5
El viejo despertó al muchacho en mitad de la noche. Salieron del muladar por la misma vereda por la que habían entrado y, cuando estuvieron fuera, lo rodearon y se dirigieron hacia el norte. A diferencia del día anterior, el chico se sentía descansado y algo más tranquilo en lo que a su destino se refería. Cruzaban la llanura bajo una luna que todavía no aclaraba el suelo que pisaban. El muchacho, agarrado a los arreos del burro, sentía el balanceo del animal como una letanía tan monótona como el territorio que atravesaban. Negro en las alturas, en el horizonte y en los eriales. Guiado por el viejo y sostenido por el asno, se abandonó a los recuerdos del lugar del que procedía. Su pueblo, levantado sobre el fondo de una rambla chata por la que en algún momento corrió el agua, pero que ahora solo era un largo socavón en medio de un llano interminable. La mayor parte de las casas, muchas de ellas vacías, concentradas en torno a la iglesia y al palacio medieval. Luego, como un cinturón de asteroides, una miríada de construcciones por los alrededores como vestigios de las huertas que en su día alimentaron al pueblo. En las calles, tapias de ripios encalados con tejadillos a dos aguas. Las ventanas con rejas forjadas a martillazos y, colgando de las puertas, cortinas que ocultaban las hojas de chapa. Los portones de los corrales, cerrados a cal y canto, custodiando carros de madera y aperos de trilla. Hubo un tiempo en que el llano era un mar de cereales. En los días ventosos de primavera, las espigas se revolvían igual que la superficie del océano. Olas verdes y fragantes a la espera del sol del verano. El mismo que ahora hacía fermentar la arcilla y la rompía hasta convertirla en polvo.
Recordó la franja de olivos que se extendía sobre la ladera norte del viejo cauce. La misma en la que él había encontrado refugio. Un ejército inveterado y leñoso que tiznaba el paisaje con los tonos del cuero. A menudo cada copa estaba sustentada por dos o tres troncos retorcidos que salían de la tierra como los dedos florecidos de un viejo. Era extraño ver un olivo con una forma plenamente arbórea. En cambio, abundaban los troncos nudosos, las grietas secas por las que algún día penetró el agua hasta congelarse y hacer reventar la madera. Hatajo de soldados de vuelta del frente. Heridos, pero en marcha. En una marcha que duraba ya tanto que nadie podría dar fe del avance. No eran testigos del paso del tiempo, sino que era el tiempo quien les debía a ellos su naturaleza.
Recorrió mentalmente la vía férrea que atravesaba el pueblo de este a oeste siguiendo el eje del antiguo valle. Entraba elevada sobre terraplenes de zahorra y balasto y se marchaba por el otro extremo como un tijeretazo. A un lado quedaba el pueblo propiamente dicho, con la iglesia, el ayuntamiento, el cuartel y el palacio. Al otro, una colonia de casas bajas en torno a una fábrica de vinagre abandonada. Las bóvedas de algunas de sus naves estaban hundidas y un tanque corroído dejaba escapar una pestilencia que se dosificaba día a día como una maldición interminable. Las horas pasadas en el muladar le parecieron agradables en comparación con la atmósfera invisible que aquel lugar generaba. A la altura de la fábrica, las vías se bifurcaban hasta convertirse en tres líneas que ensanchaban la franja férrea. A un lado estaba el edificio de la estación con sus voladizos de hierro remachado y los cristales rotos. En el centro había un andén como una larga isla con media docena de farolas de gas de aspecto endeble. Luego, un embarcadero de ganado hecho de ladrillo y dos galpones con las puertas atravesadas por tablones clavados. Al fondo, sobre la última vía, se elevaba un silo de grano de un color amarillo pálido coronado por un rótulo rojo en el que se leía la palabra «ELECTRA». Un edificio fuera de la escala general, desmesurado y poderoso, desde cuya azotea se divisaban las lejanas montañas del norte que ponían fin a la meseta. Una mole cuya sombra era de una intensidad dolorosa.
Su familia vivía en una de las pocas casas de piedra que había en el pueblo. La había levantado la compañía de ferrocarriles al final de la estación, justo donde la vía era atravesada por el camino que llevaba a los campos y las eras del sur. La casa del guardagujas, la llamaban todos. En las tardes de verano, la sombra del silo cubría por completo el tejado y parte del patio que la rodeaba: un espacio de tierra apisonada en el que deambulaban una docena de gallinas y tres lechones. Salvo el alguacil y el cura, nadie más tenía animales en el pueblo.
Antes de la sequía, el padre atendía la barrera y se encargaba de asistir al jefe de estación en los cambios de vías. Cuatro veces al día accionaba el mecanismo que hacía bajar el madero al tiempo que tañía una campana de mano. Algunos camiones paraban sus motores y los conductores se bajaban y liaban sus cigarros mientras veían pasar lentamente los convoyes en dirección al mar. Eran tiempos en los que los mercancías llegaban vacíos y se marchaban cargados con la avena, el trigo y la cebada del silo. Luego llegó la sequía y las llanuras languidecieron hasta morir. Dejó de crecer el grano y la compañía de ferrocarriles desguazó los vagones o los dejó varados. Cerraron la estación y destinaron al jefe a un puesto más al este. En un año se marcharon más de la mitad de las familias. Aguantaron los pocos que tenían pozos profundos, los que habían hecho dinero con el cereal y algunos que no tenían ni una cosa ni la otra, pero que se sometieron a las nuevas reglas de la tierra seca. Su familia no tenía pozo ni fortuna, pero se quedó.
Pararon a descansar junto a unos almendros viejos. La noche era calurosa y bebieron hasta casi terminar con la poca agua que les quedaba. A diferencia de la jornada anterior, al chico le pareció que esta vez el cabrero sabía adonde se dirigían. En un momento, se aproximaron a una cerca de alambre y la siguieron hasta que encontraron una brecha por la que pasaron al otro lado. Cruzaron por un sembrado yermo y salieron a un nuevo camino por el que avanzaron hacia el oeste. La pérdida repentina del norte hizo al chico pensar que su discurrir no tenía rumbo y que, el viejo, más que buscar pastos, solo parecía interesado en deambular. En lo que a él respectaba, se alejaban del pueblo.
Con las primeras luces, vieron aparecer en el horizonte los restos de una gran construcción. El terreno era ondulado y, a medida que avanzaban, la ruina emergía o se hundía entre los campos de cereal agostados. El último repecho fue mostrando poco a poco los detalles de lo que llevaban viendo largo rato. Un alto muro de piedra y argamasa coronado por una hilera mellada de almenas y separado del camino por un guijarral estéril. Una única pared que aguantaba en pie gracias a la torre circular a la que se encontraba adosada. Varias hileras de mechinales recorrían la construcción de lado a lado a diferentes alturas. Los restos de un castillo o de una fortificación medieval sobre cuyo torreón alguien había colocado la figura de Jesús, que bendecía la llanura con dos dedos unidos. De su nuca salían tres potencias de bronce. El niño reconoció la imagen y al momento dio forma en su mente a la leyenda del castillo que todos los niños del pueblo habían escuchado en alguna ocasión. Según el relato más común, había un lugar hacia el norte o el noroeste en el que se levantaba un castillo. En él vivía un hombre solo, protegido por una guardia temible. El hombre pasaba los días y las noches en lo alto de una muralla con la mano levantada, advirtiendo a los viajeros de que no se acercasen a su castillo. Había quien contaba que en realidad no hacía un gesto, sino que mostraba un arma. Se decía que de su cabeza brotaban rayos que barrían el llano en todas direcciones. También se hablaba de perros salvajes y de que la guardia capturaba niños que llevaba ante el hombre para que practicara con ellos las torturas más salvajes.
Descendieron por la suave pendiente que conducía al castillo y, antes de llegar, se detuvieron para estudiar su forma. La vereda continuaba un poco más allá hasta desembocar en un camino de sirga que corría paralelo a una vieja acequia elevada, cuyos pilares rotos se retorcían en el aire caliente que subía desde la tierra. Todavía se podía apreciar, junto a ellos, la larguísima hondonada por la que en su día navegaron barcazas cargadas de troncos y sacos de cereal. Salieron de la vereda y atravesaron el guijarral hasta llegar a un punto en el que la pared, de caer hacia ellos, no les aplastaría. La precaución o el miedo operando sobre el inconsciente. Durante un largo rato contemplaron el muro como si se encontraran ante una maravilla irrepetible. Un torreón circular a la izquierda, la pared y, al final, el horizonte del que provenían. Hacia el lado del torreón se apreciaba un arco de medio punto que perfilaba una puerta tapiada. En la parte más alta del muro, sobre la clave de la puerta, colgaba intacto un matacán sustentado por tres ménsulas. Las cabras, por su parte, ocuparon el espacio libremente, guiadas tan solo por la búsqueda de restos de hierba seca. Si el muro se venciera en ese momento, las mataría a casi todas. El chico se entretuvo examinando la escultura que identificó con la imagen del Sagrado Corazón de Jesús que había en la iglesia del pueblo. Solo por un instante sintió ganas de volver allí y reunir a los niños en el patio de la escuela para contarles su descubrimiento. Sobre todo, para hablarles de que el terror no estaba subido en un castillo, sino que paseaba por las calles del pueblo entre explosiones y nubes de humo tóxicas.
Al cabo de un rato, el chico se giró hacia el viejo a la espera de que este diera por terminada la contemplación para poder así descargar al burro y descansar. El hombre permaneció de pie con la mirada disuelta en la pared. El niño pensó que el pastor se había quedado dormido. Desde su menor altura, pudo ver los orificios alargados de la nariz del anciano y cómo brotaban de su negritud largos pelos blancos. La barba cana de cuatro días, la quijada de la que colgaba el pellejo de su cara ausente. Sintió deseos de tirarle de la manga y sacarle del lugar en el que estaba, pero esa era una familiaridad que no le estaba permitida. Carraspeó, se rascó la nuca y fingió la inquietud de quien se orina, sin conseguir captar la atención del viejo.
—Señor.
El pastor se giró de inmediato, como si hubiera sido insultado, y solo entonces comenzaron a caminar hacia el muro. Cuando llegaron, el viejo se dejó caer contra la pared y fue el niño quien descargó al burro. Fue sacando los enseres de las aguaderas y los fue dejando junto al viejo. Cuando terminó, desmontó los serones y fue metiendo de nuevo las pertenencias del pastor dentro de ellos. El viejo le pidió la albarda para usarla como respaldo. El muchacho trato de sacarla por el costado, pero la pieza estaba bien encajada en el lomo de la bestia y, por más que lo intentó, no consiguió bajarla. Buscó en los serones una trenza de albardín que había sobrado del redil y la ató a la retranca. Luego fijó el otro extremo a una piedra caída del castillo y tiró del ronzal. El animal se movió, y la albarda se deslizó por sus cachas hasta caer al suelo.
Le acercó la albarda al pastor y, observándole de cerca, al chico le pareció que estaba mucho más cansado que en los días previos y que su aspecto era el de un hombre enfermo. El viejo dijo que pararían en el castillo durante un par de días porque cerca había un pozo y también porque era el único lugar con sombra que encontrarían en muchos kilómetros y allí las cabras tenían comida. El niño miró a su alrededor, y hasta donde alcanzaba su vista, no vio otra cosa que guijarros y arcilla endurecida. Tan solo algunos matojos de garbancillo resecos y restos de siega desperdigados como único alimento para los animales. El chico pensó que, hasta la fecha, no habían pasado ninguna jornada sin sombra y que, en lo que a la comida de las cabras se refería, aquel era uno de los sitios más pobres en los que habían estado. Se volvió al viejo y lo encontró tendido sobre las piedras, con la cabeza apoyada en la albarda y el sombrero sobre la cara. Pensó que estaba agotado de tanto camino y que, si paraban allí, era porque el hombre no podía con sus huesos. Se agachó y, agarrando las garrafas por sus cuellos, las meneó para calcular el agua que les quedaba.
A mediodía, el muchacho aparejó el burro con el albardón y los serones y luego cargó en ellos las garrafas y el cubo de ordeñar. Desde su lecho, el pastor le describió lo que encontraría, le indicó el camino con un dedo y, antes de que partiera, le prestó su sombrero de paja.
Aunque la alberca junto a la que estaba el pozo se veía desde el castillo, cuando llegaron, al niño le corrían goterones de sudor por la frente. Tal y como le había dicho el viejo, encontró el depósito redondo y, a unos metros de él, un brocal de ladrillo con un grueso arco de obra del que colgaba una rastra de pozo con cuatro puntas. Alguien había tirado palos a la sima que se cruzaban de lado a lado sin dejar hueco para meter el cubo en el agua. Con la ayuda de la rastra los fue izando hasta que abrió una ventana.
Pasó un par de horas subiendo agua hasta que las dos garrafas estuvieron llenas. Les puso los corchos y agarró la primera para cargarla en el burro pero no pudo con ella. Tuvo que vaciar la mitad del contenido de cada una y, aun así, le costó lo indecible meterlas en los serones.
Volvió al castillo al atardecer, reventado por el esfuerzo. El viejo estaba en el mismo sitio en el que lo había dejado horas antes. Descargó el agua, liberó al asno y lo maneó, y cuando hubo terminado de dar de beber a las cabras, se sentó junto al viejo y allí se quedó, viendo cómo la luz cambiaba de textura a medida que el sol se ponía al otro lado de la pared. Sonaban aleteos de palomas que volvían al torreón a dormir.
Cenaron almendras rancias y pasas a la luz de la media luna creciente y al acabar, el chico recogió las cosas y luego despejó de piedras un trozo de tierra a un par de metros de donde yacía el viejo. En su limpieza encontró un cráneo de liebre, ligero y sonriente. Lo sostuvo entre sus manos y repasó sus complejas formas con las yemas de los dedos. Imaginó la cabeza contra un pequeño plafón ovalado de madera oscura, como si fuera un trofeo de caza enano. Una chapa de metal dorado bajo el cuello mostraría el nombre del cazador y la fecha en la que abatió a la pieza. Dejó el cráneo a un lado, enrolló el ropón y se lo puso bajo la cabeza. Estaba tan cansado que incluso los olores del burro que exudaba la almohada que acababa de fabricarse, le parecieron agradables. Le dio al viejo las buenas noches y, como era habitual, no recibió respuesta. Tumbado, repasó el firmamento en busca de las constelaciones que conocía, y cuando hubo terminado, dirigió su mirada a la luna creciente. El resplandor lechoso le hirió las retinas. Cerró los ojos y dentro de ellos vio persistir el fogonazo en forma de arco. Le vino a la mente el cráneo que había encontrado mientras preparaba su cama. Por los lienzos húmedos de sus párpados desfilaron recuerdos de la galería de trofeos que el alguacil tenía en su casa. Recordó la primera vez que entró en aquel lugar. Lo acompañaba su padre. El olor acre de la madera y los chirridos de las largas tablas de un tipo de suelo que no había visto en ningún otro sitio. Los dos esperando en el recibidor sombrío, con el padre retorciendo el gorro contra el pecho. El artesonado oscuro y la larga sala repleta de cabezas de muflones, venados y toros.
—¿Es este tu chico?
—Sí, señor.
—Es un niño hermoso.
El recuerdo de la voz del alguacil le rajó los ojos y sintió que era sangre lo que comenzaba a brotar por las rendijas infladas de sus párpados. Se mordió los labios con la cara plana contra el cielo y notó una corriente oleosa que penetraba por los lagrimales y comenzaba a colapsarle la nariz. Sorbió los mocos para despejar los conductos y el ruido que hizo le puso alerta porque temía que le oyera el cabrero.
—No temas. Aquí no te va a pasar nada.
La voz del viejo brotando de la mismísima tierra, abriéndose camino entre las capas rocosas para reventar el hongo maloliente en el que vivían. El chico se quedó mudo, con el cuello tenso. Luego oyeron cigarras en algún lugar y el niño comenzó a sorberse los mocos y a tragárselos hasta que sintió cómo el aire penetraba puro por sus orificios. Se secó los ojos, se puso las manos juntas bajo la cara y un rato después se quedó dormido.
A pesar de haberse echado a un par de metros del pastor, a la mañana siguiente el chico se despertó pegado al cuerpo quieto del viejo. La ininterrumpida claridad del llano le abrió los ojos y lo primero que sintió fue el apestoso halo de podredumbre que rodeaba al hombre, tan intenso como el suyo propio, pero menos conocido. Aleteó los párpados para intentar despejarse y reptó hacia el lugar en el que se había acostado, con la esperanza de que el pastor estuviera dormido. El viejo, tumbado en la misma posición en la que había estado desde que habían terminado de cenar la noche anterior, giró su cabeza sobre la albarda y le pidió al chico que le acercara una cabra. El muchacho se sintió avergonzado al darse cuenta de que el viejo se había despertado antes que él, y no supo cómo interpretar el hecho de que sus cuerpos hubieran estado unidos sin que el cabrero se hubiera alejado. Se puso de pie y se sacudió el polvo. Tenía lamparones en la camisa y jirones colgando como cerdas en las bocas de las perneras.
Después de desayunar, el viejo le pidió al chico que le montara un tenderete con la manta para protegerle del sol de la mañana. El muchacho introdujo dos esquinas de la manta en sendos agujeros de la muralla y luego las afianzó empotrando palos. Cuando terminó, se sentó junto al viejo fuera de la sombra a la espera de nuevas instrucciones, porque así era como empezaba a regularizarse su convivencia. El pastor, reducido por la creciente sequedad de sus articulaciones, tendido bajo el cielo inclemente. El chico, como una extensión tónica del viejo, dispuesto para el laboreo que el llano y la intemperie les imponían. Se mantuvieron quietos durante bastante rato. El viejo recostado sobre la albarda y el chico esperando bajo el sol. Cuando ya no pudo más, se levantó, rodeó el muro y se tendió a la tórrida sombra del otro lado, donde se quedó dormido. Le volvió a despertar el sol, que ya empezaba a rebasar la vertical de la pared. Regresó donde estaba el pastor y comieron restos de queso y algo de la poca carne seca que les quedaba.
El viejo pasó la mayor parte de la tarde leyendo una Biblia de esquinas redondeadas que guardaba envuelta en un trapo. Iba señalando las palabras con un dedo al tiempo que las pronunciaba sílaba por sílaba. El chico recorrió los alrededores de la ruina con el perro. En su inspección reconoció los restos de los cimientos que dibujaban la antigua planta del castillo y se preguntó adonde habrían ido a parar todas las piedras que habían formado sus paredes y sus bóvedas. Descubrió algunos lagartos secos y egagrópilas con sus rellenos de huesecillos y pelos quebradizos. Por el lado suroeste de la muralla encontró plumas y tiras de piel retorcidas que interpretó como las sobras de un banquete de mochuelos.
En el extremo de la planta opuesto al muro, descendió por un talud en el que los conejos habían escarbado madrigueras con decenas de bocas. El chico volvió adonde yacía el viejo y le informó de su hallazgo. Le contó que había huellas y cagadas por todas partes. También le habló de su experiencia como cazador con hurones y de cómo se parecía ese arte a la manera en la que el viejo había apresado a la rata en el muladar. Habló de jornadas de caza en los terraplenes del ferrocarril y de cómo, tras los apresamientos, se daba muerte a los animales suspendiéndolos por las patas traseras y golpeándoles con un palo en la nuca. «La liebre se queda así», le dijo haciendo muecas con la cara y extendiendo los brazos temblorosos hacia el frente. Según el muchacho, julio era el mejor mes para atrapar a la cría de la perdiz. «Hay que ir al mediodía, a la hora de más calor, y cuando se encuentra a una hembra con perdigones, elegir uno y correr detrás de él sin parar. Terminan cansándose». Luego, sin citar a la madre, le contó cómo se desollaba un conejo y cómo se le retorcía el cuello a un pichón. El perro, a su lado, movía la cola como si quisiera insuflarle aire a la ensoñación aventurera del chico. Cuando acabó de hablar, el viejo le dijo que de nada serviría cazar el conejo porque para cocinarlo tendrían que hacer fuego y eso podría atraer a los hombres que le buscaban. El niño se desinfló ante la negativa del viejo, porque, por una vez, había sentido que tenía algo que aportarle a aquel hombre que parecía saberlo todo. Su desánimo hizo que no fuera capaz de entender lo que el viejo acababa de decirle.
Pasaron el resto del día separados. El pastor con su Biblia y el niño, con el perro, al otro lado del muro. A última hora de la tarde, el hombre enganchó con la vara el zurrón y sacó de él un trozo de torta y las últimas almendras rancias. Mientras esperaba a que el chico apareciera, intentó partir las almendras con dos piedras. Las manos le temblaban y no conseguía poner las cáscaras en la posición apropiada. En uno de los intentos se golpeó los dedos y el dolor le hizo bufar. Con el sol ya casi puesto, el niño regresó al lado del viejo. Traía una estaca en una mano y un conejo en la otra. El perro correteaba a su alrededor.
A pesar del dolor de huesos, fue el viejo quien se encargó de despellejar el conejo. Lo tomó en sus manos, lo sopesó y por un momento pareció satisfecho con la pieza cobrada. Luego le practicó unos cortes en las patas y en el abdomen y fue tirando de la piel hasta que el animal quedó desnudo. Le lanzó las vísceras al perro y le pidió al chico que le ayudara a levantarse. Fueron al torreón y, mientras el viejo preparaba un hogar con piedras, el chico deambuló por los alrededores en busca de combustible. Asaron el conejo de la misma manera en que habían cocinado la rata. Durante la cena no hablaron. Se limitaron a rebañar hasta la última hebra de carne adherida a los huesos. Cuando terminaron, el viejo se quedó liando un cigarrillo y el niño se encargó de limpiar los restos de la fogata y de deshacerse de los huesos y del pellejo. Fue entonces, mientras enterraba los desperdicios lejos del castillo, cuando regresó a su cabeza la escena en la que el viejo le había advertido acerca de los peligros de encender fuego. El niño remató su enterramiento revolviendo con la bota la tierra sobre la fosa y volvió a reunirse con el pastor. Lo encontró de espaldas, orinando unos metros más allá de la manta con una mano apoyada en el muro. El humo del cigarro le envolvía la cabeza como una nube de pensamientos grises.
—¿Cómo sabe que me buscan unos hombres?
El viejo se quedó quieto y callado como si fuera la mujer de Lot viendo arder Sodoma. El chico permaneció a la espera. Sin soltar el apoyo de la pared, el cabrero terminó de orinar y luego se sacudió. Cuando se dio la vuelta, el niño apreció la humedad de sus pantalones y cómo, de la bragueta, asomaba rosado su glande.
El chico salió corriendo y se perdió en la oscuridad. Fue su subconsciente quien eligió hacerlo en dirección al enterramiento que había practicado minutos antes. Pasó junto a él trastabillando y dándole patadas a las piedras y continuó su huida tan deprisa como pudo en dirección al pozo hasta que se tropezó con la llave de paso de la alberca. Permaneció tumbado en medio de la noche sintiendo cómo la sangre le inflamaba el empeine a golpes regulares. Cuando recuperó la calma, reptó hasta el depósito de agua y allí permaneció con la espalda apoyada en los ladrillos. Desde donde estaba tenía una panorámica imprecisa del muro y del llano que lo rodeaba. La imagen del viejo girándose torpemente hacia él ocupaba por completo su pensamiento. El glande húmedo, los tejidos desollados del conejo, la partida que le buscaba. Supuso que aquella parada no era otra cosa que una espera. Una especie de punto de encuentro donde sería entregado al alguacil. Pensó que el viejo había estado fingiendo sus dolores y que le había llevado hasta aquel lugar para ser ajusticiado lejos del pueblo. Imaginó al cabrero contemplando tranquilo su martirio al pie de la muralla. Deseó estar lejos de todo aquello y se lamentó por no haber sabido soportar mejor su destino. Los cencerros de las cabras, en la lejanía, le distrajeron y, por un rato, dirigió su atención hacia el castillo, donde no apreció actividad ni movimiento. Más tarde, cuando su estómago lleno se hubo recuperado de la carrera, se dejó mecer por el rumor de las cabras y se quedó dormido sentado, con la cabeza colgándole sobre el pecho.
A punto de amanecer, le despertó el perro metiéndole el hocico por el cuello doblado. El chico lo apartó medio inconsciente y el perro volvió a escarbar bajo su mandíbula. El niño abrió los ojos y lo primero que vio fue al perro moviendo el rabo. Traía colgada del cuello la lata que el pastor le había dado la primera vez que se habían visto. El chico acarició al perro y luego se desperezó tras el murete circular. Vio la llave de paso oxidada con la que había tropezado la noche anterior y se llevó las manos al empeine. Se lo palpó por encima de la bota y, aunque le molestaba, no creyó tener ningún hueso roto.
El chico y el perro volvieron juntos al castillo al mediodía. Cuando llegaron, encontraron al viejo tumbado en su sitio con los ojos abiertos. Ya no tenía restos de humedad en la entrepierna y de su bragueta abierta no salía nada. El chico se quedó de pie a cierta distancia y el viejo le miró.
—Siéntate.
—No quiero.
—Yo no te voy a hacer nada.
—Sabe que me buscan. Va a entregarme.
—No es esa mi intención.
—Su intención es la de todos.
—Te equivocas.
—¿Por qué me ha traído hasta aquí?
—Porque está lejos.
—¿Lejos de qué?
—De la gente.
—La gente no es mi problema.
—Cualquiera que te vea puede delatarte.
—Como va a hacer usted, ¿no?
—No.
—Usted es igual que los demás.
—Yo te he salvado la vida.
—Para tener algo que cobrar, supongo.
El viejo guardó silencio. El chico, a diez metros, se movía inquieto dentro de un círculo pequeño, como si la decepción que sentía le estuviera haciendo orinarse.
—Yo no sé por qué huyes ni quiero saberlo.
El chico dejó de moverse.
—Lo único que sé es que el alguacil no tiene jurisdicción aquí.
El chico escuchó la palabra «alguacil» en boca del pastor y sintió cómo la sangre le ardía en los talones y cómo esa flama subía desde el suelo y le abrasaba por dentro como solo lo hace la vergüenza. Escuchar el nombre de Satán en labios de otro y sentir cómo la palabra derribaba los muros en los que él vivía su oprobio. Verse desnudo frente al viejo y frente al mundo. El chico retrocedió un par de pasos y se acuclilló contra la muralla tibia y pedregosa. Sintió el tacto de la áspera piel de la roca y allí fue cuadrando, una por una, las piezas que el llano le había ido entregando. Pensó que, precisamente en aquel lugar, fuera de la jurisdicción del alguacil y lejos de pueblos habitados, podrían hacer con él lo que quisieran. Solo las piedras serían testigos de los desgarros y de la muerte que habría de seguirlos. Se puso de pie.
—Me voy.
—Haz lo que quieras.
El muchacho le desató al perro la lata del cuello y se la mostró al cabrero.
—Me llevo esto.
—Es tuyo.
Vació agua de la garrafa en el recipiente y bebió repetidas veces. Luego guardó la lata en el morral, se agachó y acarició al perro bajo la quijada. Antes de partir, se apretó la cuerda que le servía de cinturón y miró a su alrededor. El cielo era una bóveda azul y despejada. Se pasó las manos por la cabeza y, sin volver la mirada al pastor, comenzó a caminar hacia el norte, dejando el castillo a su espalda. El viejo se incorporó para ver al chico marchar. El perro le siguió alegre, como si partieran a explorar los contornos de la fortaleza. Correteó a un lado y al otro del niño hasta que se colocó delante de él y le puso las patas en los muslos para que el chaval lo acariciara. El muchacho lo apartó de su camino para continuar andando y el perro dejó de insistir y lo siguió tranquilamente. Cuando se habían alejado quince o veinte metros el pastor silbó, y el perro dejó sus juegos y levantó las orejas en dirección al castillo. Entonces el chico, antes de que se fuera, se agachó junto a él y le metió las manos por el cuello y le dijo cosas al oído que hicieron al animal perder su tensión pastora y regresar a la muralla relajado y conforme.
El chico se irguió de nuevo, se sacudió las perneras y notó una vaharada de brisa caliente en la nuca. Respiró ante lo incierto de su camino y fue entonces cuando escuchó el rumor de un motor que la brisa traía. Se volvió y a lo lejos divisó una nube de polvo sobre el camino de sirga. La calina le impedía ver la superficie de la tierra y no era capaz de distinguir el origen exacto de un ruido que cada vez era más nítido. Sin pretenderlo, buscó con la mirada al cabrero y lo encontró de rodillas, haciendo visera con la mano en la dirección de la nube de polvo. El mismo aire que traía a los hombres revolvía las hojas transparentes de la Biblia abierta sobre el suelo. El pastor le hizo señales con la mano para que se agachara.
El niño miró nervioso a su alrededor en busca de una escapatoria y no la encontró. Tras él, el cabrero con su pared y sus montones de escombros. En cualquier otra dirección, una llanura inclemente y eterna en la que no iba a encontrar cobijo. Se agachó y recorrió el camino de vuelta al muro a cuatro patas. Pasó junto al viejo y continuó hasta apretarse contra las piedras.
—Escóndete.
El chico puso el pecho contra el suelo y comenzó a reptar sobre los codos. Los guijarros se le clavaban en los antebrazos y le rasgaban las mangas de la camisa. Se arrastró junto al muro hasta recorrerlo entero y pasar a la otra parte por el lado contrario al torreón. A salvo de la vista de los hombres, continuó arrastrándose por los valles de escombros hasta el centro del muro. El perro le siguió, curioso, a la espera de que el niño le lanzara un palo o le escarbara debajo de la mandíbula. Amenazaba con descubrir su escondite. El niño se sentó en cuclillas con la espalda contra la pared, atrajo al perro y le metió los dedos bajo la mandíbula para apaciguarlo.
Cuando la partida abandonó el camino de sirga y enfiló la senda que llevaba hacia el castillo, el viejo reconoció la moto del alguacil. Le acompañaban dos hombres a caballo cuyas herraduras sacaban chispas de las chinas empotradas en el camino.
El pastor silbó y el perro dejó de mover el rabo, tensó las patas y enderezó las orejas. Sacó la cabeza de entre las manos del niño y salió disparado para rodear el muro y reunirse con el viejo, que en ese momento buscaba algo en el interior del zurrón. A medida que se acercaban los hombres, el murmullo de la motocicleta se transformó en un petardeo que espantó a las tórtolas y las palomas que anidaban dentro de la torre.
Las cabras les abrieron paso. El viejo dejó caer junto a su pie la última tira de carne seca. El perro se sentó a su lado y empezó a lamer y a mordisquear el trozo de músculo correoso. No tardaría en ablandarla y tragársela.
El pastor les recibió de pie. Se quitó el sombrero y asintió con la cabeza en señal de bienvenida. Uno de los jinetes le devolvió el saludo tocándose la punta de su gorra. El otro, un tipo con la barba rojiza, ya recorría los contornos con la mirada. De los tres, era el único que llevaba arma. Una escopeta de caza de cañones paralelos con la culata incrustada. El alguacil apagó la moto y, a pesar de que las cabras seguían balando y meneando sus cencerros, el viejo sintió como si se hubiera hecho el silencio absoluto. El hombre se sacó los guantes de cuero y los colocó uno junto a otro sobre el borde interior de la carrocería del sidecar. Los dedos hacia dentro y los largos manguitos de cuero colgando por fuera. Luego, sin bajarse de la moto, se quitó las gafas elásticas, se abrió el verdugo del casco y se descubrió. Tenía el pelo empapado en sudor. Se pasó las manos por la cara como si se la estuviera lavando y se llevó el cabello húmedo hacia atrás formando un peine con los dedos. Del sidecar extrajo un sombrero de fieltro marrón, se abanicó con él durante unos segundos y luego se lo puso en la cabeza ajustándoselo ceremoniosamente sobre las cejas.
—Buenas tardes, viejo.
—Señor.
—¿Ahora me llamas señor?
La voz del alguacil sonó cortante entre las piedras. El niño, tras la tapia, sintió que se le erizaba el pelo de la nuca. Notó un calor acuoso bajándole por sus piernas tiesas y cómo se le empapaban las botas. El orín corrió por el cuero y formó una leve mancha de humedad bajo él. Si se quedaba allí, solo haría falta rodear el muro para encontrarle.
—Mucho calor.
—Ya lo creo.
El pastor se agachó y tiró del asa de anea de la garrafa sin conseguir levantarla.
—¿Un trago?
—Te lo agradezco, viejo.
El alguacil hizo un gesto con la mano y uno de los hombres se aproximó al pastor sin desmontar. Un hombre tan grande que hacía pequeño a su caballo. El jinete permaneció junto al pastor sin hacer nada. El viejo volvió a agacharse y a tirar del asa. Tenía el vientre del caballo casi encima. Tomó el recipiente con las dos manos y, cerrando los ojos, consiguió llevárselo a la cintura. El jinete se inclinó, recogió la garrafa y se la acercó al jefe. Este descorchó y dio un trago largo. El agua le chorreó por la barbilla y le mojó el pañuelo polvoriento que rodeaba su cuello. Cuando terminó, se limpió la boca con el dorso de la mano y devolvió el recipiente al hombre que se lo había llevado. Este hizo retroceder a su caballo y ofreció agua al otro jinete, que no bebió pero que sí se empapó la cara, la nuca y la camisa.
—Bebe, Colorao, ¡cojones!
El pelirrojo hizo un gesto para que el otro le dejara tranquilo.
—Todavía no sabes si el viejo tiene vino.
—Lo tendrá.
—Una vez conocí a un tipo que llevaba sin beber agua desde los doce años…
—Déjame en paz.
El alguacil giró la cabeza y no tuvo ni que mirarlos para que los dos hombres se callaran inmediatamente.
—Andamos buscando a un niño desaparecido.
El cabrero perdió su mirada en el horizonte y frunció el ceño, como si hiciera memoria. Sopesó la situación que le proponía el alguacil. Un hombre altivo.
—Llevo semanas sin ver a un cristiano.
—Debes de sentirte muy solo.
—Las cabras me hacen compañía.
El pelirrojo se puso de pie sobre los estribos como si quisiera airear su entrepierna o ver por encima de una tapia. Repasó con la mirada el muro en busca de señales. Parecía un ingeniero llegado de la capital para certificar la ruina del castillo.
—Estoy seguro de que te entretienes mucho con ellas.
El jinete que había cogido el agua lanzó una carcajada estruendosa y el alguacil forzó una leve sonrisa. El viejo no se inmutó y al que llamaban Colorao, ausente como estaba, tampoco. Pasaron unos segundos en silencio. El viejo de pie, soportando su cuerpo encorvado con dificultad. El alguacil, repasándose la barbilla con los dedos mientras pensaba en su próxima pregunta.
—Has venido muy lejos con tus animales.
—Soy pastor. Busco pastos.
El pelirrojo tiró de la rienda y su caballo se abrió. Avanzó por el pedregal en dirección al extremo del muro por el que había escapado el chico mientras el alguacil seguía hablándole al viejo. Este hizo un esfuerzo para no mirar hacia el ayudante porque cualquier gesto en esa dirección haría que el alguacil descubriera lo que ya parecía saber. El jinete rodeó la construcción a paso lento y cuando cruzó al otro lado, el niño ya no estaba allí. Desmontó y recorrió a pie la base de la pared sin reparar en las lascas que el chico había manchado con su sangre. Cuando llegó al centro del muro, removió con la punta de la bota la ligera humedad que el niño había dejado. Apoyando la culata de la escopeta, se agachó, tomó un pellizco de arena con los dedos y se lo llevó a la punta de la nariz.
En el otro lado, el alguacil le estaba diciendo al pastor que aquel no parecía un lugar muy frondoso y que aquella misma hierba seca crecía también en los alrededores del pueblo. Le dijo que hasta allí no iba a ir nadie a comprarle su miserable leche y que tendría que haberle hecho más caso cuando, en su día, le llevó a ver los lugares en los que debía pastorear. Le recordó sus palabras de entonces: «Cerca pero fuera».
El pelirrojo continuó su recorrido en dirección a la puerta del torreón. Antes de entrar, se detuvo e inspeccionó los contornos redondeados que se elevaban hacia el cielo limpio. Volvieron algunas de las palomas huidas. El hombre metió con cuidado la cabeza por la puerta. Había excrementos de aves por todas partes. Los cadáveres resecos de dos pichones, cáscaras rotas de huevos y restos de un roedor descuartizado por alguna rapaz. El olor apergaminado de los excrementos enmascaraba el ligero aroma a orín infantil. El ayudante del alguacil se asomó al interior del tubo y miró hacia arriba. Solo aguantaba intacto el primer peldaño de la antigua escalera de caracol. A partir de ahí, una línea espiral de piedras a medio empotrar ascendía por la pared del tubo como la rosca de un tornillo. Las palomas habían colapsado con una mezcla de mierda, plumas y ramas el agujero que daba acceso a la terraza superior. Sin esa fuente de luz, a tres metros por encima del suelo, la oscuridad era indescifrable.
—Sal de donde estés, bastardo.
La voz del hombre se elevó por el émbolo y atravesó el cráneo del niño batiendo sus sesos. El muchacho tembló sobre la ménsula a la que había logrado encaramarse y a punto estuvo de perder pie y caer.
—Sal si estás ahí, renegado.
Llegaron el alguacil y el otro hombre. El pelirrojo sacó la cabeza del torreón y se volvió hacia ellos.
—No hay otro sitio para esconderse en diez kilómetros a la redonda. O está muerto o está aquí.
—No te pongas nervioso, Colorao. Si está ahí, saldrá.
—No se ve nada dentro de la torre.
El alguacil apretó los labios y se atusó el pelo, ya casi seco. Se separó unos metros e inspeccionó el muro exterior del torreón. Se acercó a la entrada y metió la cabeza. Revolvió el suelo arenoso con la bota y desenterró los restos de la fogata con la que habían asado el conejo la noche anterior. Salió al exterior y, dándose palmaditas en los labios, miró al pelirrojo sin decir nada. Luego comenzó a gesticular levantando el dorso de sus manos hacia los ayudantes y moviendo los dedos tiesos en dirección al cielo al tiempo que iba elevando los brazos. Sin decir palabra, los hombres se alejaron cada uno en una dirección y el alguacil, de pie junto al dintel, sacó del bolsillo interior de su chaqueta una tabaquera de cuero, desató el cordel y extrajo un librillo de papel de fumar. Con una hoja de papel marrón y un pellizco de tabaco, lio un cigarrillo casi perfecto. Cuando los hombres volvieron, encontraron a su jefe sentado en una piedra, rodeado de hebras de humo blanquecino. Jugaba a abrir y cerrar un mechero de gasolina plateado.
—No hay nada en los alrededores.
El alguacil hizo entonces un gesto con el pulgar señalando al muro que había a su espalda y los hombres lo rodearon, dejando a su jefe concentrado en sus pensamientos. Encontraron al cabrero sentado sobre los serones, fingiendo leer su Biblia.
—Quítate, viejo.
El cabrero se incorporó con dificultad y se hizo a un lado. Los hombres levantaron las aguaderas y las volcaron, esparciendo el contenido por el suelo. La sartén golpeó una piedra y resonó como una campana. La alcuza de hojalata derramó el último aceite sobre el polvo, pero el pastor no hizo nada. Los hombres se llevaron a rastras los serones de esparto y la albarda de centeno. En el torreón, el pelirrojo rasgó los bolsillos de la albarda y, con parte de la paja de relleno, formó una pequeña pirámide. Encima colocó el resto del aparejo y sobre él aplastó los serones de esparto formando una pira dentro de la torre. En cuanto el alguacil metió el mechero, el esparto prendió. El abrigo de las paredes del torreón y el calor de la jornada hicieron el resto. En unos segundos las llamas superaron la altura del quicio de la puerta hasta que sus puntas se perdieron en el interior del tubo. Los hombres se separaron para evitar el sofoco y se quedaron mirando cómo las llamas se comían las fibras y las retorcían hasta convertirlas en filamentos negros. Algunas palomas zureaban en los mechinales más distantes.
El niño no tuvo tiempo de asustarse. Saltaron en él todos los resortes de la supervivencia y, en un primer momento, apretó su espalda contra la pared como si así fuera a disponer de más espacio sobre la ménsula. Espacio para saltar al otro lado del tubo, sobre el humo y las llamas. Sus células pensaban por él y entre las opciones posibles no consideraron la de dejarse caer sobre los serones ardientes y salir de una vez al aire seco del llano. Si llegaba el caso, dejaría que el fuego, como un hurón ciego y voraz, le mordiera hasta matarle.
Estaba encaramado a suficiente distancia del suelo como para que las llamas no le abrasasen los pies. Su posición, a mitad de torre, hacía que el humo dispusiera de un amplio depósito por encima de su cabeza, tan voluminoso como para concederle unos segundos más antes de asfixiarle y hacerle caer sobre la pira.
Palpó la pared a su espalda en busca de no sabía qué: una puerta que no existía o una madre que lamiera sus heridas. Las llamas iluminaron el interior de la torre y la esperanza atravesó su cuerpo en todas direcciones, al distinguir una estrecha sombra vertical justo enfrente de su posición. Pensó que podría ser una ventana o la hornacina de un santo a media escalera, como las que había en el ascenso al camarín del Cristo de su pueblo. Se giró sobre su exiguo peldaño y palpó la pared a su espalda en busca de asideros. Había socavones y grietas por todas partes. Encajando las manos en los agujeros consiguió avanzar sobre los restos de peldaños o sobre los huecos que estos habían dejado en el muro al desprenderse. En un tiempo cuya medida ya no controlaba, alcanzó la sombra. Una saetera cegada que se abría paso hacia el exterior a través del muro. Se acuclilló sobre el alféizar triangular e introdujo sus manos entre las piedras con las que habían tapado la muesca. El humo acumulado en el interior del tubo estaba llegando hasta su posición. Consiguió sacar un par de rocas, que cayeron sobre el fuego porque la angustia le impedía controlar con precisión sus movimientos. Por suerte para él, el alguacil fumaba tranquilo, separado de la puerta, y sus hombres conversaban en la distancia esperando la caída de un cuerpo, no la de una piedra.
Con la humareda ya calentándole la espalda y agobiando sus movimientos y sus intenciones, consiguió encajar la cara en la abertura y, por fin, respirar hondo. El humo también empezó a escapar por aquel mismo hueco y durante unos segundos infinitos, su boca abierta convivió con la fumarola gris, haciendo que le picaran los ojos y que el pelo se le apergaminara. Apretó tanto su cara contra la piedra que se abrió las heridas que el sol le había provocado en los pómulos. En un momento dado tragó humo y tuvo que retirarse para toser dentro de la torre y no delatar su presencia a los que le aguardaban fuera. Poco a poco, la humareda en el interior se fue aligerando y el chico pudo desencajar su cara de la saetera. Se tocó el rostro con los dedos negros y sintió escozor.
Cuando las aguaderas estuvieron reducidas a un montón de hilos incandescentes, el alguacil se aproximó de nuevo a la entrada de la torre e inspeccionó su interior como había hecho un rato antes. Apuró su cigarrillo, tiró la colilla al suelo, la pisó y les dijo a sus hombres que se marchaban. Entonces el pelirrojo se acercó a la puerta del torreón y aguzó el oído dentro del émbolo. Salió y, acercando su boca a la oreja del alguacil, le susurró que quizá deberían esperar un poco más. El jefe lo miró con fastidio, hizo un gesto con la mano y se sentó de nuevo en la piedra para liarse otro pitillo. El pelirrojo volvió adonde estaba su compañero y continuó charlando con él en voz baja, uno mirando hacia la torre y el otro, de espaldas, dominando el llano hacia el sur. Parecían los allegados a un difunto, esperando incómodos la hora del entierro. Ansiosos por volver a la taberna.
Cuando el alguacil hubo terminado su cigarrillo, lo tiró junto al que se había fumado primero y lo apagó con la bota. Se ajustó el sombrero y rodeó el muro sin decir nada. El que miraba hacia el torreón le dio un codazo al otro y juntos siguieron a su jefe. En aquel momento, los caballos pacían sueltos entre las cabras y el viejo rezaba con los ojos cerrados.