16

Los tres avanzaron rápido hacia la cima con las armas en ristre. Formaron un triángulo con el fusil de asalto de Newcombe al frente y Cam y Ruth a los lados. Ésta sabía que con aquellas máscaras y trajes parecían alienígenas sin rostro. Ruth sintió que la sangre le fluía por los brazos, pero su único brazo sano estaba anclado por el peso de la pistola.

—¡Alto! —gritó un hombre delgado y de tez negra. El asaltante tenía unas marcas rosadas en la nariz y la barbilla. Había girado el hombro, como para esconder el mango de un cuchillo que tuviese en la mano, o quizás para prepararse a usarlo.

Detrás de él, una chica se agachó y cogió una piedra, y el resto de la multitud pareció agacharse al mismo tiempo. El sonido era muy humano. Voces. Botas. Crearon un pequeño alboroto que rivalizaba con el zumbido interminable de los aviones. De pronto, Ruth se dio cuenta de nuevo de lo vulnerables que eran en aquella cumbre tan descubierta. El día tocaba a su fin, estaban ya por encima de la puesta de sol. La sombra de Ruth se alargaba delante de ella, y se unía con las de Newcombe y Cam, mientras que los ojos y los dientes de los otros brillaban con la luz anaranjada del crepúsculo.

Algunos de los extraños se escondieron en sus cuevas de piedra, pero la mayoría se desplegó al verlos. Ruth se fijó en un hombre cojo que reapareció de repente desde detrás de un refugio más cercano. Caminaba de lado para flanquearla, cogiendo una pala como si fuera una lanza. Tenía la cara torcida por un sarpullido y una herida bastante mal curada. El hombre sólo tenía un ojo.

—Arma —susurró Cam. La mirada de Ruth se desvió hacia su izquierda, al lado del campo de rocas. Había un hombre con el pelo revuelto y un rifle de caza. Su corazón empezó a latir tan fuerte que parecía que se les fuese a parar, un doloroso latido y luego, nada más.

—¿Qué queréis? —gritó el primer hombre.

—Somos norteamericanos-dijo Newcombe, pero las palabras le salieron como un ladrido. Estaba sudando. Ruth y Cam también. El acelerón de los últimos cientos de metros hasta la meseta había dejado muerta a la doctora. El mero hecho de mantenerse en pie ya era todo un logro. Los tres estaban afectados por sus propios dolores. Ruth se encorvó para cogerse el brazo malo y Newcombe se apretaba el fusil contra la cadera, a modo de muleta. —Norteamericanos— dijo.

El otro hombre siguió acercándose más. Estaba a apenas cincuenta metros. La punta redonda de su pala estaba roma pero brillante, seguramente por usarla contra el suelo duro. Ruth se contrajo violentamente intentando aguantar el dolor del costado. Se aseguró de que el hombre pudiera ver su pistola, pero no hubo ningún cambio en aquel rostro de piedra.

—Debe de haber más escondidos —dijo la chica, y el hombre negro gritó:

—¡Largaos de aquí!

Cam consiguió recuperar el aliento.

—Somos de las Fuerzas Especiales del Ejército de los Estados Unidos —dijo, apoyando la cabeza en el hombro de Newcombe. Su pistola no se movió—. Hemos venido a ayudar, ¡dile que se retire!

—El Ejército de los Estados Unidos —repitió el negro.

—Podemos detener la plaga. —Newcombe sacó una mano del fusil para levantarse las gafas y mostrar su cara—. Miradnos, ¿cómo si no hemos llegado hasta aquí?

—Están lanzando a gente por toda la zona —dijo la chica a su compañero—. Podrían ser cualquiera.

El cielo de la tarde resonaba con el sonido de los aviones. Un segundo grupo de transportes llegó tres horas después de la primera remesa, para luego acercarse otros pocos rezagados, con lo que los invasores habían conseguido ya un buen número de combatientes aéreos. Gran parte del ruido era un lejano murmullo. Los aviones se mantenían en alto, pero si soplaba el viento o si uno pasaba cerca, el sonido podía ser intenso. Todavía vieron un par de veces más cómo las montañas se iluminaban por los disparos. Quedarse allí era como caminar hacia un tren en marcha, esperando a ser atropellado.

Ruth entendió su paranoia, pero observando el frío trato del hombre tuerto, no le cupo duda de que la plaga había convertido en animales a algunas de aquellas personas.

—Podemos protegeros de la plaga —dijo Cam—. Se ha desarrollado un nuevo tipo de nanotecnología.

—Hemos venido a ayudar —añadió Newcombe. El negro movió la cabeza lentamente, como rechazándoles. Era una señal. La chica bajó la piedra que había cogido y el hombre tuerto dejó de acercarse a Ruth. Cerca, otro hombre y dos mujeres se calmaban también, aunque no soltaron los cuchillos ni los garrotes. Una de ellas estaba embarazada de varios meses. La otra era de piel blanca, que se había quemado, pelado y vuelto a quemar.

Ruth estimó que allí habría unos veinte supervivientes. Cam V Newcombe habían hecho un pequeño esfuerzo por inspeccionar aquel sitio antes de adentrarse en el campamento, temerosos de que hubiera tropas de Leadville allí apostadas. Pero a pesar de todo, el peligro seguía siendo muy real.

Newcombe bajo el fusil. Ruth dejó caer la pistola a su lado, pero Cam siguió con su arma en alto.

—Necesitamos que salgan todos aquí fuera —dijo Cam—. —¿Sólo estáis vosotros?

—¿Qué? —el hombre frunció el ceño, y luego miró el gran espacio abierto que había en el valle—. Nadie ha aterrizado aquí, si es lo que preguntas. Aun no. —Ruth pensó que estaba haciendo tiempo, no quería poner a la tribu al alcance de sus armas. Señaló el cielo rugiente y dijo—. ¿Qué coño está pasando?

Cam se negó a pasar la noche en la montaña.

—Nos vamos dentro de cinco minutos —dijo agachándose para quitarse la gasa de la mano, ya sucia y teñida de rojo. Uno de los hombres le llevó un cuenco de plástico que Cam colocó en el suelo, al lado de su cuchillo.

Dieciocho supervivientes se reunieron ante él en semicírculo. Ruth vio la incertidumbre y la desconfianza en sus ojos, pero también los primeros atisbos incrédulos de la esperanza.

—Sé que está pasando algo siniestro, pero tenéis que coger vuestras cosas e ir bajo la barrera —dijo Cam—. La vacuna hace efecto en unos pocos minutos, es más rápida que la plaga. Cuanto más tiempo os quedéis aquí, más posibilidades hay que pase un avión y os mate a todos. Ya habéis visto lo que está pasando, —cam dirigió la cabeza hacia las cimas destrozadas, pero sólo unos pocos le siguieron la mirada.

Ruth pensó que intentaba distraerse tanto como convencerlos a ellos. El corte no tenía aspecto de ir a curarse y tenía la piel irritada y roja, camino de infectarse. Cam hundió la punta del cuchillo en ella. A Ruth se le entrecortó la respiración y escuchó como muchos de ellos reaccionaban ante la escena, mientras la sangre corría por los dedos retorcidos de Cam para caer en el cuenco.

—Creo que pueden suministrarnos primeros auxilios —dijo Steve Caskell, el escuálido hombre negro.

Ruth miró hacia arriba, furiosa por su indiferencia ante el esfuerzo de Cam, pero la expresión de Caskell era de sorpresa y anhelo. Estaba mirando los bonitos componentes de vinilo transparente del botiquín de Newcombe, que ella había desplegado en el suelo. Gasas v esparadrapo, antibióticos, pomadas… Ruth enrojeció por los nervios. Era plenamente consciente de la masa de gente que tenía alrededor. Aún con lo poco que tenían, a sus ojos debían de parecer increíblemente ricos, Cam, por su parte, no dejaba de presionar.

—No hay tiempo —dijo.

—Tenemos a dos mujeres embarazadas y a tres enfermos —respondió Gaskell.

—Compartiremos con vosotros lo que podamos, pero tenéis que salir de la montaña si queréis seguir viviendo-dijo Cam. —Ésta noche.

Ruth pensó entonces en el desprecio de Cam. Para él, tratar con aquellas personas debía de ser como mirarse en un espejo, y ahora mostraba la misma impaciencia que con los exploradores, que se aferraban a su isla. Era algo completamente autodestructivo. Su comportamiento ponía a los tres en peligro, y sintió su propia rabia y su miedo.

Los presentes se movían incansables en el ocaso. Ruth buscó con la mirada al hombre del rifle.

—No pueden marcharse —le dijo la chica a Caskell.

Otro hombre le hizo una mueca a Cam y dijo:

—Esperad, seguro que podéis esperar un poco.

—No podemos quedarnos —contestó Newcombe.

Tampoco vosotros tenéis que quedaros —dijo Cam—. Podéis marcharos. Deberíais.

—Iremos con vosotros —dijo Gaskell.

—Será mejor si nos separamos.

—Deja al menos que recojamos, serán diez minutos.

—Tratad de encontrar a todos los supervivientes posibles —le ordenó Cam—. Devolved nos el favor.

—Tony, Joe, Andrea. Empezad a recoger toda la comida que haya —dijo Gaskell, sin dejar de mirar a Cam. Los tres abandonaron al grupo y corrieron a sus casas.

—Hay otros como nosotros —dijo Newcombe—. Nos estamos dispersando por todo el país.

Una mujer intervino:

—Pero —¿quiénes son los de los aviones?

—No lo sabemos.

—Mañana enviad a dos de vuestros hombres más fuertes —dijo Cam—. Es lo mejor que podéis hacer. Encontrar a otro grupo. Devolvernos el favor.

—hemos con vosotros —dijo Gaskell.

—Sólo esta noche —respondió Ruth rápidamente, antes de que Cam pudiera contestar.

Newcombe dijo;

—De acuerdo, pero luego tendremos que separarnos.

—Tenemos que estar seguros de que sale alguien —dijo Cam—. Bebed —apretó el puño para detener la hemorragia, pero mantuvo la mano que goteaba sobre el recipiente, sosteniendo el cuenco verde de plástico con su mano buena. Le ofreció la sopa oscura a Gaskell.

—Tranquilo, no notarás nada —le dijo Ruth, intentando hacer menos tenso el momento.

Pero aquellas personas no estaban tan sanas como los exploradores, y pensó de nuevo en la primera cima a la que subieron, devastada por las enfermedades. Cuando la vacuna se extiende por el cuerpo, también lo hacen las bacterias y las infecciones. Cualquiera con un sistema inmunitario comprometido habría muerto hacía tiempo, pero allí arriba había varios agentes patógenos que frenaban su efecto letal. Hepatitis, VIH… Muchos de los supervivientes serían débiles y susceptibles a ellas. Algunos territorios contaban con su propia forma de morir, pero no había forma de ayudarles, no hasta que llegaran a algún lugar con un mínimo de tecnología.

Gaskell fue el primero en beber. Le siguieron la chica y un par de hombres más. Ruth no vio ningún atisbo de horror en sus rostros, habían visto y hecho cosas peores para sobrevivir. La doctora se giró para mirar los últimos rayos de sol.

Newcombe se ofreció también para dar su sangre. Apartó un poco a Cam y le dijo «lo justo es que lo hagamos los dos». Los dos hombres habían recorrido un largo camino, de aliados a enemigos, hasta forjar una verdadera amistad. Cam negó con la cabeza. «Aún tienes bien las dos manos», le dijo. «Sería una tontería que te las hirieras». Había mucha bondad en él. Ruth tuvo que perdonarle su ira y su falta de autoestima.

La mujer embarazada dudó cuando le pasaron el cuenco.

—¿Qué le pasará a mi bebé? —preguntó, mirando a su marido, a Gaskell y a Cam.

—No lo sabemos —dijo Ruth—. Supongo que os protegerá a ambos. No debería de haber ningún problema.

Se alegró de no haberse acostado con Cam ni con ningún otro. ¿Cuánto hubiera padecido si ahora estuviera embarazada? Sus dos primeras menstruaciones tras volver a la Tierra va habían sido bastante horribles. Después de doce meses en gravedad cero, sangró ambas veces sin parar, tuvo dolor de estómago y náuseas, aunque sólo fueron cuatro o cinco días de sufrimiento. ¿Y si le entraran náuseas cada mañana o desarrollara complicaciones como diabetes gestacional o hipertensión arterial?

En aquel estado tan avanzado, la mujer debía de tener dolor de espalda y de pies. Los huesos de las mujeres empiezan a ablandarse a partir del tercer trimestre para facilitar el paso del bebé por el hueso pélvico. Bajar la montaña sería muy peligroso para ella, y aun así, una nueva generación valía eso y más. Aquélla mujer era exactamente el tipo de persona por el que estaban luchando, así que Ruth forzó una sonrisa y volvió a repetir sus palabras a modo de promesa.

—También protegerá al bebé —le dijo.

Aquélla noche volvió a mentir acurrucada con los demás, a casi dos mil seiscientos metros de altura, entre un cúmulo de mochilas, herramientas y armas. Los cazas cruzaban el cielo nocturno, zumbando y resonando en la lejanía. Las langostas cantaban. Por si la información llegaba a malas manos, Ruth le dijo a Gaskell que había sido un grupo de paracaidistas quien les había proporcionado la vacuna, algo no muy lejos de lo que había ocurrido en realidad. Le dijo que habían sobrevivido a la plaga en la cima de una de las estaciones de esquí del Lago Tahoe, al sur de allí, y Cam sonó muy convincente hablando de algunos puntos turísticos del lugar.

La peor mentira fue cuando tuvo que hablar de sus gafas. El grupo de Gaskell contaba con chaquetas y capuchas, y habían convertido algunos harapos en máscaras, imitando a sus rescatadores. Ruth les dijo que las gafas y el resto del equipo eran por los bichos. No había nada más que aquella gente pudiera hacer por minimizar la absorción de la plaga. No quería tener que entregarles su propio material ni empezar una lucha por él.

Por la mañana, ambos grupos se separaron. Gaskell prometió enviar a algunos hombres a otra cima al sureste. Ruth no estaba muy segura de si lo haría, pero se alegró de poder alejarse de ellos. No sólo porque le daban miedo, sino porque una muchedumbre así sería más fácil de detectar. Un piloto podría divisarlos, o incluso un satélite. Le gustaba la idea de poder volver al bosque con Cam y Newcombe. Aun así, siguió mirando atrás una docena de veces durante los primeros cientos de metros, un poco temerosa de sí misma. Quizás hubiera sido mejor si se hubieran quedado todos juntos, pero la gente de Gaskell parecía igualmente contenta por separarse de ellos ahora que tenía algunas respuestas.

«Somos mucho más pequeños de lo que fuimos», pensó.

Siguieron su camino hacia el norte, aunque eso les acercaba al punto de lanzamiento más cercano de las patrullas de cazas. Al aterrizar, parecía que los aviones estaban muy cerca, rugiendo sobre sus cabezas. Pero en realidad, estaban a cientos de metros de altura y a kilómetros de distancia. Aquélla distancia se incrementaba con cada paso que daban para bajar la montaña. Su plan era seguir hacia el este al día siguiente. Más adelante, el mapa mostraba un par de valles que iban bajando hasta Nevada.

Ruth dejó la mente en blanco. De hecho, su concentración no distaba mucho de cuando estaba dormida. Se movía en una especie de trance, manteniéndose lo bastante consciente como para percibir la chaqueta de Cam y el abrupto terreno que pisaban. Intentó ignorar todo lo que estuviera fuera de aquel túnel mental. La sed, el dolor de pies… El sol estaba justo sobre el bosque, y las moscas zumbaban por doquier.

—¡Shh! —Cam se giró y la cogió del brazo. Ruth se agachó enseguida junto a él bajo las ramas de un enebro, confiando en su decisión de esconderse.

Newcombe se había agachado y seguía avanzando lentamente con las rodillas y una mano, manteniendo el fusil apoyado en el hombro. Aún tenía los prismáticos, así que Ruth le dio un golpecito a Cam con el codo, a modo de pregunta. El apuntó entre los árboles. Había humo en otro saliente no muy lejos, al norte, al mismo nivel que ellos. ¿Una fogata? Ruth estaba demasiado cansada para sentir miedo, así que se decidió a esperar. Al fin, Newcombe se levantó y caminó hacia ellos. La doctora sintió que Cam se relajaba cuando el otro hombre salió de su posición.

—Es un avión —dijo Newcombe—. Un caza. Ya no es más que un amasijo de hierros, pero por lo que he visto, era un antiguo MiG ruso. Era muy viejo, de hace veinte o treinta años, uno de esos que debieron de guardar en los ochenta. Supongo que se quedaría corto al aterrizar o que se quedó sin combustible antes de poder llegar a uno de los aviones de abastecimiento. No lo sé. No hemos visto ninguna enfrenta-miento, ¿verdad?

—Por aquí cerca, no —respondió Cam.

—Puede que haya salido de la base de Leadville —afirmó Newcombe—. Pero ¿por qué venir hasta tan lejos cuando están rodeados de montañas? Yo creo que se ha estrellado.

Ruth consiguió hablar.

—¿Está muerto?

—Seguramente saltó en paracaídas. Habrá subido hace unas horas. —Newcombe se arrodilló junto a ellos y se quitó la mochila. Cogió agua y se la dio—. Tienes la voz ronca.

—Estoy bien —carraspeó.

—No me has visto hacer gestos delante de ti —dijo Cam—. Paremos a comer un poco, treinta minutos.

—Que sea una hora —dijo Newcombe—. Quiero inspeccionar el avión y ver si puedo sacar la radio. Si el piloto no se lo ha llevado, debe de haber equipo de supervivencia.

Primero se quedó a comer con ellos. Compartió los últimos restos de cecina que le quedaban, mientras desplegaba el mapa para mostrarles a Ruth y a Cam donde quería reunirse con ellos. A Ruth le dolía la mandíbula al masticar la carne, aunque estaba reblandecida por la salsa. Cam abrió una lata de sopa. También recogieron varios puñados de hierba para comer las raíces.

La radio resopló al lado de Newcombe, captando golpes de voz, voces americanas. Las interferencias apenas dejaban escuchar nada, pero entendieron las frases «dijo Colorado» y «en este canal, —con lo que Newcombe se olvidó del caza estrellado.

Necesitaban contactar con alguien, ya fueran las fuerzas rebeldes de los Estados Unidos o los canadienses. Reunirse con ellos parecía ahora su única opción. Durante veinte minutos, Newcombe intentó hablar con alguien, cautivado por la posibilidad de obtener información real.

«Alerta a todas las unidades… Repito… De civiles…». Quedarse esperando era un error. No eran los únicos que habían visto el humo del valle.

—Apágala —dijo Cam, moviendo el brazo vendado contra Newcombe, como si fuera un garrote.

Ruth saltó de pronto, había otros sonidos humanos en el bosque. Las voces hablaban entre sí y se estaban acercando rápidamente. Había recuperado algo de energía con la comida y el agua, y sus sentidos volvíais a funcionar con eficacia. El grupo estaba encima de ellos, bordeando el saliente. ¿Sería Gaskell?

Los tres se agazaparon entre los enebros. El fusil de Newcombe hizo un ruido al colocarlo junto a la mochila, pero el grupo pasó sin darse cuenta. Ruth apenas consiguió ver a la mayoría, pero pudo ver bien a uno de ellos, un hombre blanco con una andrajosa chaqueta azul y un trapo que le tapaba la boca. No llevaba gafas normales ni protectoras. El hombre parecía no ir armado, y Ruth pensó que seguramente eran habitantes de la zona, no invasores. Hablaban en inglés.

—Te digo que pares un momento de…

—¡…de las moscas!

Hablaban alto para mantener el coraje, tal como hacían los exploradores. Era probable que no esperaran que hubiese nadie más allí abajo, seguían conmocionados por el giro que habían dado sus vidas. Ruth se sorprendió a sí misma con un pensamiento y sonrió. Pensó que si saliera de pronto y gritara, como una de aquellas cajas sorpresa, aquellos hombres se mearían del susto. Aquélla idea le resultó muy divertida.

Newcombe se movió debajo del árbol y se quedó escuchando. Luego se arrodilló y desplegó el mapa.

—Los exploradores deben de haber llegado a esta zona de aquí —dijo—. No sabemos quiénes pueden ser éstos.

—¿Intentamos hablar con ellos? —preguntó Ruth.

—Yo digo que no. No nos conviene que se nos una nadie.

Cam también meneo la cabeza.

—Ya tienen la vacuna.

Estaba claro que el otro grupo estaba en buena forma. Ruth tenía por seguro que la tribu de Gaskell no habría podido avanzar a ese paso. La conclusión que sacó fue que cualquiera que fuese débil, estuviera hambriento o herido era menos de fiar, y eso se aplicaba también a ellos mismos.

Deseó que algunos de los exploradores se hubieran quedado con ellos. Necesitaba ayuda, y los chicos podrían haber llevado las cosas de Ruth y ayudarla en lo que fuera necesario.

—¿Y el avión? —dijo.

—Se dirigen hacia allí y no podemos esperar —contestó Newcombe—. Puede que se queden allí todo el día. Y eso también puede atraer a otros, éste es un mal lugar para descansar.

Salieron con cuidado, moviéndose entre los árboles en vez de buscar espacios abiertos. Ruth miró atrás con el mismo arrepentimiento que sintió cuando se separaron del grupo de Gaskell, hasta que encontró otro pensamiento más importante, mucho más que su cansancio. Aquélla idea fue la que la hizo dudar.

Si la vacuna ha llegado ya a tantas zonas, es probable que los invasores también la tengan».

Se oyeron disparos en el valle, dos o tres rifles de caza y el tartamudeo de una ametralladora. Cam y Ruth se agacharon enseguida, y Newcombe les siguió escondiéndose tras una mata. Apenas avían avanzado un kilómetro desde que se habían encontrado al otro grupo.

—Son AK-47 —dijo Newcombe—. Rusos o chinos. Árabes eso encajaría con los MiG. Debe de ser una de estas tres posibilidades.

Mientras tanto, el eco de los aviones iba y venía, el sonido de los fusiles ligeros se mezclaba con el de otras armas. Era una pequeña batalla territorial dentro de la gran guerra. Ruth pensó que estaba ocurriendo en un pico al norte, detrás de donde estaban, pero no estaba segura de si la lucha tenía lugar por encima de la barrera. El mundo había cambiado otra vez. Las zonas de la plaga habían despertado de nuevo. Por primera vez en dieciséis meses, hombres y mujeres rompían el silencio reinante… matándose unos a otros. La verdad hizo que Ruth sintiera una punzada en el corazón.

—Has dicho que muchos de los aviones eran rusos —dijo Cam.

—Sí, pero han estado vendiendo armas en Asia y Oriente Medio durante sesenta años. Podrían ser chinos. «Lo sabían», pensó Ruth. Pero no quería creerlo, así que formuló la frase como una pregunta. —¿Y si lo saben?

—¿Qué? —Cam levantó la vista de las botas, que estaba volviendo a anudar.

—¿Por qué iban a venir a California si no sabían nada de la vacuna? —aquello tenía demasiado sentido—. ¿Por qué no volar a otro sitio donde no tuvieran que luchar?

—En realidad, es una lucha fácil —dijo Newcombe con un extraño brillo en los ojos. Se refería al orgullo—. ¿Quién les molesta aquí? —preguntó—. ¿Unos cuantos insurgentes con rifles de caza? Cualquier otro lugar sobre la barrera está lleno de ejércitos.

—Pero se están enfrentando al ejército estadounidense —contestó Ruth—. Apenas estamos a un par de horas de los aviones, ¿no?

—¿Te refieres a los de Leadville? Ya no están. Y no esperes mucho de los rebeldes ni de los canadienses. El continente entero está a oscuras por el pulso electromagnético de la bomba y seguirá así durante varios días. Es perfecto. Nos golpearon con fuerza, entraron rápido, y ahora están avanzando. Ruth movió la cabeza en señal de negación. —Había mucha comunicación radiofónica antes de que fuéramos a Sacramento, y es probable que hubiera diez veces más después de que desapareciéramos. Podrían haber interceptado algo o haberlo oído de simpatizantes o espías. Puede que incluso vieran lo que pasó con sus propios satélites.

«También me quieren a mí», pensó de pronto. «Me están buscando».

Por eso habían matado a tamos de forma preventiva en todas aquellas cimas, no sólo para evitarse unas bajas cuando cargasen contra la barrera, sino también para evitar que los nanos desapareciesen. No sabían exactamente dónde estaba ella ni cuánto se habría dispersado la vacuna, con lo que inspeccionar varias decenas de cadáveres les sería mucho más sencillo que perseguir a lodos los supervivientes por valles y bosques.

La vacuna podía extraerse fácilmente de un cada hecho, con un poco de suerte, era posible que el nuevo enemigo esperara encontrar a Ruth y su registro entre la gente a la que habían disparado.

—Tiene razón —dijo Cam—, sabes que la tiene. Debemos pensar que pronto llegarán al borde de la barrera, si no lo han hecho ya. Sólo necesitan encontrar a una persona con la vacuna en la sangre.

Ruth sintió un desasosiego y un malestar penetrantes. También vio el mismo desprecio en sus ojos. Todo lo que habían hecho hasta el momento, lodo su sufrimiento había sido en vano. Le habían dado el oeste al nuevo enemigo. No sólo las zonas altas a lo largo de la costa, sino todo lo que hubiera desde California a las Rocosas. No, mucho más, Les habían entregado el mundo entero.

Fueran quienes fuesen los invasores, iban convertirse en la primera población bien equipada en recibir la vacuna. Podían quedársela para ellos mismos, inyectándosela a los pilo tos y a los soldados. Podrían retirarse a su país y llevarse la vacuna, incluso si seguían combatiendo allí.

Era una ventaja incomparable. Podrían aterrizar donde quisieran, coger armas y combustible de donde quisieran, organizar tropas y construir defensas donde quisieran… mientras que las fuerzas americanas y canadienses seguirían limitadas por la plaga.

«Dios mío…», pensó Ruth, comprendiendo la terrible situación.

En aquel momento la invasión ya sería un éxito si el enemigopensara que la vacuna era suficiente de por sí. Si hubieran abandonado la idea de conseguir sus informes, ya habrían tomado esa decisión. Podían bombardear cualquier zona a altitudes superiores a los tres mil metros v dejarlos ellos solos en el planeta. Ahora no tenían ningún obstáculo para hacerlo.

Ruth se tambaleó, estupefacta.

—Tenemos que salir de aquí —dijo.