Prólogo

Septiembre de 1943. A pesar del estruendo de los automóviles de la Wehrmacht que irrumpían en la Ciudad Eterna, un espeso silencio reinaba tras las persianas de las grandes avenidas romanas. Un terror sordo paralizaba a la población tras el armisticio, la fuga del rey y del gobierno, y el desencadenamiento de la venganza alemana.

A finales de aquel mismo año tan dramático, un hombre solo y sin medios vivía en una pequeña habitación no lejos del centro de la ciudad. Buscado por la Gestapo, sobre su cabeza pendía una recompensa de trescientas mil liras. A merced del frío y del hambre, aguardaba la noche para poder salir. El resto del tiempo lo pasaba tumbado sobre un lecho en el que rezaba: «¡Oh Eterno, protege a este Resto de Israel! ¡No permitas que muera…!». En su soledad, no imploraba tanto por sí mismo como por los suyos. Luego, contemplando desde la ventana las estrellas del firmamento sobre los tejados de Roma, repetía incansablemente entre lágrimas: «Oh, Tú, Custodio de Israel…».

Era Israel Zoller, rabino jefe de Roma, que, a causa de las leyes antisemitas se había visto obligado a italianizar su nombre como ítalo Zolli.

Tras la guerra, se avivará la polémica: la comunidad judía de Roma le discutirá el papel realizado en el salvamento de los judíos, refugiados gracias a la ayuda sin límites de la Iglesia católica y, sobre todo, del Santo Padre, el Papa Pío XII.

Con una visión retrospectiva podemos descubrir en aquellos hechos la conclusión lógica de la vida y de la carrera del buen rabino. Desde lo alto de su cátedra de profesor en la Universidad de Padua, el judío inconformista había llevado su exigencia de objetividad hasta el punto de emprender el estudio de las relaciones entre el Antiguo y el Nuevo Testamento en una obra de exégesis: El Nazareno, explorando así el terreno prohibido del cristianismo.

Tras largos años en Trieste, en 1939 había sido nombrado Gran Rabino de la ciudad de Roma y los miembros de la comunidad israelita lo aceptaron como erudito; y así, en plena tormenta, se trasladó a la ciudad con su mujer y sus hijas. Los judíos de Roma no parecían demasiado preocupados, a pesar de las discriminaciones que ya existían: ¿no habían sobrevivido ya a tantas tempestades durante su Historia? ¿Acaso podía ser peor Mussolini (por quien, durante años, muchos de ellos habían mostrado fidelidad, colaboración y entusiasmo) que los emperadores romanos? Además, su aliado alemán, aquel Hitler que imitaba el saludo de los Césares, estaba lejos.

En cambio, Zolli conocía la lengua alemana, y esto le permitía informar y poner en guardia a los miembros de su comunidad de cuanto se estaba tramando entre los secuaces del autor de Mein Kampf. Según el rabino, la invasión de las tropas nazis era previsible y las comunidades judías debían ser dispersadas con urgencia. En Roma fue tomado por agorero y timorato. De modo que, en 1943, llegó el desastre.

Desde que era niño, en los lejanos shtetl de la Polonia austrohúngara, el rabino Zolli llevaba una vida de oración y unión con Dios muy profunda. Volcado desde muy joven en el estudio de la Tora, era la voz de Dios la que le guiaba a través de la Sagrada Escritura y los senderos cotidianos de la vida. El Señor dirigía sus pasos como a través de un bosque, donde nada cae en el olvido: «Los libros de la Sagrada Escritura contienen mucho más que lo que en ellos está escrito —observa—. También nuestra alma posee profundidades desconocidas para nosotros mismos. En las páginas de las Sagradas Escrituras y en nuestra alma resuenan melodías nuevas. En el vasto mundo existen melodías que nadie oye, porque nadie escucha. ¡Cuánto lloro toda esta belleza perdida!».

Contemplando el techo de la angosta estancia, Zolli, con lágrimas en los ojos, reza a su Dios para que le muestre la meta de la búsqueda de la verdad, que le inquieta desde siempre. Pero la tempestad va amainando y las nubes desaparecen. Entre gritos y redadas, tribulación y dolor, el rabino vislumbra la luz de la respuesta. La recibirá en la sinagoga, el día de Yom Kippur de 1944, por el Maestro mismo, que se le aparecerá, dirigiéndole la palabra.