En 1783, George Smith, gran maestro del condado de Kent,
afirmaba que la masonería obtenía de Egipto varios de sus
misterios. Según Smith, Osiris e Isis simbolizaban el ser supremo y
la naturaleza universal; en la logia estaban representados por el
sol y la luna que están situados en Oriente y enmarcan al
Venerable, encargado de dirigir las ceremonias. Smith pensaba que
los druidas habían retomado el esoterismo egipcio, transmitido
luego a los primeros masones.
Ignaz von Born, consejero del rey austriaco José II, fue, en
la misma época, Venerable de una logia. Con ayuda de una
documentación rudimentaria, publicó un importante artículo sobre
los orígenes egipcios de la masonería; su tesis entusiasmó a
Mozart, hermano y amigo de Von Born. El genial músico, con la ayuda
de la erudición y la intuición del Venerable maestro, escribió la
partitura de La flauta mágica, relato de una iniciación masónica
que se desarrollaba en Egipto.
En 1784 un Templo con las características de los dedicados a
Isis se inaugura en París. El éxito de la opera de Mozart da a
conocer a la masonería europea las tesis de Yon Born; gracias a él,
se abre una nueva vía de investigación. A partir de 1801, se asiste
a la creación de ritos que reivindican la tradición egipcia: rito
de los perfectos mi-ciados de Egipto, rito de Misraim, rito de
Menfís. En Auch, unos masones tundan una logia que adopta el nombre
de «Soberana Pirámide» y utiliza símbolos egipcios. Una frase del
ritual llamado de Menfis-Misraim resume muy bien la actitud
general: cuando el Venerable pregunta al segundo Vigilante: «¿De
dónde venís?», éste responde: «Del viejo Egipto, Venerable maestro,
y de una logia de San Juan». Puesto que el segundo Vigilante se
encarga de distribuir la enseñanza iniciática a los aprendices, sus
palabras vinculan la masonería a Egipto y al
cristianismo.
En 1812, el hermano Alexandre Lenoir hizo esta declaración a
los miembros del soberano capítulo del Rito escocés, una de las
altas instancias masónicas: «Probaré que los teólogos antiguos
deben la luz a los egipcios. Para probar la antigüedad de la
masonería, su origen, sus misterios y sus relaciones con las
antiguas mitologías, me remontaré a los egipcios, pues es
conveniente tratar de las causas antes de hablar de los
efectos».
Desgraciadamente, las pruebas anunciadas no fueron
entregadas. Las afirmaciones que hemos puesto de relieve fueron
apreciadas de modo distinto por los eruditos y los propios masones.
Se carecía de datos ciertos y el origen egipcio de la masonería,
defendido por algunos iniciados en exceso aislados, siguió siendo
una curiosidad.
Hoy es posible retomar el expediente y completarlo gracias a
los progresos de la egiptología. Tendremos, pues, que examinar tres
cuestiones: ¿existían iniciaciones en Egipto? ¿Qué lugar ocupaban
los constructores en su civilización? ¿Se conoce con precisión una
cofradía iniciática de constructores?
«El arte egipcio», escribe Fierre Montet, «es
indiscutiblemente un arte real». Eso significa que los artesanos
dependen del rey, pero puede advertirse también una alusión al
carácter «real» del arte de vivir que la masonería, en su aspecto
ini" DIV político.Pese a esta vigilancia, la doctrina de los
neopitagóricos influye en numerosos grupos de tendencia
espiritualista, como las sectas judías o los esenios que preparan
el advenimiento del cristianismo. Por lo demás, debemos distinguir
los auténticos pitagóricos, que se preocupan por el esoterismo, y
los «pitagoristas» que no conocen las enseñanzas secretas y sólo
adoptan una moda; a estos últimos se debe la propagación de ideas
excéntricas como la metempsicosis o el vegetarianismo. Durante su
estancia en Crotona, Pitagoras distinguía cuidadosamente a los
oyentes, los discípulos y los iniciados, a quienes llamaba
«físicos». Esos tres grados subsistieron en el interior de la Orden
donde se codeaban los creyentes, los pitagóricos dedicados al campo
social y político y los iniciados. La masonería conservará una
estructura de tres grados, que es la mas auténtica base de la
iniciación tradicional.
El modo como Pitagoras concebía la vida iniciática influyó en
todas las comunidades ulteriores. Para el, los verdaderos
discípulos ponen espontáneamente sus bienes en común; intentan
formar una sociedad fraterna en la que cada cual piensa, primero,
en el bien común y no en el suyo propio. Entrar en la orden
pitagórica es, en principio, practicar el silencio y trabajar en la
sombra durante un tiempo que va de tres a cinco años. Superada esta
prueba, el adepto es admitido en la comida comunitaria. Si es
incapaz de acallar sus pasiones durante tan largo tiempo, abandona
la Orden sin otra forma de proceso y se le entregan sus bienes, que
habían sido colocados bajo precinto.
Un hermano, decía Pitagoras, es otro uno mismo. Esta máxima
no era teórica sino que se aplicaba a menudo. En ciertos combates,
por ejemplo, algunos pitagóricos pertenecientes a ejércitos
enemigos deponían las armas cuando habían hecho el signo ritual que
les permitía identificarse. Cierto día, un pitagórico murió en casa
de un posadero tras una larga enfermedad; como no tenía ya dinero,
su anfitrión se había ofrecido a pagarle los remedios y la comida.
«¿Quién me lo devolverá?», le preguntó al pitagórico que agonizaba.
«No tengas temor alguno», le respondió; «cuelga esto de tu puerta».
Le tendió una tablilla en la que acababa de trazar un signo
misterioso. Mucho tiempo después, un pitagórico pasó ante la posada
y vio la tablilla. Entró y preguntó al posadero por qué la había
colgado. Al saber el infortunio de su hermano, pagó al buen hombre
y prosiguió su camino. Otro acontecimiento probará la intensidad de
los sentimientos fraternales que reinaban en la Orden: el tirano
Dionisio el Viejo había hecho encarcelar al pitagórico Fintias.
«Puedo», le dice éste, «darte pruebas de mi inocencia siempre que
me sueltes-. El tirano se niega, creyendo que se trataba de una
artimaña. Se presenta entonces el pitagórico Damón que se deja
encarcelar en lugar de Fintias. Sí no regresa antes de que se ponga
el sol con las pruebas de su inocencia, Damón será ejecutado.
Fintias regresa y ambos pitagóricos son liberados.
Que cada cual, recomendaba Pitágoras, se comporte lo más
perfectamente posible en el cargo que se le atribuya, ya sea
ritual, social o familiar. Cualquier responsabilidad es una ocasión
para mejorar, el orden social puede ser un reflejo del orden
cósmico si la humanidad lo desea. Semejante ideal de fraternidad
hizo que un soplo purificador se levantara en un mundo greco-romano
donde enormes multitudes iban a ver correr la sangre en las arenas.
La unidad espiritual y afectiva que reinaba entre los pitagóricos
modela, parcialmente, el alma del cristianismo y, a través de él,
la de los constructores de catedrales. No sorprenderá, por
consiguiente, ver que la fraternidad figura en primer plano de los
valores masónicos.
Intentemos delimitar con mayor concreción las enseñanzas
pitagóricas y descubrir en ellas una de las prefiguraciones del
simbolismo de los masones. Al juramento y al silencio, que parecen
propios de todas las sectas iniciáticas, se añade el sentido de la
«mesura», que es una aplicación de las leyes geométricas. Quien lo
posee puede convertirse en «dueño de las cosas», utilizando el
mensaje desvelado en las reuniones secretas. Advirtamos que quienes
traicionan pueden ser condenados a la pena de decapitación; ahora
bien, el gesto ritual del aprendiz masón consiste, precisamente, en
representar una degollación. Por su juramento, se ha comprometido a
mantener en secreto los misterios masónicos. De lo contrario, le
cortarán la cabeza. Probablemente, el castigo nunca fue ejecutado
en la época del pitagorismo; ni tampoco en la masonería.
Simbólicamente, significa que el perjuro se priva de su cabeza, de
su órgano pensante que le habría permitido avanzar por la vía
iniciática.
Durante la ceremonia iniciática pitagórica, el postulante iba
desnudo. Al finalizar el ritual, le entregaban una toga blanca,
signo de la rectitud y de la irradiación del Bien que penetraba en
su alma. Encontramos el mismo proceso entre los masones que ofrecen
al iniciado de primer grado un delantal blanco que nunca deberá
mancillar con actitudes irresponsables. Los «Compagnons du Tour de
France» han conservado el símbolo de la desnudez total; los
masones, tal vez a causa de una corriente moralizadora, dejan
alguna ropa al neófito.
Para identificarse, los pitagóricos se daban un apretón de
manos a la manera egipcia. No conocemos sus modalidades exactas;
los masones han conservado el símbolo. Otro medio de identificación
era una especie de catecismo en el que alternaban preguntas y
respuestas rituales. Por ejemplo, se preguntaban: «¿Cuáles son las
islas de los bienaventurados?». Y el iniciado tenía que responder:
«El sol y la luna». O también: «¿Qué es lo más sabio?», «el
Número»; «¿qué es lo más bello?», «la Armonía»; «¿qué es la
naturaleza?», «es el otro». Los masones tuvieron siempre a su
disposición un «catecismo» semejante que, además de su función de
identificación, contenía lo esencial de los misterios masónicos
bajo las apariencias de fórmulas herméticas.
El acto comunitario fundamental de los pitagóricos era el
banquete; asistían como máximo diez comensales. Esta regla evoca la
presencia de diez oficiales de la masonería que presiden los
destinos de la Logia. Nos referiremos de nuevo, más adelante, a su
importancia; retengamos, de momento, que la institución del
banquete o la comunión material se añade a la comunión de las
almas. Tras la comida, los pitagóricos se entregaban al trabajo y a
la lectura; el más anciano elegía un texto ritual leído por el más
joven y propuesto a la meditación de los hermanos. En los
«Banquetes de orden» de la francmasonería donde se respeta la
tradición, se procede del mismo modo.
Hecho importante para el desarrollo de nuestra investigación:
los pitagóricos tenían entre ellos a constructores. El más hermoso
ejemplo de su trabajo es, sin duda, la célebre basílica de la Porta
Mag-giore, en Roma, junto a la Vía Prenestina. Se trata de un
templo-caverna, análogo al «gabinete de reflexión» de la masonería;
como advierte Carcopino, el templo de los pitagóricos está situado
bajo tierra en virtud del refrán «no hables sin luz de las cosas
pitagóricas-: no utilizar, por consiguiente, la luz exterior que es
solo un falso fulgor, sino la claridad procedente del interior de
las cosas, del centro de la tierra. A pesar de su situación, en
efecto, la basílica di la Porta Maggiore no estaba sumida en la
oscuridad; aberturas dispuestas sabiamente dispensaban a los
adeptos una luz filtrada que. identificaban con la gracia
divina.
Entre los símbolos importantes de la Orden, el numero siete
influyó directamente en la masonería. Según Pitágoras, siete
simboliza lo no engendrado, la sabiduría siempre virgen a pesar de
las malversaciones que los hombres cometen en su nombre; siete es
el número del Maestro Masón. En el campo de la geometría, los
pitagóricos, veneran también un triángulo sagrado en el que ven el
principio creador del universo. Este triangulo sagrado esta
colocado por encima del Venerable en la logia masónica.
Permítasenos poner de relieve un detalle curioso: entre los
pitagóricos. la grulla era un pájaro simbólico. Adaptándose a las
condiciones atmosféricas, aludía a la adaptabilidad del sabio
frente a los acontecimientos, felices o desgraciados. Su gorjeo
imita la voz del hombre y descubre a los asesinos de los sabios;
además, las familia-de grullas vuelan en triángulo, prueba de que
son herederas directas de la sabiduría. Esta grulla pitagórica,
detentadora de tantos misterios, puede contemplarse aún en lo alto
del gran arco del porche interior de la basílica
Sainte-Mane-Madeleine, en Vézelay.
En los templos pitagóricos, el iniciado encargado de dirigir
los trabajos de la asamblea y sacar a la luz el significado
esotérico de las palabras dichas se mantenía al fondo del edificio.
El obispo cristiano se colocará, también, al fondo del ábside y el
Venerable masónico se instalará en el extremo oriental de la Logia.
Nuevas investigaciones mostraran hasta que punto las comunidades
pitagóricas orientaron el destino de las asambleas de carácter
espiritual que nacieron duran re la era cristiana; la
espiritualidad masónica, como muchas otras, no podía comprenderse
sin referencias al pitagorismo.
5
ASOCIACIONES INICIÁTICAS EN TIEMPOS DE
CRISTO
Nuestro rápido examen de las antiguas iniciaciones habrá
mostrado, eso esperamos, que sus ideales, sus símbolos y sus ritos
fueron preservados, en parte, por la masonería. Tras haber evocado
las sociedades secretas de Egipto v de Grecia, llegamos ahora a una
época decisiva en la historia de (Occidente. Con el nacimiento de
Cristo, cierta idea del mundo se disuelve y aparece otra. La
Iglesia católica se opone, progresivamente, a todas las religiones
antiguas y, con la ayuda del poder político,
prevalece.
El nacimiento del cristianismo es un problema muy complejo.
Nuestra intención no es estudiarlo en profundidad sino,
sencillamente, señalar la existencia de tres comunidades
iniciáticas contemporáneas de Cristo: los esenios. los gnósticos y
los terapeutas, algunas de cuyas enseñanzas recogieron los masones.
Junto al cristianismo oficial, en efecto, se formo un cristianismo
paralelo que, apoyándose en una interpretación distinta de las
palabras del Señor, propuso una espiritualidad poco conocida
aun.
La secta india de los esenios se instalo en Palestina durante
el siglo II a.C. Fue rápidamente sospechosa de herejía y la
sinagoga no tardo en excomulgar a aquella cofradía que vivía al
margen de las autoridades reconocidas. Hacia 65 a. C… los esenios
fueron perseguidos y su Gran Maestre fue. probablemente, ejecutado
tras atroces suplicios. Se exiliaron por cierto tiempo, luego
fundaron una nueva comunidad en el paraje de Qumran, al sur de
Jericó, en una región desértica. Subsistió hasta el 70 d.C; nuevos
peligros les amenazaron y los esenios desaparecieron
definitivamente de la historia en esa fecha, tras haber escondido
sus libros sagrados.
En 1947, un beduino descubrió parte de ellos en una gruta; en
1952 y en 1955, nuevos hallazgos resucitaron la secta de los
esenios. Gracias a las excavaciones, se identificó el cenáculo para
los banquetes, las albercas para los baños rituales, un gran baúl
para los trabajos comunitarios y un escritorio para la redacción de
los textos. No olvidemos que varios de estos escritos fueron
traducidos en la Edad Media y que formaron parte, pues, de los
conocimientos que poseían los Maestros de Obras.
La entrada en la comunidad esenia estaba severamente
reglamentada. El postulante debía obediencia a un instructor que
guiaba a cada cual hacia el Conocimiento según las aptitudes
personales. Una vez admitido por ese instructor, el neófito
aguardaba un año; no estaba ya en el mundo exterior, pero no era
aún miembro de la cofradía. Periódicamente, lo purificaban con
baños rituales y observaban su carácter, su modo de vivir, sus
disposiciones intelectuales. Si era reconocido apto para comprender
los misterios, el adepto sufría dos años más de pruebas antes de su
admisión definitiva.
Las decisiones que le concernían eran adoptadas por un
consejo de ancianos que examinaba su evolución espiritual con mucho
rigor. Nadie evitaba los años probatorios; cuando la última
votación resultaba positiva, el adepto podía participar por fin en
el banquete ritual. «Se examinará su espíritu», dice la Regla de
los esenios sobre los postulantes, «y se examinarán sus obras año
tras año, para ascender a cada cual según su inteligencia y la
perfección de su conducta o degradarlo según las faltas que haya
cometido».
La Regla recomienda no ocultar nada de las enseñanzas
secretas a los nuevos miembros. Cada hermano debe guiar a su igual
por el camino de la iniciación y hacerle participar en los
misterios que haya descubierto con su búsqueda personal. Se pide
también a los adeptos que se reprendan los unos a los otros y no
sucumban a una sensiblería que iría contra la verdadera
fraternidad; si cada cual es capaz de dominar sus pasiones, la más
total sinceridad resultará fructífera. «Y nadie», precisa la Regla,
«descenderá por debajo del puesto que debe ocupar ni se elevará por
encima del lugar que le asigna lo suyo». Así, la comunidad entera
se convertirá en un auténtico cuerpo espiritual.
El rito esencial era el banquete. Tras haberse bañado, los
esenios se ponían vestiduras reservadas para el acontecimiento.
Ningún profano era admitido en el banquete que se iniciaba con un
profundo silencio; luego, el presidente elegido por sus hermanos
recitaba una plegaria para sacralizar la asamblea. Cuando el
neófito era admitido por primera vez en el banquete, prestaba un
juramento calificado de temible. Juraba observar una inalterable
piedad para con Dios, practicar la justicia con los hombres sin
dañar nunca a nadie, combatir junto a los iniciados contra el
error, respetar a los jefes de la Orden, no ceder ante las
vanidades, amar por encima de todo la verdad y mantener las manos
puras. «Jura también», prosigue el texto esenio, «no ocultar nada a
los miembros de la secta ni revelar nada a otros que no sean ellos,
aunque se usara contra él la violencia hasta la muerte»; además, no
tendrá que comunicar enseñanza alguna de modo distinto a como él
mismo la habrá recibido.
Los esenios afirmaron que detentaban el sentido esotérico de
la Biblia. El significado literal les parecía destinado a hombres
fútiles, mientras que el sentido simbólico del libro servía como
base a la iniciación. Semejantes pretensiones, justificadas sin
duda, atrajeron la venganza de los judíos llamados «ortodoxos» que
no conseguían desvelar los secretos de la comunidad
esenia.
Todos los aspectos que acabamos de evocar se aplican a las
cofradías masónicas. Añadamos que el método de trabajo de los
esenios sigue estando en vigor en las logias. «Que nadie», proclama
un texto, «hable en medio de las palabras de otro, antes de que ese
otro haya terminado de hablar. Y, además, que no hable antes de su
rango». Los dignatarios abren la sesión, luego los ancianos
profundizan en el tema tratado; cada adepto, por fin, tiene la
posibilidad de retomar las ideas abordadas y hacer de ellas un
nuevo desarrollo. Cuando un esenio siente el deseo de tomar la
palabra, se levanta y dice: «Tengo algo que decir a los Numerosos».
Si quien preside la sesión da una opinión favorable, la palabra es
concedida.
El título corriente del iniciado esenio es «Hijo de la Luz»;
al convertirse en miembro del consejo de la Orden, ha participado
en la guerra de los Hijos de la Luz contra los de las tinieblas;
éstos equivalen a las naciones privadas de Dios y, sobre todo, a
los romanos, los ocupantes de Palestina.
El iniciado esenio, como el iniciado masón, puede convertirse
en un maestro. El mito central del esenismo es el martirio del
Maestro de Justicia, jefe superior de la comunidad torturado hacia
el siglo II a.C. por un odioso tirano llamado «el sacerdote impío».
Hecho fundamental, el Maestro de Justicia fue traicionado por los
suyos, al igual que Maese Hiram tuvo que sufrir la villanía de tres
compañeros que estaban a sus órdenes; además, el Maestro de
Justicia, como Hiram, practicaba el oficio de arquitecto. Él fue,
nos dicen los textos, quien estableció los fundamentos sobre la
roca y utilizó el cordel de justicia para el armazón. Utilizaba
también la plomada de verdad para controlar las piedras puestas a
prueba.
Como en el pitagorismo, estaba prohibido pronunciar el nombre
del Maestro, el Anónimo por excelencia según la observación de
Dupont-Sommer. Era el ejemplo a seguir, el modelo a respetar;
martirizado y traicionado, no dejaba de ser el Maestro encargado de
construir la comunidad y de aliviar la miseria de los hombres. La
comparación con la leyenda ritual del grado de Maestro Masón es
evidente y nos encontramos, sin duda, ante una filiación directa
que no había sido aún puesta de relieve, que nosotros
sepamos.
En el terreno de los símbolos, encontramos por lo menos tres
de la clase de los esenios que conservó la masonería. El primero es
un paño de lino que indica la necesidad de una purificación
constante; el aprendiz masón recibe un delantal de piel blanca que
le inculca una noción comparable. El segundo es la hachuela que se
convirtió en el mazo del Venerable masónico; lo encontramos también
en el símbolo de la «piedra cúbica con punta» cuya parte superior
está hendida por un hacha. El tercero es la estrella, símbolo
esencial del grado de Compañero masón; «la estrella», nos dice el
Escrito de Damasco, «es el buscador de la ley». El papel del
compañero es, precisamente, buscar la verdad viajando por el
mundo.
A la corriente esenia debe añadírsele la corriente gnóstica.
En este caso, no estamos ante una comunidad bien definida en el
espacio y en el tiempo; el gnosticismo es una ideología compuesta
en la que se mezclan elementos egipcios, griegos, persas,
babilónicos, judíos y cristianos. La Gnosis se sitúa a sí misma por
encima de los partidos y las religiones, intentando descubrir el
sentido esotérico de todas las confesiones. Hasta finales del siglo
II, se afirma como el esoterismo cristiano; la enseñanza gnóstica
está reservada a quienes desean ir más allá del bautismo y conocer
los secretos del mundo celestial. Sorprendentemente, la Gnosis gozó
de una especie de existencia legal en el seno de la Iglesia; como
en la antigüedad, había una iglesia exterior para la mayoría y una
iglesia interior para la minoría. La masonería medieval recuperará
el mismo ideal, prolongando las revelaciones ofrecidas a todos. En
sus orígenes, por consiguiente, la Gnosis era una profundización de
la Fe.
Esta situación no duró demasiado. Una fracción de la Iglesia
cristiana acusó a los gnósticos de los crímenes más abyectos; sus
reuniones, dice, sólo son orgías sexuales y llegan incluso a matar
a la mujer preñada y a devorar el embrión. Informadores
pertenecientes a la Iglesia oficial se infiltraron en los círculos
gnósticos, copiaron listas de miembros y los denunciaron a la
justicia con los más falsos pretextos. Varios gnósticos fueron
obligados a confesar faltas imaginarias a consecuencia de los
tormentos y un odio irreductible acabó oponiendo el gnosticismo al
dogma cristiano. Es extraño comprobar que las mismas acusaciones se
harán, mucho más tarde, a la francmasonería y que los mismos
métodos de delación se emplearán con ellos.
Sin embargo, a la luz de los textos gnósticos cuyas ediciones
y traducciones se multiplican desde hace algunos años, se advierte
que esa corriente de ideas era portadora de una ferviente
espiritualidad. También los gnósticos se llamaban «Hijos de la
Luz»; su jerarquía iniciática comportaba tres grados: la
purificación, la iluminación y la perfección. Consideraban que el
bautismo cristiano sólo tenía un objetivo «psíquico»; era preciso
superar ese estadio para alcanzar la regeneración.
El único Hombre real, según los gnósticos, es la comunidad
fraterna, ese gran cuerpo por el que circula la energía divina que
crea todas las cosas. Por ella, se conoce lo suprasensible y se
transforma la creencia en conocimiento. Los gnósticos no
encontraban la sabiduría en los escritos cristianos sino en las
revelaciones de los antiguos misterios, especialmente de los
misterios egipcios. Insistieron a menudo en la figura del demiurgo,
el ordenador del universo, que los masones convertirán en el Gran
Arquitecto del Universo. Se comunicaban de buena gana entre sí por
medio de un alfabeto esotérico cifrado, del que el alfabeto
masónico, que hoy no se practica ya, será la última
muestra.
Con los gnósticos, se vuelve una nueva página de la historia
de las iniciaciones. No son constructores sino pensadores; no
forman una cofradía bien estructurada, sino que alimentan una
corriente de opinión basada en la búsqueda esotérica. Además, son
los primeros oponentes cristianos al cristianismo de Estado;
descontentos con la dirección espiritual de los asuntos de la
Iglesia, dan otro aspecto del mensaje cristológico y desean afirmar
una profunda originalidad con respecto a lo que consideran una
traición a las enseñanzas de Cristo. Cierta Edad Media, con mucha
menos virulencia, fue gnóstica; existe todavía hoy una
francmasonería gnóstica, una «Iglesia de Juan» que desea ir más
allá de las proposiciones de la «Iglesia de
Pedro».
Una tercera asociación iniciática del tiempo de Jesús merece
nuestra atención: los terapeutas, etimológicamente «los curadores».
Según Filón de Alejandría, que escribió un libro sobre esta
cofradía, son «ciudadanos del cielo y del mundo, realmente unidos
al Padre y al Creador del universo por la virtud que les ha
procurado la amistad con Dios». Como entre los esenios, el rito
principal es el banquete. Varios detalles evocan la masonería de un
modo muy concreto; el gesto ritual, por ejemplo: la mano derecha
entre el pecho y el mentón, la mano izquierda cayendo a lo largo
del cuerpo. Es exactamente el gesto propio del grado de Compañero
masón. El orden de los trabajos durante el banquete es interesante
también: ningún esclavo para servir la mesa, sólo jóvenes iniciados
que aprenden la humildad. Durante los banquetes masónicos
tradicionales, son los nuevos aprendices quienes se ocupan de esta
tarea. Durante esas reuniones que se celebran cada siete semanas,
los terapeutas se consagran al contenido esotérico de los libros
escritos por los antiguos; vestidos de blanco, con las manos
purificadas, ponen en marcha un pensamiento creador común para
contemplar lo invisible a través de lo visible. Sobre todo, pedían
los terapeutas, que no se confundieran los banquetes iniciáticos
con banales comilonas.
Vayamos ahora al siglo XVIII de nuestra era y releamos ese
fragmento del discurso escrito por el francmasón Ramsay: «Nuestros
festines no son lo que el mundo profano y el vulgar ignorante
imaginan. Todos los vicios del corazón y del espíritu se expulsan y
se proscribe la irreligión y el libertinaje, la incredulidad y la
orgía. Nuestras comidas recuerdan aquellas virtuosas cenas de
Horacio, donde se hablaba de todo lo que podía ilustrar el
espíritu, regular el corazón e inspirar la afición a lo verdadero,
a lo bueno y a lo hermoso». Idéntico ideal, por consiguiente;
además, el banquete masónico reposa sobre un simbolismo: la mesa es
el taller; el mantel, el velo del santo de los santos; el plato, la
teja; la cuchara, la llana; el cuchillo, la espada; el pan, la
piedra bruta; los manjares son los materiales de construcción del
templo.
Esenios, gnósticos y terapeutas contribuyeron a crear un
estado de animo y a propagar símbolos que no fueron olvidados en la
Edad Media y que se integraron, incluso, en las estructuras
masónicas del siglo XVIII. De esas asociaciones iniciáticas nació
un cristianismo no ortodoxo, que nunca desapareció por completo y
que hallo, con toda naturalidad, refugio en las cofradías
posteriores.
6
LOS ADEPTOS DE MITRA Y LA INICIACIÓN
ROMANA
La civilización romana no brilla, precisamente, por sus
cualidades espirituales y religiosas. A pesar de la tuerza de la
religión de Estado, enfeudada por lo demás a la política, Roma da
la imagen de una nación militar preocupada, sobre todo, por la
expansión material y económica. Sin embargo, Roma es la culminación
de las grandes civilizaciones antiguas que habían conocido la
primacía del espíritu; acogió en su seno tendencias iniciáticas,
tolerándolas a condición de que las cofradías se limitaran a sus
trabajos esotéricos y no se entregaran a la
política.
El gran movimiento iniciático que empapó la civilización
romana es, indiscutiblemente, el mitraísmo. Mitra, antiguo dios
iraní de la luz, penetró en Europa en el siglo I a.C. por medio de
los marinos procedentes de Cilicia. Se decía que había brotado de
un árbol o de una piedra, llevando un globo en una mano y el
zodíaco en la otra. Tras numerosas peripecias, había abandonado
esta tierra tras un banquete en compañía del sol. Esos progresos
del culto y el reclutamiento de los adeptos siguen siendo muy
misteriosos; ni siquiera se conoce el «programa» original de la
secta que tuvo un inmenso éxito en la Roma de los siglos II y III
de nuestra era; Trajano hizo construir incluso un nutbraeum en su
villa del Aventino y las mas altas autoridades civiles protegieron
a la cofradía. En 308, es el apogeo; Diocleciano, Cialeno y Licinio
van a Carnutum, cerca de Viena. Allí proceden a la consagración de
un templo de Mitra y reconocen al dios como protector supremo del
poder imperial. «Si el cristianismo hubiese sido detenido en su
crecimiento por alguna enfermedad mortal», escribió Ernest Renán,
«el mundo habría sido mitraísta".
Las mas graves dificultades siguieron muy de cerca al apogeo;
ciertamente. Juliano el Apostata, ferozmente anticristiano,
concederá sus favores al culto de Mitra. Las legiones romanas lo
practicaban con fervor y lo implantaban en todas partes por donde
pasaban. Inquietos, los jefes del cristianismo están muy atentos y
sus intrigas acaban teniendo éxito; en 389, en Alejandría, unos
revoltosos atacan un templo de Serapis y un templo de Mitra. Pese a
la resistencia de los sacerdotes, saquean los lugares santos y
dejan a sus espaldas numerosos muertos. Esa locura destructora
sucedía a los graves acontecimientos de 377, durante los que el
prefecto Graco había dado órdenes de devastar un mithraeum en Roma.
El instigador de esos actos violentos no era sino Ambrosio,
arzobispo de Milán. En febrero de 391, un decreto prohíbe los
cultos paganos en Roma; en noviembre de 392, cualquier práctica
pagana, incluso en privado, queda rigurosamente prohibida. Es un
golpe mortal para el mitraísmo, sobre todo porque su mayor apoyo,
el ejército romano, se debilita cada vez más. En los primeros años
del siglo v, no hay ya rastro de grandes celebraciones en honor de
Mitra. Sin embargo, esa excepcional sociedad secreta se había
implantado en Italia, en Francia, en Inglaterra, en Alemania, en
España y en muchas otras regiones, llegando hasta los límites del
imperio romano; el mayor templo de Mitra, que tiene veintiséis
metros de largo, se encuentra en Sarmizegetusa, en Rumania. Sin
duda fue en Alemania, lugar en el que el mitraísmo precedió al
cristianismo, donde tuvo más éxito; los mithraea eran muy
numerosos, los trabajos esotéricos de los iniciados se
concretizaron en representaciones artísticas que nos permiten
conocer el pensamiento de la secta.
Los templos de Mitra son por lo general bastante pequeños,
puesto que no estaban destinados a una gran multitud; en todo caso,
simbolizan el cosmos. La bóveda equivale al firmamento estrellado y
el conjunto debe presentarse como una gruta relativamente oscura; a
cada lado del eje central están dispuestas banquetas en las que se
sientan los iniciados. Al fondo, un gran panel esculpido muestra al
dios Mitra matando al toro; por ese acto, se convierte en dueño de
la energía misteriosa que crea la vida y propone a los adeptos que
sigan su ejemplo. Junto a la hornacina donde se alberga la
escultura, brilla eternamente una llama. Advirtamos, de paso, que
la disposición de los templos masónicos contemporáneos es
prácticamente idéntica a la de los templos de Mitra. Al igual que
el dios llevaba un gorro frigio, así el Venerable que dirige las
ceremonias en el grado de Maestro Masón lleva el sombrero de los
maestros de obras que fue, a veces, simbolizado en la Edad Media
por el gorro mitraico. En algunos lugares, el mithraeum propiamente
dicho es precedido por un vestíbulo que incluye una sala de espera
para los postulantes; corresponde al «gabinete de reflexión» de la
masonería donde el neófito muere para el hombre
viejo.
Advirtamos también la importancia del número siete, el del
Maestro Masón; además de los siete grados del mitraísmo que
trataremos más adelante, existen también edificios cuyo módulo es
siete, como el mitbraeum de Ostia, el templo de las siete esferas
que constituyen el universo. Las siete puertas del lugar santo
simbolizan los siete grados de la iniciación, y eran representadas
incluso, en mosaico, en algunos suelos.
Cuando un profano solicitaba su admisión entre los adeptos de
Mitra, sufría una larga preiniciación en la que recibía una primera
enseñanza que se refería, principalmente, a la astrología, las
relaciones del hombre con el universo y los primeros rudimentos de
la lengua de los misterios. Si los adeptos consideraban que el
neófito tenía posibilidades espirituales, intelectuales y morales
para participar en sus trabajos, le hacían prestar un juramento
cuyo texto se ha conservado: «Juro», decía, «con toda certeza y
toda buena fe, conservar el secreto de los misterios. Que la
fidelidad a mi juramento me sea benéfica, pero que la indiscreción
me sea maléfica».
Sobre la ceremonia de iniciación que señalaba la entrada en
la Orden, disponemos sólo de informaciones fragmentarias. Son sin
embargo muy interesantes y serán retomadas por la masonería. El
neófito, completamente desnudo, tenía los ojos vendados y las manos
atadas, como se ve en el mithraeum de Capua. En el momento
principal de la ceremonia, el postulante se tiende en el suelo para
simbolizar un cadáver; antes, había sido empujado por la espalda
pero un adepto le había impedido caer brutalmente al suelo. El
neófito ocupa, pues, el lugar del iniciado asesinado por la
incomprensión de los hombres; el papel de la comunidad es
resucitarle y hacer revivir el espíritu en cada nuevo adepto. Se
mostraba, incluso, al postulante, una espada empapada en sangre;
era la que se había utilizado en el asesinato del Maestro, la que
se utilizaría para castigar al perjuro. Naturalmente, se procedía a
las pruebas de la tierra, el aire, el agua y el fuego. En la
tercera prueba, por ejemplo, el iniciado cruzaba un foso lleno de
agua y en la cuarta, pasaba por encima de un brasero. Al finalizar
la ceremonia, el nuevo adepto estrechaba la mano derecha del
«Padre», el presidente de la asamblea. Esos detalles, demasiado
escasos, están tan cerca del ritual masónico que podemos imaginar
una transmisión ininterrumpida del ideal mitraico a partir del
siglo IV d.C. Como suele suceder, la supresión de la secta no se
vio acompañada por una supresión de su mensaje.
La iniciación completa comprendía siete grados. El primero se
llamaba «Cuervo» pues el pájaro aportaba a la humanidad las
enseñanzas de Mitra; el iniciado en este grado tenía por emblema
ritual el caduceo. El segundo grado era el «Nymphus», es decir, el
desposado; disponiendo de un velo de novio y de una antorcha,
celebraba la unión mística con el dios. En ese estadio, se
iluminaba el templo. El tercer grado es el «Soldado» que recibe una
espada; en cambio, rechaza la corona que se le ofrece porque no es
digno aún de la realeza espiritual que se alcanza al final de la
iniciación. El cuarto grado es el «León», vestido con un manto rojo
y disponiendo de una pala de fuego. Domina la acción solar y reina
sobre el fuego; durante el ritual de iniciación a ese grado, se
lavaba la lengua del postulante con miel que, luego, se extendía
sobre sus manos. El color de la miel es el oro, es un alimento
solar. El quinto grado es el de «Persia», revestido con una túnica
de plata. Sus manos son purificadas durante la iniciación y es
destinado a la guarda de los frutos de la tierra; tiene una hoz y
una guadaña. Sin duda alguna, el segador de las catedrales góticas,
puesto siempre en relación con un signo del zodíaco, es un lejano
recuerdo de ese grado iniciático. El sexto grado es el del
«Corredor del sol»; lleva un látigo, una antorcha y un globo. Tal
vez se encargue del orden de los banquetes sagrados. El séptimo y
último grado es el del «Padre», vestido exactamente como Mitra. Se
le entrega el bastón, el anillo y el gorro frigio. Detentador del
espíritu de la Orden, tenía por misión propagar la Sabiduría entre
sus pares y dirigir las ceremonias. Tras el voto de la comunidad,
él tomaba la última decisión en la admisión de un nuevo
miembro
o en el ascenso de un adepto a un grado superior. Finalmente,
en lo alto de la jerarquía, reinaba el Padre de los padres; raros
son, se decía, quienes pueden ocupar ese cargo, puesto que exige el
perfecto conocimiento de los símbolos revelados por el dios. Para
los adeptos de Mitra, cada uno de nosotros debe aprender a llevar
su fardo de la vida desarrollando el dominio de sí mismo; quemando
las impurezas de su alma con las pruebas iniciáticas, los adeptos
pasan del estado de esclavos al de hombres libres. «El héroe es un
justo», dice un texto, «y sin embargo sufre, pero esa prueba da
fruto». «En mis hombros», proclamaba un adepto, «llevo hasta el fin
el mandamiento de los dioses». El mitraísmo fue indiscutiblemente
una de las más ricas asociaciones iniciáticas de la antigüedad,
tanto por la fraternidad como por su organización simbólica; los
siete grados eran practicados en todo el imperio romano y
aseguraban una gran coherencia de la institución. Además, los
adeptos protegieron la artesanía y la agricultura; varios
arquitectos fueron iniciados en el mitraísmo y contribuyeron a
propagar sus ideas en las primeras corporaciones de constructores.
Ciertamente, la Iglesia consiguió destruir la secta; viendo que
algunos irreductibles se negaban a doblegarse, puso en practica un
principio que será constantemente respetado hasta el final de la
Edad Media e incluso más allá: «Recuperar» las ideologías vencidas
y cristianizarlas. La roca de Mitra fue asimilada a la piedra sobre
la que se fundó la Iglesia de Cristo. La gruta del toro, a Belén,
los pastores de Mitra, a los pastores que anuncian el nacimiento
del Salvador. Los polemistas cristianos intentaron demostrar que el
mitraísmo era una falsificación del cristianismo y que le había
robado sus más profundos símbolos. Algunos espíritus se dejaron
convencer, otros permanecieron en las sombras y siguieron
propagando el estado de ánimo de las sociedades
iniciáticas.
Los aspectos iniciáticos de la civilización romana no se
limitan sólo al mitraísmo; en el siglo II antes de nuestra era, los
cultos orientales y las religiones mistéricas ganaron para su causa
la alta sociedad de Roma y se extendieron, luego, al conjunto de
las clases sociales. Podríamos poner de relieve numerosos detalles
que se explican por su contenido esotérico; el famoso Hércules, por
ejemplo, fue considerado por los pitagóricos como el justo vencedor
de las pruebas rituales; en los sarcófagos galo-romanos se ven
compases, escuadras, niveles, plomadas, calaveras, signos
lapidarios, símbolos que serán retomados por las cofradías de la
Edad Media y por la masonería del siglo XVIII. Un iniciado,
Firmicus Maternus, empleó incluso el lenguaje de los cuatro
elementos para analizar el mundo: a Egipto le correspondía el agua;
a Frigia, la tierra; a Siria, el aire y a Persia, el fuego. Son los
cuatro países donde se practicó la iniciación y cuyos secretos se
reunieron en Roma. Un arquitecto como Vitruvio, venerado por los
albañiles medievales, afirmaba que quienes desean alcanzar la
perfección utilizando sólo la mano están condenados al fracaso; «ni
el espíritu sin el trabajo ni el trabajo sin el espíritu»,
escribía, «hicieron nunca perfecto a obrero alguno». Letrado,
geómetra, dibujante, matemático, historiador, filósofo, músico,
médico y astrólogo, Vitruvio dio a los siglos posteriores el
ejemplo de lo que debe ser un Maestro Arquitecto.
Para comprender bien el estado de ánimo de las corporaciones
de artesanos del imperio romano y seguir las huellas de las
cofradías iniciáticas, tenemos que evocar ahora a tres personajes
que los masones consideraron como iniciados: el rey Numa, el
escritor Apuleyo y el filósofo Boecio.
Numa, personaje histórico, fue también un personaje mítico.
Detentador del cargo de Gran Pontífice, se creía que había
organizado los ritos secretos y públicos de la religión romana; él
habría fundado las corporaciones de carpinteros, herreros, músicos
y curtidores, hacia el 700 a.C. Puesto que su alma era gobernada
por la virtud, protegió particularmente a los gremios de la
construcción y les dio reglas secretas. El hecho es muy importante
para el estudio de las fuentes de la francmasonería. En una época
muy remota, las corporaciones no eran, pues, simples asambleas de
obreros sino fraternidades iniciáticas que divinizaban al hombre
por el trabajo y velaban celosamente por sus ritos y sus secretos.
Cada colegio de artesanos disponía, por lo demás, de un local que
le estaba reservado y organizaba banquetes destinados a los
miembros de la cofradía. El nuevo iniciado prestaba juramento y se
inclinaba ante las reglas de la Orden, cuyas estructuras eran muy
flexibles; junto a los iniciados que trabajaban la materia, estaban
miembros llamados «honorarios» que eran intelectuales o grandes
personajes favorables a las cofradías.
Todo se explica cuando se conoce la leyenda según la cual
Numa era un discípulo de Pitágoras. Traduce la voluntad de los
masones de hacer coherente su historia y establecer una filiación
de carácter esotérico. Al parecer se descubrió incluso en Roma la
tumba de Numa; en su interior había un cofre donde el monarca había
encerrado libros que trataban de la enseñanza pitagórica. El Senado
los requisó y dio orden de que se destruyeran por medio del fuego,
pues semejantes escritos podían amenazar la seguridad del
Estado.
Después de la muerte de Numa a mediados del siglo I a.C., las
fraternidades de artesanos viven en paz. El poder político no
intenta controlarlas de cerca y se encargan de su propia gestión.
El prestigio del viejo rey es inmenso; sus fundaciones parecen
inspiradas por la divinidad y los colegios de constructores son
indispensables para la buena marcha de la vida social. Pero la
situación cambia en 64 a.C. La República suprime por decreto las
cofradías. Le parecen peligrosas para la estabilidad nacional. Esta
ley no fue muy eficaz y la abolieron poco tiempo después; a partir
de Augusto, las cofradías viven de nuevo una existencia apacible
pues el emperador no es indiferente al pensamiento esotérico. La
gran figura de Numa le parece una excelente «imagen de marca» para
la grandeza del imperio; el rey de la antiquísima Roma seguirá
siendo caro al corazón de las asociaciones masónicas, puesto que
supo unir la administración de la ciudad con el ideal
iniciático.
Recorramos un gran período de tiempo para encontrar a
Apuleyo, que nació hacia 125 y murió después de 170. Gran viajero,
pasó largas estancias en Atenas, Roma y Cartago. Apasionado por las
ciencias ocultas y por el mensaje de las sociedades iniciáticas,
fue iniciado a numerosos misterios orientales que florecían en Roma
por aquel entonces. Excelente orador, hizo una gran propaganda para
las sociedades iniciáticas a las que pertenecía y redactó tratados
de medicina, astronomía y arboricultura. Su obra más célebre es El
asno de oro en la que un tal Lucio es transformado en asno por un
maleficio. Tras muchas peripecias, dirige una plegaria a la luna y
solicita una muerte rápida que ponga fin a sus males. La diosa
Isis, conmovida ante tanto sufrimiento, se le aparece. «Acude al
recorrido de una procesión que se hará en mi honor», le dice, «y
come una de las rosas de la corona que el sacerdote lleva atada a
su sistro». Lucio lo hace y recupera de inmediato la figura humana.
Como está desnudo, le visten con una túnica y el sumo sacerdote le
dice: «Pon una cara alegre en armonía con la blancura de tu
vestido». Lucio acaba de abandonar, pues, la pesadez material del
hombre, simbolizada por el asno; con la absorción de la rosa
mística, emblema de un alto grado de iniciación, se prepara para su
futuro renacimiento. Sintiendo un inmenso agradecimiento por la
diosa, acecha la apertura de las puertas de su templo. Impaciente,
acude al sumo sacerdote y le pide la iniciación. «Espera», responde
el sumo sacerdote, «no sucumbas a la precipitación ni a la
desobediencia. La propia diosa te anunciará el momento favorable».
En efecto, Isis se le aparece durante la noche y Lucio comprende
que el acto de la iniciación representa una muerte voluntaria y una
salvación obtenida por la gracia. Tras numerosas purificaciones, el
sumo sacerdote le da en secreto ciertas instrucciones que superan
la palabra humana.
A Lucio se le imponen diez días de ayuno ritual antes de la
ceremonia de iniciación, que dura toda una noche. El sumo sacerdote
le ofrece una túnica de lino y le introduce en la parte más
apartada del santuario; a partir de aquel momento, Apuleyo se niega
a revelar nada más. Reconoce también: «Me he acercado a los límites
de la muerte, he hollado el umbral de Proserpina y he vuelto,
llevado a través de todos los elementos; en plena noche, he visto
brillar el sol de un modo refulgente; me he acercado a los dioses
de abajo y a los de arriba, los he visto cara a cara y los he
adorado de cerca». A la mañana siguiente de la iniciación, Lucio es
coronado de palmas y lleva doce vestidos de consagración que
corresponden a los doce signos del zodíaco. El sumo sacerdote se
llama Mitra. Luego, Lucio recibirá dos nuevas iniciaciones sobre
las que mantiene un silencio total.
La obra de Apuleyo tuvo un inmenso éxito, su profundo
conocimiento de la iniciación alegró el corazón de los adeptos que,
a continuación, adoptaron de buena gana el cuento o la fábula de
apariencia grotesca para transmitir el pensamiento iniciático a
quienes supieran leer entre líneas.
El tercer personaje al que los masones consideraban uno de
los suyos es el filósofo Boecio. Nacido en 480, pertenece a una
rica familia y hace largos estudios científicos. En 510, es maestro
de los oficios de palacio en la corte de Teodorico, de quien es
amigo personal.
Tiene gran influencia sobre el monarca; su nobleza algo
altiva despierta envidias y, poco a poco, sus enemigos lo hacen
sospechoso para Teodorico. A consecuencia de una acusación
absolutamente fabricada, Boecio es encarcelado en Pavía. Es
culpable, afirman los testigos falsos, porque ha ocultado
documentos oficiales y ha querido dañar el poder de los godos.
Boecio intenta defenderse, pero el proceso está trucado; el 23 de
octubre de 524 es ejecutado. Como san Dionisio, tomó su cabeza
cortada entre las manos y la llevó a un altar, en señal de ofrenda
a Dios. En el siglo XI, el emperador Otón hizo que sus restos
fueran depositados en una tumba de mármol.
La Edad Media admiraba mucho La consolación de la filosofía,
la obra que Boecio escribió durante su doloroso cautiverio.
Aparecía como la obra de un justo capaz de resistir el sufrimiento
y la estupidez de los hombres porque había recibido el sacramento
de la iniciación. Esta filosofía es una mujer enorme de ojos
ardientes. Con su frente, toca el cielo. Lleva un cetro y dos
libros, el uno abierto, el otro cerrado. Los escultores medievales
la representaron en Laon y en Notre-Dame de París; la convirtieron
en uno de los símbolos de Nuestra Señora de los Cielos, patrona de
las cofradías de albañíles. «La verdadera nobleza», escribió
Boecio, «es conferida por los ancestros iniciados». Detentan la
tradición y hacen participar en los misterios a quienes son dignos
de ello. Si el hombre escucha la máxima de Pitágoras, «seguir a
Dios», se divinizará y conocerá la naturaleza profunda de la
vida.
El mitraísmo legó a la posteridad símbolos y un marco ritual
muy coherente; iniciados como Numa, Apuleyo y Boecio le legaron
cierto tipo de pensamiento, una forma de ideal que fue apreciada en
su justo valor por las cofradías de constructores. Mientras que el
paganismo político se derrumbaba, la sustancia iniciática del mundo
antiguo encontraba naturalmente refugio en los colegios de
artesanos. Será útil hacer un breve paréntesis y preguntarnos por
la manera como la Iglesia cristiana apreciaba el modo de vida de
los constructores de edificios.
7
LOS CONSTRUCTORES Y EL CRISTIANISMO
PRIMITIVO
El cristianismo nace en una sociedad donde los más altos
valores espirituales son detentados por las sociedades iniciáticas.
No las ignoró y, a partir del siglo IV, se mostró a menudo
injurioso o crítico con ellas. Por su lado, los iniciados habían
recibido la orden de no abrir ciertos libros herméticos ante los
cristianos, por miedo a que éstos se apoderaran de ellos para
destruirlos. En esta oposición, unas veces abierta, otras latente,
entre cristianismo y sociedades iniciáticas, tres fechas destacan
entre otras: 313, 351 y
375. En 313, Constantino hizo promulgar el edicto de Milán
que concedía la libertad de culto a los cristianos y a los no
cristianos. En realidad, es una gran victoria de la nueva religión
que gana la confianza del poder y se convierte en la fe oficial. El
clero recibe mucho dinero, se construyen numerosas iglesias, los
prelados ejercen una notoria influencia política. En 351, el
emperador Juliano comienza a apartarse del cristianismo; ha
estudiado mucho las doctrinas neo-platónicas que son ampliamente
difundidas por las cofradías iniciáticas y encuentra más riqueza en
este tipo de pensamiento que en la religión cristiana. El emperador
es iniciado en el culto de Mitra hacia 358 y amenaza seriamente a
la Iglesia; pero su brutal muerte pone fin a la ola de
anticristianismo que él favorecía. Hacia 375, el filósofo
Prisciliano alumbra una secta cristiana muy original, cuyo objetivo
es liberar al cristianismo de la administración romana. Rechazando
cualquier jerarquía, Prisciliano intenta unir a quienes considera
como verdaderos adeptos a Cristo, especialmente a los agnósticos.
Para él, sólo cuenta la Iglesia primitiva y desprovista de tastos
exteriores y de ambiciones políticas. Prisciliano obtuvo cierta
audiencia; un personaje tan importante como san Martín de Tours le
prestó, incluso, atento oído e intentó favorecer, de un modo
discreto, a la cofradía. Pero Roma velaba; tras el peligro pagano
reavivado por Juliano, llegaba ahora otro peligro procedente del
interior de la religión cristiana. Prisciliano fue ejecutado, su
biblioteca de escritos esotéricos, dispersada; los adeptos que se
habían reunido a su alrededor entraron en la clandestinidad y su
cofradía desapareció definitivamente.
Estos pocos recuerdos históricos demuestran que los comienzos
de la cristiandad fueron bastante movidos en el terreno de la fe.
Por eso debe plantearse una pregunta: ¿existía una iniciación
específicamente cristiana? No es posible responder con certeza
absoluta, pero poseemos sin embargo documentos bastante
significativos. Si se examina, por ejemplo, la obra del seudo
Dionisio el Aeropagita, se advierte que pide a sus hermanos
cristianos que alcen sus ojos hacia la iniciación. Al recibir el
«depósito» de los misterios, comprenderán los ritos y los símbolos,
recibirán un nuevo nombre. Hay, dice Dionisio, un secreto divino en
la jerarquía que conocen quienes han superado los tres grados de
iniciación. El título más elevado es el de «Monje»; totalmente
desnudo durante la ceremonia, recibía nuevas ropas tras el beso de
paz. Ahora bien, ese Dionisio obispo de Atenas que predicaba la
iniciación cristiana fue confundido en la Edad Media con otro
Dionisio, obispo de París; Suger, uno de los creadores del arte
gótico y abate de Saint-Denis, se refirió a Dionisio para
magnificar la luz y convertir su iglesia en una de las más hermosas
catedrales francesas. Una vez más, nos vemos obligados a admitir
una tradición oral que une a los adeptos de la iniciación a través
del tiempo y del espacio.
El gran pensador cristiano no era el único que reconocía la
importancia de un «cristianismo mistérico»; si se examina el modo
como se hacía el reclutamiento cristiano a comienzos del siglo III,
se advierte que responde a las reglas habituales de las sociedades
ini-ciáticas. Cada miembro, en efecto, podía llevar hasta la fe a
un profano; los sacerdotes supervisaban su acción con gran
serenidad en la elección final. Por aquel entonces, el
cristianismo, al parecer, no deseaba a toda costa convertirse en
una religión de masas sino, más bien, engendrar una élite
espiritual. Releamos los consejos de Hipólito de Roma sobre la
admisión de los neófitos: «Que se les pregunte la razón por la que
buscan la fe. Quienes los traigan darán testimonio con respecto a
ellos para que se sepa si son capaces de escuchar la palabra. Que
se examine también su estado de vida. Que se haga una investigación
sobre los oficios y profesiones de aquellos a quienes se lleva a la
instrucción». Por consiguiente, no se hace cristiano quien quiere.
La preparación para el bautismo es claramente designada como una
preiniciación al misterio divino y se pone a prueba a los
catecúmenos durante tres años; «si alguien muestra celo y persevera
bien en esta empresa», sigue diciendo Hipólito, «que no se le
juzgue según el tiempo sino según su conducta».
Se exige a los iniciados cristianos una gran asiduidad a la
reunión; no se trata de una regla administrativa sino de un
principio sagrado que expresa en estos términos el texto titulado
Didascalia de los apóstoles: «Que nadie disminuya la Iglesia
acudiendo sólo a ella para no disminuir en un miembro el cuerpo de
Cristo». No podría plasmarse mejor una de las bases espirituales de
la masonería, y a la frase cristiana: «¡Arriba los corazones!»,
responderá la frase ritual de los masones: «¡Arriba los corazones
en fraternidad!». Un himno del siglo XVIII, destinado a la cena,
dicta una línea de conducta sin la que una sociedad iniciática no
tendría razón de ser alguna: «Reunámonos como uno solo y velemos
por no estar, en absoluto, divididos en espíritu. Que cesen las
malas querellas, que cesen las diferencias. Un camino estrecho y
difícil lleva a lo alto, es largo y escarpado cuando sube. Pero el
amor fraternal da la vida eterna».
Este amor fraterno encuentra una de sus más conseguidas
expresiones en el banquete. Para los cristianos, se trata de una
comida sagrada que recuerda la cena e instaura un vínculo religioso
entre los participantes. Hay un aspecto sobrenatural en el hecho de
comer juntos, pues los cristianos comulgan a la vez entre sí y con
Dios. Hemos visto ya lo que esta concepción debe a los esenios y a
otras cofradías iniciáticas; la masonería, que se limitó a menudo a
banquetes bien provistos, conservó sin embargo la dimensión
iniciática de esta reunión fraternal. En la apertura de los
«Trabajos de Mesa», el Venerable pronuncia aún estas palabras:
«Hermanos míos, iniciados en los misterios del arte real, sabemos
que el masón participa de la Carne y el Espíritu. Por eso os ruego,
Hermanos Vigilantes, que os unáis a mí para abrir estos Trabajos de
Mesa, encendiendo las antorchas. Esta luz que brillará durante
nuestros ágapes fraternos nos recordará que la llama espiritual que
se nos transmitió nunca debe extinguirse en
nosotros».
Hemos visto que existía, en el seno del cristianismo, un
clima que a veces puede ser calificado de «iniciático», en el
sentido más noble del término. Intentemos ahora ser más precisos y
comencemos poniendo de relieve, en los textos cristianos, una
expresión cara a los masones: «Hijos de la Luz», dice Ignacio de
Antioquía a los ciudadanos de Filadelfia, «huid de las divisiones y
las malas doctrinas». En todas las épocas, al parecer, quienes
intentan vivir la vía iniciática reciben ese «título» de Hijos de
la Luz que es especialmente puesto de relieve en la historia de san
Lorenzo. Éste velaba por el tesoro secreto de la casa de Dios,
cuyas llaves poseía. El prefecto exige que le entregue esas
considerables riquezas; Lorenzo acepta sin hacerse de rogar y el
prefecto se alegra de antemano, convencido de que los cristianos
ceden ante la primera amenaza. Poco después, Lorenzo pide audiencia
al prefecto y le presenta a mendigos, tullidos, ciegos y «pobres de
espíritu». «¿Qué significa esa mascarada?», pregunta el prefecto.
«Exigías las riquezas de Dios», responde Lorenzo. «Te las ofrezco;
son los Hijos de la Luz quienes ahora se presentan ante ti. Su
cuerpo está dolorido, su alma es pura.» Loco de rabia, el prefecto
hizo ejecutar a Lorenzo.
Los masones, Hijos de la Luz, trabajan a la gloria del Gran
Arquitecto del Universo. Se creyó por mucho tiempo que esta última
expresión era bastante reciente; en realidad, era conocida ya en el
antiguo Oriente Próximo y se encuentra también, con una forma algo
modificada, en una carta de Clemente de Roma a los corintios: «Que
el artesano del universo», escribe, «mantenga en la tierra el
número contado de sus elegidos. Él nos llevó de las tinieblas a la
Luz, de la ignorancia al Conocimiento». En un himno que data de
comienzos del siglo V, la iglesia de Epifanio de Salamina es
calificada de «paraíso del Gran Arquitecto», lo que constituye una
excelente definición poética de una logia
masónica.
Por dos veces al menos, el cristianismo presenta a Dios como
el constructor por excelencia. Recordemos la visión del profeta
Amos: «He aquí que el Señor estaba de pie en un muro, hecho con el
nivel y, en su mano, había un nivel. Y el Eterno me dijo: "¿Qué
estás viendo, Amos?". Y yo le dije: "Veo un nivel". Y el Señor
dijo: "Pondré el nivel en medio de mi pueblo de Israel; no seguiré
perdonándolo"». En la masonería, el Primer Vigilante es el que
tiene el nivel. En la jerarquía de los Oficiales masónicos, viene
inmediatamente después del Venerable y su papel es el de formar a
los futuros maestros sin «perdonarles» ninguna debilidad. La
historia de Job nos proporciona un segundo pasaje bíblico donde el
Dios cristiano afirma que construyó el universo con sus manos;
habla con Job y, en una serie de preguntas teñidas de ironía, le
muestra la distancia que existe entre Dios y el hombre: ¿quién fijó
las medidas de la tierra, quién tendió sobre ella un cordel? ¿Quién
aplicó el nivel? ¿Quién puso la piedra angular para
sostener?
Dos arquitectos humanos, David y Salomón, recibieron el
encargo de concretizar los planos del Arquitecto divino. Numerosos
textos masónicos, como el manuscrito Dumfries Nº 4, se refieren a
esos dos reyes considerándolos como ilustres masones que aplicaron
las reglas del Arte Real. A David le gustaban mucho los albañíles y
les confió la construcción del templo tras haber concebido con
ellos las constituciones que les fueran propias. Se trataría de
diez palabras escritas por el dedo de Dios en las tablas de mármol
entregadas a Moisés.
David, a causa de los errores de su vida personal, no tuvo
derecho a ver terminado el templo. Entregó el plano completo a su
hijo Salomón, un plano que está escrito desde toda la eternidad en
la mano de Yahvé. Según la leyenda, Salomón habría tenido a sus
órdenes ochenta mil obreros y más de tres mil maestros albañiles;
confirmó las constituciones que David les había concedido y se
convirtió en su Gran Maestro. Fue glorificado viviendo entre sus
pares y nombró a Hiram Maestro de Obras, para que dirigiera a los
arquitectos, los grabadores y los escultores. Salomón e Hiram son,
indiscutiblemente, los dos personajes clave de la francmasonería;
cada Venerable está sentado en la cátedra del rey Salomón y el
nuevo Maestro masón, en su iniciación, hace que Hiram
reviva.
Esta profunda ascendencia bíblica se ve confirmada por cierto
número de textos cristianos que insisten en el valor simbólico y
espiritual de la piedra. «Sois las piedras del templo del Padre»,
dice Isaac de Antioquía a los efesios, «sois también todos los
compañeros de camino, portadores de Dios». San Agustín marca muy
bien la relación que existe entre el Gran Arquitecto y los
iniciados: «Las piedras son extraídas de la montaña por los
predicadores de la verdad, y son escuadradas para poder entrar en
el edificio eterno. Hay hoy muchas piedras en las manos del Obrero;
quiera el cielo que no caigan de Sus manos, para poder, una vez
terminado su tallado, integrarse en la construcción del Templo».
Este lenguaje sigue empleándose en las logias masónicas
contemporáneas; se dice que el aprendiz masón es una piedra en
bruto que debe tallarse a sí misma, para convertirse en una piedra
cúbica.
El propio Cristo es una piedra viva rechazada por los
hombres. «Vosotros mismos», dice san Pedro en su primera Epístola,
«como piedras vivas, prestaos a la edificación de un templo
espiritual, para un sacerdocio santo, en vistas a ofrecer
sacrificios espirituales». La raza de quienes reconocen la Piedra
fundamental es la de los elegidos. El poeta latino Prudencio, cuya
leyenda afirma que había sido iniciado en la masonería, pensaba que
la piedra de caballete es inmortal y que subsistirá tras la ruina
de cualquier templo. «Sí», escribía, «el ángulo edificado con esta
piedra que despreciaron quienes construían permanecerá siempre, por
los siglos de los siglos. Hoy, es la clave de bóveda del tiempo.
Mantiene el ensamblado de las piedras nuevas». El corobispo de
Alepo, Balai, muerto en 460, compuso un himno admirable para la
consagración de una iglesia; en unas pocas frases, resume el ideal
de las sociedades iniciáticas de la antigüedad y anuncia el de la
masonería medieval: «Que el templo interior sea tan hermoso como el
templo de piedras». Dios construyó al hombre para que el hombre
construya para Dios; al construir el templo, los albañiles entran
en el reino celestial.
Hemos entrado ahora en la era cristiana, tras haber evocado
cierto número de antiguas cofradías iniciáticas cuya influencia
sobre la francmasonería primitiva no puede negarse. La Alta Edad
Media se anuncia con su primera gran figura de maestro de obras,
san Eloy, que vivió de 588 a 659. Su historia es digna de interés:
orfebre lemosino, recibió un encargo del rey Clotario II. Tenía que
llevar a cabo una obra maestra: un sitial para el monarca. Su arte
era de tal perfección que consiguió crear dos sitiales con los
materiales destinados a uno solo. El rey Dagoberto hizo a san Eloy
ministro de finanzas y le pidió que construyera una gran abadía en
tierras de Solignac, cerca de Limoges. San Eloy en persona dibujó
los bocetos e imaginó los planos; a lo largo de toda su carrera
política, no dejó de practicar la orfebrería fabricando relicarios.
Por ello se convirtió en el venerado patrón de todos los artesanos
que utilizan un martillo en su trabajo. San Eloy es el prototipo
del hombre completo, administrador, maestro de obras y artesano al
mismo tiempo; honra las mas profundas cualidades del espíritu y de
la mano, trazando en la Edad Media una línea de conducta ideal, una
de cuyas consecuencias será la aparición de la francmasonería en el
sentido estricto del término. Debemos ahora abordar este largo
período donde la imagen histórica de las cofradías de constructores
en general y de la masonería en particular irá
precisándose.
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NACIMIENTO Y FULGOR DE LAS COFRADÍAS
MASÓNICAS EN LA EDAD MEDIA
Si existe un período de la historia difícil de estudiar, éste
es el de la época de la aventura occidental que va del siglo IV de
nuestra era al siglo x. A primera vista, el cristianismo es la
nueva fuerza esencial que se lanza a la conquista del mundo, una
fuerza espiritual que a menudo sabe apoyarse en poderes temporales.
Pero la realidad es mucho más tortuosa; numerosas culturas se
enfrentan en la Galia, en Alemania, en Irlanda, en las lejanas
fronteras del imperio romano; a menudo, el cristianismo cubre con
sus creencias las viejas religiones sin por ello destruir sus
bases. Nuestro propósito no es, claro está, analizar todos los
sucesos acontecidos durante esos siglos sino encontrar, aquí y
allá, el rastro de las asociaciones iniciáticas de constructores
que vivirán, en los siglos XII y XIII, un extraordinario
apogeo.
Hacia 315, un monje egipcio llamado Pacomio crea una
institución que desempeñará un papel fundamental en el destino de
la espiritualidad y el arte occidental: la comunidad monacal, donde
unos hombres ávidos de Dios aprenden a vivir juntos al servicio del
espíritu. Junto a los eremitas solitarios, los grandes monasterios
pacómicos albergan de mil a dos mil monjes entre los que se
encuentran albañiles y carpinteros. Son primero empleados en la
construcción del propio monasterio, en cuyo interior
les
Sin duda alguna -y a pesar del carácter paradójico de esta
afirmación, según algunos- la institución monástica es la que
permitió a los constructores sobrevivir y, más tarde,
desarrollarse. Sin los monjes, los francmasones de la Edad Media
probablemente no habrían existido o, al menos, no habrían gozado de
demasiada proyección. Como acabamos de ver, las primeras
comunidades monacales acogieron en su seno a constructores. Además,
la regla de vida definida en el siglo IV por san Basilio concordaba
perfectamente con las ideas de las antiguas corporaciones
iniciáticas. – El aislamiento absoluto. decía Basilio. ‹es
contrario a la voluntad de Dios. Todos los hombres que creen en Él
constituyen un gran cuerpo cuya cabeza es el Señor; para vivir en
armonía con ella, es necesario vivir en comunidad para que los
Hermanos corrijan mutuamente sus defectos. La vida de los
anacoretas-, concluye, – desemboca en el mas monstruoso egoísmo»,
ese vicio abominable que aparta de Dios. La regla comunitaria es,
ante todo, la humildad que permite a cada cual recibir una
enseñanza del otro y darle una a su vez. Tales perspectivas sólo
podían alegrar a los constructores que tuvieron un nuevo punto de
fijación en Occidente cuando san Martín fundó la abadía de
Marmoutier en 372.
Durante el siglo v, Gran Bretaña nos proporciona un hito en
nuestra investigación. Hacia 43 d.C, los artesanos empleados por
las legiones romanas habían trabajado en aquellos lejanos parajes,
edificando torres y murallas destinadas a proteger a los ciudadanos
romanos de los ataques escoceses. Estas obras militares se
prolongaron hasta comienzos del siglo III; algunos artesanos
regresaron al continente, otros fundaron un hogar y se quedaron
allí. Comunicaron su ciencia a los bretones, lo que explica el
nacimiento, en el siglo V, de la cofradía de los culdeos que
sustituye a los colegios de constructores romanos. De obediencia
cristiana, los culdeos guardaban sin embargo el secreto de sus
técnicas y sus reuniones. Con bastante rapidez, rechazan la
civilización romana y las formas artísticas para preferir de nuevo
el simbolismo céltico del que tendremos que
hablar.
El sombrío año 406 marca el inicio de las grandes invasiones
y de la decadencia romana. En 410, Alarico entra en Roma, dando el
ejemplo a los pueblos bárbaros que van a invadir Europa. No hay ya
poder central, no hay autoridad capaz de garantizar la seguridad de
los ciudadanos. Por esta razón, los grandes encargos
arquitectónicos desaparecen; muchos artesanos están sin trabajo y
buen número de ellos elige el exilio de Bizancio. Pese a la
inseguridad, fueron numerosos los viajes y los contactos entre
constructores occidentales y orientales; por eso Francia, en los
siglos V y VI, ve levantar un número respetable de edificios
civiles y religiosos donde es muy pronunciada la influencia
oriental.
En 476 finaliza el imperio romano de Occidente. Una gran
página de la historia ha quedado definitivamente atrás. En este
gran caos, los hombres que siguen pensando que la vida tiene
sentido no lo buscan ya en Roma: se vuelven hacia Irlanda, patria
inviolable del celtismo que, sin embargo, entreabre sus puertas al
cristianismo traído, una vez más, por los monjes. Su encuentro con
los albañiles culdeos es positivo; los culdeos son ahora monjes
constructores organizados en colegios. Admiten el matrimonio y no
reconocen la autoridad suprema del papa romano, al que consideran
como un simple obispo. Entre los culdeos están los descendientes de
los druidas y de los bardos celtas, cuya vocación cristiana fue,
sobre todo, un modo de pasar desapercibidos. Pese a estas
restricciones, los monjes procedentes del continente y los
constructores autóctonos se entienden a las mil maravillas para
crear grandes ciudades enteramente monacales. Algunos barrios son
atribuidos a los maestros albañiles y a los maestros carpinteros
que gozan, así, de cierta autonomía. Necesitan a los monjes, los
monjes los necesitan a ellos. Se trata d" DIV un la a que por en de
los es se del y HEIGHT: WIDTH: nada».A finales del siglo XIV,
el termino «francmasón» ha entrado en las costumbres; la cofradía
es poderosa y respetada aún, pues mantiene la prueba de la obra
maestra que debe realizar el neófito para formar parte de la Obra.
Todos saben que solo los francmasones son capaces de levantar
grandes edificios y llevar a cabo las más difíciles obras de
arquitectura y escultura. Advirtamos que no existe organismo
masónico central que tome decisiones para la totalidad de las
logias europeas; cada logia conserva su autonomía hasta el punto de
que emplea el manuscrito de los «Antiguos Deberes» que más le
conviene.
Debe señalarse una importante innovación; se construyen más
logias permanentes que se convierten en lugares de reunión
habituales. Antaño, se desmontaba la logia construida a lo largo de
un muro de la catedral que estaba levantándose.
El siglo XV se inicia, para las cofradías masónicas, con un
acontecimiento dramático: en 1401, en Orleans, se produce una
escisión en los compañerismos. Los Compañeros del Deber de Libertad
reclaman su autonomía, no deseando ya estar enfeudados a la
Iglesia, por poco que sea. Los demás masones mantienen cierto apego
a la religión. Esta crisis de conciencia interna se conoce
rápidamente en el exterior; en Chartres, por ejemplo, se suprimen
los privilegios de los albañiles. En 1404, el Gran Maestro Raymond
du Temple desaparece, siendo ésta una cruel pérdida para la Orden,
que es muy criticada en Francia. En Inglaterra, el arzobispo de
Canterbury está a la cabeza de la francmasonería desde comienzos de
siglo. Le proporciona así un aval oficial.
Hacia mediados de siglo, los maestros de obras comprenden que
es preciso definir de nuevo las bases de la masonería, sospechosa
de herejía. En 1459, diecinueve maestros y veintiséis compañeros se
reúnen en Ratisbona bajo la presidencia de Jost Dotzinger, maestro
de la Logia de Estrasburgo cuya gloria brilla todavía en toda
Europa. Deciden revisar las antiguas costumbres de las logias y
redactar nuevas Constituciones para los canteros. Los reglamentos
de Ratisbona y las Constituciones de Estrasburgo concretan varios
puntos de la regla de vida de los iniciados y se aplicarán todavía
a comienzos del siglo XVlll.
Revelemos algunos detalles: la jerarquía comprende tres
grados: Aprendiz, Compañero y Maestro. Ningún profano será admitido
en las asambleas masónicas que sólo acogerán a los iniciados que
hayan pasado por las pruebas rituales. La Orden se gestiona a sí
misma en el plano administrativo y se hace su propia justicia. Los
saludos y los signos particulares de la cofradía se mantienen, el
simbolismo sigue siendo la base de la enseñanza masónica. Los
hermanos se reunirán regularmente para trabajar en problemas de
orden espiritual o técnico; celebraran banquetes rituales que no
deben degenerar en borrachera, pues el francmasón respeta en
cualquier circunstancia la dignidad del hombre iniciado. En el
trabajo, será preciso buscar siempre la perfección sin por ello
glorificar al obrero que es sólo el instrumento de Dios. Por ello,
todo masón es obligatoriamente un hombre de fe.
Jost Dotzinger y sus hermanos insisten especialmente en un
punto: el secreto masónico ha de mantenerse íntegro y ningún
albañil tendrá derecho a divulgar ni el más mínimo detalle. La
importante reunión de 1459 tenía un objetivo principal: ¿había que
abrir la francmasonería al mundo exterior y ofrecer a todos sus
riquezas? En su alma y conciencia, los maestros respondieron
negativamente. La época no les parecía preparada para semejante
transmisión; consideraron que afrontaban los rigores de una edad
sombría y que la única solución benéfica consistía en replegarse en
sí mismos, a la espera de días mejores. Los acontecimientos
sucesivos iban a darles la razón.
En 1495, parte de Inglaterra un inesperado ataque contra la
masonería. El rey Enrique VIII detesta las asambleas secretas de
los masones que, a su juicio, están en desacuerdo con su modo de
gobernar e intentan ponerle trabas. Para quebrar el poder de la
Orden, prohíbe el uso de los signos de reconocimiento. Esta
decisión, bastante ingenua y prácticamente inaplicable, no tendrá
consecuencia alguna.
A finales del siglo XV, la francmasonería tiene más de
treinta mil miembros, los más influyentes de los cuales se
encuentran en Alemania. Viajan mucho todavía, efectuando verdaderas
giras por Europa durante las que identifican los innumerables
signos lapidarios grabados en los edificios, signos que forman «la
más noble y la más recta organización fundamental de los canteros».
Sin duda de esta época data un relato que los masones aprecian
mucho: un viandante observaba a tres obreros que trabajaban en una
obra. «¿Qué hacéis?», les preguntó. «Me gano la vida», respondió el
primero. «Tallo una piedra», respondió el segundo. «Construyo una
catedral», respondió el tercero, que era un compañero
iniciado.
Detengamos un instante nuestro relato y echemos una
mirada a ese siglo XVI, tan desfavorable para la francmasonería.
Dos escritores franceses, Montaigne y Rabelais, resumen bastante
bien, a nuestro entender, los valores de ese tiempo. Montaigne es
un gran burgués, ama por encima de todo su individualismo y no
siente especial afecto por las comunidades y las cofradías.
Filosofar y meditar son, para el, tareas esenciales; y eso exige
aislamiento e independencia. Montaigne detesta a los arquitectos
que se hinchan con esas «grandes palabras» como pilastras,
arquitrabe, dórico o jónico; es un intelectual y un hombre
respetable que no se preocupa en absoluto por la tradición
iniciática. Rabelais, en cambio, se apasiona por esta tradición.
Muy probablemente estuvo afiliado a la francmasonería y se entregó
durante muchos años a la práctica de la astrología y de la
alquimia; amigo de Philibert Delorme, maestro de los masones del
reino, frecuenta también los círculos herméticos y las escasas
organizaciones caballerescas que subsisten aún. Rabelais es un
«especulativo», un pensador, pero sabe concretizar su experiencia
iniciática con la escritura. Montaigne por un lado, Rabelais por el
otro; dos estilos de vida que se ignoran, dos tipos de personajes a
quienes los francmasones observan con atención sin percibir
perfectamente su razón de ser.
En 1600, la logia masónica más importante es la de Edimburgo.
Acepta en sus filas a un «especulativo puro», es decir, a un
pensador que no se interesa en absoluto por el trabajo manual. El
ejemplo será seguido un poco por todas partes. En 1607, el
arquitecto Iñigo Jones es el Gran Maestro de los masones ingleses.
Jones no es ya un Maestro de Obras tradicional sino un hombre
cultivado y brillante que disfruta los placeres mundanos. Sus
preferencias se dirigen al estilo italiano académico, desprovisto
de cualquier simbolismo y de cualquier esoterismo. A partir de
1620, podemos afirmar que la antigua masonería es claramente
minoritaria con respecto a los intelectuales que proporcionan,
ahora, los mayores contingentes de masones; poco a poco, la antigua
cofradía se convierte en una «sociedad de pensamiento» que ignora
los compañerismos obreros. Con toda naturalidad, las logias
masónicas comienzan a interesarse por todas las ideas nuevas y por
todas las doctrinas extrañas que atravesarán, de manera
subterránea, el siglo XVII.
En 1623, unos curiosos carteles adornan los muros de París.
Están firmados por cierta cofradía de rosacruces cuyos miembros
hablan todas las lenguas. Que los hombres de buena voluntad se unan
a ellos; les harán invisibles y les transportarán al país que
elijan. Que los postulantes tengan cuidado, sin embargo; si sus
intenciones no son puras, nunca encontrarán el refugio de los
Hermanos Rosacruces. Ya en 1614, el movimiento rosacruz era
conocido en Alemania, donde había publicado importantes textos
esotéricos. La rosa era símbolo del secreto; reunirse «subrosa»,
bajo la rosa, es celebrar un banquete iniciático donde cada
comensal intenta descubrir el misterio de la vida. Los rosetones de
nuestras catedrales y la rosa de oro ritual del papa atestiguan la
antigüedad de este pensamiento. Curiosamente, se ve en el sello de
Martín Lutero una cruz en cuyo centro hay una
rosa.
Los misterios rosacruces han hecho correr mucha tinta y nos
preguntamos aún sobre sus relaciones exactas con la francmasonería.
Ciertamente, los masones celebran su mensaje en el nivel de los
altos grados que lleva el nombre de «rosacruz» y algunos pensaron
que el enigmático movimiento del siglo XVII era un mito creado,
pieza a pieza, por los masones apasionados por el esoterismo. Uno
de los más célebres rosacruces, Johann-Valentin Andreae
(1586-1654), fue abad de Bebenhausen y mantuvo contacto con los
constructores.
El cartel de 1623 daba otras precisiones; los rosacruces no
conocen el hambre, ni la sed, ni la vejez. Tienen un Libro Sagrado
en el que se revelan todos los secretos de! universo, un libro
donde se dice todo. Para conocerles, hay que tener ojos más
penetrantes que el águila, que es el único ser que puede mirar la
luz sin abrasarse los ojos; el águila figura, por lo demás, en los
altos grados masónicos. Los rosacruces fundarán una sociedad nueva
tras haber destruido el poder del papa, al que identifican con el
Anticristo. Prosiguen la obra de su fundador, Christian Rosenkreutz
(es decir, Cristian Rosa-Cruz), el gran viajero que recibió
numerosas iniciaciones y murió a la edad de ciento seis años. El
emplazamiento de su tumba sólo lo conocen algunos iniciados; este
detalle evoca el mito de Maese Hiram cuya sepultura sólo es
accesible, igualmente, a los maestros.
Los textos de los rosacruces son de un grandísimo interés;
demuestran su extenso conocimiento del simbolismo esotérico y
atestiguan, igualmente, un gran dominio de la arquitectura
tradicional. Sin afirmar nada de modo definitivo, puede suponerse
que miembros de la masonería tradicional intentaron, moldeando el
mito rosacruz, llevar a la iniciación a cierto numero de personas
por la vía de lo extraño y lo maravilloso, que agrietaba un poco el
estrecho racionalismo del siglo XVII.
En 1634, la Logia de Edimburgo admite a tres nobles que,
luego, no la frecuentaran demasiado, Es sin embargo una evolución
importante; tras haber recibido a no manuales, la masonería
comienza a interesarse por las mas altas clases de la sociedad
profana.
De 1642 a 1649, Inglaterra es desgarrada por la guerra civil,
(católicos, anglicanos y presbiterianos se degüellan mutuamente v
las matanzas suceden a las ejecuciones. Bajo el ministerio de
Mazarino, Francia no vive días menos sombríos y la Fronda deja el
país revuelto v arruinado. En 1645, la Facultad de Teología de
París condena las perniciosas asambleas de los Compañeros que
siguen desaprobando cualquier régimen político y criticando el
comportamiento de la Iglesia. Es el inicio de un verdadero «fuego a
discreción» contra los constructores, que durara hasta 165.5. Los
Compañerismos se declaran sacrílegos e impíos y la Compañía del
Santo Sacramento hace investigaciones para desacreditarlos. La
francmasonería no interviene.
En 1645, un tal Elías Ashmole (1617-1692) es iniciado en una
logia masónica de Lancashire. Ashmole es astrólogo, alquimista,
físico y matemático; de inagotable curiosidad, ocupará el cargo de
heraldo de armas en la corte de Carlos II y contribuirá a acentuar
las tendencias herméticas de la orden. Un listado de los miembros
de una logia de Aberdeen, en 1670, es por otra parte muy
significativo: tiene treinta y nueve 'especulativos- y sólo diez
«operativos». Los pensadores prevalecen definitivamente sobre los
artesanos.
En 1673, Colbert, que desprecia las ciencias paralelas como
la astrología y la alquimia, establece una muy severa
reglamentación para uniformizar al máximo las múltiples
corporaciones. Suprime las franquicias medievales que estaban
todavía en vigor y ordena una revisión de los antiguos estatutos.
Obsesionado por la idea de una posible conspiración contra el
Estado, introduce «soplones» en las logias masónicas y de
compañerismo.
En 1688, el rey Jacobo II Estuardo, exiliado en Saint-Germain
on-Laye, funda probablemente una logia masónica en aquel lugar, con
la bendición de I.uis XIV. Desde I649 miembros de la nobleza,
escocesa habían encontrado refugio en Francia, tras la ejecución de
Carlos I; con ellos v con algunos fieles soldados, Jacobo II
inaugura la primera masonería escocesa en [rancia. Para muchos
masones, esta fecha de 1688 es fundamental; los escoceses habrían
introducido en Francia los ritos mas antiguos, inspirados en las
iniciaciones de los constructores y en la tradición
templaría.
Luis XIV nada tenía que temer; podía vigilar muy fácilmente
¡a actividad de los masones y. además, la personalidad de Jacobo II
le gustaba. Recibirá, incluso, de su parte, el abrazo fraterno en
Saint-Uennam.
En 1697 aparece el Diccionario histórico y critico de Fierre
Bayle que da a conocer en toda Europa las razones por las que es
necesario no caer en una creencia ciega en Dios. Bayle predica la
tolerancia y el análisis discursivo; su tesis podría resumirse así:
el hombre que cree sin reflexionar no es un hombre que piensa, es
un esclavo de tradiciones antañonas que dañan el progreso de la
humanidad. La historia sagrada, a su entender, sólo es una gran
mentira destinada a servir al poder de las Iglesias.
Inmediatamente, católicos y protestantes critican a Bayle sin el
menor miramiento; su libro obtiene, sin embargo, un gran éxito y
muchos masones lo estudian con interés. Les procura argumentos
contra ese poder eclesiástico que, tras haberles apoyado durante
siglos, se ha vuelto contra ellos.
El último Gran Maestro de la antigua masonería, Christopher
Wren, debe abandonar su puesto en 1702, a causa de sus opiniones
religiosas. Había dirigido la construcción de la catedral de
Saint-Paul, la ultima obra masónica tradicional. Esta vez, la
antigua masonería exhala su último suspiro. Los artesanos,
prácticamente excluidos de la Orden que habían animado desde las
primeras edades de la humanidad, entran en los Compañerismos que
son condenados y prohibidos por todas las autoridades civiles y
religiosas. La escisión entre Francmasonería y Compañerismo se
consuma definitivamente; el gran cisma de la tradición iniciática
de Occidente separa a los iniciados en •‹pensadores» y «artesanos»,
abriendo un profundo foso entre hermanos que, hasta entonces,
habían permanecido unidos para ennoblecer su civilización. En
adelante, nos consagraremos sólo al destino de la francmasonería
que, conservando sus símbolos y sus rituales ancestrales, cambia de
naturaleza.
SEGUNDA PARTE
LA FRANCMASONERÍA
MODERNA
1
EL NACIMIENTO DE LA FRANCMASONERÍA MODERNA
(1717 A 1789)
El año 1717, ya lo hemos visto en un capitulo anterior,
señala el nacimiento de la francmasonería en Inglaterra. Se
constituye un poder masónico centralizador, una «Logia Madre» se da
a sí misma la omnipotencia legislativa. Con bastante rapidez,
intenta dominar las asambleas masónicas francesas donde se
encuentran algunos intelectuales y soldados pertenecientes a
regimientos escoceses e irlandeses. los constructores se refugian
ahora, en su totalidad, en la Orden del Compañerismo, v de hecho
sólo una minoría masónica extranjera reside en
Francia.
En Londres, los grandes maestros se suceden rápidamente; en
1718, es George Payne; en 1719, Desaguhers; en 1721, Payne de
nuevo; en 1721, el duque de Montaigue. Los diarios británicos
hablan de buena gana de la actividad de éste, que lleva a cierto
numero de protestantes a la masonería.
En Francia, el duque de Orleáns asume la regencia y gobierna,
a trancas y barrancas, un Estado muy debilitado; Montesquieu
publica un bestseller, las Cartas persas, donde hace una acerba
crítica del poder personal que desemboca, forzosamente, en la
intolerancia.
Los inicios de la francmasonería francesa moderna son muy
oscuros. La existencia de una logia en Dunkerque, en 1721, es muy
discutida; en realidad, probablemente, en 1725 algunos emigrados
jacobitas fundan una o varias logias en un albergue de
SaintGermain-des-Prés. Esos talleres son de obediencia católica› se
colocan bajo la autoridad del duque de Wharton que, tras haber sido
Gran Maestro de la Gran Logia de Londres, se convierte así en el
primer Gran Maestro de las logias «francesas». En esta fecha,
escribe Gustare BERD, «la francmasonería es una secta religiosa
que, tras algunos tanteos, se organiza, sobre todo en Europa, hacia
1725, profesa una doctrina humanitaria internacional y se superpone
a las demás religiones».
El grado de Maestro aparece también hacia 1725 o, más
exactamente, un grado de Maestro «democrático». Durante el período
medieval, el título estaba reservado a quien dirigiera una Logia
tras haber sido instalado en el sitial del rey Salomón. Era
«Maestro» o «Venerable Maestro», y remaba sobre un taller compuesto
por compañeros y aprendices. En adelante, la jerarquía comprende
los tres grados de aprendiz, compañero y maestro, y el presidente
del taller ya es, solo, un maestro entre los
demás.
En 1725, el francmasón Ramsay, cuya acción detallaremos más
adelante, anima el «club del Entresuelo» instalado en una mansión
particular de la plaza Vendóme. El club se ocupa, sobre todo, de
política y se entrega a una crítica intelectual de las
instituciones francesas. Algo mucho más grave aún milita contra las
asociaciones obreras y, especialmente, contra el Compañerismo cuya
disolución desea. Un masón tan célebre como Ramsay aprovecha sus
relaciones, pues, para poner en peligro una orden iniciática
tradicional. Dadas estas prácticas, no puede reprocharse al
Compañerismo su animosidad contra la francmasonería del siglo
XVIII.
El cardenal André Hercule de Fleury se convierte en el
verdadero dueño de Francia en 1726, a la edad de 73 años. Bastante
popular al comienzo de su «reinado», desea una paz duradera con
Inglaterra e impone una disciplina de hierro en el interior del
país. Para él, la vigilancia policial es el más seguro instrumento
del equilibrio nacional. El nacimiento de una Gran Logia de
Francia, en 1728, pasa casi desapercibido, salvo para la policía
del cardenal que vigila, con mucha atención, las actividades
masónicas. Fleury no es atraído por el espíritu masónico, bastante
difuso, por lo demás, en esa época; considera a los masones tímidos
contestatarios a los que hay que impedir que salgan de los limites
razonables.
La francmasonería comienza a extenderse por el mundo; en
1727-1728 se crean logias en España, donde topan casi de inmediato
con la Inquisición. Inglaterra abre talleres en sus posesiones
coloniales y, en 1730, una logia ve la luz en Calcuta. Aquel mismo
año, Montesquieu es iniciado en Londres. La prensa da cuenta del
acontecimiento y hace mucha publicidad a ese gran señor bastante
distante. Pero 1730 es un año difícil para la francmasonería
inglesa, que es atacada por varios periódicos; ácidos artículos
tratan a los masones de borrachos que sólo piensan en cantar
groserías durante pantagruélicos banquetes; la mayoría de ellos son
calificados de homosexuales y sus reuniones desafían la moral que
predica la corriente metodista de John Wesley.
Samuel Pritchard divulga los secretos masónicos en su obra
Masonería dissected y un diario publica el relato de una
iniciación: «Cuando llegué a la primera puerta», cuenta el perjuro,
«un hombre armado con una espada desnuda me pregunta si voy armado.
Respondí que no. Me dejó entonces entrar en un pasaje oscuro. Allí,
dos vigilantes me tomaron del brazo y me condujeron de las
tinieblas a la luz, pasando entre dos hileras de hermanos que se
mantenían silenciosos. En la parte superior de la estancia, el
maestro bajó hacia el exterior de las hileras y, tocando en el
hombro a un joven hermano, dijo: "¿A quién tenemos aquí?". Y éste
respondió: "A un hombre que desea ser admitido como miembro de la
sociedad". Después regresó a su lugar y me preguntó si había ido
allí totalmente de buen grado o por petición de alguien. Respondí:
"Por mí mismo". Me dijo entonces que si quería convertirme en un
hermano de su sociedad, debía contraer la Obligación que hacen
prestar en tal ocasión». ¿En qué consiste ese juramento? Pritchard
revela su contenido:
«;Que habéis venido a hacer aquí?», pregunta el Venerable al
postulante.
«No para hacer mi propia voluntad, sino para someter mi
pasión y reducirla al silencio, para tomar en mis manos las reglas
de la francmasonería y hacer progresos diarios.»
Todo esto es bastante exacto, pero las divulgaciones irritan
profundamente a los dirigentes de la Gran Logia de Inglaterra que
adoptan, entonces, una decisión de consecuencias bastante graves:
cambiar de lugar en la logia cierto número de símbolos e invertir
las contraseñas y los signos de reconocimiento del primer y el
segundo grado. Esta reacción, inspirada por un deseo de andar con
tapujos más que por la necesidad de auténtico secreto, producirá
cierta confusión en la ordenación simbólica de la logia masónica.
Todavía hoy se advierten en los templos inversiones o errores de
disposición que se remontan a esa época culpable de tratar a la
ligera el simbolismo.
Charles Radcliffe, conocido también con el nombre de lord
Derwentwater, dirige las logias escocesas de Francia a partir de
1731. Algunos historiadores discuten su nombramiento para el
puesto; de cualquier modo que sea, ese ferviente católico da cierto
impulso a la masonería francesa y ¡a mantiene en la vía de la
creencia. Tal vez se crean logias en París, en Valenciennes y en
Burdeos, pero faltan pruebas formales de ello. Tenemos la primera
certeza en 1732; la logia Saint-Thomas-au-louis-d'argent se instala
en la calle de Bussy y su existencia es reconocida por Inglaterra
como legal.
Los años 1732-1733 ven nuevas implantaciones de la masonería;
se crean logias en América, en Italia y en Rusia donde la Orden
tiene de inmediato un inmenso éxito debido al misticismo eslavo que
da libre curso a su afición por las reuniones secretas y las
prácticas ocultas. Los británicos están satisfechos, pero exigen al
conjunto de las logias que rechacen a los israelitas que llamen a
la puerta de los templos. Aunque la medida no se aplicara con
rigor, da sin embargo testimonio de una grave
intolerancia.
Dos personalidades de la masonería inglesa, el pastor
Désaguliers y el duque de Richmond, van a París en septiembre de
1734 para favorecer el desarrollo de la rama francesa de la Orden,
En el mismo momento, Voltaire publica sus Cartas inglesas donde
hace la apología del sistema de gobierno británico oponiéndolo a la
despótica sociedad francesa cuyos prejuicios cristianos
obstaculizan los progresos de la razón. Tan feliz concurso de
circunstancias pone a contribución las importaciones intelectuales,
especialmente la francmasonería. En 1735, existen al menos cinco
logias en Francia, catalogadas por la Gran Logia de Inglaterra; en
el mes de septiembre, el conde de Saint-Florentin es iniciado en la
Logia del hotel de Bussy. Notable acontecimiento, puesto que será
ministro de 1749 a 1775 y tratará muy de cerca a todos los
personajes influyentes del Estado.
Mientras que la Gran Logia de Escocia se funda en 1736, la
masonería francesa no es aun muy floreciente. Probablemente hay
menos de un centenar de masones y sólo tres o cuatro logias en
París. Este pequeño contingente masónico ni siquiera es coherente;
los católicos y los protestantes no se entienden demasiado. Algunas
logias obedecen a Londres, otras mantienen su independencia. Esta
situación, no muy lucida, es agravada por una bula del papa
Clemente XII decretando que la francmasonería daña la salvación de
las almas. Una artista de la ópera, la Cartón, añade un toque
sombrío al cuadro desvelando algunos secretos rituales; amante de
varios francmasones, es sin duda una informadora de la policía a la
que proporciona datos.
Para dar un impulso más constructivo a la masonería, era
precisa una declaración concretando los objetivos de la Orden y la
naturaleza de su pensamiento. André Michel de Ramsay logra esta
empresa al pronunciar un discurso que se imprime muy pronto; el
texto circula a hurtadillas y obtiene una difusión lo bastante
amplia para llegar a la nobleza y a los
intelectuales.
Ramsay es un escocés nacido en 1686; ha viajado por toda
Europa donde ha conseguido ganarse la gracia de varias familias
nobles. Miembro de la Academia Real de Inglaterra y doctor en
Derecho Civil por Oxtord, tiene dos personalidades muy distintas;
por un lado, Ramsay es un discípulo de Fenelon, del que fue albacea
testamentario; secretario de madame Guyon, se adherirá a la
doctrina del «puro amor» y favorecerá la corriente masónica de
obediencia católica contra los pastores protestantes. Por otra
parte, Ramsay es un político bastante retorcido que goza de apoyos
oficiales; para muchos, desempeña un papel de espía a sueldo de los
Estuardo que lo mandaban a las distintas capitales europeas para
obtener información de fuentes seguras. Su fe masónica no puede ser
puesta en duda; en su discurso a los masones franceses, predica la
tolerancia universal y da así una «contraseña» que a continuación
será retomada constantemente. Para él, la masonería es de origen
caballeresco; rechaza sus ascendentes obreros, puesto que es hostil
a los Compañerismos que no aprecian en absoluto al catolicismo.
Desearía que el cardenal de Fleury nombrase a los dirigentes de la
masonería francesa que, de este modo, quedarían enfeudados a la
Iglesia. Ramsay se hacia una gran idea de la Orden; en una carta
dirigida al marqués de Caumont, en abril de 1737, escribe: «Tenemos
en nuestra sociedad tres clases de cofrades: los novicios o
aprendices; los compañeros o profesos, los maestros o adeptos.
Nuestros símbolos alegóricos, nuestros mas antiguos jeroglíficos y
nuestros sagrados misterios enseñan tres clases de deber a estos
distintos grados de nuestros iniciados: a los primeros las virtudes
morales y filantrópicas, a los segundos las virtudes heroicas e
intelectuales, a los últimos las virtudes sobrehumanas y
divinas».
Convirtiendo al francmasón ideal en un ciudadano del mundo y
un nuevo caballero del siglo XVIII, Ramsay seduce a gran parte de
la nobleza francesa y la prepara para entrar en las logias. Los
intelectuales, en cambio, le detestan. Montesquieu le desprecia y
Voltaire encuentra «soso» a ese «pedante escocés». Voltaire tiene,
por lo demás, bastante mala fe; como los jesuítas aprueban la
andadura de Ramsay y se felicitan por su pertenencia al catolicismo
militante, el autor del Cándido confunde el oscurantismo cristiano
y la masonería caballeresca, haciéndolos a ambos blanco de su
crítica. Un poema anónimo titulado La Ramsjyadj, al tiempo que
prueba la popularidad de Ramsay muestra que tenía feroces
enemigos:
«Proxeneta consolador, se dice de él aludiendo a su amistad
con madame Guyon.
En cualquier mano, en toda intriga, verdadero camaleón del
tapujo, ese tenebroso iluminado en Edimburgo Quokre desenfrenado,
se mostró teísta en Cambray para vender al prelado quietista el
honor de su conversión a cargo de la pensión.» Estas burlas
populares, con más o menos fundamento, no dificultan la obra de
Ramsay, que no intenta reclutar nuevos masones en el pueblo sino
entre las más altas clases de la sociedad; indiscutiblemente, su
empresa se vio coronada por el éxito y, a su imagen, la masonería
francesa se hizo católica y aristocrática.
En la Inglaterra de 1737, la masonería tiene mejor salud. Se
autorizan incluso manifestaciones oficiales y, durante la toma de
posesión del Gran Maestro Darnley, una procesión masónica muy
brillante recorre las calles de Londres.
Por la mañana, los grandes oficiales se dirigen a casa del
conde de Darnley; después de almorzar, se organiza el cortejo. En
cabeza va el Gran Tejero con su espada flameante; siguen, en la
Orden, los principales dignatarios, los Maestros de las Logias, los
oficiales de las Logias y todos los demás masones. La masonería
inglesa goza de una honorabilidad que va a permitirle obtener una
audiencia favorable por parte de la población.
En 1737, los franceses toman en sus manos la masonería
nacional. Los anglosajones, que le habían dado su primer impulso,
son ahora minoría. El duque de Aumont, en el mes de abril, celebra
su título de Maestro de las Logias con una cena mundana a la que
invita sólo a los hermanos que forman parte de la nobleza. Los
otros quedan al margen.
París descubre por fin la existencia de la Orden. Un poco por
todas partes se habla de tenebrosos secretos, de temibles
juramentos, de una antiquísima tradición; la moda ha llegado de la
tolerante Inglaterra y los nobles se adhieren cada vez de mejor
gana a la cofradía. Este descubrimiento no provoca una admiración
unánime; un abogado del Parlamento de París, Barbier, escribe estas
desaprobadoras líneas: «Nuestros señores de la corte han inventado
recientemente una orden llamada de los Frimasones, siguiendo el
ejemplo de Inglaterra donde había distintas órdenes de
particulares; y no tardamos en imitar las impertinencias
extranjeras…
Como semejantes asambleas tan secretas son peligrosas en un
Estado, estando compuestas por señores, sobre todo en las
circunstancias del cambio que acaba de producirse en el ministerio,
el cardenal de Fleury ha creído un deber ahogar en su nacimiento
esta orden de caballería, y ha prohibido a todos esos caballeros
que se reunieran y celebraran semejantes capítulos». Efectivamente,
la policía prohíbe las reuniones masónicas pero la advertencia no
es escuchada y no pasa de ser teórica. El viejo cardenal está
descontento; tras haberlo madurado, decide actuar de modo
preventivo. El 10 de septiembre de 1737, el comisario del rey,
Delespinay, se pone a la cabeza de los soldados de centinela y
acude, hacia las diez y media de la noche, a la tienda del mercader
de vinos Chapelot, en la Rappée. Sabe que en aquel lugar se celebra
una reunión masónica. Nadie, por lo demás, piensa en negarlo puesto
que numerosas carrozas están estacionadas a la puerta de la tienda.
Delespinay supera fácilmente la barrera de los lacayos y entra en
el templo provisional. Apoyándose en su derecho, anuncia que la
reunión está prohibida a varios grandes señores con atavío
masónico; éstos no se sienten en absoluto conmovidos y el
comisario, a quien el terreno le parece ardiente, prefiere
retirarse sin exigir nada mas.
Solo el infeliz Chapelot es objeto de sanciones; tendrá que
pagar mil libras de multa y su taberna queda cerrada durante seis
meses. Sus hermanos no le abandonan en esta prueba; le prestan
dinero v se encargan, en parte, de su subsistencia durante la
interrupción del trabajo. La intervención policíaca ha fracasado;
los nobles que pertenecen a la masonería son demasiado conocidos
para estar realmente inquietos. Ciertamente, corren algunos rumores
injuriosos sobre la nueva secta; se acusa una vez más a los masones
de pederastía y de diversas desviaciones sexuales, pero todo
aquello no supera el estadio del chisme. Además, los francmasones
se muestran públicamente en la corte de Luneville, en el ducado de
Lorena.
Comienza una evolución irresistible. El 24 de junio de 1738,
el Gran Maestro ingles Richmond nombra al duque de Antin Gran
Maestro de la francmasonería francesa. El acontecimiento es
considerable; por primera vez, la Orden está dirigida por un
miembro de la alta nobleza que ocupa funciones oficiales, puesto
que el duque de Antin, nacido en 1707, es gobernador del
Orleanesado. A causa de una carrera militar bastante buena, goza de
cierto prestigio en la corte aunque su lío con la célebre actriz Le
Duc de un poco que hablar. De hecho, se trata de un pequeño golpe
de Estado pues Richmond, que será asesinado poco tiempo después por
un marido celoso, no está en absoluto facultado por la Gran Logia
de Londres. Actúa por convicción personal y por amistad hacia el
duque de Antin; los ingleses están muy descontentos por no haber
sido consultados para hacer aquel nombramiento que independiza
definitivamente la masonería francesa; pero se ven obligados a
doblegarse ante el hecho consumado.
Se promulgan nuevas Constituciones. El artículo 1 da su tono:
«Nadie será recibido en la Orden si no ha prometido y jurado un
afecto inviolable a la religión, al rey y las costumbres». El duque
de Antin quiere una masonería creyente y moral, respetuosa del
orden establecido y de las conveniencias sociales. Vela por la
mejoría de los decorados masónicos, por la elegancia de los trajes
y la limpieza de los lugares de reunión. Se abandonan las tabernas
de los tiempos heroicos y se cambian por confortables salones donde
abundan los tapices y el encaje.
Cuando Federico II de Prusia es iniciado, en 1738, contempla
de otro modo el destino de la masonería. Apasionado por las
ciencias esotéricas en su juventud, estima que la Orden no tiene
como misión organizar fiestas de caridad sino, más bien, preservar
los secretos iniciáticos. Mas tarde, Federico se peleará con
algunos Venerables y se mostrará más bien hostil a la organización
que tanto había amado antaño; sus ideas iniciales, sin embargo,
darán frutos en Alemania donde el carácter esotérico de la
masonería se desarrollará mucho mas que en Francia durante el siglo
XVIII.
Abril de 1738 reserva a los masones una sorpresa
desagradable; por medio de una bula, el papa Clemente XII, de 85
años de edad, excomulga a los francmasones porque son herejes y
admiten en su seno a personas de cualquier religión. El texto se
glosó mucho y los católicos francmasones estimaron que no se
trataba de herejía propiamente dicha sino, más bien, de cierta
«molestia» de la Iglesia producida por el secreto masónico que
parecía incompatible con los dogmas de la religión revelada. Puesto
que Clemente XII añade que condena a la masonería «por otras causas
justas y razonables que nos son conocidas», muchos historiadores
han procurado descubrirlas. Alec Mellor, por ejemplo, que desea hoy
el acercamiento de la masonería y la Iglesia, imaginó una ingeniosa
explicación que elimina cualquier conflicto religioso en el origen
de la bula. A su entender, es el caballero de san Jorge,
pretendiente Estuardo al trono de Inglaterra, quien habría pedido
al papa una condena oficial de la masonería, que molestaba su
proyecto de regresar a su país. Habría prometido al papa restaurar
el catolic" DIV un la a que por tienen en de los es pero se las
siglo del está el una y no arte relieve.En 1751, el papa
Benito XV condena la masonería retomando los viejos estribillos:
secreto inadmisible, juramento inconfesable, etc. Los ingleses
están divididos en masones «modernos» y masones «antiguos»,
dirigidos éstos por un pintor de paredes irlandés, Laurence
Dermott. Las injurias brotan de ambos lados sin llamar la atención
del gran público.
Las pequeñas querellas masónicas se difuminan ante la gran
batalla de la Enciclopedia, que comienza en 1752 con la aparición
del primer tomo. Jesuitas y jansenistas se ponen de acuerdo para
protestar contra la empresa, precisamente cuando el consejo de
Estado prohíbe la venta de la obra. A la hermosa madame de
Pompadour, tan influyente, no le gustan mucho los jesuitas ni la
virtud moraliza-dora; para contrarrestar el movimiento hostil a la
Enciclopedia, la favorece con discreción y
eficacia.
El siglo XVIII descubre la razón, la ciencia, los inventos
técnicos; ciertamente, esa corriente intelectual existía antes,
pero encuentra en la Enciclopedia un prodigioso instrumento de
difusión. Diderot no es ateo; rechaza la visión católica del mundo
porque le parece demasiado estrecha y porque ahoga las facultades
razonadoras del ser humano. Socialista antes de tiempo, escribe
esta sorprendente frase en el discurso preliminar: «Los nombres de
los artesanos, los verdaderos bienhechores de la humanidad, son
ignorados casi todos mientras que los de los destructores, es
decir, los conquistadores, no son ignorados por nadie. Sin embargo,
tal vez sea entre los artesanos donde haya que buscar las pruebas
mas admirables de la sagacidad del espíritu, de su paciencia y de
sus recursos». Diderot no era masón, y la masonería de su época no
se componía ya de los artesanos por los que tanto interés sentía el
escritor. Curiosa paradoja, en verdad: un no masón expresa una
opinión bastante acertada sobre la verdadera naturaleza de una
francmasonería que no es ya lo que debiera ser.
Curiosamente, un texto publicado en Londres, en 1753, da otra
definición muy interesante de la francmasonería, mas profunda que
la de Diderot; se trata de un escrito atribuido a Enrique VI que,
al parecer, copió Johann Leylande. A la pregunta: «¿Cuál es el
misterio de la masonería?», se responde: «Es el conocimiento de la
naturaleza, el discernimiento del poder que encierra y de sus
múltiples obras, en particular el conocimiento de los números, de
los pesos, de las medidas y del buen modo de modelar todas las
cosas para uso del hombre, sobre todo las habitaciones y los
edificios de todo género, así como todas las demás cosas que
contribuyen al bien del hombre». Aunque algunas minorías masónicas
defienden los valores ancestrales de la Orden, la masonería
francesa vive senas dificultades internas. El banquero Baur,
detestado por todos, deja como sustituto del Gran Maestro al
maestro de baile Lacorne, que apoyará al partido de los pequeños
burgueses contra los aristócratas. Salen a la luz fuertes odios y
mantienen un clima en el que el grado fraterno es bastante
bajo.
En 1756, el barón de Hund funda la Estricta Observancia
destinada, en un primer tiempo, a resucitar la orden del Temple.
Algunos masones se interesan por ella, especialmente Willermoz. La
empresa tendrá un gran éxito en Alemania, pues Hund llena el nuevo
ritual de alusiones simbólicas que encantan al romanticismo
germánico. Además, aparece un mito: el de los «superiores
desconocidos» que dirigirían la masonería y la mantendrían en el
buen camino sin ver nunca a los iniciados de los grados más bajos.
Para algunos, los superiores desconocidos no eran hombres sino
entidades que vivían en lo astral, desde donde emitían influencias
ocultas. La Estricta Observancia contribuyó a la expansión de un
rito masónico particular, el Rito Escocés rectificado, que es, a la
vez, de inspiración cristiana y templaría. En el plano simbólico,
compromete a los iniciados a participar en la construcción de los
templos sucesivos que se reabsorben en la Jerusalén celestial que
no construye la mano del hombre.
El ocultismo masónico está de moda en aquel año de 1758,
cuando el enigmático conde de Saint-Germain escribe a la corte que
ha descubierto el medio de fabricar oro. Se muestra muy persuasivo
puesto que la Pompadour lo autoriza a instalarse en Chambord e
incluso, en Versalles; sin duda habló con Luis XV, que le confió
una misión de agente secreto en varios países extranjeros. Choiseul
detesta a Saint-Germain e intenta lograr que le detengan; avisado a
tiempo, huye a Inglaterra. Naturalmente, para la opinión pública
las protecciones de las que goza sólo pueden ser masónicas.
Saint-Germain no es más que uno de esos inaprensibles personajes
que contribuyen a hacer misteriosa una Orden que permanece, sin
embargo, muy fiel a la Iglesia v se preocupa por la buena
reputación de sus miembros.
En 1761 se produce un curiosísimo acontecimiento cuyas
consecuencias serán considerables. Un masón llamado Stephen Morin
recibe una «patente» que le da autorización para fundar logias en
América y propagar allí los altos grados. Todo está envuelto en el
misterio; en primer lugar, el personaje, ese Morin nacido en Nueva
York, en una familia protestante que fue luego a La Rochelle.
Parece tener naturalmente vocación de embajador y lleva a cabo su
tarea a la perfección. la famosa «patente» fue establecida por la
Gran y Soberana Logia de San Juan de Jerusalén que pone de relieve
la antigua filiación de la Orden, los rimbombantes títulos que
concede y el ideal fraterno que mantiene, todo ello extremadamente
seductor para la joven nación americana que admira mucho el pasado
europeo. Es muy difícil discernir lo que pertenece a la leyenda en
este asunto, que es, sin embargo, la expresión de una nueva
realidad masónica: la profusión de los altos grados, agrupados en
un sistema de veinticinco grados, el Rito de Perfección, de donde
nacerá el Rito Escocés Antiguo y Aceptado. Este ocupara, en
adelante, una posición muy fuerte y muy original en el seno de la
masonería mundial.
Voltaire, en 1764, dirige sus ataques contra la Iglesia y
contra la francmasonería que no le parecen fundamentalmente
distintas. «Que todos los eclesiásticos», escribe, «estén
sometidos, en todo caso, al gobierno, porque son súbditos del
Estado». No admite ya la autonomía del mundo religioso que, a su
entender, se mezcla demasiado en política. No creamos, sin embargo,
que atribuye a la masonería la posibilidad de llevar a cabo
semejante revolución; en su Diccionario filosófico, trata con
desprecio a los «pobres francmasones», amables bromistas que no
pueden proponer filosofía seria alguna. «Todo lo que veo arroja las
semillas de una revolución que llegará sin falta», profetiza el
escritor en una carta al marques de Chauvelin. No sabe todavía que
algunos extremistas opuestos al régimen monárquico francés son
admitidos en las logias.
En su conjunto, la masonería se preocupa muy poco por las
ideas revolucionarias que están germinando, tan evidente es su
anarquía administrativa. El maestro de baile Lacorne, sustituto del
conde de Clermont, es cada vez mas detestado; los aristócratas, que
desean su perdición, le tratan de «vendedor de zis-zas». Irritado,
Clermont le sustituye por un noble, Chaillon de Joinville, contra
el que se levantan de inmediato los pequeños burgueses, partidarios
de Lacorne. En 176 5, la mayoría de los «lacornistas» son
expulsados de los puestos de responsabilidad que ocupaban. No se
reconocen vencidos por ello v entre las dos facciones «fraternas»
el tono \a su hiendo.
En diciembre de 1766, durante la fiesta de la Orden, los
hermanos enemigos llegan a las manos \ libran una autentica batalla
campal. Clermont, enfermo de gota, no asiste a esa profanación del
Templo. Los «lacornistas» son los grandes vencidos de aquel duro
intercambio de puntos de vista; todos los Venerables que
reivindican esa tendencia son destituidos. Para vengarse, denuncian
a vanos aristócratas a la policía. El partido adversario actúa del
mismo modo. Harta de esos conflictos que le parecen bastante
embrollados, la policía prohíbe las reuniones masónicas en París y
obliga a la Gran Logia a cesar la mayor parte de sus actividades
durante cuatro años. Probablemente el propio conde de Clermont
pidió esta intervención, para que «su» Orden recuperara algo de
calma y de dignidad.
Encontramos de nuevo el rastro de la masonería en 1770, en la
región de Lunéville, donde se desarrolla un proceso sintomático.
Los acusados son el obispo de Toul y el cura de Lunéville, que se
negaban a celebrar una misa por el descanso del alma de un masón.
De inmediato, la Orden había llevado el asunto ante los tribunales,
que le dieron la razón; la misa se celebra.
El duque de Clermont muere el 16 de junio de 1771, cuando las
reuniones de la Gran Logia siguen prohibidas. El balance
administrativo es catastrófico, el ideal de la masonería francesa
es de los más difusos, pululan los ritos anárquicos, los hermanos
componen pequeños cenáculos que se encierran en disputas estériles.
Aparentemente, la masonería está en un callejón sin salida. Lacorne
y sus amigos consiguen entonces dar un golpe magistral; se ganan la
confianza de un gran señor, barón del remo, AnneCharles-Sigis-mond,
duque de Montmorencv-Luxembourg. Muy interesado por la masonería,
está dispuesto a sacarla del pozo. Primo del rey, conoce
perfectamente a los miembros más influyentes de la corte; para
resucitar la masonería, es preciso elegir a un personaje de primer
plano, a un hombre lo bastante conocido para que proteja a la Orden
bajo su ala y le confiera nuevos títulos de nobleza tras tantos
años de anarquía. Este hombre no es otro que Felipe, duque de
Orleáns y duque de Chartres, de sangre principesca, que se
con-vierte en Gran Maestro a los veinticuatro años. Nacido en 1747,
supo casarse en 1769 con una rica heredera cuya fortuna le permitió
satisfacer su pronunciada afición a los placeres mundanos. Su forma
de libertinaje es bastante grosera v le hace odioso a muchas damas
de la corte. Alentado por su celebre secretario, Choderlos de
Lacios, manifiesta su afición a todo lo que procede de Inglaterra y
su asco por el gobierno francés. Felipe, en efecto, está devorado
por la ambición política; le parece que la mejor vía para llegar a
sus fines es una matizada oposición al régimen vigente; por otra
parte, eso le vale la estima del pueblo. En 1770, por ejemplo,
había adoptado al partido del Parlamento contra Luis XV, obteniendo
así una buena popularidad de la que estaba muy orgulloso. Por
consejo de Choderlos de Lacios, mantiene un equipo de panfletarios
y agitadores de tres al cuarto, a los que paga para mantener un
leve clima de revuelta que, a su entender, le será útil algún
día.
El duque de Montmorencv-Luxembourg tiene pocos puntos comunes
con el nuevo Gran Maestro. Muy cultivado y bastante apegado a sus
privilegios de gran señor, el duque es un adepto a una moral
bastante rigurosa contra el libertinaje de la corte. Nombrado
administrador general de la Orden, es su verdadero dirigente y da
pruebas, desde el comienzo, de un gran talento de administrador. De
hecho, esta doble dirección de la renaciente masonería lleva, en su
interior, una grave contradicción; el duque de Chartres tiene la
intención de utilizar la Orden para criticar el poder y obtenerlo
por su propia cuenta, mientras que Montmorencv-Luxembourg quiere
convertirla en un fiel apoyo de la monarquía.
La euforia de los primeros momentos deja en las sombras esas
disensiones de origen. Luxembourg trabaja sin interrupción en la
reorganización administrativa de la Orden; reúne numerosos comités
restringidos, habla con los principales dignatarios y pone
rápidamente a punto un provecto definitivo. En diciembre de 1772,
la Gran Logia de Francia es disuelta. La reemplaza oficialmente, el
26 de junio de 1775, el Gran Oriente de Francia. En adelante será
el único poder legislativo francés y la única instancia superior
que agrupe todos los talleres.
Ese golpe de Estado autoritario descontenta a algunas de las
logias no consultadas por el administrador general; varios
Venerables, cuyo privilegio inamovible es puesto en cuestión, se
niegan a doblegarse a las nuevas directrices v permanecen unidos en
la Gran Logia de Francia. Pero Montmorency-Luxembourg es demasiado
poderoso; con la ayuda de la policía, ejerce una discreta presión
sobre los masones disidentes y les obliga, en su mayoría, a
integrarse en el Gran Oriente. La oposición se disgrega muy pronto,
tanto mas cuanto que los dignatarios del Gran Oriente son lo
bastante hábiles como para «recuperar» la casi totalidad de los
archivos que poseían los escasos oponentes que reivindicaban aún la
antigua Gran Logia.
Todo está ya preparado para asegurar el éxito del Gran
Oriente; se nombran «grandes oficiales», los cuadros
administrativos (especialmente los tesoreros) entran en funciones,
un «gran colegio de los ritos» recibe la misión de ocuparse de los
grados superiores al de Maestro, para lograr que cese la
proliferación de «altos grados». Digamos de paso que el Gran
Oriente prohíbe la entrada a sus templos a los artesanos y a los
criados, permaneciendo fiel a la línea de conducta de la masonería
moderna, hostil a los Compañerismos.
Las protestas contra la creación del Gran Oriente no cesan
por completo. Algunos masones son encarcelados, por demasiado
refractarios, durante algunos meses. Las logias escocesas se
mantienen prudentemente al margen, esperando la continuación de los
acontecimientos. En el futuro, el Gran Oriente iniciará con ellas
numerosas negociaciones sin conseguir absorberlas. Recordemos que
esas logias no están compuestas por escoceses, pero practican un
sistema simbólico de tres grados que se prolonga en una serie de
«altos grados›, progresivamente organizado durante el siglo XVIII;
el conjunto de las logias que lo respeta representa el «escocismo»,
corriente de pensamiento masónico que reivindica, ante todo, una
especificidad que ni el Gran Onente ni los distintos poderes
políticos conseguirán destruir.
En 1773, el filosofo Joseph de Maistre es iniciado en
Chamberv, en la logia «los tres morteros» cuya actividad
intelectual le parece muy pronto insuficiente. Encariñado con los
símbolos de la masonería, intentara hacerla entrar en un
«cristianismo trascendental» que estaría, a la vez, mas allá del
catolicismo temporal y de la masonería elemental. Joseph de Maistre
se apoyara, esencialmente, en los «altos grados» del Rito Escocés
Rectificado, cuya vinculación a la orden de los templarios hemos
mencionado ya. Los masones contemporáneos que practican este rito
reivindican aun esa forma de cristianismo iniciático que no es una
de las menores originalidades de la Orden.
Una divertida anécdota de aquel mismo año sitúa bien las
relaciones de la Iglesia y la masonería. En Lourdes, el notario
Gambotte v el abate Dorleac entablan una violenta disputa. Mejor
pugilista, el abate da una soberana paliza a su adversario que
presenta denuncia. El abate no vacila en proclamar públicamente su
pertenencia a la francmasonería v la denuncia se diluye en los
meandros de la administración judicial. Mas serio es el ataque de
los masones de Boston contra los bajeles británicos; es un
verdadero preludio a la guerra, v el masón Washington encuentra de
inmediato atentos oídos en la masonería francesa que ha contribuido
mucho a la implanta cion de la Orden en America.
El Gran Oriente ocupa su primer gran local en 1774, en el
actual Nº 82 de la calle Bonaparte; lugar en el que antes se
encontraba, el noviciado de los jesuítas. los dirigentes del Gran
Oriente están bastante satisfechos; sus efectivos crecen mientras
que los de la Gran Logia, refractaria todavía a la unión,
disminuyen. Además, las logias militares viven un cierto
desarrollo. Compuestas, por lo general, de nobles provistos de
grados importantes, se desplazan con los regimientos y contribuyen
a difundir en provincias el espíritu masónico.
Las relaciones entre Iglesia y masonería se hacen tensas. El
cura de Sables-d'Olonne se niega a decir la misa en la fundación de
una logia de masones que son, sin embargo, buenos cristianos. El
recurso al obispo y, luego, a las autoridades parisinas, topa con
una negativa. En 1775, el duque de Chartres no consigue, al
parecer, obtener una misa mayor en honor de la Orden. Sin duda a
causa de su personalidad libertina y revoltosa, el clero comienza a
desconfiar de la masonería. Sólo la masonería de la corte de
Luneville preserva su reputación; tras una negativa del obispo de
Toul referente a la celebración de un servicio fúnebre para los
masones difuntos, el tribunal, tras la demanda de los dignatarios
masónicos, reprende al eclesiástico.
En 1775, la masonería cuenta por lo menos con treinta mil
hermanos en Francia. El éxito del Gran Oriente es innegable, pero
lo amenaza un grave peligro; aquel año aparece la secta de los
Iluminados de Baviera, fundada por Weishaupt, hombre de
temperamento violento y colérico. Aquel profesor de derecho
canónico deseaba sembrar la tormenta en Europa, aboliendo las leyes
en vigor a las que consideraba inicuas y militando por la igualdad
y la libertad. En Wilhelmsbad, choca con el inmovilismo de los
masones, a quienes querría ganar para su doctrina. Furioso y
decepcionado, pide a sus adeptos que penetren por la fuerza en las
logias y las utilicen para preparar una gran revolución. Weishaupt
fracasará, pero algunos iluminados, convertidos en francmasones
dada la debilidad de los criterios de reclutamiento, harán
declaraciones extremistas en nombre de una Orden que les desmiente.
Varios historiadores confundirán, luego, la masonería con la secta
de los Iluminados, atribuyendo a la primera intenciones que nunca
tuvo.
En 1778, las trescientas diez logias del Gran Oriente siguen
negando la entrada en el templo a los obreros, porque no son
«hombres libres», Esta rigidez doctrinaria explica, en parte, las
persecuciones que la masonería sufrirá muy pronto, durante la
Revolución; ¿como podían los «operativos» admitir una institución
que les trataba como esclavos y les negaba el acceso a las
doctrinas humanitarias que profesaban? La escisión entre
Compañerismo y masonería no es ajena a los grandes conflictos
sociales que se anuncian.
El 8 de abril de 1778, todas las miradas se vuelven hacia la
logia «Las nueve hermanas», dirigida por el astrónomo Jéróme
Lalande. Tiene el inmenso privilegio de recibir a Voltaire como
aprendiz francmasón, durante una ceremonia muy mundana, en
presencia de Benjamín Franklin.
Todo el cuerpo masónico se llena de un íntimo orgullo, poco
justificado no obstante: Voltaire es un anciano al que se le
ahorran las leves pruebas físicas. Morirá el 30 de mayo siguiente,
tras haber criticado a la masonería durante la mayor parte de su
vida. Su padrino en la Logia, el abate Cordier de Saint-Firmin,
intenta que se olviden esos penosos recuerdos gracias a un
brillante discurso: «Querido hermano», le dice a Voltaire, «erais
francmasón antes incluso de recibir ese carácter, y habéis cumplido
los deberes antes de haber contraído, en nuestras manos, la
obligación». De hecho, la iniciación de Voltaire procura a la
masonería mas problemas que beneficios. El escritor, en efecto,
muere fuera de la Iglesia; la logia «Las nueve hermanas», enojada
por la intransigencia eclesiástica, reúne una manifestación pública
para celebrar la memoria del ilustre hermano. Diderot, Condorcet v
D'Alembert se niegan a acudir; la corte no aprecia aquel acto de
independencia y las instancias superiores del Gran Oriente menos
aún. Reprochan al Venerable Lalande sus insensatas decisiones que
turban el orden público y prohíben a los miembros de «Las nueve
hermanas» que tomen en el futuro iniciativas semejantes. Benjamín
Franklin sustituye a Lalande el año siguiente v acalla las pasiones
del taller; necesitan en exceso el apoyo global de la masonería
como para salír de la ortodoxia.
Ese mismo año 1778 es también el año glorioso del francmasón
y magnetizador Antoine Mesmer, que abre en París un consultorio
frecuentado por la mejor sociedad. Considerado un charlatán por sus
colegas v por muchos historiadores, Mesmer tal vez no fuera el
ridículo personaje que se ha descrito a menudo. Sus ideas estaban a
veces bastante cerca de la genial medicina homeopática, v fue uno
de los primeros sabios contemporáneos que relacionó la situación
del cosmos con el inicio de las enfermedades. Fundó la logia
llamada «Sociedad de la armonía universal» e intento prolongar las
investigaciones de los médicos de la antigüedad que tenían una
concepción sintética del cuerpo humano. Por muy oscuras razones,
Mesmer se peleó con los masones que habían favorecido ampliamente
su éxito convirtiéndole en un hombre publico; se vio entonces
obligado a abandonar París y murió en el olvido.
Franklin, por su parte, hace una gran propaganda en las
logias de la causa americana. Es alentado en todas partes y obtiene
armas y dinero. Los masones se entusiasman ante esa noble lucha en
la que se distingue el hermano La Fayette. Esta generosidad de
intenciones no es, por desgracia, completa, puesto que circulares
del Gran Oriente, fechadas en 1779, ordenan a las logias que
restrinjan la admisión del pueblo llano con el pretexto de que no
tiene bastante dinero para practicar la
beneficencia.
La aventura francesa de Cagliostro, a partir de 1780,
perjudica a la masonería. Aquel hombre muy pagado de sí mismo y con
alma de intrigante funda logias y distribuye falsas estatuillas
egipcias a pseudo-grandes iniciados que se dejan atrapar por su
cháchara. Cuando estalle el asunto del «collar de la reina», será
detenido junto a su protector, el cardenal de Rohan, y se
sospechará que los masones están metidos, a través de él, en
sórdidos manejos.
La corte de Luis XVI no es hostil a la Orden. El rey nunca
fue, probablemente, masón a pesar de numerosas afirmaciones sobre
el tema; dejó que la Orden se desarrollara sin trabas. Una carta de
Maria Antonieta (cuya autenticidad se discute) expresa muy bien el
sentimiento general de la época: «Creo», escribe a su hermana Maria
Cristina, «que os impresiona demasiado la francmasonería por lo que
a Francia se refiere; está muy lejos de tener aquí la importancia
que puede tener en otras partes de Europa, por la simple razón de
que todo el mundo pertenece a ella; se sabe asi todo lo que ocurre;
¿donde esta, pues, el peligro? Habría motivos para alarmarse si
fuera una sociedad secreta de política; el arte del gobierno
estriba, por el contrario, en dejar que se extienda, y ya no es más
de lo que en realidad es, una sociedad de beneficencia y placer. Se
come allí mucho, y se habla, y se canta…». Sea cual sea el grado de
autenticidad del escrito, da perfecta cuenta del estado de la
masonería francesa ocho años antes de la
Revolución.
Leamos por ejemplo el artículo I de un reglamento masónico
para uso de las logias, que data de 1782: «Tu primer homenaje
pertenece a la divinidad. Adora al ser lleno de majestad que creó
el universo con un acto de su voluntad, que lo conserva por un
efecto de su acción continua, que llena tu corazón, pero al que tu
limitado espíritu no puede concebir, ni definir». A esta frase de
rigurosa inspiración católica se añade el artículo VII, que
contiene un dato interesante: «Consagrándote al bien de los demás,
no olvides tu propia perfección y no desdeñes satisfacer tu alma
inmortal. El conocimiento de uno mismo es el gran pivote de los
preceptos masónicos».
He aquí, precisado, el punto que se nos escapa: en esta Orden
de gala en el que se muestran tantos nobles y tantas personas
respetables, ¿cuántos masones se preocupan aún por la iniciación
tradicional que era la base de las antiguas cofradías? Ninguna
estadística nos responderá nunca, pero los distintos hechos
apuntados parecen probar que la tendencia iniciática era débil y
poco influyente.
En 1783, los grandes aristócratas como los Polignac o los
Rohan dan tono a la masonería francesa. Aceptan codearse con los
ricos burgueses y los grandes comerciantes porque éstos detentan el
verdadero poder económico, pero se niegan obstinadamente a sentarse
junto a los campesinos o los artesanos. Los eclesiásticos
francmasones son bastante numerosos; a menudo se cita el ejemplo de
la logia «La virtud», instalada en Clairvaux y compuesta, casi por
completo, de religiosos. Hasta el comienzo de la Revolución, esos
masones celebraban sus sesiones en el propio interior del
monasterio.
El 14 de diciembre de 1784, Wolfgang Amadeus Mozart es
iniciado en la logia de Viena «La beneficencia». Si la iniciación
de Voltaire fue una chanza postrera, la de Mozart es signo de un
compromiso espiritual profundo cuyas huellas son fácilmente
visibles en la obra del gran compositor. Sin hablar de los
conciertos, las sonatas y las sinfonías en las que ese hombre, muy
joven aún, manifiesta una excepcional profundidad de pensamiento,
se advierte la influencia del simbolismo masónico en las Cantatas
masónicas y en los cantos destinados a las logias; estas obras,
poco conocidas, son admirables y alcanzan un nivel comparable a la
gran ópera masónica La flauta mágica, inspirada, en gran parte, por
Von Born, uno de los Venerables más eruditos de su
época.
La masonería francesa parece bastante alejada de las
preocupaciones esotéricas de la rama alemana de la Orden. Una
canción masónica de 1787, con la melodía de Que j´estime mon cher
voisin, revela todo un estado de ánimo:
En este dulce y encantador festín donde
reina la inocencia, cada masón, con la copa en la mano, bendice la
inteligencia.
Nadie piensa en negar el gran éxito masónico de los años
1788-1789, la creación de la Constitución americana. El masón
Georges Washington, iniciado en 1752, se convierte en presidente de
los Estados Unidos de América el 30 de abril de 1789 y nunca
olvidará su deuda con los hermanos franceses. Éstos no viven un
período eufórico, muy al contrario, tras la declaración de
Mirabeau, que desea, sencillamente, exterminar la francmasonería a
la que considera una sociedad «mala». Para el, no es más que una
hipócrita emanación de los jesuítas.
En vísperas de la Revolución, el número de masones tal vez
sea de cincuenta mil. Ciertamente, predican la fraternidad, y el
aristócrata trata de «hermano mío» al gran burgués; pero ese
carácter «democrático» es muy restringido y en nada favorece un
cambio social. Este hay que buscarlo en los muy numerosos clubes
políticos que se crean a un ritmo acelerado, en las «academias» y
las «sociedades literarias» que son, de hecho, grupúsculos
revolucionarios muy activos que preparan la muerte del Antiguo
Régimen.
2
DE LA REVOLUCIÓN DE 1789 A LA DE
1848
Tras la toma de la Bastilla, el 17 de julio de 1789, Luis XVI
va al ayuntamiento. Cuando llega al pie de la gran escalinata, los
oficiales de la guardia nacional, que son casi todos francmasones,
desenvainan su espada. Luis XVI reacciona retrocediendo, teme ser
asesinado. De hecho, los oficiales forman una bóveda de acero con
sus armas y el marqués de Nesles le dice al rey: «Sire, no temáis
nada.» Luis XVI pasa bajo aquella bóveda, símbolo reservado a los
más altos dignatarios masónicos, y entra en el
Ayuntamiento.
Un noble, el señor de Saint-Janvier, es interrogado por un
revolucionario. «¿Cómo te llamas?», le pregunta. «De…» «Ya no hay
De.» «Saint (santo)…» «Ya no hay santos.» «Janvier (enero)…» «Ya no
hay Enero.» Y el revolucionario escribe en los papeles oficiales:
«Ciudadano Nivoso».
Estas dos anécdotas, alejadas en el tiempo, revelan el
profundo malestar que sintió el cuerpo masónico durante toda la
Revolución. Los nobles que dirigen la masonería se ven superados
por los acontecimientos, los monárquicos sinceros no aceptan la
decadencia de la monarquía. En 1789 se produce una violenta ruptura
entre el Gran Maestro, el duque de Orleáns y el administrador
general, Montmorency-Luxembourg. El primero espera recoger, por
fin, el resultado de sus intrigas aprovechándose de la inevitable
caída del rey; el segundo, por el contrario, jura a Luis XVI que la
nobleza le será fiel y le entregará su vida si el soberano lo
exige. Luis XVI no comprende o finge no comprender;
deliberadamente, rechaza el apoyo de la masonería aristocrática.
Los masones se dividen en dos partidos y la fraternidad no es ya
más que una palabra vana; los nobles esperan conservar sus
privilegios, los burgueses obedecen a Orleáns, cuya popularidad va
creciendo.
El Gran Oriente, que no tiene línea política definida alguna,
recuerda a sus miembros que las discusiones de orden político están
prohibidas en las logias y que es preferible no mantener ningún
contacto con los clubes revolucionarios. Orleáns no desea un cambio
social profundo sino, simplemente, su propio ascenso al
poder.
Cuando la tormenta revolucionaria estalla, la mayoría de las
logias se ven obligadas a cesar en sus trabajos. Los agitadores
profesionales transforman algunas de ellas en clubes políticos en
los que participan los hermanos partidarios de la nueva doctrina.
El Gran Oriente, cuyo déficit financiero es considerable, es
incapaz de hacer frente a una situación tan extrema y se menciona
esta desengañada declaración de un hermano: «La mayor parte de
nuestros miembros sólo eran masones por darse
tono».
En 1791, el duque de Luxembourg se une al ejército de los
príncipes y trabaja, tanto como puede, en la contra revolución.
Nunca podrá regresar a su país y morirá en Portugal, en 1805. Por
aquel entonces, la casi totalidad de los países de Europa se
muestra decididamente hostil a la francmasonería, que es más o
menos acusada de haber favorecido la caída de la monarquía y del
orden establecido. Federico II de Prusia, ferviente masón en su
juventud, hace vigilar las logias por una implacable policía;
Catalina II de Rusia las hace cerrar e incluso Inglaterra arrebata
parte de su confianza a los respetables masones de su territorio.
Portugal, imitando a España, pone en marcha una temible Inquisición
que obliga a los hermanos a expatriarse. Algunos masones
perseguidos se convierten en perseguidores, como le Chapeher, que
hace votar, el 14 de junio de 1791, una ley que prohíbe las
corporaciones y el compañerismo, heredero de la antigua
masonería.
La batalla de Valmy (20 de septiembre de 1792) devuelve al
ejercito trances la plena confianza en sus medios. De hecho,
prácticamente no ha habido combate v los regimientos prusianos se
han doblegado sin entablar una lucha encarnizada, El masón Goethe
exclama: «¡De este día data una nueva era para la historia del
mundo!». Ciertamente, Danton y Dumouriez son masones; ciertamente,
el duque de Brunswick, comandante en jefe de los austriacos, está
rodeado de masones v, sin duda, también el lo es. ¿Hay que concluir
por ello que los hermanos decidieron de común acuerdo no librar
batalla tras una intervención del masón Choderlos de Lacios,
presente en el campo de operaciones?
Aunque haya parte de verdad en esta hipótesis, no por ello
los revolucionarios sentirán el más leve agradecimiento por la
masonería. Durante el Terror, numerosos hermanos son guillotinados;
cruel ironía, Guillotin era francmasón. Ningún taller puede
trabajar normalmente pues se suceden encarcelamientos y
ejecuciones.
En 1793, el Gran Maestro de la Orden, que ha adoptado como
nombre Felipe-Igualdad, es ahora consciente del fracaso de sus
maniobras. Temiendo por su vida, se decide a renegar de sus
hermanos v, el 22 de febrero, escribe a un periodista una carta de
increíble bajeza: «Puesto que no conozco el modo como esta
compuesto el Gran Oriente, v además creo que no debe haber misterio
alguno, ni asamblea secreta alguna en una república, sobre todo al
comienzo de su establecimiento, no quiero v a mezclarme en nada con
el Gran Oriente, ni en las asambleas de francmasones». Para el, la
masonería es un fantasma que es preciso cambiar por la realidad. Se
sabe que la muerte de Luis XVI se decidió por mayoría de un solo
voto, el de Felipe-Igualdad, primo del rey. Los revolucionarios más
extremistas están asqueados por esta cobardía; asustado ante la
idea de su próxima muerte, Felipe-Igualdad pretenderá que no es
noble de extracción sino hijo de un cochero convertido en el amante
de su madre.
El ex Gran Maestro no escapará a la guillotina. Muy
decepcionados, los masones dictan su destitución v celebran,
incluso, una ceremonia de degradación rompiendo su espada.
traicionada por quien la dirige, la Orden no ha llegado al final de
su sufrimiento; los archivos son desvalijados, cualquier
correspondencia masónica se hace imposible. La joven república no
tolerara en modo alguno los pequeños cenáculos cerrados que se
abriguen en el secreto. Además, los masones son considerados
revolucionarios en exceso tibios, que se colocan al margen de la
gran corriente popular. Las cifras, con su sequedad, ofrecen un
dato dramático: en 1796, el Gran Oriente va solo cuenta con
dieciocho talleres que trabajen en toda Francia.
Cuando regresa la calma, la masonería esta exangüe y parece
agonizante. Un Maestro masón, Alexandre-Louis Roettiers de
Montaleau, se niega a sumirse en el pesimismo. Este alto
funcionario, apasionado por el esoterismo, salvo numerosos archivos
masónicos y creyó en el destino espiritual de la Orden cuyo mensaje
consideraba inmortal. Con un valor bastante extraordinario,
«despierta» varias logias en cuanto sale de prisión y toma la
dirección del Gran Oriente. Su te es comunicativa; casi de
inmediato, los masones encuentran en su fraternidad nuevas razones
para esperar. Como todas las comunidades perseguidas, sacan de la
desgracia una energía que el dulce periodo de los salones
aristocráticos les había hecho perder.
A partir de 1797, comienza a formarse una leyenda. En Los
verdaderos autores de la Revolución, Jourde escribe: «Los
francmasones fueron los cabecillas de la Revolución›. Al parecer
procuraron incluso dinero a los revolucionarios de cuya propaganda
se encargaban. En 1797-1798 aparecen los cinco volúmenes del abate
Barruel, titulados Memorias al servicio de la historia del
jacobinismo. Pocas veces una falsificación histórica tuvo tanto
éxito e influencia; para el abate, los masones prepararon la
Revolución durante mucho tiempo, en las tinieblas de sus logias, \
favorecieron las violencias, la anarquía, los ríos de sangre. Las
tras-logias ejecutaron a los hermanos que no obedecían sus
consignas subversivas. A lo largo de toda su obra, el abate
confunde la francmasonería con la secta de los Iluminados de
Baviera y demuestra un profundo desconocimiento de la Orden
atribuyéndole doctrinas anticristianas v antimonárquicas. Numerosos
historiadores se apoyaron en esas mentiras para convertir la
masonería en un órgano revolucionario que no fue. Algunos masones
contribuyeron a propagar esta leyenda, atribuyéndose con orgullo el
nacimiento de la república v de la democracia.
El fenómeno revolucionario es demasiado complejo para ser
obra de una sola comunidad; aunque sea exacto que varios masones
fueron cabecillas revolucionarios, no olvidemos que actuaban en
nombre propio, sin ser enviados por la Orden. No olvidemos tampoco
que numerosísimos masones fueron guillotinados y que, al día
siguiente de la Revolución, la francmasonería, en vez de estar en
el poder, era sospechosa de monarquismo.
La Revolución francesa es la culminación de un proceso
intelectual social del que la mayoría de los masones solo tenia una
muy relativa conciencia. La Orden, por lo demás, no dio consignas
unitarias, ya hemos visto que los dos principales dirigentes de la
masonería tenían teorías radicalmente opuestas.
Se ha reprochado mucho a la masonería el simbolismo de uno de
los altos grados donde el iniciado «mata» a un rey identificado con
Felipe el Hermoso. Se trata de un grado llamado «de venganza», los
masones se encarnizan en combatir a los destructores de la orden
templaría, y no de una alegoría que muestre hostilidad alguna
contra Luis
XVI.
El hecho mas importante es, sin duda, este: antes de la
Revolución, la orden masónica conoce las mismas divisiones que la
sociedad. No hay doctrina política coherente alguna capaz de unir a
los hermanos a favor o en contra de un cambio social. El hermano La
Fayette está a la cabeza de la multitud que abuchea a los guardias
suizos cuyo jefe es el hermano D'Aumont; los hermanos monárquicos
no comprenden a los hermanos revolucionarios, que tratan a los
primeros de traidores a la República. Es seguro que algunas logias
sirvieron de base a manejos revolucionarios; que la masonería
entera alentara la Revolución es una flagrante mentira. Tras una
reapertura de la logia de Laval, leemos en el journal des Hommes
libres, con techa 29 pluvioso del año VI: «La reapertura de esta
monstruosa sociedad es del mas siniestro augurio para los
republicanos y no ven sin cierta sorpresa como aumenta la actividad
de esos eternos conspiradores, precisamente de aquellos que
monarquizaron las ultimas elecciones».
El abate Barruel, que tal vez fuese un hombre sincero, hacia
falsa historia al identificar la masonería con un club
revolucionario. Las recientes investigaciones de los escritores,
masones o no masones, han demostrado definitivamente lo
contrario.
En 1799, Roettiers de Montaleau puede contemplar con
satisfacción su obra; acaba de conseguir la fusión de las
obediencias francesas bajo la tutela del Gran Oriente, que es el
único garante de la regularidad masónica en Francia v el
corresponsal autorizado de la Gran Logia de Inglaterra. Solo las
logias escocesas, que se agarran decididamente a su independencia
como al más precioso tesoro, se niegan a participar en la unión.
Aquel mismo año, Bonaparte es primer cónsul. No infravalora la
importancia de la renaciente masonería y, ya en 1800, manda a las
logias un tuerte contingente de informadores que le mantienen al
corriente de las intenciones y los trabajos de los
masones.
El 24 de diciembre de 1802, Roettiers de Montaleau inaugura
el nuevo local del Gran Oriente, en la calle del Vieux-Colombier;
numerosísimos hermanos asisten a la ceremonia en la que se invoca
al Gran Arquitecto del Universo. Tras el rito del fuego
purificador, vanos discursos insisten en los antiquísimos orígenes
de la Orden v en su perennidad; luego, los masones entonan los
cánticos fraternales bendiciendo la nueva era que se abre para la
cofradía.
La policía vela y cuida particularmente los informes de
investigación referentes a la masonería, cuyos miembros se
clasifican en dos categorías: los «buenos masones» que se ocupan
exclusivamente de fraternidad y beneficencia, y los «malos masones»
que tendrían la descabellada idea de criticar a Bonaparte. Son
indispensables algunas depuraciones; en especial es preciso
expulsar de la Orden a italianos de cerebro caldeado que podrían
arrastrar la masonería hacia una peligrosa pendiente. Roettiers de
Montaleau, puesto en la obligación de obedecer, debe
doblegarse.
«En ese trágico período revolucionario que concluye»,
escriben J. A. Faucher y A. Ricker, «la masonería francesa estuvo a
punto de morir por los golpes propinados por sus miembros civiles,
porque los unos, por su pertenencia a la nobleza, estuvieran
comprometidos durante la caída de la monarquía, o porque otros,
adeptos a las nuevas ideas republicanas, contribuyeran al éxito de
un nuevo orden político que, como todos los regímenes autoritarios
y totalitarios, trató a las logias masónicas como asociaciones
sospechosas; en cambio, los hermanos pertenecientes a las logias
militares asumirán, durante el periodo imperial, el renacimiento de
la masonería y la difusión de su espíritu por toda
Europa».
A partir de su renacimiento, en efecto, la Orden está
sometida al imperio que proclama Napoleón en 1804. Nombra a José
Bonaparte Gran Maestro del Gran Oriente; Cambacéres será su
adjunto. El prefecto de policía Fouché es uno de los grandes
dignatarios. Como puede verse, la dirección del Gran Oriente no se
deja al azar. Ese mismo año, el conde de Grasse-Tilh, procedente de
Jamaica, llega a París. Lleva en su equipaje cartas y otros
pomposos documentos que aseguran que es Soberano Gran Comendador
del Rito Escocés. En esta calidad, que los masones escoceses no
parecen poner en duda, funda el Supremo Consejo del Rito el 22 de
septiembre y dirige una circular al conjunto de los masones
franceses: «Este toco de luces solo podrá derramarse sobre toda la
Orden, puesto que tiene por único objetivo concentrar las luces
dispersas para distribuirlas en una sabia proporción y asentar
sobre inquebrantables bases la administración mas justa y mas
ilustrada». El primer Supremo Consejo se había instalado en
Charlestón (Estados Unidos de América) en 1801; el Rito Escocés
Antiguo y Aceptado se divide en treinta y dos grados, tras una
negociación con el Gran Oriente, se decide que este se encargara de
la gestión del 1º al 18º grado, mientras que el Supremo Consejo
tendrá en sus manos los grados siguientes. El compromiso no dura
mucho; los escoceses «recuperan» la totalidad de sus grados y el
Gran Oriente crea un Gran Colegio de los ritos para sus propios
altos grados. Varios masones del Gran Oriente obtendrán, por otra
parte, la iniciación a los altos grados del Rito Escocés. Sin
embargo la masonería francesa esta ahora dividida en dos grandes
potencias, decididas a no unirse a pesar de los deseos de
Napoleón.
El emperador, que no era masón, adopta una actitud de
prudencia frente al Supremo Consejo del Rito Escocés que rechaza la
fusión con el Gran Oriente. Para obtener un derecho de control,
pone al fiel Cambacéres a la cabeza del Supremo Consejo. La
masonería de imperio inciensa a Napoleón, como la logia
«Napoleomagno» de Toulouse, que celebra regularmente las victorias
del emperador. Las logias militares se desarrollan en proporciones
considerables y dan a la Orden entera el toque de lealtad y de
admiración respetuosa. Numerosos mariscales y generales son
masones, y es casi seguro que cada regimiento tenía una
logia.
Esta benevolencia del emperador no era gratuita; Napoleón
había comprendido que al recuperar la paz civil los vínculos
fraternales de los masones podían ser útiles a sus ambiciones
europeas. El espíritu masónico daba a los militares la ocasión de
cultivar amistades profundas, favorables a la coherencia del
ejercito. Además, las tropas de ocupación se encontraban con
algunos hermanos en los países vencidos y se vio, con bastante
frecuencia, confraternizar a los masones de ambos bandos, fieles a
la definición del masón que se afirma, cada vez más, como un
ciudadano del mundo capaz de vivir por encima de los partidos y los
conflictos nacionales. Gracias a la masonería, el emperador
refuerza su propio ejercito› asienta sus
conquistas.
Durante una gran tiesta masónica, en 1805, la Orden inaugura
el busto del héroe inmortal, Napoleón 1, y esa «santa efigie» es
coronada con mirto y laurel por el Venerable del lugar. El Gran
Oriente es del todo fiel al emperador y no deja de criticar a las
logias escocesas, que forman banda aparte.
«Los cristianos», dice un catecismo masónico de 1806, «deben
a los príncipes que les gobiernan, v debemos en especial a Napoleón
I, nuestro emperador, el amor, el respeto, la obediencia, la
fidelidad, el servicio militar, los tributos ordenados para la
conservación y la defensa del imperio y de su trono». La masonería
de 1807 no se ocupa de religión ni de política y menos aun de
simbolismos. «Los francmasones», escribe L. Prudhomme, «leen versos
y prosa, tocan música, celebran uno o dos banquetes al mes; se hace
una colecta en cada asamblea, y el producto es enviado al comité de
beneficencia, o distribuido a familias
indigentes».
El emperador en persona, por medio de dignatarios masónicos
que él mismo ha nombrado, comienza a introducir en la Orden
sentimientos anticlericales. Pío VII, en efecto, había tenido la
audacia de excomulgar a Napoleón I, que le hace detener en 1809. En
1812, le obliga a firmar un Concordato en Fontainebleau. La
francmasonería, siempre obediente, felicita al emperador por su
decidida acción.
Hacia 1811, un movimiento revolucionario, los «Buenos Primos
Carbonarios», comienza a extenderse y se advierte su existencia en
Besancon. La secta calca sus rituales de los de la masonería y,
reeditando el intento de los Iluminados de Baviera, pretende lograr
que sus miembros penetren en las logias masónicas para inclinar a
la cofradía hacia una contestación al régimen. Esta maniobra
política es un fracaso, pero algunos «buenos primos» son lo
bastante hábiles para escapar a todos los controles y turbar la
hermosa serenidad de unos cuantos masones.
En 1813 nace una «Gran Logia Unida de Inglaterra» donde se
agrupan los masones del partido de los «Antiguos» y los del partido
de los «Modernos». La institución es fuerte y aprovecha su nueva
sesión para promulgar una ley en términos muy autoritarios:
cualquier hombre que desee convertirse en masón tendrá que creer,
obligatoriamente, en el Dios revelado en la Biblia. Por aquel
entonces, esa imposición pasa desapercibida, pues casi todos los
hermanos son cristianos.
El Gran Oriente de 1814 reina sobre más de novecientas
logias, cifra enorme, y mantiene una línea de conducta que ni
siquiera la Revolución ha afectado: «Pocas veces», leemos en las
Constituciones, «se admitirá a un artesano, por muy maestro que
sea… Nunca se admitirá a los obreros llamados "compañeros" en las
artes y oficios».
¿Y qué decir de esa masonería de los primeros años del siglo
XIX, salvo que no responde ciertamente a los deseos del esoterista
Roettiers de Montaleau?; el juicio más severo fue formulado por el
escritor Charles Nodier, para quien la masonería es «una farsa
seria, representada por honestos ociosos entre bastidores de
bateleros y cuya representación, apta para distraer el ocio de una
anciana, nunca ha conmovido el sueño de un
tirano».
Cuando Napoleón zarpa hacia la isla de Elba, la masonería
queda un poco desamparada. Los dignatarios cambian de chaqueta y
glorifican la llegada al poder de Luis XVIII, que ordena ejercer
sobre las logias una rigurosa vigilancia policíaca. En Saboya,
supone prácticamente el fin de la masonería. El imperio, afirman
los masones, sólo era una sangrienta tiranía que nos oprimió.
Centenares de hermanos, asqueados ante esa doblez, presentan su
dimisión. Durante los Cien Días, nuevo cambio de la situación:
convencida de que el emperador será el más fuerte, la masonería le
concede su confianza y rechaza la monarquía.
El 18 de junio de 1815, la batalla de Waterloo supone la
muerte de la masonería militar, según Faucher y Ricker. De nuevo en
el poder, los monárquicos «depuran» el ejército e instauran el
abominable «terror blanco» que diezma muchas logias y destroza la
masonería favorable al imperio. En Saboya, los jesuitas aprovechan
el vacío dejado por los masones para convertirse en la única
autoridad espiritual. Por fortuna, el prefecto de policía de Luis
XVIII es el francmasón Decazes, miembro del Supremo Consejo del
Rito Escocés. Muy escuchado por el rey, juega una difícil partida y
no favorece a la Orden con ostentación, prefiriendo ocupar un justo
medio entre las corrientes sociales que salen a la luz en la
masonería y los católicos que reclaman la destrucción de la Orden
porque fue antimonárquica.
Tres israelitas, los hermanos Bédamde, eligen este delicado
período para fundar el rito de Misraim que no abarca menos de
noventa grados. Los Bédarnde detestan a Luis XVIII y su gobierno,
abominan de los jesuitas y de cualquier forma de catolicismo;
ferozmente ateos, desean el advenimiento de una masonería política
que sacuda el inmovilismo del Gran Oriente. Conociendo la afición
de los masones por los títulos y las condecoraciones, su cálculo no
es desacertado; los noventa grados ofrecen muchas ocasiones de
conceder abigarrados cordones. El Gran Oriente muerde el anzuelo y
ve con buenos ojos el rito de Misraim. Los Bénarnde, demasiado
apresurados, revelan rápidamente sus cartas y la policía disuelve
esa rama masónica a la que considera subversiva. Los Bédamde
abandonan París y prosiguen su obra en la región de Besangon,
mientras el Gran Oriente afirma, en voz muy alta, que el rito de
Misraim es del todo herético.
Los años 1818-1822 no son muy favorables a la masonería. En
Francia, algunas logias son dirigidas por ateos que no ocultan sus
tendencias revolucionarias. Decazes los vigila muy de cerca y les
impide, tanto como es posible, propagar sus ideas. A partir de
1818, los gobiernos español y portugués persiguen a las logias;
algunos masones se ven obligados a suicidarse, otros son
encarcelados. Alejandro I de Rusia prohíbe la masonería que estaba
en pleno florecimiento.
Sin embargo, está claro que ha nacido una fraternidad
masónica a escala internacional, como lo prueba un acontecimiento
de junio de 1823. El navío holandés Minerva es atacado por un
corsario español en las aguas de Brasil. Los corsarios se hacen
dueños de la situación y su jefe ordena matar a los pasajeros,
entre los que hay masones; estos, viendo llegada su ultima hora,
hacen, por si acaso, el signo de desamparo masónico, ti jefe de los
corsarios, que también es un iniciado, exige pruebas
suplementarias; los masones le piden que recupere los restos de
diplomas masónicos que flotan en el agua. Hechas las
comprobaciones, los corsarios masones liberan el barco
holandés.
Con el advenimiento de Carlos X, en 1824, sube también al
trono un francmasón, pero un masón que se ha alejado de las logias
desde hace mucho tiempo y no siente ya afición alguna por la Orden.
Amante de las mozas ligeras de cascos, es atormentado sin embargo
por la moral y se deja influir por los medios eclesiásticos. Los
obispos que se sientan en el Consejo de Estado piden a ese antiguo
hermano la supresión de la masonería, que no parece necesaria para
la buena marcha de los asuntos del reino. Carlos X vacila;
naturalmente, hay algunas logias contestatarias, pero la policía
las conoce. Es preferible canalizar la agitación más que hacerla
«salvaje» y no tener ya poder alguno sobre ella. Por lo demás,
muchos grandes personajes pertenecen todavía a la Orden y el rey no
desea disgustarles por una decisión de tono dictatorial. La Francia
de 1826 es muy digna; trata de sediciosas las obras de un Diderot y
de un Lamennais, condena al editor de las canciones de Béranger,
culpable de ultraje a la religión del Estado y de ataque contra la
dignidad real. Los masones no chistan y componen canciones a la
gloria del monarca:
Carlos, sé nuestro protector, nuestro sostén, nuestra
esperanza, responde a los deseos de nuestro corazón, que nuestra
Orden sagrada deba a tu benevolencia, como pago de su amor, la
gloria y la felicidad.
En octubre de 1830, durante el primer año del reinado de
Luis-Felipe, la masonería organiza una gran fiesta en honor del
hermano La Fayette, a quien los americanos han concedido las más
altas dignidades masónicas. No se ahorran loas a la nueva
conducción del Estado, al admirable rey-ciudadano que dirige
Francia, a las grandes libertades que se anuncian. Luis-Felipe
rechaza la Gran Maestría de la francmasonería; los masones le han
ayudado a tomar el poder, no pide más.
Hasta 1848, la vida masónica es bastante apacible. Thiers
introduce a su chivato en la mayoría de las logias y, en cuanto se
manifiestan veleidades opositoras, obliga a los dirigentes del Gran
Oriente a arrancarlas de raíz.
A partir de 1844, algunos masones se quejan de la mediocridad
general de la Orden, que atribuyen a un reclutamiento ciego. Se les
responde que cuantos más hermanos tenga la masonería, más fuerte
será. El resto carece de importancia. Desengañado, el hermano
Clavel escribe: «Tal vez no exista un solo habitante de París que
no haya sido insistentemente incitado a hacerse admitir en la
sociedad masónica». Los altos grados no encuentran complacencia por
parte de él; los llama «masa informe e indigesta, monumento a la
sinrazón y a la locura, mancha impresa en la francmasonería por
algunos traficantes desvergonzados y a los que el sentido común de
los masones habría hecho justicia, hace mucho tiempo ya, si su
vanidad no hubiera sido seducida por
los títulos y las cruces que forman su
obligado cortejo».
La francmasonería de 1847 es un gran cuerpo sin espina
dorsal; está enferma de no pensar, de no vincularse a los valores
esotéricos que sigue transmitiendo sin tener perfecta conciencia de
ello.
3
DE 1848 A LA DESAPARICIÓN DEL GRAN
ARQUITECTO DEL UNIVERSO (1877)
En 1848, París tiene el alma revolucionaria. En el bulevar de
los Capucmes, unos soldados disparan contra los miembros de un
desfile; el vaso rebosa y pronto estalla el motín popular contra
Luis-Felipe y su ministro Guizot. Comprendiendo que no tiene ya
posibilidad alguna de conservar el poder, el rey huye sin esperar
el cambio. Con el desaparece la monarquía burguesa que no ha
satisfecho a los monárquicos ni a los burgueses, buena parte de los
cuales desea un cambio de política. La proclamación de la República
es acompañada por algunas batallas callejeras que no superan el
estadio de la anécdota; el ejército espera la continuación de los
acontecimientos.
Todos los oponentes al régimen están jubilosos y, entre
ellos, hay numerosos eclesiásticos y francmasones. El Supremo
Consejo del Rito Escocés permanece fiel a su principio de no
compromiso, mientras el Gran Oriente recuerda a los hermanos que
las logias no deben convertirse en asambleas de carácter político.
Piadoso deseo, pues la masonería participa sin vacilar en el
nacimiento de la segunda república. El 6 de marzo, una delegación
masónica acude al Ayuntamiento donde es recibida por los masones
que forman parte del gobierno provisional; el entusiasmo es total,
un magnífico movimiento nacional y social conducirá a Francia por
el camino de la justicia. ¿Acaso las banderas masónicas no han
llevado siempre la divisa: «Libertad, Igualdad, Fraternidad» que
figura ahora en la bandera francesa? Y el Gran Oriente declara: «la
República esta en la masonería. I a República hará lo que hace la
masonería, se convertirá en la reluciente prenda de la unión de los
pueblos en todos los puntos del globo, en todas las costas de
nuestro triangulo, v el Gran Arquitecto del Universo, desde lo alto
del cielo, sonreirá a este noble pensamiento de la República». Poco
después, los masones visitan a Lamartine cuya audiencia es, por
aquel entonces, bastante considerable. El poeta político no
pertenece a la Orden que, sin embargo, le resulta muy simpática; a
su juicio, el nuevo espíritu republicano ha nacido en los talleres
masónicos y sus declaraciones dan a la masonería un verdadero aval
moral: «Os doy las gracias», dice a los masones, «en nombre de ese
gran pueblo que ha hecho a Francia y al mundo testigo de las
virtudes, del valor, de la moderación y de la humanidad que ha
obtenido en vuestros principios, convertidos en los de la República
francesa. Estos sentimientos de fraternidad, de libertad, de
igualdad que son el evangelio de la razón humana, fueron
laboriosamente, a veces valerosamente, contemplados, propagados,
profesados por vosotros en los recintos particulares donde
encerrabais, hasta hoy, vuestra sublime
filosofía».
Todo va bien en el mejor de los mundos masónicos posibles. Ha
podido decirse que la Revolución de 1848 era sostenida por una
especie de mística política que daba a los hombres de aquel tiempo
la esperanza de un paraíso social, una de cuyas llaves habría
poseído la masonería. Ciertamente, desde el principio, hay algunos
«choques» a los que no se quiere prestar atención. El hermano
Raspad, por ejemplo, se muestra hostil al hermano Louis Blanc que
forma parte del gobierno provisional; el 10 de abril de 1848, el
compañero Agricol Perdiguier reúne a varios miles de sus hermanos
en la plaza de los Vosges, recordando a los masones que la otra
rama de la tradición iniciática occidental sigue muy viva y
pretende, también ella, recoger los favores de la
República.