente, un grado de Maestro «democrático». Durante el período medieval, el título estaba reservado a quien dirigiera una Logia tras haber sido instalado en el sitial del rey Salomón. Era «Maestro» o «Venerable Maestro», y remaba sobre un taller compuesto por compañeros y aprendices. En adelante, la jerarquía comprende los tres grados de aprendiz, compañero y maestro, y el presidente del taller ya es, solo, un maestro entre los demás.

En 1725, el francmasón Ramsay, cuya acción detallaremos más adelante, anima el «club del Entresuelo» instalado en una mansión particular de la plaza Vendóme. El club se ocupa, sobre todo, de política y se entrega a una crítica intelectual de las instituciones francesas. Algo mucho más grave aún milita contra las asociaciones obreras y, especialmente, contra el Compañerismo cuya disolución desea. Un masón tan célebre como Ramsay aprovecha sus relaciones, pues, para poner en peligro una orden iniciática tradicional. Dadas estas prácticas, no puede reprocharse al Compañerismo su animosidad contra la francmasonería del siglo XVIII.

El cardenal André Hercule de Fleury se convierte en el verdadero dueño de Francia en 1726, a la edad de 73 años. Bastante popular al comienzo de su «reinado», desea una paz duradera con Inglaterra e impone una disciplina de hierro en el interior del país. Para él, la vigilancia policial es el más seguro instrumento del equilibrio nacional. El nacimiento de una Gran Logia de Francia, en 1728, pasa casi desapercibido, salvo para la policía del cardenal que vigila, con mucha atención, las actividades masónicas. Fleury no es atraído por el espíritu masónico, bastante difuso, por lo demás, en esa época; considera a los masones tímidos contestatarios a los que hay que impedir que salgan de los limites razonables.

La francmasonería comienza a extenderse por el mundo; en 1727-1728 se crean logias en España, donde topan casi de inmediato con la Inquisición. Inglaterra abre talleres en sus posesiones coloniales y, en 1730, una logia ve la luz en Calcuta. Aquel mismo año, Montesquieu es iniciado en Londres. La prensa da cuenta del acontecimiento y hace mucha publicidad a ese gran señor bastante distante. Pero 1730 es un año difícil para la francmasonería inglesa, que es atacada por varios periódicos; ácidos artículos tratan a los masones de borrachos que sólo piensan en cantar groserías durante pantagruélicos banquetes; la mayoría de ellos son calificados de homosexuales y sus reuniones desafían la moral que predica la corriente metodista de John Wesley.

Samuel Pritchard divulga los secretos masónicos en su obra Masonería dissected y un diario publica el relato de una iniciación: «Cuando llegué a la primera puerta», cuenta el perjuro, «un hombre armado con una espada desnuda me pregunta si voy armado. Respondí que no. Me dejó entonces entrar en un pasaje oscuro. Allí, dos vigilantes me tomaron del brazo y me condujeron de las tinieblas a la luz, pasando entre dos hileras de hermanos que se mantenían silenciosos. En la parte superior de la estancia, el maestro bajó hacia el exterior de las hileras y, tocando en el hombro a un joven hermano, dijo: "¿A quién tenemos aquí?". Y éste respondió: "A un hombre que desea ser admitido como miembro de la sociedad". Después regresó a su lugar y me preguntó si había ido allí totalmente de buen grado o por petición de alguien. Respondí: "Por mí mismo". Me dijo entonces que si quería convertirme en un hermano de su sociedad, debía contraer la Obligación que hacen prestar en tal ocasión». ¿En qué consiste ese juramento? Pritchard revela su contenido:

«;Que habéis venido a hacer aquí?», pregunta el Venerable al postulante.

«No para hacer mi propia voluntad, sino para someter mi pasión y reducirla al silencio, para tomar en mis manos las reglas de la francmasonería y hacer progresos diarios.»

Todo esto es bastante exacto, pero las divulgaciones irritan profundamente a los dirigentes de la Gran Logia de Inglaterra que adoptan, entonces, una decisión de consecuencias bastante graves: cambiar de lugar en la logia cierto número de símbolos e invertir las contraseñas y los signos de reconocimiento del primer y el segundo grado. Esta reacción, inspirada por un deseo de andar con tapujos más que por la necesidad de auténtico secreto, producirá cierta confusión en la ordenación simbólica de la logia masónica. Todavía hoy se advierten en los templos inversiones o errores de disposición que se remontan a esa época culpable de tratar a la ligera el simbolismo.

Charles Radcliffe, conocido también con el nombre de lord Derwentwater, dirige las logias escocesas de Francia a partir de 1731. Algunos historiadores discuten su nombramiento para el puesto; de cualquier modo que sea, ese ferviente católico da cierto impulso a la masonería francesa y ¡a mantiene en la vía de la creencia. Tal vez se crean logias en París, en Valenciennes y en Burdeos, pero faltan pruebas formales de ello. Tenemos la primera certeza en 1732; la logia Saint-Thomas-au-louis-d'argent se instala en la calle de Bussy y su existencia es reconocida por Inglaterra como legal.

Los años 1732-1733 ven nuevas implantaciones de la masonería; se crean logias en América, en Italia y en Rusia donde la Orden tiene de inmediato un inmenso éxito debido al misticismo eslavo que da libre curso a su afición por las reuniones secretas y las prácticas ocultas. Los británicos están satisfechos, pero exigen al conjunto de las logias que rechacen a los israelitas que llamen a la puerta de los templos. Aunque la medida no se aplicara con rigor, da sin embargo testimonio de una grave intolerancia.

Dos personalidades de la masonería inglesa, el pastor Désaguliers y el duque de Richmond, van a París en septiembre de 1734 para favorecer el desarrollo de la rama francesa de la Orden, En el mismo momento, Voltaire publica sus Cartas inglesas donde hace la apología del sistema de gobierno británico oponiéndolo a la despótica sociedad francesa cuyos prejuicios cristianos obstaculizan los progresos de la razón. Tan feliz concurso de circunstancias pone a contribución las importaciones intelectuales, especialmente la francmasonería. En 1735, existen al menos cinco logias en Francia, catalogadas por la Gran Logia de Inglaterra; en el mes de septiembre, el conde de Saint-Florentin es iniciado en la Logia del hotel de Bussy. Notable acontecimiento, puesto que será ministro de 1749 a 1775 y tratará muy de cerca a todos los personajes influyentes del Estado.

Mientras que la Gran Logia de Escocia se funda en 1736, la masonería francesa no es aun muy floreciente. Probablemente hay menos de un centenar de masones y sólo tres o cuatro logias en París. Este pequeño contingente masónico ni siquiera es coherente; los católicos y los protestantes no se entienden demasiado. Algunas logias obedecen a Londres, otras mantienen su independencia. Esta situación, no muy lucida, es agravada por una bula del papa Clemente XII decretando que la francmasonería daña la salvación de las almas. Una artista de la ópera, la Cartón, añade un toque sombrío al cuadro desvelando algunos secretos rituales; amante de varios francmasones, es sin duda una informadora de la policía a la que proporciona datos.

Para dar un impulso más constructivo a la masonería, era precisa una declaración concretando los objetivos de la Orden y la naturaleza de su pensamiento. André Michel de Ramsay logra esta empresa al pronunciar un discurso que se imprime muy pronto; el texto circula a hurtadillas y obtiene una difusión lo bastante amplia para llegar a la nobleza y a los intelectuales.

Ramsay es un escocés nacido en 1686; ha viajado por toda Europa donde ha conseguido ganarse la gracia de varias familias nobles. Miembro de la Academia Real de Inglaterra y doctor en Derecho Civil por Oxtord, tiene dos personalidades muy distintas; por un lado, Ramsay es un discípulo de Fenelon, del que fue albacea testamentario; secretario de madame Guyon, se adherirá a la doctrina del «puro amor» y favorecerá la corriente masónica de obediencia católica contra los pastores protestantes. Por otra parte, Ramsay es un político bastante retorcido que goza de apoyos oficiales; para muchos, desempeña un papel de espía a sueldo de los Estuardo que lo mandaban a las distintas capitales europeas para obtener información de fuentes seguras. Su fe masónica no puede ser puesta en duda; en su discurso a los masones franceses, predica la tolerancia universal y da así una «contraseña» que a continuación será retomada constantemente. Para él, la masonería es de origen caballeresco; rechaza sus ascendentes obreros, puesto que es hostil a los Compañerismos que no aprecian en absoluto al catolicismo. Desearía que el cardenal de Fleury nombrase a los dirigentes de la masonería francesa que, de este modo, quedarían enfeudados a la Iglesia. Ramsay se hacia una gran idea de la Orden; en una carta dirigida al marqués de Caumont, en abril de 1737, escribe: «Tenemos en nuestra sociedad tres clases de cofrades: los novicios o aprendices; los compañeros o profesos, los maestros o adeptos. Nuestros símbolos alegóricos, nuestros mas antiguos jeroglíficos y nuestros sagrados misterios enseñan tres clases de deber a estos distintos grados de nuestros iniciados: a los primeros las virtudes morales y filantrópicas, a los segundos las virtudes heroicas e intelectuales, a los últimos las virtudes sobrehumanas y divinas».

Convirtiendo al francmasón ideal en un ciudadano del mundo y un nuevo caballero del siglo XVIII, Ramsay seduce a gran parte de la nobleza francesa y la prepara para entrar en las logias. Los intelectuales, en cambio, le detestan. Montesquieu le desprecia y Voltaire encuentra «soso» a ese «pedante escocés». Voltaire tiene, por lo demás, bastante mala fe; como los jesuítas aprueban la andadura de Ramsay y se felicitan por su pertenencia al catolicismo militante, el autor del Cándido confunde el oscurantismo cristiano y la masonería caballeresca, haciéndolos a ambos blanco de su crítica. Un poema anónimo titulado La Ramsjyadj, al tiempo que prueba la popularidad de Ramsay muestra que tenía feroces enemigos:

«Proxeneta consolador, se dice de él aludiendo a su amistad con madame Guyon.

En cualquier mano, en toda intriga, verdadero camaleón del tapujo, ese tenebroso iluminado en Edimburgo Quokre desenfrenado, se mostró teísta en Cambray para vender al prelado quietista el honor de su conversión a cargo de la pensión.» Estas burlas populares, con más o menos fundamento, no dificultan la obra de Ramsay, que no intenta reclutar nuevos masones en el pueblo sino entre las más altas clases de la sociedad; indiscutiblemente, su empresa se vio coronada por el éxito y, a su imagen, la masonería francesa se hizo católica y aristocrática.

En la Inglaterra de 1737, la masonería tiene mejor salud. Se autorizan incluso manifestaciones oficiales y, durante la toma de posesión del Gran Maestro Darnley, una procesión masónica muy brillante recorre las calles de Londres.

Por la mañana, los grandes oficiales se dirigen a casa del conde de Darnley; después de almorzar, se organiza el cortejo. En cabeza va el Gran Tejero con su espada flameante; siguen, en la Orden, los principales dignatarios, los Maestros de las Logias, los oficiales de las Logias y todos los demás masones. La masonería inglesa goza de una honorabilidad que va a permitirle obtener una audiencia favorable por parte de la población.

En 1737, los franceses toman en sus manos la masonería nacional. Los anglosajones, que le habían dado su primer impulso, son ahora minoría. El duque de Aumont, en el mes de abril, celebra su título de Maestro de las Logias con una cena mundana a la que invita sólo a los hermanos que forman parte de la nobleza. Los otros quedan al margen.

París descubre por fin la existencia de la Orden. Un poco por todas partes se habla de tenebrosos secretos, de temibles juramentos, de una antiquísima tradición; la moda ha llegado de la tolerante Inglaterra y los nobles se adhieren cada vez de mejor gana a la cofradía. Este descubrimiento no provoca una admiración unánime; un abogado del Parlamento de París, Barbier, escribe estas desaprobadoras líneas: «Nuestros señores de la corte han inventado recientemente una orden llamada de los Frimasones, siguiendo el ejemplo de Inglaterra donde había distintas órdenes de particulares; y no tardamos en imitar las impertinencias extranjeras…

Como semejantes asambleas tan secretas son peligrosas en un Estado, estando compuestas por señores, sobre todo en las circunstancias del cambio que acaba de producirse en el ministerio, el cardenal de Fleury ha creído un deber ahogar en su nacimiento esta orden de caballería, y ha prohibido a todos esos caballeros que se reunieran y celebraran semejantes capítulos». Efectivamente, la policía prohíbe las reuniones masónicas pero la advertencia no es escuchada y no pasa de ser teórica. El viejo cardenal está descontento; tras haberlo madurado, decide actuar de modo preventivo. El 10 de septiembre de 1737, el comisario del rey, Delespinay, se pone a la cabeza de los soldados de centinela y acude, hacia las diez y media de la noche, a la tienda del mercader de vinos Chapelot, en la Rappée. Sabe que en aquel lugar se celebra una reunión masónica. Nadie, por lo demás, piensa en negarlo puesto que numerosas carrozas están estacionadas a la puerta de la tienda. Delespinay supera fácilmente la barrera de los lacayos y entra en el templo provisional. Apoyándose en su derecho, anuncia que la reunión está prohibida a varios grandes señores con atavío masónico; éstos no se sienten en absoluto conmovidos y el comisario, a quien el terreno le parece ardiente, prefiere retirarse sin exigir nada mas.



Solo el infeliz Chapelot es objeto de sanciones; tendrá que pagar mil libras de multa y su taberna queda cerrada durante seis meses. Sus hermanos no le abandonan en esta prueba; le prestan dinero v se encargan, en parte, de su subsistencia durante la interrupción del trabajo. La intervención policíaca ha fracasado; los nobles que pertenecen a la masonería son demasiado conocidos para estar realmente inquietos. Ciertamente, corren algunos rumores injuriosos sobre la nueva secta; se acusa una vez más a los masones de pederastía y de diversas desviaciones sexuales, pero todo aquello no supera el estadio del chisme. Además, los francmasones se muestran públicamente en la corte de Luneville, en el ducado de Lorena.

Comienza una evolución irresistible. El 24 de junio de 1738, el Gran Maestro ingles Richmond nombra al duque de Antin Gran Maestro de la francmasonería francesa. El acontecimiento es considerable; por primera vez, la Orden está dirigida por un miembro de la alta nobleza que ocupa funciones oficiales, puesto que el duque de Antin, nacido en 1707, es gobernador del Orleanesado. A causa de una carrera militar bastante buena, goza de cierto prestigio en la corte aunque su lío con la célebre actriz Le Duc de un poco que hablar. De hecho, se trata de un pequeño golpe de Estado pues Richmond, que será asesinado poco tiempo después por un marido celoso, no está en absoluto facultado por la Gran Logia de Londres. Actúa por convicción personal y por amistad hacia el duque de Antin; los ingleses están muy descontentos por no haber sido consultados para hacer aquel nombramiento que independiza definitivamente la masonería francesa; pero se ven obligados a doblegarse ante el hecho consumado.

Se promulgan nuevas Constituciones. El artículo 1 da su tono: «Nadie será recibido en la Orden si no ha prometido y jurado un afecto inviolable a la religión, al rey y las costumbres». El duque de Antin quiere una masonería creyente y moral, respetuosa del orden establecido y de las conveniencias sociales. Vela por la mejoría de los decorados masónicos, por la elegancia de los trajes y la limpieza de los lugares de reunión. Se abandonan las tabernas de los tiempos heroicos y se cambian por confortables salones donde abundan los tapices y el encaje.

Cuando Federico II de Prusia es iniciado, en 1738, contempla de otro modo el destino de la masonería. Apasionado por las ciencias esotéricas en su juventud, estima que la Orden no tiene como misión organizar fiestas de caridad sino, más bien, preservar los secretos iniciáticos. Mas tarde, Federico se peleará con algunos Venerables y se mostrará más bien hostil a la organización que tanto había amado antaño; sus ideas iniciales, sin embargo, darán frutos en Alemania donde el carácter esotérico de la masonería se desarrollará mucho mas que en Francia durante el siglo XVIII.

Abril de 1738 reserva a los masones una sorpresa desagradable; por medio de una bula, el papa Clemente XII, de 85 años de edad, excomulga a los francmasones porque son herejes y admiten en su seno a personas de cualquier religión. El texto se glosó mucho y los católicos francmasones estimaron que no se trataba de herejía propiamente dicha sino, más bien, de cierta «molestia» de la Iglesia producida por el secreto masónico que parecía incompatible con los dogmas de la religión revelada. Puesto que Clemente XII añade que condena a la masonería «por otras causas justas y razonables que nos son conocidas», muchos historiadores han procurado descubrirlas. Alec Mellor, por ejemplo, que desea hoy el acercamiento de la masonería y la Iglesia, imaginó una ingeniosa explicación que elimina cualquier conflicto religioso en el origen de la bula. A su entender, es el caballero de san Jorge, pretendiente Estuardo al trono de Inglaterra, quien habría pedido al papa una condena oficial de la masonería, que molestaba su proyecto de regresar a su país. Habría prometido al papa restaurar el catolic" DIV un la a que por tienen en de los es pero se las siglo del está el una y no arte relieve.En 1751, el papa Benito XV condena la masonería retomando los viejos estribillos: secreto inadmisible, juramento inconfesable, etc. Los ingleses están divididos en masones «modernos» y masones «antiguos», dirigidos éstos por un pintor de paredes irlandés, Laurence Dermott. Las injurias brotan de ambos lados sin llamar la atención del gran público.

Las pequeñas querellas masónicas se difuminan ante la gran batalla de la Enciclopedia, que comienza en 1752 con la aparición del primer tomo. Jesuitas y jansenistas se ponen de acuerdo para protestar contra la empresa, precisamente cuando el consejo de Estado prohíbe la venta de la obra. A la hermosa madame de Pompadour, tan influyente, no le gustan mucho los jesuitas ni la virtud moraliza-dora; para contrarrestar el movimiento hostil a la Enciclopedia, la favorece con discreción y eficacia.

El siglo XVIII descubre la razón, la ciencia, los inventos técnicos; ciertamente, esa corriente intelectual existía antes, pero encuentra en la Enciclopedia un prodigioso instrumento de difusión. Diderot no es ateo; rechaza la visión católica del mundo porque le parece demasiado estrecha y porque ahoga las facultades razonadoras del ser humano. Socialista antes de tiempo, escribe esta sorprendente frase en el discurso preliminar: «Los nombres de los artesanos, los verdaderos bienhechores de la humanidad, son ignorados casi todos mientras que los de los destructores, es decir, los conquistadores, no son ignorados por nadie. Sin embargo, tal vez sea entre los artesanos donde haya que buscar las pruebas mas admirables de la sagacidad del espíritu, de su paciencia y de sus recursos». Diderot no era masón, y la masonería de su época no se componía ya de los artesanos por los que tanto interés sentía el escritor. Curiosa paradoja, en verdad: un no masón expresa una opinión bastante acertada sobre la verdadera naturaleza de una francmasonería que no es ya lo que debiera ser.

Curiosamente, un texto publicado en Londres, en 1753, da otra definición muy interesante de la francmasonería, mas profunda que la de Diderot; se trata de un escrito atribuido a Enrique VI que, al parecer, copió Johann Leylande. A la pregunta: «¿Cuál es el misterio de la masonería?», se responde: «Es el conocimiento de la naturaleza, el discernimiento del poder que encierra y de sus múltiples obras, en particular el conocimiento de los números, de los pesos, de las medidas y del buen modo de modelar todas las cosas para uso del hombre, sobre todo las habitaciones y los edificios de todo género, así como todas las demás cosas que contribuyen al bien del hombre». Aunque algunas minorías masónicas defienden los valores ancestrales de la Orden, la masonería francesa vive senas dificultades internas. El banquero Baur, detestado por todos, deja como sustituto del Gran Maestro al maestro de baile Lacorne, que apoyará al partido de los pequeños burgueses contra los aristócratas. Salen a la luz fuertes odios y mantienen un clima en el que el grado fraterno es bastante bajo.

En 1756, el barón de Hund funda la Estricta Observancia destinada, en un primer tiempo, a resucitar la orden del Temple. Algunos masones se interesan por ella, especialmente Willermoz. La empresa tendrá un gran éxito en Alemania, pues Hund llena el nuevo ritual de alusiones simbólicas que encantan al romanticismo germánico. Además, aparece un mito: el de los «superiores desconocidos» que dirigirían la masonería y la mantendrían en el buen camino sin ver nunca a los iniciados de los grados más bajos. Para algunos, los superiores desconocidos no eran hombres sino entidades que vivían en lo astral, desde donde emitían influencias ocultas. La Estricta Observancia contribuyó a la expansión de un rito masónico particular, el Rito Escocés rectificado, que es, a la vez, de inspiración cristiana y templaría. En el plano simbólico, compromete a los iniciados a participar en la construcción de los templos sucesivos que se reabsorben en la Jerusalén celestial que no construye la mano del hombre.

El ocultismo masónico está de moda en aquel año de 1758, cuando el enigmático conde de Saint-Germain escribe a la corte que ha descubierto el medio de fabricar oro. Se muestra muy persuasivo puesto que la Pompadour lo autoriza a instalarse en Chambord e incluso, en Versalles; sin duda habló con Luis XV, que le confió una misión de agente secreto en varios países extranjeros. Choiseul detesta a Saint-Germain e intenta lograr que le detengan; avisado a tiempo, huye a Inglaterra. Naturalmente, para la opinión pública las protecciones de las que goza sólo pueden ser masónicas. Saint-Germain no es más que uno de esos inaprensibles personajes que contribuyen a hacer misteriosa una Orden que permanece, sin embargo, muy fiel a la Iglesia v se preocupa por la buena reputación de sus miembros.

En 1761 se produce un curiosísimo acontecimiento cuyas consecuencias serán considerables. Un masón llamado Stephen Morin recibe una «patente» que le da autorización para fundar logias en América y propagar allí los altos grados. Todo está envuelto en el misterio; en primer lugar, el personaje, ese Morin nacido en Nueva York, en una familia protestante que fue luego a La Rochelle. Parece tener naturalmente vocación de embajador y lleva a cabo su tarea a la perfección. la famosa «patente» fue establecida por la Gran y Soberana Logia de San Juan de Jerusalén que pone de relieve la antigua filiación de la Orden, los rimbombantes títulos que concede y el ideal fraterno que mantiene, todo ello extremadamente seductor para la joven nación americana que admira mucho el pasado europeo. Es muy difícil discernir lo que pertenece a la leyenda en este asunto, que es, sin embargo, la expresión de una nueva realidad masónica: la profusión de los altos grados, agrupados en un sistema de veinticinco grados, el Rito de Perfección, de donde nacerá el Rito Escocés Antiguo y Aceptado. Este ocupara, en adelante, una posición muy fuerte y muy original en el seno de la masonería mundial.

Voltaire, en 1764, dirige sus ataques contra la Iglesia y contra la francmasonería que no le parecen fundamentalmente distintas. «Que todos los eclesiásticos», escribe, «estén sometidos, en todo caso, al gobierno, porque son súbditos del Estado». No admite ya la autonomía del mundo religioso que, a su entender, se mezcla demasiado en política. No creamos, sin embargo, que atribuye a la masonería la posibilidad de llevar a cabo semejante revolución; en su Diccionario filosófico, trata con desprecio a los «pobres francmasones», amables bromistas que no pueden proponer filosofía seria alguna. «Todo lo que veo arroja las semillas de una revolución que llegará sin falta», profetiza el escritor en una carta al marques de Chauvelin. No sabe todavía que algunos extremistas opuestos al régimen monárquico francés son admitidos en las logias.

En su conjunto, la masonería se preocupa muy poco por las ideas revolucionarias que están germinando, tan evidente es su anarquía administrativa. El maestro de baile Lacorne, sustituto del conde de Clermont, es cada vez mas detestado; los aristócratas, que desean su perdición, le tratan de «vendedor de zis-zas». Irritado, Clermont le sustituye por un noble, Chaillon de Joinville, contra el que se levantan de inmediato los pequeños burgueses, partidarios de Lacorne. En 176 5, la mayoría de los «lacornistas» son expulsados de los puestos de responsabilidad que ocupaban. No se reconocen vencidos por ello v entre las dos facciones «fraternas» el tono \a su hiendo.

En diciembre de 1766, durante la fiesta de la Orden, los hermanos enemigos llegan a las manos \ libran una autentica batalla campal. Clermont, enfermo de gota, no asiste a esa profanación del Templo. Los «lacornistas» son los grandes vencidos de aquel duro intercambio de puntos de vista; todos los Venerables que reivindican esa tendencia son destituidos. Para vengarse, denuncian a vanos aristócratas a la policía. El partido adversario actúa del mismo modo. Harta de esos conflictos que le parecen bastante embrollados, la policía prohíbe las reuniones masónicas en París y obliga a la Gran Logia a cesar la mayor parte de sus actividades durante cuatro años. Probablemente el propio conde de Clermont pidió esta intervención, para que «su» Orden recuperara algo de calma y de dignidad.

Encontramos de nuevo el rastro de la masonería en 1770, en la región de Lunéville, donde se desarrolla un proceso sintomático. Los acusados son el obispo de Toul y el cura de Lunéville, que se negaban a celebrar una misa por el descanso del alma de un masón. De inmediato, la Orden había llevado el asunto ante los tribunales, que le dieron la razón; la misa se celebra.

El duque de Clermont muere el 16 de junio de 1771, cuando las reuniones de la Gran Logia siguen prohibidas. El balance administrativo es catastrófico, el ideal de la masonería francesa es de los más difusos, pululan los ritos anárquicos, los hermanos componen pequeños cenáculos que se encierran en disputas estériles. Aparentemente, la masonería está en un callejón sin salida. Lacorne y sus amigos consiguen entonces dar un golpe magistral; se ganan la confianza de un gran señor, barón del remo, AnneCharles-Sigis-mond, duque de Montmorencv-Luxembourg. Muy interesado por la masonería, está dispuesto a sacarla del pozo. Primo del rey, conoce perfectamente a los miembros más influyentes de la corte; para resucitar la masonería, es preciso elegir a un personaje de primer plano, a un hombre lo bastante conocido para que proteja a la Orden bajo su ala y le confiera nuevos títulos de nobleza tras tantos años de anarquía. Este hombre no es otro que Felipe, duque de Orleáns y duque de Chartres, de sangre principesca, que se con-vierte en Gran Maestro a los veinticuatro años. Nacido en 1747, supo casarse en 1769 con una rica heredera cuya fortuna le permitió satisfacer su pronunciada afición a los placeres mundanos. Su forma de libertinaje es bastante grosera v le hace odioso a muchas damas de la corte. Alentado por su celebre secretario, Choderlos de Lacios, manifiesta su afición a todo lo que procede de Inglaterra y su asco por el gobierno francés. Felipe, en efecto, está devorado por la ambición política; le parece que la mejor vía para llegar a sus fines es una matizada oposición al régimen vigente; por otra parte, eso le vale la estima del pueblo. En 1770, por ejemplo, había adoptado al partido del Parlamento contra Luis XV, obteniendo así una buena popularidad de la que estaba muy orgulloso. Por consejo de Choderlos de Lacios, mantiene un equipo de panfletarios y agitadores de tres al cuarto, a los que paga para mantener un leve clima de revuelta que, a su entender, le será útil algún día.

El duque de Montmorencv-Luxembourg tiene pocos puntos comunes con el nuevo Gran Maestro. Muy cultivado y bastante apegado a sus privilegios de gran señor, el duque es un adepto a una moral bastante rigurosa contra el libertinaje de la corte. Nombrado administrador general de la Orden, es su verdadero dirigente y da pruebas, desde el comienzo, de un gran talento de administrador. De hecho, esta doble dirección de la renaciente masonería lleva, en su interior, una grave contradicción; el duque de Chartres tiene la intención de utilizar la Orden para criticar el poder y obtenerlo por su propia cuenta, mientras que Montmorencv-Luxembourg quiere convertirla en un fiel apoyo de la monarquía.

La euforia de los primeros momentos deja en las sombras esas disensiones de origen. Luxembourg trabaja sin interrupción en la reorganización administrativa de la Orden; reúne numerosos comités restringidos, habla con los principales dignatarios y pone rápidamente a punto un provecto definitivo. En diciembre de 1772, la Gran Logia de Francia es disuelta. La reemplaza oficialmente, el 26 de junio de 1775, el Gran Oriente de Francia. En adelante será el único poder legislativo francés y la única instancia superior que agrupe todos los talleres.

Ese golpe de Estado autoritario descontenta a algunas de las logias no consultadas por el administrador general; varios Venerables, cuyo privilegio inamovible es puesto en cuestión, se niegan a doblegarse a las nuevas directrices v permanecen unidos en la Gran Logia de Francia. Pero Montmorency-Luxembourg es demasiado poderoso; con la ayuda de la policía, ejerce una discreta presión sobre los masones disidentes y les obliga, en su mayoría, a integrarse en el Gran Oriente. La oposición se disgrega muy pronto, tanto mas cuanto que los dignatarios del Gran Oriente son lo bastante hábiles como para «recuperar» la casi totalidad de los archivos que poseían los escasos oponentes que reivindicaban aún la antigua Gran Logia.

Todo está ya preparado para asegurar el éxito del Gran Oriente; se nombran «grandes oficiales», los cuadros administrativos (especialmente los tesoreros) entran en funciones, un «gran colegio de los ritos» recibe la misión de ocuparse de los grados superiores al de Maestro, para lograr que cese la proliferación de «altos grados». Digamos de paso que el Gran Oriente prohíbe la entrada a sus templos a los artesanos y a los criados, permaneciendo fiel a la línea de conducta de la masonería moderna, hostil a los Compañerismos.

Las protestas contra la creación del Gran Oriente no cesan por completo. Algunos masones son encarcelados, por demasiado refractarios, durante algunos meses. Las logias escocesas se mantienen prudentemente al margen, esperando la continuación de los acontecimientos. En el futuro, el Gran Oriente iniciará con ellas numerosas negociaciones sin conseguir absorberlas. Recordemos que esas logias no están compuestas por escoceses, pero practican un sistema simbólico de tres grados que se prolonga en una serie de «altos grados›, progresivamente organizado durante el siglo XVIII; el conjunto de las logias que lo respeta representa el «escocismo», corriente de pensamiento masónico que reivindica, ante todo, una especificidad que ni el Gran Onente ni los distintos poderes políticos conseguirán destruir.

En 1773, el filosofo Joseph de Maistre es iniciado en Chamberv, en la logia «los tres morteros» cuya actividad intelectual le parece muy pronto insuficiente. Encariñado con los símbolos de la masonería, intentara hacerla entrar en un «cristianismo trascendental» que estaría, a la vez, mas allá del catolicismo temporal y de la masonería elemental. Joseph de Maistre se apoyara, esencialmente, en los «altos grados» del Rito Escocés Rectificado, cuya vinculación a la orden de los templarios hemos mencionado ya. Los masones contemporáneos que practican este rito reivindican aun esa forma de cristianismo iniciático que no es una de las menores originalidades de la Orden.

Una divertida anécdota de aquel mismo año sitúa bien las relaciones de la Iglesia y la masonería. En Lourdes, el notario Gambotte v el abate Dorleac entablan una violenta disputa. Mejor pugilista, el abate da una soberana paliza a su adversario que presenta denuncia. El abate no vacila en proclamar públicamente su pertenencia a la francmasonería v la denuncia se diluye en los meandros de la administración judicial. Mas serio es el ataque de los masones de Boston contra los bajeles británicos; es un verdadero preludio a la guerra, v el masón Washington encuentra de inmediato atentos oídos en la masonería francesa que ha contribuido mucho a la implanta cion de la Orden en America.

El Gran Oriente ocupa su primer gran local en 1774, en el actual Nº 82 de la calle Bonaparte; lugar en el que antes se encontraba, el noviciado de los jesuítas. los dirigentes del Gran Oriente están bastante satisfechos; sus efectivos crecen mientras que los de la Gran Logia, refractaria todavía a la unión, disminuyen. Además, las logias militares viven un cierto desarrollo. Compuestas, por lo general, de nobles provistos de grados importantes, se desplazan con los regimientos y contribuyen a difundir en provincias el espíritu masónico.

Las relaciones entre Iglesia y masonería se hacen tensas. El cura de Sables-d'Olonne se niega a decir la misa en la fundación de una logia de masones que son, sin embargo, buenos cristianos. El recurso al obispo y, luego, a las autoridades parisinas, topa con una negativa. En 1775, el duque de Chartres no consigue, al parecer, obtener una misa mayor en honor de la Orden. Sin duda a causa de su personalidad libertina y revoltosa, el clero comienza a desconfiar de la masonería. Sólo la masonería de la corte de Luneville preserva su reputación; tras una negativa del obispo de Toul referente a la celebración de un servicio fúnebre para los masones difuntos, el tribunal, tras la demanda de los dignatarios masónicos, reprende al eclesiástico.

En 1775, la masonería cuenta por lo menos con treinta mil hermanos en Francia. El éxito del Gran Oriente es innegable, pero lo amenaza un grave peligro; aquel año aparece la secta de los Iluminados de Baviera, fundada por Weishaupt, hombre de temperamento violento y colérico. Aquel profesor de derecho canónico deseaba sembrar la tormenta en Europa, aboliendo las leyes en vigor a las que consideraba inicuas y militando por la igualdad y la libertad. En Wilhelmsbad, choca con el inmovilismo de los masones, a quienes querría ganar para su doctrina. Furioso y decepcionado, pide a sus adeptos que penetren por la fuerza en las logias y las utilicen para preparar una gran revolución. Weishaupt fracasará, pero algunos iluminados, convertidos en francmasones dada la debilidad de los criterios de reclutamiento, harán declaraciones extremistas en nombre de una Orden que les desmiente. Varios historiadores confundirán, luego, la masonería con la secta de los Iluminados, atribuyendo a la primera intenciones que nunca tuvo.

En 1778, las trescientas diez logias del Gran Oriente siguen negando la entrada en el templo a los obreros, porque no son «hombres libres», Esta rigidez doctrinaria explica, en parte, las persecuciones que la masonería sufrirá muy pronto, durante la Revolución; ¿como podían los «operativos» admitir una institución que les trataba como esclavos y les negaba el acceso a las doctrinas humanitarias que profesaban? La escisión entre Compañerismo y masonería no es ajena a los grandes conflictos sociales que se anuncian.

El 8 de abril de 1778, todas las miradas se vuelven hacia la logia «Las nueve hermanas», dirigida por el astrónomo Jéróme Lalande. Tiene el inmenso privilegio de recibir a Voltaire como aprendiz francmasón, durante una ceremonia muy mundana, en presencia de Benjamín Franklin.

Todo el cuerpo masónico se llena de un íntimo orgullo, poco justificado no obstante: Voltaire es un anciano al que se le ahorran las leves pruebas físicas. Morirá el 30 de mayo siguiente, tras haber criticado a la masonería durante la mayor parte de su vida. Su padrino en la Logia, el abate Cordier de Saint-Firmin, intenta que se olviden esos penosos recuerdos gracias a un brillante discurso: «Querido hermano», le dice a Voltaire, «erais francmasón antes incluso de recibir ese carácter, y habéis cumplido los deberes antes de haber contraído, en nuestras manos, la obligación». De hecho, la iniciación de Voltaire procura a la masonería mas problemas que beneficios. El escritor, en efecto, muere fuera de la Iglesia; la logia «Las nueve hermanas», enojada por la intransigencia eclesiástica, reúne una manifestación pública para celebrar la memoria del ilustre hermano. Diderot, Condorcet v D'Alembert se niegan a acudir; la corte no aprecia aquel acto de independencia y las instancias superiores del Gran Oriente menos aún. Reprochan al Venerable Lalande sus insensatas decisiones que turban el orden público y prohíben a los miembros de «Las nueve hermanas» que tomen en el futuro iniciativas semejantes. Benjamín Franklin sustituye a Lalande el año siguiente v acalla las pasiones del taller; necesitan en exceso el apoyo global de la masonería como para salír de la ortodoxia.

Ese mismo año 1778 es también el año glorioso del francmasón y magnetizador Antoine Mesmer, que abre en París un consultorio frecuentado por la mejor sociedad. Considerado un charlatán por sus colegas v por muchos historiadores, Mesmer tal vez no fuera el ridículo personaje que se ha descrito a menudo. Sus ideas estaban a veces bastante cerca de la genial medicina homeopática, v fue uno de los primeros sabios contemporáneos que relacionó la situación del cosmos con el inicio de las enfermedades. Fundó la logia llamada «Sociedad de la armonía universal» e intento prolongar las investigaciones de los médicos de la antigüedad que tenían una concepción sintética del cuerpo humano. Por muy oscuras razones, Mesmer se peleó con los masones que habían favorecido ampliamente su éxito convirtiéndole en un hombre publico; se vio entonces obligado a abandonar París y murió en el olvido.

Franklin, por su parte, hace una gran propaganda en las logias de la causa americana. Es alentado en todas partes y obtiene armas y dinero. Los masones se entusiasman ante esa noble lucha en la que se distingue el hermano La Fayette. Esta generosidad de intenciones no es, por desgracia, completa, puesto que circulares del Gran Oriente, fechadas en 1779, ordenan a las logias que restrinjan la admisión del pueblo llano con el pretexto de que no tiene bastante dinero para practicar la beneficencia.

La aventura francesa de Cagliostro, a partir de 1780, perjudica a la masonería. Aquel hombre muy pagado de sí mismo y con alma de intrigante funda logias y distribuye falsas estatuillas egipcias a pseudo-grandes iniciados que se dejan atrapar por su cháchara. Cuando estalle el asunto del «collar de la reina», será detenido junto a su protector, el cardenal de Rohan, y se sospechará que los masones están metidos, a través de él, en sórdidos manejos.

La corte de Luis XVI no es hostil a la Orden. El rey nunca fue, probablemente, masón a pesar de numerosas afirmaciones sobre el tema; dejó que la Orden se desarrollara sin trabas. Una carta de Maria Antonieta (cuya autenticidad se discute) expresa muy bien el sentimiento general de la época: «Creo», escribe a su hermana Maria Cristina, «que os impresiona demasiado la francmasonería por lo que a Francia se refiere; está muy lejos de tener aquí la importancia que puede tener en otras partes de Europa, por la simple razón de que todo el mundo pertenece a ella; se sabe asi todo lo que ocurre; ¿donde esta, pues, el peligro? Habría motivos para alarmarse si fuera una sociedad secreta de política; el arte del gobierno estriba, por el contrario, en dejar que se extienda, y ya no es más de lo que en realidad es, una sociedad de beneficencia y placer. Se come allí mucho, y se habla, y se canta…». Sea cual sea el grado de autenticidad del escrito, da perfecta cuenta del estado de la masonería francesa ocho años antes de la Revolución.

Leamos por ejemplo el artículo I de un reglamento masónico para uso de las logias, que data de 1782: «Tu primer homenaje pertenece a la divinidad. Adora al ser lleno de majestad que creó el universo con un acto de su voluntad, que lo conserva por un efecto de su acción continua, que llena tu corazón, pero al que tu limitado espíritu no puede concebir, ni definir». A esta frase de rigurosa inspiración católica se añade el artículo VII, que contiene un dato interesante: «Consagrándote al bien de los demás, no olvides tu propia perfección y no desdeñes satisfacer tu alma inmortal. El conocimiento de uno mismo es el gran pivote de los preceptos masónicos».

He aquí, precisado, el punto que se nos escapa: en esta Orden de gala en el que se muestran tantos nobles y tantas personas respetables, ¿cuántos masones se preocupan aún por la iniciación tradicional que era la base de las antiguas cofradías? Ninguna estadística nos responderá nunca, pero los distintos hechos apuntados parecen probar que la tendencia iniciática era débil y poco influyente.

En 1783, los grandes aristócratas como los Polignac o los Rohan dan tono a la masonería francesa. Aceptan codearse con los ricos burgueses y los grandes comerciantes porque éstos detentan el verdadero poder económico, pero se niegan obstinadamente a sentarse junto a los campesinos o los artesanos. Los eclesiásticos francmasones son bastante numerosos; a menudo se cita el ejemplo de la logia «La virtud», instalada en Clairvaux y compuesta, casi por completo, de religiosos. Hasta el comienzo de la Revolución, esos masones celebraban sus sesiones en el propio interior del monasterio.

El 14 de diciembre de 1784, Wolfgang Amadeus Mozart es iniciado en la logia de Viena «La beneficencia». Si la iniciación de Voltaire fue una chanza postrera, la de Mozart es signo de un compromiso espiritual profundo cuyas huellas son fácilmente visibles en la obra del gran compositor. Sin hablar de los conciertos, las sonatas y las sinfonías en las que ese hombre, muy joven aún, manifiesta una excepcional profundidad de pensamiento, se advierte la influencia del simbolismo masónico en las Cantatas masónicas y en los cantos destinados a las logias; estas obras, poco conocidas, son admirables y alcanzan un nivel comparable a la gran ópera masónica La flauta mágica, inspirada, en gran parte, por Von Born, uno de los Venerables más eruditos de su época.

La masonería francesa parece bastante alejada de las preocupaciones esotéricas de la rama alemana de la Orden. Una canción masónica de 1787, con la melodía de Que j´estime mon cher voisin, revela todo un estado de ánimo:

En este dulce y encantador festín donde reina la inocencia, cada masón, con la copa en la mano, bendice la inteligencia.

Nadie piensa en negar el gran éxito masónico de los años 1788-1789, la creación de la Constitución americana. El masón Georges Washington, iniciado en 1752, se convierte en presidente de los Estados Unidos de América el 30 de abril de 1789 y nunca olvidará su deuda con los hermanos franceses. Éstos no viven un período eufórico, muy al contrario, tras la declaración de Mirabeau, que desea, sencillamente, exterminar la francmasonería a la que considera una sociedad «mala». Para el, no es más que una hipócrita emanación de los jesuítas.

En vísperas de la Revolución, el número de masones tal vez sea de cincuenta mil. Ciertamente, predican la fraternidad, y el aristócrata trata de «hermano mío» al gran burgués; pero ese carácter «democrático» es muy restringido y en nada favorece un cambio social. Este hay que buscarlo en los muy numerosos clubes políticos que se crean a un ritmo acelerado, en las «academias» y las «sociedades literarias» que son, de hecho, grupúsculos revolucionarios muy activos que preparan la muerte del Antiguo Régimen.
2
DE LA REVOLUCIÓN DE 1789 A LA DE 1848
Tras la toma de la Bastilla, el 17 de julio de 1789, Luis XVI va al ayuntamiento. Cuando llega al pie de la gran escalinata, los oficiales de la guardia nacional, que son casi todos francmasones, desenvainan su espada. Luis XVI reacciona retrocediendo, teme ser asesinado. De hecho, los oficiales forman una bóveda de acero con sus armas y el marqués de Nesles le dice al rey: «Sire, no temáis nada.» Luis XVI pasa bajo aquella bóveda, símbolo reservado a los más altos dignatarios masónicos, y entra en el Ayuntamiento.

Un noble, el señor de Saint-Janvier, es interrogado por un revolucionario. «¿Cómo te llamas?», le pregunta. «De…» «Ya no hay De.» «Saint (santo)…» «Ya no hay santos.» «Janvier (enero)…» «Ya no hay Enero.» Y el revolucionario escribe en los papeles oficiales: «Ciudadano Nivoso».

Estas dos anécdotas, alejadas en el tiempo, revelan el profundo malestar que sintió el cuerpo masónico durante toda la Revolución. Los nobles que dirigen la masonería se ven superados por los acontecimientos, los monárquicos sinceros no aceptan la decadencia de la monarquía. En 1789 se produce una violenta ruptura entre el Gran Maestro, el duque de Orleáns y el administrador general, Montmorency-Luxembourg. El primero espera recoger, por fin, el resultado de sus intrigas aprovechándose de la inevitable caída del rey; el segundo, por el contrario, jura a Luis XVI que la nobleza le será fiel y le entregará su vida si el soberano lo exige. Luis XVI no comprende o finge no comprender; deliberadamente, rechaza el apoyo de la masonería aristocrática. Los masones se dividen en dos partidos y la fraternidad no es ya más que una palabra vana; los nobles esperan conservar sus privilegios, los burgueses obedecen a Orleáns, cuya popularidad va creciendo.

El Gran Oriente, que no tiene línea política definida alguna, recuerda a sus miembros que las discusiones de orden político están prohibidas en las logias y que es preferible no mantener ningún contacto con los clubes revolucionarios. Orleáns no desea un cambio social profundo sino, simplemente, su propio ascenso al poder.

Cuando la tormenta revolucionaria estalla, la mayoría de las logias se ven obligadas a cesar en sus trabajos. Los agitadores profesionales transforman algunas de ellas en clubes políticos en los que participan los hermanos partidarios de la nueva doctrina. El Gran Oriente, cuyo déficit financiero es considerable, es incapaz de hacer frente a una situación tan extrema y se menciona esta desengañada declaración de un hermano: «La mayor parte de nuestros miembros sólo eran masones por darse tono».

En 1791, el duque de Luxembourg se une al ejército de los príncipes y trabaja, tanto como puede, en la contra revolución. Nunca podrá regresar a su país y morirá en Portugal, en 1805. Por aquel entonces, la casi totalidad de los países de Europa se muestra decididamente hostil a la francmasonería, que es más o menos acusada de haber favorecido la caída de la monarquía y del orden establecido. Federico II de Prusia, ferviente masón en su juventud, hace vigilar las logias por una implacable policía; Catalina II de Rusia las hace cerrar e incluso Inglaterra arrebata parte de su confianza a los respetables masones de su territorio. Portugal, imitando a España, pone en marcha una temible Inquisición que obliga a los hermanos a expatriarse. Algunos masones perseguidos se convierten en perseguidores, como le Chapeher, que hace votar, el 14 de junio de 1791, una ley que prohíbe las corporaciones y el compañerismo, heredero de la antigua masonería.

La batalla de Valmy (20 de septiembre de 1792) devuelve al ejercito trances la plena confianza en sus medios. De hecho, prácticamente no ha habido combate v los regimientos prusianos se han doblegado sin entablar una lucha encarnizada, El masón Goethe exclama: «¡De este día data una nueva era para la historia del mundo!». Ciertamente, Danton y Dumouriez son masones; ciertamente, el duque de Brunswick, comandante en jefe de los austriacos, está rodeado de masones v, sin duda, también el lo es. ¿Hay que concluir por ello que los hermanos decidieron de común acuerdo no librar batalla tras una intervención del masón Choderlos de Lacios, presente en el campo de operaciones?

Aunque haya parte de verdad en esta hipótesis, no por ello los revolucionarios sentirán el más leve agradecimiento por la masonería. Durante el Terror, numerosos hermanos son guillotinados; cruel ironía, Guillotin era francmasón. Ningún taller puede trabajar normalmente pues se suceden encarcelamientos y ejecuciones.

En 1793, el Gran Maestro de la Orden, que ha adoptado como nombre Felipe-Igualdad, es ahora consciente del fracaso de sus maniobras. Temiendo por su vida, se decide a renegar de sus hermanos v, el 22 de febrero, escribe a un periodista una carta de increíble bajeza: «Puesto que no conozco el modo como esta compuesto el Gran Oriente, v además creo que no debe haber misterio alguno, ni asamblea secreta alguna en una república, sobre todo al comienzo de su establecimiento, no quiero v a mezclarme en nada con el Gran Oriente, ni en las asambleas de francmasones». Para el, la masonería es un fantasma que es preciso cambiar por la realidad. Se sabe que la muerte de Luis XVI se decidió por mayoría de un solo voto, el de Felipe-Igualdad, primo del rey. Los revolucionarios más extremistas están asqueados por esta cobardía; asustado ante la idea de su próxima muerte, Felipe-Igualdad pretenderá que no es noble de extracción sino hijo de un cochero convertido en el amante de su madre.

El ex Gran Maestro no escapará a la guillotina. Muy decepcionados, los masones dictan su destitución v celebran, incluso, una ceremonia de degradación rompiendo su espada. traicionada por quien la dirige, la Orden no ha llegado al final de su sufrimiento; los archivos son desvalijados, cualquier correspondencia masónica se hace imposible. La joven república no tolerara en modo alguno los pequeños cenáculos cerrados que se abriguen en el secreto. Además, los masones son considerados revolucionarios en exceso tibios, que se colocan al margen de la gran corriente popular. Las cifras, con su sequedad, ofrecen un dato dramático: en 1796, el Gran Oriente va solo cuenta con dieciocho talleres que trabajen en toda Francia.

Cuando regresa la calma, la masonería esta exangüe y parece agonizante. Un Maestro masón, Alexandre-Louis Roettiers de Montaleau, se niega a sumirse en el pesimismo. Este alto funcionario, apasionado por el esoterismo, salvo numerosos archivos masónicos y creyó en el destino espiritual de la Orden cuyo mensaje consideraba inmortal. Con un valor bastante extraordinario, «despierta» varias logias en cuanto sale de prisión y toma la dirección del Gran Oriente. Su te es comunicativa; casi de inmediato, los masones encuentran en su fraternidad nuevas razones para esperar. Como todas las comunidades perseguidas, sacan de la desgracia una energía que el dulce periodo de los salones aristocráticos les había hecho perder.

A partir de 1797, comienza a formarse una leyenda. En Los verdaderos autores de la Revolución, Jourde escribe: «Los francmasones fueron los cabecillas de la Revolución›. Al parecer procuraron incluso dinero a los revolucionarios de cuya propaganda se encargaban. En 1797-1798 aparecen los cinco volúmenes del abate Barruel, titulados Memorias al servicio de la historia del jacobinismo. Pocas veces una falsificación histórica tuvo tanto éxito e influencia; para el abate, los masones prepararon la Revolución durante mucho tiempo, en las tinieblas de sus logias, \ favorecieron las violencias, la anarquía, los ríos de sangre. Las tras-logias ejecutaron a los hermanos que no obedecían sus consignas subversivas. A lo largo de toda su obra, el abate confunde la francmasonería con la secta de los Iluminados de Baviera y demuestra un profundo desconocimiento de la Orden atribuyéndole doctrinas anticristianas v antimonárquicas. Numerosos historiadores se apoyaron en esas mentiras para convertir la masonería en un órgano revolucionario que no fue. Algunos masones contribuyeron a propagar esta leyenda, atribuyéndose con orgullo el nacimiento de la república v de la democracia.

El fenómeno revolucionario es demasiado complejo para ser obra de una sola comunidad; aunque sea exacto que varios masones fueron cabecillas revolucionarios, no olvidemos que actuaban en nombre propio, sin ser enviados por la Orden. No olvidemos tampoco que numerosísimos masones fueron guillotinados y que, al día siguiente de la Revolución, la francmasonería, en vez de estar en el poder, era sospechosa de monarquismo.

La Revolución francesa es la culminación de un proceso intelectual social del que la mayoría de los masones solo tenia una muy relativa conciencia. La Orden, por lo demás, no dio consignas unitarias, ya hemos visto que los dos principales dirigentes de la masonería tenían teorías radicalmente opuestas.

Se ha reprochado mucho a la masonería el simbolismo de uno de los altos grados donde el iniciado «mata» a un rey identificado con Felipe el Hermoso. Se trata de un grado llamado «de venganza», los masones se encarnizan en combatir a los destructores de la orden templaría, y no de una alegoría que muestre hostilidad alguna contra Luis
XVI.
El hecho mas importante es, sin duda, este: antes de la Revolución, la orden masónica conoce las mismas divisiones que la sociedad. No hay doctrina política coherente alguna capaz de unir a los hermanos a favor o en contra de un cambio social. El hermano La Fayette está a la cabeza de la multitud que abuchea a los guardias suizos cuyo jefe es el hermano D'Aumont; los hermanos monárquicos no comprenden a los hermanos revolucionarios, que tratan a los primeros de traidores a la República. Es seguro que algunas logias sirvieron de base a manejos revolucionarios; que la masonería entera alentara la Revolución es una flagrante mentira. Tras una reapertura de la logia de Laval, leemos en el journal des Hommes libres, con techa 29 pluvioso del año VI: «La reapertura de esta monstruosa sociedad es del mas siniestro augurio para los republicanos y no ven sin cierta sorpresa como aumenta la actividad de esos eternos conspiradores, precisamente de aquellos que monarquizaron las ultimas elecciones».

El abate Barruel, que tal vez fuese un hombre sincero, hacia falsa historia al identificar la masonería con un club revolucionario. Las recientes investigaciones de los escritores, masones o no masones, han demostrado definitivamente lo contrario.

En 1799, Roettiers de Montaleau puede contemplar con satisfacción su obra; acaba de conseguir la fusión de las obediencias francesas bajo la tutela del Gran Oriente, que es el único garante de la regularidad masónica en Francia v el corresponsal autorizado de la Gran Logia de Inglaterra. Solo las logias escocesas, que se agarran decididamente a su independencia como al más precioso tesoro, se niegan a participar en la unión. Aquel mismo año, Bonaparte es primer cónsul. No infravalora la importancia de la renaciente masonería y, ya en 1800, manda a las logias un tuerte contingente de informadores que le mantienen al corriente de las intenciones y los trabajos de los masones.

El 24 de diciembre de 1802, Roettiers de Montaleau inaugura el nuevo local del Gran Oriente, en la calle del Vieux-Colombier; numerosísimos hermanos asisten a la ceremonia en la que se invoca al Gran Arquitecto del Universo. Tras el rito del fuego purificador, vanos discursos insisten en los antiquísimos orígenes de la Orden v en su perennidad; luego, los masones entonan los cánticos fraternales bendiciendo la nueva era que se abre para la cofradía.

La policía vela y cuida particularmente los informes de investigación referentes a la masonería, cuyos miembros se clasifican en dos categorías: los «buenos masones» que se ocupan exclusivamente de fraternidad y beneficencia, y los «malos masones» que tendrían la descabellada idea de criticar a Bonaparte. Son indispensables algunas depuraciones; en especial es preciso expulsar de la Orden a italianos de cerebro caldeado que podrían arrastrar la masonería hacia una peligrosa pendiente. Roettiers de Montaleau, puesto en la obligación de obedecer, debe doblegarse.

«En ese trágico período revolucionario que concluye», escriben J. A. Faucher y A. Ricker, «la masonería francesa estuvo a punto de morir por los golpes propinados por sus miembros civiles, porque los unos, por su pertenencia a la nobleza, estuvieran comprometidos durante la caída de la monarquía, o porque otros, adeptos a las nuevas ideas republicanas, contribuyeran al éxito de un nuevo orden político que, como todos los regímenes autoritarios y totalitarios, trató a las logias masónicas como asociaciones sospechosas; en cambio, los hermanos pertenecientes a las logias militares asumirán, durante el periodo imperial, el renacimiento de la masonería y la difusión de su espíritu por toda Europa».

A partir de su renacimiento, en efecto, la Orden está sometida al imperio que proclama Napoleón en 1804. Nombra a José Bonaparte Gran Maestro del Gran Oriente; Cambacéres será su adjunto. El prefecto de policía Fouché es uno de los grandes dignatarios. Como puede verse, la dirección del Gran Oriente no se deja al azar. Ese mismo año, el conde de Grasse-Tilh, procedente de Jamaica, llega a París. Lleva en su equipaje cartas y otros pomposos documentos que aseguran que es Soberano Gran Comendador del Rito Escocés. En esta calidad, que los masones escoceses no parecen poner en duda, funda el Supremo Consejo del Rito el 22 de septiembre y dirige una circular al conjunto de los masones franceses: «Este toco de luces solo podrá derramarse sobre toda la Orden, puesto que tiene por único objetivo concentrar las luces dispersas para distribuirlas en una sabia proporción y asentar sobre inquebrantables bases la administración mas justa y mas ilustrada». El primer Supremo Consejo se había instalado en Charlestón (Estados Unidos de América) en 1801; el Rito Escocés Antiguo y Aceptado se divide en treinta y dos grados, tras una negociación con el Gran Oriente, se decide que este se encargara de la gestión del 1º al 18º grado, mientras que el Supremo Consejo tendrá en sus manos los grados siguientes. El compromiso no dura mucho; los escoceses «recuperan» la totalidad de sus grados y el Gran Oriente crea un Gran Colegio de los ritos para sus propios altos grados. Varios masones del Gran Oriente obtendrán, por otra parte, la iniciación a los altos grados del Rito Escocés. Sin embargo la masonería francesa esta ahora dividida en dos grandes potencias, decididas a no unirse a pesar de los deseos de Napoleón.

El emperador, que no era masón, adopta una actitud de prudencia frente al Supremo Consejo del Rito Escocés que rechaza la fusión con el Gran Oriente. Para obtener un derecho de control, pone al fiel Cambacéres a la cabeza del Supremo Consejo. La masonería de imperio inciensa a Napoleón, como la logia «Napoleomagno» de Toulouse, que celebra regularmente las victorias del emperador. Las logias militares se desarrollan en proporciones considerables y dan a la Orden entera el toque de lealtad y de admiración respetuosa. Numerosos mariscales y generales son masones, y es casi seguro que cada regimiento tenía una logia.

Esta benevolencia del emperador no era gratuita; Napoleón había comprendido que al recuperar la paz civil los vínculos fraternales de los masones podían ser útiles a sus ambiciones europeas. El espíritu masónico daba a los militares la ocasión de cultivar amistades profundas, favorables a la coherencia del ejercito. Además, las tropas de ocupación se encontraban con algunos hermanos en los países vencidos y se vio, con bastante frecuencia, confraternizar a los masones de ambos bandos, fieles a la definición del masón que se afirma, cada vez más, como un ciudadano del mundo capaz de vivir por encima de los partidos y los conflictos nacionales. Gracias a la masonería, el emperador refuerza su propio ejercito› asienta sus conquistas.

Durante una gran tiesta masónica, en 1805, la Orden inaugura el busto del héroe inmortal, Napoleón 1, y esa «santa efigie» es coronada con mirto y laurel por el Venerable del lugar. El Gran Oriente es del todo fiel al emperador y no deja de criticar a las logias escocesas, que forman banda aparte.

«Los cristianos», dice un catecismo masónico de 1806, «deben a los príncipes que les gobiernan, v debemos en especial a Napoleón I, nuestro emperador, el amor, el respeto, la obediencia, la fidelidad, el servicio militar, los tributos ordenados para la conservación y la defensa del imperio y de su trono». La masonería de 1807 no se ocupa de religión ni de política y menos aun de simbolismos. «Los francmasones», escribe L. Prudhomme, «leen versos y prosa, tocan música, celebran uno o dos banquetes al mes; se hace una colecta en cada asamblea, y el producto es enviado al comité de beneficencia, o distribuido a familias indigentes».

El emperador en persona, por medio de dignatarios masónicos que él mismo ha nombrado, comienza a introducir en la Orden sentimientos anticlericales. Pío VII, en efecto, había tenido la audacia de excomulgar a Napoleón I, que le hace detener en 1809. En 1812, le obliga a firmar un Concordato en Fontainebleau. La francmasonería, siempre obediente, felicita al emperador por su decidida acción.

Hacia 1811, un movimiento revolucionario, los «Buenos Primos Carbonarios», comienza a extenderse y se advierte su existencia en Besancon. La secta calca sus rituales de los de la masonería y, reeditando el intento de los Iluminados de Baviera, pretende lograr que sus miembros penetren en las logias masónicas para inclinar a la cofradía hacia una contestación al régimen. Esta maniobra política es un fracaso, pero algunos «buenos primos» son lo bastante hábiles para escapar a todos los controles y turbar la hermosa serenidad de unos cuantos masones.

En 1813 nace una «Gran Logia Unida de Inglaterra» donde se agrupan los masones del partido de los «Antiguos» y los del partido de los «Modernos». La institución es fuerte y aprovecha su nueva sesión para promulgar una ley en términos muy autoritarios: cualquier hombre que desee convertirse en masón tendrá que creer, obligatoriamente, en el Dios revelado en la Biblia. Por aquel entonces, esa imposición pasa desapercibida, pues casi todos los hermanos son cristianos.

El Gran Oriente de 1814 reina sobre más de novecientas logias, cifra enorme, y mantiene una línea de conducta que ni siquiera la Revolución ha afectado: «Pocas veces», leemos en las Constituciones, «se admitirá a un artesano, por muy maestro que sea… Nunca se admitirá a los obreros llamados "compañeros" en las artes y oficios».

¿Y qué decir de esa masonería de los primeros años del siglo XIX, salvo que no responde ciertamente a los deseos del esoterista Roettiers de Montaleau?; el juicio más severo fue formulado por el escritor Charles Nodier, para quien la masonería es «una farsa seria, representada por honestos ociosos entre bastidores de bateleros y cuya representación, apta para distraer el ocio de una anciana, nunca ha conmovido el sueño de un tirano».

Cuando Napoleón zarpa hacia la isla de Elba, la masonería queda un poco desamparada. Los dignatarios cambian de chaqueta y glorifican la llegada al poder de Luis XVIII, que ordena ejercer sobre las logias una rigurosa vigilancia policíaca. En Saboya, supone prácticamente el fin de la masonería. El imperio, afirman los masones, sólo era una sangrienta tiranía que nos oprimió. Centenares de hermanos, asqueados ante esa doblez, presentan su dimisión. Durante los Cien Días, nuevo cambio de la situación: convencida de que el emperador será el más fuerte, la masonería le concede su confianza y rechaza la monarquía.

El 18 de junio de 1815, la batalla de Waterloo supone la muerte de la masonería militar, según Faucher y Ricker. De nuevo en el poder, los monárquicos «depuran» el ejército e instauran el abominable «terror blanco» que diezma muchas logias y destroza la masonería favorable al imperio. En Saboya, los jesuitas aprovechan el vacío dejado por los masones para convertirse en la única autoridad espiritual. Por fortuna, el prefecto de policía de Luis XVIII es el francmasón Decazes, miembro del Supremo Consejo del Rito Escocés. Muy escuchado por el rey, juega una difícil partida y no favorece a la Orden con ostentación, prefiriendo ocupar un justo medio entre las corrientes sociales que salen a la luz en la masonería y los católicos que reclaman la destrucción de la Orden porque fue antimonárquica.

Tres israelitas, los hermanos Bédamde, eligen este delicado período para fundar el rito de Misraim que no abarca menos de noventa grados. Los Bédarnde detestan a Luis XVIII y su gobierno, abominan de los jesuitas y de cualquier forma de catolicismo; ferozmente ateos, desean el advenimiento de una masonería política que sacuda el inmovilismo del Gran Oriente. Conociendo la afición de los masones por los títulos y las condecoraciones, su cálculo no es desacertado; los noventa grados ofrecen muchas ocasiones de conceder abigarrados cordones. El Gran Oriente muerde el anzuelo y ve con buenos ojos el rito de Misraim. Los Bénarnde, demasiado apresurados, revelan rápidamente sus cartas y la policía disuelve esa rama masónica a la que considera subversiva. Los Bédamde abandonan París y prosiguen su obra en la región de Besangon, mientras el Gran Oriente afirma, en voz muy alta, que el rito de Misraim es del todo herético.

Los años 1818-1822 no son muy favorables a la masonería. En Francia, algunas logias son dirigidas por ateos que no ocultan sus tendencias revolucionarias. Decazes los vigila muy de cerca y les impide, tanto como es posible, propagar sus ideas. A partir de 1818, los gobiernos español y portugués persiguen a las logias; algunos masones se ven obligados a suicidarse, otros son encarcelados. Alejandro I de Rusia prohíbe la masonería que estaba en pleno florecimiento.

Sin embargo, está claro que ha nacido una fraternidad masónica a escala internacional, como lo prueba un acontecimiento de junio de 1823. El navío holandés Minerva es atacado por un corsario español en las aguas de Brasil. Los corsarios se hacen dueños de la situación y su jefe ordena matar a los pasajeros, entre los que hay masones; estos, viendo llegada su ultima hora, hacen, por si acaso, el signo de desamparo masónico, ti jefe de los corsarios, que también es un iniciado, exige pruebas suplementarias; los masones le piden que recupere los restos de diplomas masónicos que flotan en el agua. Hechas las comprobaciones, los corsarios masones liberan el barco holandés.

Con el advenimiento de Carlos X, en 1824, sube también al trono un francmasón, pero un masón que se ha alejado de las logias desde hace mucho tiempo y no siente ya afición alguna por la Orden. Amante de las mozas ligeras de cascos, es atormentado sin embargo por la moral y se deja influir por los medios eclesiásticos. Los obispos que se sientan en el Consejo de Estado piden a ese antiguo hermano la supresión de la masonería, que no parece necesaria para la buena marcha de los asuntos del reino. Carlos X vacila; naturalmente, hay algunas logias contestatarias, pero la policía las conoce. Es preferible canalizar la agitación más que hacerla «salvaje» y no tener ya poder alguno sobre ella. Por lo demás, muchos grandes personajes pertenecen todavía a la Orden y el rey no desea disgustarles por una decisión de tono dictatorial. La Francia de 1826 es muy digna; trata de sediciosas las obras de un Diderot y de un Lamennais, condena al editor de las canciones de Béranger, culpable de ultraje a la religión del Estado y de ataque contra la dignidad real. Los masones no chistan y componen canciones a la gloria del monarca:

Carlos, sé nuestro protector, nuestro sostén, nuestra esperanza, responde a los deseos de nuestro corazón, que nuestra Orden sagrada deba a tu benevolencia, como pago de su amor, la gloria y la felicidad.

En octubre de 1830, durante el primer año del reinado de Luis-Felipe, la masonería organiza una gran fiesta en honor del hermano La Fayette, a quien los americanos han concedido las más altas dignidades masónicas. No se ahorran loas a la nueva conducción del Estado, al admirable rey-ciudadano que dirige Francia, a las grandes libertades que se anuncian. Luis-Felipe rechaza la Gran Maestría de la francmasonería; los masones le han ayudado a tomar el poder, no pide más.

Hasta 1848, la vida masónica es bastante apacible. Thiers introduce a su chivato en la mayoría de las logias y, en cuanto se manifiestan veleidades opositoras, obliga a los dirigentes del Gran Oriente a arrancarlas de raíz.

A partir de 1844, algunos masones se quejan de la mediocridad general de la Orden, que atribuyen a un reclutamiento ciego. Se les responde que cuantos más hermanos tenga la masonería, más fuerte será. El resto carece de importancia. Desengañado, el hermano Clavel escribe: «Tal vez no exista un solo habitante de París que no haya sido insistentemente incitado a hacerse admitir en la sociedad masónica». Los altos grados no encuentran complacencia por parte de él; los llama «masa informe e indigesta, monumento a la sinrazón y a la locura, mancha impresa en la francmasonería por algunos traficantes desvergonzados y a los que el sentido común de los masones habría hecho justicia, hace mucho tiempo ya, si su vanidad no hubiera sido seducida por
los títulos y las cruces que forman su obligado cortejo».
La francmasonería de 1847 es un gran cuerpo sin espina dorsal; está enferma de no pensar, de no vincularse a los valores esotéricos que sigue transmitiendo sin tener perfecta conciencia de ello.
3
DE 1848 A LA DESAPARICIÓN DEL GRAN ARQUITECTO DEL UNIVERSO (1877)
En 1848, París tiene el alma revolucionaria. En el bulevar de los Capucmes, unos soldados disparan contra los miembros de un desfile; el vaso rebosa y pronto estalla el motín popular contra Luis-Felipe y su ministro Guizot. Comprendiendo que no tiene ya posibilidad alguna de conservar el poder, el rey huye sin esperar el cambio. Con el desaparece la monarquía burguesa que no ha satisfecho a los monárquicos ni a los burgueses, buena parte de los cuales desea un cambio de política. La proclamación de la República es acompañada por algunas batallas callejeras que no superan el estadio de la anécdota; el ejército espera la continuación de los acontecimientos.

Todos los oponentes al régimen están jubilosos y, entre ellos, hay numerosos eclesiásticos y francmasones. El Supremo Consejo del Rito Escocés permanece fiel a su principio de no compromiso, mientras el Gran Oriente recuerda a los hermanos que las logias no deben convertirse en asambleas de carácter político. Piadoso deseo, pues la masonería participa sin vacilar en el nacimiento de la segunda república. El 6 de marzo, una delegación masónica acude al Ayuntamiento donde es recibida por los masones que forman parte del gobierno provisional; el entusiasmo es total, un magnífico movimiento nacional y social conducirá a Francia por el camino de la justicia. ¿Acaso las banderas masónicas no han llevado siempre la divisa: «Libertad, Igualdad, Fraternidad» que figura ahora en la bandera francesa? Y el Gran Oriente declara: «la República esta en la masonería. I a República hará lo que hace la masonería, se convertirá en la reluciente prenda de la unión de los pueblos en todos los puntos del globo, en todas las costas de nuestro triangulo, v el Gran Arquitecto del Universo, desde lo alto del cielo, sonreirá a este noble pensamiento de la República». Poco después, los masones visitan a Lamartine cuya audiencia es, por aquel entonces, bastante considerable. El poeta político no pertenece a la Orden que, sin embargo, le resulta muy simpática; a su juicio, el nuevo espíritu republicano ha nacido en los talleres masónicos y sus declaraciones dan a la masonería un verdadero aval moral: «Os doy las gracias», dice a los masones, «en nombre de ese gran pueblo que ha hecho a Francia y al mundo testigo de las virtudes, del valor, de la moderación y de la humanidad que ha obtenido en vuestros principios, convertidos en los de la República francesa. Estos sentimientos de fraternidad, de libertad, de igualdad que son el evangelio de la razón humana, fueron laboriosamente, a veces valerosamente, contemplados, propagados, profesados por vosotros en los recintos particulares donde encerrabais, hasta hoy, vuestra sublime filosofía».

Todo va bien en el mejor de los mundos masónicos posibles. Ha podido decirse que la Revolución de 1848 era sostenida por una especie de mística política que daba a los hombres de aquel tiempo la esperanza de un paraíso social, una de cuyas llaves habría poseído la masonería. Ciertamente, desde el principio, hay algunos «choques» a los que no se quiere prestar atención. El hermano Raspad, por ejemplo, se muestra hostil al hermano Louis Blanc que forma parte del gobierno provisional; el 10 de abril de 1848, el compañero Agricol Perdiguier reúne a varios miles de sus hermanos en la plaza de los Vosges, recordando a los masones que la otra rama de la tradición iniciática occidental sigue muy viva y pretende, también ella, recoger los favores de la República.