22

Ruth se revolvió en el banco al fondo del camión, y se forzó a levantarse y caminar a pesar del dolor en la cadera.

—Con cuidado —dijo—, por favor.

El sargento Estey había pasado a la cola del vehículo con el capitán de los marines, hablando con urgencia a los hombres de uniforme que había abajo.

—He dejado a tres hombres allí, señor —dijo Estey, repitiendo la parte más importante de su informe, que había hecho por radio varias horas antes.

—Aún estamos intentando conseguir un helicóptero —contestó uno de los oficiales, extendiendo la mano para ayudarle a bajar.

—¡Por favor! —Ruth estiró el cuello para ver.

El capitán bajó del camión. Estey y Goodrich le siguieron. El almacén resonaba con las voces y el movimiento. En alguna parte, una puerta se cerró de golpe y un lejano grupo de artilleros disparó varias veces, pero Ruth no oyó nada.

Se arrodilló torpemente en el camión para ponerse al nivel de Frank Hernández. Un espasmo le atravesó los músculos cortados de la cadera, pero fue el torrente de emociones lo que casi la hizo caer, una mezcla de remordimientos y alegría, y una increíble sensación de déjá vu. Empezó a tartamudear.

—Pero ¿cómo es que…?

—Hola, doctora Goldman —dijo él en su habitual tono tranquilo.

Ruth había conocido a Hernández en la parte trasera de una ambulancia en Leadville, débil por el dolor de su brazo otra vez roto y el shock de volver a notar la gravedad de la Tierra. Durante un corto período de tiempo habían sido aliados. Ella lo respetaba más de lo que él pudiera haber imaginado, incluso después de traicionarle. Era un buen hombre, pero demasiado leal, apoyaba al gobierno de Leadville sin cuestionar nada. Se vieron por última vez en el laboratorio de Sacramento, a punta de pistola. El escuadrón de Newcombe había matado a uno de los marines de Hernández antes de dejarlos inmovilizados a él y a otros tres hombres en el invisible mar de nanos, atados con cinta aislante, con los cables de radio cortados y con menos de dos horas de aire en sus trajes de aislamiento.

Ruth y los demás traidores no pretendían que se asfixiara, y la muerte del marine fue un error. Le contaron a las fuerzas de Leadville dónde encontrar a Hernández, usándolo como cebo mientras empezaba la lucha por la posesión de la vacuna… y Ruth siempre había esperado que él hubiese conseguido escapar, aunque luego supuso que si lo habían rescatado, habría perecido en la capital cuando explotó la bomba.

Fue como encontrar a Deborah, como encontrar a alguien de la familia. Era la segunda vez que había redescubierto a alguien que pensaba que había muerto, aunque luego se dio cuenta de que tenía razón con la idea hasta cierto punto. Su aspecto era muy distinto. El hombre que conocía iba siempre tan pulcro como dictaba el código militar de los Estados Unidos, su aspecto era saludable y elegante. En aquel momento estaba en los huesos, y el tono aceitunado de su piel estaba teñido de un feo gris pálido. El bigote que solía llevar se había convertido en barba, y poblaba las quemaduras que tenía en la mejilla izquierda, como gotas de cera rosada, aunque llevaba la gorra baja, como si intentara esconder las cicatrices.

Las lágrimas se apoderaron de los ojos de Ruth, y ésta ni siquiera intentó reprimir sus sentimientos, dejando que las gotas cayeran en el estrecho espacio que había entre ella y Hernández.

—Es usted… —dijo dudosa, entonces llevó los dedos a su uniforme—. Jamás pensé que volvería a verlo.

El sonrió. Podría haber respondido de muchas otras maneras, pero puede que él también sintiera la misma sensación de familiaridad tan bienvenida. Podría haberla culpado por todo lo que pasó y Ruth no habría negado nada. ¿Y si fue él quien llevó la vacuna a Leadville? ¿Y si el consejo presidencial había conseguido negociar con los rusos una posición de poder absoluto, en vez de pelear por aplacar la rebelión en los Estados Unidos, al mismo tiempo que negociaban en el extranjero? Y aun así, su sonrisa era auténtica. El gesto de ella conmovió sus ojos negros y él también suavizó su postura.

Ruth sintió una especie de perdón, así que se sorprendió cuando Hernández se echó atrás para dejar que otro soldado la bajara del camión. ¿Se habría equivocado? No. La mirada de él se apartó de la doctora con algo parecido a la vergüenza.

Hernández no era lo bastante fuerte como para aguantar su peso. Las quemaduras, el color de la piel… Estaba envenenado por la radiación, pero intentó ocultarlo mirando hacia Cam y Deborah.

Pareció no reconocer a la capitana, pues apenas se habían visto antes, pero ésta se movió al lado de Ruth de forma protectora, mientras Cam se agachaba en el camión con la mano pegada a las costillas. Uno de los marines le ayudó a bajar, y Hernández dijo:

—Hola, hermano.[1]

—Mucho gusto en verte[2] —dijo Cam.

—Me alegro de que esté bien —le dijo.

Él se estaba muriendo.

—Gracias, yo también me alegro por usted. —Hernández la miró a los ojos antes de sonreír otra vez—. Vayamos a curarles esas heridas. Descansen primero, ya hablaremos más tarde.

—Me gustaría tomar muestras de sangre de todas las personas que hay aquí —dijo Ruth.

—Podrá hacerlo luego, ¿de acuerdo?

—Hágalo —dijo Deborah—. Señor, hágalo mientras nos atienden los médicos, o si no puede que no haya tiempo.

—Usted es Reece, la astronauta —dijo Hernández.

—Sí, señor.

Se frotó los grises hoyuelos que tenía bajo los ojos y sacudió la cabeza.

—Los de Grand Lake no nos dijeron quién iba a venir. Una técnica con escolta, nada menos. Si lo hubiera sabido, habría movilizado a más gente para intentar ahuyentar a los chinos, pero nos superan en número en casi todas partes —dijo—. Lamento lo de sus amigos.

Ruth asintió. Mientras ellos estaban a salvo, Somerset yacía sangrando en la ladera de la montaña, pero Grand Lake había mantenido en secreto su misión porque había una concentración demasiado elevada de vigilancia electrónica centrada en las Rocosas. Podría haber bastado un desliz, una pista. Si los rusos o los chinos supieran que Ruth estaba viajando, el enemigo hubiera redirigido todas sus tropas para matarla o capturarla.

—¿Podrían ir a recoger a las personas que hemos dejado allí? —dijo ella.

—Envié otro camión hace varias horas. No sabemos si podrán pasar por ciertos sitios, pero si el camino está difícil, dedicarán el resto del viaje a su gente.

—Gracias.

—Avisaré a unos cuantos equipos para que se encarguen de las muestras de sangre. ¿Puedo preguntar qué estamos buscando?

—Nanos…

—Lo imaginaba. Si no, no estaría aquí. —Hernández les mostró algo del guerrero que había en su interior, retándola con una mirada—. Pero ya tenemos la vacuna, y no han venido conduciendo hasta aquí porque no pudieran conseguir un helicóptero…

Ruth le interrumpió también.

—No necesito más que una gota de cada hombre, con un pinchazo bastará. Sólo hay que asegurarse de que se guardan todas por separado y se clasifican con la unidad del soldado, la posición que ocupa y dónde estaba antes de la bomba.

—Antes de la bomba —repitió Hernández.

—Sí. —Ruth se aclaró la garganta. No quería herirlo más, pero merecía saber la verdad—. Leadville estaba haciendo pruebas con una nueva tecnología con su propia gente —le dijo.

Fueron enviados a una tienda muy concurrida, y allí continuó su sensación de déjá vu. Incluso casi se rio, pero la hubiera hecho parecer una loca. Se había visto demasiadas veces rodeada de equipos médicos, como un coche de carreras averiado que tuviera que volver a la pista. Deseó no volver a necesitar nunca ese tipo de atención, y aun así lo único que vería en el futuro sería más sangre. Matar o morir. ¿Cómo podrían terminar con la lucha? ¿Rindiéndose? No sabía si el enemigo permitiría eso siquiera.

Un hombre la ayudó a desvestirse, y luego limpió con cuidado la sangre y la tierra ennegrecida que tenía en la cadera. Ruth sólo llevaba una camiseta y calcetines, y sólo se avergonzaba de lo marcadas que tenía las costillas que mostraba cuando se tumbaba sobre el costado bueno con la camiseta levantada. Cerca, Deborah no llevaba nada de cintura para arriba, vestida con poco más que la ropa interior mientras le trataban las heridas de la espalda. Pero tras algunas raciones de comida, parecía volver a estar bien. Muy bien, de hecho. Era una mujer alta de piel suave y pechos pequeños pero perfectos.

Ruth vio a Cam mirando la figura de Deborah, y de pronto éste notó la mirada de ella. Ruth se sonrojó, pero el equipo médico no notó el cambio. Debían de haber visto a miles de pacientes yendo y viniendo. Como médico, Deborah también parecía algo distante. Ruth pensó que era una lástima reducir el cuerpo humano a un simple vehículo o herramienta. Se alegró de ser una mujer capaz de robarle miradas a un hombre. Ahora estaba preocupada por él. Cam se frotaba la oreja izquierda una y otra vez, apretándose el pecho lleno de cicatrices con la mano derecha. Estey dijo que sólo tenía una magulladura en las costillas, pero estaba claro que le dolía lo suficiente como para no poder levantar el otro brazo, y les comentó que no oía nada de aquel lado.

Llegó el cirujano de Ruth, un hombre enfermizo con cara macilenta por la radiación. Tosió una y otra vez dentro de la máscara que llevaba, aguantando la respiración para calmarse se frotaba las manos de vez en cuando. Ruth habría pedido que la atendiera otra persona, pero una enfermera se le acercó y le susurró:

—El coronel Hanson es el mejor.

El hombre estaba peor incluso que Hernández, y aun así seguía de servicio. Ruth se preguntó cuántos más habría ya enterrados. Sabía que ella misma no dejaría de trabajar hasta que la mataran.

El médico le inyectó en la cadera una buena dosis de novocaína, una anestesia dental, pero nada más. Estaban usando sus últimas provisiones y cada día había más heridos. Ruth gritó al notar la gran presión que ejercía contra su pelvis al sacar la metralla, pero era la mano de Cam bien agarrada a la suya lo que recordaría más adelante.

Hernández fue a buscarlos llegada la noche. Ruth se había forzado a beber una taza de sopa a pesar de las náuseas. Estaba tumbada en un catre con los ojos medio cerrados, concentrada en un punto entre el dolor y la luz tenue de la sala.

Los habían llevado a otra tienda, una más grande, fría y llena de gente. La única iluminación consistía en una sola linterna situada a lo lejos. Las enfermeras pasaban de vez en cuando por delante de la luz, y docenas de pacientes se movían en las camas y en el suelo, dibujando largas sombras en las paredes de la tienda.

Cam y Deborah se sentaron a ambos lados de Ruth, los dos aún doloridos por sus heridas. Las dos mujeres compartieron cama, intentando darse calor entre ellas. Deborah durmió en la parte de fuera de la cama intentando protegerse las lesiones de la espalda. Cam se sentó contra la fina capa metálica del camastro con los hombros casi tocando los pies de Ruth, que dormía con la cabeza en las rodillas. Ruth les habría pedido que se cambiaran de sitio si no hubiera tenido miedo de ofender a su amiga, pero Deborah no podía sentarse contra la cama. Sentarla en el suelo habría sido inexcusable, y Ruth ya había sido bastante cruel con Cam en lo que a su relación se refería.

Nunca había pretendido ser una molestia. Sólo quería consolidar su relación aunque no fuera más que con un polvo rápido. ¿Cuándo habían tenido tiempo para algo así? Suponía que los soldados apartarían la mirada si ella y Cam se juntaban en un saco de dormir, pero se habría sentido muy vulnerable y, lo que era peor, alguien había robado la caja de condones de su mochila cuando había estado en la tienda médica de Grand Lake.

Ruth se preguntó qué habrían hecho Cam y Allison. ¿Se habrían limitado a las manitas y al sexo oral o habrían tenido relaciones plenas? Ruth quiso enterarse mejor. Quería que él la quisiera más que a la joven, y pensó en Ari y en los juegos picantes a los que jugaban, masturbándose el uno al otro, lamiéndose y besándose. Los recuerdos la hicieron ser consciente de que tenía a Deborah durmiendo contra su espalda. Acomodó los muslos lo mejor que le permitió el dolor de la cadera, intentando contener ahí el calor.

Pensó que había sido más indecisa con Cam de lo que había sido jamás con ninguna otra persona porque él veía lo peor de ella, pero siempre había algo que la confortaba. Podía ser frívolo, o quizá estuviese equivocada. No se sentía que mereciera consuelo, ni mucho menos placer, cuando eran sus errores los que habían iniciado la guerra y matado a una enorme cantidad de gente en todo el planeta.

Ruth se mordió el labio y miró al hombre que había en la cama contigua, un soldado con cortes en la barbilla y la nariz. También había visto que una enfermera le cambiaba unas vendas en el cuello antes de cambiarle las sábanas. Su piel tenía un tono gris amarillento en la penumbra, pero su respiración era estable y Ruth deseó que se recuperara pronto.

Hernández entró lentamente en la sombra, parándose a murmurar algunas frases con alguien a unas cuantas filas de ella. Se volvió a detener antes de llegar a su catre, echando una mirada a los tres que allí estaban.

—Estoy despierta —dijo Ruth.

Hernández movió la cabeza. Llevaba una cantimplora de plástico y se la ofreció. Ruth notó el calor de la botella antes siquiera de tocarla.

—Es sopa —dijo.

—Muchas gracias, general.

El no reaccionó a lo que ella pretendía que fuera un cumplido. Volvió a mirar a Cam, que estaba dormido, y luego al soldado que había en la cama de al Jado. Parecía tan respetuoso como un hombre en una iglesia. No tenía muy buena impresión de sí mismo, lo último que quería Hernández era molestar a los demás. Ruth conocía muy bien la impactante sensación de conexión que ella había visto en todo lo que hacía.

Estey también había ido a verla una hora antes. Ruth apreció el gesto, sabiendo lo ocupado que estaba el sargento. Los dos nunca habían tenido razón alguna para charlar, y Ruth sabía que aquella actitud era un excelente mecanismo para sobrellevar la situación. Intentó mostrarse simpática con él, quería ser algo más que un trabajo para Estey. Le pidió que les diera ánimos a Hale y a Goodrich de su parte, pero él se limitó a asentir y se marchó a hacer cosas mejores.

Frank Hernández era ahora general de brigada. Se había convertido en el tercero al mando del ejército central de Colorado, en parte porque no quedaba nadie más, pero también porque había cumplido cuando la situación lo había requerido. Hernández había resultado clave en la reorganización de las fuerzas de tierra de la zona, preparadas a tiempo para enfrentarse al enemigo. Muchos de los soldados y oficiales de reserva que tenían un rango superior a él se habían quedado atrás.

Fueron sus decisiones las que les habían hecho ganar o perder en muchas batallas de las autopistas 50 y 133. Ya fuera para que una compañía de infantería estuviera en el lugar adecuado o que una unidad de artillería tuviera el equipo para mantener sus armas, Hernández siempre era la clave. Su habilidad de anticiparse a los hechos y a las capacidades de su propia gente había sido crucial para cientos de miles de vidas.

Estaba confusamente ligado a ellos. Ruth pensó que era el sentido de la responsabilidad lo que en realidad le había llevado a la línea de frente. Hernández no debía estar allí. Sylvan Mountain había experimentado un enorme incremento de los ataques con la presión de los chinos en el norte, mientras atravesaban la interestatal 70. Los centros de mando locales de los Estados Unidos estaban escondidos en lo profundo del Valle de Aspen, en una base más grande y segura. Hernández había arriesgado su vida para atravesarla. Había insistido en conocer a los supervivientes del escuadrón de Ruth, pero no estaba seguro de que ella estuviera con ellos. Todo era una excusa. Necesitaba ver a las tropas que conocía sólo como números en los mapas, y ella le respetaba por eso.

—Hemos empezado a recoger muestras de sangre aquí en las tiendas —susurró.

Ruth hizo un movimiento de cabeza, como asintiendo. Perfecto, allí podía encontrar el equipo médico que necesitaba, junto con las pocas listas y tablas que conservaban, a pesar de estar destrozadas.

—¿Qué más necesita? —le preguntó—. Estamos refrigerando las muestras que sacamos, pero no sé si seremos capaces de construirle una sala estéril.

—No hace falta que malgaste el espacio del refrigerador. La temperatura ambiental es perfecta, y cualquier zona de trabajo me servirá. No hace falta que sea mucho. He llevado a cabo la mayor parte de mi trabajo en la parte trasera de un jeep.

—Entonces, me gustaría que se trasladara mañana. Los aviones enemigos nos atacan en todas partes, pero esta base en concreto suele recibir muchas ofensivas. Preferiría que estuviera en un lugar algo más apartado.

—De acuerdo, muchas gracias. —Ruth no pretendía mostrarse tan valiente como para no necesitar protección.

Hernández volvió a buscar sus ojos en la oscuridad. Luego puso la mano en el camastro, cerca de su cara. El gesto fue casi agresivo, pensó ella, una muestra de su capacidad para acorralarla y controlarla.

—¿A qué nos estamos enfrentando? —le preguntó.

—General…

—Tengo que saberlo, Ruth.

Ella se estremeció. Hernández no había usado nunca su nombre de pila, y aquella informalidad estaba fuera de lugar con su pequeña demostración de fuerza. Estaba atrapado, tenía que ayudarla pero seguiría siendo sospechoso, tanto por su traición en Sacramento como por el enorme poder de la nanotecnología. Seguramente era por ambas cosas. Era posible que también Ruth se hubiera portado como una bruja por la forma en que la trataba Hernández, con una mezcla de reverencia y desconfianza. Él entendía de hombres y de armas, pero ella representaba una amenaza muy diferente.

—No sé qué responderle —dijo Ruth—. Lo juro, aunque estoy segura de que el fantasma no es un arma. Creo que Leadville estaba experimentando con nuevos tipos de vacuna.

—¿Es ésa la única razón por la que está aquí?

—¡Por supuesto! —había olvidado mantener un tono de voz bajo, y Deborah se agitó contra ella, medio dormida. Cam ya estaba despierto. Sus ojos se habían vuelto a estudiar a Hernández, y Ruth dijo:

—¿Qué está intentando decirnos?

—Hemos estado mirando tus notas.

—La mayoría son especulaciones —sonó defensiva incluso para ella misma.

—Necesito saber más sobre el detonante de saturación.

Ruth se lo quedó mirando, con el cerebro pensando a toda máquina. ¿Qué era lo que aquella gente había concluido de sus números y anotaciones? Parecía improbable que Hernández hubiera entrenado a nadie en el campo de la nano —tecnología. ¿Sería que simplemente les había pedido a ingenieros de combate o técnicos informáticos que sacaran lo que pudieran de sus apuntes? Basándose en su forma helicoidal, Ruth había teorizado que el fantasma había sido diseñado para unirse a una estructura mayor tras pasar cierta densidad en una población… pero la idea no era más que eso, una idea.

—Si lo leyera todo, sabría que aún tengo serias dudas sobre esa línea de investigación y que la abandoné hace varios días —dijo con firmeza.

—Eso no es lo que me ha dicho mi gente.

—Entonces, están equivocados.

—¿De qué está hablando? —pregunto Cam.

—La doctora Goldman ha considerado una forma de detener al ejército chino que podría matar también a todos los habitantes de las montañas —dijo Hernández—. Una especie de masacre a gran escala.

—No pensará que eso sea cierto, ¿no? —dijo Cam, preguntándoselo también a sí mismo.

—Creo que Grand Lake haría cualquier cosa por ganar —dijo Hernández, y Ruth alcanzó por fin a comprender a qué se debía el cambio que se había producido. Fue él quien se había perdido en Sacramento, fue él quien había visto cómo se evaporaba Leadville. Hernández la estaba poniendo a prueba. Si fallaba las respuestas, si de verdad él pensaba que Grand Lake pretendía destruirle, la guerra civil volvería a estallar en los Estados Unidos cuando por fin habían conseguido evitarla. Incluso unidas, las fuerzas de Colorado apenas podrían hacer nada contra los chinos.

—¿Cree que hemos venido hasta aquí sólo para morir? —preguntó Ruth con un toque de sarcasmo—. ¿Como si pensáramos que una misión suicida fuera nuestra mejor salida?

—Sé que carga con mucha culpa —dijo él, acabando con su desdén así de fácil—. Sus amigos no tienen por qué saber qué está haciendo —continuó, y tenía toda la razón.

Había convertido en duda el desprecio de la doctora, y ésta se giró enseguida para mirar a Cam.

—No es verdad —le dijo.

—Lo sé. —Cam cubrió la mano de ella con la suya.

Detrás de ella, Deborah se apoyaba en un codo para mirar a Hernández. Colocó la otra mano en la cintura de su amiga. Era un gesto de afecto, y Ruth no olvidaría jamás su lealtad hacia ella. Le estaba muy agradecida, porque todavía guardaba un secreto.

—He venido a ayudarle —le dijo a Hernández. Su voz temblaba por las lágrimas—. He venido a ayudar a todo el mundo —dijo, y Hernández empezó a mover la cabeza lentamente en la oscuridad.

—Perdóneme —le contestó—, tenía que asegurarme.

—Pero… si nosotros no…

—Lo siento —levantó la mano con inseguridad, como si quisiera buscar un lugar para unirse a la pequeña cadena que la conectaba a Cam y a Deborah.

Ruth deseó que lo consiguiera. Pero en vez de eso, Hernández bajó el brazo a su lado.

—Mi primera responsabilidad es para con la gente de aquí —dijo—, y sus notas contienen una información temible. —Sí.

Permanecieron en silencio durante un instante, escuchando los incesantes sonidos de la tienda, el barullo de los soldados heridos que estaban solos y tenían frío a pesar de que compartían aquella pesadilla.

—No debería interferir en su camino —le dijo Deborah—. Ruth es la mejor opción que tenemos.

—Ya lo veremos —respondió Hernández levantándose.

Ruth fue tras él.

—Espere, por favor.

—Tengo mucho que hacer.

—No quiero que se marche así —dijo ella honestamente—. Por favor, quédese unos minutos más.

—Está bien. —Hernández se sentó de nuevo.

Ruth se esforzó por encontrar algo agradable que decir.

—¿Le apetece un poco de sopa? —le preguntó.

—No, es para vosotros.

Pero había demasiadas cosas importantes que saber y nunca había tiempo.

—Pensábamos que estaba en Leadville cuando explotó la bomba —le dijo.

Hernández asintió. —Allí estaba.

Su compañía sólo sobrevivió gracias a las montañas que rodeaban la capital. El avión enemigo debía de estar por debajo de los cuatro mil metros cuando detonó su carga. El gran anillo de la división había actuado como un cuenco, reflejando el estallido hacia arriba en vez de dejar que se expandiera hacia los lados. El servicio de inteligencia estimó que la explosión había sido de seis megatones. Un dispositivo del Juicio Final. No había motivo para apilar tantos proyectiles en el avión, a no ser que los rusos estuvieran preocupados porque los emboscaran o los abatieran. Con un cargamento de aquella magnitud, podrían alcanzar la ciudad desde ochenta kilómetros de distancia o causar daños a, al menos, unos ciento cincuenta.

Hernández tuvo suerte de que se hubieran acercado tanto. Los reconocimientos aéreos y de los satélites no mostraban más que escombros en la zona cero. No había el más mínimo rastro de nada humano en el valle. La propia tierra era irreconocible. Se habían evaporado enormes cantidades de tierra y piedras, y los restos se convirtieron brevemente en líquido. La tierra, que en aquel momento era totalmente llana, estaba tachonada de dunas y pequeñas colinas irregulares. Casi parecía que alguien hubiera vertido una increíble cantidad de hierro fundido desde el cielo. El efecto era insólito. La onda expansiva había afectado a todos los puntos bajos de la zona, como si se hubiera desplazado por el terreno. Fue eso lo que salvó a Deborah. La onda saltaba y se hundía, devastando algunos valles y perdonando a otros.

Hernández estaba en una cresta que miraba al sur, lejos de la explosión. La gran serie de cordilleras que había entre su posición y Leadville redirigió la peor parte del daño. Pero incluso cuando parecía que iba a conseguir escapar, el impacto actuó sobre la montaña lo suficiente como para cerrar muchas de sus madrigueras, como manos que se convertían en puños. En apenas unos segundos se encontró con cinco muertos y setenta heridos. El día se convirtió en noche cuando la tormenta golpeó con un calor y un polvo asfixiantes.

Corrieron colina abajo, dejándolo todo menos a los heridos. Tenían miedo de la plaga, pero sabían que se asfixiarían si se quedaban. Más tarde se darían cuenta de que la presión atmosférica había caído en picado en una zona de decenas de kilómetros, mientras la reacción nuclear absorbía aire en una columna inmensa y extremadamente caliente. Tuvieron una pizca de buena suerte, la región quedaba libre de la plaga temporalmente. Una vez llegaran a la base de la montaña, podrían quedarse en la autopista 24 y avanzar rápido por el arrugado asfalto. La nube de hongo cayó sobre sí misma, cubriéndoles de ceniza y tiras calientes.

Hernández enfermó, como la mayoría de sus soldados, lo que les facilitó a los chinos poder cargar contra ellos. Ninguno de los supervivientes del ejército estadounidense había estado tan cerca de la explosión como su unidad, pero al menos un tercio de ellos quedaron expuestos a la radiación, la cual demostró su destructiva efectividad. El grupo era incapaz de montar las contraofensivas que requerían para, al menos, tomar posiciones de defensa, y los generales chinos lo sabían. Los asiáticos siguieron arrasando los emplazamientos americanos, dejando vulnerables sus rutas de suministro, pero asumiendo el riesgo a cambio de más territorios.

El ejército central de Colorado estaba rodeado. Pronto, el enemigo reforzó sus unidades de avance en la interestatal 70 y atacó el Valle de Aspen desde tres flancos distintos. Había otras poblaciones estadounidenses del estado, pero aparte de Grand Lake, ninguna de ellas tenía una fuerza militar significativa.

Aquélla era la jugada maestra, o eso parecía que pensaban los chinos. Los víveres, las herramientas y el combustible que necesitaban se hallaban allí mismo. Cada ciudad que absorbían era una ayuda, y al expandirse se lo ponían más difícil a las fuerzas aéreas americanas. Los grandes objetivos eran más difíciles de atacar y llevaba más tiempo cubrirlos, pero Ruth se preguntó si los chinos estarían presionando tanto la zona porque, como ella, también buscaban algún rastro de la nanotecnología desarrollada en Leadville.

Ya deberían haberlo encontrado en los cadáveres de los estadounidenses, y también era probable que hubiesen hecho prisioneros. Es más, no era imposible que los Estados Unidos hubieran transmitido los nanos a los chinos a través de sus balas y misiles. Cada vez que un soldado cargaba su arma, cada vez que una tropa de tierra rearmaba un jet, su piel, sudor y aliento quedaban impregnados en los proyectiles.

Ruth no tenía forma de saber si los investigadores chinos la habían superado en sus pesquisas o si el enemigo había desarrollado ya nuevas armas nanotecnológicas.

—Ya deben de conocer el Copo de Nieve —le dijo a Hernández. Ruth necesitaba advertirle que fuera cuidadoso con sus aviones si parecía que iban a perder la lucha por mantener alejado al enemigo de la interestatal 70.

Si los chinos flanqueaban el grupo de Aspen, si Grand Lake pensaba que aquél era el mejor sitio para acorralar a los chinos creando un cuello de botella antes de que partieran hacia la nueva capital, no hacía falta decir qué era lo que harían. El Copo de Nieve era la solución fácil. No había forma de defenderse de él, y tras su acción inicial, desaparecía.

—Los equipos armamentísticos estaban intentando… —dijo Ruth, pero se paró al darse cuenta de que se estaba excluyendo de lo que había hecho hablando en pasado.

—Había oído algo de eso —dijo Hernández—. No creo que Leadville permitiera jamás que la nanotecnología quedase fuera de su control.

El general estaba intentando ayudar. Pensó que el Copo de Nieve había desaparecido para siempre. Por un momento, Ruth no pudo hablar siquiera, inmersa en la autocrítica y la vergüenza. Sus tropas la habían salvado, y ella a cambio…

—Grand Lake es quien lo tiene ahora —dijo—, yo lo construí para ellos.

Sus ojos negros se la quedaron mirando en la penumbra.

—No sabía qué más hacer —dijo Ruth, y Cam murmuró:

—Joder…

Ella no se lo había dicho. ¿Qué podía hacer él? En aquel momento parecía la decisión acertada. Pensaba que estaba proporcionando a su país un nuevo y poderoso elemento di —suasorio, algo que seguía siendo verdad, pero en aquel momento todos los allí presentes corrían grave peligro.

Hernández tenía la mirada perdida detrás de ella, y aunque tenía la mano agarrada al borde del catre, era casi como si se hubiera derretido. Había comprendido la situación, Ruth lo vio en su cara grisácea. Él era un estratega, y a lo largo de la guerra civil había visto enfrentamientos entre su gente una y otra vez.

Grand Lake siempre había abogado por bombardear al enemigo. Todavía había oficiales de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos en las bases de misiles de Wyoming y Dakota del norte, pero las Rocosas serían siempre el blanco de cualquier contraataque al oeste del país, y lo que era peor, el enemigo sabría responder a la ofensiva con la misma fuerza.

Pero el Copo de Nieve era diferente. Un arma de tamaño nanoscópico les daría muchísima ventaja. Usarla podría dar lugar a una posible respuesta nuclear, pero los más desesperados se habían convencido de que asustaría al enemigo lo suficiente para que no les atacaran más. Aquéllos hombres podían creer que una nueva arma de destrucción masiva sin parangón era justamente lo que necesitaban para ganar la guerra.

Eso le planteaba a Hernández en un grave dilema. Necesitaba mantener cerca las armas y la infantería para repeler a los chinos, pero al mismo tiempo, si se comprometía demasiado, sus tropas no tendrían oportunidad de retirarse antes de que Grand Lake arrasara la zona. Y aun así, necesitaba disponer de todos y cada uno de sus hombres. Si perdía otra batalla, si Grand Lake se asustaba o simplemente perdía la paciencia con la limitada fuerza del Valle de Aspen, los cazas que lo habían ayudado llevarían la muerte a todos los que estaban allí.

El bombardeo no sería indiscriminado. Ruth esperaba que tuvieran cerebro suficiente como para soltar las cápsulas en el borde más alejado del grupo chino, pero los pilotos no tenían experiencia alguna con el Copo de Nieve. Estaban acostumbrados a atacar de forma directa. A pesar de todo, la reacción en cadena sería congénita a la tecnología, llegaría al frente americano.

—Lo mejor que podemos hacer es decirles a los de Grand Lake que he encontrado lo que buscaba —dijo Ruth.

—Pero si ni siquiera ha empezado… —Hernández se reprendió a sí mismo. Era evidente que seguía confuso—. Claro, por supuesto.

«Le cuesta mentir incluso ahora», pensó Ruth, «a pesar de las muchas veces que la gente le ha engañado a él».

Hernández se levantó, parecía aliviado de poder alejarse de ella.

—¿Qué puedo decirles por un canal abierto? —preguntó.

—Dígales que he encontrado lo que estaba buscando. Sólo eso, debería darnos un poco más de tiempo.

—Les llamaré ahora mismo.

—Lo siento muchísimo —dijo Ruth—, de verdad —las palabras parecían inapropiadas. Una vez más, había herido a aquellos que lo estaban arriesgando todo para ayudarla.