VIII
MIENTRAS LA CORTE ESTUVO EN SAINT-CLOUD, tuve varias ocasiones de ver de nuevo a Máximo. Luego, en primavera, la corte se trasladó a Compiégne. Me encontré un poco solo. Entre tanto, el señor Havelotte consiguió una audiencia del Emperador con motivo de un hospital que hacía él construir en su distrito, fue a pasar una mañana en Compiégne y me llevó con él. Lo cual aproveché para avisar a Máximo. Durante la audiencia, pude pasearme con él por la selva.
Iba con uniforme de diario y sin sable. Le encontré así más esbelto y más encantador que nunca, un poco triste sin embargo; a mí mismo, me inquietaba una solapada melancolía. Durante el trayecto, en el tren, el señor Havelotte me dictó unos borradores de cartas y luego se dedicó a perorar sobre los acontecimientos del día hasta el punto de producirme jaqueca. La proximidad de la guerra, que se decía fatal y que excitaba todas las conversaciones, me llenaba de angustia. Pregunté a Máximo qué pensaba de todo aquello. Hizo un gesto vago.
Caminábamos en silencio. El follaje no era todavía frondoso y flotaba un olor a hojas muertas y a madera húmeda. Pero salió el sol, caldeó aquel olor y reanimó el verde lustroso de las hojas. Nos adentramos por estrechos senderos cuyas revueltas nos ocultaban su huida, dándonos la ilusión de la espesura. En cada recodo esperaba yo encontrar una sorpresa. Máximo, me hacía admirar, de cuando en cuando, un paraje. Pero mi espera contenía mi admiración. Hubo un momento en que me pregunté si lo que yo deseaba encontrar así no era algún paisaje semejante a uno de los que había visto en mi niñez. Porque si tenía yo escasos recuerdos de un bosque e incluso de la naturaleza, cada uno de aquellos habíame dejado una honda impresión. Y al encontrarme otra vez en aquella selva los evocaba todos; eran recuerdos de breves vacaciones pasadas, hacía ya mucho tiempo, con mi padre y mi madre, en alguna campiña normanda, o unos paseos en break por las cercanías de París, con una parada en una granja y el tazón de leche cremosa. Algunos paseos también, del brazo de María Rosa. Aquellos recuerdos se superponían en mi corazón, pero acompañados siempre de una extraña insatisfacción, la misma insatisfacción que sentía en aquel momento, bajo el toldo frescamente verdeante de los árboles de Compiégne y al lado de Máximo, soñador y angustiado como yo. Pero su ensoñar y su ansiedad debían diferir de los míos y ser tan incomunicables como ellos. Por eso era preferible no decir nada. Me sentía solamente contento de que él estuviese allí, y de que se sintiera contento a su vez, de hallarme junto a él. Y después volvía a meditar más profundamente sobre mi propio infortunio.
Aquellos senderos, aquellos claros, aquella selva donde me adentraba hoy, como aquellos en que me había adentrado en otro tiempo, conservaban con respecto a mí una reserva casi ofensiva. O bien, era yo el que no lograba conmoverme a su contacto. No podía admirarlos por entero, entregarles por completo mi entusiasmo y mi confianza. Sabía yo cual hubiera sido mi deber. Era el de exclamar: «¡Oh, qué hermoso es! ¡Qué bella es la naturaleza! ¡Mi alma entera pertenece a la selva, al cielo, a los elementos, a este olor a primavera en que quiero disolverme!». Pero el pensamiento de mi condición resurgía en mí, como resurgía, en mi infancia, el pensamiento de que era yo un niño, con su padre y su madre, lo cual es ridículo y extraordinariamente miserable. Ahora también me sentía extraordinariamente miserable. Y mirando de reojo a mi compañero, le veía disfrazado como un niño en una fiesta familiar. «Valemos tanto el uno como el otro —pensé—. Y aquí, entre los insectos que frecuentan estos bosques, pasamos como personas extrañas. Para que la selva me gustase, tendría yo que ser igual a ella». Sentía que éramos, ella demasiado extensa, yo demasiado indigno.
«Pues bien —me respondía la selva, ¿qué falsa vergüenza es ésta? ¿No estoy aquí justamente para consolarte? Los hombres son malos, pero yo… A mí precisamente es a quien hay que acudir, diciéndote que estoy hecha para mecer tu alma incomprendida». Solté la carcajada. ¡Mi alma! ¡Mi alma incomprendida! ¡Se trataba realmente de mi alma! «Está bien —repliqué—. Me encuentro quizá todavía en los límites de un niño. Un niño regañado, humillado. Pero es el único punto que tengo de común con los niños. Y no se me puede hablar ya como a los niños, a quienes se entretiene con cuentos. A quienes se hace creer que, aun siendo muy pequeños, su corazón es grande, su alma generosa, su bondad gigantesca…».
Entonces, aferrándome de nuevo a los senderos y a los claros, les decía: «Tenéis otra cosa que decirme. Que decirme a mí, Teodoro Quiche, a mí en particular. Algo preciso y que me interesa. No me extenderé en absoluto hasta vosotros, sois vosotros los que os adaptaréis a mi lenguaje y le encontraréis su más secreta expresión. No os pido que seáis la bella naturaleza, inmensa, maternal y todo lo demás. Os pido, sí, que toméis ese pequeño aspecto misterioso, familiar, confidencial y que me mostréis esa peña, esa brizna de hierba, esas colas de caballo antiguas y ese trecho de camino blanco a cuyo final voy a entrever la revelación de mi porvenir. Porque decidme, más adelante ¿voy a vivir? Sí, ¿es esto lo que me anunciáis? Voy a ser… ¿El qué? ¿Cómo se llama eso? ¿Rico? Sí, rico. Cuando un miserable sueña que llega a rico, los ricos no pueden imaginar lo que eso representa. Es como un instante de locura, una canción que se eleva, venida de no se sabe dónde, el vino de la juventud, una brizna de hierba en los labios, y una dulce, dulce criatura que avanza por entre las ramas y que abre de par en par las puertas de la casa… Puedo, por tanto, llegar a ser rico. A algo mejor aún: libre. Sí, he hecho bien en venir a pasar esta mañana en los bosques para enterarme en ellos de que puedo llegar a ser libre. Esta es una inolvidable revelación. Rico, libre ¿qué más? ¿Feliz? No, esto no significa nada. Pero la libertad, sí, esta palabra hace hervir la sangre en las venas».
Y entonces me negaba a contemplar la selva y a perderme en ella, pero tendía todos mis sentidos hacia la romanza que empezaba ella a cantarme y que se desvanecía como un fantasma y luego continuaba, insidiosa, henchida de esperanza. ¡Extraña manera de utilizar las selvas!
—¿De qué te ríes? —me preguntó Máximo.
—Estoy muy ocupado.
—¡Ah! ¿sí?
—Estoy dudando entre la vida y la muerte.
Él repitió: «¡Ah! ¿sí?». Y yo proseguí mi meditación. «En efecto —pensé— emocionarse universalmente, sumirse en brazos de la naturaleza, extasiarse sobre su seno, y muy quedamente, pedirla esa confortación balbuciente, ese murmullo maternal e idiota que reclaman los niñitos llorones, es buscar la muerte. Todo lo que atrae aquí, esas ramas temblorosas, esa ráfaga acariciadora, esta promesa de sol y de calor y esas aguas dormidas, allá lejos, es la muerte. ¡No lo quiero! ¡Sería demasiado fácil! Otra cosa me habla, otra cosa me llama…».
Entonces así la mano de Máximo y le dije:
—Los hombres quieren morir, ¿verdad?
Esta pregunta coincidió sin duda con una de las vías de su propia meditación, porque me respondió sin sorpresa y con una profunda y amarga convicción:
—Es lo más sensato que pueden hacer. Una vez que han comprendido cuál es su fin, lo mejor para ellos es conformarse con ello alegremente y prepararse a ello lo antes posible.
—Máximo —le dije—, me hablas así porque te encuentras en un día de desaliento. Estás deprimido, un veneno se infiltra en ti. Pero te he hallado en reuniones nocturnas, te he visto hacer el signo de la vida, sé que no piensas lo que acabas de decir. Los hombres quieren morir, es seguro: aman el aniquilamiento del que no pueden librarse, lo adornan con maravillosas seducciones. Lo buscan por todas partes, en todos los momentos de su existencia, en la mesa, en el lecho, en el concierto, en la guerra y en el amor. Lo hacen tan amplio como el universo y hacen del universo una tumba. Pero tú, y nosotros…
Entonces Máximo levantó la cabeza, sus ojos brillaron. Mostró su leve mueca burlona, pero en la que yo leía un afecto trémulo y desmesurado. Me dijo:
—¿Tú sabes eso?
—Nadie me lo ha enseñado. Pero eso estaba seguramente en mí, desde mi nacimiento y no ha hecho más que crecer. Ahora, quiero escucharlo de tu propia boca.
—¡Ah! —exclamó, apretándome la mano—. ¡Estábamos realmente hechos el uno para el otro!
—¿Es que lo has dudado alguna vez, Máximo?
—No te enfades —dijo él, abrazándome—. Pero ¡estoy tan solo! Es como si unos buenos padres, esos de que hablas ¿sabes? y que conocen todo lo del porvenir de los hombres, se hubiesen marchado al final de la fiesta, dejándome solo con mi pobre uniforme de teniente y con unos secretos demasiado pesados de llevar. Pero has llegado tú, Teodoro, y basta con que demos unos pasos emparejados para que se despierten en nosotros los mismos pensamientos. Empiezo a creer que hemos recorrido todos estos años hasta aquí solamente para reunirnos en un punto fijado de antemano y no separarnos ya nunca.
—¡Oh, Máximo! —repliqué con lágrimas en los ojos—. Si tú y yo no nos separamos ya, sabiendo además lo que sabemos, será demasiado hermoso…
—Sí, no será posible —dijo él, moviendo la cabeza.
Y al cabo de un momento de silencio, prosiguió:
—Entonces, Teodoro, ¿has visto que quieren todos morir, hasta los que no lo saben, hasta los que no han reflexionado en esta terrible obsesión que los lleva al extremo de la espiral? Les importa tan poco vivir que sus religiones han rechazado la vida más allá de la muerte. ¡La muerte! Ahí es adonde vienen siempre a parar. Todas sus imágenes, sus satisfacciones, sus grupos son abras de muerte. Pero tú ¿no piensas ya en la muerte, verdad?
—Nunca más.
—¿Bajo ningún aspecto?
—Ya ni bajo el de estos árboles, estas savias y estos follajes. Hace un rato me has preguntado por qué sonreía: es que me negaba, una vez más, a pensar en ella.
—Bien —dijo Máximo—. Bien… Lo que deberíamos enseñar a los hombres, pero es muy difícil y no se puede llegar a ello más que por lentas aproximaciones, sería a pensar en otra cosa. En lo que han hecho una vez y que no quieren ya recomenzar jamás…
—¡A nacer! —exclamé.
—Sí, a nacer —repitió Máximo—, a nacer por segunda vez. No ya a morir. Sino a renacer.
Permanecimos silenciosos, entre la columnata de gruesos troncos, en el olor del suelo obscuro y del musgo, los dos estremecidos y semejantes, bajo la bóveda de los follajes, a dos hermanos gemelos en el hueco del huevo que van a romper. Sentía yo la mano de Máximo temblar en la mía, le miraba, él me miraba también: nos reconocíamos el uno en el otro. Pensaba yo que él sabía mi porvenir, que yo llevaba el suyo en mí. No había ninguna de sus angustias que no me sintiera dispuesto a adivinar y a sufrir. Al mismo tiempo, yo le cargaba con el cuidado de resolver todo mi pasado. Volvimos lentamente, hacia el palacio.
—Ahora —murmuró él— somos dos.
Mis ojos buscaban alrededor algo que compartir, una rama ganchuda, unas flores que fuesen parecidas. Hacía poco había yo visto junquillos. Pero en aquel lugar no había flores.
—¿Cuánto llevas encima? —le pregunté.
Abrió su bolsa, que contenía treinta y ocho francos.
—Ganas tú —le dije— pero no por mucho. Yo tengo cerca de cincuenta. Toma mi bolsa.
—¿Cómo?
—Tómala, te digo, y dame tu dinero. Lo que es del uno es del otro. ¿Y qué mejor podríamos intercambiar que nuestro dinero? Es la sangre de nuestra sangre, la de nosotros, los pobres.
Salimos de la selva. Un inmenso tapiz de césped se extendía ante nosotros.
—Sí —dije—, ahora somos dos: es para cada uno de nosotros una primera manera de renacer. Hay otras que abordaremos juntos. Adiós, Máximo. ¿Vuelves a palacio? Yo estoy citado en la estación con mi buen Havelotte. ¿Nos volveremos a ver pronto?
—Me sentía atrozmente desdichado hace un rato, Teodoro. Ahora, me siento transfigurado. Gracias. Sí, nos volveremos a ver pronto.
Le miré, y en efecto su rostro respiraba valentía y serenidad. Repitió:
—Gracias, Teodoro.
—Sé qué horas te esperan, qué días. Pensaré en ti durante mis horas y mis días. Hasta la vista, amigo mío.
Nos estrechamos fuertemente las manos. De regreso a París, volví a encontrar allí la primavera. Aquella primavera que había visto iniciarse apenas en Compiégne, estallaba en París, iluminaba los castaños de las avenidas, llenaba con su perfume las terrazas de los cafés. Fui a ver a María Rosa, sentada, vestida del todo, en su lecho, con la pierna rígida. Se encontraba mejor, pero la inmovilidad la empalidecía. Los gorros en que trabajaba estaban esparcidos a su alrededor.
—Tenía que haber entregado tres docenas ayer —me dijo—. No había hecho más que una veintena. Este accidente me ha ocasionado un gran retraso.
—Estará usted curada muy pronto, María Rosa, y saldremos juntos. ¿No sabe usted que la primavera está ahí? No puede usted sospecharlo, desde esta ventana que da a un patio tan triste. Pero el taller de su padre está lleno de sol.
—¡Oh, cómo quisiera salir! —suspiró.
Una semana después empezó a salir, apoyándose en mi brazo. La llevé a dar un paseo en «fiacre». Ella miraba a su alrededor y respiraba con avidez. Al domingo siguiente fuimos a la barrera del Trono y nos sentamos en un merendero, donde había música. Había tanta gente y tanto calor en torno nuestro, que todo se me aparecía posible. Estábamos sentados en un cenador. Rodelas de sol resbalaban sobre el cuello y los brazos desnudos de María Rosa. La miré con atención: sus mejillas habían recobrado sus colores, sus ojos brillaban. Me sonrió y, luego, con su voz sorda, me preguntó:
—¿Por qué me mira usted así, Teodoro?
—María Rosa —dije, asiéndole la mano—. María Rosa…
No pude seguir: una oleada de exaltación me sofocó. Pero apreté la mano de María Rosa, acaricié la palma, la yema de los dedos donde las agujas habían dejado una redecilla de pequeños pinchazos. Contemplé aquella mano un poco gruesa, de uñas cuadradas y cuidadas, de dedos largos, y atrayéndola hacia mí por encima de la mesa, la mordí en el pulgar. María Rosa lanzó un gritito y quiso retirar su mano.
—¿Qué edad tiene usted, María Rosa?
—Diecinueve años.
—María Rosa, si la pidiese que fuera mi esposa, ¿qué diría usted?
—Diría que está loco —respondió ella con tristeza—. ¿Qué puedo yo hacer en su vida?
—¡María Rosa! —exclamé—. No sé lo que será esta vida. Pero si usted no quiere entrar en ella y acompañarme hasta el final, la viviré completamente solo, ¿oye usted? Déjeme hacer, espere, no sabemos lo que puede ocurrir, pero se lo suplico, tenga confianza. La amo, María Rosa. No se lo he dicho nunca, pero usted lo sabía y yo también.
—Teodoro —balbució ella—, todo nos separa, sobre todo ahora que está usted a punto de triunfar… Antes, tal vez…
—¿De triunfar? ¿De triunfar en qué? No sé en absoluto adonde voy.
—Va usted a obtener sin duda un empleo: ignoro cómo se hacen estas cosas…
—Si obtengo un empleo que me permita vivir con usted, será mi esposa.
—¿Y qué diría la gente? ¿Su familia? No, Teodoro, no hay que pensar en eso.
—Voy a hacerle una pregunta, María Rosa… ¿Contestará usted?… Dígame, María Rosa, ¿ha amado usted ya?
Denegó con la cabeza. Proseguí:
—¡Qué bonita es usted, María Rosa! ¡Cómo me gustan sus ojos! ¿Me ama usted un poco?
—No quiero —murmuró ella.
—¿Qué es lo que no quiere?
—Amarle… Sin embargo —añadió con torpeza— es usted a quien prefiero… Sí, de todos los que vienen a casa, es usted el preferido.
—¿Me prefiere usted incluso a Máximo?
—¿Quién es Máximo?
—El teniente. Como usted sabe es ya mi mejor amigo.
—Me parece muy amable, aunque haya estado a punto de matarme —dijo ella sonriendo—. Pero no le quiero. Con amor al menos.
—¿Y a mí, María Rosa, y a mí?
Le apretaba la mano, acariciaba su muñeca y su antebrazo. Estuvimos a punto de tirar la botella colocada entre nosotros y eso nos hizo reír. Entonces, cambié de sitio y fui a sentarme junto a María Rosa, en su banco. Volvió la cabeza hacia mí y vi sus ojos llenos de lágrimas y sus labios tensos y trémulos.
Regresamos lentamente, por entre la multitud, cogidos de la cintura. Yo hablé del porvenir. La expliqué que el porvenir, si no era loco, no era el porvenir. Para aceptar el vivir había que tener ante sí un porvenir absolutamente increíble.
—Conozco el porvenir —me respondía ella con obstinación—. No seré su esposa, Teodoro, pero seré lo que usted quiera. Seguramente es mejor así.
—¡No quiero saber nada de su porvenir! No, por adorable que sea para mí, lo que usted dice, no lo quiero. Quiero un porvenir en que usted sea mi mujer. Este será un verdadero porvenir, difícil, sí, y digno de nosotros.
—Quiere usted destruir su vida, Teodoro.
—¿Qué vida? La que quieren hacerme, no la mía. La mía está con usted, María Rosa.
—Tengo miedo —dijo ella.
Los días siguientes los dediqué por entero a la primavera y a mis fantasías del futuro. Los rumores de guerra que aumentaban sólo servían para acrecer mi gozo. Me sentía apremiado para cumplir un acto singular. Las cosas menos risibles me hacían reír. Cuando el señor Havelotte me dirigía sus frases habituales me daban deseos de darle unos golpecitos en el vientre. Su mujer, cuando nos cruzábamos en un recodo del piso me miraba con sus ojos brillantes y me lanzaba:
—¿Cuándo? ¿Hoy?… ¿No?
Yo la besaba apresuradamente y la decía:
—Hoy, imposible. Tu marido me retiene todo el día.
—Teo, ya no me amas.
—¡Te adoro! —le decía escabulléndome. Pero ya no quería verla, ni tampoco a mis primas, cuyas niñerías me irritaban, pero con una irritación que explotaba enseguida en júbilo. Parecíame estar en una pajarera y que me tapaba los oídos riendo, pero los gorjeos aumentaban y ya no sabía si deseaba librarme de ellos u oírlos estallar, por el contrario, con mayor violencia… Y entre tanto se hablaba de la guerra y esto también me regocijaba. «Puesto que quieren hacer la guerra, ¡que la hagan! ¡Y que el mundo entero se vuelva loco!». Escribía a Máximo cartas interminables. Él me respondía en el mismo tono. Yo le llamaba: «¡Máximo, amigo queridísimo! ¿Cuándo vuelves? ¡Tienes que estar aquí para todo lo que vamos a vivir!». Era una fiebre deliciosa.
La corte regresó a París unos días antes de marchar de nuevo a Saint-Cloud. Vi otra vez a Máximo, pasé con él una hora muy agradable y luego, la acompañé a las Tullerías. Teníamos todavía muchas cosas que decirnos.
—Ven a mi cuarto —me dijo—. Voy a cambiar de traje.
Estábamos entonces en el vestíbulo, al pie de una estrecha escalera de mármol. Sonó un golpe de gong.
—¿Oyes? —me dijo Máximo, inmóvil, con el dedo levantado.
—¿Y qué?
—Es ella.
Y en voz muy baja:
—Está en su habitación y le llama. Quiere verle a solas. Él está sin duda en su gabinete, que da al jardín. Va a pasar por aquí. Ven.
Abrió una puerta y me empujó dentro de un reducido aposento donde varios ujieres, sentados en unas sillas charlaban entre ellos. Cruzamos aquella habitación y nos encontramos en un largo y obscuro corredor, iluminado de trecho en trecho por un tragaluz y que descendía en pendiente. En el suelo, se alargaban unos raíles e iban a confundirse en las tinieblas. Recordé haber entrevisto ya aquel corredor.
—Teodoro —me dijo Máximo, cogiéndome del brazo— ¿quieres verles?
—¡Oh! —exclamé. Y mi corazón latió precipitadamente.
—Voy a comunicarte un secreto… Ahora, soy el único que lo conoce… Ven.
Dimos unos pasos por el corredor, luego ante un tragaluz, Máximo se detuvo y pareció orientarse. Su mano tanteó el muro. Una puertecita se abrió ante nosotros.
—¿Tienes cerillas? —me preguntó.
Rasqué una cerilla y seguimos una estrecha y obscura galería; luego, mis pies tropezaron en un peldaño.
—Subamos —me dijo Máximo.
Y mientras subíamos aquella escalera:
—Hubo un chambelán de Luis-Felipe que conocía este camino. Era amigo de mi tío. Ahora, nadie sabe ya nada de esto.
Añadió riendo:
—¡Eh, eh, Teodoro! Vamos a ser los últimos testigos.
—Pero ¿adonde lleva esta escalera? —pregunté.
—Hay, en un rincón del gabinete de la Emperatriz, un cuartito. Ahí celebran sus conciliábulos. Vas a ver…
Empujó una puerta y salimos a la luz. Estábamos en una especie de alcoba, amueblada con tres sillas Luis XVI de maderas doradas, de rasos descoloridos y desgarrados. Ante nosotros, por el vano de aquella alcoba, entreví el rincón de un saloncito deslumbrante, plantas verdes, dos hermosos sillones mullidos.
—Aquí —me dijo Máximo— no nos ve nadie. Acerca tu mano: lo que te parece vacío lo ocupa un espejo de luna con pie, transparente para nosotros, pero que sirve de espejo por el otro lado. ¿Lo sospechabas? Van a venir aquí, van a hablar delante de nosotros. Siéntate: estás presenciando una comedia.
Mis piernas temblaban. Me desplomé sobre una de las sillas Luis XVI. Y empecé a darme cuenta de aquel lugar. Delante de mí había un cuartito o más bien la otra parte de la alcoba en donde nos encontrábamos, la parte de la que nos separaba el falso espejo. Aquella parte estaba amueblada sencillamente con los dos sillones que había yo visto; y lo que divisaba por la puerta, era una esquina del amplio gabinete de trabajo de la Emperatriz al fondo del cual, junto a una alta ventana, habían acondicionado un jardincito de invierno. De allí venía aquella luz que me había deslumbrado. En una pared de la alcoba, sobre un estante, brillaba un relicario dorado, con un cristal, de estilo español y que encerraba sobre un pequeño cojín de raso rojo, unos huesos. Máximo, vino a sentarse a mi lado.
—Aquí es —musitó— donde aparecía siempre el hombre de rojo, ya sabes, el que predecía las catástrofes, el que surgió ante María Antonieta…
—¡Hace mucho calor! —balbucí, secándome el sudor que corría desde mi frente. Luego, me estremecí: acababan de sonar unos pasos. Una voz bien timbrada dijo:
—Qué, Luisa, ¿no está ya aquí la Emperatriz?
—Su Majestad acaba de pasar a su habitación, Señor —respondió una voz femenina— pero vuelve enseguida.
—Nos dejará usted solos —añadió el Emperador.
Entonces, frente a mí, como si nada nos separase, vi llegar al César. Tiró de la puerta tras él sin cerrarla del todo y su mirada se cruzó con la mía. Me levanté. Máximo me cogió del brazo y me obligó a sentarme de nuevo. Comprendí que el Emperador no me había visto: se había mirado al espejo. Así permaneció un momento, inmóvil, como contemplándose en mí; se llevó la mano a sus ojos, acarició las arrugas de sus párpados, retorció las puntas de su bigote, teñido de negro. Estaba muy pálido, con una blancura de yeso, realzada, en los pómulos, por dos rosetas de maquillaje rojo. Me quedé aterrorizado ante aquella mirada desesperada que me dirigía. Así la mano de Máximo como para agradecerle el privilegio monstruoso que me hacía compartir allí y gracias al cual podía yo interceptar traidoramente el mensaje de un hombre a solas consigo mismo.
El Emperador vestía el uniforme de diario de general, con el dormán de alamares negros y la placa de la Legión de Honor en el costado. «¡Pardiez! —pensé—. Él puede ponerse cualquier vestimenta, hasta la más sencilla. Pero, en estas condiciones ¿le divierte acaso lucir trajes? Tiene toda clase de ellos y no tiene ninguno. Ninguno que pueda él considerar como suyo, el que ha ganado, el que le conviene y le define. No es más que un maniquí a quien sientan bien todos los uniformes. ¿Por qué no está vestido de zuavo, o de bombero, o de obispo, o de académico? Puede ser todo eso si quiere, y no ser nada de eso, al propio tiempo». Llegaban hasta aquí mis reflexiones cuando la puerta se entreabrió de nuevo, rápida, y apareció la Emperatriz. No vi al principio más que una mancha roja, y en un relámpago de blancor, unos ojos negros que pasaron abrasadores, mientras Máximo clavaba las uñas en mi mano.
Llevaba ella una de aquellas blusas de franela roja que llamaban «garibaldis», y una falda de raso negro. Bajo aquel vestido interior, íntimo, que hacía resaltar su pecho y sus caderas, encontraba yo un no sé qué provocativo que no dejaba de recordarme la excitación que producía en mí María Rosa, sobre todo cuando estábamos entre una multitud popular. Olfateando con ansia me pareció respirar el olor de aquella mujer, el olor de su transpiración; creí que tocaba sus hombros prietos, sus senos duros, el vello negro de sus axilas, la parte de su cuerpo más cuadrada, la que mejor se adapta en el abrazo. Su cuello sobresalía grácilmente de su blusa y su cabeza era pequeña y ágil. Su boca fina, entreabierta, parecía pronta a expresar vivos sentimientos; sus cejas estaban ennegrecidas con un trazo de lápiz y su rostro empolvado. Quizá había un poco de pintura en sus pómulos. La cabellera estaba apretada en ondulaciones leonadas, densas, en las que parecía reconocerse el trazo de pulgar vivificante de un escultor genial. Permaneció en pie, en el marco de la puerta, con la cabeza un poco levantada y la mirada burlona. Napoleón se volvió, apartó uno de los sillones, se inclinó hacia ella y la besó en el cuello, con un beso incisivo y salvaje. Luego dijo con su voz cálida, y como complacido:
—Buenos días, princesa de Trebisonda.
—Buenos días, príncipe Negro.
Había respondido ella en voz baja, rápidamente, como si cumpliera un rito, y luego, con la misma rapidez, añadió:
—Buenos días, guapo criollo…
Sentóse él en uno de los sillones. El fulgor que había parecido brillar un instante en sus ojos, se extinguió. Ella tomó asiento frente a él, y en un tono de compasión y de desprecio, murmuró:
—¡Mi pobre Luis!
—¿Qué hay? —dijo él alzando la cabeza.
—¡Cómo estás! ¡Contempla tu cara! ¿Cuándo vas a tener juicio?
Sonrió él con un gesto a la vez un poco fatuo y un poco triste; después, moviendo la cabeza y en tono de melopea, murmuró:
—Princesa de Trebisonda, reina de Saba, Jimena, Jimena… ¿Qué otra cosa quieres de mí? ¿Por qué atormentarme tanto y atormentarte tú misma? ¿A qué vienen tantos reproches? ¿No te he dado ya un reino?
—El más bello reino bajo el sol.
—Tienes a Francia en tus manos.
—Ahora, es ella la que me tiene en las suyas. No me atrevo ya a mover un dedo. ¡Bonita es su libertad! Heme aquí en estas Tullerías como en una ratonera.
Él se atusó su bigote y no contestó nada. Era algo prodigioso aquella habitación en que estábamos los cuatro, sentados unos enfrente de otros, pero donde dos de los presentes se creían solos, invisibles y hablaban entre ellos. Yo contenía la respiración, como si pudiesen oírla. Apretaba la mano de Máximo, toda ardorosa en la mía. A veces cambiábamos una mirada sobrecogida. La emperatriz prosiguió, y su tono se hizo vehemente y como espinoso:
—Lo que te digo, Luis, como sabes muy bien, no es ya por mí. Mi tiempo ha pasado, y ya no pido nada. Pero es por el niño. Sí, tú me has dado mi reino. Había yo soñado con grandes alegrías y grandes fiestas. Ellos no han querido o quizá yo no he sabido. Tú también ¡te hiciste a ti mismo tan bellas promesas! Les hemos construido asilos, les hemos… ¡Oh, me hubiera gustado tanto ser amada! Creo que no tienen sangre en las venas, no saben amar. ¡Qué le haremos! No nos hemos entendido. Asunto terminado. ¿No es cierto, Luis?
Él alzó la cabeza y en tono de protesta:
—¡Jimena, Jimena! Eres injusta.
—El amor es injusto. Hay que creer que he seguido siendo española, y que tienen ellos razón en llamarme siempre la Española. En mi patria, se sabe amar.
Miré a Máximo que se alzó de hombros. La Emperatriz continuó:
—Ahora, se acabó. Pero yo quiero, ¿lo oyes, Luis?, yo quiero que el niño sea más feliz que nosotros. Quiero que tenga un bello reinado y un bello pueblo, que despierte de su sopor, que olvide su odio, realmente amoroso. Si renuncias a ocuparte de él, yo sabré defender mi reino. ¡Por el pequeño! ¡Por el nuevo Príncipe Negro!
El Emperador levantó sus pesados párpados y vi entonces su mirada vaga y desolada. Miró largo rato a la Emperatriz y murmuró:
—¿Todo esto significa que tendremos la guerra?
—Todo eso significa que yo no busco ya la gloria ni la aventura, como tú me lo has reprochado hartas veces, y como ellos también me lo han reprochado en tantas ocasiones. A mí, Luis, te lo repito, todo me es igual, sí, más aún que a ti mismo. Pero quiero defender el porvenir del niño.
—Yo les he dado, sin embargo, una linda emperatriz —dijo él soñadoramente.
—Has querido hacer nuestra felicidad, la mía y la de ellos, esto es cierto. ¡Bah! Tengo mi propia conciencia, que se consolará en el otro mundo. ¡Oh, Luis! —exclamó ella bruscamente, bajando la cabeza— no quiero ya pensar más que en nuestro hijo. ¡Si tú supieras cómo, en Port-Said, pensaba en él, en ti y en todo lo que vamos a hacer por él…!
Se llevó el pañuelo a los ojos. El emperador tendió la mano hacia ella y, con mucha dulzura, la dijo:
—Pues bien, tú eras realmente entonces mi reina de Saba…
—Eran tan hermosos, aquel viaje, aquel sol, Luis, y ese pensamiento en mi corazón que ya no me abandonaba… Ve uno tan claro cuando se está lejos… Se olvida todo lo feo. No pensaba ya en Persigny, te lo aseguro, ni en Napoleón, ni en todas esas gentes que me detestan. ¡Ah, yo no era ya, entonces, Badinguette!
—Mi pequeña reina… Eres siempre mi pequeña reina, demasiado sensible, demasiado orgullosa.
—No hay que dudarlo, Luis —dijo ella levantando la cabeza—. Te pido por segunda vez mi reino, no ya para mí, sino para el niño. Un trono, no una picota. Hay que volver a ocuparse de todo esto, Luis, destruir Prusia, reconquistar el pueblo. Olvida lo que te he dicho: yo no les guardo rencor, les amo más de lo que ellos piensan. Pero no quiero que el niño sepa lo que he pasado. Metternich y Nigra están de nuestra parte, me lo han prometido. Tu señor Ollivier no admite ya mi presencia en el Consejo, pero no puede impedirme trabajar ¿verdad? Y yo trabajo. Tú te has dejado arrastrar a una aventura de la que ya no puedes salir, con tus republicanos: cuantas más libertades les das, más nos insultan. La victoria nos permitirá volver atrás. Los malos días quedarán borrados, acabará por fin la pesadilla. ¿Me oyes, Luis? No puedes dejar de querer esto.
Él inclinó la cabeza. Guiñó un ojo en la hinchazón de la carne lívida.
—Nigra se burla de ti.
—¿Que Nigra se burla de mí? —repitió ella como en sueños.
—No se burlará más cuando nos hayamos separado de Roma.
—¿Roma? —repitió ella de nuevo—. ¡Oh, Luis! No consiste todo en poner a Europa de nuestra parte. Se puede también poner de nuestra parte al cielo.
—¡Dios mío! —suspiró él—. ¡Qué extraña conversación entre un hombre y una mujer!
—Alemania del Sur…
—¿Alemania del Sur, qué?
Él retorció su bigote, y añadió sonriente:
—¿Estás tan segura de Alemania del Sur como del cielo?
—Luis —respondió ella mirándole fijamente— estoy segura de todo menos de ti.
—Querida —prosiguió él, siempre sonriente—, yo no estoy seguro de nada, excepto de ti… Feuillet debería oírnos, y nos haría figurar en sus proverbios. A fuerza de ver comedias, no decimos más que bagatelas. Y podemos darnos por contentos sabiendo que son bagatelas. Pero en resumidas cuentas, no sabemos siquiera lo que decimos.
—Si tú no lo sabes ya, yo lo sé por ti.
Hubo un silencio muy pesado, y luego el Emperador continuó lentamente:
—¿Por qué no quieres admitir que estoy enfermo, Eugenia? No tanto como dicen, sin duda. Corvisart exagera. Exageran todos. Pero en fin, estoy enfermo. Necesito reposo, lo mismo que Francia. ¿Qué importa que nos insulten? ¿Qué importa que sean ingratos con nosotros si, de todas maneras, gracias a nosotros goza este pobre pueblo de la libertad que necesita? Gobernar es, con frecuencia, prever, aceptar y dejar hacer.
—Pero ¿y tu hijo, Luis? ¿Tu hijo? Tienes un hijo.
—Heredará un imperio apacible, próspero, en que los periódicos publicarán su caricatura.
—¿Su caricatura? Pero ¿estás loco, Luis? ¡Yo no podría soportarlo!
—¿Qué quieres? No se da dos veces seguidas un golpe de Estado. He aquí al menos una operación que le habré evitado.
—Tú no lo sabes. Se verá quizá obligado a darlo él.
—No se lo deseo.
—Y entonces le llamarán tirano. Las cárceles rebosarán de víctimas, hará fusilar, deportar. ¡Luis, nosotros podemos evitarle eso! ¡Podemos evitárselo todavía! ¡Lo podemos todo en este momento, podemos asumir todas las cargas por él, y todas las responsabilidades!
—El Consejo —dijo él fríamente, mientras un reloj daba unas horas—. Adiós, Jimena. ¿Marchas hoy a Saint-Cloud? Iré a reunirme contigo mañana.
—¿Qué decides?
—Nada urge. Espera al plebiscito: será un triunfo aplastante para nosotros, para tu hijo. Tendrá así el poder de su pueblo, bajo un régimen liberal y culto. Estas son cosas que tú no puedes comprender; eres demasiado de Trebisonda para eso. Pero, créeme, Eugenia, créeme.
—Deberías hablar con Nigra[7].
—Sí, ya lo sé. Hubiésemos podido aprovechar la ocasión en Sadowa, Bismarck es un peligro público. Vaya, adiós, Jimena. Has sido divinamente bella. Me sorprende que lo hagas tan mal en escena. Porque realmente —dijo recobrando su sonrisa burlona— en escena resultas detestable.
—Yo no sé desempeñar más que los papeles que siento —replicó uilln— y ya no hay más que uno que sienta.
—¿Nada más que uno? —dijo él con coquetería, asiéndole la mano—. ¿Sólo uno, de verdad? ¿Están olvidados los otros papeles?
Ella suspiró. El Emperador le besó la mano, y la frente.
—Vete, querido —dijo ella muy bajo— te amo, sí… Ollivier te espera, vete.
Lanzó él un último vistazo al espejo, y capté otra vez su mirada vaga. Pareció a punto de hablar, luego se contuvo, sonrió de nuevo; aquella sonrisa acabó en un rictus amargo que despegó los labios, e hizo temblar la perilla. Y volvió la espalda. Ella salió tras él, dejó la puerta abierta y pudimos ver la rosa roja de su «gari baldi» destacarse sobre el follaje verde del salón caldeado excesivamente. Sonó una campanilla. Oímos la voz:
—Los poneys.
Luego los pasos ligeros y vivos que se alejaban, y un portazo. Nos quedamos solos, Máximo y yo, sentados uno al lado del otro ante la escena vacía.