11
Y todo sucedió como estaba escrito. Un día, un viernes lluvioso de otoño, después de comer, a media tarde, llamaron a la puerta. Fue a abrir mi padre, que nunca lo hacía, como si estuviera esperando la llamada. O tal vez no; la cuestión es que fue a abrir. Después, mi madre, abatida, mi tío, nerviosísimo, y yo reconstruimos la escena.
Yo estaba un poco adormilado, leyendo a Borges y lamiéndome todavía las heridas de la separación de Gemma, y en casa reinaba el silencio de las tardes, que sólo rompía el tictac del reloj del vestíbulo y algún que otro crujido misterioso de la madera centenaria. Oía, amortiguado, el ruido que hacía Remei en la cocina, y mi madre, como siempre que iba a pasar algo importante en la familia, estaba zurciendo o haciendo punto en el sillón, rodeada de música suave de la radio, aquí, en la pared de detrás de Júlia.
—Debe de hacer mucho frío ahí fuera.
Mi padre, que hojeaba distraídamente el periódico, en vez de contestar, miró el reloj. Como si hubiera sido una respuesta, mi madre prosiguió:
—¿Hoy no vas a la fábrica? —Y, como no decía nada—: ¿Eh, Pere?
—A lo mejor. Dentro de un rato. —Pausa para dar la vuelta a la página—. ¿Por qué?
—Por nada... Hacía tiempo que no te veía tan tranquilo a esta hora.
Mi padre se concentró en una noticia. Miquel vivía estos movimientos como música de fondo de la magia de El Aleph y procuraba no pensar en Gemma. Entonces sonó el timbre de la puerta.
—Voy.
Mi padre dejó el periódico abierto por las páginas internacionales, con las gafas encima, y fue al vestíbulo arrastrando las zapatillas.
—¡Cómo llueve! —dijo mi madre, saliendo de su música.
Más tarde, cuando reconstruimos la escena, quedamos en que, después de cómo llueve, oímos a mi padre hablando con alguien y que luego nos dijo salgo un momento y que mi madre le dijo ¿con lo que llueve?, y que Miquel pasó la página porque estaba un poco distraído. Y pasaron unos minutos, cinco o diez, y entonces mi madre se levantó para ir a la cocina y, al pasar por la puerta de casa, vio que estaba abierta y que la lluvia, a pesar de la protección del porche, salpicaba las baldosas de la entrada.
—¿Pere?
Después, un tanto extrañada, me llamó. Miquel se asomó al porche. El coche de mi padre soportaba la lluvia con indiferencia. No había rastro de él ni de nadie más. Y entonces dije yo ¡papá!, y bajo el paraguas grande recorrí el jardín; un temor extraño y un poco literario me empujó hacia el estanque, pero allí no había ningún cadáver. Buscamos por la casa y al final nos reunimos en la sala, y mi madre, perpleja, se fijó en la gafas de su marido, que estaban tranquilamente colocadas encima del periódico, y me miró. Y empecé a preocuparme, porque comprendí que mi madre estaba preguntando a las paredes con la mirada.
—¿Dónde está tío Maurici?
—No sé. Se fue después de comer.
—¿Sabes si papá tenía que ir a algún sitio...?
—No.
Y mi madre llamó a la Cámara, pero hacía días que el señor Gensana padre no iba por allí; que de parte de quién. En la fábrica tampoco lo habían visto; que había dicho que no iría por la tarde, señora Gensana. Y los dos pensábamos que había que llamar a la policía, pero no nos atrevíamos a decírnoslo para no alarmar al otro y por un leve sentido del ridículo.
Tío Maurici volvió una hora después de que dejara de llover, cuando empezaba a anochecer. Oyó en silencio los temores de mi madre, se sacudió unas gotas inexistentes del impermeable y se sentó en su sillón en silencio.
—¿A ti no te había dicho nada, Maurici?
—No. Sabes muy bien que...
No terminó la frase por no herir a mi madre; pero le habría dicho sabes muy bien que casi no nos hablamos. Y entonces empezamos a reconstruir los hechos. A mi tío le temblaban las manos cuando me preguntó ¿y dónde estabas tú?, ¿y no salió nadie a ver con quién hablaba?, ¿y qué hiciste tú?, ¿y cómo sabéis que hablaba con alguien?, ¿y oísteis la voz de ese alguien? Y se encerró en su cuarto, puede que a intentar aclarar el misterio de la desaparición.
Mi madre llamó a la policía después de medianoche, cuando ya era evidente que el asunto era muy raro e inexplicable. Había salido en zapatillas, lloviendo a cántaros como estaba, en mangas de camisa, sin las gafas, y había desaparecido en el jardín.
Los días y semanas posteriores fueron de lo más extraño. El silencio se apoderó de can Gensana y las gestiones de la policía fueron extraordinariamente ineficaces. Una noche sí y otra también, mi madre esperaba una llamada en silencio, un hola, estoy en Brasil, no os preocupéis, me encuentro bien; o una milagrosa voz de ultratumba que le dijera que en el infierno hace mucho calor. Pero nada. Entretanto, tío Maurici deambulaba por todos los rincones del segundo piso, pasaba horas y horas sin salir de la biblioteca y hacía sesiones interminables en el piano de abuela Pilar, ristras de nocturnos, Chopin y Mompou, romances sin palabras de Mendelssohn y Schumann, como para justificarse por no hablar con nadie en casa. La policía lo interrogó, igual que a los demás, dos o tres veces, y salía de los interrogatorios profundamente afectado, temblando como una vara verde, pobre tío Maurici, que no entendía cómo era posible que su amigo y enemigo del alma, el primo con el que había vivido siempre, se hubiera convertido de repente en un proscrito sin escrúpulos, en un cobarde que había tirado la toalla sin avisar. En la vida hay cosas que no se hacen, Pere el Fugitivo. En esa época, mi tío era todavía un gran desconocido para mí, una sombra benévola que vivía en casa, un poco de gorra, sin querer llamar la atención, rey de la biblioteca y del piano, cuya tapa llenaba con un zoo vivísimo de papeles recogidos por toda la casa, que mordisqueaba chocolate entre horas, siempre ausente en el momento de las grandes decisiones y muy amable con la gente menuda. Durante los años que Ramon y su hermana pasaron en can Gensana, los de la infancia de Miquel, la única persona mayor a la que podíamos pedir que perdiese el tiempo con sus fantasías era tío Maurici.
Las cosas cambiaron un poco cuando, después de unos días de desorientación, se supo que la secretaria del departamento de ventas de la fábrica también había desaparecido, el mismo día que don Pere, cosa que hizo más honda la herida de mi madre, que, tras la desorientación, empezó a sentir una humillación profunda. Los Gensana se armaron de valor y fingieron que no oían los comentarios que corrían por Feixes sobre el paradero de Pere Gensana, que lo habían visto en París con una fulana gabacha, en un barrio de prostíbulos de Frankfurt y en Milán, saliendo de un cine porno en compañía de dos señoras excesivamente risueñas y oxigenadas. Todo la misma semana. Sin embargo, oficialmente, la policía concluyó sin mucha convicción que lo más probable era que don Pere Gensana se hubiera fugado con la secretaria desaparecida, seguramente a América del Sur, y que le echaran un galgo.
Un día, Remei les había dejado el café preparado y había salido a comprar, y madre e hijo se pusieron a desayunar en silencio en la cocina, él procurando no pensar en Gemma, y ella procurando olvidar a Pere.
—Mi padre es un canalla.
Mientras Miquel tomaba un sorbo de café con leche oyó que su madre se quedaba inmóvil, se cargaba de electricidad y posaba delicadamente la taza en el platillo.
—No juzgues a tu padre, Miquel. —Y, con voz ronca, añadió—: No juzgues a nadie si no estás en su pellejo.
—Pero nos ha hecho daño. Te ha hecho daño a ti.
—Sí.
—Y te quedas tan tranquila.
—No, pero no quiero que lo juzgues.
Era difícil no juzgar a un hombre que, ante el hundimiento inminente de la fábrica, había optado por apartar sistemáticamente, a lo largo de unos meses, unas cuantas decenas de millones a escondidas, por no decir nada, por negociar con Mariona Crespi (¿estarían liados antes de todo eso?, ¿eran amantes consolidados?, ¿mi padre tenía amantes?), por no decir nada, por desorientar a su sobrino Ramon, que era su sucesor más previsible en la fábrica, y huir a la carrera para que no lo pillara la onda expansiva del hundimiento del negocio que había creado su padre, mi abuelo Ton III el Bastardo. ¿Se consideraba culpable del fracaso? ¿O podía felicitarse por haber resistido diez años de desastre en los que habían cerrado veintisiete fábricas sólo en Feixes?
—No sé por qué no puedo juzgarlo.
—Has vivido lo tuyo, has cometido errores. ¿Sí o no?
En vez de decir sí, madre, muchos, tomé otro trago de café con leche.
—Y nunca has querido saber nada de la fábrica.
Era la primera vez que su madre lo acusaba de algo. Hasta ese momento siempre había consentido los disparates románticos de su hijo; pero le había llegado el momento de pagar.
—Y menos mal que Ramon ha estado a nuestro lado.
—No tengo ninguna obligación de...
—Ya, pero siempre has vivido al margen de la casa. No te quejes.
Tuve que callarme. Y su madre, con una actitud elegante, no le contó los apuros que pasaba Ramon para liquidar a la baja, malvender, y afrontar la caída, ni la impaciencia de los acreedores, ni los larguísimos conciliábulos que celebraba con ella y con tío Maurici, que cada vez se perdía más en sus angustias, sobre la viabilidad de vender tierras para poder pagar a los más impacientes. Hasta que, cuando hicieron las paces, después de meses de quebraderos de cabeza, la única propiedad que le quedaba a la familia era la casa en la que vivían y el jardín que la rodeaba. Todo el esplendor de los Gensana, Maurs y Antonis, había pasado a la historia definitivamente. Pero, por lo visto, no era suficiente, porque después de unos cuantos silencios, llegó Ramon, deprimido, y nos dijo que no podían con un pago urgente. Mi madre miró a mi tío de reojo y susurró:
—Hipoteca esta casa, Ramon. El terreno vale mucho.
—No puedo.
—¿Por qué?
—Ya está hipotecada. Y embargada. —Se tapó la cara con las manos para anunciar—: Lo hizo tío Pere a escondidas.
Tío Maurici se levantó pálido de la sorpresa. Miró a Ramon con incredulidad. Dijo no, eso no; miró a Maria y después se desplomó en el sillón, mudo. Mi madre, con voz aguda:
—¿Cómo que embargada?
—Os la quitan, tía. Al día siguiente, cuando vinieron a can Gensana a buscar a tío Maurici, hacía un frío anormal para ser el veranillo de San Martín. Lo cierto es que mucho antes de desayunar, cuando el sol todavía no se había decidido a salir por culpa del frío, estábamos todos en la cama, menos Remei, que estaba trajinando en la cocina. Desde la cama oí una carcajada y un golpe de postigo contra la pared, y no le di importancia. Después, Remei me contó que estaba preparándose un café, al tiempo que ponía la cafetera grande para los señores, cuando oyó el golpetazo y pensó vaya, un postigo que juega con el viento. Y al cabo de un rato miró por la ventana de la cocina y pensó pero si no hace viento. Y se distrajo con el olor del café. Luego pasó todo muy rápidamente y con mucho lío. Cuando se dio cuenta de lo que sucedía y se puso a despertar a toda la casa a voces, tío Maurici ya se había encaramado al alféizar de la ventana de su habitación, en el segundo piso, y se esforzaba por agarrarse al rosal (el rosal trepador, de troncos gordos, que, a principios del verano, daba docenas de rosas rojas y fragantes, y que nacía al lado de la puerta principal y se extendía con orgullo hacia la derecha de la fachada: el rosal que mandó plantar mi madre cuando nació el primer Miquel y que tantos años le sobrevivió). Al parecer, se le había metido en la cabeza bajar al jardín por el rosal, pero no tuvo en cuenta las espinas (tío Maurici no se acordaba de Schubert) y cada pinchazo con la rosa, rosa, roja flor, se convertía en un alarido de dolor, acompañado por una carcajada rara, casi demoníaca. En pocos minutos, batas, zapatillas, temblor, ensoñación, mi madre, Remei y Miquel salieron, estremecidos, a ver la fachada, y vieron a tío Maurici colgado, en pijama, gritando, pinchándose y mirando abajo como calculando el salto (oh, no, tío, que te espachurrarás en el jardín, no), y nadie sabía qué hacer, y Miquel entró corriendo en casa, gritando como si estuviera en Qurnat al-Sawda, señalando a su madre y a Remei, ¡colchones, colchones!, y ¡llamad al cero noventa y dos!, y subió los peldaños de la escalera noble de tres en tres, comiéndose la madera de roble de la barandilla y diciendo no, tío, no fastidies, hostia, y cuando llegó a la habitación de su tío, tiró del pomo y se dio de narices contra la puerta, porque no se había abierto. Entonces, por unos segundos, le pareció que todo estaba perdido, pero enseguida reaccionó, tío, hijo de puta, no saltes, espera. Y abajo, con lágrimas secas en los ojos, mi madre, espeluznada, ¿qué te pasa, estás triste, Maurici? ¿Por qué? ¿Qué te falta, qué te duele? Y mi tío aullaba agarrado a una rama milagrosamente sólida y sin espinas, y decía ahora bajo, Miquel, ahora bajo, y mi madre, ¡Miquel, Miquel, te llama a ti!, y sólo hacía unas semanas que había desaparecido Pere Gensana el Fugitivo. Y si la madre de Miquel o los demás hubieran sabido por qué decía Miquel ahora bajo, a lo mejor le habrían dejado saltar tranquilamente hacia la paz, porque es muy difícil, es imposible vivir en un infierno como el de tío Maurici, en un infierno que sólo él conocía y que no sospechábamos ni mi madre ni yo. Entretanto, Miquel, que se había deslomado dando golpes contra la puerta con un hombro, lo intentó con el otro rechinando los dientes de dolor y diciendo llamad a Ramon, que venga Ramon, y entonces la puerta cedió con un crac que recordaba a un hueso roto, y los gritos de Remei resonaban en todos los rincones de can Gensana, hasta en la galería de retratos de los bisabuelos, y la kentia de debajo del retrato de Carlota se estremeció de pena, como si la desgraciada Carlota temiera por el hijo al que se le estaban aflojando los tornillos. Lo cierto es que la puerta se abrió y Miquel se lanzó hacia la ventana. Tío Maurici estaba fuera de su alcance. Respiró hondo y miró de reojo, a ver si abajo, en el jardín, había algún colchón o algún coche patrulla.
—Tío. —Alargó el brazo como para ofrecerle ayuda. Hacía frío.
—No te muevas, que salto.
Iba a preguntarle por qué, pero le pareció ridículo.
—Yo no me muevo, pero tú estira el brazo hacia mí, a ver si llegas.
—¿Para qué?
—Para... para bajar juntos.
—Buena idea. —Y soltó un grito—: ¡Este rosal hijo de puta pincha! —Mi tío diciendo palabrotas: acontecimiento insólito.
Y entonces Miquel vio que su tío tenía el pijama lleno de salpicaduras de sangre y, a pesar del frío, empezó a sudar de angustia. Vio que, abajo, su madre y Remei acababan de sacar un colchón y le pareció que, aunque pusieran muchos, sería inútil, y los municipales que no vienen.
—No te muevas.
—Bien, pero ven. La vista es estupenda. Veo el estanque y los cisnes.
—Hace mucho que no hay cisnes.
—Pues yo los veo.
—¿A ver? Yo también quiero verlos.
Y se subió al alféizar, y su madre, que por lo visto acababa de llamar a la policía, se quedó helada, no, no, Miquel, que te vas a matar, y ese pensamiento le desgarraba el corazón y no podría soportarlo, y a punto estuvo de decir déjalo, Miquel, que se mate si quiere; ¿no ves que se ha vuelto loco? Y ya es mayor, pero tú eres joven. Pero no lo dijo. Sólo decía no, no, no... Y Remei también estaba muy asustada y no paraba de sacar cojines, asientos de sofás y colchones pequeños, angustiada, y también creía que mi tío se había vuelto loco; pero lo que nadie sabía era que mi tío no se había vuelto loco, sino que la tristeza lo atiborraba tanto que le tapaba los orificios de pensar con libertad; era sólo tristeza, porque se había dado cuenta de que era imposible dar marcha atrás y que lo que se ha hecho en la vida hecho está y lo único que se puede hacer, con un poco de suerte, es lamentarlo. Y Miquel se pinchó con la primera rama del rosal, y pensó rosa del espino.
—Qué bien se está aquí, tío.
—Sí. ¿Ves los cisnes?
—Ya lo creo. —Lo dijo con la nariz pegada a las piedras de la pared—. Qué bonitos son los cisnes.
—Te quiero, Miquel.
Miquel todavía no sabía por qué le decía eso y no prestó atención. Y volvió a pensar lo mismo que en Qurnat al-Sawda, cuando el druso aquel de ojos enloquecidos que gritaba más que las detonaciones de los morteros le apuntaba con el agujero negro del Kalashnikov, ay, Dios, quién me manda meterme aquí, idiota de mierda, hostia, aquí colgado de un rosal a cinco metros de donde me aplastaré el cerebro cuando resbale. Ay, el borde de uno de los escalones de la entrada, hostia, estoy justo encima haciendo el idiota, salvando el mundo, intentando salvar lo insalvable. La madre que te parió, Miquel.
—¿Nos quedamos un rato, tío?
—Sí. ¡Ay, que me pincho! —Hizo un movimiento brusco que le rasgó una pernera del pijama y le dejó una línea fina, de lápiz fino, pero roja, en la pierna, blanca como la leche—. Me parece que voy a saltar. ¿Vienes, Miquel?
Los municipales, la ambulancia, las luces intermitentes, mi tío: todo se fundió en la niebla, de camino a Urgencias. Dos días después lo ingresaban, aparentemente tranquilo, en el sanatorio de Bellesguard. Y entonces empezaron las visitas de Miquel. Y entonces empecé a conocer a mi tío y a la familia por dentro, lo que tanto se esforzaba la familia en esconder para siempre. Y entonces me di cuenta de que mi tío Maurici no estaba loco, sino que tenía demasiada memoria.
—Me llamó mi madre a Oxford. Había terminado el trabajo con Martin Amis esa misma tarde.
—Fue la primera entrevista que hiciste, ¿verdad?
—Sí, la primera. Ahora la haría de una forma muy distinta. —Miquel levantó la mano. No quería que Júlia rompiese el hilo—: Lo que más pena me dio fue que, cuando llegué al sanatorio, mi tío ya estaba en el depósito. Samanta, en silencio, le dio la cartera llena de cosas inútiles de su tío. Soltó un grito silencioso de dolor cuando vio que habían tirado todos los leones abisinios a la basura. En la cartera encontró el cuaderno de pastas negras de abuela Pilar. Y no vi morir a mi tío. Se murió solo, sin su Miquel, sin mí, sin su casa. Creo que no podré perdonármelo nunca. Hacía ya dos meses que habíamos tenido que irnos de can Gensana. Mi madre y yo nos habíamos instalado provisionalmente en un piso de Feixes y yo ya había hecho los primeros trabajos para Revista. Fue Bolós quien me dio el trabajo. Él empezaba a ganar posiciones en el Partido Socialista y a distanciarse de mi manera de entender la vida, tan poco práctica. Pero todavía éramos amigos; todavía se acordaba de mí y me encontró trabajo, pobre Bolós.
—¿Fue él quien te llevó a Revista?
—Sí. Era uno de los que la habían empezado.
Júlia no lo sabía. Miró de soslayo mi plato, en el que todavía quedaba un trozo de carne increíblemente grande.
—Es decir que estás en Revista desde el ochenta.
—Sí. El año en el que ingresaron a mi tío, el año en que murió. El año en que nos quedamos sin casa.
—¿Sabes una cosa, Miquel?
—Qué.
—Me imagino todo lo que me estás contando como si hubiera pasado en esta casa.
—Esto es un restaurante.
—Bueno, entiéndeme.
—No, no te entiendo.
—Ésta era tu casa, ¿a que sí?
—No Júlia; ya te lo dicho antes.
Y para romper la incomodidad de la mentira, Miquel empezó a hablar de Gemma, porque a mí siempre me parecía que hacía muy poco que me había separado de Gemma y todavía consideraba mi estancia en casa totalmente provisional. Por eso tenía tan afilada la melancolía, y si algo no me gustaba, en vez de enfadarme me ponía triste. Y mi madre empezó a insinuar que se pueden rehacer todas las vidas, y a la hora de la cena, cuando cenaba en casa, me decía, dulcemente pero con insistencia, que me buscase una mujer, que formara una familia, que tuviera en cuenta que la vida seguía dando vueltas, como el mundo... Y Miquel se callaba o desviaba la conversación y preguntaba por su tío y a partir de cuándo podremos hacerle visitas normales, y su madre miraba al suelo y se resistía a la tentación de pensar ¿y por qué tuvo que morirse el otro Miquel, si parece que este Miquel hijo mío no tiene ganas de vivir? Por huir de casa y de la mirada de mi madre me entregué a la vida que me había enseñado Gemma y para la que me había amaestrado mi tío contándome, como sin querer, cosas de Mendelssohn y de Ausiàs March con ojos brillantes. Aparecí, un tanto fantasmagórico, en todos los vernissages que se celebraron en aquellos meses y en todas las salas de conciertos en las que podía sumergirme en cualquier música y atenuar el azogamiento interior. Pero no contaba con el fantasma de Gemma, porque la reconocía en las carcajadas, los gestos, las miradas de todas las mujeres que miraban los cuadros o asistían al concierto. Me harté de fingir que conocía a la gente que me saludaba y no sabía por qué, de sonreír a rostros desconocidos que, al parecer, me conocían a mí y tal vez encontraran raro que no estuviera con Gemma; de mirar de refilón a la chica que había desaparecido detrás de la columna del café del Palau de la Música, porque me había parecido Gemma; de beber whisky y de preguntarme si sería capaz de aguantar con dignidad el primer encuentro casual con ella; de oír a Schumann y a Scriabin, a Messiaen y a Lutoslawski y de pensar la suerte que tienen los que hacen belleza, porque de ellos es el reino de la felicidad.
—Cuánto tiempo, Gensana. Toma.
—Ya ves. He estado fuera. No, gracias, lo estoy dejando.
—¿De viaje?
—No, de acá para allá, pim, pam y tal.
—¿Lo habías visto antes al natural?
—¿A quién, a Stern?
—Ajá.
—No.
¿Y si llegaba Gemma acompañada de un tío? ¿Sentiría celos? Le diría hola, Gemma, qué tal va la vida, y ella, ah, Miquel, te presento a Ricky, es americano. Me dolería, seguro.
—Pues, por lo visto, es un auténtico espectáculo. Dicen que tocará El cant del ocells en los bises. —Codazo de entendido—: En homenaje a Casals, ¿sabes?
Me dije que me daba igual y me limité a sonreír. A quien yo buscaba era a Gemma, para poder evitarla. Me sorprendía el dolor que me producía la separación. Aunque hubiera sido fruto de la irritación; aunque me hubiera ido de casa maldiciendo contra la cabrona de mi mujer, ahora la echaba de menos dolorosamente, porque todo amor perdido deja un vacío, aunque hayas querido perderlo. Y el vacío te da la sensación de estar incompleto, aunque intentes ordenarte el cerebro y busques una justificación lógica a la ruptura. Y, a pesar de lo que había pasado con mi padre, Gemma no se me iba de la cabeza en todo el día, porque en el fondo somos hijos de nuestras obsesiones, y por la evidencia de que no soy el mismo después de Gemma: soy Miquel II Gensana el Mutilado y, puesto que Miquel tenía memoria, como su tío, renunciar a Gemma tuvo como consecuencia añorar todo lo que amaba en ella por ser único, y el mundo era un vasto océano en el que Miquel era un náufrago de amor, y eso duele y tengo la sensación de que el futuro no tiene ningún sentido, Júlia. Y el timbre nos avisó de que Isaac Stern iba a salir al escenario con su sonrisa, su barriguita y su Guarneri del Gesù. Fui al vernissage a apalabrar una entrevista con VidalFornells, si conseguía acercarme, porque estaba rodeado de señoras entusiasmadas. Y a mi espalda oí una voz que decía eh, Gensana, capullo, y me volví sonriendo, pensando por fin una persona a la que conoces, y se me entumecieron los labios porque no tenía la menor idea de quién era ese hombre gordo, bajo, joven e imbécil que me llamaba capullo. Y sin dejarme progresar, se puso a hablar del Trío Rimsky y me puse triste, una tristeza un poco literaria, porque era consciente de que me ponía triste y me gustaba, y le dije a mi interlocutor que sentía que se tomara como competidores a unos músicos que sólo querían hacer arte. Los trataba como si fueran caballos de carreras, y yo no...
—Bueno, lo son, en cierto modo —me cortó el desconocido, vaso de whisky en mano y mirada de reojo, muy desinteresada, a uno de los cuadros de Vidal-Fornells.
—Son músicos —dije, como si proclamara una buena nueva.
—Son intérpretes que quieren hacer carrera. —Trago de whisky—. Tienen que ponerse en la salida y esperar al pistoletazo de salida.
—El arte está por encima de la competencia y de la rivalidad.
—El arte, puede, pero el corazón humano...
No me hacía ninguna gracia hablar de eso y pedí un whisky yo también, para defenderme. Fue el primero de más de un centenar que tomé hasta que pude hablar con Teresa. Y tomé un trago interminable, desafiante, como si quisiera poner en guardia a mi interlocutor, porque estaba harto de optar siempre por la postura más idealista y más irrealizable y no tenía ganas de convertirme en apóstol de la pureza del arte. Pero me fastidiaba que se hablara de los músicos como si fueran animales de competición. Miquel miró fugazmente a la gente con la esperanza y el recelo, todavía, dioses, todavía, de encontrarse casualmente con Gemma.
—Todo el mundo paga peaje al corazón, créeme, Gensana. —Glup—. El artista puro no existe. ¿Crees que Vidal-Fornells es un artista puro?
—Pues...
—Verás, hombre —insistió el desconocido, ofreciéndose generosamente a abrirle los ojos a la realidad—: VidalFornells pinta bien, tiene cierto don de la originalidad...
—Para mí, la originalidad...
—Calla, déjame terminar, Gensana.
Quería decirle que, para mí, la originalidad es como mucho un valor añadido, no intrínseco. Pero se tuvo que conformar con encogerse de hombros mientras el desconocido (¿de qué lo conozco, caray?) seguía adoctrinándolo.
—Tiene técnica, sensibilidad, etcétera.
—Etcétera. —¿Y si llegaba Gemma con ganas de bronca? Más de una vez había soñado que ella lo perseguía y le ordenaba vamos, Miquel, volvamos a vivir juntos, y él, a modo de respuesta, se ponía a llorar y se despertaba con sus propios sollozos. ¿Por qué seguía pensando en ella?
—Sí: etcétera. Ya sabes a qué me refiero. —Y señaló al pintor que, con los ojos brillantes por efecto del whisky y de los elogios, sonreía a las señoras, a las columnas de color verde y a la preciosa philadelphia del rincón, igual igual que la que tenía mi madre en la biblioteca de can Gensana—. Pero, para que lo sepas, amigo Gensana, Vidal-Fornells sólo está pendiente de los halagos y de las enhorabuenas, y no querrá saber si son sinceros o hipócritas, ni si quien se los dedica entiende de pintura o pasaba por allí. Y, por otra parte, calcula los posibles compradores que puedan surgir del vernissage y de la exposición. Y a lo mejor también se lamenta del precio que ha puesto el marchante, de que es muy alto o muy bajo. —Mirada triunfante—: Lo que es seguro es que no piensa en el arte.
—Cuando estaba pintando, seguro que sí —se opuso Miquel.
Por un momento le pareció que la mujer que tenía enfrente, de espaldas a él, hacía un gesto que, para mí, era patrimonio exclusivo de Gemma.
—No creas. Vivía anticipadamente la jornada de hoy.
—No sé. Me parece un planteamiento muy cínico.
—Ah..., no me lo he inventado yo. Son cosas de la vida.
Y entonces fue cuando el desconocido (¿cole, facultad, Partido, guerra? ¿De qué le sonaba la cara de ese cínico que tan bien lo conocía y que le llamaba amigo Gensana?) derivó hacia la música y dijo, por poner un ejemplo, el Trío Rimsky.
—No los conozco.
—Pues tendrías que conocerlos, Gensana. —Era una orden.
Y emprendió un sofisticado cálculo de probabilidades deportivas de aquella formación musical. Y de problemas, sobre todo los dos Moliner.
—¿Y la violinista no tiene defectos?
—Hombre, es Teresa Planella.
—Ah.
—El próximo martes, Gensana. Podrás verlos en directo. Y recuerdos de Gemma.
—Oye, perdona la pregunta, pero... ¿cómo te llamas? ¿De qué te conozco?
Pero el conocido ya había dado media vuelta y estaba en el bufé esperando otra dosis y algo de picar, al tiempo que entablaba, casi sin pensar, otra discusión sobre el futuro real de las escuelas oficiales de Bellas Artes con una mujer bellísima que, hasta el momento, había estado comiéndose los cuadros con los ojos. Como si le interesaran. Me fui solo, porque no conocía a nadie más. ¿Me había dicho recuerdos de Gemma? Y me desperté:
—¿De Gemma?
Di media vuelta, eché a correr por la calle y entré otra vez en la galería. El desconocido ya no estaba. Y no me volví a acordar de la conversación pendiente con VidalFornells.
Sí: el destino, el de la risita de tiple mezquina, fue el que me hizo mirar la programación de la Casa Elizalde. El concierto por el que se me abrió la grieta insospechada de los momentos más extraordinarios, más felices y más tristes que he vivido en mi vida y jamás podré volver a vivir. Brahms, Schubert y Shostakóvich con el desconocido Trío Rimsky. Y una buena porción de mi futuro en manos de la felicidad estancada.