10

El niño salió a campo abierto arrastrándose por el suelo con el morral a un lado. Avanzó unos metros hasta tener una visión suficiente del pueblo y se quedó un rato en aquella posición, intentando detectar signos de vida en la aldea. Hubiera preferido aguantar más tiempo recorriendo con la mirada cada una de las casas y sus chimeneas, pero el recuerdo de la última insolación comenzó a latir en su nuca y decidió continuar. Recorrió el camino hasta el cementerio encorvado, medio corriendo, medio andando pero, a diferencia de la primera vez, no se detuvo allí. Siguió corriendo, pero no en línea recta, sino describiendo un arco para hacer que la iglesia se interpusiera entre él y la posada lo antes posible. Durante todo el trayecto apretó el morral contra su cuerpo y mantuvo el cuello en tensión para sostener la mirada en dirección al pueblo. Cuando alcanzó la tapia de la iglesia, tenía los músculos del cuello duros y le dolía la base del cráneo. Apoyó la espalda contra el muro y se dejó caer por él, haciendo saltar trozos de caliche. Nevada microscópica en el desierto. El sol estaba casi en la vertical del templo y por un momento sintió la tentación de esperar allí un rato a que el astro siguiera su camino y le entregara un poco de la sombra del edificio. Desde donde estaba, veía la mancha terrosa y gris del encinar y recordó al viejo recostado contra el tronco, tal y como lo había dejado un rato antes. A continuación, le vino a la memoria el gesto del pastor abriendo sus harapos para mostrarle el torso amoratado, las heridas en los ijares y una cicatriz purulenta entre las costillas parecida a la que debió de tener Cristo en el Calvario. Tuvo una visión acerca de aquel hombre. Una sensación que brotaba de un lugar de sí que él no conocía y que, en medio de aquel páramo dejado de la mano de Dios, le produjo miedo y frío. El tramo de barbecho que acababa de recorrer como el trasunto de algo doloroso. Por primera vez desde que conocía al pastor, sintió que perdía contacto con el trozo de tierra que lo había sustentado en medio de aquel mar de arena brava. Quiso regresar al encinar. Apoyó las palmas en el suelo y separó la espalda del muro para iniciar la vuelta, pero no pasó de ahí porque había más salvación en las pancetas del tullido que en el miedo a no volver a ver más al pastor.

Rodeó la iglesia pegado a la pared y ya solo se ocupó de vigilar el extremo de la aldea donde se ubicaba la posada. No esperaba grandes señales de un hombre tan impedido como el tullido. A lo sumo, una contraventana abierta o un hilo de humo saliendo de la chimenea. Sintió un ronroneo en sus tripas como si dentro de su cuerpo se estuvieran cociendo gomas. Durante el tiempo que estuvo apostado en la esquina, la sombra de la acacia que había junto al soportal de la iglesia alcanzó a cubrir un mazo de pitas que franqueaba el camino de acceso. Sin perder de vista la posada, se desplazó encorvado hasta las pitas y allí esperó de nuevo. Aquel mazo era el último parapeto del que disponía antes de salir a campo abierto. Sopesó una vez más sus opciones y, aunque no había percibido señales que indicaran la presencia del tullido en el pueblo, el miedo a encontrarse de nuevo con él le roía por dentro. Bohordos secos lo rodeaban como lanzas muertas, con sus flores de madera a modo de racimos invertidos. Se refregó la cara con la palma de la mano. Se estrujó la frente y los ojos. Notó las heridas resecadas por la sal y el miedo.

Estuvo largo rato atenazado por las dudas, en un estado de tensión agotador. Ni el sol picándole en la cabeza conseguía sacarlo de allí. Frente al trecho de campo abierto que le separaba de la posada, esperaba que sus piernas se pusieran en marcha solas sin el concurso de su voluntad, cosa que no sucedió hasta que el dolor de cabeza producido por el sol fue insoportable. Entonces salió de la empalizada a gatas y, poco a poco, fue irguiendo su cuerpo hasta comenzar una carrera sin testigos que habría de llevarle hasta las traseras de las casas vacías de la aldea.

Alcanzó la media tapia de un corral y se tumbó a la espera de algún indicio. En el par de minutos que había permanecido desprotegido, su mente se había nublado y no recordaba nada del recorrido. El corazón le latía con tal violencia que notaba el pulso de la sangre en el cuello, las sienes y las ingles. Le dolía la cabeza y, viendo la iglesia a lo lejos, y más allá el encinar, supo que lo que le paralizaba era el miedo a alcanzar un punto en el que no le fuera posible retornar. El lugar en el que se encontraba, lejos de la sombra de las encinas, de las múltiples escapatorias por el perímetro del bosque, de los brazos doloridos del viejo. Territorio enemigo sin soldados a la vista, pero plagado de sombras y oquedades.

Se sentó contra la pared y meneó la cabeza intentando sacudirse el embotamiento. Respiró con tanta profundidad como pudo y entonces su mente, como por arte de magia, se vació de repente de aquello que la paralizaba. Sintió de nuevo el ronroneo de sus tripas y cómo se desvanecía la sensación de cabeza cocida y prensada. Se dio la vuelta y se asomó al corral adosado a una casa con el tejado hundido. Había esqueletos de sillas de mimbre sin asiento ni respaldo, alambradas de gallinero retorcidas como ánimas atormentadas o esqueletos de humaredas, montones de escombros formados por restos de tejas y por la tierra de los adobes que la lluvia había ido depositando a los pies de los gruesos muros de la casa. La brisa atravesaba el edificio desde la fachada a los patios, meneando telarañas. Se agachó y comenzó a caminar en dirección norte por las traseras de las casas hasta llegar a la última vivienda antes de la posada. Avanzaba pegado a las paredes como una sombra que entraba y salía de cada accidente de los muros. Encontró un último refugio bajo el dintel de la puerta de la casa y aguardó en silencio por si, por fin, podía escuchar algún indicio del tullido. Aguantó tanto como le pareció prudente hasta asegurarse de que el hombre no le esperaba en el interior. Pensó que, a pesar de la quietud, el lisiado bien podía estar dormido dentro, o a la sombra de la parra de la fachada, al otro lado del edificio. Solo el recuerdo neblinoso de las chacinas le tentaba a cortar por lo sano y entrar en la casa como un policía o un ladrón, pero era mucho lo que se jugaba enfrentándose a alguien como el tullido. No por él, sino por quien le hubiera podido llevar hasta allí. Se formó en su cabeza la última imagen del hombre tirado en el camino. La baba, la sangre, el pequeño barrizal. Se pasó la mano por la frente, como si allí fuera a encontrar la herida que el burro le hizo al tullido cuando él le lanzó la piedra. Entonces miró en derredor y, abandonando el cobijo sombrío de la puerta, se acercó sigiloso a la ventana de la parte de atrás de la posada. Estaba protegida por las mismas contraventanas de la fachada. Chapas verdes con perforaciones que dibujaban un rombo vertical en el centro de cada batiente. Entreabrió las hojas tirando de los vierteaguas y esperó medio agachado, con una oreja a la altura del alféizar. Al cabo de un rato, se irguió y encajó la cara entre las chapas. Notó una corriente de aire fresco que salía de dentro y, sin mayor precaución, dejó que lamiera la piel tensa de su rostro. Olía a lino húmedo y a quietud, o a cal y barro de adobe amontonándose sobre los rodapiés. Mantuvo la posición un rato, como si tuviera la cara metida en un arroyo claro. En otras circunstancias la brisa podría haberle revuelto el flequillo pero, después de tantos días sin lavárselo, tenía el pelo apelmazado. Tras las contraventanas había dos hojas acristaladas sobre perfiles metálicos. Los trozos de vidrio que no se habían roto estaban sucios de grasa y polvo. A través del hueco por el que se colaba el aire, pudo observar el interior umbrío de la habitación. Lo primero que vio fueron los rombos de las contraventanas de la fachada y las agujas de luz que lanzaban contra el suelo. Cuando sus pupilas se adaptaron, distinguió la mesa, la alacena y la barra de hierro de la que colgaban las chacinas. La boca se le humedeció y notó un dolor en las tripas como si le cerraran el intestino con unas tenazas, y de nuevo, como si su voluntad o su miedo se replegaran, tiró de las contraventanas y, apoyándose en el cerco, se encaramó al alféizar de un salto. Desde allí, empujó las ventanas hacia el interior permitiendo que una nueva luz iluminara la estancia y desde ese momento ya no hubo para él nada más que la visión de los chorizos perlados de aceite y el jamón goteando grasa como un alambique porcino. Se lanzó al interior y al caer, sintió bailar la baldosa sobre la que había pisado. La habitación solada con losas de arcilla hidráulica de motivos geométricos descoloridos. Notó un ambiente enrarecido que no había percibido la primera vez que estuvo allí. Echó un vistazo rápido a la estancia y, como no advirtió ninguna presencia, fijó su mirada en los embutidos.

Llegó a la pared en tres pasos, tiró del primer chorizo que colgaba y lo sostuvo frente a sí como el que forma una aduja de soga. Se llenó la boca con la carne enrojecida y no se detuvo ante el sabor picante ni tomó las precauciones de quien lleva muchos días con el estómago cerrado. Simplemente se entregó al instinto salvaje que primero sacia y luego enferma. Se comió toda la pieza, tragándose los trozos casi enteros, y, cuando hubo terminado, se pasó la manga por la boca, manchándola de grasa y pimentón.

Mientras engullía el último trozo de embutido, miró otra vez a la barra y se entretuvo buscando algo diferente a lo que hincarle el diente. Estirándose, acercó la punta de la nariz a un salchichón, pero le olió rancio. Probó con una morcilla y su fragancia, casi imperceptible entre tantos olores, le sedujo. Tiró de la cuerda y mordió la tripa y, coincidiendo con el bocado, escuchó un ruido que al principio interpretó como una muela rota. Se palpó la mejilla y, al no sentir el menor indicio de dolor, se dio la vuelta, como quien intuye que le observan. Sus ojos empezaron a buscar primero por las zonas más iluminadas y continuaron por las más oscuras. No encontró nada, pero había rincones en la estancia que quedaban en total penumbra. Dejó la morcilla sobre la mesa con sigilo y se situó en el centro de la mancha de luz que la ventana vertía sobre el suelo cerámico. Las piernas abiertas, la cadera baja. Alerta las orejas como un caballo amusgando. Lentamente giró sobre sí mismo y entonces lo vio.

Estaba en la alacena de la esquina de la habitación, oculto tras una cortina de cutí que tapaba las baldas. El trapo no llegaba hasta el suelo y por debajo pudo ver cómo asomaba lo que parecía un codo. Retrocedió hasta colocarse detrás de la mesa y esperó a que sucediera algo. Durante el tiempo que mantuvo su mirada fija en aquel trozo de brazo, no notó el más leve movimiento ni sonido. Primero pensó que el dueño del codo, quizá el lisiado, podría estar dormido, pero enseguida se dio cuenta de que nadie en su sano juicio buscaría un lugar así para descansar. Quizá era un borracho o alguien que, como él, había llegado hasta allí en busca de las chacinas colgadas o del vino de la tinaja. Sin separarse de la mesa, buscó por los alrededores algo que le sirviera para levantar la cortina a distancia. A su espalda encontró una barra larga con una especie de pinza en la punta, como las que usaba el tendero del pueblo para alcanzar los estantes más altos. La cogió por un extremo y abandonó del refugio de la mesa. A unos dos metros de la alacena, alargó la barra y tocó la tela con las puntas de las pinzas. El peso de la barra extendida ante él le desequilibró y, sin querer, golpeó lo que debía de ser la cabeza del hombre al otro lado de la cortina. Encogió el brazo y retrocedió un paso a la espera de una respuesta, pero no sucedió nada. La ventana por la que había entrado seguía abierta y la luz que se colaba le otorgaba volumen al aire que iluminaba. Fuera del haz de luz, en el lugar en el que ahora asomaba el codo y en todos los demás cubículos sombríos, acechaban peligros que no era capaz de imaginar.

Temblando, volvió a alargar la barra hacia la cortina. Abrió por uno de los lados y no tardó en reconocer la cara del tullido. La herida purulenta seguía en su frente como la marca de una res. Quiso ver su cuerpo entero y tiró de la cortina hasta que la barra en la que estaba ensartada se salió por uno de sus extremos de la estaquilla que la soportaba. El hierro y la tela cayeron a los pies del hombre con un ruido bronco. Las motas de polvo del suelo y de la tela se levantaron como palomas al paso de un caballo y no se volvieron a posar, sino que se disolvieron en la oscuridad de la esquina.

El cuerpo desnudo del tullido le recordó a un odre repleto. La piel sin un solo pelo, las curvas redondeadas allí donde él solo tenía huesos. A la vista quedaban las cicatrices de sus piernas como las costuras en las patas de los pellejos cargados de vino. Se acercó al cuerpo y lo tanteó con la punta de la bota. Palpó a la altura del estómago, del pecho y de un hombro, pero no consiguió respuesta. En cuclillas, lo agarró por el mentón y zarandeó su cara. Le abrió los párpados y no encontró más que dos esferas que amarilleaban como marfil viejo y en las que no vio ni rastro de las pupilas. Retrocedió sin perder de vista al hombre hasta que su espalda chocó contra la pared, junto a la cual se sentó.

Durante largo rato contempló el cuerpo informe, preguntándose si había sido él quien le había dado muerte. La última vez que lo vio, matar a aquel hombre había sido una de las posibilidades de las que había dispuesto. Cierto es que no la había ejercido y que, en el momento de dejarlo junto a la alberca, el tullido solo estaba inconsciente, pero dadas sus limitaciones físicas y lo inhóspito del lugar, bien podía haber agonizado hasta morir. Fijó su mirada en el pecho del hombre por si descubría algún movimiento respiratorio, pero no había nada ya en él que pudiera hinchar sus pulmones. Trató de entender lo sucedido, pero en su cabeza solo había sitio para la idea de la muerte. Se había enfrentado cientos de veces a ella, casi siempre a través de los sermones del cura. Los egipcios pereciendo a miles bajo las aguas del mar Rojo, Herodes descuartizando a los Santos Inocentes o el mismo Jesús desangrándose camino del Gólgota. Sin embargo, esto era otra cosa y él no sabía qué hacer con ella.

Permaneció durante un par de horas contemplando el cadáver. Maravillado por sus formas y paralizado por la gravedad de lo que veía. En ese tiempo, la luz de la tarde se hizo más suave y el interior de la posada perdió matices, y a pesar de que apenas había dormido la noche anterior, el sueño no le venció. Mientras estuvo observando al tullido, no logró hilvanar dos pensamientos seguidos y su mente solo se entretuvo en recorrer fascinada el extraño cuerpo postrado. Únicamente habría necesitado un par de minutos de lucidez para recordar las huellas de los caballos separándose junto a la alberca en la que él abandonó al tullido. Tampoco fue capaz de distinguir la línea amoratada que había dejado la soga bajo la papada del tullido y tampoco se preguntó por la desnudez del cuerpo. No entendió que estaba en peligro y permaneció en aquel estado de aturdimiento hasta que oyó rascar la puerta de la posada.

Se incorporó rápidamente y se quedó con la espalda y las palmas de las manos pegadas a la pared. Identificó el ruido como el de las patas de un animal arañando la madera y se relajó. Se dirigió a la entrada y entreabrió la puerta. Desde el suelo, el perro del cabrero agitaba el rabo y le miraba con la lengua fuera. Abrió la hoja por completo para recibir al animal y el chucho se le tiró encima con entusiasmo. Como tantas otras veces, el niño se puso en cuclillas y recogió la cabeza del perro entre sus manos para acariciarle bajo la mandíbula. Desde aquella posición, pudo ver las piernas de un hombre sentado en el poyete que había bajo una de las ventanas de la fachada y, sin necesidad de verificar su identidad, saltó hacia atrás con la intención de cerrar la puerta.

A punto estuvo de lograrlo pero la bota de otro hombre se interpuso entre la hoja y el marco. Aun así, intentó cerrar la puerta de varios golpes, pero la rígida suela de la bota lo impedía. Cuando entendió que no podría encastillarse, salió corriendo hacia la parte de atrás para intentar escapar por la ventana por la que había entrado. Vio el rectángulo luminoso abierto en la pared, la tarde cayendo afuera y, a lo lejos, el perfil de la iglesia. Quiso salir de un salto y casi lo consiguió, pero al otro lado de la ventana ya le esperaba el ayudante del alguacil, que había rodeado la casa desde la fachada. Sostenía una Beretta de cañones paralelos con la culata incrustada de marfil. El niño frenó en seco y, a pesar de ello, casi se dio de bruces con el hombre. No llegó a chocar con él, pero sí penetró en su atmósfera alcohólica. El mismo olor dulzón que tantas veces había percibido en su padre al volver de la taberna. Apenas tuvo tiempo de mirarlo a la cara, sin embargo, su imagen quedó grabada en su memoria para siempre: el pelo anaranjado, la barba sudorosa con manchas canas, los ojos azules y vacíos y, sobre todo, la punta de su nariz grasienta envuelta por una red de intensas venas azules a punto de reventar.

Se dio la vuelta, porque, aunque había agotado las vías de escape, algo en su interior esperaba que el suelo se abriera o que, en las paredes, brotaran nuevas puertas. Lo que encontró bajo el techo quebradizo de la posada fue la cara familiar del alguacil, felino y bien vestido. Una visión que casi le hizo perder el equilibrio.

—Mira tú quién está aquí.

El alguacil se quitó el sombrero y, como era su costumbre, se atusó el pelo.

—¿Has visto esto, Colorao?

El ayudante asintió con los codos apoyados en el alféizar y siguió afirmando con la cabeza mientras inspeccionaba con la mirada el interior de la habitación. Le dedicó la misma atención a las vigas del techo que al cuerpo desnudo del tullido y, cuando hubo repasado cada rincón de la estancia, le hizo un gesto al alguacil señalando las chacinas con el mentón. El alguacil tiró de un salchichón sin perder de vista al chico y se lo lanzó. El ayudante no acertó a cogerlo al vuelo y el embutido se estrelló contra uno de los trozos de vidrio que aún aguantaban en la ventana, cayendo al suelo. El hombre apoyó el vientre en el alféizar y se estiró para alcanzar la pieza. Cuando la cogió, la limpió de cristales con la manga y se marchó mordisqueando el trozo de carne endurecida.

El alguacil también hizo un repaso de la habitación como si aquel lugar le trajera recuerdos y, cuando terminó, caminó hasta la ventana trasera. Pisando los vidrios rotos caídos al suelo, miró por la ventana y se entretuvo un momento contemplando el llano. Luego, como si se avecinara una tormenta, alcanzó las contraventanas y las cerró, encajando las fallebas en sus pernos. El perro había entrado en la casa y yacía a los pies del niño, olisqueando el charco que se había formado a sus pies.

Sonaron unos golpecitos en las chapas recién cerradas. El alguacil las volvió a abrir.

—¿No habrá por ahí algo de beber, jefe?

El ayudante se acodó de nuevo en la ventana mientras el alguacil revolvía la habitación. Durante la espera, se entretuvo en mirar al chaval de arriba abajo, como si estuviera imaginando lo que se le venía encima al muchacho. El alguacil regresó y le entregó una garrafa de media arroba de vino envuelta en mimbre.

—Ahora vete por ahí y no vuelvas a molestarme.

El ayudante descorchó la garrafa y tiró el tapón dentro de la habitación. Agarró el asa de mimbre con dos dedos, se colocó la garrafa sobre el antebrazo, la levantó y bebió largamente. El alguacil lo miró un momento e hizo un gesto de fastidio.

—No te pases con el vino, que vas a tener trabajo mañana temprano.

El ayudante bajó la garrafa y le mostró al alguacil una sonrisa sucia. Tenía los ojos húmedos y ligeramente entrecerrados. Eructó, con la mirada perdida en algún lugar de la estancia, y luego se dio la vuelta y se marchó.

«Maldito borracho», murmuró el alguacil mientras sacaba el cuerpo por el alféizar para cerrar de nuevo las contraventanas. Cuando hubo encajado la falleba en sus pernos, empujó las chapas para comprobar que estaban bien cerradas. Miró entre los orificios de una de ellas y luego se giró sobre sí, haciendo rechinar los cristales bajo sus botas. Desde allí, como si contemplara un manjar apetitoso, recorrió al niño de los pies a la cabeza con la mirada.

—No tengas miedo, chico. No te va a pasar nada.

El alguacil sonrió y apostilló: «Al menos, nada nuevo».

Cruzó la habitación muy lentamente y, a la altura del niño, se inclinó, agarró al perro de la cuerda que rodeaba su cuello y lo llevó hasta la puerta. Antes de cerrarla, vio al ayudante que se alejaba por la calle en dirección a la entrada del pueblo. Llevaba la escopeta en una mano y con la otra levantaba la garrafa y bebía vino. El alguacil cerró las contraventanas de la fachada y la habitación quedó a oscuras. Pasaron unos segundos negros en los que el muchacho escuchó los movimientos del hombre en algún lugar del espacio. En un momento, el alguacil encendió su mechero y con él prendió un gran cirio de sebo que había en un rincón y que el niño no había visto antes. Luego fue recorriendo la estancia cogiendo lo que le fue pareciendo. Sobre la mesa dejó panceta, chorizo, jamón y la alcuza de aceite. Con la ayuda de una jarra de barro, sacó vino de la tinaja y también lo puso sobre la madera. En la alacena, tuvo que apartar con la bota un brazo del tullido para poder coger un plato de lata y un vaso. Encontró picos de pan dentro de un bote y derramó un puñado sobre las chacinas. Una vez que lo tuvo todo dispuesto sobre la mesa, acercó una silla y comenzó a cenar como si estuviera solo. Cortaba rodajas de embutido sobre el plato y las ponía encima de los trozos de pan seco. Cada tanto, bañaba el bocado con un chorro de aceite.

Durante el tiempo en el que el hombre estuvo comiendo, el chico permaneció de pie sin levantar la cabeza. La humedad de las botas, la suciedad de su piel, el olor de la comida, el final de su osadía. Dio por hecho el tormento al que sería sometido y no lloró, porque ese era un lugar que ya había visitado decenas de veces. Si después el alguacil le mataba allí mismo, o le llevaba con él de vuelta al pueblo, era algo que no le importaba. Su suerte estaba echada, y la del cabrero, también.

Para cuando el hombre dio por terminada la cena, los rombos de las contraventanas ya habían desaparecido por completo. Apartó con un brazo los restos de comida y se levantó. Metió la mano en un saco de nueces que había apoyado en una pared y derramó un puñado sobre la parte de la mesa que había despejado. Se sentó de nuevo y, con la ayuda de la navaja con la que había comido, fue abriendo, una por una, todas las nueces. Metía la punta de la hoja por el culo de cada fruto y la giraba hasta partirlos en dos. Luego, a pesar del tamaño de sus dedos, lograba sacar las partes comestibles casi enteras y las echaba en un cuenco de madera. Durante el tiempo que tardó en abrirlas, el niño permaneció quieto. El charco a sus pies se había filtrado por las fisuras de la lechada, pero tenía las perneras húmedas y empezaba a notar cierto entumecimiento en las pantorrillas.

—Es importante hacer las cosas bien.

El alguacil hizo su observación mientras sostenía en cada mano la mitad de una misma nuez. Sujetando cada parte con dos dedos, las unió hasta que encajaron perfectamente como un cerebro con cuatro hemisferios.

—Y tú no las has hecho bien.

El niño seguía con la mirada clavada en la pared, petrificado por la presencia magnética del alguacil y por los recuerdos que de él tenía. Recuerdos que pasaban como siluros por el fondo de un pozo de aguas negras.

—¿Cuántas veces te dije que no hablaras con nadie de nuestras cosas?

—Yo no le he dicho nada a nadie.

El niño levantó ligeramente la cara y su voz sonó como una queja caprichosa.

—¿Y el pastor?

El alguacil mordisqueó una nuez y luego la devolvió al cuenco. El chico se quedó callado, tratando de interpretar lo mejor posible un papel que ahora ya no era el suyo.

—No sé de quién me habla.

—El viejo con el que has estado moviéndote estos días. ¿O me quieres hacer creer que has llegado tú solo hasta aquí?

Entonces al chico se le aflojaron las piernas y se derrumbó con una sensación de desamparo que nunca antes había experimentado. Ni siquiera cuando su padre lo llevó por primera vez a la casa del hombre que ahora tenía delante, y lo dejó allí a merced de sus deseos. Recogido sobre sí mismo, para formar en el espacio un punto de reunión entre la humedad de la tierra y la de los ojos. Sintió cómo el principio de la liturgia, tantas veces repetida, daba comienzo de nuevo: el alguacil sentado, colocándose un pie sobre la rodilla para desatar ceremonialmente los cordones de sus botas. Uniéndolas en el suelo por los talones de manera precisa. Dejando a un lado la silla y levantándose para desabotonarse la camisa. Caminando hacia él con el pecho descubierto hasta tenerlo cerca.

—Ponte de pie.

El muchacho obedeció y se quedó frente a él con el mentón metido en el pecho.

—Levanta la cara.

El niño permaneció encorvado, con los puños apretados y los dedos de los pies en forma de garra.

—Te estoy ordenando que me mires.

El chico, que hasta el momento había aguantado sin llorar, sollozó.

El alguacil pasó una mano sobre el pelo pastoso del niño. Le acarició la nuca y recorrió con el dorso de los dedos las mejillas húmedas del muchacho, donde permaneció unos momentos caracoleando. El hombre se llevó los dedos a la boca y saboreó la mezcla de sal y hollín impregnada en las lágrimas del muchacho.

—Mírame.

El alguacil trató de levantar con la mano el mentón del niño, que, de nuevo, se resistió.

—Está bien. Como quieras.

Condujo al chico por el hombro hasta la mesa y le ordenó que pusiera las manos, separadas, sobre la tabla. Las lágrimas rebosaron los ojos hinchados del niño y empezaron a rodar por su piel hasta caer, sucias, sobre el cuenco de nueces.

La vela, a punto de consumirse, hacía que sus cuerpos proyectaran sombras duras contra las paredes y el techo. El muchacho escuchó movimientos rítmicos a su espalda y el bufar del alguacil.

De repente, la vela se apagó y el hombre resopló con fastidio. A oscuras, revolvió en el rincón del que había sacado la vela y, como no encontró lo que buscaba, se fue hacia la alacena. Pasó por encima del cadáver del tullido y recogió del suelo la cortina de cutí caída. De ella arrancó un par de tiras y volvió hacia la mesa, retorciéndolas con los dedos. Luego, vertió aceite de la alcuza sobre el plato y dispuso los trapos retorcidos en el fondo del recipiente formando una cruz. Empapó bien la tela, retorció de nuevo las puntas como quien atusa un bigote y las estiró hacia arriba. Buscó su mechero en el bolsillo de la chaqueta, lo encendió y pasó la llama por los cuatro extremos hasta que en ellos aparecieron cuatro llamitas crepitantes. La nueva luz iluminó la habitación y el niño pudo ver las botas del alguacil alineadas junto a la silla y su camisa doblada sobre el respaldo. El hombre volvió a situarse tras el muchacho y, a punto de empezar otra vez, sonaron unos golpes en la puerta.

—¡Maldita sea, Colorao! Te he dicho que me dejaras en paz. ¿Qué carajo quieres ahora?

La voz del alguacil resonó en el cuarto mientras volvía su cabeza hacia la entrada. La puerta gimió levemente y muy despacio se fue abriendo hasta que la brisa de la calle meneó las llamas de la retuerta.

En el umbral, la figura del cabrero, con la escopeta del ayudante en la mano, tenía algo de ridícula: el torso encorvado, los pantalones huecos y la expresión hundida por el esfuerzo y las penurias. Apenas era capaz de mantenerse en pie y tenía que apoyarse contra el dintel para no perder el equilibrio. Jadeaba fuertemente.

—Vete de aquí, viejo.

El cabrero permaneció en la puerta sin moverse con los ojos del cañón apuntando a la cabeza del alguacil. Intentó decir algo, pero se atragantó y tosió. Sin bajar el arma, escupió un gargajo sanguinolento, y entonces sí, habló.

—Ven aquí, chico.

El niño, con la mano del alguacil todavía sobre su hombro, no se movió.

—Deja de apuntarme, viejo, o lo vas a lamentar el resto de la poca vida que te queda.

—Tírate al suelo y tápate los oídos, chico.

La voz del cabrero sonó segura como el apretón de manos de un verdadero hombre. Un tono pétreo salido de un lugar del viejo desconocido para el niño. Incoherente con la figura fantasmal del hombre que la pronunciaba. Ángel de fuego que derriba los muros. El niño obedeció a la segunda orden y, muy despacio, fue encogiéndose hasta dejar al alguacil de pie, con la mano en forma de pinza en el mismo sitio que ocupaba cuando el hombro todavía estaba entre sus dedos. Al alguacil no lo paralizaba el miedo, sino el asombro.

—No tienes cojones, cabrero.

—No mires, chico.

Un ruido pedregoso y absoluto llegado desde el final de un largo tubo. Un zumbido dentro del cráneo y una sordera que tardaría días en desaparecer por completo. Muchas de las palomas que ensuciaban con sus excrementos las cochambrosas casas escaparon por los tejados hundidos y volaron enloquecidas en todas direcciones. El niño sintió desplomarse el cadáver a su lado porque su carne desplazó el aire y lo comprimió contra él. La arcilla prensada del suelo recibió los restos del hombre y la vibración de las losas se propagó hasta él. En su aturdimiento, discriminó el último sonido que produjo el alguacil, el de su cráneo golpeando el suelo. El ruido de un calabacín muy maduro. La piel gruesa que solo cede ante el machete o la pólvora, y la densidad de una pulpa apretada y harinosa que lo llena todo y que, en su repentino colapso, se derrama. Luego un mínimo rebote, y se acabó.

Cuando el niño abrió por fin los ojos, el cabrero ya había entrado en el cuarto y se sostenía de pie apoyándose en la mesa. No sabía cuánto tiempo había pasado con los ojos cerrados. Notó cómo de los oídos le salía un líquido. La escopeta todavía con una fumarola de humo en el cañón y una nube azufrosa buscando los huecos de las vigas. Junto a él sintió la espesura de huesos y músculos exánimes en un montón descoyuntado. El calor del cuerpo pegado al suyo. La voz del cabrero emergiendo como en sus sueños, desde un lugar envuelto en parafina. Un grito abriéndose paso a través de sus conductos inflamados. Un volumen creciente. En unos segundos, la voz del viejo.

—¡Mírame, chico! ¡Mírame a mí!

El niño levantó la vista para dirigirla al lugar de donde procedía la voz del viejo y allí encontró sus ojos severos. La intensidad de sus pupilas atrayendo su atención para impedirle la visión de la cabeza reventada del alguacil. El pastor le mostró el dedo índice estirado y luego se apuntó a los ojos con él. «Mí-ra-me», pronunció con muecas exageradas. «Mí-ra-me», repitió mientras le hacía gestos con la otra mano para que se acercara hacia él.

El chico se arrastró hasta el cabrero y allí, agarrándose a la mesa, se puso de pie de espaldas al alguacil. El viejo le agarró la cara y la sangre de los oídos del niño le manchó las palmas de las manos. Rodeó su cabeza y lo apretó contra su cuerpo roto. Al niño se le caía la mandíbula y le temblaba como si quisiera tiritar. La mirada vaciada. El perro asomó la cabeza por la puerta, pero no entró en la habitación.

—Vámonos de aquí.

El niño, todavía aturdido por lo que acababa de suceder, levantó el brazo del cabrero para meterse debajo de él y ayudarle a salir, pero en ese momento vio el cuenco lleno de nueces sobre la mesa. Soltó al pastor y se puso frente a las nueces. El viejo lo observó en silencio. El niño estuvo un rato mirando el cuenco con los puños cerrados sobre la madera. Dejó caer la cabeza como si su cuello se hubiera quedado hueco y empezó un sollozo, seguido de un llanto nervioso y atascado en el que el chico perdía la respiración a cada momento. El cabrero le dejó llorar durante un rato y luego le puso la mano detrás de la cabeza y lo condujo hasta la puerta.

Bajo el dintel, el niño se secó los ojos con la manga sucia, se metió debajo de la axila del viejo y juntos salieron a la noche cálida y quieta. Cruzaron la plazoleta en dirección al pozo. El viejo, arrastrando los pies, y el niño, como una muleta enclenque, soportando el peso de un hombre a punto de caer. Cuando llegaron a su destino, el chico ayudó al pastor a sentarse con la espalda contra el brocal. La luna creciente todavía no había asomado en el cielo y resultaba difícil distinguir algo a más de quince o veinte metros. Tan solo la retuerta ardiente del alguacil dejaba escapar algo de su luz amarillenta por la puerta abierta de la posada. El niño se sentó al lado del cabrero y así se quedaron, sin decir palabra, hasta que, apoyado el uno en el otro, se quedaron dormidos.

El niño se despertó convulso. Llevaba mucho rato balbuceando palabras inconexas sobre el hombro huesudo del viejo, cuando un latigazo de su cuerpo hizo que su cabeza cayera al regazo del pastor. Se incorporó, ausente, como si una atmósfera de éter se hubiera cernido sobre él. Miró al viejo a su lado, apoyado contra la piedra tibia del pozo.

—He tenido una pesadilla.

El viejo permaneció a la escucha.

—El ayudante del alguacil me quería quemar.

—Ya no te va a hacer nada.

—¿Qué ha hecho con él?

—Lo mismo que con su jefe.

El muchacho se llevó las manos a las orejas porque notó un pitido vibrante que comunicaba sus oídos a través de su cerebro. Miró a su alrededor y solo vio estrellas titilando en lo alto y una media luna con un halo lechoso. No apreció signos de vida en la posada ni en ningún otro lugar. Una lengua de brisa cálida sopló del oeste, trayéndole el olor de algún enebro o de acículas de pino tostadas.

—¿Dónde está el Colorao?

—No te preocupes ahora por él. Tenemos que irnos de aquí lo antes posible.

—¿Iremos al norte?

—Sí.

—¿Y qué haremos cuando lleguemos?

—Queda mucho para eso.

—Iré a por el burro y nos marcharemos.

—Se te olvida algo.

El muchacho se quedó pensando un momento.

—Las cabras, muchacho. Es todo lo que tenemos.

El niño se marchó por el centro de la calle en dirección sur en compañía del perro. Un gato salió de una de las casas abandonadas y cruzó por delante de él, sin hacer el menor ruido. A punto de alcanzar su destino, el animal se detuvo y se le quedó mirando. Luego, siguió su camino más despacio y se metió por debajo de una puerta medio descolgada.

A la entrada del pueblo, tal y como le había dicho el cabrero, esperaba el burro apersogado a una reja y, un poco más allá, la moto del alguacil. Acarició al animal en la frente, sintiendo la dureza angulosa de su cráneo. Lo desató y salieron de la aldea camino del encinar.

Mientras ascendían por la falda de la colina, no fue capaz de calcular cuánto tiempo habían dormido ni lo que quedaba para el amanecer, pero supo que debía darse prisa. Le dio unas palmadas en las ancas al asno y apretaron el paso. Poco antes de llegar a la arboleda, el perro se adelantó y, cuando el chico llegó al redil de ramas, encontró a las tres cabras revolviéndose unas con otras y al perro correteando alrededor del cercado. Desmontó la maleza que servía de puerta y en un momento las cabras se dispersaron por los alrededores tirando patadas al aire. Aparejó al burro y lo cargó con las cosas del viejo y las garrafas casi vacías.

Descendió a la aldea medio trotando y al entrar, su mirada se quedó fija en la moto del alguacil. Se aproximó a ella con cautela. Sus formas le resultaron, de repente, nuevas. El ancho manillar, la horquilla robusta y la chapa curva de la matrícula sobre el guardabarros delantero como un mascarón de proa. El sidecar redondeado, su abertura, la cápsula en la que él había viajado oculto tantas veces. Pasó su mano por el morro y el parabrisas como si acariciara a un caballo. Se asomó al cubículo y, sobre el asiento, reconoció la manta con borde de hule. Dio un salto hacia atrás como si aquel trozo de tejido hubiera empezado a arder de repente. Agarró el ronzal y se alejó de allí lo más rápido que pudo.

Cuando llegó al pozo, el viejo estaba sentado donde lo había dejado. Se acercó a él para comunicarle su regreso y pedirle nuevas instrucciones.

—Da de beber a las cabras.

El muchacho descargó una de las garrafas, vertió agua sobre la escudilla y se la acercó al pastor a los labios. El hombre sorbió el líquido limoso y miró al muchacho.

—Ya voy.

El niño descolgó la orza e izó agua para los animales y, cuando todos hubieron bebido, se agachó junto al pastor.

—Ahora reúne todo el alimento que puedas y luego llena las garrafas de agua y cárgalas.

—No quiero entrar en la posada.

—Quizá prefieras seguir pasando hambre.

—No puedo. Ese hombre…

—Ya no te va a hacer nada.

—Tengo miedo.

—No le mires la cabeza.

En la fachada de la fonda el muchacho encontró, sobre el poyete, la fusta del alguacil. La cogió y la agitó en el aire como si fuera un matamoscas. Notó el tacto del cuero gastado del mango y de las costuras de cinta, ceñidas al armazón a causa del uso. La punta tenía una lengüeta en forma de triángulo cuya silueta el chico había visto antes en los costados del cabrero.

Se asomó a la puerta oscura blandiendo la fusta frente a sí. Del interior le llegaron los aromas cárnicos que ya conocía y una ligera pestilencia que no había notado antes. Metió la cabeza en el cuarto negro y, sin distinguir nada, sintió el peso de lo que en aquel lugar había sucedido. Una densidad de sacristía vieja, donde los ropajes ceremoniales habían sido hilados en el comienzo mismo de los tiempos y donde las paredes habían absorbido, durante siglos, los gritos de monaguillos, huérfanos y expósitos. El dolor y la caridad. La muerte arrumbada. La podredumbre abriéndose paso entre pecados inenarrables.

Una arcada le retorció el vientre y a punto estuvo de vomitar. Se giró y encontró la mirada del viejo, allá en el brocal. Respiró, agitó la cabeza y entró tanteando las paredes con la fusta por toda defensa. Arrastrando los pies para no pisar nada, alcanzó el lugar donde estaban las chacinas. Descolgó la media docena de tripas que quedaban y se las llevó ensartadas en un brazo.

Con la ruta ya abierta, acercó el burro aparejado al soportal de la posada. Lo apersogó a la argolla y fue haciendo viajes hasta llenar los huecos libres de los serones con embutidos, harina, sal, alubias y café. Cuando ya no cupo más, regresó al pozo con el burro y lo ató al arco. Durante largo rato estuvo sacando agua y vertiéndola con cuidado sobre las estrechas bocas de las garrafas. Mucho líquido se derramó, empapando el esparto y los costados del animal que, de vez en cuando, se buscaba la piel con el hocico para aliviar el picor. Por debajo, el perro y las cabras se disputaban los chorrillos que caían de los serones.

Durante todo el trasiego, el cabrero había permanecido sentado contra el brocal con la cabeza caída sobre el pecho. Cuando el muchacho hubo asegurado la carga con los cinteros, dispuso la manta por encima de todo para que el viejo pudiera viajar a lomos de la bestia. Se agachó junto al pastor y, en cuclillas, le habló.

—Ya he terminado de cargar al burro. Podemos irnos.

El cabrero no dijo nada, ni hizo el más leve movimiento, y el muchacho temió que hubiera muerto. Acercó una oreja a su boca y no escuchó nada. Asustado, le palpó el brazo inmóvil. «Señor», dijo, y el cabrero se revolvió contra la piedra y movió la cabeza sucia con una lentitud fangosa. Los ojos se abrieron como cantos de monedas vetustas, gastadas las estrías, ya sin brillo. El hombre murmuró algo. El muchacho se agachó aún más y metió su cabeza casi en el pecho del viejo, que seguía murmurando.

—No le entiendo.

—Debes enterrar los cuerpos.

—¿Cómo?

—Entierra los cuerpos.

El muchacho se puso de pie y miró a su alrededor. El pueblo forrado de sombras y paredes caídas.

El cielo, en su costumbre, lejano. Echó la cabeza hacia atrás y resopló. Se sentía al borde de la extenuación y en ese momento lo único que deseaba era volver a su agujero, el hoyo tibio y húmedo en el que se amodorró la primera noche de escapada. El cuenco primigenio hecho con el barro de la verdadera madre. El lugar en el que la temperatura es constante, en el que el sol no penetra y en el que las raíces horadan la arcilla y retienen el suelo cuando llegan el agua o el viento. Se miró las manos temblorosas y respiró. El burro cargado y dispuesto para la marcha y, a su lado, como un reflejo turbio, el viejo expresando un mandato ajeno incluso a sí mismo: dar sepultura a los bastardos, buscarles un acomodo a salvo de las fieras a la espera del juicio final.

El niño volvió a agacharse junto al viejo.

—No puedo hacerlo yo solo.

—Tendrás que hacerlo.

—No hay pala ni pico.

—Si no los entierras se los comerán los pájaros.

—¿Qué importa ya?

—Sí importa.

—Esos hombres no lo merecen.

—Por eso debes hacerlo.

Acordaron que no enterrarían los cuerpos, pero que sí que los pondrían a resguardo de perros y cuervos. El pastor le explicó al niño dónde estaba el cadáver del ayudante y lo que debía hacer para traerlo junto a los otros.

—Ve a la posada y trae el saco de castañas. No mires al alguacil.

El niño hizo lo que el viejo le pedía y salió del establecimiento arrastrando un saco de arpillera medio lleno. Siguiendo las instrucciones del pastor, llevó el saco hasta donde estaba el burro, desató la cuerda que lo cerraba y, levantando la manta, derramó parte del contenido sobre los serones. La mayoría de las castañas se colaron entre los huecos que dejaban los alimentos, las garrafas y los utensilios.

Con el saco en una mano y el cabo del ronzal en la otra, el muchacho y el burro se dirigieron hasta donde descansaba el ayudante. Encontró el cuerpo del hombre tumbado sobre un poyete adosado a la trasera de una casa. En el suelo, tumbada, estaba la pequeña garrafa de vino que se había llevado de la posada. Su caballo permanecía atado al pilar de un emparrado seco. Piafó al sentir la presencia de los visitantes. El niño se acercó a él y trató de calmarlo acariciándole las mejillas. El animal estaba muy nervioso y el muchacho pensó que podría tener sed. Lo desató para llevarlo al pozo, pero el caballo se espantó y se alejó hacia el sur. Lo vio perderse por la cuesta del encinar y lamentó su huida porque les hubiera venido muy bien un animal así.

El lugar en el que yacía el cadáver no recibía luz de la luna y el muchacho únicamente pudo distinguir las formas más evidentes del cuerpo. El viejo solo le había contado que le había golpeado en la cabeza. «Ahora que está muerto, ya no tienes nada que temer», le había dicho el pastor, pero allí, frente al hombre, se sintió incapaz de hacer lo que tenía que hacer. Imaginó al cabrero llegando a aquel lugar, emergiendo silencioso de la noche con una roca en la mano.

El viejo no le habló de que, cuando se encontró con el ayudante, este estaba despierto. Que deambulaba ebrio por un corral polvoriento, tropezando con artesas y capazos. Que cantaba y rezaba con la lengua inflamada, y que su mirada era ya la de un condenado. No le dijo lo que, en su delirio, el ayudante le había confesado: la moto, la sala de los trofeos de caza, el padre, la manta, el silo, los tributos, el dóberman, el niño. Los niños.

Tampoco le explicó cómo, después de escuchar al ayudante, lo había guiado hasta el poyete y lo había ayudado a tenderse sobre la dura mampostería. Ni una palabra sobre el remolino de saña posterior, ni sobre la expiación en el ara del sacrificio.

Lo único que el viejo le había dicho al niño era que, antes de arrastrarlo hasta la posada, debía ponerle el saco en la cabeza como un capuchón ceñido al cuello. «No le busques la cara al hombre. Eso solo te causará mal».

Al principio le costó acercarse al cadáver y también reunir fuerzas para maniobrar con la arpillera cerca de su cuerpo. Con la cara vuelta hacia la noche, palpó el pecho inerte del hombre tratando de descubrir el lugar en el que yacía su cabeza. Notó humedad en la camisa y apartó la mano durante unos segundos. Siempre sin mirar, enrolló la boca del saco, se la puso al ayudante sobre el rostro y llevó la tela hasta tocar la superficie sobre la que descansaba el cadáver. Deslizó la arpillera por detrás de la nuca y, cuando creyó que toda la cabeza estaba dentro, desenrolló el saco y lo ciñó al cuello con un cordel. Cuando estuvo seguro de que la capucha no se saldría, tiró del hombre hasta que su cuerpo cayó al suelo. Sobre el asiento quedaron costrones de sangre ennegrecida, supuraciones de masa encefálica y retales de cuero cabelludo enfangados de coágulos.

Ató entre sí los tobillos del ayudante y enganchó la unión al ronzal, tal y como le había explicado el viejo que debía hacerlo. Tardaron mucho tiempo en llegar hasta la posada porque, al asno, cargado, le costaba caminar hacia atrás. Cuando llegó a la posada, el muchacho intentó meter al burro de culo por la puerta, pero el animal se rebrincaba, incapaz de medir la profunda oscuridad que se abría detrás de él.

Frente a la puerta de la fonda, el niño desató al ayudante y dejó que sus pies cayeran al suelo. Le agarró las perneras y tiró con todas sus fuerzas hacia el interior, sin lograr que el cuerpo se moviera ni un centímetro. Lo volvió a intentar varias veces, pero en todas caía roto de cansancio sin conseguir desplazar el cadáver.

Todavía no había signos del amanecer, pero calculó que no debía de quedar demasiado tiempo para que el sol saliera. Se sentía incapaz de mover el cuerpo él solo. Por un momento pensó en que tanto daba si aquel hombre se quedaba allí mismo. Que su cuenta no era con él sino con el alguacil. Miró hacia el pozo. El pastor quieto, el perro a su lado y las cabras desperdigadas. Tuvo una idea.

Fue hasta el brocal y sacó varias orzas de agua con las que dio de beber a los animales hasta que no quisieron más. Luego se subió a la piedra para desmontar la garrucha. El peso de la pieza a punto estuvo de hacerle caer en el pozo.

Entró en la casa y dejó la polea sobre la mesa. A tientas, rebuscó por los lugares en los que había armarios por si encontraba algún cabo de cuerda. Cuando ya solo le quedaba por examinar la despensa, se detuvo. Escuchó su propia respiración en el aire silencioso. Al pasar junto al cadáver del alguacil, sintió cómo pisaba el charco de sangre que se coagulaba sobre las baldosas y cómo resbalaba la suela. Se deshizo de la pátina arrastrando las plantas de las botas camino de la alacena. Desde fuera, con el tullido apestando a sus pies, palpó las paredes interiores del cuartucho. Tocó mangos de herramientas, ristras de ajos y una soga de un dedo enrollada en un clavo.

La cadena de su cautiverio seguía unida al pie de la columna. Enganchó la polea al grillete y luego pasó la soga por la garganta bruñida. Se llevó los cabos adonde yacía el hombre y ató uno de ellos al cordel que le unía los tobillos. Tiró del extremo libre hasta que las botas del muerto se colocaron en paralelo, como si este hubiera dado un taconazo marcial. Probó a halar con más fuerza, pero el peso del cadáver le hizo perder el equilibrio. Apoyó un pie a cada lado del marco de la puerta y así, con la ayuda de su propio peso, comenzó a tirar con todas sus fuerzas. El cadáver se movió poco, pero se movió. Veinte minutos después había logrado meter al ayudante dentro de la habitación lo suficiente para que la puerta cerrara.

Lo que el niño hizo a continuación no se lo ordenó el cabrero. Se acercó al alguacil y, con los ojos cerrados, palpó su chaqueta. De un bolsillo interior extrajo el mechero plateado y se lo guardó en la camisa. Vació sobre los cadáveres una lata de aceite que el tullido guardaba en la alacena. El líquido empapó sus ropas y, cuando estas ya no pudieron absorber más, el sobrante se derramó por el suelo, manchando para siempre las losas dibujadas. Cubrió sus cuerpos con trozos de cañizo caídos del techo, la soga del ayudante y cajas de madera rotas en las que el tullido almacenaba los sifones. Recogió los restos de la silla de anea que había partido para escapar del lisiado. Descuajaringó las piezas que aún quedaban ensambladas y las echó a la pira, junto con el asiento trenzado. Por último, enrolló trozos de saco y estopa en uno de los palos largos de la silla y los aseguró con pita. En la calle, empezaba a amanecer.

El niño volvió al pozo con un cajón de madera en la mano y, cuando llegó, se agachó junto al cabrero.

—Ya está todo listo. Podemos irnos.

—¿Están los cuerpos a salvo?

El muchacho miró hacia la posada, cuya cal reflejaba los tonos rojizos del sol naciente.

—Supongo que sí.

—El infierno ya tiene sus puertas abiertas para ellos.

—Sí.

Le puso al viejo el sombrero de paja y tiró de él hasta levantarlo. Apenas tenía fuerzas para mantenerse erguido. Los pantalones repentinamente fofos. La chaqueta harapienta sobre el cuerpo fustigado. Hasta ese momento, el chico no se había dado cuenta de lo delgado que estaba el anciano. Le ayudó a sentarse sobre el brocal, le colocó el cajón bajo los pies y, tirando de sus brazos, logró que el pastor se quedara subido a la madera. Luego acercó el burro y lo puso de costado frente al cabrero. Desde su pedestal, al viejo las aguaderas le quedaban a la altura del estómago. El muchacho le ayudó a tumbarse de boca sobre la carga. Tirando de brazos y piernas, logró que finalmente el viejo quedara sentado sobre el lomo con las piernas encajadas entre los serones repletos.

El muchacho volvió a la posada por última vez. La luz en la calle ya era clara, pero todavía faltaban varias horas para que el sol penetrara en la estancia. Agarró la antorcha de estopa y recorrió la sala con la mirada, pero apenas pudo distinguir nada. Aspiró el aire rancio del interior y por primera vez identificó el olor en el que habitan los ratones. Un aroma prensado mezcla de madera raída, granos de maíz a medio comer y excrementos como fideos de chocolate. También olió el cuerpo del tullido, que ya se cocía por dentro, y el resto de los aromas curados que persistían en el ambiente a pesar del expolio. Agarró la aldaba y tiró de la puerta con fuerza para encajarla en el marco, pero la hoja no se cerró. Insistió varias veces sin resultado. En el suelo, la mano del ayudante sobresalía hacia la calle. Empujó la mano con la punta de la bota y volvió a tirar de la puerta hasta que notó cómo el pestillo entraba en su muesca. Miró hacia el pozo y vio al pastor subido al burro, con la cabeza caída y las manos cruzadas sobre la carga como un cautivo.

Se sacó el mechero del bolsillo de la camisa y lo encendió. La luz azulada le iluminó la cara sucia. Si hubiera podido vérsela en un espejo, se habría echado a llorar. Acercó la llama a las hebras de estopa que escapaban del atado de la tea y sopló hasta que prendió. Llevó la cabeza de la antorcha hacia el suelo y fue girando el mango lentamente hasta que toda la arpillera estuvo inflamada. Abrió una contraventana y arrojó el palo sobre la caótica pira y se quedó mirando. Al principio, no sucedió nada, y por un momento temió que el fuego no pasara al montón y que la antorcha terminara apagándose. Luego, pasados un par de minutos, la anea seca del asiento acogió la llama y el resto vino solo. Dejó la contraventana medio abierta para que el fuego tuviera alimento y se reunió con el pastor y los animales. Agarró al asno por el ronzal y salieron del pueblo por el norte, rumbo a los montes, cuando ya había amanecido por completo.