10
A estas familias que se alargan tanto en el tiempo, con tanto pedigrí y tanta constancia pictórica del paso de las generaciones, lo que las mantiene vivas es precisamente la irrupción constante de sangre nueva de fuera. Te lo digo yo, Miquel, que soy el único vástago de esta dinastía Gensana que soy un Gensana auténtico y que nunca he llegado a reinar. Aunque parezca paradójico, las familias como la nuestra se perpetúan en la medida en que se mezclan mediante el mestizaje. De lo contrario, se habrían extinguido entre individuos prognatos de mirada perdida, movimientos lentos, de espíritu pesado, con un hilillo de baba descontrolada, hasta llegar a especímenes no aptos ni para ponerles nombre, como aquellas familias reales que, para mantener la pureza de sangre, han preferido la degeneración generacional, hasta que sus retoños, aparte de salir en las revistas del corazón, no sirven ni para la baraja de naipes.
—¿Este león es nuevo?
—Sí. Es abisinio. ¿No ves la melena que tiene?
—Tendrías que enseñarme un día, tío.
—Siempre dices lo mismo.
—¿Sí? Pero es que se me da muy mal. Tendríamos que empezar por barquitos y pajaritas.
—Y un sombrero de Napoleón. ¿Me has traído más papel?
—Sí. Te lo he dejado encima de la mesita. Es japonés.
—Magnífico. ¿Me has traído más chocolate? —La voz de mi tío bajó hasta un murmullo tímido.
—Claro que sí; no te fallaré nunca, tío. Lo tienes en el cajón.
—¿El coronel Samanta no te cachea antes de entrar?
—No. Me mira con buenos ojos. No creo que sospeche nada... A menos que te dé diarrea.
—Joven, a mí el chocolate nunca me ha dado dolor de tripa... —Al parecer, pensaba alargar la proclama, pero seguramente se le olvidó lo que quería decir a continuación. Inclinó la cabeza—: Acércame el árbol genealógico, haz el favor.
El primer Antoni Gensana, el fundador de la estirpe y de la casa (en la que ahora no vivía nadie más que Maite Segarra y su maître pegajoso), se casó a finales del siglo dieciocho con Adela Caimamí, de padres mallorquines, la tatarabuela Madre Fundadora de la Familia. Los Gensana Caimamí, los Primeros Padres, los Flor y Nata, primos carnales de Josep Ferran Sorts, ilustre bohemio que tocaba la guitarra en los salones de París o en el Palacio Potemkin de San Petersburgo. No estoy seguro, Miquel, pero me juego mi prestigio de Historiador Oficial al afirmar que este Sorts era el mismo que las pasó canutas en un contencioso enrevesado y oscuro con las más altas instancias del ámbito judicial de Barcelona. Sin embargo, Antoni Gensana, por motivos que desconozco, porque no he encontrado constancia escrita y si no la he encontrado es porque no existe, se instaló en las afueras de Feixes, en un bosque que pertenecía a su familia, y allí levantó la casa que, desde entonces, se llamaría can Gensana. Allí, Padre y Madre fundadores iniciaron un proceso que culminaría gloriosamente, después de doscientos años de historia epicoheroica, en un magnífico restaurante de moda, con un maître que supo poner cara de asco cuando le insinué que tal vez abriéramos una botella de vino blanco. Muy fresquito.
—Pero los señores... —Desconcertado, nos miraba alternativamente, primero a uno, después a la otra, como en un partido de tenis.
—Es que tengo sed y el vino tinto se me sube a la cabeza.
El maître descubrió al culpable. Me miró con desprecio descarado y escupió:
—Si quiere le traigo agua. ¿Sabe de lo que le estoy hablando?
Antes de que me levantara a sacudirle un guantazo en medio de la ceja enarcada, Júlia me salvó.
—Un agua con gas y otra botella de vino. —Me miró con severidad—. Del mismo, naturalmente.
Hizo un gesto delicioso con la mano ordenándole que desapareciera. El maître entendió al instante que se trataba de una orden bien dada. Agachó la cabeza y, cuando empezaba a irse, le dije a Júlia, en plan venganza:
—Lo que pasa es que no les queda vino blanco.
Me aseguré, de reojo, de que el maître me había oído. Y ya lo creo que se enteró, porque se mordió la lengua y juró a sus antepasados que, a partir de ese momento, sólo se dirigiría a la mademoiselle y prescindiría, aún más si cabe, de ese clochard despeinado. Mientras se iba, echó un vistazo al conjunto del salón, atento a las catorce, trece y ocho, porque era muy probable que quisieran la carta de los postres. Y lo hacía todo y todo se cumplía totalmente al margen de la historia de ese salón en que él enarcaba la ceja todas las noches. Una historia que, según las informaciones que emanaban de tío Maurici, se desgranó en ramas ufanas de Mauris y Antonis Gensana, con evidente restreñimiento del concepto del santoral, acompañados de otros hermanos más anónimos (los puteados por la Historia) y de unas bisabuelas que representaban la savia nueva para que el árbol familiar en conjunto, un roble grande y retorcido de copa altísima, no se marchitara por culpa de una prole enclenque. ¿Lo ves? Después de los Padres Fundadores vienen Maur I Gensana y Josefina Portabella; Margarida Bardagí, casada con el hijo de los anteriores, Antoni II Gensana i Portabella. La callada y mustia Pilar Prim i Prat, sufrida esposa del eximio poeta don Maur II Gensana i Bardagí, competidor en el terreno felibrista5 de cualquier poeta que se cruzase en su camino, Cuasi Maestro del Gay Saber (Flor Natural en 1891 y Englantina en 1896) y hermano de la misteriosa, bellísima y trágica Carlota Sin Tierra Gensana, mi madre natural, Miquel, la madre que sólo puedo recordar en sueños o en el daguerrotipo aquel. (Miquel se acordaba de que, cuando su casa era su casa, el daguerrotipo de tía Carlota estaba en la misma galería, encima de una kentia que no paraba de crecer, como homenaje.) Y después, mamá Amèlia, que vivió el momento de esplendor económico del textil con su marido, Anton III el Fabricante, mi odiado padre adoptivo. Y el árbol se paraba en los hijos de mamá Amèlia, Pere I el Fugitivo y las dos tías desconocidas, Elionor y Elvira. Habrá que ampliar el árbol algún día, Miquel, porque faltáis tu madre, tu hermano y tú. ¿Hace mucho que no ves a mamá Amèlia?
—Abuela murió, tío.
—¿Ah, sí? ¿Por qué no lo llevas a que lo amplíen, Miquel? Me gustaría que estuvierais vosotros también. ¿Quién dices que murió?
En cuanto se apagó el eco de su pregunta, ya se había distraído con una increíble margarita de papel. La cogió con dedos temblorosos y siguió contando la historia de siempre, ahora la de mamá Amèlia, su madrastra, que fue la primera nuera, tras cinco generaciones de Antonis y Mauris, que dijo basta e hizo estallar la famosa Guerra de los Nombres cuando dijo que si alguna vez tenía un hijo varón, no se llamaría Antoni (le parecía feo) ni Maur (le parecía incómodo). Desde el principio, tanto el marido como el suegro se lo tomaron con una sonrisa benévola. Bastante trabajo tenía la chica ocupándose del pobre Maurici Sicart, el primo de su marido, el hijo de la infortunada Carlota, el Cronista Oficial de la Familia, diestrísimo papiroflexólogo de dedos paradójicamente temblorosos y rey del manicomio de Bellesguard. Cuando la evidencia del vientre puso fecha al parto, de vez en cuando, como un reloj de cuco, Amèlia recordaba a los hombres de la casa (en eso, la suegra parecía más despreocupada, como si ella no tuviera nada que ver) que si por casualidad lo que llevaba dentro era un niño, no se llamaría ni Maur ni Antoni. «Y entonces ¿qué nombre vas a ponerle?», le soltó un día el ilustre poeta, con la cara a medio palmo de la suya. (Fue un día en que, casualmente, levantó la vista de sus hexámetros.) «No sé, cualquiera menos Antoni o Maur. Es que no tiene que llamarse ni Antoni ni Maur.» El suegro la señalaba ahora, nervioso, con el lapicero de rimar: «Sólo puede llamarse Maur». «Imposible.» «¿Y por qué, si se puede saber?» «No es nombre para un niño.» Con esas palabras ofendió mortalmente al suegro, terminó la conversación y salió del despacho del poeta. Y el santo enfado de don Maur II el Divino estaba justificadísimo, porque hacía muy poco que, en versos muy intensos e injustamente inéditos todavía, había revivido su tierna infancia:
¡Oh, reposada simiente, simiente de jazmín
que creces de tu madre en el vientre atento!
Espero el día de verte surgir
del maternal seno y los años andar a paso lento.
Ineluctable, el destino, por senderos diversos,
te empuja con el tiempo ¡a escribir estos versos!
A partir de ese momento, Maur el suegro, visiblemente preocupado porque, según el turno rotatorio, el nieto tenía que llamarse como él, inició una intensa campaña en favor del Maur, para que fuese el nombre del primer nieto que fuera nieto y no nieta. El pobre Maurici, como llevaba el Gensana escondido detrás del Sicart y sólo era su sobrino, no contaba; nunca he pintado nada en la familia, Miquel. Abuelo Maur habló con su mujer, doña Pilar, pero ella se limitó a mover la cabeza con pesadumbre. Habló con el hijo, que estaba convencido de que, a la hora de la verdad, la disuadiría, y volvió a hablar con su mujer con la mayor capacidad de convencimiento que pudo. Pero abuela Pilar volvió a decir que no con pesadumbre.
—¡Cualquiera diría que este asunto ni te va ni te viene! —le reprochó, airado, el poeta.
—No. —Y siguió haciendo ganchillo.
—¡Pues es de suma importancia! —le dijo, blandiendo un dedo en el aire, con el corazón indignado.
—No, Maur. —Suspiro de resignación de la abuela, que dejó el ganchillo encima de la mesita y se quitó las gafas—. Que haga lo que quiera. Tiene derecho a ponerle el nombre que prefiera. Es la madre.
—¡Y yo soy el padrino! ¡Maur se ha de llamar! ¡Ineluctablemente!
—Maur... —En voz más baja todavía, que era la mejor manera de intimidarlo.
—Y ahora, ¿qué tripa se te ha roto?
—La madre de la criatura es Amèlia. Que haga lo que quiera.
—¡Jamás! ¡Con estas cosas no se juega! ¡Es una ineluctable tradición familiar!
—Ella está formando su propia familia. —La abuela Pilar lo dijo susurrando y, si yo hubiera sabido que la actitud de mi abuela Pilar se debía a los motivos que se debía y que nunca te podré explicar, puede que la hubiera admirado más todavía. Puede.
—¿Nunca?
—Nunca. La historia de tu bisabuela Pilar es materia reservada. Y no quiero hablar más de la cuenta, que estábamos en plena Guerra de los Nombres y me he perdido por tu culpa. El caso es que el Conflicto siguió con un chillido de indignación del poeta, que dijo ¡no, señora, estás com-ple-ta-men-te equivocada! Amèlia está perpetuando ¡mi familia! ¡La familia Gensana!
Tu bisabuela Pilar concentró la respuesta brevemente en una sonrisa irónica cuyo significado nunca llegarás a saber.
—Tío, si no me lo vas a contar, no me lo insinúes.
—¿Te pongo negro?
—Sí.
—Cuando me muera te lo dejaré todo por escrito, para que lo leas cuando esté bajo tierra.
De acuerdo. —Miquel Todooídos dejó el soldadito hecho con el papel de plata del chocolate prohibido encima de la mesita de noche—. Decías que mi bisabuelo Maur dijo estás com-ple-ta-men-te equivocada.
—El que se equivoca eres tú, Maur. —Tu bisabuela suspiró, esperó a que una criada (Cinta, probablemente) saliera de la sala con las tazas de café vacías y, por primera vez, se interesó en la conversación. Se levantó para no estar en desventaja respecto de su marido. Esperó unos segundos, como reuniendo las fuerzas que la habían abandonado desde el momento en que la casaron con un poeta. Lo miró a los ojos—: Yo nunca quise que mi hijo se llamara Antoni.
—Pero... —Ahora sí que don Maur Gensana se quedó absolutamente perplejo—. Los herederos, de toda la vida se...
—Tonterías. Yo no quería y era mi hijo.
—No dijiste nada.
—¡A ver quién se atrevía! —Seguía hablando en voz baja—. Me habríais comido viva entre el abuelo Tonet y tú. Preferí callarme, como correspondía. —Y ahora también se calló.
Abuelo Maur se sorprendió por primera vez. Nunca se lo habría imaginado. ¡Con lo natural que es que las personas se llamen Antoni o Maur!
—¿Y qué nombre habría sido de tu agrado para Ton?
—Pere.
—Pere Gensana... —recitó el abuelo Maur—. ¡Falso suena!
—Todavía le llamo Pere para mis adentros.
—¿Qué? —Una infidelidad casi inconfesable.
A abuelo no le duró mucho el desconcierto. Volvió a la carga con un ala herida, porque sabía que ya no podía confiar en su mujer. Habló muy en serio con su hijo, lo consultó con el abogado de la familia e incluso fue a ver al padre Vicenç, el señor rector de la arciprestal, donde previsiblemente lo bautizarían. Y se agazapó, como una fiera acechando a un gamo, a esperar el desarrollo de los acontecimientos. Entretanto, la casa se llenaba de la risa de Maurici Sin Tierra Sicart, el hijo de Carlota, el rey natural de Bellesguard, el renacuajo huérfano que con su sonrisa constante quería que le perdonasen por haber perdido padre y madre siendo tan jovencito.
Llegó el día de la gran batalla. La madrugada estaba cubierta de niebla y hacía mucho frío. Sólo se oía relinchar a los caballos con impaciencia, pues querían adelantar la hora de su encuentro con la muerte. Algunos soldados tomaban té caliente pensando en la amada que habían dejado en Smolensko y rebelándose contra la idea de morir tan pronto. La masa de niebla amortiguaba el ruido metálico del correaje del uniforme y el dedushka Maur Antonóvich dio instrucciones a su hijo Antosha Maurich para que, en cuanto se supiera el sexo del recién nacido, echara a correr al registro, a sólo dos verstas de casa, y otro Maur en el mundo. Si era varón. Y tenía que serlo, según el doctor Canyameres. Sin embargo, Antoni, nervioso porque era el primer parto, aparte del suyo, que le afectaba directamente, y aturdido también por unos problemas graves que habían surgido en la fábrica (versión histórica), no supo reaccionar con celeridad. O, según tu abuela Amèlia (versión más fidedigna), no estaba convencido de que estuviera bien pasar por encima de los deseos de la madre, indefensa en la cama. La cuestión es que la Triple Alianza entre la madre (gritos, dolor, miedo, anhelos...), la comadrona (frío profesional y a verlas venir) y mi abuela Pilar, que por primera vez en muchos años estaba activa y no perdía la sonrisa irónica ni el brillo de los ojos, tuvo la habilidad de entretener al abuelo, amenazar al padre y obligarlo a registrar al recién nacido con el nombre de Pere Miquel Maur i Antoni Gensana i Eroles, primo carnal de Maurici Sin Tierra, hijo de Anton y Amèlia y nieto de Maur y Pilar por parte de padre, y de Jaume y Matilde por parte de madre. Y abuela Pilar ganó una partida larguísima de la que nadie sabía nada. Y con ella, todas las nueras, las sobrevenidas de esa familia que, desde hacía cinco generaciones, tenía hijos varones como herederos y había convertido el nombre en un casus belli de importancia sagrada. Mi abuelo Maur se pasó dos años llamando enfermizamente Maur al nuevo heredero. Hasta que un día, su nuera se plantó y le recordó, de una vez por todas, papá, que su hijo se llamaba Pere I el Fugitivo. Y abuelo Maur se calló mientras abuela Pilar se reía para sus adentros. Dios, ¿por qué es tan triste esta familia nuestra?
Miquel se calló y miró a Júlia, que todavía no había protestado por lo poquísimo que le había contado de Bolós. La presencia de esa mujer deseable me dio pánico un momento y pensé que debía de ser su mirada lo que me impelía a hablar; por su tendencia esteticista, ni se le ocurrió pensar que podía deberse al vino; pero se juró que tenía que esforzarse en serio para dejar una parte de sus recuerdos en el más estricto secreto. Para no caer i-ne-luc-ta-ble-men-te en el pozo profundo de esos ojos.
—Triste, tu familia...
Ni te lo imaginas, pensó Miquel. Y le dijo oye, Júlia, a la única persona que oí reírse fue a mi tío Maurici, que siempre ha hecho lo que ha querido, que vivió soltero, con las ventajas de la soltería y sin ninguno de los inconvenientes; que estudió piano, Derecho y Filología Clásica, que no trabajó nunca para ganarse la vida y que, cuando llegó el momento de echarse a llorar, lo evitó volviéndose loco. Al menos, ésa era la versión oficial que tenía Miquel II Gensana el Desinformado, y la que trasladó a Júlia, a quien le extrañaba que le hablara tanto de la familia; pero es que Miquel se había arrancado y no podía parar y, aunque habían llegado los primeros, todavía estaban en el primer plato, mientras que algunas mesas ya iban por el café y la copa. La ensalada tibia se había quedado fría.
—Oye, a lo mejor conocías a los que vivían en este caserón.
—¿Yo? —Miquel se asustó—. ¿Por qué lo dices?