Capítulo I

El niño poeta

Al comienzo de sus memorias, el rabino Zolli da de sí mismo la imagen de un niño poeta que contempla la vida a su alrededor, unas veces inmerso en las páginas de una Biblia que todavía no sabía leer, otras supuesto afanado en un escondrijo, ante unos polvorientos volúmenes, objeto de sus cuidados. Nacido el 17 de septiembre de 1881 en Brody, junto a la frontera de la Galizia polaca, Israel es el último de cinco hijos de una familia acomodada; su padre es propietario de un taller con sede en Lodz, y la casa burguesa, con muchos sirvientes y hermosos muebles, tiene jardín y un huerto. A Israel le gusta observar a sus hermanos mayores: su hermana recita versos de Goethe y Schiller, y sus hermanos, atraídos por la lengua y la literatura, son instruidos por preceptores.

En aquella época, los judíos que vivían en las zonas limítrofes del Imperio eran protegidos por los Habsburgo, pero no ocurría lo mismo con los que vivían en territorios vecinos, ocupados enseguida tras el desmembramiento de Polonia. En efecto, a finales del siglo XVII, las tres coronas, Rusia, Austria y Prusia, se habían repartido el reino del último rey de Polonia, Stanislao Poniatowski, sofocando poco a poco la autonomía de aquellas vastas regiones pobladas por judíos ashkenazis. Los pueblos de Lituania, Bielorrusia y Ucrania occidental, ocupados por la administración zarista de Catalina II, se habían convertido en blanco de los pogrom[2] (en ruso «devastación») consumados por los cosacos, mientras que los judíos del Imperio al sur del Vístula eran objeto de un intento de integración por parte de la monarquía vienesa.

Durante la primera infancia de Israel, el señor Zoller, su padre, mantenía buenas relaciones con los obreros de su fábrica en la zona de ocupación rusa; pero en 1888, las tensas relaciones entre los dos Imperios provocaron conflictos en la región de Lodz: Rusia decidió cerrar en su territorio cualquier fábrica que tuviese patrón extranjero. Aquella medida golpeó como un latigazo a la familia Zoller: su industria de la seda fue confiscada sin indemnización económica alguna.

El nivel de vida de la familia se redujo drásticamente. Sólo un sirviente, un cristiano, acepta quedarse sin recibir prácticamente compensación a cambio, y el pequeño Zoller ve cómo sus hermanos se dispersan en busca de trabajo: su hermana mayor empleada en una oficina y dos de los tres hermanos en Alemania, en busca de fortuna. Los Zoller viven ahora en Stanislawow, una pequeña ciudad a pocos kilómetros de Brody, siempre en la Galizia expolaca.

El jovencito Zoller va con sus compañeros al Kheder, la escuela primaria judía, donde su vida cotidiana se alterna con castigos a golpe de fusta y recompensas. Se aplica en la lectura y la traducción de los libros y del Pentateuco; en cierta ocasión, recitar de memoria un párrafo bien preparado junto a un comentario juicioso le vale el premio de una manzana. Es evidente, en cualquier caso, que la educación religiosa propiamente dicha derivaba sobre todo en el gusto por el conocimiento, inculcado en el hijo de papá Zoller más por sus explicaciones de los textos de oraciones en la sinagoga, que por las lecciones aprendidas a golpe de fusta.

La madre de Israel tuvo un papel fundamental en su formación. Nacida de una estirpe bicentenaria de rabinos eruditos, hizo mucho más que transmitirle la huella de una invisible aristocracia que los judíos ashkenazis llaman Ykhes; le enseñó, sobre todo, los preceptos del amor y de la caridad. Conmovida por la miseria ajena, mamá Zoller multiplicaba las buenas obras. Y cuando sus iniciativas superaban sus medios materiales, no vacilaba a la hora de dirigirse a otras señoras del barrio, judías o católicas. La convivencia entre religiones en el imperio de los Habsburgo reflejaba la multiplicidad de las nacionalidades que contenía: la tolerancia religiosa se basaba en el respeto recíproco. Entre judíos y cristianos no había desprecio alguno, y mucho menos desconfianza, en aquellas lejanas provincias, donde reinaba sólo una especie de consigna tácita: «Entre los israelitas no se habla y no se hacen preguntas. […] Jesucristo les interesa a los cristianos, no a nosotros».

Una de las grandes preocupaciones de la señora Zoller era conseguir dinero suficiente para que su hijo pudiera continuar sus estudios rabínicos. El joven, además de la escuela religiosa, acude ahora a la escuela elemental. Allí los compañeros son judíos y cristianos indistintamente: está Joel, judío como él, pero también Estanislao, cristiano, hijo de una viuda, que en casa tiene un crucifijo colgado sobre una pared blanca.

Como siempre, le atormentan serias preguntas: «Para convertirse en rabino, hace falta estudiar mucho, pero lo que aprendo es como la aritmética. ¿La Tora no debe ser, sobre todo, vivida?». O bien, a los ocho años, su mente de niño se interroga: «¿Qué hacía Dios antes de crear el mundo? ¿Por qué lo ha hecho?».