7

Abrió los ojos a una hora en la que el sol ya no recortaba la sombra de la pared sobre la tierra, sino que la difuminaba y alargaba en una mancha que se extendía ante ellos en dirección al horizonte vacío. El viejo estaba despierto a su lado, con las manos cruzadas sobre el pecho y los ojos clavados en el cielo como si quisiera colar su mirada entre las ménsulas del matacán que pendía sobre sus cabezas. El muchacho se incorporó y se quedó sentado con la mirada perdida en la lejanía. El viejo habló.

—¿Cuántas cabras han quedado?

—Tres.

—El macho no cuenta.

—No está.

El anciano cerró los ojos y suspiró.

—¿También lo han matado?

—No lo sé. Aquí solo hay cabras muertas.

—Mira bien.

El niño se puso de pie y repasó el espacio que se extendía ante ellos. Contó los cuerpos marcando el aire con el dedo índice.

—Seis cabras muertas. El perro y el macho han desaparecido.

El viejo pensó que, tarde o temprano, el perro volvería de donde estuviera. En cuanto al macho, supuso que se lo habían llevado por los cuernos. Quizá el alguacil lo sacrificaría y pondría su cabeza junto al resto de sus trofeos.

—Debes ir a por agua lo antes posible.

—Si tiene sed, puedo ordeñar una cabra. Ya sé.

—Son ellas las que tienen que beber.

El muchacho cogió el cubo de ordeñar y se marchó a por agua. A unos metros del pozo distinguió las siluetas de varios cuervos en el brocal. Cuando llegó, espantó a las aves con la mano y se asomó al agujero. Escuchó un zumbido y temió lo peor. La luz inclinada de la tarde apenas entraba en la sima, pero fue suficiente para que el niño pudiera distinguir el cadáver decapitado del macho flotando en el agua con la tripa abierta. Todas las moscas de los alrededores habían sido convocadas al festín. Entraban y salían como invitados a una fiesta. El arco sobre el brocal plagado de puntos negros.

Era casi de noche cuando volvió a la pared. Le contó al viejo lo que había descubierto y este resopló ante lo que se les avecinaba. El chico percibió en el pastor una desesperación que no había visto nunca antes en él.

—No se preocupe. Seguro que encontramos más agua por aquí cerca.

—No. No hay.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo sé.

—Pues iremos a otro lugar.

—Yo no puedo ir a ninguna parte.

El niño se quedó callado. Si el pastor no podía moverse, tendría que ser él quien fuera a conseguir el agua. Pensó en los días previos, en la insolación, la sed y las caminatas nocturnas y sintió miedo, porque solo gracias a la presencia del pastor había sido capaz de salvar la vida.

—Tendrás que ir a por agua tú solo.

—No sé dónde hay.

—Yo te lo diré.

—Tengo miedo.

—Eres un muchacho muy valiente.

—No lo soy.

—Has llegado hasta aquí.

—Porque estaba usted.

—Porque tienes voluntad.

El chico no supo qué contestar.

—¿Has visto la corona que tiene el Cristo de ahí arriba?

—Sí. Tiene tres puntas.

—Se llaman potencias. Una es la memoria, otra, el entendimiento y la tercera, la voluntad.

El niño alzó la vista. El crepúsculo recortaba en lo alto del muro una silueta negra en la que se adivinaban la túnica, las manos y la corona. Al muchacho le embelesó lo que el viejo le contaba y, por un momento, dejó escapar sus preocupaciones.

—Cristo también sufrió.

—Yo no quiero sufrir más.

—Entonces nos quedaremos aquí y moriremos de sed. Pronto dejarás de sufrir.

El viejo le contó que había una aldea con pozo hacia el norte. No estaba seguro de la distancia exacta, pero le llevaría unas cuantas horas llegar. Le dijo que tendría que emprender la marcha lo antes posible en compañía del burro, pero que antes de partir, todavía tenía trabajo que hacer en el castillo.

Lo primero que le pidió fue que trajera hasta el muro el cadáver de la cabra parda. Luego le ordenó que quitara los cencerros a los animales muertos y que llevara sus cuerpos lo más lejos del castillo que pudiera.

Estuvo arrastrando animales sobre las piedras hasta bien entrada la noche. Cada cierto tiempo paraba y se tocaba el pómulo con el dorso de la mano y luego se limpiaba el sudor de la frente. Después de más de un día al sol, los intestinos habían empezado una cocción que hinchaba los vientres de las cabras degolladas. Gases letales en la marmita de tripas. Los buitres y los cuervos, que pronto llegarían, terminarían formando una columna que se vería a muchos kilómetros de distancia. Un tornillo volador con su algarabía de plumas negras sobre la tierra polvorienta. Por un momento, el chico pensó en quemar los cadáveres y terminar así con toda posibilidad de atraer carroñeros y enfermedades, pero enseguida se dio cuenta de que, en medio de la noche, el resplandor se vería desde muy lejos. Con suerte, tras el tormento del torreón, el alguacil ya lo daba por muerto. Después del estado en el que habían dejado al cabrero, una pira de cabras ardiendo haría suponer a sus perseguidores que el niño seguiría vivo.

Cuando acabó de amontonar los cadáveres, volvió al castillo y se sentó junto al viejo. Durante un rato ninguno dijo nada. El anciano, envuelto en sus dolores, y el chico, reventado por el esfuerzo. Estaba a punto de quedarse dormido cuando notó la mano del cabrero en su codo.

Siguiendo las precisas instrucciones del pastor, afiló el vetusto cuchillo de acero forjado. Una herramienta de punta roma con una muesca en el cabezal y cachas de pita enrollada. Amoló el metal contra una piedra hasta que le arrancó un hilo plateado en el borde. Luego colocó la cabra parda patas arriba y, sujetándole la cabeza con las rodillas, metió la hoja por la degolladura y rajó el vientre hasta las ubres. En su casa había visto a su madre destripar conejos y liebres. Incluso él mismo había dado muerte a codornices retorciéndoles el cuello, pero aquello era otra cosa. Un animal de otra naturaleza cuyo vientre rezumaba entresijos cerúleos que no cabían en sus manos. De nuevo clavó el cuchillo para rajar el abdomen hinchado. A pesar de la tosquedad de la hoja, el metal abrió las fascias como si fueran de manteca caliente. El hedor que liberó le atravesó como un ánima en desbandada, impresionando su memoria de arcilla fresca. Apartó la cara y encontró la mirada del pastor, que observaba en silencio desde su lecho. Sintió que los ojos del cabrero le empujaban. Las manos torpes del chico eran sus manos.

La primera vaharada se esfumó. Ante él, una bañera rebosante de azules irisados, telas blanquecinas y formas globulosas que se retorcían en todas las direcciones posibles. El viejo esperaba de él que eviscerase al animal y que luego lo descuartizase tal y como él había hecho antes con la liebre y la rata. La complejidad del entresijo le dejó sin iniciativa. Remangado, con el cuchillo en una mano, miró al pastor y elevó los hombros.

—Mete las manos por debajo del mondongo, busca el cuello y corta por ahí.

Una hora después, la casquería reposaba junto al montón de cadáveres como una ironía caprina, una visión dantesca del futuro o el aviso de un matón. Por el camino, había tenido que pararse varias veces a recoger intestinos que se le habían escurrido de los brazos.

Durante las siguientes horas, el viejo postrado fue dando instrucciones al chico, que fue resolviendo en silencio las tareas como un instrumento al servicio del pensamiento del otro.

Comenzó a despiezar la cabra descoyuntando sus patas y luego las deshuesó toscamente. Del ovillo de carne resultante sacó tantas tiras como pudo, las tendió sobre una piedra y las saló abundantemente. En un momento del proceso cometió el error de limpiarse el sudor de la cara. La sal penetró en las heridas de los pómulos, reblandecidas por la humedad de la piel. El dolor le hizo cerrar los ojos y le vació por dentro. No gritó. Miró al cielo y lloró como un san Sebastián en su martirio de saetas. Sin saberlo, imploró. Las manos ardientes y el rostro que la sal cauterizaba. Dio vueltas sobre sí con las palmas frente a la cara como un candelabro con dos mamparas. Se hubiera lanzado a una ciénaga si hubiera tenido una cerca. El viejo asistió a la danza doliente, tratando de incorporarse, pero con poco que poder ofrecerle al chico. El niño se arrodilló y se replegó, tratando de alejar sus manos del rostro. El viejo estiró el brazo en su dirección y así lo mantuvo mientras le quedaron fuerzas. Luego lo dejó caer lentamente y cerró los ojos.

A la luz sedosa de la media luna, deslió la pita que formaba el mango del cuchillo con los ojos enrojecidos y la cara todavía ardiente. Buscó por los alrededores un par de estacas y las empotró en sendos huecos del muro. Unió los palos con la cuerda y de ella colgó las tiras de carne. El resultado dibujó sobre las piedras azuladas de la muralla una sonrisa grotesca que no tardó en llenarse de moscas. Después recogió los enseres y los agrupó en torno al viejo como si fuera un náufrago en una playa. Siguiendo sus instrucciones, reunió a las tres cabras supervivientes y las agrupó por medio de una cadeneta que formó con los collares de los cencerros de las degolladas. Luego ató la recua a una piedra cercana para que quedaran al alcance de la vara del pastor. Cargó el burro con el albardón y el mandil, unió entre sí las dos garrafas vacías y las dispuso sobre el lomo como si fueran un par de botas anudadas por los cordones.

En plena madrugada, dieron por terminados los preparativos para el viaje. Apenas soplaba brisa y las piedras del muro expiaban su recalentamiento con calma. Comieron lo poco que les quedaba: migas de pan, un puñado de pasas que habían recogido del suelo y algo de vino. Cuando terminaron, el viejo le pidió al muchacho que se sentara junto a él.

—Te voy a enseñar a ordeñar.

El muchacho miró al pastor sorprendido. En otro momento sus palabras hubieran sido un motivo de alegría para él. Sin embargo, le pareció extraño que, dada la situación en la que se encontraban, el cabrero quisiera perder tiempo en aquello.

—Es tarde. Si no salgo pronto, se va a hacer de día.

—Ya sé que es tarde.

—Puede enseñarme cuando vuelva.

Pasaron varios pájaros negros en dirección al pozo. Sus alas, al batir, sonaban como tablillas de madera en el cielo oscuro. La silueta triste del burro se movía frente a ellos con la cabeza baja. Al muchacho se le llenaron los ojos de lágrimas pero ni rompió a llorar ni se sorbió los mocos. Simplemente se quedó junto al viejo encorvado, sintiendo el roce del cielo con la Tierra. Un rumor antiguo procedente de las rocas. Imaginó un molino de agua en un hayedo y también horizontes como serruchos mellados. El cielo penetrando en la tierra, derramándose sobre ella y, en dirección contraria, los picos elevándose a lo alto. Morada de los dioses. El paraíso del que tanto hablaba el cura. Un tapiz verde en el que los árboles reposaban negligentes, ajenos a su propia abundancia. Arces, abetos, cedros, robles, pinos de Flandes, helechos. Agua brotando entre rocas siempre húmedas. Fresco musgo tapizándolo todo. Charcas donde la transparencia era ley y el sol iluminaba los lechos pedregosos. Torrentes momentáneamente remansados, donde la luz dibujaba espirales iridiscentes.

De repente, el niño se sorbió los mocos, se levantó y, agarrando a una de las cabras, se la puso delante al viejo sin deshacer siquiera la cadeneta de cencerros. Luego, se sentó junto a él y esperó mientras el hombre colocaba la lata en su sitio. Cuando estuvo lista, el pastor le pidió al chico que agarrara las ubres. El muchacho formó dos puños huecos y con ellos rodeó los pezones y apretó. Entonces el pastor le cogió los pulgares y se los colocó de tal forma que las uñas empujaban los pezones contra el interior de los otros dedos. Envolvió con sus manos las del chico y, sin decir palabra, manipuló las tetas haciendo que la leche saliera despedida. Y así, mediante esa imposición, el viejo le transmitió al muchacho el rudimento del oficio, otorgándole en ese instante la llave de una sabiduría perenne y esencial. La que extraía leche de las entrañas de los animales o hacía que de una espiga pudiera brotar un trigal. En poco rato llenaron la lata y la alcuza, dejando secas a las cabras. Reservaron la aceitera para que el viejo desayunara al día siguiente y se bebieron la lata entre los dos.

Más tarde, montado ya sobre el burro, miró por última vez al pastor, que permanecía recostado. Tenía la barba llena de regueros de leche seca. Parecía dormido o inconsciente. Un fino hilo de brisa le recordó que, durante un buen rato, su cara había sido un astro incandescente.

—Guárdate de la gente del pueblo.

La voz del viejo brotó de un lugar impreciso, allá en su postración.

El muchacho volvió la cabeza hacia el norte y le dedicó una mirada a su incierto destino. Luego recolocó el morral sobre el albardón y le clavó los talones al asno, arrancándole un corto trotecillo que le alejó del castillo entre eructos agrios.