13

—Hola, padre.

—¿Sí?

—Soy Miquel.

—¿Miquel?

Silencio muy lejano y una respiración cortada. ¿Por qué desapareciste así, por qué no dijiste nada a mi madre, por qué no nos has dado nunca ninguna explicación, por qué dejamos de existir para ti? ¿Por qué otra familia?

—¿Padre?

—Sí, ¿qué quieres?

—¿Tengo un hermano?

—¿Por qué llamas? —Cambio de inflexión en la voz—: ¿Quién te ha dado este número?

—Tío Maurici murió hace... Cuando tú... Murió el mismo año en que te fuiste.

Otro silencio, un silencio de millas y millas de mar entre mi padre y yo. Seguramente, entre mi padre y un pasado que para él ya no existía. Una voz casi ronca le llegó desde la otra punta del mundo:

—Ya lo sabía. Me afectó mucho.

—¿Por qué no has dejado ningún rastro, padre?

—¿Esto es un examen de conciencia?

—Mamá murió el jueves.

Ahora sí que el silencio era puntiagudo. Me pareció que mi padre intentaba dominar el aliento para ocultar sus emociones, como siempre.

—Pobrecita —dijo, con la voz más ronca.

Hijo de puta: pobrecita. Me dio una rabia inmensa:

—Tienes un nieto. Se llama Maurici y se parece a ti.

Y Miquel II Gensana, el Inventor de realidades, colgó sin decir a su padre que tío Maurici le había escrito una carta larguísima en un cuaderno de pastas negras; sin decirle que había salido adelante, a pesar de que él los había dejado con una mano delante y otra detrás; sin decirle que su madre había muerto sola, solitaria y triste, sin sus Miqueles, preguntándose todavía por qué me ha hecho esto Pere.

Todavía con el teléfono en la mano, se le echaron encima, como un trago, las diversas muertes que había vivido en la familia, que le habían dejado un sabor amargo, más amargo que lo inexplicable de la propia muerte. Es cierto que era muy pequeño cuando murió su abuelo Ton, para acordarse. Pero la muerte de los seres queridos lo había pillado siempre a contrapelo, lejos, metido en otras cosas, y le había amargado la conciencia. Cuando todavía no le habían dicho nada del proyecto Equus, y Simón, el Apóstol de los Gentiles, era un estandarte de la vanguardia revolucionaria, la familia no pudo avisarle de la muerte de su abuela Amèlia. Y él no se enteró hasta dos días después, cuando leyó una esquela en la que se le citaba como afligido nieto y al mismo tiempo se avisaba de que no se aceptaban coronas ni se mandarían invitaciones particulares. La familia no pudo avisarle porque no tenía forma de ponerse en contacto con él, porque cada quince días se cambiaba de piso, junto con sus libros, su pistola y las tres mudas. Y nadie me avisó, Júlia. Nadie. Por eso me sentó fatal y casi me mareé al leer la esquela en La Vanguardia mientras comía un cruasán en un bar que olía a aceite frito. Doña Amèlia Eroles, viuda de Anton Gensana, ha entrado en la Paz del Señor habiendo soportado a un marido antipático y amargado por el exceso de imaginación de un hijo adoptivo con el que se quedaron prácticamente a principios de siglo. Doña Amèlia, mamá Amèlia, abuela Amèlia, la Bien Amada, la de la Dulce Mirada, la que supo resistir la muerte de dos hijas y de su primer nieto sin hundirse, la que murió como una lamparita sin aceite una mañana de noviembre rodeada de su hijo adoptivo, su hijo biológico, su nuera y la ausencia escandalosa de su único nieto, que estaba arreglando el mundo con una pistola en la bolsa de deporte, al que nadie podía mandar un mensaje en clave, Simón, tu abuela ha muerto, ha muerto a la edad de ochenta y cinco años, confortada con los Santos Sacramentos y la Bendición Apostólica. Sus amados hijos, Pere el Fugitivo y Maria la Callada; Maurici Sin Tierra; nieto, Simón el Apóstata y toda la familia os rogamos que la recordéis en vuestras oraciones. Y entonces su padre hizo cruz y raya: si no quiere venir al entierro de su abuela, de mi madre, es que no tiene corazón. Y Miquel no fue al entierro. Hizo una visita al cementerio al día siguiente, un miércoles extremadamente neblinoso, con el sabor del cruasán todavía en la boca. Y después de la visita pasó por casa, desafiando todas las normas de seguridad que predicaba entre sus discípulos. Se encontró con una cortina de reproches en la mirada de su tío y de su madre; su padre estaba en la fábrica. Y en el corazón, una herida por su mala conciencia.

Y cuando consiguió restablecer la comunicación con su tío Maurici, el destino, ese hermafrodita caprichoso, lo mandó a hacer una entrevista, cuando en Revista no se hacían todavía sistemáticamente, a Martin Amis, porque su tío iba a morirse. La muerte de su madre también lo sorprendió lejos del lecho de la agonía, porque su madre estaba débil y, sobre todo, ya no tenía ganas de seguir, y se murió sola, en el piso de Feixes, mientras él perseguía algún sueño en Barcelona. Concretamente, estaba encerrado en casa escribiendo el ensayo sobre Foix. Cuando alguien se muere, nunca estoy donde tengo que estar, Júlia, y eso me hace mucho daño. Y así, cuando colgué el teléfono, antes de soltarlo, deseé a mi padre una gran dosis de remordimientos de conciencia por haberse perdido la muerte de mi madre. Sé que no soy perfecto, Júlia.