23

Los artilleros chinos estaban machacando la tierra a distancia, unos golpes estremecedores que iban y venían. Hubo tres o cuatro explosiones simultáneas, seguidas por una pausa, y luego diez o más impactos de un tirón. Durante el breve silencio, Cam oyó fusiles estadounidenses que devolvían el ataque. Todavía tenía el oído izquierdo parcialmente sordo, pero los proyectiles emitían un crujido muy característico. «Crack crack». Las explosiones volvieron, arrasando la otra cara de la montaña unos cuantos kilómetros al oeste. Cam deseó haberse ido lejos de Sylvan Mountain. Esperaba constantemente el momento en el que la roca entrara en erupción y los matara a todos. Estaban muy cerca, y el enemigo había empezado una nueva ofensiva con refuerzos llegados de Ari —zona.

La guerra había estado siempre allí. El humo y el polvo envenenaban el cielo, y llegaban hasta ellos con el viento. Cam se quedó mirando la puesta de sol, un brillo sucio y anaranjado que refulgía detrás de los negros picos que conformaban el horizonte. Aunque sabía que había gente muriendo en aquella luz tan espectacular, y su belleza le molestó.

Se giró hacia el otro lado y miró a Ruth, que estaba en el desfiladero. Se había reunido con Foshtomi y Goodrich en una pared de granito partida, que limpiaban media docena de carabinas para mantenerse ocupados. De otra forma, era imposible aguantar la espera. Hernández les había ordenado quedarse allí quietos. Estey quería dirigir a las patrullas por la zona, y Cam pensó que era tan inquieto como ellos. Pero aquél no era su territorio, y Hernández insistió en que hicieran lo menos posible para no llamar la atención del enemigo. Ya le parecía bastante malo haberse largado de Sylvan Mountain en dos camiones y un jeep con Ruth, Cam, Deborah y cinco soldados apoyados por un escuadrón de marines y él mismo.

Hernández intentó llevar a Ruth hacia los búnkeres de mando de Castle Peak, pero ya habían perdido bastante tiempo. Si podía ofrecer una respuesta, la necesitaba ya. Así que esperaron y comieron. Atendieron las heridas de cada uno e intentaron conciliar el sueño.

Habían pasado casi treinta y seis horas desde que se habían escondido en aquel barranco. Cam estaba dolorido por la tensión. Por encima de todo, si había algo que le había enseñado la plaga era a actuar. La urgencia de estar preparado para cualquier amenaza, fuera real o imaginaria, era exactamente por lo que había dejado a Allison. Se sorprendió a sí mismo con aquella afirmación. Había abandonado su sonrisa y su candor a cambio de nada más que dolor, sangre y gloria. Aquélla no era la decisión de un adulto que actuara con lógica. Y al mismo tiempo, no estaba seguro de qué tipo de hombre habría dejado sola a Ruth.

—Eh, tranquilízate —le dijo Foshtomi, golpeando su rodilla contra la de él.

El movimiento hizo que Cam se diera cuenta de que estaba rígido como una piedra, con el cuerpo agazapado como si estuviera a punto de saltar. Le dolía la mandíbula de apretar los dientes. «Tiene razón», pensó. «Te estás haciendo daño a ti mismo».

—A veces, lo único que puedes hacer es esperar —dijo Foshtomi, volviendo a su trabajo.

Estaba inspeccionando los seguros de las M4, aunque, una vez más, Cam la vio desplazar sus ojos castaños hacia él, como esperando a pillarle desobedeciéndola. Sarah Foshtomi era una buena compañera. Cam casi sonrió. Había cosas peores que sentarse allí con aquella mujer tan fuerte. Estaba seguro, pero él no contaba con el beneficio de los años que Foshtomi había pasado en el ejército. Ella sabía cómo hacer su trabajo y sólo su trabajo, aceptando su lugar dentro de un grupo más grande, donde Cam no había descubierto nada más que la auto confianza de un solitario.

Jamás se había sentido tan apartado. Dos de los marines de Hernández le recordaban como un enemigo. Nathan Gilbride estaba entre aquellos a quienes Cam había traicionado en Sacramento, y ni él ni el sargento Watts parecían dispuestos a perdonarle como había hecho su comandante, y lo que era peor, se lo habían explicado a sus compañeros marines, lo que supuso una presión inesperada. Cam no hubiera imaginado jamás que volvería a ver vivos a ninguno de aquellos hombres. Mantuvo la boca cerrada y los ojos abiertos. Incluso Ruth se había separado de él. La doctora tenía la única tienda del campamento, erigida contra uno de los camiones y oculta con redes y tierra, que camuflaban la larga figura del vehículo con la roca. En día y medio, Cam apenas la había visto dos veces, ambas hablando con Deborah, Hernández y Gilbride. Y aun así, pese a que tenía muchas ganas de tocarla, se retiró. Su trabajo era lo primero. Cam estaba celoso de Deborah por ser tan necesaria. La capitana era la ayudante de Ruth, y organizaba las muestras de sangre de Sylvan Mountain. Pero no se libraba de tener que servirle las comidas, ni de vaciar el cubo que le servía como letrina.

Cam tenía que ir con pies de plomo, había cometido un error la última vez que se había encontrado en esa situación. Cuando Ruth desapareció en el laboratorio de Grand Lake, encontró a Allison.

—Bueno, vamos a recoger —dijo Goodrich. Cargó con dos de las M4 al hombro, y Cam y Foshtomi le siguieron, cogiendo sus carabinas. El ocaso estaba dando paso a la noche. En treinta minutos más, ya no se verían.

Mientras se dirigía con Foshtomi hacia el segundo camión, Cam no pudo evitar mirar hacia la tienda de Ruth. Era una estructura endeble donde se alojaba su mejor esperanza. No podrían protegerla de las balas ni de los aviones, y sabía que él era el más inútil de todos, con un entrenamiento deficiente, un oído sordo y una mala relación con los marines.

Se habría retirado si hubiese tenido adonde ir, sólo por poder caminar otra vez. Tan grande era su urgencia. Reconoció el motivo de aquel sentimiento, eran los nervios, la duda y los traumas que tenía, pero se preguntó si conseguiría aplacarlos algún día. Aunque Ruth le diera la oportunidad, o Allison, o quien fuera, Cam se preguntaba si siempre estaría intentando escapar de sí mismo.

—Ahí está —dijo Foshtomi mientras apuntaba Ja linterna al desfiladero. Dos siluetas se proyectaban en el lado de la tienda, eran Deborah y Ruth.

Justo delante de las dos mujeres, un marine agachó la cabeza, iluminado por la luz amarilla. Hernández había ordenado que se mantuviese en la oscuridad absoluta.

—¡Eh! —gritó alguien. La silueta de Ruth dudó, pero la alta figura de Deborah salió de la tienda.

Cam dejó su cantimplora y se acercó a ellos, parpadeando para recuperar la visión nocturna.

—Cam, espera —dijo Goodrich, pero no se detuvo. Si el sargento insistía, podía decir que no le había escuchado por culpa de su oído sordo.

—¿Dónde está el general Hernández? —preguntó Deborah a los soldados que había enfrente de la tienda.

Estaba ayudando a Ruth y hablaba por ella. Ruth se tambaleó, protegiéndose la cadera, y Deborah le puso una mano en la cintura. Cam pasó por delante de los marines para ponerse a su lado. Uno de ellos dijo algo de lo que Cam sólo pudo entender el final: «… justo ahora». Pero el hombre señaló un lugar mientras hablaba, y aquello fue suficiente. Cam estaba más interesado en intentar evaluar la salud de Ruth en la oscuridad.

Ella se dio cuenta de su presencia y sonrió.

—¿Cómo estás? —le preguntó. Entonces se separaron otra vez cuando Deborah condujo a su amiga hacia delante, avanzando entre los marines. Ruth volvió a mirar atrás, agitando sus rizados cabellos bajo la luz de la luna.

«¿Qué habrás encontrado?», se preguntó Cam. Conocía lo suficiente sus estados de ánimo como para reconocer aquel cansancio placentero. Buenas noticias. Había buenas noticias, y eso significaba que ninguna de las pérdidas había sido en vano. El mero pensamiento te hizo sonreír mientras avanzaba hacia el grupo. El viento, frío y vivo, soplaba a través del cañón. Cam advirtió otro tipo de movimiento a su alrededor cuando los demás soldados se levantaron y se unieron a ellos. La mayoría de los veintiséis soldados y marines estaban escondidos en madrigueras fuera del barranco, pero Ruth se llevó consigo a los demás en parejas y tríos.

Al igual que los camiones, el jeep también había sido cubierto de redes. Hernández dormía pegado al vehículo y a la radio. Un cabo de los marines se sentó cerca, apoyado contra un neumático con la ametralladora en su regazo. Cam despertó a Hernández, quien tosió y se levantó. Entonces volvió a toser, de forma incontrolada.

Deborah soltó a Ruth y se arrodilló cerca de él, apoyando la mano en su espalda mientras éste buscaba el aire.

—General —le dijo.

—Estoy bien —dijo tosiendo las palabras.

Deborah se sentó a su lado. Estaba intentando medir la fuerza de su respiración, y a Cam no le gustó la evidente tensión que la médico tenía en los hombros. Mierda, Hernández les había estado ocultando sus problemas respiratorios, pero aunque fuese por un resfriado y no por la radiación, el hombre no estaba en condiciones de luchar contra un virus.

Hernández estaba pálido y demacrado.

—Doctora Goldman —dijo, localizando enseguida la cara más importante de las que lo rodeaban.

—Confiaban en usted —dijo Ruth—. Confiaban en usted más de lo que imagina.

—No lo entiendo.

—Leadville —dijo—, los laboratorios.

Al oeste, un grupo de explosiones brotó de las negras montañas. El estruendo les había llegado un instante después de que Ruth se arrodillara también, doblándose para proteger las heridas de la cadera izquierda. Algunos de los marines se arrodillaron también, y Cam no se sorprendió por aquella repentina intimidad. Todos querían escuchar.

—Estaban probando nanos en las unidades de vanguardia —dijo Ruth—, pero estaban muy seguros de lo bien que funcionaría la nueva vacuna. Confiaron en usted.

—Una nueva vacuna —repitió Hernández.

—Sí —sus ojos eran grandes y tenían una mirada infantil—. Ahora mismo hay dos tipos de nano en su interior, y los dos son diferentes de todo lo que he visto hasta ahora.

Hernández volvió a toser, estremeciéndose. Al lado de Cam, uno de los marines se llevó la mano al pecho, y muchos otros se miraron a sí mismos o se palparon con las manos, temerosos de los nanos que no podían ver.

—Lo eligieron a propósito, general —dijo Ruth—. Ellos creían en usted. Hemos tomado cientos de muestras de sangre y nadie más tiene la vacuna o el fantasma.

—¿Y qué significa eso? —preguntó una mujer detrás de Cam. Era Foshtomi, y se giró para ver que se había alejado del grupo, como si aquello pudiera salvarla. Pero era una joven leal y valiente. El viento le llevó el cabello oscuro a la cara, y avanzó movida por la brisa, uniéndose a ellos a pesar de los nervios.

Ruth miró a la joven, y luego volvió a girarse hacia Hernández. Puede que fuera la imaginación de Cam, pero creyó que Ruth le miraba a él también después de apartar la vista de Foshtomi. ¿Por qué? ¿Porque no le gustaba que él y Sarah se hicieran amigos?

—¿Cuánto tiempo pasó fuera de Leadville antes de que explotara la bomba? —le preguntó a Hernández—. ¿Estuvo sobre la barrera todo el tiempo?

—¿Pero qué está diciendo? ¿Que somos inmunes a la plaga?

—Del todo. Los efectos atmosféricos de la bomba no tienen nada que ver con el hecho de que sus tropas fueran capaces de correr por debajo de los tres mil metros y sobrevivieran.

Hernández movió la cabeza en señal de negación.

—Nos habríamos dado cuenta.

—No. No si nunca lo habían intentado. No habrían atacado por debajo de la barrera hasta que Grand Lake les llevara la vacuna que Cam y yo sacamos de Sacramento, ¿verdad?

—Pero sí que iniciamos algunas ofensivas. Pensamos que todavía había zonas donde la bomba había acabado con la plaga.

—Eran inmunes. La vacuna de Grand Lake no era ni la mitad de buena que la que ya tenían —se rio Ruth, pero era una risa llena de tristeza—. Debió de adquirirla en algún momento durante las dos semanas antes del lanzamiento de la bomba. Leadville capturó a nuestros amigos en las Sierras, donde consiguieron el modelo primitivo de la vacuna. Entonces le infectaron con una versión mejorada de una tecnología derivada para ver cómo interactuaban las dos.

Los soldados volvieron a agitarse nerviosos.

—Joder —dijo Watts tapándose la boca con la mano.

Era otro gesto de protección, nada diferente a la forma en que Foshtomi se había alejado del grupo. Aquéllos hombres y mujeres seguían pensando en los nanos como en una enfermedad.

—¿Le dieron algún tipo de pastillas o inyección? ¿Algo que dijeran que era una vitamina? —preguntó Ruth.

—No.

—Podrían habérsela colocado en el agua o en la comida.

Por lo que sé, el modelo mejorado tiene las debilidades de la primera generación. Sólo responde cuando se expone a la plaga, lo que significa que la infección habría sido esporádica a no ser que todos hubieran comido o bebido lo mismo. —Ruth hizo una pausa, avergonzada—. Después de que cayera la bomba, cuando bajaron de la montaña, ¿murió alguien?

—Fue bastante caótico —dijo Hernández—. Estaba oscuro y hacía mucho calor.

Ruth le cogió del brazo.

—¿Hay alguna forma de saber si alguno de ellos murió a causa de la plaga?

El se miró la mano, y luego negó con la cabeza.

—Por favor —dijo Ruth—, es muy importante.

—Fue bastante caótico —repitió, y Cam se maravilló por la comprensión.

—Tenemos que asumir que existe la posibilidad —dijo Ruth. Miró a Deborah, como si recordara una conversación anterior. O puede que no pudiera soportar volver a mirar a Hernández.

El general seguía con la cabeza gacha, luchando ya fuera contra su enfermedad o contra su alivio. Parecía especialmente débil, y Cam se giró también. Los soldados hicieron lo mismo. Su respeto por Hernández así lo pedía, y Cam se preguntó qué harían cuando muriese.

—Necesito otra muestra de su sangre —dijo Ruth lentamente—. Necesitamos asegurarnos de que podemos hacer llegar la nueva vacuna a tanta gente como sea posible, y creo… Estoy segura de que los segundos nanos son la única razón de que esté vivo.

—Nos dieron filete unos pocos días antes de la bomba —dijo Hernández—. Un buen filete. No era mucho, pero nos sorprendió.

—Seguramente fue eso —contestó Ruth.

—Habíamos empezado a comunicarnos con otras unidades bajo la barrera. Yo… Estuvimos hablando de abandonar nuestros puestos.

La emoción de sus ojos era tanto de angustia como de sorpresa. Hernández se alegraba de haberse equivocado, pensó Cam. A pesar de todo lo que había ocurrido, se alegró al descubrir que Leadville seguía confiando en él.

—Pensamos que nos estaban castigando —dijo Hernández—. Pensamos que la carne sólo era una forma de mantenernos bien sujetos.

—Confiaban en usted.

—Ya estaba cometiendo traición —dijo, mirando a los marines de izquierda a derecha. Estaba usando su confesión para acercarlos a él. Se había recuperado de la impresión, y Cam volvió a quedarse impresionado por la habilidad que tenía. Todo era una lección para él. Su concentración en las tropas y el interminable proceso de mejorarlas era lo que le había hecho tan fuerte. Cam envidió a Hernández, aunque no era la primera vez.

—Señor, muchos de nosotros estábamos buscando a los rebeldes —dijo Watts, y Deborah añadió:

—No habría importado, usted no tuvo nada que ver con la bomba.

—Sí importaba —dijo Hernández—. Debería haber sobresalido. ¿Y si el consejo presidencial escuchó algún rumor de lo que estaba haciendo? ¿Y si es por eso que no me dijeron nada de la vacuna? Pensad en lo que podríamos haber conseguido si lo hubiésemos sabido. Podríamos haber descendido la montaña. Podríamos haber bajado y detenido a los chinos.

Cam frunció el ceño. Era verdad que se habían perdido muchas buenas oportunidades, pero le preocupaba que Hernández pudiera ignorar la forma en que había sido usado como conejillo de indias. Era un punto ciego. Su fidelidad era la gran diferencia que había entre ellos, y Cam se enfadó por él. Se enfadó con él.

—Dice que nos inocularon dos tipos de nanos —dijo Hernández, tosiendo otra vez mientras se giraba hacia Ruth.

Ella asintió.

—Lo llamamos «el fantasma» cuando lo encontramos en Grand Lake. Nadie sabía lo que era, y Leadville debió de haber colocado varias generaciones del mismo en un apuro. Aislamos al menos cuatro cepas diferentes antes de venir aquí.

—Pero no es una vacuna.

—No. Bueno, sí. En cierto modo, sí lo es. Sigo pensando que muchas de las víctimas de la radiación no están tan mal como deberían, pero nadie tenía la más mínima idea de lo cerca que estuvieron de la explosión. Nadie excepto usted.

Sobre ellos, la noche se llenó de pájaros, una bandada que provocó un grito de advertencia por parte de uno de los marines. Cam se estremeció.

Ruth apenas reaccionó a la interrupción, su voz sonaba seria e intensa.

—Señor, debería estar muerto. La radiación que absorbió sobrepasa todos los niveles, pero usted tiene la versión más avanzada del fantasma que he visto. Es una especie de mejora integral. Creo que es un prototipo que pretendía proteger el cuerpo del Copo de Nieve. Los soldados que portaran una versión perfecta podrían atacar al enemigo con él y no sufrirían sus efectos… y además, creo que le está ayudando a mantenerse vivo a pesar de los daños de la radiación. Está limpiando sus células gradualmente. —Giró la cara hacia Cam, y entonces volvió a mirar a Hernández—. Le está reconstruyendo.

—Pero si estoy más enfermo que nunca.

—No creo que pueda mantenerse activo mucho más, es un modelo primitivo.

Hernández no dijo nada más, aunque debía de tener el cerebro en marcha. Cam seguía intentando encontrarle sentido a todo lo que había oído, pero no se dio cuenta de que el General tenía un pie en la tumba.

—Lo siento —dijo Ruth, y Hernández le cogió la mano.

«Ella puede curarnos», pensó Cam.

—Lo siento mucho —dijo Ruth, pero Hernández apretó los labios en una tímida sonrisa y dijo:

—Nos mantuvieron vivos más de lo que teníamos derecho a esperar —se refería a sí mismo y a los supervivientes de su compañía. Seguía estableciendo conexiones entre él y Leadville, buscando consuelo en el pasado.

—¿Puedes salvarle? —preguntó Cam, porque habría sido feo decir lo que en realidad quería saber. «¿Puedes curarme?». Estaba avergonzado de ser tan egoísta, porque Hernández seguía poniendo a todo el mundo por delante de él. El general no se lo hubiera pedido por él, pero sus tropas hablaron por su boca.

—Por favor, tiene que mejorar la vacuna —dijo Watts.

—Por favor —añadió Foshtomi, y otro hombre dijo:

—La vacuna ya funciona bastante bien, ¿no?

Ruth agachó la cabeza. Cada día se veía más humilde, algo extraño en alguien tan experimentado. Su pequeño hábito de escapar de todo se había acusado últimamente, y Cam recordó el gesto que hizo el día que conoció a Allison, evitando a la joven. Ruth estaba aprendiendo a evitar los retos, lo que era peligroso para todos ellos, y Cam compartió parte de la culpa por su indecisión.

—Es posible —dijo ella, al fin—. Sí, el potencial que hay aquí es increíble. El modelo que tiene dentro representa el mejor trabajo de la elite en nanotecnología, cincuenta investigadores completamente equipados con herramientas y ordenadores.

Quería decir que ella estaba sola. Seguía midiendo sus palabras, como si hubiera alguna posibilidad de que no la acorralaran. Sus vidas dependían de ella. Es más, su trabajo determinaría el resultado de la guerra. La humanidad se reconstruiría en Norteamérica. No había duda de ello, pero el color de la piel de los nativos y la lengua que hablarían dependería del éxito o el fracaso de Ruth.

La habilidad para moverse libremente en las zonas afectadas por la plaga era sólo el principio. Una nanotecnología capaz de curar heridas graves los haría imparables.

Cam dobló sus manos ajadas y miró hacia Deborah, Ruth y Hernández, todos ellos heridos también de formas diferentes. ¿Y si pudieran levantarse después de que les dispararan o se quemaran? Serían superhombres, y Cam intentó rezarle a todos los científicos que habían muerto en Leadville.

«Ayudadla», pensó. «Tenéis que ayudarla como sea». ¿No podrían hablar con ella a través de su trabajo? Habría pistas y otras pruebas en los nanos, problemas evidentes que arreglar y mejoras que realizar.

—Ya lo habíais hecho antes —dijo Cam.

—Yo lo vi —afirmó Watts.

En el laboratorio de Sacramento, Ruth había reunido y mejorado el trabajo de cuatro equipos científicos, usando la tecnología Arcos original para crear la primera vacuna eficaz. Por supuesto, había contado con la ayuda de dos especialistas, D. J. Y Todd, quienes ya debían de estar muertos o condenados por la radiación.

—Mucha gente depende de ti —dijo Hernández. Ruth no les miró.

—Necesito tiempo —dijo—, puede que demasiado. Y aquí no tengo ninguna clase de equipo.

—Pero sí en Grand Lake —dijo Hernández—. Sí, algo.

—Podemos llevarte allí.

Avanzaron hacia el nordeste la mañana del uno de julio, conduciendo colina abajo antes de que el sol asomara en el horizonte. Las montañas del este se alzaban a cuatro mil metros de altura, escondiendo el sol. Cam sintió cómo su mirada subía y bajaba siguiendo la línea de aquellos picos. Era difícil asegurarlo de cara a la luz, pero las montañas parecían extrañamente planas en las caras orientadas al sur. Estaban derretidas. Aquéllas moles eran lo que había salvado el Valle de Aspen de la bomba, canalizando y disipando la mayor parte de la onda expansiva. Incluso así, la escolta de Ruth continuó avanzando por una zona donde el terreno era pantanoso, aún anegado por los torrentes de nieve derretida. Aun así, los árboles caídos estaban secos y quebradizos.

—Cuidado. —Foshtomi evitó que Cam hiciera lo mismo que Mitchell. Éste había pisado lo que parecía un charco normal, pero la superficie era engañosa. Mitchell se hundió hasta la cintura. Se giró para agarrarse a un tocón, y Foshtomi se adentró para ayudarle, quedando los dos cubiertos de la mugre de la negra corteza.

—Aguanta —le dijo Foshtomi.

Cam miró atrás. Estaban en medio del grupo para ayudar a Ruth mientras muchos de los soldados de rango superior caminaban al frente, pero Ruth ya estaba buscando otra forma de protección hablando con Deborah. Señaló algo y se movió a la izquierda.

—¡Espera! —gritó Cam, corriendo para ir con ella.

Unos cuantos árboles aún se alzaban hacia el cielo, deshojados y partidos. Aquélla gran ladera estaba cubierta de árboles caídos. Por suerte, el bosque de arces y álamos era bastante denso a esos dos mil ochocientos metros de altura, porque momentos después de que les llegara la onda expansiva las riadas juntaron las ramas y troncos caídos formando un puzzle un traicionero como si fuera el Mikado.

La zona de abajo era diferente. Gran parte de la maleza y la hierba había sobrevivido al calor y a las tormentas. Muchos lugares ni siquiera se habían anegado. Los árboles y las rocas formaban miles de pequeñas presas, dirigiendo el agua hacia arroyos y pantanos. Pero incluso donde el suelo se había salvado, la maleza estaba medio marchita. Cuando Cam tocó unas hierbas, las hojas se deshicieron como confeti. Cada minuto que pasaba en aquella ladera, estaba más seguro de que estaba absorbiendo radiación.

Cogió el brazo de Ruth cuando empezaba a alejarse bastante de Deborah.

—Tienes que esperar —le dijo.

Sus negros ojos brillaron para él. Ya no llevaban las gafas ni las máscaras, no había necesidad, así que pudo contemplar perfectamente la expresión de Ruth. «Suéltame», decía.

—¡Suéltame! —dijo mientras seguía subiendo, dejando un rastro de cortezas caídas según las tocaba con los guantes o las botas.

Cam la siguió.

—Espera, maldita sea —dijo, buscando los ojos de Deborah en vez de los de Ruth. Se veía ralentizado por el dolor de las costillas, y Ruth ya había cojeado hasta el siguiente árbol caído, agarrándose a las ramas del mismo.

Se había comportado así desde que Hernández se había marchado.

—Tienes que hablar con ella —dijo Cam, poniéndose al lado de Deborah. Pero la esbelta rubia sólo se encogió de hombros, casi indiferente.

—Es que tiene razón, tenemos que seguir avanzando.

—Si se rompe una pierna… —dijo Cam, levantando la voz.

De pronto, Ruth se paró delante de ellos. Cam miró hacia arriba. Cuarenta metros más adelante, Estey había levantado la mano, haciéndoles señales de la presencia de agua, barro y árboles caídos. En el espacio que había entre ellos, Goodrich y Ballard se quedaron también quietos. Los soldados formaban tres grandes siluetas humanas entre los escombros.

Cam también le hizo señales a Estey y le dijo a Ruth:

—Es una tontería que vayas delante. Tenemos que volver con los demás.

Pero no fueron las señales lo que la detuvieron. Había encontrado un pájaro.

—Vaya —dijo Deborah con dulzura, mientras Ruth se arrodillaba y cogía a la pobre criatura.

El pinzón no podía llevar mucho tiempo en la zona de la plaga porque todavía estaba vivo, aunque se le estaban cayendo las plumas de la panza y el cuello. Aleteó débilmente en el barro, intentando escapar. No tenía fuerza en las alas y quizá también estuviera ciego. Los ojos del pájaro eran de un azul pálido que Cam nunca había visto antes.

—¡Por aquí! —gritó Estey, y Cam hizo señales otra vez, aunque no estaba seguro de si Ruth obedecería. Dudó al poner los guantes a los lados del pájaro. Cam pensó que no debía de haber visto las ardillas con las que se habían cruzado unos quince minutos antes, dos pequeños animalillos que habían bajado juntos la ladera. Las ardillas también la habrían hecho parar, y él prefería su salvaje impaciencia.

Ruth podía ser bastante descuidada con su propia seguridad cuando se volvía maniática, pero aquello también la hacía peligrosa para todo lo que se le pusiera por delante. No podían dejar que le pasara algo. Necesitaban de su experiencia una vez más, y todavía estaban a una hora de su lugar de encuentro. Cam rezó por que lo consiguieran.

—Míralo —dijo. Se refería al pajarillo.

—Tenemos que seguir —dijo Cam, y Deborah añadió:

—Ruth, va a salir el sol.

—Está bien —al principio no se movió—. Tienes razón, sólo es un maldito pájaro.

Ruth se levantó y pasó entre ellos con las manos temblando.

Iban a pie porque Hernández se había llevado el camión para volver a Sylvan Mountain, tanto para unirse de nuevo a la base como para atraer la atención de los satélites enemigos. Los camiones serían mucho más llamativos que un grupo de personas, sobre todo si los vehículos avanzaban hacia el frente. Si se producía un ataque, Hernández quería ser el que recibiera el daño. Les estaba haciendo ganar tiempo. Organizó un grupo de helicópteros para llevar a Ruth otra vez al norte, pero no quería arriesgarse a encontrar una emboscada tan cerca de Sylvan Mountain. Los chinos tenían demasiados cañones apuntando a la zona. Los invasores podrían continuar su presión en el combate aéreo. Los helicópteros eran demasiado vulnerables, pero Hernández pretendía lanzar una contraofensiva para hacer que los chinos se retiraran. Una distracción.

Tú asegúrate de hacer todo lo que puedas», le dijo Hernández mientras Ruth le cogía del brazo, clavándole una jeringuilla que ella misma se clavó después en la muñeca. Era por eso que estaba tan furiosa. Estaba claro que Hernández no esperaba ver los frutos de su trabajo, y Cam pensó que seguramente les pediría a todos los enfermos que le siguieran para realizar el asalto. Cam pensó que él también aceptaría en esa situación.

Lo peor que le pasó a Ruth fueron unos arañazos y un tobillo torcido. Parecía ansiosa por herirse, y se estrellaba contra las ramas y los barrizales. Estaban incubando su salvación. Llevaban cuarenta minutos bajo la barrera, y la vacuna perfeccionada iría deshaciéndose del modelo antiguo, multiplicándose poco a poco para acabar con la plaga. Al mismo tiempo, los nanos mejorados les ayudarían a protegerse de la radiación.

Hernández daría su vida por ella. Con un poco más de tiempo en los laboratorios de Grand Lake, Ruth podría hacer cambiar el curso de la guerra a su favor mejorando los nanos. Parecía que sus posibilidades no tuviesen límites. Acelerar la capacidad de regeneración de un hombre era sólo el principio. Quizá consiguiera doblar sus fuerzas, sus reflejos, su vista… Pero, como siempre, el problema era la contaminación. Si conseguían inocularse una versión mejorada, era inevitable que se dispersara también entre el enemigo. Los súper soldados tendrían ventaja durante un corto periodo de tiempo antes de que el enemigo se alzara de nuevo con las mismas capacidades. Los Estados Unidos tendrían que lanzar nuevos ataques en una única ofensiva coordinada, si es que les daba tiempo, o si es que quedaban suficientes estadounidenses.

El pantano se iba oscureciendo según Estey los conducía a una zona donde el bosque se había incendiado antes de que las inundaciones extinguieran el fuego. Cam vio otro pájaro moribundo. Después también vio una lata azul de Pepsi y se preguntó cómo habría llegado hasta allí.

Desde algún lugar del norte llegó el rugido de unos cazas.

—¡Agachaos! —gritó Estey. La mayoría se aplastó contra el suelo lleno de madera carbonizada, pero Ruth se quedó de pie mirando. Foshtomi le tiró de la chaqueta.

—¡Agáchate, idiota! —dijo, pero el estruendo sonaba cada vez más lejos, hasta perderse en la oscuridad de la noche que aún había detrás de ellos.

Cam se giró para mirar el oscuro horizonte sembrado de brillos anaranjados, cuando unas gigantescas explosiones llenaron los valles cerca de Sylvan Mountain. Los cazas estadounidenses estaban atacando otra vez a los chinos, allanando el camino para el asalto por tierra.

Hernández contaba con ciertas ventajas. Estaba en posición elevada, por ejemplo. Era bastante irónico. Los ejércitos de Colorado se habían mantenido sobre los tres mil metros por miedo a la plaga, cediendo la mayor parte de las tierras bajas y las autopistas a los chinos, pero ahora aplastarían al enemigo con la supremacía de sus posiciones elevadas. «Pero no lo harán por ella», pensó Cam. No sólo lo hacían por ella, aunque Hernández hubiera intentado estrategias más conservadoras si no quisiera proteger a Ruth por encima de todo. Por eso ella estaba tan furiosa. Miles de personas más morirían para servirla, sin importar si ella estaba de acuerdo o no.

El sol por fin les tocó mientras avanzaban por el pantano hasta la bifurcación de un río. La luz les resultó cálida y acogedora, aunque el viento empezó a llevarles el sonido de los disparos. Entonces, llegaron más aviones. El clamor de la guerra les siguió durante varios kilómetros, y Ruth mantuvo todo el tiempo la cabeza agachada, cojeando por las rocas y la hierba tan rápido como podía.

El sonido de los helicópteros resonaba desde el paso de montaña que había frente a ellos. Se convirtió en un rugido al aparecer tres Black Hawk en el terreno que había más adelante. Estey se arrodilló con la radio en mano mientras Goodrich agitaba los brazos sobre la cabeza, así que Cam se sorprendió cuando dos de los helicópteros se giraron y siguieron su camino. Eran más cebos. El tercer helicóptero fue directo hacia ellos y aterrizó cerca. El jefe abrió la puerta de golpe.

—¿Confías en mí? —preguntó Ruth, acercándose tanto que su pelo se pegó en la cara de Cam. Él apenas la había escuchado. En la cabina, el sonido de los rotores le hacía temblar el cuerpo. Las turbinas chirriaban cada vez que el helicóptero ganaba altura y se mecía por el terreno. Cam miró afuera para ver el tranquilo mundo que sobrevolaban. Las figuras de las montañas subían y bajaban, pero la desolación era constante. Cientos de kilómetros estaban quemados, inundados o llenos de árboles muertos.

Ruth se apartó un poco para verle la cara. Había algo nuevo en sus ojos, excitación y miedo, una idea. Cam asintió. Dejó que acercara otra vez los labios a su oreja.

—Necesito que confíes en mí una vez más —le dijo.

Los soldados de Estey fueron separados en cuanto el helicóptero aterrizó en Grand Lake. Cam y Deborah también se sumaron a la operación. Los médicos de las Fuerzas Especiales llenaron varias jeringuillas con la sangre de cada uno de ellos. Otros soldados les llevaron a barracones y búnkeres de mando, les pinchaban rápidamente los brazos con jeringuillas y luego proporcionaban la sangre que les habían sacado a otros hombres y mujeres. Era casi cómico. Cam estaba agotado, y el proceso tenía un aire disparatado que le recordó a los espectáculos de payasos que había visto en varias ferias y parques de atracciones cuando era niño.

«¿De dónde habrá salido ese recuerdo?», se preguntó, presionando un trozo de algodón sobre el pinchazo del brazo mientras tres soldados lo llevaban a otro búnker. Tuvieron un percance con un civil. El hombre intentó agarrar a Cam, pero los soldados le dieron un puñetazo en la cara.

Grand Lake estaba en estado de confusión. Gran parte de la zona se estaba evacuando. Cam se halló en una tienda llena de pilotos ataviados con uniforme de vuelo que salieron corriendo de la barraca en cuanto recibieron su sangre. Cam pasó también por dos tiendas llenas de oficiales donde se enteró de todo lo que necesitaba escuchándoles confirmar señales y fechas de encuentro. Una sección entera había llevado a Ruth al laboratorio. Algunos de los comandantes de más rango también se quedaron, al menos hasta que se establecieran bases alternativas bajo la barrera. Estaban haciendo todo lo posible para salir de allí sin reducir sus defensas, pero eso era imposible. La transición resultaría en una enorme cantidad de trabajo justo cuando necesitaban esos recursos para centrarse en el enemigo, pero eran demasiado vulnerables en aquellas montañas. Los cazas chinos habían atacado Grand Lake ocho veces en los dos últimos días, bombardeando las improvisadas bases aéreas y las tropas de tierra. Los aviones enemigos podían volver en cualquier momento.

Pero Cam sabía algo que ellos desconocían. Ninguno de los esfuerzos de ambos bandos sería necesario si Ruth tenía éxito. Ya no pensaba en mejorar los nanos, sino que había ideado una forma de eliminar al enemigo completamente, aunque no había garantías de que su plan funcionara. Hasta entonces, lo único que podía hacer Cam era cumplir su parte.

Divisó a Foshtomi entre las tiendas corriendo con sus propios guardaespaldas. En otra ocasión, vio a una muchedumbre en la colina que había enfrente, un gentío en los campos de refugiados que debía de estar rodeando a otro de sus compañeros de equipo. Muchos de los refugiados se habían marchado ya, quedándose sólo con el modelo anterior de la vacuna. Sin embargo, otros se habían quedado, ya fuera por inercia o para ayudar a organizar lo que faltase.

Allison Barret era una de las que se habían quedado. Se encontró con Cam aquella tarde mientras éste comía con Ballard y Goodrich. El resto del escuadrón aún no había aparecido, y el corazón le dio un vuelco al ver una cara familiar. Cam se levantó de la mesa y caminó pasando a los guardias para abrazarla.

—Ven conmigo —le susurró Allison. Sus ojos azules brillaban esperando la respuesta.

El negó con la cabeza.

—No puedo —pensó que se refería a salir de la tienda, pero Allison tenía planes mayores.

La joven mostró los dientes con su sonrisa más radiante y hermosa y dijo:

—Puedes ayudarnos. Por favor, la gente normal también es importante. Necesitamos más líderes y tú has estado bajo la barrera muchísimas veces. Sabes qué hay allí.

—Lo siento.

—Por favor. Vamos a ir hacia el este —mantuvo el brazo alrededor de su cadera—. Pronto atacarán otra vez este lugar. Lo sabes.

—Sí.

Ballard le dijo que ya habían usado el Copo de Nieve. Los asaltos de tierra de Sylvan Mountain habían fracasado casi de inmediato, derrotados por la superioridad aérea de los chinos, tal como Hernández debía haber supuesto. Horas antes, Grand Lake les había hecho morder el polvo mientras perseguían a Hernández por las montañas perdiendo también a parte de las fuerzas estadounidenses. Era una desesperada demostración de fuerza. Ambos bandos estaban resentidos e indignados. Corría el rumor de que los códigos de lanzamiento estaban fijados. Podía haber un intercambio de ataques nucleares, y estaba claro que Grand Lake sería uno de los objetivos principales.

—Deberías marcharte —dijo Cam.

—No puedes ayudarla más, ya has hecho suficiente. —Allison volvió a mostrar los dientes de aquella forma tan agresiva—. No está enamorada de ti.

—¿Qué?

—Que no está enamorada de ti. Al menos, no de esa forma.

—Ésa no es la cuestión —dijo Cam sinceramente. La conexión que sentía con Ruth era mucho más que la de un amante. Era compleja y poderosa. Sí, habían compartido una intimidad física tocándose y besándose. Era posible que hubiera algo más, pero lo que sentía por ella iba más allá de todo aquello. Tenía que hacerlo.

—Siempre puedes cambiar de idea —dijo Allison—. Puedes venir con nosotros cuando quieras.

Entonces se marchó. Cam fue tras ella, aunque se paró ante la salida de la tienda. Dos de los guardias le habían seguido, y él miro al cielo nocturno, buscando las luces de los aviones norteamericanos. ¿Habría alguna señal de alarma?

Quizá fuera mejor desaparecer bajo el blanco fuego nuclear, así no tendrían que sufrir más. Podrían dejar de huir por fin.

Cam pensó en Nikola Ulinov, a quien nunca pudo conocer. Pensó en Ruth, intentando ir más deprisa que la marea de la guerra. A pisar de todo, se sintió calmado y tranquilo. Había hecho todo lo que había podido. Ahora la situación ya no estaba en sus manos. De una forma u otra, haría todo lo que fuese necesario para ayudar a Ruth. Siguió esperando y vio cómo Allison se unía a la muchedumbre de soldados que luchaban por salir de aquel lugar que se había convertido en objetivo.