Capítulo VIII

Cristo, centro de los dos testamentos

Con El Nazareno, Zolli ha llegado a un punto crucial en la evolución de su pensamiento y de su fe. La exégesis metódica del Evangelio a la luz del Antiguo Testamento muestra claramente el obstáculo representado por el mesianismo de Jesús: para los doctores de la ley, es necesario aplicar los razonamientos talmúdicos abstractos para controlar le legitimidad de Quien afirma ser el Cristo; para los discípulos y las masas maravilladas se impone la evidencia: los ciegos ven, los sordos oyen, los cojos caminan…

La oposición de los rabinos al Nuevo Testamento se sitúa exactamente en el canto de las Bienaventuranzas que, según Zolli, son una «verdadera polémica contra el aspecto legalista de la religión judía». La Tierra Prometida a los judíos en el Antiguo Testamento, por ejemplo, pasa a ser la herencia de los humildes, mientras que los malvados serán destruidos y olvidados. En el Nuevo Testamento, los humildes poseerán el reino del Espíritu, su verdadera herencia que viene de Dios.

Zolli demuestra la relación de cada bienaventuranza con los salmos o los textos de los profetas de la Antigua Alianza. Hoy, su interpretación es todavía objeto de la discusión entre la letra y el espíritu que ya estaba presente en el judaísmo antiguo. De manera análoga, Zolli se detiene en algunas expresiones utilizadas por Jesús, ya presentes en el Antiguo Testamento. El simbolismo ligado a «la sal de la tierra», por ejemplo, se inscribe en la tradición talmúdica según la cual la sal está siempre asociada a la virtud de la sabiduría: «La Tora es como la sal, la Mishná como la pimienta, la Gemarah como las especias». Jesús transforma esta frase cargada de sentido implícito dirigiéndose así a sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra»; en otras palabras, su misión es la de purificar la tierra y regenerarla con su sabiduría. «Cuando Jesús les dice: “Vosotros sois la sal que da sabor” —escribe— pretende expresar la grandeza de su misión: una renovada conciencia del mundo». Del mismo modo, la luz del mundo no es la que ilumina físicamente, sino la que enciende las inteligencias.

Así, en su estudio, Zolli pasa del sentido literal al figurado. Hace referencia a un juego de palabras presente en el Talmud sobre el término maluah que, según el contexto, significa «salado» o «inteligente». Y una persona a la que se le atribuye el adjetivo es reconocida como una que «posee gusto». En cambio, un mallûah, literalmente, es una legumbre que nunca ha sido condimentada, o bien, en sentido figurado, un hombre estúpido. ¿Por qué entonces Jesús recurre a este juego de palabras? Zolli nos explica que Jesús (Cristo) «desea ardientemente difundir su mensaje entre las naciones, pero sabe que deberá morir antes de que su obra gloriosa se cumpla. ¿A quién debe confiar la buena noticia? Sus discípulos son las únicas personas capaces de entenderla. Ellos son “la sal de la tierra”, es decir, poseen un espíritu iluminado (maluah). Si ellos se vuelven menos y se convierten en mallûah, ¿cómo podrá su enseñanza ser difundida entre las naciones?».

El rabino propone otra interpretación de un episodio del Evangelio, que tiene sus raíces en el Antiguo Testamento; se trata del pasaje del Evangelio de Mateo en el que Jesús exclama: «No echéis vuestras perlas a los cerdos». Según dicen los exégetas bíblicos más antiguos, el simbolismo de los animales se utiliza a menudo en sentido figurado para proponer nociones abstractas. Los perros, por ejemplo, representan a los que devastan implacablemente la verdad. Los puercos, que en la dietética israelita han sido siempre considerados «impuros», se convierten en la imagen de los que detestan la verdad. Las «perlas», explica Zolli, son «los misterios que se fundan en la palabra revelada como perlas en el interior de la concha».

«Jesús sigue una regla rabínica muy conocida, según la cual no se debe echar nunca carne de sacrificio a los perros». Del mismo modo, las perlas, que son las cosas sagradas del espíritu, no deben ser comprometidas echándolas a los impuros, es decir, a quienes no aman a Dios. A propósito de estas correspondencias exegéticas, el rabino Zolli concluye de modo claro: «Las palabras pronunciadas por El Nazareno, en la sustancia y en la forma, se han convertido en un bien inalienable de los hombres de todos los tiempos y de todas las civilizaciones».

Israel Zolli, poniéndose siempre de parte de los profetas del Antiguo Testamento, se subleva contra la literatura talmúdica y participa así, inevitablemente, de la corriente mesiánica intuida por Isaías, Jeremías y Daniel. En otro capítulo de El Nazareno, interpreta una palabra de Jesús pronunciada contra los fariseos y demuestra la filiación de todos los profetas de Israel: aquel día, Jesús cura a un leproso y le dice que se muestre a los sacerdotes, recomendándole que cumpla la purificación prescrita por Moisés, «para que les sirva de testimonio» (Mt 8,4; Mc 1,44; Lc 5,14).

Este milagro no sirve todavía para dar a conocer a todos el poder de Jesús, porque Él le pide al leproso que no se lo diga a nadie. «Jesús está más cercano en espíritu a los profetas que al código sacerdotal», escribe. «Y los profetas, como ya sabemos, se levantan con particular celo contra el rito sacrificial […] para atribuir una mayor importancia a los valores morales e impedir que se pueda encontrar en la observancia escrupulosa de las prescripciones una justificación para actos de injusticia social».

Aquí reconocemos la voz de Isaías, que considera poco importantes los sacrificios de animales respecto al espíritu del Señor: «No basta la leña del Líbano para el fuego; ni sus animales para el holocausto; ante Él nada cuentan las naciones, carecen absolutamente de valor». (Is 40,16). También el profeta Jeremías dice que Dios los repudia decididamente: «Vuestros holocaustos no me agradan, y vuestros sacrificios no me complacen» (Jr 6,20), exclama el Señor, el Padre Eterno. Y también Miqueas, que se declara enemigo del culto de los sacrificios de animales y exalta los sacrificios morales. También los Salmos, anota Zolli, son una exaltación de los sacrificios del corazón. Jesús respeta la ley bíblica, admira a los profetas; podía combatir el culto sacrificial, pero no intenta oponerse. Sus verdaderos adversarios son los escribas y los fariseos, no tanto los sacerdotes, ni la ley o el culto.

Para Zolli, la expresión «para que les sirva de testimonio» pone en evidencia el contraste entre Jesús y la tradición literalista de los doctores de la Ley. Liberando al enfermo de su mal, Jesús quiere rescatarlo también moralmente. El concepto del mal en el Nuevo Testamento se materializa en la enfermedad, que es también signo de pecado. Para combatir el mal, Jesús cura tanto el cuerpo como el alma. La curación significa así una expiación cumplida. Para Jesús, el sacrificio cruento que debe ser ofrecido tras la curación —según la costumbre— para cumplir el rito de la purificación, ya no es necesario y puede ser omitido; es necesario sufrirlo sólo «por ellos», es decir, por los que le dan más importancia a los signos sensibles que al espíritu de Dios; aquellos que tienen y tendrán siempre necesidad de ver para creer. En definitiva, para «ellos» no es la fe en Jesús la que cuenta, sino sólo el rito. Este conformismo con las prescripciones de la ley es para Jesús sólo una conveniencia práctica.

En la expresión «para que les sirva de testimonio», Jesús establece distancias con «ellos». Para realizar una curación, tras las formalidades destinadas a los ritualistas, él quiere que ésta se realice también en el mundo invisible y sobrenatural de la fe y de la remisión de los pecados. «Los milagros de Jesús poseen un valor hecho para trascender la apariencia de los sucesos naturales y elevarlos hasta lo sobrenatural. Su objetivo es atestiguar que Jesús es el Enviado de Dios que obra en virtud de un poder más alto. […] El sacrificio “les” sirve de testimonio a “ellos”. […] El acto de curar es el testimonio de Dios en favor de su Hijo, frente a todas las generaciones de todos los tiempos».

Siempre «explorando» el pasaje evangélico, Zolli se para de tanto en tanto en alguna frase de Jesús. La comenta con la seguridad que deriva de los conocimientos lingüísticos y de su erudición bíblica, como quien reconoce una foto o un documento de familia. Afronta, por ejemplo, con toda sencillez la famosa afirmación de Cristo: «Dejad que los muertos entierren a sus muertos», expresión difícilmente comprensible para los cristianos sin la luz que deriva del Antiguo Testamento.

En efecto, según la Tradición, un judío (sobre todo si es sacerdote) debe obtener el permiso de los sacerdotes para ir al extranjero. Por eso, en el Evangelio según San Mateo (8,20), un discípulo de Jesús, antes de seguirlo en su camino, le pide permiso para ir a enterrar a su padre. Jesús no accede y, según San Lucas, afirma: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tu ve y anuncia el reino de Dios».

Para Zolli, la figura es implícita: los muertos que hay que dejar son aquellos que no han aceptado la proclamación del Reino de Dios; les toca por tanto a ellos sepultar a sus muertos. Jesús desea que su discípulo, que está vivo porque cree en Él y está destinado a encontrar la vida eterna enseguida tras la muerte, no debe volver atrás para situarse con otras categorías de muertos. Éstas no esperan otra vida futura, y por tanto, su mundo representa un gran cementerio. Pero el rabino explica: «Estos juegos de palabras, extraídos de los hechos de la vida ritual y legalista, elevados al nivel moral, tenían el objetivo de fascinar a las masas de su tiempo y difundirse rápidamente entre las naciones». Con un razonamiento análogo, demuestra que la expresión «Cordero de Dios» debe ser considerada como el equivalente de la figura mesiánica descrita por Isaías (53,7-12). Según el profeta, al Mesías se le atribuye la cualidad de «Siervo de Dios», pero el término arameo originario era talya, que quiere decir «cordero»:

Como cordero llevado al matadero […]

no abrió su boca […]

por la iniquidad de mi pueblo fui condenado a

muerte (Is 53,7-8)

Comparando los términos lingüísticos y sus diversas traducciones, Zolli concluye que la identificación del Mesías o Siervo con el Cordero Pascual, encarnado en el Hijo de Dios, es por tanto un concepto profundamente radicado en el Antiguo Testamento. Del mismo modo, en un capítulo titulado «La fracción del pan», Zolli escribe: «El pan y el vino eran símbolos de fraternidad en cada comida festiva celebrada por los judíos». Todavía hoy, sobre todo durante la comida de la Pascua, el pan ácimo recuerda la acelerada huida de Egipto de los hijos de Israel, perseguidos por las tropas del faraón; fuga y paso milagroso de la esclavitud a la libertad: pan partido y llevado lejos; restituido bajo el aspecto del maná del desierto, signo del don de la vida querida por el Altísimo. El vino siempre ha sido ofrecido, desde los tiempos de Abraham, a cambio de la bendición sobre el pueblo elegido; el vino representa la reunificación del fruto de la vid, vendimiado, pisado y fermentado con el tiempo para crear una bebida que simboliza tanto la vida como el sufrimiento del pueblo elegido.

El elemento central de la comida pascual sigue siendo todavía el vínculo indisoluble entre todos los que toman parte en el banquete: es el cordero que lleva en el cuerpo el signo del sacrificio ofrecido por todos, en general. De hecho, antes del Éxodo, mientras aguardaba que la última plaga se llevara a todos los primogénitos de los egipcios, Moisés había prescrito a cada familia israelita que inmolara un cordero, cuya sangre señalaría y protegería las casas de los judíos en el momento en que pasara el ángel exterminador. Este sacrificio del cordero, perpetuado a través de los siglos, ha sido actualizado en la Última Cena de Cristo con sus discípulos. Así, durante la Última Cena, Jesús habla de su próxima muerte y afirma que será Él personalmente el sacrificio ofrecido a Dios, superando también el de Abraham. Su sacrificio logra abolir el rito del cordero pascual; de ahora en adelante, Él será la encarnación del Siervo sufriente, convertido en Cordero de Dios. «El pan y el vino, que han sido transformados en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, sustituyen al cordero pascual, a la expresión del sacrificio de purificación y también de la familia que se convierte, a través de la comunión, en un solo cuerpo».

Leyendo el Evangelio, el conocimiento del Antiguo Testamento le sirve constantemente al rabino Zolli como punto de referencia: a propósito del lavatorio de los pies, por ejemplo, se remite a la visita de los tres ángeles al patriarca Abraham. «Se trata de un rito de iniciación», escribe. Como el profeta Isaías durante su visión del Señor recibe un carbón ardiendo en los labios como signo de purificación por sus pecados, para ser introducido en la compañía de los ángeles (bnê lohîm) señalada por la literatura rabínica como «la familia del Altísimo» (famalya’shelma’lah), así Abraham lava los pies a los tres visitantes celestes y les pide que descansen un poco bajo un árbol (Gen 18,2). Aquel simple gesto de cortesía, habitual en el Oriente Medio de aquella época, lo cumple Abraham con sus huéspedes que en realidad son ángeles enviados por Dios. Del mismo modo, en el relato del Evangelio, el lavatorio de los pies de los apóstoles por parte de Jesús consagra a algunos hombres al estado de seres sobrenaturales, como los ángeles. En el libro de Isaías, Zolli encuentra también las pruebas de la divinidad de Cristo, desarrollando la idea de que el don de la profecía no puede sino venir de Dios. En virtud también del proverbio del Talmud que dice: «El embajador de un rey es como el mismo rey».

«Si es cierto que quien recibe a un mensajero recibe también a quien lo ha enviado, explica Zolli, no es menos cierto que quien acoge a Jesús, acoge a Quien le ha enviado». Por tanto, las diversas declaraciones de Cristo sobre su filiación divina llevan al rabino a escribir: «Cristo es el Mesías, el Mesías es Dios, por tanto, Cristo es Dios».

Producen estupor y maravilla tanta sencillez y franqueza en este Gran Rabino de Trieste que estudia la Sagradas Escrituras, podríamos decir, con corazón de niño.

En 1938 se perfilan en el horizonte una serie de sucesos dolorosos y la conclusión del inevitable conflicto interior de Zolli tendrá que esperar al regreso de la paz, que llegará en la posguerra. En aquellos años, durante los cuales el antisemitismo hace estragos y provoca millones de muertos, el hombre solitario que busca la verdad en todas las cosas se interroga sobre el porqué de aquel sufrimiento, y dedica el último capítulo de su obra magistral al concepto de justicia divina en el pensamiento judío.

Según el Antiguo Testamento, la justicia de Dios consiste en castigar el mal y recompensar el bien. Esta lección aparece claramente, por ejemplo, en el episodio de Sodoma y Gomorra; en los Salmos, los justos son protegidos y los impíos castigados. Esta característica determina por tanto el destino del justo y el del pecador. Y dado que Dios es justo por definición, a los buenos debería reservarles el bien, y a los malvados el mal. Dios debe ser un juez ideal. ¿Por qué entonces parece que los malvados son felices?, se pregunta Zolli. ¿Por qué las desgracias les suceden siempre a los buenos? Es este «por qué» el que se halla en el centro del problema de la justicia divina.

Para arrojar luz sobre este misterio, Zolli parte de los textos de los Salmos y del Libro de Job: «El justo, golpeado por la desgracia, debe comprender qué espera el pecador. A través de la fe, aprende a no desear otra cosa que la unión con Dios; su amor por Dios se convierte en una pasión que puede con todo. La paz reina en él, la duda se desvanece, el tormento cesa, [purificado] por su fe renovada e indestructible». Pero el Libro de Job, el del justo maltratado, es el que más atrae su atención: «Este inmenso “por qué” que viene de la boca del siervo Job y ¿no ha sido examinado? […] ¿Israel se ha limitado sólo a resolver el problema sin intentar comprenderlo? […] ¿Lo ha hecho sólo con el objetivo de delinear la figura de un Laocoonte bíblico, expresión artística del sufrimiento extremo? ¿O quizás la historia de Jacob representa un verdadero problema religioso?».

Zolli ve una similitud con la Pasión de Cristo, que es el siervo anunciado por Isaías. Otros exégetas se han obstinado en ver «candidatos» diversos: el rey Josías o el profeta mismo. Y, como ya hemos visto antes, la tradición rabínica ve muy a menudo en este Siervo una figura del pueblo de Israel despreciado, sufriente por la redención del mundo. Examinado más atentamente, se trata más bien de «un individuo noble y heroico, el ’ish makh’oboth, el varón de dolores […] traspasado por nuestros delitos, por nuestros pecados […] y por sus llagas hemos sido curados». Zolli prosigue con el paralelismo hasta delinear una comparación entre Jesús y Job. Pero las semejanzas no aguantan mucho el análisis: en la prueba, Job se lamenta y apela a la justicia divina. No quiere sufrir pero no puede evitarlo. Al fin, resignado, por decirlo de algún modo, se somete al destino y espera la hora de Dios.

En cambio, el Siervo sufriente en la persona de Jesucristo santifica el dolor con su silencio: ve en Dios su protección y su ayuda. Por último, acepta sufrir para salvarnos de los pecados en sacrificio expiatorio voluntario. Su misma voluntad se identifica con la de Dios: «En Él, Dios se ofrece así mismo y sufre […] justificada así la obra divina, el equilibrio es restablecido». Con esta constatación mística se cierra la obra máxima que el rabino Zolli consagró al Nazareno en 1938. Retomará párrafos importantes de este escrito para insertarlos en la síntesis sobre la búsqueda de Dios y la experiencia mística titulada Christus.