VI
DETRÁS DE LOS CRISTALES, EN EL TALLER ABANDONADO, vi a la jorobadita que jugaba con otras niñas. Y en el comedor, estaban todos reunidos, como en otro tiempo, Fernanda, el cerrajero, el carpintero de los aretes en las orejas y el viejo «fuerista» del bigote galo, el que cantaba romanzas. Ahora ya no cantaba, su cara estaba negra de pólvora; llevaba una venda ensangrentada sobre la frente, pero percibí en sus ojos un reflejo del cielo de las Islas Afortunadas. Luego, aquel reflejo se extinguió. No sé ya lo que ocurrió. Estaba yo en el cuarto de María Rosa; de cuando en cuando, el reflejo pasaba ante mí, como un relámpago. Me desplomé sobre el lecho, y María Rosa desataba los cordones de mis zapatos, y luego, me acariciaba la frente. Me había yo prometido estrecharla en mis brazos, pero no tenía ya fuerza para moverme. Me veía caminando detrás de las camillas, detrás de todo un desfile de muertos y de moribundos. Seguía los largos corredores del Hôtel-Dieu: el corredor Blanqui, el corredor Barbés… Pero aquellos nombres recién pintados se borraban. «Los santos van a volver», decía una de las monjas, con cinturón rojo. Y se volvían a poner en marcha detrás de las camillas. Luego todo se hundió en el naufragio y el caos.
Cuando me desperté, estaba todo a obscuras. ¿Era todavía la misma noche o la siguiente? Llamé a María Rosa. La casa estaba desierta. En la calle construían una barricada. Encontré allí a los míos, a María Rosa, muy limpia y que había cambiado de vestido para la última batalla. Tronaba el cañón. «Ese, es el nuestro», decían. Nuestros cañones, emplazados en Bicétre, en el Père-Lachaise, en las Buttes-Chaumont, bombardeaban desde aquellos lugares la mitad de París. Los cañones versalleses respondían desde el Panteón, el Trocadero y Montmartre. Delescluze y la Comuna se habían refugiado en la alcaldía del XI.º. La Bastilla era todavía nuestra. Pero ¿cuánto tiempo se sostendría? Entre tanto, la jorobadita jugaba con otras chiquillas enclenques, unas sombras de niñas, entre los adoquines, los sacos terreros, los toneles, los gaviones. El cielo estaba rojo. La chiquillería gritaba y reía. Siffrelin me dijo:
—Hay también el Granero de Abundancia al que han prendido fuego.
—Muy bien —le dije—. No hay más que prender fuego en todas partes.
Me parecía muy cómica aquella idea de prender fuego en todas partes. Y me eché a reír con una risa idiota, inextinguible, que me llenó los ojos de lágrimas. Para disimular empujé una carretilla de adoquines y fui a descargarla sobre la barricada. Pero seguía teniendo ganas de reír. La jorobadita vino a guarecerse entre mis piernas. La levanté del suelo y la pregunté:
—¿A qué juegas?
—A un juego —me respondió. Debía ser un juego extraordinario, porque sus pobres mejillas estaban sonrosadas y jadeaba de haber corrido tanto. Su bella mirada animada eludía mis ojos; y se sofocaba de risa, mientras que a mis pies sus camaradas impacientes esperaban a que las dejase reanudar su juego.
—Vete, corre —dije, dejándola en el suelo. Liberada, volvió ella a reír. Toda la pandilla se esparció por el jardín encantado de adoquines y sacos. A ratos entraban en el taller del tío Siffrelin y se las veía, detrás de los cristales, ebrias de aquel espacio abandonado, convertido en su imperio. Allí dentro, su afán era ver quién gritaba más fuerte. La jorobadita lo pasaba en grande.
No recuerdo ya muy bien cómo transcurrió la noche. A partir de aquel momento no quedan en mi memoria más que imágenes incoherentes. Rememoro momentos repentinos, de una emoción intensa, por ejemplo, el momento en que supimos que el enemigo avanzaba hacia la Bastilla, que había tomado una barricada en la calle Castex. ¡Se acercaba el enemigo! Iba yo a ver de nuevo unos pantalones rojos frente a mí, entre la humareda, ¡y a disparar contra el montón! María Rosa había encontrado un fusil de chispa: sentada sobre unos adoquines se hacía explicar el manejo del arma por un chiquillo.
—¡Se acercan! —le dije.
Levantó los ojos y me contempló con su mirada bondadosa, hosca y triste. Me senté junto a ella y le acaricié el hombro.
—Es muy bonito —continué diciéndola— este vestido que te has puesto hoy.
—Es un vestidillo de verano —me respondió sonriendo—. ¿No estamos en la hermosa estación del año?
Y prosiguió, con coquetería:
—Si no hubiera todo esto y viviésemos juntos, ¿te habría gustado que llevase yo vestidos bonitos?
—Sí, María Rosa, y te hubiera comprado los más bonitos.
—¿Tú crees que hubiésemos sido felices? ¿Que hubiésemos formado un buen matrimonio?
—Lo creo.
—¡Ah! —suspiró ella—. Es preferible que nos hayamos quedado en esto. Había demasiadas diferencias entre nosotros.
—No, María Rosa. No, María Rosa. No había diferencias, y podríamos vivir largo tiempo, mucho, durante días y años.
—Te hubieras cansado de mí.
—No, mi pequeña María Rosa, mi pequeña María Rosa…
Y como ella mostrara un gesto infinitamente triste, quise hacerla reír:
—Eres tú la que se habría cansado de mí, al verme ocupado en una serie de tonterías pretenciosas, te habría parecido demasiado tontamente complicado para ti…
—¡Oh! —dijo ella alzándose de hombros.
—¿Sabes —continué tímidamente— que… yo hacía versos?
—Sí, como Julio de Renaud.
—Eso es —dije. Y proseguí soñadoramente—: Pues bien, si hubieses amado a Julio de Renaud habría él querido a todo precio que comprendieras sus versos, que penetrases su secreto… ¡Oh! Resultaría eso muy, muy difícil… Hubiera sido preciso comulgar, elevarse, elevarse… Era un imbécil, María Rosa. Mira, yo te habría leído mis versos y los hubieras comprendido. Y además ¡poco importa! Los he dejado allí, en la calle Vieille-du-Temple. Quizá estén ahora ardiendo.
Apretados el uno contra el otro, como dos niños nosotros también teníamos al fondo un París chorreando petróleo y que llameaba. Recordé cómo en una calle incendiada había visto volar papeles con el viento cargado de chispas, toda una bandada de papeles. Mis versos, sin duda, bogarían así en aquel infierno. Así la mano de María Rosa. Cariño mío… Mi mujer, mi esposa… Las llamas llegaban hasta nuestros pies, todo el fondo del universo rojeaba. Luego, una enorme nube negra empujaba las llamas. Las tinieblas se extendían, atravesadas de pronto, por la estruendosa explosión estrellada de una granada. Y las llamas crepitantes reaparecían. Repetí, con el corazón palpitante:
—Se acercan…
¡Ah, si hubiera sido posible que no llegasen nunca… que permanecieran eternamente en el camino!… Estábamos escondidos en el fondo del callejón sin salida, María Rosa y yo. Tenía yo cogida su mano. Sentía miedo. Sin embargo, había combatido ya. Sabía lo que era ver los pantalones rojos surgir entre el humo, al otro lado de la barricada. Pero entonces tenía espacio detrás de mí: ahora, íbamos a ser triturados. Ellos llegaban con el fuego, a la velocidad del fuego. Y nosotros, María Rosa, yo… ¡Mi pobre pequeña!
Veo también la plaza ante la alcaldía del distrito XI.°, la estatua reidora de Voltaire, y dos furgones llegados milagrosamente de la Casa de la Moneda con las nuevas piezas que la Comuna había hecho acuñar. Recibí mi última paga abonada con aquellas piezas.
—¡No se irá muy lejos con eso! —decían bromeando.
En uno de los despachos de la alcaldía, Delescluze, amarillo, derrumbado, garrapateaba todavía unos papeles. A su alrededor, había un griterío ensordecedor. Traían heridos en camillas. Sobre la pared, se extendía una proclama: «La Comuna ha hecho un pacto con la muerte…». Y luego, bruscamente, vuelvo a ver la calle Aligre, en plena batalla. ¡Ahora sí, están ahí! María Rosa, junto a mí, dispara como yo. No sé ya dónde están Siffrelin, el cerrajero, todos los otros; pero yo disparo y sé que María Rosa está junto a mí… Tengo en la boca el sabor agudo de la pólvora, que me emborracha. Me estallan los oídos. Por encima de nosotros, desde todas las ventanas, están disparando. Y bruscamente la niebla se desgarra y como al salir de un acceso de fiebre, veo lo que me rodea ¡veo! La jorobadita acaba de desplomarse sobre los adoquines como un juguete descompuesto, como un perro con la lengua colgante. Muestra un surco rojo, que le cruza la mejilla y la nariz. Y la cabeza hundida entre los hombros: es realmente una jorobadita. Fernanda, despechugada, con el pelo sobre la espalda, aullante, surge del fondo de una puerta, recoge a su hija, como un paquete y gira sobre sí misma. Quieren detenerla. Sostiene el cadáver menudo con los brazos extendidos, trepa sobre la barricada, se aferra a un tonel, hace caer unos adoquines bajo sus pies, se yergue en la humareda. Arroja el cadáver como una piedra y cae, a su vez, sobre las rodillas. Ya no son aullidos los que lanza, sino gañidos atroces. La veo por última vez, con la piel negra y seca a través de los desgarrones de su camisa blanca, el rostro convulso, el pelo todo revuelto. Finalmente, rueda por el otro lado de la barricada. Me he vuelto, chocando con el pecho de Siffrelin que se erguía a mi espalda, pálido de horror. Ha caído una teja cerca de mí, cerca del cerrajero al que he visto saltar, con la boca abierta en una mueca de odio, empuñando el fusil, y precipitarse sobre la barricada a su vez. Estallan nuevas detonaciones, un lienzo de muro se derrumba detrás de nosotros con estrépito; y siento sobre mi mejilla la bofetada de una llama.
He gritado:
—¡María Rosa!
Necesitaba a María Rosa. No la he encontrado sino más lejos, atrás, cuando retrocedíamos por las calles llenas de incendios. Tenía su fusil en la mano y caminaba, con los ojos agrandados por el delirio.
—¿Has visto? —la he dicho.
Un hombre alto y flaco de piernas arqueadas nos ha gritado:
—¡Nos queda todavía Belleville!
Es él quien me ha arrastrado, y he perdido de nuevo a María Rosa. Ha estallado una granada. He seguido solo mi camino. La lluvia ha hecho su aparición, una lluvia densa e injuriosa, pero que pronto cesó. He vagado por Ménilmontant, interrogando a los amigos que he encontrado. Habían visto a Siffrelin y a su hija en una barricada de la calle de Puebla. He buscado esa calle, me he perdido. Resbalaba en el barro. Pasaban unas siluetas, con el cuello levantado. Contaban que allá lejos, en las calles conquistadas, los versalleses mataban a todos los que encontraban, mujeres, niños. Allí he topado con un cortejo fantástico que subía por la calle de París. Los clarines interpretaban: Y a la goutte á boire lá-hauí! (algo así, literalmente, como: ¡Hay una copa que beber allí arriba!). Oficiales de la Comuna a caballo iban delante, con una cantinera a caballo también, con la pluma roja al viento y el puño sobre la cadera. ¿No era María Rosa la que veía surgir así, fabulosa y subiendo hacia los últimos reductos de París, hacia los últimos muros más allá de los cuales no había ya más que los cañones prusianos? Mi mirada se cruzó con la de la amazona, pero no se reconocieron. No era María Rosa. Era una de las «estrellas» de la Comuna, la princesa Dimitrief quizá, o una muchacha de la Opera, o la diosa Razón. María Rosa no debía ser gloriosa más que para mí solo, para el secreto de nuestras noches y la realización de mi pobre aventura privada. No por ello dejé de sentir un estremecimiento de amor, viendo aquella bella cantinera que pasaba, magnífica, siempre con el puño sobre la cadera y blandiendo en el otro una pistola. Me detuve, sobrecogido y luego no pude por menos de ponerme en camino tras ella. Además, todo el cortejo llenaba la calle; un pillastre hirsuto me cogió del brazo y me mezclé a la turba. Entonces vi que encuadrábamos un grupo de prisioneros, curas, gendarmes y otros vestidos de paisano. Uno de ellos, cerca de mí llevaba un pantalón de pana azul claro, con una blusa entreabierta sobre un chaleco de lana roja. Eran rehenes.
—Ya hemos suprimido algunos a tiros, el otro día —me dijo mi compañero con voz aguardentosa—. El arzobispo…
—Y los paisanos que van ahí, ¿quiénes son? —le pregunté.
—Chivatos.
A nuestro paso, el populacho aullaba: «¡Mueran!». Su odio se dirigía sobre todo a los curas.
—¡So cerdos! —les gritaban las mujeres—. ¡Ya no besaréis más a nuestras hijas!
Miré al rehén de la blusa azul. Estaba fantásticamente pálido. Sus labios temblaban. Un federado le asestaba culatazos en las nalgas para hacerle avanzar. Un cura, con las manos esposadas, musitaba oraciones. Sobre su mejilla corría un salivazo. Algunos de aquellos miserables llevaban en la mano un paquete con sus prendas: no sabían adónde los conducían, tal vez los cambiaban de cárcel; a todo azar habían cogido todo cuanto les quedaba en el mundo. Yo tampoco sabía adónde los conducían. Pero sentía un gran deseo de saberlo. Tenía curiosidad por averiguar el final de aquel episodio. Olvidaba yo que París, forzado, se había rendido, que dentro de unas horas no quedaría ya piedra sobre piedra. Que el hombre que me agarraba del brazo tenía ya una silueta de ahorcado o de fusilado, y que yo no valía más que él. Pero yo continuaba, subía la pendiente, detrás de los clarines siniestros y de la bella cantinera. Bruscamente los clarines cesaron y los tambores redoblaron: eran terribles aquellos redobles fúnebres que removían las entrañas. Nadie gritaba ya. No se oía más que aquellos tambores que producían su música de salvajes, martilleante, obstinada, implacable.
—¿Está todavía muy lejos? —pregunté con voz sofocada.
Me respondieron:
—En la calle Haxo.
La calle Haxo se hallaba en lo más alto: parecía respirarse allí el aire de las cumbres. Había unas casas bajas de muros ocres, patios, cercados de madera cuyo verde despintado se mezclaba con el follaje. Nos adentramos como una manada de animales en un largo callejón obscuro. Al extremo de aquel corredor estalló la luz de un jardín. A través del follaje se veía alzarse, al fondo, un enorme muro negro. Tenía yo aferrado mi fusil. La cantinera caracoleaba a mi lado, conduciendo su caballo entre la multitud. Bajo el pecho de su cabalgadura las caras aullantes se volvían y enseñaban los dientes.
La lluvia había hecho surgir todos los olores de la tierra y de las hojas, y el cielo, sobre nuestras cabezas, era de un bello azul luminoso que, en el borde del muro, se matizaba de ópalo. Enfrente, de pie sobre la tierra mojada, se erguían los cincuenta rehenes. Una fosa llena de basuras los separaba de nuestros fusiles. Allí arriba, ante un pequeño campanario, desde un balcón de madera calada, parecido al balcón de una «villa» suiza, un hombre hablaba. Reconocí a Varlin. Pero los aullidos eran tan fuertes que no se oía nada de lo que decía.
—¡Basta! —le gritó una voz terrible, cerca de mí—. ¡Nos has metido en el atolladero! ¡No tienes más que callarte!
Desapareció y yo contemplé los rehenes. Yo también quería disparar al montón. ¿Al montón? No, escogería. Escogería al más criminal. Al banquero, por ejemplo… ¿Al banquero? ¡Bah! Era demasiado fácil. Además ¿estaba allí? Pregunté:
—¿Está Jecker entre esos?
—No —me contestaron—. Ya le arreglaron las cuentas.
Entonces, un gendarme, o un policía. O un cura. Entre tanto, todos aquellos hombres nos miraban con una expresión de odio despreciativo. Iban a morir en el campo del honor, como héroes, como mártires asesinados por unos golfos; y sus almas subirían en derechura al paraíso de las gentes honradas. «¡Ejecutados sin juicio!», parecían decir los gendarmes. ¡Fuera de las normas! Es abominable. Nosotros, cuando detenemos a un culpable, todo sucede decentemente, y es un digno magistrado quien le condena. Pero aquí estamos en manos de los culpables. —Señor —añadían las miradas sublimes de los sacerdotes— perdónalos porque no saben lo que hacen.
—Contra un cura —me dije a mi vez—. Voy a disparar contra un cura.
Los gendarmes, los policías, los banqueros si los hubiera habido allí, el propio Adolfo Thiers, de haber estado entre ellos, decididamente era demasiado fácil escogerlos para la venganza. Era demasiado justo. Ellos defendían la caja, y yo era de los que habían querido echar mano a la caja. Eran los jefes, los tiranos, los verdugos. Ni siquiera combatían por el honor, ni por una idea, sino por la autoridad, su autoridad, su orden, su fuerza. Y en aquel momento éramos nosotros los fuertes. ¡Peor para ellos! Cuando dos lobos pelean y uno de ellos sucumbe ¿hay que glorificarle por ello? ¿Hay motivo para llevar con gran pompa su cadáver a la catedral de los lobos? Es un cadáver sanguinolento, desgarrado, aniquilado, y esto es todo. Las moscas le devoran: no hay nada admirable en eso. Un banquero posee todos los poderes. Si le place, por sus negocios, enviar cien mil hombres a hacerse matar en Méjico, los otros pueden atraparle en una esquina, no hay nada que objetar: le aplastarán contra el muro. Volví a ver la fisonomía de mi rehén de la blusa azul. Cerca de él, un gendarme, un cabo, sacaba el pecho como para que se viese bien la medalla militar que colgaba de éste. ¡Bah! Aquellos canallas podían dárselas de listos y adoptar grandes gestos: iban a volver al polvo, era muy sencillo. Tan sencillo que yo mismo desdeñaba tomar parte en semejante tarea. Pero los curas me estaban reservados. Aunque sólo fuese uno de ellos… Era suficiente para mí. Me bastaba con el peso del cadáver de un sacerdote sobre mi conciencia para que se sintiera satisfecha por completo. Todos aquellos pensamientos que transcribo aquí, los despliego, los yuxtapongo; pero entonces se presentaban ante mí con una velocidad prodigiosa, y al mismo tiempo con una gran lucidez. Era como si hubiese yo pensado todo aquello sin saberlo, y que, instantáneamente, todo ello se proyectara ante mí y se me apareciese. Recordaba mi niñez, la impiedad de mi padre, la devoción de mi madre, mis cánticos en la primera comunión bajo las altas bóvedas, la melosa música del armonio en la salve nocturna; y luego, cómo mi educación vagamente piadosa se había hundido, dejando, sin embargo, en mí cierto temor supersticioso a las cosas de la religión. Con aquel temor había también que terminar. ¿No había yo escogido el rompimiento con todo, el arrancarme de todo y el no ser ya adicto más que a lo desconocido y a lo nuevo? ¿No había yo emprendido un largo camino? Pero por última vez lo que hubiera podido ser mi destino me llamaba, incitándome a retroceder, a no dudar ni a tratar ya de nada. «Déjate llevar —me decía mi destino frustrado—. Serás feliz y estimado. No pedirás nada, no te interrogarás siquiera a ti mismo, y tus noches no tendrán secretos. La inocencia, es lo que necesitas. Vivir como un inocente, casarte, ganar dinero. Y no preocuparte del resto. El resto sólo incumbe a Dios. ¿Quién eres tú para sondear los designios de Dios? Deja, pues…». Me encogí de hombros. ¿A mí? ¿Era a mí a quien se atrevía a dirigirse una tentación tan vil? ¡Fuego! ¡Fuego contra el sacerdote, fuego contra el hombre de Dios!… ¡Bah! ¿por qué? ¿Qué había hecho, el pobre hombre de Dios? «¿Qué ha hecho? —exclamé para mis adentros—. Ha hecho que existan hombres que creen. Y no bien se cree, ya no se puede amar».
¿Cómo? ¿Qué estás rezongando?… Pero si es indudable. ¿Creer? ¿Creer? ¿Obedecer? ¿Tenderse, con los ojos cerrados, los oídos deshechos, en la obediencia, en la complacencia, en la esclavitud? ¿Y si tengo hambre? ¿Y si la mujer que amo tiene hambre? ¿Y si mis hijos lloran de hambre? ¿Y si quiero gozar del olor de la primavera, sin sonrojo, sin angustia, sin terror? Entonces el querido hombre de Dios vendrá a decirme: «Cree. Dios es compasivo, aunque tú seas un vil pecador. Cree para que tus pecados te sean perdonados». ¿Mis pecados? «Sí, tus espantosos pecados. Porque es un pecado ser hombre». ¿Y es un pecado tener hambre? ¿Dime, sacerdote de mi corazón? Y dime también: ¿nada cambiará nunca? «Sí, en el cielo, después de la muerte. Pero ¿por quién te tomas tú, miserable pecador, criatura presuntuosa?». Pues me tomo por alguien que se desposee de todos sus lazos, mal derviche, y de todos sus delirios, de todas sus locuras, y que no quiere creer, que quiere ignorar lo que pueda ser eso de creer, y que quiere ver lo que llegará a ser el mundo cuando el mundo no crea ya ¡y qué vida nueva, verdaderamente santa, pura y divina, alcanzará entonces!
Entre la masa de rehenes había yo al fin elegido mi víctima: un curita muy joven, el mejor de todos sin duda, el más dulce, el más inocente. ¡Cordero inmaculado que quitáis los pecados del mundo, tened piedad de nosotros! Él nos miraba sin descaro, y sin desdén, pero con una misericordiosa melancolía; y sus labios musitaban rezos para nuestro perdón. Sabía que se salvaba, sabía que era un elegido y sus ojos, cruzándose con los míos, me suplicaban que apresurase su adorable suplicio. Vislumbré el ángel de grandes alas que había posado ya las manos sobre aquella dulce hostia y que se disponía a llevársela con él a la vida eterna. Un ángel bello y sonriente, seguro de sí y cuya frente era pura como la conciencia del hombre de bien. Tuve un momento de vacilación: ¿iba yo a disparar contra el sacerdote o contra el ángel? Contra el ángel sería quizá más definitivo… Pero el sacerdote, era tal vez más seguro. Además, yo también, tenía detrás un ángel, un ángel caído de alas negras, un demonio juvenil que levantó mis manos con las suyas, me hizo apuntar con mi fusil y me murmuró al oído: «¡Apunta al cura, hala! El ángel es cosa mía». Tenía una voz ronca y dolorosa. Era el demonio de las lágrimas. Estaba inclinado hacia mí, con su mejilla contra la mía; y vi entonces que era bello. De una belleza que, ciertamente, no todo el mundo podía comprender ni aprobar. Una belleza sin resignación, la belleza salvaje de la primavera, cuando estalla y se niega a volver bajo la tierra. O también la belleza que reviste el más grande dolor humano cuando se niega a desesperar. Apunté a la frente del sacerdote, entre los ojos, mientras el demonio triste me ayudaba a sostener el fusil. El rostro del sacerdote se echó un poco hacia atrás, sobre los pliegues de la vestidura de su ángel. Vacilé de nuevo. Mis ojos se empañaron. Me pareció que cerca de mí, lloraban también. Una mano dura bajaba el cañón de mi arma. Varlin, con la cara convulsa, me gritaba:
—¿Qué haces, Quiche? ¡Tú no, por Dios! Tú has sido del Comité Central. Tú no puedes, no debes… Están locos.
A nuestro alrededor estallaban detonaciones. Aullaban, reían. Algunos de los rehenes caían como muñecos de guiñol. Uno de los homicidas se acercó a nosotros y cogió a Varlin por el brazo:
—¿Eh, los de allá hacen tantos remilgos para fusilar a los nuestros?
Varlin agitó su faja roja. Se la arrancaron de las manos.
—¡Ya no hay Comuna que valga!
—Es como tu arzobispo: ¡le han agujereado el pellejo!
—Lárgate si no quieres que te hagan otro tanto.
Varlin me asió del brazo, me arrastró a la fuerza:
—Pequeño —me decía— pequeño…
Pocas ocasiones había yo tenido de verle de cerca hasta entonces; apenas le conocía. Pero me parecía ver que resucitaba en él la autoridad suave y fraternal de los amigos que había yo perdido. Unos minutos después me encontré junto a él y con algunos miembros de la Comuna, Vallés, creo, no sé ya quiénes más, en un cafetín, en la esquina de la calle del Borrego. Nuestros camaradas comían en el rincón de una mesa. La tabernera les servía sollozando. A cada disparo, se sobresaltaba. Me hicieron sentar y beber un vaso de vino. Entonces, dejé mi fusil, cogí el vaso en que había bebido y lo rompí contra el suelo, pisoteándolo rabiosamente. Luego volví a recostarme en el rincón de la mesa, con la cabeza en las manos, y a mi vez estallé en sollozos.
—Has hecho mal, Varlin —dijo uno de los miembros de la Comuna— has hecho mal en ir allá.
—No lo lamento —dijo Varlin señalándome—. He impedido que éste hiciera una tontería.
—Sí, pero dirán que los miembros de la Comuna estaban allí.
—¡Dirán tantas cosas! —suspiró Varlin.
Tenía un rostro agraciado, de facciones regulares, sereno. Le pregunté si sabía qué había sido de Siffrelin. No sabía nada. Luego se habló de Delescluze.
—A ese también —dijo Varlin— han estado a punto de desollarle. Son los mismos que mañana aclamarán a los versalleses y nos exterminarán.
—Delescluze —intervino otro—, yo estaba allí cuando murió. Cogió su bastón, su sombrero de copa, se abrochó su redingote, anudó su faja, y partió hacia la barricada del Cháteau-d’Eau. Repetía todo el tiempo: «No quiero ya vivir».
—¿Y Vermorel?
—Muerto.
Las detonaciones y los gritos seguían llegando hasta nosotros. Y luego se oían de cuando en cuando retazos de valses. Eran las músicas prusianas al otro lado de la fortificación.
Empezó a llover de nuevo. La tabernera cerró las maderas. A mi alrededor se hablaba en voz muy baja.
El día siguiente, sábado… Ha habido primero una gran niebla lívida, después ha aparecido el sol. Pero yo tenía frío hasta las entrañas. Y repetía, por temor a olvidarla y como si fuesen a pedírmela en el umbral de la muerte, nuestra última contraseña: Bouchotte-Belleville… Belleville… Sí, no olvidar sobre todo Belleville: nuestra última patria, la última ruina, todo lo que quedaba… ¡Belleville! Y miré a mi alrededor: ¿era aquello Belleville? ¿Nuestras casas, nuestras calles, nuestro jardín? Estaba encerrado en el Père-Lachaise.
Ante mí, en una avenida en cuesta, bordeada de sicómoros, unas siluetas empujaban un cañón. Sus pesados borceguíes resbalaban. Subí también. Cuando me volvía divisaba abajo el inmenso abismo humoso y rojo atravesado por las detonaciones. Yo no sabía ya si se combatía, ni dónde, ni tampoco por qué: pero algo largo y fúnebre estaba realizándose. Una boca devoradora iba a tragarme. Bruscamente me encontré solo y envuelto en una especie de silencio. Estaba en el recodo de una avenida sinuosa. El follaje me rodeaba por todas partes. Largos cipreses se recortaban sobre el cielo; y las tumbas, bajo el abrigo de los sauces llorones, se ofrecían a mis miradas en un desorden familiar y sentimental. Era un lugar muy romántico, con sus urnas, sus verjas, sus colgaduras de piedra, sus fustes partidos y sus flores pudriéndose. El sol jugaba en los vitrales de una capilla. Y al cerrar los ojos aspiré apasionadamente el olor del saúco. Un pájaro increíble empezó entonces a gorjear.
Empujé la puerta de una capilla, me senté al pie del altar, con mi fusil entre las manos y permanecí largo rato en aquel escondrijo, bajo la protección de los muertos. De cuando en cuando, a lo lejos, sonaban disparos. Yo no pensaba nada, no quería pensar nada. Seguía mascullando la contraseña, y luego, a veces, el nombre de María Rosa. ¿María Rosa? ¿Qué había sido de ella, desde que estaba yo entre los muertos? Ya había comenzado a olvidar lo que se debe a los vivos y qué hay que hacer para combatirlos o para amarlos. Sentí la tierra húmeda moverse a mi alrededor, y el pensamiento del amor, vaciado poco a poco de la bella carne viva de María Rosa, no podía ya mezclarse, para mí, más que a aquel mantillo que olía a hierba, a saúco, a boj negro y que traspasaban en todos sentidos unas osamentas prontas a deshacerse en polvo. El vértigo hacía girar todo en torno mío. «¿Qué hora es?», me pregunté. Podían ser las tres de la tarde. «Tengo todavía —pensé— una larga tarde por delante». ¿Una larga tarde? Para hacer ¿qué? Luego me dediqué a leer los nombres de los muertos en cuya casa estaba yo de visita. Toda aquella familia, todas aquellas fechas, todos aquellos patronímicos dorados… Eugenio-Arturo-Benedicto… Juana-Victoria… Lucía-Adriana-María… María, María Rosa. María Rosa perdida…
Había que sacudir aquel estupor, intentar algo, combatir de nuevo. Combatir toda la vida. Sí, evidentemente, toda la vida. Una vez que hubiera acabado de combatir, habría acabado mi vida. Los otros habían realmente acabado la suya: Máximo, Becker, todos los que traté, hasta el propio Cuervo, todos aquellos de los que me hice cargo y que habían llegado a ser un poco de mí mismo. Y como se habían marchado de mí, yo podía a mi vez marcharme también de mí mismo. Ya no había nadie en mí. Esto es, morir. Morir para uno, como dicen algunos. Es decir, morir en los que uno ha amado. Morir al amor. Iba yo a morir en María Rosa. Me levanté como loco, cogí el fusil, y juro ahora que jamás he amado a María Rosa como en aquel momento de furor y de extravío. Jamás ha estado ella en mí como en aquel momento cuando con la cara barbuda, el pelo sobre los ojos, rechinando los dientes, salí de mi guarida. Brillaba el sol. Resonaban clamores detrás de aquel revoltijo de las tumbas y de los follajes; y he corrido hacia aquel lado gritando: «¿Quién vive?». Luego, he gritado de nuevo: «¡Belleville! ¡Y viva la Comuna!». Agazapados detrás de un enorme monumento funerario, unos federales disparaban sus últimas balas. Entre las tumbas, unos versalleses, dispersos en guerrilla, subían por la pendiente. Apunté, disparé. Luego, como seguían subiendo, nosotros subimos también, resguardándonos, aquí y allá, detrás de las capillas. Un versallés corrió de pronto hacia mí. Disparé: lanzó un grito salvaje y cayó. Abajo, entre una nube negra, París ardía; y yo sentí una absurda impresión de alivio: «¡Bah! —me dije—. Todo habrá acabado pronto. París va a quedar completamente incendiado; y aquí, basta con disparar contra cada versallés que se presente y matarle. ¿Y luego? Una vez París incendiado y muertos todos los versalleses, ¿qué sucederá? Todo acabará». Y entonces oí el ruido de una ametralladora.
—¡Hermosa bandada de peladillas! —murmuró un federado, cerca de mí.
—¿Quién dispara? —pregunté.
Se llevó la mano a la garganta y se desplomó sobre una losa sepulcral. Me tiré de bruces al suelo y busqué de dónde venía el tiro. Un fusil me apuntaba, desde detrás de un macizo de tejos. Oí una detonación y pensé: «¡Falló!». Luego apunté a una cara que acababa de surgir. Cerca de mí, el moribundo estaba con el estertor de la agonía.
Me levanté y proseguí mi subida. El crepitar de la ametralladora se había reanudado, monótono y angustioso. «Pero ¿qué es eso?», exclamé en tono irritado. Porque era realmente molesto aquel ruido. Luego, retumbó el cañón. Seguía yo trepando, entre las tumbas y los árboles. De pronto, un federado tiró su quepis y su fusil y se puso a arrancar sus galones rojos:
—¡Esto se acabó! —me gritó—. Ahora ¡sálvese el que pueda!
Saltó por encima de una tumba, desapareció entre el follaje; y me dieron ganas de seguirle porque quizá él sabía adonde iba. Quizá conocía una salida. Al final, dejaba que la comedia siguiera su curso, sin él. Ya no desempeñaba su papel. Luego, cuando una granada acababa de estallar, me volví a tirar al suelo de bruces y cargué de nuevo maquinalmente mi fusil. Después, disparé. Aquí hay otra laguna en mi memoria. O tal vez sea que ya no puedo más y que llegado a este punto de mis recuerdos, una fuerza irresistible me impulsa a abreviar, a llegar a la última visión, la que ha quedado para siempre en mí como una imagen de la desesperación. ¿He visto realmente todo esto? ¿Soy yo quien lo la visto? ¿Fue en sueños? ¿O en el infierno? ¿No he conocido el infierno antes de mi muerte? ¿O van a explicarme alguna vez en qué especie de mundo he vivido? ¿Y qué hago en este momento? ¿Estoy relatando? ¿Deliro? Acaso todo esto no es más que una invención, la invención de un pobre visionario, que ha creído vivir todo esto, desde su sobrado de la calle Vieille-du-Temple. Porque es en sitios así, con una silla, una mesa, una cama y un rollo de papel escondido en un rincón, sobre una tabla, es en sitios así donde tiene uno visiones de este género. Sí, basta con una mesa, una silla… Una ventana dando al patio… Pasan las horas y empieza uno a imaginar toda clase de cosas extrañas y terribles. Imagina uno: María Rosa, el incendio de París, la batalla del Père-Lachaise. ¿Se hablará de ella como se habla de las otras batallas? Austerlitz, Waterloo… ¿Qué hacen, más adelante, de los lugares donde hubo tales batallas? ¿Se atreverán de nuevo a conservar el Père-Lachaise como un cementerio donde siguen enterrando a unas buenas gentes, muertos tontamente de su muerte, muertos en familia? ¿Y enterrados en familia? ¿Eugenio-Arturo-Benedicto, Juana-Victoria, los abuelos, los tíos, los sobrinos? Todo esto es una insensatez, todo es insensatez. Y de todo lo insensato que he visto, lo que voy a decir ahora es realmente lo más insensato que hubo. Además, a medida que yo retrocedía entre las tumbas, tiroteando, y que subía cada vez más a lo alto, presentía con mayor claridad que iba a ver algo inaudito y que era el final, sí, el final. Cuesta trabajo comprender lo que quiere decir esta palabra: el final. Pero yo sabía que iba a comprenderla. Era una consciencia monstruosa, angustiante la que se formaba en mí, la consciencia del final. El federado que había tirado su fusil, hacía poco, desgarrado sus galones, y presentado su renuncia, había partido antes del final. No lo vería sin duda. Pero yo sí debía verlo, debía llegar a él. Y bruscamente, llegué. La tierra estaba revuelta en todos sentidos, arada, abierta, sembrada de grandes agujeros. Yo, acababa de surgir de una trinchera, como para alcanzar el nivel de la escena donde va a presenciarse un espectáculo extraordinario. Surgí así, entre el humo y en medio de un alboroto ensordecedor. Allá lejos, los cañones versalleses escupían toda su metralla, unos hombres negros se agitaban alrededor. Y erguidos contra un muro que vacilaba, mis últimos compañeros se amontonaban lanzando su grito supremo; y vi a Siffrelin, con su gran barba blanca desplegada, y cerca de él, a María Rosa, con la mano ante los ojos, los cabellos sueltos, y su talle que se doblega. Yo también, me doblé en dos; un dolor repentino me azotó el hombro, y me desplomé en el barro.