15

Donde las añoranzas también son parte de la felicidad

Empezaba a amanecer cuando llevé a Cûc a la parada de taxis más cercana, que no estaba tan cercana, por cierto. Hubo que volver hasta la Vieille-Chapelle para encontrar un coche.

Circulamos, fumando, sin intercambiar palabra. Me gustaba esta hora, oscura, de antes del comienzo del día. Era un momento puro, que no podía pertenecer a nadie. Era inutilizable.

Cûc volvió la cara hacia mí. Sus ojos mantenían ese brillo de jade que me había seducido al instante. Apenas, estaban apagados por el cansancio y la tristeza. Pero, sobre todo, liberados de la mentira, habían perdido toda la indiferencia. Era una mirada humana. Con sus heridas y tormentos. Con esperanzas también.

Mientras estuvimos hablando, de esto hacía ya unas dos horas, no paré de beber un vaso tras otro. De hecho, la botella de Lagavulin se había acabado. Cûc se paró en una frase para preguntarme:

—¿Por qué bebes tanto?

—Tengo miedo —le contesté, sin más explicación.

—Yo también tengo miedo.

—No se trata del mismo miedo. Cuanto más envejeces, mayor es el número de actos irreparables que puedes cometer. Evito alguno, como contigo. Pero éstos no son los peores. Están los otros, los inevitables. Si los evitas, por la mañana no te puedes mirar al espejo.

—¿Y te agotas?

—Sí, exacto. Cada día un poco más.

Se quedó en silencio. Perdida en sus pensamientos. Luego siguió:

—¿Y vengar a Guitou es uno de ellos?

—Matar a alguien es un acto irreparable. Matar al hijo de puta que lo hizo, me parece inevitable.

Dije aquellas palabras con cansancio. Cûc me cogió la mano. Precisamente para compartir ese cansancio. Aparqué detrás del único taxi de la parada. Un taxista que empezaba su jornada. Cûc me besó en los labios. Un beso furtivo. El último. El único. Porque, lo sabíamos, lo que no había podido ser, no sería jamás. Las añoranzas también son parte de la felicidad.

La vi subir al taxi, sin darse la vuelta. Como Murad. El taxi arrancó. Se alejó y, cuando perdí de vista las luces de posición, di media vuelta y me volví para casa.

Dormir. Por fin.

Me sacudieron suavemente del hombro.

«Fabio… Fabio… Cucú…». Reconocía esa voz. Me resultaba familiar. Era la voz de mi padre. Pero no me apetecía levantarme para ir a clase. No. De hecho estaba enfermo. Tenía fiebre. Eso. Por lo menos treinta y nueve. Me ardía el cuerpo. Lo que quería era desayunar en la cama. Y luego leer Tarzán. Estaba seguro de que era miércoles. El último número de Las aventuras de Tarzán había tenido que salir. Mi madre iría a comprármelo. No podía decir que no, porque estaba enfermo.

—Fabio.

No era la voz de mi padre, pero la entonación era la misma. Dulce. Sentí, una mano en la nuca. ¡Dios mío, qué bien! Intenté moverme. Un brazo. El derecho, creo. Pesado. Como un tronco de árbol. ¡Mierda! Estaba atrapado debajo de un árbol. No. Había tenido un accidente. Mi mente se estaba despertando. Un accidente de coche. Al volver. Justo. Me había quedado sin brazos. A lo mejor también sin piernas.

—¡No! —grité dándome la vuelta.

—¡La leche! No hace falta que grites como un condenao —dijo Fonfon—. ¡Casi ni te tocao!

Me palpé por todos lados. Parecía estar entero. Muy entero. Y vestido de arriba abajo. Abrí los ojos.

Fonfon. Honorine. Mi habitación. Sonreí.

—Oiga, menudo susto que nos ha dado. Que creía que le había pasao algo. Un ataque o algo. No sé. Con que me ido a buscar a Fonfon.

—Si me pienso morir, ya os dejaré una nota la víspera. En la mesa. Para que no os asustéis.

—¡Cagüendiez, aún no se ha despertao y ya está de cachondeo! ¡Y yo aquí perdiendo el tiempo en tonterías! ¡Venga, hombre, que yo ya no estoy pa estos trotes!

—Bueeno. Vale. Tranquilo, Fonfon. ¡Es que estoy un poco chispa todavía! ¿Me has traído un cafelín?

—¡Sí! ¿Y qué más? ¿Un croissant en bandeja para el señor?

—Pues, oye, ahora que lo dices… No habría estado mal.

—¡Teacagar!

—El café ya está casi —dijo Honorine—. Está puesto.

—Me levanto.

Hacía un día espléndido. Sin nubes. Ni viento. Ideal para ir a pescar, cuando se tiene tiempo. Miré mi barco. Estaba tan triste como yo por no poder salir a la mar otro día más. Fonfon me había seguido la mirada.

—Oye, ¿vas a tener tiempo de ir a ver lo del pescado de aquí al domingo o lo tengo que encargar?

—Encarga marisco, eso sí. Pero del pescado me encargo. Así que no me comas el coco.

Sonrió y se bebió el café.

—Bueno, me vuelvo para allá. Que los clientes se van a impacientar. Gracias por el café, Honorine —se giró hacia mí. Paternal—. Ven a verme antes de irte.

Qué gusto daba saber que los tenía cerca, a Honorine y a Fonfon. Con ellos sentías la seguridad de un mañana. De un después. Pasada cierta edad, es como si la vida fuera eterna. Se hacen planes para el día siguiente. Para el siguiente. Y para el domingo que viene, y para el otro. Y el tiempo avanza. Ganado a la muerte.

—¿Le hago otro café o qué?

—Con mucho gusto Honorine. Es usted un ángel.

Y se fue para la cocina. Oí cómo se ponía a hacer cosas. A vaciar los ceniceros, lavar los vasos, tirar las botellas. Si seguía en ese plan, me iba a cambiar hasta las sábanas.

Encendí un cigarro. Me supo fatal, como me sabe siempre el primero. Pero me apetecía el olor. Aún no tenía muy claro en qué planeta estaba. Impresión de estar nadando a contracorriente. Una cosa así.

Desde el cielo hasta el mar, era todo una infinita gama de azules. Para el turista, el que viene del norte, del este o del oeste, el azul es azul y punto. Sólo después, a poco que te preocupes en mirar el cielo, la mar, en acariciar con los ojos el paisaje, descubres el azul grisáceo, el azul oscuro, el azul ultramar, los azules pimienta, los azules lavanda. O el azul berenjena de las tardes de tormenta. El azul verdoso del oleaje. El azul cobrizo de la puesta de sol. La víspera de Mistral. O ese azul tan pálido que se vuelve casi blanco.

—¡Ay! ¿Se ha quedado dormido?

—Estaba pensando, Honorine. Estaba pensando.

—Pues con la cabeza que tiene hoy, no vale la pena. Mejor no pensar en nada que pasar por las cosas a medias, decía mi pobre madre.

Nada que decir al respecto.

Honorine se sentó, se trajo la silla cerca, se estiró la falda y me miró mientras me bebía el café. Apoyé la taza.

—Bueno, y hay más. Está Gélou, que ha llamado. Dos veces. A las ocho y luego a las nueve y cuarto. Le dicho que estaba durmiendo. Y, bueno, era verdá. Y que le iba a despertar enseguida. Que se había acostao tarde.

Me miró con sus ojos de pilla.

—¿Qué hora es?

—Casi las diez.

—No se puede decir que me haya acostado. ¿Está preocupada?

—Bueno, no es que sea eso… —se detuvo e intentó poner tono de enfadada—. Es que no está bien no haberla llamado. Pobrecita, pues claro que está preocupada. Se ha quedado adrede a cenar en el New York por si se acercaba usted. Le había dejado una nota en el hotel y todo. Es que a veces no le entiendo, de verdá.

—Déjelo estar, Honorine. La voy a llamar.

—Sí, porque su… Alex quiere que se vuelva para Gap. Dice que ya él verá con usted lo de Guitou. Que no sirve de nada que se eternice en Marsella.

—Ya —dije pensativo—. A lo mejor sabe algo. Que haya leído el periódico. Y que quiere que ella no se dé cuenta. No sé. No conozco a ese tío.

Me miró intensamente. No dejaba de darle vueltas en la cabeza. Al final se volvió a estirar la falda.

—¿Usted cree que es un hombre como Dios manda? Quiero decir para ella.

—Están juntos, Honorine. Desde hace diez años. Ha educado a sus hijos…

—Para mí, un hombre como Dios manda… —se quedó pensando—. Bueno, llame por teléfono, vale. Pero… a lo mejor estoy un poco carca, pero no sé, podía haber venido hasta aquí, ¿no? No sé… presentarse, ¿me entiende? Bueno, no lo digo por mí. Sino por lo que a usted respecta. No sabemos ni qué cara tiene.

—Venía desde Gap, Honorine. Y además vuelve a casa después de varios días, descubre la desaparición de Guitou… Ver a Gélou es seguramente lo que más le importaba. Lo demás…

—Ya —dijo nada convencida—. Aun así, es un poco raro…

—No hace usted más que ver complicaciones. Ya tenemos bastantes, ¿no le parece? Y además… —yo estaba buscando argumentos—. Quiere ver conmigo cómo hacemos, ¿no? Bueno, ¿y Gélou qué dice de todo esto?

—No quiere volver a casa. Está muy preocupada, la pobre. Perdida. Dice que se marea. Creo que se está empezando a temer lo peor.

—Lo peor para ella debe de estar aún lejos de la realidad.

—Llamaba por eso. Para hablar con usted. Para que le contara, claro. Necesita que usted la tranquilice. Si le dice que se vuelva, le hará caso… No le va a poder ocultar la verdad mucho tiempo.

—Ya lo sé.

Sonó el teléfono.

—Hablando del rey de Roma… —dijo Honorine.

Pero no era Gélou.

—Loubet al teléfono.

Con voz de pocos amigos.

—¿Tienes algo nuevo?

—¿Dónde estabas entre las doce y las cuatro de la mañana?

—¿Por qué?

—Móntale, las preguntas las hago yo. Te interesa, uno, contestar dos, no meter bolas. Sería mejor para ti. O sea, que te escucho.

—En mi casa.

—¿Solo?

—No. Con una mujer.

—Sabes cómo se llama, supongo.

—Eso sí que no puedo, Loubet. Está casada y…

—Cuando te levantes a una mujer, infórmate primero. Después ya es demasiado tarde, ¡gilipollas!

—¡Loubet, tío!, ¿de qué hostias vas ahora?

—Escúchame bien, Montale. Te puedo endosar un crimen. A ti y a nadie más. ¿Entiendes o no? ¿Adónde quieres que te vayamos a buscar? Con las sirenas y toda la parafernalia. Me dices cómo se llama. Si hay testigos que os hayan visto juntos. Antes, durante y después. Veo a ver si cuadra, cuelgo y te vienes para acá en un cuarto de hora. ¿He sido suficientemente claro?

—La mujer de Adrien Fabre. Cûc.

Y le conté los detalles. La velada. Los lugares. Y la noche. En fin, más o menos. Por lo demás, que pensara lo que quisiera.

—Perfecto —dijo. Se le suavizó la voz—. La declaración de Cûc coincide con la tuya. Sólo tenemos que comprobar lo del taxi y todo estará OK. ¡Venga, vente! Han matado a Adrien Fabre esta noche, en el boulevard des Dames. Entre las dos y las cuatro de la mañana. Tres balazos en la cabeza.

Era hora de que saliera del coma.

Vete tú a saber, hay días así, en los que todo se acaba liando. En la rotonda de la playa, ahí donde David —una réplica del de Miguel Ángel— dirige su desnudez hacia el mar, acababa de producirse un accidente. Nos desviaron por la avenue du Prado y por el centro. En el cruce de Prado con Michelet había un atasco que llegaba hasta la place Castellane. Me metí por la derecha, por el boulevard Rabatau, y luego ya, por despecho, por la ronda del Jarret. Se podía así acceder al puerto rodeando el centro. Este bulevar circular, que cubre un pequeño cauce de agua convertido en alcantarillado, es uno de los ejes más feos de Marsella.

Pasados Les Chartreux, al ver el cartel de «Malpassé - La Bose - Le Merlan», tuve la repentina intuición de saber dónde se refugiaba Pavie.

No lo dudé ni un segundo. Sin poner intermitente. Me pitó el de detrás. Loubet que espere, me dije. No podía haber ido a otro sitio con el coche. A la casa de Arno. A ese cuchitril en el que ella había vivido feliz. Directamente a las patas de Saadna. Tendría que haber caído antes, ¡Dios mío! ¡Qué gilipollas!

Atajé por Saint-Jeróme y sus pequeñas villas en las que vivían montones de armenios. Pasé por delante de la Facultad de Ciencias para llegar a la traverse des Páquerettes. Justo encima del desguace de Saadna. Como el otro día.

Aparqué en la rue du Muret. Al borde del Canal de Provence, me colé hasta casa de Arno. Oía los berridos del transistor de Saadna, un poco más abajo, en la chatarra. El aire apestaba a goma. Un humo negro subía para arriba. Este cretino seguía quemando las ruedas viejas. Había habido denuncias, pero a él le importaba un huevo. Parecerá mentira, pero hasta la pasma le tenía miedo.

La puerta de la casa de Arno estaba abierta. Un simple vistazo al interior confirmó mis sospechas. Sábanas y mantas hechas un rebujo. Varias jeringuillas tiradas por el suelo. Por Dios, ¿por qué no se habría vuelto a Le Panier? A casa de los padres de Randy. Ellos habrían sabido…

Bajé hacia la chatarra lo más discretamente posible. No había rastro de Pavie por los alrededores. Vi a Saadna metiendo más ruedas en los bidones en los que las quemaba. Luego desapareció. Di unos pasos más, para pillarlo por sorpresa. Oí el clic del seguro de su navaja. En mi espalda.

—¡Te he olido, gilipollas! Anda —me dijo pinchándome la espalda. Entramos en su casa. Cogió la escopeta y metió un cartucho. Luego cerró la puerta.

—¿Dónde está?

—¿Quién?

—Pavie.

Se echó a reír. Un pestazo a alcohol.

—¿Tenías ganas de trincártela tú también? No me extraña. Con los aires que te das y no eres más que un imbécil. Como el otro, tu colega Serge. Pero él no le habría hecho nada a Pavie, los chochos no eran lo suyo. Prefería los culitos de los niños.

—Te voy a partir la boca, Saadna.

—No te pongas chulo —dijo sacudiendo la escopeta—. Escucha, siéntate ahí —me señaló un sofá viejo de cuero como marrón, pegajoso. Era como hundirse en la mierda. Y casi a la altura del suelo. Difícil moverse de ahí—. ¿A que no lo sabías, eh, Móntale? ¿Qué era de la peor raza de maricón que hay, tu amigo Serge? Un porculizador de chavales.

Arrastró una silla y se sentó, a buena distancia de mí. Junto a una mesa de formica por la que pululaban una botella de tinto y un vaso pringoso. Se llenó el vaso.

—¿De qué va toda esa mierda que estás soltando por la boca?

—¡Ja, ja!, estoy bien informado. Sé un montón de cosas. ¿Qué te habías creído? ¿Qué lo habían echado del sector porque colaboraba contigo? ¡El poli y el cura! ¡Y un cojón! —se rio. Una risa de dientes negros—. Había denuncias. Por ejemplo, la de los padres del pequeño José Esparagas.

No me lo podía creer, José Esparagas era un crío tímido. Hijo único, madre soltera. En la escuela, se las comía todas. Por todos los lados. Un auténtico sufridor. Le pegaban. Y sobre todo le chantajeaban. Cien por aquí, cien por allá. El día que le dijeron que trajera mil, intentó suicidarse. Ya no aguantaba más el pobre crío. Yo trinqué a los dos chavales que le hacían soltar la pasta. Serge intervino y consiguió que cambiaran al chaval de instituto. Serge estuvo yendo seis meses por las tardes para ayudar a José a recuperar el retraso que llevaba en clase. José aprobó el bac[19].

—Rollos patateros. Eso no me aclara dónde está Pavie.

Se puso un vaso de tinto y se lo bebió de un trago.

—Es verdá que tú también le vas detrás a esa guarra. Casi os encontráis el otro día. Tú te ibas y ella venía. Mala suerte, ¿eh? Pero yo sí que estaba. Siempre estoy. Quien quiere de mí, le doy. Siempre dispuesto a hacer un favor. Soy servicial. Ayudo.

—Abrevia.

—No te lo vas a creer. Te vio cuando ibas corriendo hacia Serge, cuando se lo cargaron. Pero llegó la pasma y se acojonó. Y se largó. Perdidita, estaba. Dio mil vueltas con el carro. Al final se plantó aquí. Convencida de que ibas a venir tú. Que se te iba a ocurrir. La dejé hablar. Me lo pasaba bien. Pero que se creyera que eras poco menos que el Zorro, eso me tocó los cojones. Y se lo dije. Que te acababas de ir —se echó a reír otra vez—. Que te habías echao a correr. Como un conejo. Por culpa de ésta —y levantó la escopeta—. Y que no te habían quedao ganas de volver. ¡Si hubieras visto el careto que puso!

»Con los brazos colgando que estaba la Pavie. Ahí enfrente mía. No tan chula como cuando estaba con Arno, que le podías ver el culo pero no tocarlo. Pero el otro día bien que se dejaba. A cambio de pillarle algo, claro. Lo mío es hacer favores, ya te lo he dicho. Una simple llamadita. Por dinero no hay problema. O sea, que le podía pillar unas cuantas dosis.

—¿Dónde está? —grité, porque tenía la angustia en la boca.

Se metió otro lingotazo.

—Sólo me la he tirao dos veces. Y me ha costao una pasta. Pero no ha estao mal. Algo desmejoradilla, la chica. Claro, con todo lo que se mete… Pero unas tetas de puta madre y un culito estupendo. Te habría gustado, tío, fijo. Eres un viejo verde, como yo, ya lo sé. ¡Torna juventud!, pensaba yo mientras me la tiraba.

Otra vez soltó una carcajada. El odio se estaba apoderando de mí. De mala manera. Apoyé bien los pies, para poder pegar un bote a la mínima.

—No te muevas, Móntale —dijo—. Ya te lo he dicho, que no eres más que un vicioso. Te tengo controlao. Como te muevas un pelo, te meto un cartucho. En los cojones, si es posible.

—¿Dónde está?

—Esa subnormal iba tan enganchada que se ha metió un chute que la mandó pal otro barrio. ¿Qué te parece? ¡Se ha debido pillar un vuelo más fuerte que en su puta vida! Qué subnormal, la hostia. Aquí tenía de todo. La choza, el papeo. Todos los viajes que quisiera, regalo de la casa. Y un servidor para echarle un polvo de vez en cuando.

—A ti es al que no ha podido soportar. Cacho mierda. Aunque uno vaya chutao hasta el culo, aún le da para distinguir a carroñas de tu talla. ¿Qué has hecho con ella, Saadna? ¡Contesta! ¡Por Dios!

Se echó a reír. Una risa nerviosa, esta vez. Se llenó el vaso con el vinazo asqueroso y se lo tragó. Con los ojos perdidos hacia el exterior. Con la cabeza, señaló la ventana. Se veía subir el humo, negro y graso. Se me hizo un nudo en la garganta.

—No —dije débilmente.

—¿Qué querías que hiciera? ¿Enterrarla en el campo? ¿Y llevarle flores los domingos? Era un andrajo tu Pavie, no valía más que para comérselas una detrás de otra. ¡Vaya vida!, ¿no?

Cerré los ojos.

Pavie.

Chillé como un loco. Liberando la rabia que me invadía. Como si me pusieran un hierro candente en el corazón. Y las imágenes más horribles empezaron a desfilar por mis ojos. Montañas de cadáveres de Auschwitz. De Hiroshima. De Ruanda. De Bosnia. Un grito de muerte. El grito de todos los fascismos del mundo.

Para no dejar de vomitar.

Y di un bote, con la cabeza gacha.

Saadna no se enteró. Aterricé encima de él como un ciclón. La silla se vino abajo y él con ella. La escopeta se le escurrió de las manos. Yo la cogí por el cañón, lo levanté y le pegué lo más fuerte posible en la rodilla. Oí el crujido. Que me desahogó.

Saadna ni gritó. Había perdido el conocimiento.