II

A PARTIR DE ESE DÍA HE DEJADO DE REDACTAR MI diario, hasta el punto de que tengo que reanudar mi relato al azar de mis recuerdos. Mi papel político podía, por lo demás, terminar en eso. Pero aunque declaró que cedía sus poderes a la Comuna, se sabe que el Comité Central siguió celebrando sesiones e interviniendo en los asuntos. Ello originó numerosos conflictos en los cuales no tomé ninguna parte. Y cuando lo renovaron por medio de unas elecciones parciales, no me presenté. Continué agregado al servicio del Diario Oficial y de la Imprenta Nacional. Luego, cuando la guerra civil comenzó a llegar a su punto culminante, pasé con Moreau al Control de informaciones generales. Llevaba un uniforme medio de paisano, medio de militar, bastante extravagante y del que me sentía orgulloso: un fieltro con pluma de gallo, mi guerrera de guardia nacional y unos pantalones de caza con botas altas. En mis momentos de ocio, iba yo al picadero de un cuartel a tomar lecciones de equitación. En cuanto a Becker se había hecho trasladar al Estado Mayor de Dombrowski.

Fue un feo día aquel en que estalló la guerra civil, cuando las primeras granadas cayeron sobre el cuartel de Courbevoie y en la avenida de Neuilly. ¡El bombardeo recomenzaba! Se reconocía la voz del Monte Valérien, se iba a hablar nuevamente de salidas… Había que volver a acostumbrarse a sentirse bloqueado, cercado, ahogado. Había que levantar las barricadas otra vez. Pero en esta ocasión se acabaría con aquello: aquel día seguí a la multitud, las mujeres, todo el movimiento irresistible que marchó a la Puerta Maillot y a las Ternes, arrastró hasta allí unos cañones, arrojando allí también toda la desesperación y todo el frenesí de cincuenta mil cabezas. Las mujeres, recordando vagamente ciertas cosas de hacía cien años gritaban: «¡A Versalles!» y con el brazo tendido, los labios apretados, tenían aspecto de arpías. No fuimos muy lejos. Y por la noche, notábase en la multitud una cólera agotada y tétrica. Lo peor fue que durante los días siguientes, hubo que habituarse de nuevo no sólo a la obsesión de las salidas sino también a su fracaso. La primera resultó desastrosa: es la que costó la vida a Flourens y a Duval.

Y, sin embargo, una sombría y magnífica esperanza no cesaba de mantenerse en mí. Flotaba en un estado mezcla de sueño y de vagabundeo que no se alteraba ni bajo las granadas ni en el despacho que ocupaba yo en el ministerio de la Guerra. Había perdido conciencia por completo de las distancias que separaban el día y la noche. La ventana de aquel despacho daba sobre la plazoleta en donde acababan de construir Santa Clotilde. Esta, muy nueva, muy juvenil, erguía su aparición a través del follaje, todavía con claros, como una insólita catedral de campo, la catedral de la pradera, el templo de un culto extraño y rústico. Desde en medio de la agitación incesante en que yo vivía, ruidos guerreros, discusiones contradictorias, el enloquecimiento, la pasión, yo alzaba los ojos hacia aquella blanca imagen y pensaba en María Rosa.

María Rosa no estaba lejos. Era enfermera en la ambulancia de veinticinco camas que habían instalado en la alcaldía del VII.°, adonde iba a visitarla a veces. Allí también había mucha agitación y la misma confusión día y noche. Pero a cualquier hora que fuese a aquel sitio, María Rosa se me aparecía idéntica a sí misma, dulce, tranquila, con algo de impasible y de reconcentrado que me recordaba la inocencia infantil de su sobrinita. Mostraba para hablar a los heridos y obedecer a los médicos, comprendiendo enseguida lo que convenía a los primeros y lo que ordenaban los segundos, una seguridad muy sencilla y natural, como si no hubiese hecho en su vida otro oficio. Había momentos de aglomeración. Llevaban heridos en demasía, sobre camillas. Juraban y aullaban. Los médicos les negaban el ingreso: ya no había sitio. Pero los camaradas hirsutos, con las mujeres despelujadas que les acompañaban, protestaban, suplicaban. Habían recorrido ya varias ambulancias y varios hospitales. Las mujeres cogían la mano de los heridos, les secaban la frente y la boca. Surgía María Rosa, proponiendo una solución. Se había descubierto un colchón suplementario, un rincón en un despacho que no se utilizaba. El desorden se apaciguaba. Después, había que calmar a las mujeres, despedirlas con buenas palabras. Y yo descubría todas las buenas palabras que María Rosa sabía y que habían, hasta entonces, dormido en ella, bajo la guardia de su silenciosa sonrisa.

Un día encontré a Luisa Michel[9], llegada para visitar la ambulancia lo mismo que visitaba todas las ambulancias de la Comuna, aportando a los heridos la confortación de su cara huesuda y de su amplia sonrisa, inalterablemente ebria de porvenir. Tenía los cabellos cortos bajo su fieltro de guerrillera, descubriendo su amplia frente. Llevaba una falda de tela basta y borceguíes de soldado. Contemplé aquella criatura cuyo corazón era tan monstruoso como su aspecto, mientras besaba a María Rosa, y luego a las enfermeras con faja roja, que no eran sino unas monjas a las que habían obligado a quitarse sus hábitos y sus tocas.

—¿Y qué, ciudadanas —les dijo Luisa— os dan mucho trabajo vuestros heridos? ¿O son juiciosos?

Las pobres mujeres tuvieron unas sonrisas bonachonas y asustadas. Luisa corrió a las camas con pasión, se inclinó sobre los heridos, formuló preguntas. Pasó en un torbellino de delirio y de compasión, y al marcharse, nos lanzó:

—Tengo noticias de Versalles. Están desalentados. Todos sus boletines no contienen más que mentiras. La Comuna ha sido proclamada en Narbonne y en Toulouse. ¿Lo sabíais? ¡Sí, en Narbonne también! ¿Cómo decís? ¿Que en Lyon se acabó? ¿Qué sabéis de eso? ¿Se acabó? ¿Qué quiere decir eso de se acabó?

Por dos veces llevé a María Rosa al teatro: una al Francés donde daban una representación extraordinaria a beneficio de los heridos; y otra a un concierto en la Opera, donde, entre los principales trozos, Michot había cantado la Marsellesa, la Badinguette y el Bonhomme. Al salir de la representación, nos paseamos por los bulevares. En las terrazas de los cafés voceaban los diarios, el Vengeur y el Affranchi. Tenía yo la cabeza llena de música y no sentía ni el cansancio ni el sueño. Pregunté a María Rosa:

—¿A qué hora tienes que volver a la ambulancia?

—A las seis —me dijo.

—Tenemos toda una noche por delante. ¿Quieres dormir?

No tenía ella ganas de dormir. Se vivían entonces unas horas tan maravillosas y unas noches tan cálidas que hubiera sido una locura dormir.

—Cuando todo esto haya acabado —proseguí— no sabremos ya dormir.

—¿Y cómo puede acabar todo esto? —me preguntó.

—Cuando la guerra civil haya terminado, hayamos aplastado Versalles y la federación de Comunas libres sea un hecho. Entonces, volveremos a dormir.

—Pero…

—¿Qué temes, María Rosa?

—¡Las noticias de provincia son tan malas! No bastará con dejar que París viva libremente: será preciso que, por todas partes, la vida sea libre también. ¿Digo tal vez una tontería?

—No, querida —le dije—. Eso no es una tontería. Pero no hay que pensar tan allá. Hay que luchar, todos los días, a todas horas, y decirse que es imposible que no salga algo de todo esto.

Ahora, cuando escribo estos recuerdos y el mundo está en paz —¡pero qué paz!— digamos mejor que el mundo ya no está en guerra y que sólo los vencidos luchan aún por el único hecho de ser los vencidos, yo me pregunto si se podrá nunca comprender lo que era vivir en aquel París ¡sitiado y bombardeado y para el que vivir constituía una operación obscura, gratuita, absurda y milagrosa! Ya no preguntaban nada, no se interrogaban sobre ningún principio, todos estaban entregados por completo a la tragedia y a los remolinos del día actual. Solamente, al cabo de cada uno de esos días parecía que una aurora prodigiosa iba a surgir sin causa y nada más que porque aquel día había sido sangriento y formidable: una aurora que, de pronto, iluminaría el universo. Surgiría al extremo de las avenidas en ruinas, en la Porte Maillot, en la linde del Bois de Boulogne o en el horizonte del Sena, en ese lugar infinito tan certeramente denominado el despuntar del día. Estábamos separados del resto del mundo, y, sin embargo, todo el destino del mundo se jugaba con nosotros. Y cuanto más abandonados nos sentíamos, más nos hundíamos en nuestro ardor por combatir y esperar. Sentíamos la victoria tanto más cercana cuanto más imposible se iba haciendo.

¡Ah, cómo vivíamos! ¡Qué seriedad en nuestros actos! ¡Qué locura de velocidad, qué despliegue de energía en toda nuestra máquina administrativa y guerrera! ¡Qué cordialidad brutal y dramática en las relaciones entre los hombres, las órdenes, los reproches, las invectivas, las palabras! ¡Y qué gran arrebato en nuestros esparcimientos, como el que yo gozaba entonces, aquella noche en blanco después de otras dos también en blanco, del brazo de María Rosa! Unas llamas bailaban ante mis ojos: ¿era el reflejo de la Opera en donde acabábamos de saciarnos de música, o el de los cielos fulgurantes de granadas y de incendios, que eran, día y noche, nuestros cielos, que iluminaban nuestras velas y nuestros ensueños? Apreté la mano de María Rosa, subí a lo largo de la muñeca, por la manga de su abrigo ligero. Bruscamente la dije:

—¿Cuándo nos casamos?

Ella se alzó de hombros. La miré sorprendido:

—¿Es que no quieres?

—Es cierto —contestó—. Ahora podríamos casarnos. Nada nos lo impide.

Comprendía la amargura que había en su voz, y murmuré con mucha dulzura:

—Y tú piensas, ¿verdad?, que puesto que podemos hacerlo ahora, no merece ya la pena. Cuando no podíamos hacerlo, yo quería que nos casáramos. Lo quería y sabes muy bien que era sincero, y te juro que lo hubiéramos hecho. Pero no porque nada nos lo impida ya, vamos a dejar de hacerlo.

—¡Oh! —exclamó ella, apartando mi brazo— todo eso es demasiado complicado. ¿Por qué has hablado de ello? ¿Es que me amas? ¡Esto es lo único que importa! Yo…

—¿Que si te amo, María Rosa? ¿Cómo puedes…?

Bordeábamos los muros de la Magdalena, y no había más que algunas raras sombras a nuestro alrededor. La cogí del talle y le dije:

—María Rosa, te amo y quiero que seas mía, mi mujer para siempre. Amémonos, María Rosa. El mundo se derrumba o bien el mundo se salva… Es preciso que nosotros, durante este tiempo, nos amemos para derrumbarnos o para salvarnos con él, pero los dos juntos, tú y yo, María Rosa…

La estreché contra mí con todas mis fuerzas, le mordí los labios. Ella desfallecía. Seguía diciéndola:

—¿Adonde? ¿Adonde quieres venir? ¿A tu casa, a la mía, a cualquier sitio en París? Tenemos la noche para nosotros hasta las cinco. ¿Quieres venir a mi cuarto, allí donde he vivido toda mi juventud, cuando estaba tan solo, tan ajeno a todo? Tú no has venido nunca allí. No conoces mi lámpara y lo que yo veía desde mi ventana y que me consolaba un poco. Esa habitación es todo mi pasado. Tú vas a arrojarlo de ahí, a asentar allí tu presencia; y en lo sucesivo, no habrá más que ella en mi cuarto.

La conducía por la calle Royale hacia la Concordia. Caminábamos enlazados, yo decía locuras y ella me escuchaba mirándome con sus ojos tranquilos; pero yo notaba que su cuerpo vibraba en la espera y se lanzaba hacia mi amor. Nos detuvimos junto a la Concordia, más pálida que nunca con sus enormes estatuas muertas, cubiertas de crespones negros. Franqueamos, sobre puentes de tablas y entre montones de piedras, la enorme fortificación que estaban construyendo en la esquina de la calle de Saint-Florentin. Luego, seguimos los soportales de la calle de Rivoli, que se nos apareció, ella también, inmensa y desierta, cruzada, a lo lejos, por el rebrillar de una patrulla a caballo. Nos echamos casi a correr. Yo profería palabras desatinadas. Todo lo que la noche, el tiempo y la angustia podían forjar de más vasto y más libre, se lo ofrecía a María Rosa, se lo contaba, se lo prometía, haciendo de ello la substancia misma de mi deseo. Henchía con ella la memoria que la quedaría en lo sucesivo de aquella noche incomparable y se encarnaría en su carne y se mezclaría a su sangre para la eternidad.

Cuando llegábamos a la calle Vieille-du-Temple, vimos, delante del Hôtel-de-Ville, unos grupos que gesticulaban. Cruzamos la calle para mezclarnos a ellos. Habían ocurrido violentos incidentes en la Comuna, entre Pyat y Vermorel. Se discutía. Unos se mostraban partidarios de Pyat y otros de Vermorel. «¡Hay espías hasta en la propia Comuna! —gritó un energúmeno, levantando un brazo descarnado—. ¿Qué hace el Comité de Salvación Pública?». Luego, se difundió la noticia de que cincuenta federados habían sido asesinados por sorpresa, hacia el lado de Issy, y veinte cañones arrebatados. «¡No, cinco!», gritó uno.

—¿Y Dombrowski? —aulló el energúmeno—. ¿Dónde está Dombrowski? ¿A qué se espera para fusilarle?

—¡Vamos, ven! —le dijo una mujer tirándole de la manga.

—Todo esto es muy malo —me dijo María Rosa en voz baja.

—Todo esto no importa —la respondí con fogosidad—. Lo que vaya a suceder sigue siendo imprevisible. Los acontecimientos son inexplicables. El mundo es eternamente nuevo.

—Como nuestro amor —murmuró ella inclinándose sobre mis labios, a los que seguían afluyendo palabras desordenadas.

Volvimos atrás. La noche se abrió ante nosotros, la calle desierta, el aire aromado. De pronto, me dio el capricho de ver otra vez la calle del Hôtel-de-Ville en donde había transcurrido mi niñez y adonde no me habían vuelto a conducir mis pasos. Arrastré hasta allí a María Rosa. Pasamos por delante del cuartel Lobau, las empinadas gradas de Saint-Gervais; luego nos apresó la judería, humilde, reluciente, tenebrosa. En el local de la pequeña manufactura de barnices había una zapatería, con las ventanas cerradas. Quizá era del zapatero de enfrente, mi antiguo amigo, el Cuervo, que se habría instalado allí y de zapatero de cuchitril era ahora zapatero con tienda, realizando así un sueño prodigioso. Nuestras pisadas resonaban en la calleja sinuosa. Su curva nos llevó, en aquel envés de la decoración, ante la sorpresa del hotel de Sens que se extendía hasta un muro desnudo. Y apareció ante nosotros el Sena, los malecones de la isla de Saint-Louis, la noche inmensa, acribillada de estrellas.

—Creo que no había yo venido nunca por aquí —murmuró María Rosa.

—Es un extraño país —la dije—. Yo he nacido aquí. Lo he conocido muy bien en otro tiempo. ¡Bah! —añadí sacudiendo los hombros.

—¿Por qué dices: Bah?

—Porque… Porque te amo. Escúchame bien: cuando yo vivía en este país, era un chiquillo y tú una chiquilla en tu país. Sin duda estábamos ya destinados el uno para el otro. Así casan a los príncipes, en la cuna, pero nosotros no éramos príncipes. No éramos nada. Ahora es cuando somos algo, tú María Rosa y yo el hombre que te ama. No existe ya el pasado. Ven, huyamos de este lugar pantanoso. Estamos perdiendo las más bellas horas de nuestra vida.

María Rosa miraba a su alrededor y yo contemplaba su perfil atento. Nos acercamos al pretil y permanecimos allí unos instantes inclinados sobre el Sena que corría, denso y grasiento, espejeante bajo la luz sorda de la noche. Encima de nuestras cabezas una farola apagada relucía con el solo brillo del vidrio de su globo. Reinaba un silencio lejano que llegaba hasta nosotros desde el fondo de mi pasado. Me estremecí de terror y asiendo la mano de María Rosa, repetí:

—Huyamos… Ven, ven de prisa…

La arrastré y sin detenernos ya en los grupos del Hôtel-de-Ville, llegamos a la calle Vieille-du-Temple. Allí también volví a encontrarme yo mismo, en el vacío del patio, denso de antiguas historias: pero no quise tampoco reconocerme. El olor del barniz, el balsámico de alquimia que me había perseguido desde mi nacimiento, flotaba en el aire. Hice ademán de apartarlo. Y estrechando a María Rosa por el talle, la llevé a mi sobradillo. Y encendí la vela. Fue ella la que me dijo:

—Entonces ¿aquí es donde vives y donde has vivido?

—Sí —contesté—, aquí es, pero ¿qué importa? No quiero ya saber más que una cosa: aquí es donde vamos a amarnos. Entra, siéntate, María Rosa, mira, mira por todas partes. Eres tú ahora la que vives aquí. Estoy en tu casa.

Se sentó en el borde de la cama. Yo, de rodillas ante ella, abracé sus piernas y puse mi cabeza sobre su regazo. Ella acariciaba tímidamente mis cabellos, mis ojos, mis mejillas. Sus dedos eran ligeros como una brisa que no sabe adónde va.

—Hace calor —murmuró ella.

—¿Quieres que abra la ventana?

—Sí… Y que apagues la luz.

—Ya no te veré —dije alzando los ojos hacia su rostro tranquilo y su mirada húmeda que me pareció tan pura y tan sorprendida—. Ya no te veré y quiero verte.

—Si está abierta la ventana, me verás lo suficiente.

Me levanté y fui a abrir la ventana. Pero para no romper el hilo repetí:

—¿Me amas, María Rosa? ¿Me amas, María Rosa? Yo te adoro.

Luego, soplé la vela y me volví. María Rosa no fue ya más que una sombra en el fondo de mi habitación, pero una sombra en que parecía que se hubiera concentrado toda la fuerza de la noche y del verano. Miré su cara desde muy cerca, respiré su aliento, mis labios rozaron la pelusa de sus mejillas, la comisura de sus labios, paseé mis besos sobre su cuello duro, sus ojos húmedos, su lengua estremecida. Y estrechándola en mis brazos, la balanceé como un cuerpo con el cual va uno a precipitarse en el infinito. La tendí sobre el lecho. Retorcí entre mis dedos la tormenta de sus cabellos, mis manos palparon todo su cuerpo, adivinando el calor de aquel cuerpo a través del calor de sus ropas; y era ya una voluptuosidad extraordinaria arrugar el raso del corpiño, la tela de la falda y de las prendas interiores, hacer saltar botones y lazadas, desatar las cintas enredadas del corsé, llegar al fin, con la punta del dedo ansioso, a trozos de carne viva que se escapaban enseguida o que se entregaban con el estremecímiento magnético de un gato acariciado. Nuestras mejillas, entre tanto, estaban adheridas, el sudor de nuestras frentes se mezclaba, y nuestras bocas entreabiertas respiraban muy cerca una de otra. Murmuré:

—¿Qué es este perfume que exhalas, el perfume de tu cuerpo, de ti? Sólo tú hueles así… Quítate todo esto…

Jadeaba yo, arrojando en medio del cuarto su corpiño, como un pájaro blanco, sus medias, su falda. Por la ventana, el hálito de la noche entraba para acariciarnos riendo. Pronto estuvimos desnudos, abrazados, en el fondo de la habitación de mi juventud; y nos olvidamos de la hora que debía adueñarse nuevamente de nosotros, del cañón y del fuego que nos cercaban por todas partes. El tiempo y la muerte quedaron anulados.

Así como el paseante impaciente, a medida que se eleva en la montaña, descubre un aspecto cada vez más amplio del paisaje que conoce, pero sobre todo tiende todos los resortes de su imaginación hacia el que descubrirá en la otra vertiente, cuando haya llegado al final de su carrera y será entonces recompensado por una luz nueva y por una comarca radiante toda de felicidad, así avanzaba yo a través de los prestigios de aquella noche, esperando de la carne de María Rosa, de sus suspiros, de sus besos, de sus confesiones, una revelación cada vez más deslumbrante. Y tan pronto aquella revelación no hacía más que confirmarme lo que yo había entrevisto ya de la belleza de su cuerpo y de su alma, como era, por el contrario, una sorpresa que me trastornaba por completo, una beatitud que no hubiera yo creído que pudiese existir entre las cosas terrenales y que me parecía no tener ninguna relación con nada concebible. «¡Esto es demasiado!, gemía yo entonces. Yo no sabía… no podía saber que un día ibas a estar así tan cerca de mí, que enlazarías mi cuello, que me dirías lo que acabas de decirme, María Rosa… Mi niña adorada, amor mío…». No podía yo saber que su carne poseía aquella flexibilidad, aquella plenitud, aquel encanto, aquella potencia que exaspera el deseo y le hace presentir, más allá incluso de su satisfacción, un despertar más ardiente aún, en una mañana más pura y floreciente. Porque hay, en las noches de amor, unas pequeñas noches que se recortan como playas a las cuales suceden unas mañanas multiplicadas y rejuvenecidas, y, luego, unas extrañas veladas lánguidas ¡y mil eternidades minúsculas en el seno de la eternidad! Y esas pequeñas eternidades parecen más largas, más ricas, más infinitas que la propia eternidad que ellas abren y ahondan. Hay, no sólo horas, sino también estaciones que transcurren vertiginosamente, verdes primaveras deslizándose a lo largo de las piernas que se buscan, otoños de oro prontos a caer, inviernos estremecidos en que se hunde uno bajo la sábana como para encontrar allí, durante largos meses, la protección de un entumecimiento tan delicioso como la muerte. Y veranos delirantes y meses de mayo ocultándose entre las rosas y el rocío de aquel mes de mayo, escogido por nuestro amor para estallar. Hay así meses y semanas, fiestas de Pascua y de Navidad, vidas humanas, generaciones, siglos que rompen la copa y traspasan el firmamento de una sola noche de amor. Y es una cosa insondable pensar cómo semejante milagro un hombre y una mujer lo pueden realizar con la sola complicidad de sus abrazos y de sus caricias.

La claridad nocturna modelaba vagamente el rostro de María Rosa, enmarcado por sus cabellos, y del que las metamorfosis del placer hacían una cosa expirante y desconocida. Aquella cabeza misteriosa rodaba bajo mis besos y pronunciaba palabras que hubiera yo querido fijar a fin de examinar largamente todo lo que contenían de inesperado. María Rosa entera se me aparecía surgida de un elemento lejano. Flotaba debajo de mí, a merced del viento nocturno, y sus ojos, su olor, sus suspiros, todo lo suyo se revelaba a mí como se revelaba a ella misma: nos aportaban un mensaje. Ella también, a través de las palabras que le arrancaban, murmuraba como yo: «¡Ah! Yo no sabía… no había imaginado nunca que fuese así… Que tú estarías aquí, que un día yo también estaría… Que existiera esta noche…». En los momentos que seguían al apaciguamiento del deseo, al recobrar el sentido, decíamos: «Y, sin embargo, es cierto… Es realmente cierto… ¿Eres tú quién está aquí, verdad? Sí, eres tú…». Un sueño de unos segundos se apoderaba de uno de nosotros, que, bruscamente se estremecía: «Me he dormido, ¿sabes? Sí, acabo de dormir, creí que estaba en otra parte. Y, de pronto, he sentido que tú estabas aquí… ¿Qué hora es?». Entonces eran las tres y media. O las cuatro menos diez. Una eternidad había expirado: otra volvía a empezar. Nos separábamos de la orilla en que nuestro calor común nos había retenido: un solo gesto descubría toda otra zona por donde vagar lentamente, a pasos prudentes y con miradas que se arriesgan y que de pronto caen sobre una presa preciosa. Yo avanzaba la mano, y desde un rincón de carne del que me parecía haber agotado todos los secretos, pasaba a aquel talle flexible, a aquella cadera incomparable, donde encontraba tanto frescor, una obediencia tan emocionante… Y yo decía: «Ven… Sí, aquí, de este modo… No te he estrechado bastante contra mí. No te he hecho sentir todavía hasta qué punto te amo». Recomenzábamos a reconocernos. «¿Eres tú?, me decía ella. Y yo ¿qué soy para ti? ¿Soy tu amante? ¿Somos amantes? ¿Es cierto entonces…?». Yo la decía: «Eres mi mujer. —Mujer o amante, ¿qué quiere esto decir?—. Nada, no quiere decir nada. No hay más que una palabra que quiere decir algo. —¿El amor, verdad? —Sí, el amor».

Ella repetía: «El amor…». Y sus brazos se apretaban en torno de mi cuello, mis labios se adherían a aquella carne en tensión y que el menor movimiento hacía más perfumada y más deseable. «Muévete —la decía. Mueve este brazo, esta pierna, ven más cerca de mí todavía. Es extraordinario sentirte vivir». Posaba mi mejilla sobre su seno y oía latir su corazón. «¡Sigue, oh, sigue así!», decía ella. Imaginábamos eventualidades extravagantes: «¿Y si nos durmiéramos los dos, juntos, para no despertarnos nunca más?». Recordábamos detalles insignificantes de nuestro pasado. «Aquel día —murmuraba ella— en que viniste a casa, hace mucho tiempo… Mi padre había salido, estábamos solos en el comedor… Tú no quisiste quedarte…». Y después, cuando todas las circunstancias de aquel día habían sido evocadas: «Sí, pues bien ¿me amabas ya en aquel momento? —Sin duda —la decía yo— puesto que en este momento nos amamos. —Pero hubiéramos podido amarnos entonces, sin llegar por eso adonde hemos llegado hoy. —Entonces, no hubiera sido el amor. —Hay, sin embargo, gentes que se aman sin realizar nunca su amor. —Deja a esas pobres gentes en paz. Nosotros hemos realizado nuestro amor. Por consiguiente nos hemos amado siempre. —¿Hasta cuando no lo sabíamos? —Hasta cuando no lo sabíamos, hasta cuando no nos conocíamos, Puesto que esta noche estamos el uno en brazos del otro, es que cuando yo te decía: ¡buenos días, María Rosa! Te amaba, te amaba… O bien es que entonces no existíamos, ni tú ni yo y que un fantasma decía a otro fantasma: ¡buenos días, María Rosa! Pero prefiero pensar que existíamos y que nos amábamos. —Yo también prefiero pensarlo».

El alba penetraba insensiblemente en la habitación. Una súbita sensación de frescor un poco húmedo nos sobrecogió: fui a cerrar la ventana. El rostro de María Rosa era más claro y yo reconocía el sitio de los objetos en mi cuarto y el trazo de los muebles desgastados. Al hombro desnudo de María Rosa se unían el brazo y a aquel brazo la mano que había yo visto cuando estaba de pie y vestida. Pero en aquel retorno a la realidad familiar ella se hacía más amada para mí y yo experimentaba hacia ella como un sentimiento de confiada gratitud por todo el cambio de costumbres de que me había hecho don. Sabía ya que en lo sucesivo podía habituarme a su amor, hacerla participar en mi existencia ordinaria, en mi decorado cotidiano, y que, sin embargo, no cesaría yo de encontrar en ello inagotables sorpresas. Murmuré:

—María Rosa…

Ella musitó mi nombre y se estrechó contra mí. Proseguí tiernamente:

—María Rosa, eres tú… Eres tú la que estabas ahí hace un rato. Eres tú la que estabas conmigo, anoche y también esta mañana. No has cambiado, no ha cambiado nada. Serás siempre tú. Y cuando yo no sepa ya que eres tú, serás tú, sin embargo.

—¿Estás seguro de que soy yo misma, realmente? ¿Me reconoces?

—Te pierdo y te vuelvo a encontrar: eres siempre María Rosa. Sí, te reconozco. Y resulta tan maravilloso volver a encontrarte como perderte.

—Cada vez que me pierdas, no olvides volver a encontrarme…

Su voz… Volvía yo a encontrar también su voz, cuyo timbre ronco se había, durante la noche, borrado, sofocado como para llegar a ser la voz misma de la noche. Veía de nuevo también su mirada tranquila, segura, un poco fría. Y la sonrisa muy juvenil que contrastaba con aquella mirada. Y volvía yo a ver, finalmente, su vestido, colocado sobre una silla, con una manga arrugada, y la otra colgando. Fue entonces cuando dieron las cinco en un reloj vecino. Después sonaron unas lejanas detonaciones.

—El cañón —murmuró ella.

Fui a la ventana, agucé el oído, intentando descubrir de dónde venía el sonido.

—Parece venir —dije— otra vez del lado de Issy.

Volví al lecho. Contemplé el rostro de María Rosa, los dos brazos tendidos a lo largo del cuerpo, la mirada dilecta. En aquella mirada vi formarse unas lágrimas.

—La noche ha terminado —dijo ella.

—La bella noche…

Ella repitió:

—Sí, la bella noche.

Seque suavemente sus ojos y luego empecé a vestirme. Entre tanto, el cañón retumbaba. Repetí a mi vez en todos los tonos:

—La bella, bella noche… Sí, la bella noche, María Rosa… Mi bella María Rosa…

—¿Habrá otras noches tan bellas? —me preguntó.

—¿Por qué no iba a haberlas ya? ¡Vamos a ser felices, María Rosa!

—¿Será posible?

—¿Es que las personas que se aman no son felices?

—¿Es que las permiten ser felices?

—Confieso que las coyunturas no son muy favorables —dije, torciendo el gesto.

—No bromees —me reprochó ella.

Estaba ya vestido. Ella se levantó a su vez, permaneció un momento, en el borde de la cama, desnuda por completo… Me arrodillé ante ella.

—Habrá otras noches bellas —la dije—. ¿Habrá días bellos? Esto ya no lo sé. Pero si nos quedan todavía algunas noches, si no nos quedan más que algunas noches, pues bien, considerémonos felices. Quizá no estemos hechos más que para la noche.

Respiré sobre su cuerpo el último perfume de la noche. Sellé su cuerpo con un último beso. La mañana dejaba unos reflejos sobre sus rodillas bruñidas; unas venillas azules circulaban bajo el tejido ambarino de los muslos. Me levanté:

—¿Quieres que te espere abajo mientras te arreglas? Estaré en el patio.

Bajé y volví a ver en el frescor de la mañana la jaula acristalada de Barbuchet, el cobertizo, la cuadra silenciosa, las ventanas del piso vacío, la pálida diosa del frontón. El portero, en mangas de camisa, abrió la puerta de su cuchitril.

—Parece que hay un buen fregado en Vanves —me dijo.

Y como María Rosa aparecía, sonrojada, le dije:

—Esta es mi mujer, ciudadano.

Nos presentó sus cumplidos y nos ofreció café. Tocaban a llamada en la calle. Entró un vecino. Era un soldado de avanzadilla, de las tropas de Eudes, con su sombrero garibaldino de pluma de gallo, su guerrera verde obscura, su pantalón a lo zuavo, y sus polainas de cuero blanco.

—No hemos perdido ni una trinchera —nos dijo—. ¡Y sin embargo, no escatiman las granadas, vive Dios!

—¿Vuelves allí? —preguntó el portero.

—No hay más remedio —dijo el vecino—. Hay bastantes defecciones. Dicen que el 144 no funciona ya.

Salimos, María Rosa y yo, cogidos del brazo. El cielo estaba coloreado de llamas verdes. En el aire pasaban tibias bocanadas; sentíase como un hambre de felicidad.

—El día será hermoso —murmuré apretando a María Rosa contra mí.

La dejé en su hospital después de largos besos y marché al ministerio. Entré en el despacho de Rossel, que acababa de ser nombrado comisario en Guerra. Delgado, ceñido en un dormán ribeteado de astracán, con la mirada profunda detrás de los lentes, el bigote caído, los labios secos, me miró sin decir nada, y luego siguió leyendo un diario que tenía en la mano.

—Buenos días, ciudadano comisario —dije.

Movió la cabeza.

—¿Son los diarios de Versalles? —pregunté—. ¿Ya están allí?

Recorrí las actas de la Asamblea, una petición de proyecto de ley haciendo comparecer ante los tribunales a los materialistas y a los ateos, y las declaraciones de Francisque Sarcey en La Bandera Tricolor. El innoble personaje se consolaba de su destierro junto a los prusianos, «buenas gentes calumniadas». Iba a verles a sus puestos avanzados, le deleitaba su hombría de bien, escuchaba con arrobo su ia (sí). «No se puede imaginar la de cosas que contenía ese ia. Parecía decir: Sí, pobre francés, estamos ahí, no temas nada; ya no te meterán en la cárcel; tendrás derecho a ir y venir; no te verás reducido a leer los camelos de Jules Valles o las bromas sangrientas del vodevilista Rochefort; estás aquí en un país libre, ia, en una tierra amiga, ia, bajo la protección de las bayonetas bávaras, ia… No pude dejar de repetir a mi vez aquel ia, intentando captar la pronunciación. Él se quitó la pipa de la boca: ¡Ah! Francés, siempre alegre —dijo—. ¡Ia! ¡Ia! Y nos echamos a reír uno enfrente de otro». Estallé de risa a mi vez y le di el artículo a Rossel. Lo leyó y apretó las mandíbulas. Y como Becker entraba, le dije:

—Ten, tú también debes leer esto.

—Buenos días, Louis-Nathanael —dijo Becker estrechando la mano de Rossel, que sonrió levemente—. ¿Qué es esto? ¿Algo de Dumas hijo? ¡Ah, no! De Sarcey. Buena literatura… Teodoro, he pasado la noche en Neuilly, estoy rendido. ¿Va a venir Vermersch?

Rossel levantó los ojos y murmuró:

—Preferiría encontrarle en otra parte que aquí.

—Iremos a buscarle a mediodía y comeremos juntos —decidió Becker.

Pasé a mi despacho. Becker me siguió:

—Teo —me dijo—, tal vez se vea algo nuevo.

—¡Bah!

—Tengo en este momento ciertas ideas… Ya hablaremos de ello. ¿Qué tienes? ¿Por qué te ríes?

—¡Becker! —le grité—. ¡Becker, soy feliz!

—¿Es la prosa de Sarcey la que te ha puesto en ese estado?

—¿Qué —dije—, no es una buena página de prosa francesa? ¿Una buena página de prosa patriótica que se podría dar a leer en las escuelas? ¡Oh, Becker! Sí, esto es hermoso, esto también es hermoso. ¡Era preciso que se escribieran cosas parecidas! Era preciso, indispensable. Es necesario que Versalles exista y todo cuanto allí se dice, todo lo que allí se escribe. ¡Te aseguro que todo esto es soberbio! ¡Oh, Becker, estoy demasiado contento!

Por la noche, hacia las nueve, María Rosa, tal como habíamos convenido, vino a buscarme a mi despacho. Estaba solo, cerré la puerta y la cogí en mis brazos.

—¡Qué día más largo! —la dije—. ¡Por fin, eres tú!

Estaba destrozada de fatiga, con los ojos dilatados y los labios blandos. La hice tenderse sobre un canapé, semicubierto de papeles, y puse una pantalla ante una lámpara que la hería los ojos.

—¡He tenido tanto trabajo! —me dijo con voz entrecortada—. Es atroz… Un desdichado a quien han amputado las piernas… Una cantinera que tenía un balazo en la ingle y que ha estado aullando… Según parece Vaugirard y Montrouge no disparan ya o no disparan lo suficiente, no lo sé. En todo caso, Issy ya no está protegido… ¡Oh, Teodoro! ¿Cuándo acabará todo esto? He sido valiente todo el día, ¿sabes?, pero esta noche ya no puedo más… —Y añadió—: Y además tengo que volver allí, donde pasaré la noche, dormiré en un rincón.

—¿A qué hora tienes que volver? ¿No puedes quedarte un momento aquí? Y además —continué—, además quisiera ver a tu padre… Decirle…

Ella se sonrojó y replicó:

—Pues entonces, vamos allí enseguida. Debe estar en el Hôtel-de-Ville.

En los corredores eludí una pandilla vociferante de miembros del Comité de Salvación Pública. Se lanzaban nombres a la cabeza: «¡Wetzel! ¡La Cecilia!». Gritaban: «¡Dimisión!». Dos muchachas se abrieron paso entre aquel alboroto y fueron a llamar en la puerta de Rossel. La más joven, que parecía todavía una niña, se tocaba con una capucha de indiana; la otra llevaba sombrero. Entreví, a la luz de un quinqué, dos ojos claros muy grandes, bastante separados uno de otro, una mirada magnífica. Se abrió la puerta y apareció Rossel.

—¿Qué pasa? —preguntó con su voz fría—. Un momento —dijo a las muchachas. E hizo entrar a los componentes del Comité de Salvación Pública.

El Hôtel-de-Ville no estaba menos agitado. Uniformes de todas clases se apiñaban en los corredores. Había sobre todo zuavos, con el fez sobre la nuca y la cara negra de pólvora. Un clarín, en el patio, tocaba, por diversión, la extinción de luces, repitiéndola de una manera cada vez más lenta y más lúgubre. Acabamos por encontrar al tío Siffrelin, en una escalera. Nos condujo al salón del Trono.

—Aquí estaremos tranquilos para hablar —nos dijo.

—Se adapta usted a todo, tío Siffrelin —respondí riendo.

La sala estaba ocupada por la compañía de los Lascars que allí dormía, fumaba y cocinaba. Unos fusiles en pabellón relucían en la sombra. Algunos soldados estaban tumbados, vestidos, sobre jergones. A través del humo de los hornillos, colocados a lo largo de las ventanas, se distinguían los brillos de los dorados del artesonado. Un olor a figón se me agarró a la garganta. No quiero hablar del alboroto y de los gritos. En medio de aquel desorden, me alcé hasta el oído del tío Siffrelin, y a voces le dije:

—Tío Siffrelin, ya sabe usted que amo a María Rosa y que quiero que sea mi compañera.

Se acarició su vieja barba y tuvo una sonrisa que le hizo guiñar los ojos:

—Bueno ¿y qué? —dijo cogiendo a su hija de la barbilla.

—¡Y ya sabe usted que me ama, tío Siffrelin!

—Bueno —repitió él—, ¿quieres a este muchacho, María Rosa? Está bien: es de los nuestros. Sí, es realmente de los nuestros.

—Hasta el fondo del corazón, tío Siffrelin.

—¿Para cuándo la boda?

—Es que —murmuré— ella no quiere boda.

—¡Vamos! —exclamó—. ¡Una boda en plena revolución! Es una ocasión que no debe desperdiciarse. ¡Va a casaros la Comuna, el pueblo mismo, el pueblo soberano!

Nos largó un breve discurso en aquel tono, y llamó a Becker que pasaba y que vino a felicitarnos. Sin embargo, el rostro del filósofo se mostró preocupado.

—Becker —le dijo Siffrelin palmeándole—, hay que organizar esto en la alcaldía del XII.° ¡Una hermosa boda, Becker! Pero ¿qué te pasa?

—Tío Siffrelin —preguntó Becker— ¿qué se dice de Rossel en el Comité Central?

Siffrelin se rascó la cabeza.

Volvimos por la orilla izquierda a través de la noche. Unos ómnibus transportaban víveres hacia Montrouge. Los seguían unos carromatos de artillería. Los conductores entonaban El Canto de la Partida y sus voces se mezclaban al ruido de las ruedas. Dejé una vez más a María Rosa en su hospital y fui a descansar un poco sobre el canapé de mi despacho. Hacia el amanecer me despertó Moreau.

—Toma —me dijo, tendiéndome un papel—. Hay que llevar esto a Dombrowski.

Este tenía su cuartel general en una casa de Neuilly, cerca de la barricada Peyronnet. Había allí también una ambulancia volante donde encontré de nuevo a Luisa Michel, vestida de hombre, con túnica y pantalón, el fusil en bandolera, y unas pistolas en el cinturón.

—Es una moza valiente y arrogante —me dijo con voz pastosa un herido, tendido de espaldas, con los ojos perdidos en una cara alterada de borracho.

Las balas caían por entre las ramas y los nuevos follajes del parque haciendo un ruido de granizo, metálico y ligero. Era una hermosa mañana: se respiraba a pleno pulmón las madreselvas, las vincapervincas y las lilas.

—Aquí estamos en el campo —me dijo Dombrowski con su acento polaco.

Era pequeño, con la cara arrugada, la perilla y el cabello amarillentos. Le acompañé hasta una trinchera desde la cual se descubrían invernaderos destrozados, todo un montón de chatarra y de cristales rotos, donde aparecían matas de geranios, cactos, un pilón de agua estancada, enrojecida de sangre. Delante de la trinchera, al lado de una bandera roja habían plantado estandartes masónicos, adornados con el templo de oro, el nivel y el compás. Algunos combatientes llevaban, sobre su chaquetón, el cordón azul, bordado de insignias.

—Hay aquí dos logias —me explicó Dombrowski—: La Estrella Polar y La Rosa del Perfecto Silencio.

Sobre uno de los estandartes, había otro blanco, en el que leí en voz alta: «Amáos los unos a los otros».

—Sí —murmuró Luisa que se reunió con nosotros.

—Mirad eso —continuó Dombrowski, señalándonos con orgullo un diablo grandullón de guerrera roja, cubierta de cordones. Decididamente, Dombrowski no dejaba de mostrarse sensible ante el aspecto pintoresco de sus tropas. Contempló de nuevo el estandarte blanco y a su vez leyó la inscripción en voz alta.

Volvimos hacia el cuartel general. Silbó una bala cerca de nosotros. Pero el aire era tan límpido y tan suave que costaba trabajo convencerse de que aquello fuese una bala y no un pájaro extraordinariamente rápido, un espíritu alado, una flecha del amor. Al volverme, miré una última vez el cielo virgjnal y, dirigiendo mi mirada lo más lejos posible, imaginé unos paseos idílicos, tan extraordinarios como el amor de María Rosa que llevaba yo en lo más recóndito de mi corazón. Fue entonces cuando Luisa me miró con sus grandes ojos fijos y se puso a hablar de los esqueletos descubiertos en Picpus y en Saint-Laurent, de los instrumentos de tortura…

—Hay tantas cosas fantásticas —dijo ella bajando la voz—. El porvenir es fantástico ¿verdad?… Bueno, pues el pasado también… Pero fantásticamente atroz. ¡Ah! Es tan negro el pasado, tan negro…

—Pero…

—Pero tú, Dombrowski —dijo ella cogiendo al general del cuello—, tú ¿crees en todo eso, verdad? ¿Crees, verdad, que hay reclusas, sí, mujeres a las que encierran y que se vuelven locas?… ¿Es posible, verdad?

Dombrowski se apresuró a asentir. Creía que todo era posible. Había espanto en los ojos de Luisa, en su boca grande, amarga. Ella prosiguió:

—Todo esto es fácil de imaginar. ¿Por qué negarse a imaginarlo? Cuando pienso en lo que estaba detrás de mí, cuando me vuelvo, es la noche. Y en la noche se imagina uno lo peor. ¿Tú no? Yo no puedo retroceder: sé todo de lo que es capaz el hombre. Es atroz. Pero también sé imaginar todo de lo que es capaz cuando… Cuando Dios no se mezcla ya en ello —añadió en voz baja—. ¿Estabas allí, Dombrowski, el día en que tus amigos masones se reunieron en el Carrusel y marcharon a Versalles? Era muy hermoso. Yo veía aquello como una imagen de los tiempos futuros, cuando los sentidos sean más potentes, ¡cuando haya otros! Porque habrá otros, ¿verdad, Dombrowski?

Estábamos en el cuartel general. Dombrowski nos hizo entrar en un salón con los cristales rotos, los muebles destrozados, muebles ligeros: en la madera de sus armaduras, barnizada de tono claro y amorosamente acabados, me parecía que volvería a encontrar, si acercaba a ellos mi nariz, el olor de las ramas del parque en flor. La alfombra estaba manchada de barro y de sangre. Dombrowski se sentó ante una mesita Luis XV, apartó la botella y el paquete de tabaco, colocados allí, y se puso a escribir unas líneas a lápiz sobre un trozo de papel. Luego me lo tendió, diciéndome:

—Cinco mil hombres antes de tres días… ¿Se lo dirás, verdad? Ahora que no hay que tomarme por un espía. Yo les he propuesto continuar estas negociaciones hasta el final, para ver adonde llevaría esto. Pero si no tienen confianza en mí, si creen que estoy representando una comedia, está bien, haré que nos vuelen. Y ya verán entonces.

Hablaba tranquilamente, con una voz suave e ingenua. Sabía yo que no le querían mucho, por ser extranjero. En el ministerio había yo oído a menudo a este o a aquel tomar su defensa. Pero él, no pensaba en defenderse. ¿Extranjero? Bueno, extranjero en todas partes. Y estaba allí, en Neuilly, como hubiera podido estar en otro sitio, tan libre, seguramente, como lo había sido en todas sus aventuras militares, en el Cáucaso o durante la sublevación polaca. ¡Tan libre como había podido serlo durante su cautiverio en Siberia! Experimentaba yo respecto a él un sentimiento de envidia. Pensé que si permanecía a su lado, no tendría ya, sin duda, ninguna dificultad mediocre que resolver. Iría y vendría yo, por la tierra, y siempre en medio del peligro, de un peligro puro y verdadero. Él se paseaba por el salón saqueado, con las manos en los bolsillos y unos ojos inocentes; luego, se acercó a la ventana. Había olvidado mi presencia.

Luisa Michel volvió a su hospital. Fui allí, a mi vez. Después de los frescos olores que acababa de respirar, se agarraron a mi garganta unos tufos atroces, olores a yodo, a ropa interior sucia, a capotas llenas de barro y de sangre. Aullaba un herido. En un rincón, sobre el suelo, había algunos cuerpos tendidos, cubiertos con una sábana.

—Esos son de esta noche —me dijo Luisa.

Me incliné y descubrí suavemente las caras. Había allí un muchacho muy joven, de barba rubia, con el cuello fino como el de una muchacha.

—Un húngaro —me dijo Luisa. Luego, lancé un grito: al lado del húngaro, había reconocido a Barbuchet.

—¡Barbuchet! —exclamé—. ¡Barbuchet! ¡Mi pobre Cuervo!

Estaba tendido allí, con su cabeza pequeña y peluda de buen hombre, sus mejillas demacradas, los rasgos contraídos en una mueca singular, el pelo gris, esparcido sobre la frente, la nuez saliente. Le habían quitado su chaquetón. Estaba en camisa, una gruesa camisa a cuadros.

—¿Le conocías? —me preguntó Luisa.

—Sí —dije— era un antiguo amigo, un antiguo camarada de mi juventud… Le llamaba yo el Cuervo. ¿No encuentras que se parecía a un cuervo viejo y desplumado? ¿Cómo ha muerto?

—Un trozo de metralla en el vientre. Se ha intentado operarle, y se ha quedado sobre la mesa. Ha sido rápido.

—¿Ha sufrido?

—Ha gritado lo suyo.

Volví a cubrir su rostro con la sábana. Estalló una terrible detonación. El herido que aullaba aulló todavía más fuerte.

—¡Vaya! —dijo Luisa—. ¡Oye esto! Vuelven a empezar.