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Donde, cuando se habla, se dice siempre más de la cuenta
Gélou se dio la vuelta y toda mi juventud se me echó a la cara. Era la más guapa del barrio. Había vuelto loco a más de uno, y a mí el primero. Acompañó mi infancia, alimentó mis sueños de adolescente. Fue mi amor secreto. Inaccesible. Gélou era una mayor. Tenía casi tres años más que yo.
Me sonrió, y dos hoyitos iluminaron su rostro. La sonrisa de Claudia Cardinale. Gélou lo sabía. Y que se le parecía, también. Casi rasgo a rasgo. Había jugado a menudo con eso, llegando incluso a vestirse y a peinarse como la actriz italiana. No nos perdíamos ninguna de sus películas. Mi suerte era que a los hermanos de Gélou no les gustaba el cine. Preferían los partidos de futbol. Gélou venía a buscarme, el domingo por la tarde, para que fuera con ella. En nuestro ambiente, a los diecisiete años, una chica no salía nunca sola. Ni siquiera para ir a buscar a sus amigas. Tenía que haber siempre un chico de la familia. Y a Gélou, yo le caía bien.
Me encantaba estar con ella. En la calle, cuando me cogía del brazo, ¡no me sentía yo precisamente un angelito! Durante la proyección de El gatopardo, de Visconti, estuve a punto de volverme loco. Gélou se me acercó a la oreja y me susurró:
—A que es guapa, ¿eh?
Alain Deion la tomaba en sus brazos. Le cogí la mano a Gélou y, casi sin voz, le contesté:
—Como tú.
No me soltó la mano en toda la proyección. No me enteré de nada de la película de lo empalmado que estaba. Tenía catorce años. Pero no me parecía para nada a Deion, y Gélou era mi prima. Cuando dieron la luz, la vida siguió su curso y, lo comprendí enseguida, iba a ser completamente injusta.
Fue una sonrisa fugaz. Como un relámpago de recuerdos. Gélou se acercó. Casi no me había dado tiempo a ver las lágrimas que le empañaban los ojos, y ya la tenía en mis brazos.
—Me alegro de volverte a ver —dije abrazándola.
—Necesito tu ayuda, Fabio.
La misma voz rasgada que la actriz. Pero no se trataba de una réplica de película. Ya no estábamos en el cine. Claudia Cardinale se había casado, había tenido hijos y vivía feliz. Alain Deion había engordado y ganado mucho dinero. Nosotros habíamos envejecido. La vida, como estaba prometido, había sido injusta con nosotros. Y lo seguía siendo. Gélou tenía problemas.
—Cuéntamelo todo.
Guitou, el más joven de sus tres hijos, se había ido de casa. El viernes por la mañana. Sin dejar ni una nota, nada. Sólo había afanado mil francos de la caja de la tienda. Desde ese momento, silencio. Esperaba que la llamara, como cuando se iba de vacaciones a casa de sus primos a Nápoles. Pensó que volvería el viernes. Le estuvo esperando todo el día. Luego el domingo entero. Esa noche, había estallado.
—¿Dónde crees que se ha podido ir?
—Aquí. A Marsella.
No lo había dudado. Cruzamos la mirada. La de Gélou se perdió a lo lejos, ahí donde ser madre debía de ser difícil.
—Tengo que explicarte algunas cosas.
—Me temo que sí.
Volví a hacer café por segunda vez. Puse un disco de Bob Dylan. Del álbum Nashville Skyline. Mi favorito. Con «Girl from the north country», a dúo con Johnny Cash. Una auténtica maravilla.
—Qué antiguo es esto. Hace años que no lo escuchaba. ¿Tú sigues escuchando estas cosas?
Había pronunciado estas últimas palabras casi con asco.
—Éstas y otras cosas. Mis gustos evolucionan poco. Pero te puedo poner a Antonio Machín, si prefieres. Dos gardenias per amor…, tarareé esbozando unos pasos de bolero.
No la hizo sonreír. Quizá prefería a Julio Iglesias. Evité la pregunta y me fui para la cocina.
Nos instalamos en la terraza, frente al mar. Gélou estaba sentada en un sillón de mimbre, mi favorito. Con las piernas cruzadas, fumaba, pensativa. Desde la cocina la observaba de reojo, esperando a que subiera el café. Tengo en algún sitio por el armario una estupenda cafetera eléctrica, pero sigo usando la vieja cafetera italiana. Cuestión de gusto.
A Gélou, el tiempo parecía no haberle pasado por encima. Rondaba los cincuenta y seguía siendo una mujer guapa, deseable. Unas finas patas de gallo en los ojos, únicas arrugas, le añadían atractivo. Pero emanaba de ella algo que me incomodaba. Que me había incomodado desde el momento en que se apartó de mis brazos. Parecía pertenecer a un mundo en el que yo jamás había puesto los pies. Un mundo respetable. En el que olía a Chanel nº 5 hasta en pleno campo de golf. En el que las fiestas se desgranan en comuniones, pedidas de mano, bodas, bautizos. Donde todo va a juego, hasta las sábanas, las fundas de los edredones, los camisones y las zapatillas. Y también los amigos, relaciones mundanas a las que se invita a cenar una vez al mes y que están a tu mismo nivel. Vi el saab negro aparcado en mi puerta y me apostaba cualquier cosa a que el traje de chaqueta que llevaba Gélou no se lo había comprado en el rastro.
Desde la muerte de Gino, me debía de haber perdido unos cuantos episodios de la vida de mi bella prima. Ardía en deseos de saber más, pero no era por ahí por donde había que empezar.
—Guitou, este verano, se ha echado una novia. Un ligue, vaya. Estaba de acampada con unos amigos en el Lac de Serre-Ponçon. La conoció en las fiestas de un pueblo. En Manse, creo. Todo el verano hay fiestas en los pueblos, con verbenas y esas cosas. Desde ese día no se han soltado.
—Es propio de su edad.
—Sí. Pero sólo tiene dieciséis años y medio. Y ella dieciocho, sabes.
—Pues debe de ser un chaval guapo, tu Guitou —dije de broma.
Seguía sin sonreír. No se relajaba. La angustia la oprimía. Yo no conseguía apaciguarla. Cogió el bolso que andaba por sus pies. Un bolso de Vuiton. Sacó una cartera. La abrió y me alargó una foto.
—Era esquiando, este invierno. En Serre-Chevalier.
Ella y Guitou. Delgado como un alfiler, le sacaba por lo menos una cabeza. Pelo largo, revuelto, que le caía por la cara. Una cara casi afeminada. La de Gélou. Y la misma sonrisa. A su lado, él parecía desfasado. Tanto como ella desprendía seguridad, decisión, él le parecía ya no débil sino frágil. Me dije que debía de ser el último de los caganis, ese al que ella y Gino ya no esperaban y al que había debido de mimar más. Lo que más me sorprendió es que Guitou estaba sonriente sólo de boca para abajo. Su mirada, perdida en el infinito, era triste. Y esa manera de sujetar los esquís, adivinaba que todo aquello le aburría soberanamente. No le comenté nada a Gélou.
—Estoy seguro de que a ti también te habría vuelto loca a los dieciocho años.
—¿Crees que se parece a Gino?
—Tiene tu sonrisa. Difícil de resistir. Ya lo sabes…
No acusó la alusión. O no quiso. Se encogió de hombros y guardó la foto.
—Sabes, Guitou se hace ilusiones enseguida. Es un soñador. No sé de quién lo ha heredado. Pasa horas leyendo. No le gusta el deporte. El mínimo esfuerzo parece costarle. Marc y Patrice no son así. Tienen los pies más en la tierra. Son más prácticos.
Ya me hacía una idea. Realistas que se dice ahora.
—¿Viven contigo, Marc y Patrice?
—Patrice está casado. Desde hace tres años. Lleva una tienda que yo tengo en Sisteron. Con su mujer. Les va de maravilla. Marc está en Estados Unidos, desde hace un año. Está estudiando ingeniería turística. Se ha vuelto hace diez días —se paró, pensativa—. Es la primera chica de Guitou. O, bueno, la primera cuya existencia conozco.
—¿Te ha hablado de ella?
—Cuando se marchó, a partir del 15 de agosto, no paraban de llamarse. Por la mañana, por la noche. Por la noche se pasaban horas. ¡Ya valía! No tuve más remedio que hablar con él.
—¿Y tú qué esperabas? ¿Qué se acabara la cosa así como así? Un besito de despedida y adiós.
—No, pero…
—Crees que ha venido a verse con ella, ¿no?
—No es que lo crea. Lo sé. Primero quería que la invitara un fin de semana a casa, y no quise. Después me pidió permiso para ir a verla a Marsella, y le dije que no. Es demasiado joven. Y, además, en vísperas de la vuelta a clase, no me parecía bien.
—¿Y lo de ahora te parece mejor?
Esta conversación me irritaba. Podía entender el miedo de ver cómo el niño se te va con otra mujer. Especialmente el último. Las madres italianas son muy cucas en este tipo de juegos. Pero había algo más. Lo presentía.
—No es un consejo lo que quiero, Fabio. Quiero ayuda.
—Si crees estar dirigiéndote al poli, te has equivocado de dirección —dije yo fríamente.
—Ya lo sé. He llamado a la jefatura de policía. Me han dicho que hace más de un año que no figuras entre los efectivos.
—Dimití. Una historia muy larga. De todas formas, no era más que un pequeño policía de barrio. En las barriadas norte[2].
—Es a ti a quien he venido a ver, no al poli. Quiero que vayas a buscarle. Tengo la dirección de la chica.
Ahí sí que ya no entendía nada.
—Espera un momento, Gélou. Cuéntame. Si tienes la dirección, ¿por qué no has ido directamente? ¿Por qué no has llamado por lo menos?
—He llamado. Ayer. Dos veces se ha puesto la madre. Me dijo que a Guitou no lo conocía. Que no lo había visto en la vida. Y que su hija no estaba. Que estaba en casa de su abuelo y que no tenía teléfono. Tonterías.
—Puede ser verdad.
Estaba dándole vueltas. Intentaba poner orden en todo este lío. Pero todavía me faltaban datos, estaba seguro.
—¿En qué piensas?
—¿Qué impresión te dio la chiquilla?
—Sólo la he visto una vez. El día que se iba. Vino a buscar a Guitou a casa, para que la llevara a la estación.
—¿Cómo es?
—Pues nada, así.
—Pero así, ¿cómo? ¿Es guapa?
Se encogió de hombros.
—Mmm…
—¿Sí o no? ¡Joder! ¿Qué le pasa? ¿Es fea? ¿Minusválida?
—No. Eees… No, es guapa.
—Pues parece que te duele. ¿Te parece una chica seria?
—Se encogió de hombros otra vez, y aquello estaba empezando a ponerme nervioso de verdad.
—No sé, Fabio.
Lo dijo con una pizca de pánico en la voz. Sus ojos se volvieron huidizos. Nos estábamos acercando a la verdad de esta historia.
—¿Cómo que no sabes? ¿No hablaste con ella?
—Alex la puso en la puerta.
—¿Alex?
—Alexandre. El hombre con el que vivo desde… Casi desde la muerte de Gino.
—¡Ajá! ¿Y por qué lo hizo?
—Porque es… Es una morita. Y… y el caso es que no nos gustan mucho.
Ya habíamos dado en el clavo. Eso es lo que incordiaba. De repente no me atreví a mirar a Gélou. Me di la vuelta, hacia el mar. Como si pudiera responderme a todo. Sentía vergüenza. Me hubiera gustado echarla a la calle. Pero era mi prima. Su hijo se había ido de casa, se arriesgaba a perderse el primer día de la vuelta a clase, y estaba preocupada. Y eso, a pesar de todo, podía comprenderlo.
—¿De qué tenéis miedo? ¿De que sea una mancha para la familia la morita o qué? No, ¡pero me caguen Dios, la hostia! ¿Te has parado a pensar de dónde sales tú? ¿Tú te acuerdas de lo que era tu padre? ¿Te acuerdas de cómo llamaban a tu padre, al mío? ¿A todos los nabos? ¡Perros del muelle! ¡Eso! ¡No me digas que tú no lo has sufrido, el haber nacido aquí, con los perros del muelle! ¡Y ahora me vienes hablando de moros!
Se levantó, fuera de sí.
—Mi sangre es italiana. Y nosotros, los italianos, no somos moros.
—El Sur no es Italia. Es un país de extranjeros. ¿Sabes lo que dicen en el Piamonte? Mau-Mau. ¡Una expresión para designar a los moracos, a los gitanos, a todos los espagueti que están por debajo de Roma! ¡Hostia! ¡No me digas ahora que te las crees, todas esas gilipolleces, Gélou!
—Alex estuvo en la guerra de Argelia. Y se las hicieron pasar muy mal. Sabe cómo son. Retorcidos y…
—¡Eso es! ¡Y tú tienes miedo de que, si se la mama a tu hijo, le contagie el sida!
—Eres un auténtico grosero.
—Ya. Con la gilipollez no me sale otra cosa. Coges el bolso y te largas. Manda a ese Alex tuyo a casa de los moros. A lo mejor hasta vuelve vivo y con tu hijo.
—Alex no sabe nada. No está aquí. Está de viaje. Hasta mañana por la noche. Tenemos que estar de vuelta mañana con Guitou; si no…
—¿Si no qué?
Se dejó caer de nuevo en el sillón y estalló en lagrimones. Me agaché enfrente de ella.
—¿Si no qué, Gélou? —pregunté de nuevo con más dulzura.
—Pues que le volverá a pegar.
Honorine apareció finalmente. No se había debido de perder ni una migaja de mi bronca con Gélou. Pero se había cuidado de asomarse por la terraza. No era su estilo. Mezclarse en mis asuntos. Al menos mientras yo no la invitara.
Gélou y yo estábamos perdidos en un grave silencio. Cuando se empieza a hablar, se dice siempre más de la cuenta. Después toca asumir cada una de las palabras. Y lo poco que Gélou me había dicho de ella y de Alex no rimaba necesariamente con felicidad eterna.
Ella se conformaba. Porque, añadió, a los cincuenta años, una mujer, por muy atractiva que sea, ya no tiene mucho dónde elegir. Un hombre es lo que más cuenta. Tanto como la seguridad material. Y compensaba bien ciertos sufrimientos y ciertas humillaciones. Algunos sacrificios también. A Guitou, lo reconoció sin vergüenza, lo había tenido abandonado. Con los mejores motivos del mundo. Es decir, el miedo. Miedo de enfadarse con Alex. Miedo de que la largara. Miedo de estar sola. Ya llegaría el día en que Guitou dejara de vivir en casa. Como había hecho Patrice, luego Marc.
Era verdad que Gino y ella no habían deseado tener a Guitou. Llegó un montón de años después. Seis años. Un accidente. Los otros dos ya eran mayores. Y ella no tenía ganas de ser madre, sino mujer. Después murió Gino. Le quedaba este hijo. Y una pena inmensa. Volvió a ser madre.
Alex se preocupó mucho por sus hijos. Entre ellos, la cosa funcionaba bien. No había problema. Pero, al crecer, empezó a odiar a ese falso padre. Su padre, al que no había tenido tiempo de conocer, le parecía el colmo de todas las virtudes, de todas las cualidades. Guitou empezó a amar y a odiar todo lo que Alex detestaba y odiaba. Cuando se marcharon sus dos hermanos, la animosidad entre Alex y Guitou fue en aumento. Todo era un pretexto para enfrentarse. Hasta la elección de una película en la tele acababa en bronca. Guitou se encerraba entonces en su habitación y ponía la música a tope. Primero rock y reggae. Rai y rap desde hacía un año.
Alex empezó a pegar a Guitou. Tortazos, nada grave. Como los que Gino le podía haber dado. Los críos se los merecen de vez en cuando. Y Guitou más que a menudo. El tortazo que le dio cuando la chiquita, la morita, se plantó en casa, había degenerado. Guitou se rebeló. Alex le debía de haber pegado fuerte. Ella se interpuso, pero Alex le dijo que no se entrometiera. Este chaval no hacía más que lo que le daba la gana. Ya le habíamos aguantado bastante. Pase que escuchara música árabe en su propia casa. Pero de ahí a invitar a las moras a venir de visita, había un límite que de ninguna manera se podía franquear. Ya nos sabíamos la canción. Primero sería ella y luego sus hermanos. Y toda la tribu. Gélou, en el fondo, estaba bastante de acuerdo con Alex.
Ahora estaba temblando de pánico. Porque Gélou ya no sabía nada. No quería perder a Alex, pero la fuga, el silencio de Guitou, avivaban su sentimiento de culpa. Era su hijo. Y ella era su madre.
—He hecho unas mazorcas —dijo Honorine a Gélou—. Están calentitas —y me tendió el plato y la hogaza que sujetaba bajo el brazo.
Desde el verano, había dispuesto un paso entre su terraza y la mía. Con una pequeña puerta de madera. Así se ahorraba tener que salir de su casa. A Honorine ya no tenía nada que esconderle. Ni mis trapos sucios ni mis historias amorosas. Yo era como el hijo que su Toinou no le había podido dar.
Sonreí, luego saqué el agua y la botella de pastis. Y preparé la brasa para hacer las doradas. Cuando tienes problemas, el resto no corre prisa.