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Para mi —para nuestra— desgracia, dieciséis días después de la excursión al Tibidabo recibimos un nombre y una dirección.
—Las llaves son de un chalé de Valldoreix: no hay vecinos. Hoy a las cinco lo vais a buscar a su casa y lo lleváis al chalé. —Perpiñana, la muy puta, no nos miraba a los ojos. Miraba al suelo—. Aquí tenéis su dirección. En Valldoreix le espera un comité de bienvenida, que os dará más instrucciones.
Ninguno de los cuatro condenados dijimos ni pío. Perpiñana, como haciéndonos un gran favor, posó la mirada en la pared:
—El Partido os asegura que nadie sabrá jamás quién se ha cargado a Toro. Y agradecerá vuestra fuerza revolucionaria.
—Pero...
—Suerte. Mucha suerte, camaradas.
Toro. El camarada Toro. Cinco años de militancia. Primera promoción de graduados por la Universidad de Beirut: Cum Laude en explosivos. Ideólogo de la última escisión. Estalinista hasta la médula; demasiado, incluso. En el Comité Central desde hacía tres meses. Por qué, por qué, excamarada Toro, por qué. ¿Es que no sabías que Mingo era un buen hombre, que tenía novia y futuro?
Fue fácil pero muy desagradable. El excamarada Toro no esperaba una reacción tan rápida. A lo mejor no esperaba ninguna reacción. Cuando Simón y Chato lo metieron en el coche que conducía Franklin, perdió la media sonrisa con la que los había recibido y los ojos se le empezaron a salir de las órbitas. En el coche salió a relucir una pistola, la de Cunillera, tal vez el más nervioso. Toro charlaba, decía qué hacéis camaradas, adónde me lleváis, pero qué es esto, y los excamaradas, mutis, como muertos, sin aludir a Mingo para nada, tal como se lo habían mandado, como si todo eso no les interesara nada, sin odio, yo mirando por la ventanilla para no echarme a llorar y maldiciendo el día en que me lié en las pintadas con Berta y en todo lo que vino después, y pensando no puede ser, no puede ser, no puede ser que esté colaborando en la muerte de un hombre, y otra voz profunda, como la de Ojos Azules, me decía, de profundis, Toro es un cerdo traidor asesino que ha vendido la causa al enemigo. Y así todo el inquietante trayecto hasta Valldoreix. Tres hombres enmascarados se encargaron de hacerle recitar hasta la primera lección de la cartilla. (Por qué, qué información has pasado, por qué, cuánto tiempo, por qué, Toro, por qué, a quién, el nombre del contacto. ¿Por qué, Toro? ¿Eres un infiltrado desde el principio? ¿Eh? ¿Eres de la bofia? ¿Un obrero que se hace de la bofia? ¿Qué te han prometido, eh?) Y él estuvo tres o cuatro horas negándolo todo, incluso las pruebas, diciendo que se equivocaban, que él era muy amigo del camarada Mingo, quejándose de que todo era un error. Pero como los sistemas clandestinos de interrogatorio no podían andarse con zarandajas, enseguida se puso a tono y empezó a decir paridas: que lo hacía porque tenía una prima que estaba enferma y tenía que pagarle la hospitalización; que nunca había dicho nada esencial y que no entendía cómo habían podido hacer aquella redada. Que tenía familia (cierto) que dependía de él (falso). Y también el nombre del enlace en la bofia. Y la seguridad prácticamente absoluta de que no tenía cómplices dentro del Partido. Entretanto, Chato, Franklin y Cunillera, como en las películas más ortodoxas de policías y ladrones, jugaban a las cartas en otra habitación llena de humo y se esforzaban por pensar en Mingo, y el camarada Simón leía en un rincón, y los demás lo miraban con malos ojos porque ya vale de libros. Pero los cuatro esperaban órdenes con el estómago revuelto sin querer confesarlo, porque era peligroso declararse cobarde en semejante coyuntura. Nadie del Partido sabía exactamente que ellos eran los encargados, a excepción de Ojos Azules.
—Y Perpiñana —dijo Miquel II Gensana el Gorila levantando la vista del libro. Los otros lo miraron como si fuera una aparición, y añadió—: Perdonad, estaba pensando en voz alta.
—Josep Maria también pensaba en voz alta —recordó Júlia con cierta timidez.
—¿Qué Josep Maria?
—Bolós.
—¿Cómo lo sabes?
—Te he dicho que lo conocía. —En su plato sólo quedaba la cebolla—. Un poquito.
La verdad era que a nadie le interesaba saber quién componía el pelotón de ejecución. Además, sólo a dos de los cuatro elegidos les tocaría el gordo, de manera que los otros dos camaradas no sabrían exactamente cuál de los dos afortunados apretaría el gatillo. Chato, Simón, Cunillera y Franklin, los afortunados de la rifa de noviembre, los campeones de la crítica en el cogote.
En las horas que duró el interrogatorio, y después de preguntárselo mirando al jardín, decidieron que, como no había voluntarios, tendrían que echarlo a suertes. Y Franklin fabricó cuatro palitos de medidas distintas y se los dio a Chato. Y lo hicieron al palito más corto. Simón casi se desmaya de alegría al ver que su palito era largo. Cunillera... corto. Franklin... mediano. Pero a Chato le quedó el más corto. Cunillera y Chato fueron los afortunados premiados con un viaje al Caribe para dos personas. Previa ejecución de un excamarada. Y el cielo se abrió sobre mi cabeza, porque no tenía que ser el autor material de un asesinato, por muy justificado que estuviera, y di gracias al dios que no existía y miré a Bolós de reojo, y también estaba dando gracias a sus divinidades. Mil veces mejor deshacerse del cadáver que transformar a Toro en cadáver. Mil veces mejor tener que esperar que entrar allí dentro. Mil veces mejor. Y Cunillera y Chato, pálidos como la muerte.
Cuando el comité de recepción e interrogatorio se fue discretamente, después de advertirnos que aquello tenía que quedar vacío al cabo de una hora, y las llaves debajo del felpudo, Cunillera y Chato se pusieron de pie. Simón les ofreció un Rumbo como si fuera el último cigarrillo de unos condenados a muerte. Lo fumaron con avidez, como si de verdad estuvieran en capilla. Para ayudarlos a digerir el momento, Franklin, envalentonado, les dijo que no os tiemble el pulso, camaradas: no es más que un gusano traidor; pensad en Mingo. Y Cunillera lo miró con aborrecimiento, le tiró el cigarrillo encendido a los pies y le escupió si lo ves tan claro, por qué no vas tú, cabrón. Yo a Mingo ni lo conocía. Pero Chato lo agarró por el brazo y se lo llevó a las habitaciones de atrás.
Franklin y Simón nos pusimos a andar de aquí para allá como esperando noticias de la comadrona, sin atrevernos ni a mirarnos, sin querer mirar al jardín húmedo del chalé, con ganas de terminar y seguramente pensando que nunca habríamos creído que fuera tan difícil llevar pistola. Y entonces oí el disparo. Dios. Dos. Dos disparos un poco amortiguados. La crítica en el cogote del pobre Toro, repugnante traidor a la causa. Y el suspiro que soltamos Bolós y yo, esperando oír el llanto del recién nacido.
Chato y Cunillera volvieron con las pistolas guardadas, imposible saber quién había sido. El Secreto Más Terrible quedaba entre los dos Camaradas Héroes. Y ni Bolós ni yo quisimos mirarlos a la cara. Pero adivinamos que tenían unas ganas tremendas de emborracharse. Y el camarada Mingo podía descansar en paz.
—Ahora os toca a vosotros —dijo Chato.
Y sonrió, liberado de todo. Cunillera no nos dijo nada. Desaparecieron los dos en el jardín, que estaba en penumbra. Entonces me di cuenta de que la puerta del jardín había estado abierta todo el tiempo y de que en la casa hacía mucho frío.
—Vamos —dijo Franklin.
Era peor. Ahora a Simón le parecía que era peor. El sueño horrible de tener que ocultar un cadáver. Primero, tener que enfrentarse a Toro, muerto, cuando hacía tan poco que estaba vivo, asustado en el coche, y ahora lleno de sangre e inmóvil. Y después, tocarlo y llevarlo hasta el coche, hacerlo desaparecer, oh, qué horror. Y Bolós y él (Franklin y Simón, unidos por el destino desde el día de la Primera Comunión hasta el día de su Primera Ejecución) se levantaron, no dijeron gracias, camaradas, por el servicio que nos habéis hecho, y, muertos de miedo, fueron por el pasillo de la derecha a buscar un cadáver.
Una lámpara de pie en un rincón, con una mísera bombilla de veinticinco, iluminaba pobremente la habitación adyacente a la cocina. En el centro, en el suelo, yacía Toro el traidor con las manos atadas a la espalda, al lado de una silla caída, con un hilillo de sangre que salía por un orificio pequeño, el mismo por el que se le había escapado la vida hacía un momento.
—Han pensado en todo.
Franklin me enseñó una toalla que había al lado de la cabeza. Simón sonrió con tristeza. Cuando iba a ponerle la toalla en la cabeza para que no quedara un reguero de sangre, sucedió lo que no tenía que haber sucedido nunca. A Franklin, que se inclinaba sobre el pobre Toro repugnante, se le congeló un grito en la garganta. Toro movió la cabeza, abrió los ojos y soltó un gemido.
—¡La madre que os parió, cabrones!... —dije gritando muy fuerte hacia dentro, de una manera que hace mucho daño en el alma. Pero es que estaba horrorizado—. ¡Estos cabrones de mierda no se lo han cargado!
Y salí corriendo de la habitación, y Franklin detrás, gritando con rabia, subvirtiendo contrarrevolucionariamente las más elementales normas de seguridad de la clandestinidad. Y en cuanto llegué a la calle solitaria, y el pobre Bolós detrás, jadeando, echando nubes de aliento que se recortaban contra la luz raquítica de la única farola de la calle, oímos el paso despreocupado del tren, el silencio de las ardillas que ya se habían recogido en sus nidos, y ni rastro de los mayores hijos de puta del mundo, que habían hecho el trabajo a medias. Sí, claro, podía echar a correr por las calles deshabitadas y húmedas, llegar a la estación de tren, acercarme a Sant Cugat y proclamar a Chato y Cunillera grandes malos compañeros, porque habían matado a medias a un traidor y nos habían dejado el trabajo a medias, y ahora nosotros dos, el amigo de mi vida, Bolós, y yo, que habíamos sacado el palito largo, teníamos que rematar al traidor; sí, podía hacer eso. O podía decir a Bolós, vamos, larguémonos de aquí, y dejar a Toro con su agonía y su soledad, y a los dueños de la casa con un cadáver. O...
—Miquel, que se nos echa el tiempo encima. No hagas bobadas.
—Pero ¿son unos hijos de puta o no?
—Seguro que tenían más miedo que nosotros.
—¿Qué hacemos? ¿Esperamos a que se muera?
—No. Sería horroroso. No. A lo mejor tarda horas... Y es hacerle sufrir.
—Habrá que hacer como con los animales.
—Calla, hostia.
Nos callamos. Sacamos un cigarrillo y mezclamos el humo con el vaho de la respiración. Y Toro dentro, agonizando. Era difícil pensar en Mingo. El Rumbo olía y sabía a serrín. No lo he vuelto a fumar nunca más, pero aquellas caladas me serenaron.
—Tenemos que echarlo a suertes, Miquel.
—De acuerdo. La porra no vale.
Miquel y Bolós se pusieron a jugar a pares y nones inocentemente en una calle desconocida: pares y nones; uno, dos, tres. Pero lo que se jugaban era quién le daría el tiro de gracia. El del oficial del pelotón. Uno, dos, tres: le tocó al teniente Franklin y, mientras se quedaba blanco y se desesperaba, el alférez Simón pensó qué suertaza tengo, no volveré a quejarme nunca más en la vida.
—Pobre Josep Maria.
—Sí.
Y volvieron en silencio, conscientes de que los dos sabrían que quien realmente habría matado a Toro sería él, Bolós, mi amigo del alma, y cuando entramos en la habitación adyacente a la cocina, Toro miraba con desesperación hacia la puerta, y ellos tuvieron una leve esperanza de que hubiera muerto ya, pero no fue así; el hombre abrió y cerró los ojos e iba a decir algo, pero se me llenaron los ojos de lágrimas y todavía tuve tiempo de descubrir las de Bolós, y me puse de espaldas y oí el disparo del teniente, un solo disparo, seco, definitivo, y cuando el alférez Simón fue a tapar la cara a Toro para llevárselo, constató que el teniente Franklin había tenido la compasión de abrirle la boca y mandarle el tiro como un viático sagrado, directamente a la memoria.
La cosa no podía ser más desagradable. Metieron el cadáver dos veces ajusticiado en el maletero del coche. Y cuando lo dejaron, en plena noche, en un vertedero cerca de Granollers, con la esperanza de que lo encontrara alguien enseguida y la bofia empezara a preocuparse y se enterara de que con el Partido no se juega, tuvieron una sensación de vacío en el corazón, pobre Toro, tan solo, tan muerto entre la basura.
El trayecto hasta el taller del Guinardó, en el que tenían que cambiar las ruedas al coche y limpiarlo a fondo, lo hicieron en silencio, y nunca he dejado de pensar en aquel cuerpo muerto de tres críticas en el cogote, trémulas, indecisas, que lo habían dejado en el sitio, acompañado únicamente por el frío, las estrellas y las ratas. Me lo guardé y me hizo daño, Júlia.