14

Donde no es seguro que en otra parte las cosas sean mucho mejor

Había perdido la noción del tiempo. Las ideas se me agolpaban en la cabeza. Dejé a Murad delante del edificio de Anselme. Metió la bolsa de plástico con la pipa en la guantera y después dijo: «Hasta luego». Sin siquiera darse la vuelta para hacerme un gesto. Debía de tener el corazón a punto de reventar, seguro. Anselme se encargaría de hablar con él. De levantarle el ánimo. Al final, yo estaba más tranquilo sabiendo que estaba en su casa que en casa de su abuelo.

Antes de irme de La Bigotte, di una vuelta por el aparcamiento para buscar el coche de Serge. Pero sin muchas esperanzas. No me desilusioné, no estaba. Pavie se había debido de marchar con él. Esperaba que tuviera carné y que no se hubiera dedicado a hacer tonterías. Deseos siempre piadosos. Como pensar que ahora estaba a salvo. En casa de Randy, por ejemplo. No me lo acababa de creer, pero ese pensamiento me permitió al menos coger el coche y bajar para el centro.

Ahora tenía puesto a Art Pepper, tocando «More for less». Una joya. El jazz me ayudaba siempre a recomponer los pedazos. Solía funcionar con los sentimientos. Con el corazón. Pero ahora estábamos hablando de otra cosa. Había demasiados pedazos, demasiadas pistas. Demasiados recuerdos saliendo a flote. Necesitaba urgentemente una copa. O dos.

La mar,

Medio dormida, me tomaba en brazos

Como hubiera acogido a un pez desorientado

Reduje un poco la marcha al pasar por delante del hotel Alizé. Me había propuesto ese destino. Pero no tuve valor para pararme. Ver a Gélou. Conocer a Alex. Era superior a mis fuerzas a estas horas. Encontraba cien mil excusas para no bajarme del coche. Para empezar, no había sitio donde aparcar. Luego, podían haber salido a cenar a algún sitio. Cosas así. Me prometí llamar por teléfono más tarde.

¡Palabra de borracho! Iba ya por el tercer whisky. Mi viejo R5 me había llevado con los ojos cerrados hasta Les Maraíchers, donde Hassan. Donde uno es siempre bienvenido. Un bar de jóvenes, el más simpático de todo el barrio. De toda Marsella, quizás. Llevaba muchos años pasándome por aquí. Mucho antes de que todas ' as callejuelas, desde La Plaine hasta el Cours Julien, se llenaran de bares, restaurantes y tiendas de ropa o de trapos. Estaba algo de moda, el barrio, actualmente. Pero hasta cierto punto. Todavía no se podía pasear en Lacoste así como así, y el pastis corría por los bares hasta el amanecer.

Una noche, hace unos meses, a Hassan le quemaron el bar. Porque, iban diciendo, vendía las cañas más baratas de Marsella. Podía ser. O no. Se dicen tantas cosas, siempre. En esta ciudad, una historia tenía que alimentarse con otra. Aún más misteriosa. Más secreta. Si no, no pasaba de suceso y no importaba un bledo.

Hassan reconstruyó el bar. Las pinturas y todo. Y luego, tranquilamente, como si no hubiera pasado nada, volvió a colgar la foto en la que están Brel, Brassens y Ferré juntos en la misma mesa. Para Hassan, esa foto era un símbolo. Una referencia. En ese bar no te ponían blandenguerías. La música sólo tenía sentido si tenía corazón. Justo cuando entré, Ferré estaba cantando:

Oh, Marsella, parece que el mar hubiera llorado

Tus palabras que en la calle se medían por su grandeza

y que ya no se agarran con el mismo ardor

en los labios de tu gente envuelta en la tristeza

Encontré sitio en una mesa, con unos cuantos jóvenes a los que conocía un poco. Clientes habituales. Mathieu. Véronique, Sébastien, Karine, Cédric. Cuando me senté, pagué una ronda, y las rondas iban una detrás de otra. Ahora Sonny Rollins tocaba «Without a song». Con Jim Hall a la guitarra. Era su mejor álbum, The Bridge.

Me hacía un bien enorme estar ahí, en un mundo normal. Entre jóvenes que se sienten a gusto. Oyendo risotadas francas. Conversaciones que navegaban, felices, con los vapores etílicos.

—¡Joder, no hay que confundirse de objetivo! —gritaba Mathieu—. ¿Qué quieres? ¿Dar por culo a los parisinos? Es al Estado al que hay que dar por culo. Los parisinos, ¿qué? Son los más afectados. Por eso, porque viven al lado del Estado. Nosotros estamos lejos, es normal que estemos más sanos.

La otra Marsella. Un resquicio libertario en su memoria. Aquí, en la Comuna de 1871, la bandera negra ondeó durante cuarenta y ocho horas en la jefatura de policía. En cinco minutos y sin solución de continuidad, se pondrían a hablar de Bob Marley. De los jamaicanos. Intentarán demostrarse que tener dos culturas es mucho mejor para entender a los demás. Al mundo. Y se podían pasar la noche entera hablando de esas cosas.

Me levanté y me abrí paso hasta la barra para agarrar el teléfono. Descolgó a la primera señal, como si estuviera ahí mismo, esperando una llamada.

—Soy Móntale —dije—. ¿No la habré despertado?

—No —dijo Cûc—. Estaba segura de que volvería usted a llamar en cualquier momento.

—¿Está su marido?

—No, está en Fréjus, por trabajo.

—Tenía una pregunta que hacerle.

—¿Tal vez puedo contestarle yo?

—Me extraña.

—Hágala de todos modos.

—¿Mató él a Hosín?

Colgó.

Volví a marcar. Contestó de inmediato.

—Eso no es una respuesta —dije yo.

Hassan me puso otro whisky. Le guiñé el ojo para agradecérselo.

—Tampoco lo suyo era una pregunta.

—Pues entonces tengo otra. ¿Dónde puedo encontrar a Mathias?

—¿Por qué?

—¿Contesta usted siempre a una pregunta con otra?

—No estoy obligada a responderle.

—Naima debe de estar con él —le grité.

El bar estaba hasta los topes. Había codazos por todas partes. B. B. King hacía estallar los altavoces con «Rock me baby», y todos gritaban con él.

—Bueno, ¿y qué?

—¡Cómo que y qué! ¡Deje ya de tomarme el pelo! Usted sabe muy bien lo que hay. Naima está en peligro. Y su hijo también. ¡Está muy claro! ¡Clarísimo! —dije yo, gritando esta vez.

—¿Dónde está usted?

—En un bar.

—Eso ya lo oigo. ¿Pero dónde?

—En Les Maraîchers. En la Plaine.

—Ya sé dónde es. No se mueva. Voy para allá.

Colgó.

—¿Todo bien? —me preguntó Hassan.

—No sé qué decirte.

Me puso otro y brindamos. Me fui otra vez para la mesa de mis coleguitas.

—Nos estás cogiendo ventaja, eh —decía Sébastien.

—Los viejos somos así.

Cûc se abrió paso hasta mi mesa. Las miradas convergieron hacia ella. Llevaba un vaquero negro ajustado y una camiseta negra, también ajustada, bajo una cazadora vaquera. Oí a Sébastien soltar un «¡Joder, cómo está!». Era una gilipollez haberla dejado venir, pero no estaba yo en condiciones de fijarme en las cosas. Excepto en ella. En su belleza. Hasta Jane March a su lado tenía que ir a arreglarse un poco.

Encontró una silla libre, como por arte de magia, y se acopló frente a mí. Los jóvenes que me acompañaban enseguida se intentaron borrar. Estaban dudando si «irse con el cuerpo a otra parte». No sabían si a L’Intermédiaire, donde tocaba Doc Robert, ¿un bluesman?, o al Cargo, un sitio nuevo, en la rue Grignan. Jazz con el Mola-Bopa Quartet. También se podían pasar horas así. Viendo dónde acababan la noche, sin moverse de la mesa.

—¿Qué tomas?

—Lo mismo.

Le hice un gesto a Hassan.

—¿Has cenado?

Sacudió la cabeza.

—He picado algo, hacia las ocho.

—Nos bebemos algo y te invito a cenar. Tengo hambre.

Se encogió de hombros y se retiró el pelo detrás de las orejas. Un gesto matador. Toda su cara, despejada, se inclinaba hacia mí. De sus labios, discretamente redibujados, surgió una sonrisa. Su mirada se fijó en la mía. Como la de una fiera que sabe que conseguirá a su presa. Así se comportaba Cûc. Estaba en ese extremo límite en el que la especie humana se funde con la belleza animal. Lo supe desde el momento en que la vi.

Ahora ya era demasiado tarde.

—Salud —dije.

Porque no sabía qué más decir.

A Cûc le gustaba contarse a sí misma y no se cortó nada en toda la comida. La llevé a Loury, en el carré Thiars, cerca del puerto. Se come bien, que no se molesten Gault y Millau. Y tienen la mejor bodega de vinos provenzales. Elegí un Château-Sainte-Roseline. Sin duda, el más extraordinario de los vinos de Provenza. Y el más sensual.

—Mi madre nació en una familia importante. De la aristocracia culta. Mi padre era ingeniero. Trabajaba para los americanos. Se marcharon del norte en 1954. Después de la división del país. Para él, esa salida fue como un desarraigo. Ya nunca más volvió a ser feliz. Un abismo se levantó entre mi madre y él. Cada vez se volvía más introvertido. No deberían haberse conocido nunca…

»Pertenecían a mundos distintos. En Saigón, sólo venían a casa amigos de mi madre. Sólo se hablaba de lo que tenía que ver con Estados Unidos o con Francia. Ya por entonces, todo el mundo sabía que la guerra estaba perdida, pero… Era algo raro, la guerra no la percibíamos. Más tarde sí, durante la gran ofensiva comunista. Bueno, que había un ambiente de guerra, no la guerra. Sólo vivíamos bajo una presión constante. Muchas inspecciones, visitas nocturnas.

—¿Tu padre se quedó allí?

—En principio, tenía que reunirse con nosotros. Es lo que nos había dicho. No sé si lo deseaba o no. Lo detuvieron. Nos enteramos de que lo habían internado en el campo de Lolg-Giao, a sesenta kilómetros de Saigón. Pero jamás supimos de él. ¿Más preguntas? —dijo acabándose el vaso de vino.

—Corres el riesgo de que sean más indiscretas.

Sonrió. Y otra vez repitió ese gesto de llevare el pelo detrás de las orejas. Cada vez iban bajándome más las defensas. Me sentía esclavo de aquel gesto. Lo esperaba, lo anhelaba.

—Nunca he amado a Adrien, si es lo que quieres saber. Pero a Adrien le debo todo. Cuando le conocí, estaba lleno de ilusiones, de amor. Me ayudó a acabar mis estudios. De repente, y gracias a él, empecé a recobrar esperanzas. Para mí, para Mathias. Empecé a creer que todo estaría bien en el plazo de un año.

—¿Y en la vuelta del padre de Mathias?

Un relámpago de violencia le pasó por la mirada. Pero la tormenta no estalló. Se quedó en silencio y prosiguió con una voz más grave.

—El padre de Mathias era un amigo de mi madre. Un profesor de francés. Me hizo leer a Hugo, a Balzac y a Céline. Con él me encontraba a gusto. Mejor que con las chicas del instituto, que se preocupaban, para mi gusto, demasiado por las historias románticas. Tenía quince años y medio. Yo era bastante salvaje y eso, acompañado de una gran audacia…

»Una noche le provoqué. Había bebido champán. A lo mejor dos copas. Estábamos celebrando sus treinta años. Le pregunté que si era el amante de mi madre. Me pegó un bofetón. El primer tortazo de mi vida. Me abalancé sobre él. Me cogió en sus brazos… Fue mi primer amor. El único hombre al que he amado. El único que me ha poseído. ¿Eres capaz de entender eso? —dijo inclinándose hacia mí—. Me desvirgó y me puso una criatura en la tripa. Se llamaba Mathias.

—¿Se llamaba?

—Tenía que acabar el curso escolar en Saigón. Le apuñalaron por la calle. Se dirigía a la embajada de Francia para saber de nosotros. Eso es lo que contó más tarde el director del instituto.

Cûc me metió la rodilla entre las piernas, y sentí cómo me invadía su calor. Su electricidad. Cargada de emociones, de añoranzas. De deseos. Tenía los ojos clavados en los míos.

Llené los vasos y levanté el mío a la altura de su cara. Todavía tenía una pregunta que hacerle. Primordial.

—¿Por qué tu marido ha mandado matar a Hosín? ¿Por qué estaba ahí, en el lugar de los hechos? ¿Quiénes son esos asesinos? ¿Dónde los ha conocido?

Sabía que eso era la verdad o casi. La había estado rumiando en la cabeza, toda la noche. Whisky tras whisky. Y todo cuadraba. Naima, no sé cómo había visto esa noche a Adrien Fabre. Pero lo había visto. Lo conocía de haber ido varias veces a su casa. A ver a Mathias, su ex novio. Y le habría contado todo ese horror. A él, que no quería a ese «padre» al que ni siquiera su madre quería.

—¿Y si fuéramos a tu casa para hablar de eso?

—Sólo una cosa, Cûc…

—Sí —dijo sin titubear—. Sí, lo sabía cuando viniste a verme. Mathias me había llamado —apoyó su mano en la mía—. Donde están ahora los dos, están seguros. De verdad. Créeme.

No me quedaba más remedio que creerla. Y esperar que fuera verdad.

Ella había venido en taxi, así que me la llevé en mi carromato. No hizo ningún comentario, ni sobre el estado exterior ni sobre el interior del vehículo. Flotaba un viejo olor a tabaco frío, a sudor y a pescado, creo. Abrí la ventana y puse una cinta de Lightnin’Hopkins, mi bluesman favorito. «Your own fault, baby, to treat me the way you do». Y allá que nos fuimos. Como en el año 14. Como en el año 40. Y como pasa con todas las gilipolleces de las que los hombres son capaces.

Cogí la Corniche. Sólo por comernos con los ojos la bahía de Marsella y seguirla como una luz de Navidad. Necesitaba convencerme de que aquello existía. De que Marsella era también un destino. El mío. El de todos los que aquí viven y que no se van nunca. No era una cuestión de historia o de tradición, de geografía o de raíces, de memoria o de creencias. No, era así. Y punto.

Uno era de aquí, como si todo estuviera ya escrito. Y porque, a pesar de todo, no estamos seguros de que en otra parte las cosas fueran mucho mejor.

—¿En qué piensas?

—En que en otra parte seguro que se está peor. Y no estoy seguro de que la mar sea más bella.

Su mano, que me estaba recorriendo el muslo desde que habíamos salido, se detuvo en la entrepierna. Tenía los dedos ardiendo.

—Por lo que yo sé, desde luego es para vomitar. La semana pasada me enteré de que cuatro mil boat-people vietnamitas se han rebelado en Malasia. Ignoro cuántos muertos ha habido… Pero qué más da, ¿no?

Retiró la mano para encenderse un cigarro. Me pasó uno a mí también.

—Gracias.

—Colectivamente, la muerte no existe. Cuantos más hay, menos cuentan. Muchos muertos son como el más allá. Está muy lejos. No es una realidad. Sólo tiene realidad la muerte individual. La que te afecta personalmente. Directamente. La que vemos con nuestros ojos, o con los ojos de otro.

Se perdió en el silencio. Tenía razón. Por eso no era cuestión de dejar estar la muerte de Guitou. No, no podía. Y Gélou tampoco. Y Cûc tampoco. Entendía lo que ella podía sentir. Ella había visto a Guitou al volver a casa. Con su cara de ángel. Guapo como seguramente lo era Mathias. Como lo eran todos los chavales de su edad. Los que sea, de cualquier raza, de cualquier sitio.

Cûc había visto la muerte de cerca. Yo también en el depósito de cadáveres. La hijaputez del mundo nos había salpicado en la cara. Basta una muerte, una sola, como ésta, sin sentido ninguno, para que todas las atrocidades del mundo se pongan a gritar. No, no podía abandonar a Guitou sin más en el cómputo de pérdidas y beneficios de este mundo podrido. Y dejar a las madres en eterno llanto.

Y ¡chourmo! Me guste o no.

Cuando llegué a la Pointe Rouge, me metí por la derecha, por la avenue D’Odessa, bordeando el nuevo puerto deportivo. Luego giré a la izquierda por el boulevard Amphitrite, y otra vez a la izquierda para ir a dar a la avenue Montredon. En dirección al centro.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó.

—Simple constatación —respondí echando un vistazo por el retrovisor.

Parecía que no nos seguía nadie. No obstante, llevé la prudencia hasta la avenue des Gourmiers, me colé por el laberinto de callejuelas de La Vieille-Chapelle, luego volví por la avenue de la Madrague de Montredon.

—Vives casi en el culo del mundo —dijo cuando me metí en la pequeña carretera que conduce a Les Goudes.

—Mi casa ES el culo del mundo.

Apoyó su cabeza en mi hombro. No había estado en Vietnam, pero todos sus olores venían a mi encuentro. Siempre que surge el deseo, pensé, te encuentras con olores distintos. Todos agradables por igual. Simple justificación para lo que venía luego.

Y de justificaciones andaba yo necesitado. Había desechado llamar a Gélou. Y olvidado incluso que me estaba paseando por ahí con una pistola en la guantera.

Cuando volví con los dos vasos y la botella de Lagavulin, Cûc me estaba plantando cara. Desnuda. Apenas iluminada por la pequeña lámpara azul que encendí al llegar.

Tenía un cuerpo perfecto. Dio unos pasos hacia mí. Parecía estar marcada por un destino de amor. De cada uno de sus movimientos se desprendía una voluptuosidad contenida. Sorda, intensa, casi insoportable para mis ojos.

Apoyé los vasos, pero no solté la botella. Tenía verdadera necesidad de echarme un trago. Estaba a cincuenta centímetros de mí. No podía dejar de mirarla. Fascinado. Su mirada era de una indiferencia total. No se le movía ni un sólo músculo de la cara. Una máscara de diosa. Mate. Lisa. Como su piel, de un poro tan uniforme, tan delicado, que llamaba tanto a la caricia como al mordisco.

Bebí un trago de whisky a morro. Un buen trago. Luego intenté mirar más allá de ella. Por detrás, hacia el mar. Hacia el infinito. Hacia el horizonte. En busca de Planier, que podría haberme indicado el rumbo a seguir.

Pero estaba solo conmigo mismo.

Y con Cûc a mis pies.

Se había arrodillado, y su mano siguió el contorno de mi sexo. Con un solo dedo, lo recorrió a lo largo. Luego me desabrochó los botones, uno a uno, sin prisa. La punta de mi verga saltó del calzoncillo. El pantalón me resbaló por las piernas. Sentí la melena de Cûc en los muslos, y su lengua. Me cogió las nalgas con las manos. Hundiéndome las uñas con violencia.

Me dieron ganas de gritar.

Di otro trago largo. La cabeza me empezó a dar vueltas. El alcohol me ardía en el hueco del estómago. Una gota de esperma brilló en la punta de mi sexo. Iba a llevárselo a la boca, caliente y húmeda como la lengua.

—Con Hosín, también…

Las uñas se retiraron de mis nalgas. Todo el cuerpo de Cûc se ablandó. El mío se echó a temblar. Por haber podido balbucear esas palabras. El esfuerzo de articularlas. Bebí más. Dos sorbos breves. Y moví la pierna. El cuerpo de Cûc, fláccido de repente, quedó tendido en las baldosas. Me subí el pantalón.

La oí llorar, suavemente. Pasé por un lado y fui a buscar su ropa. Su llanto aumentó cuando me agaché a su altura. Estaba convulsionada en lágrimas. Parecía una oruga agonizante.

—Toma, anda, vístete. Por favor.

Lo dije con ternura.

Pero sin tocarla. Todo el deseo que había sentido por ella seguía estando. No me dejaba en paz.