11
Donde no hay nada demasiado bonito que ver
Murad rompió el silencio.
—Espero que esté mi hermana.
Una única frase. Lacónica.
Acababa de dejar la rue Lyon para cortar por las barriadas norte y llegar a Saint-Henri, donde vivía su abuelo. Saint-Henri está justo antes de L’Estaque. En un pueblecito, hacía ya veinte años. Desde donde se abarcaba el antepuerto norte y el Bassin Mirabeau.
Musité un «yo también» algo nervioso. Tenía las ideas un tanto revueltas. ¡Una buena empanada mental! Desde que entró en el coche, Murad no había abierto el pico. Le hice preguntas sobre Naima y Guitou. Se empecinó en contestar con una ristra de «sí» y «no», «no lo sé». Al principio pensé que estaba de morros conmigo. Pero no, estaba preocupado. Lo podía entender. Yo también lo estaba.
—Sí, sí, yo también —volví a decir esta vez con más suavidad—, yo también espero que esté.
Me echó una mirada de reojo. Lo justo como para decir OK, estamos en la misma onda. Tenemos esperanzas, pero no estamos seguros. Y estamos acojonaos porque no sabemos. Era supermajo este chaval.
Puse una casete de Lili Boniche. Un cantante argelino de los años treinta. Un mezclador de géneros. Sus rumbas, sus pasodobles, sus tangos, habían hecho bailar a todo el Magreb. Había descubierto un lote de discos suyos en el mercadillo de Saint-Lazare. A Lole y a mí, nos encantaba ir por allí los domingos, hacia las once. Luego íbamos a tomar el aperitivo a un bar de L’Estaque y acabábamos en Larrieu, con un plato de marisco.
Ese domingo, Lole se había comprado una falda larga muy chula, roja con topos blancos. Una falda de gitana. Por la noche me hizo un pase «flamenco» con Los Chunguitos. Apasionadamente. Un disco tórrido. Como el final de la noche.
Lili Boniche nos acompañó luego hasta que nos venció el sueño. Fue en el tercer disco donde descubrimos «Ana fil Houb», una versión en árabe de «Mon histoire, c’est l’histoire d’un amour!». Cuando me ponía a silbar, era esa música la que me venía inmediatamente a la cabeza. Ésa y «Bésame mucho». Canciones que mi madre no paraba de tararear. Tenía ya varias versiones de aquella canción. Ésta era tan buena como la de la mexicana Tish Hinojosa. Y mil veces mejor que la de Gloria Lasso. Había una guitarra de puta madre. Una felicidad total.
Mientras iba silbando, me puse a pensar en lo que me había contado Rico, el dueño del Balto. Me habría dado de tortas por oírme decir las cosas tan claras. Pavie había estado yendo al Balto todas las tardes. Se tomaba una caña y comisqueaba de cualquier manera el bocadillo que se pedía. Llevaba puesto el careto de los días malos, como decía Rico. Entonces, al final, había llamado a Serge, adonde Saadna, pero Serge no se presentó ni al día siguiente ni al siguiente.
—¿Por qué no me has llamado a mí? —le pregunté.
—Porque ya no sé dónde localizarte, Fabio. No estás ni en la guía telefónica.
—Había decidido ponerme en la lista de números privados. Ahora, con el Minitel[16], para un amigo que te quiera buscar, te puedes encontrar con un mogollón de gilipollas llamando a tu casa. Me gustaba la tranquilidad, y los amigos que me quedaban sabían mi número de teléfono. Simplemente no había contado con las situaciones de urgencia.
Serge había ido por fin ayer. Por la carta que le había mandado Pavie. Seguro.
—¿A qué hora?
—Hacia las dos y media. Tenía cara de preocupao, el Serge. Poco hablador. No muy en su salsa, vaya. Se tomaron un café. Se quedarían… ¿Qué? ¿Un cuarto de hora, veinte minutos? Hablaron en voz baja, pero daba la impresión de que Serge le estaba echando la bronca. Pavie tenía la cabeza hacia abajo, como un crío. Luego Serge resopló. De lo cansao que estaba. Se levantó, la cogió de la mano y se fueron.
Ahí era donde me dolía. Porque en ningún momento se me había ocurrido pensar en el coche de Serge. ¿Cómo iba a venir a La Bigotte si no? Había que ser inmigrante para llegar hasta allí en autobús. ¡Y ni aun así! En este momento ni siquiera me acordaba de si había un autobús que subiera hasta allí o si había que chuparse la cuesta a pie.
—¿Seguía llevando el viejo Ford Fiesta?
—Pues sí.
No recordaba haber visto el coche en el aparcamiento. Pero la verdad es que no recordaba gran cosa. Si no es la mano que sujetaba el arma. Y los disparos. Y Serge que caía sin decir adiós a la vida.
Sin ni siquiera decir adiós a Pavie.
Porque debía de estar ahí, dentro del coche. Ahí cerca. Cerca de mí también. Pavie debió de verlo todo. Se habían ido juntos del Balto. En dirección a La Bigotte, donde Serge tenía que verse con alguien. Seguramente le prometió que luego la llevaría al hospital psiquiátrico. Y la dejó en el coche.
Ella le estuvo esperando. Tranquilamente. Relajada por saber que por fin él estaba ahí. Como siempre. Para llevarla al hospital. Para ayudarla, una vez más, a dar un paso hacia la esperanza. Un paso más. Quizás el definitivo. ¡Seguro que era el paso definitivo! Esta vez iba a salir de aquello. Eso es lo que Pavie debía de creer. Sí, ahí, dentro del coche, se lo debía de estar creyendo a pies juntillas. Y que luego la vida volvería otra vez. Los amigos. El trabajo. El amor. Un amor que la curara de Arno. Y de todas las inmundicias de la vida. Un tío guapetón, con un cochazo, y algo de pasta también. Y que le haría un niño más guapo que la mar.
Después, ya no hubo después.
Serge cayó muerto. Y Pavie se largó. ¿A pie? ¿En coche? No, no tenía carné. O a lo mejor sí. ¡Dios mío! ¿Seguiría estando allí el puto coche? ¿Y dónde estaba Pavie ahora?
La voz de Murad cortó en seco mis cavilaciones. Su tono de voz me sorprendió. Triste.
—Mi padre antes también ponía esto. A mi madre le gustaba mucho.
—¿Por qué no lo oye ya?
—Reduán dice que es pecao.
—¿El cantante este? ¿Lili Boniche?
—Qué va, la música. Que la música va con el alcohol, el tabaco, las pibas y eso.
—Pero tú oyes rap, ¿no?
—Cuando está él, no. Es que…
Oh, Dios mío, ten piedad de mí,
que pueda ver a los que amo
y que se vaya mi pena…
Lili Boniche estaba cantando «Argel, Argel». «Murad» se volvió a quedar callado.
Di la vuelta a la iglesia de Saint-Henri.
—A la derecha. Luego la primera a la izquierda.
El abuelo vivía en el Impasse des Roses. Aquí no había más que casitas de uno o dos pisos. Todas mirando al mar. Apagué el motor.
—Oye, no habrás visto un Ford Fiesta azul en el aparcamiento. Uno sucio.
—No me suena. ¿Por?
—Por nada. Bueno, luego lo vemos.
Murad llamó una, dos, tres veces. La puerta no se abrió.
—A lo mejor ha salido —dije.
—Sólo sale dos veces a la semana. Pa ir al mercao.
Me miró preocupado.
—¿Conoces a algún vecino?
Se encogió de hombros.
—Él creo que sí. Pero yo…
Bajé la calle hasta la casa colindante. Di unos timbrazos rápidos. No se abrió la puerta, pero sí la ventana. Al otro lado de los barrotes salió una cabeza de mujer. Un cabezón con un montón de rulos.
—¿Qué quería?
—Buenos días, señora —dije acercándome hacia la ventana—. Venía a ver al señor Hamudi. Estoy con su nieto. Pero no abren.
—Me extraña. Mire usté que a las doce hemos estado ahí cotilleando un rato. Y luego siempre se echa una siestecilla. O sea, que vamos, que tiene que estar.
—¿No estará malo?
—No, no, qué va… Está de maravilla. Espere, que le abro.
Unos segundos después nos hizo pasar. Se había puesto un pañuelo en la cabeza para taparse los rulos. Era enorme. Caminaba despacio, jadeando como si acabara de subir seis pisos corriendo.
—Es que tengo cuidado antes de abrir la puerta. Mire, con toda la droga y la cantidad de moros que hay por todas partes, te atacan hasta en tu propia casa.
—Qué razón lleva —dije yo sin reprimir la sonrisa—. Hay que tener cuidado.
La seguimos hasta el jardín. Su jardín y el del abuelo sólo estaban separados por un murete de apenas un metro de alto.
—¡Eh! ¡Señor Hamudi! —gritó—. ¡Señor Hamudi!, ¡qué tiene visita!
—¿Puedo saltar al otro lado?
—Tire, tire. ¡Ay, madre, como le haya pasao algo!
—Espera aquí —le dije a Murad.
Salté sin problemas. El jardín era idéntico, igual de cuidado. Aún no había llegado a la escalera y ya tenía a Murad conmigo. Entró el primero en el salón.
El abuelo estaba tirado en el suelo. Con la cabeza ensangrentada. Los hijos de puta, antes de irse, le habían hecho comerse la medalla militar. Le quité la medalla de la boca y le tomé el pulso. Todavía respiraba. Había perdido el conocimiento. KO. Un milagro. Pero sus agresores seguramente no habían querido matarlo.
—Vete a abrir a la señora —le dije a Murad. Se había arrodillado junto a su abuelo—. Y llama por teléfono a tu madre. Dile que venga rápido. Que coja un taxi —no se movía. ¡Estaba como tetanizado!
Se levantó despacio.
—¿Se va a morir?
—¡No, venga, corre!
Llegó la vecina. Estaba gorda, pero se movía rápido.
—¡Santa María bendita! —soltó en un profundo jadeo.
—¿No ha oído usted nada? —sacudió la cabeza—. ¿Ni un grito?
Volvió a sacudir la cabeza. Parecía haberse quedado sin habla. Estaba ahí, de pie, triturándose las manos. Volví a tomar el pulso al anciano, lo palpé por todo el cuerpo. Vi un catre en un rincón. Lo levanté. No pesaba mucho más que un fajo de hojas secas. Lo tumbé y le puse un cojín bajo la cabeza.
—Búsqueme una palangana y un paño. Y unos hielos. Y mire a ver si puede hacer algo caliente. Café. O té.
Cuando volvió Murad, estaba limpiándole la cara a su abuelo. Había sangrado por la nariz. Tenía el labio superior roto. Y la cara llena de cardenales. Aparte de la nariz quizá, no tenía nada roto. Aparentemente, no le habían pegado más que en la cara.
—Mi madre ya viene.
Se sentó al lado de su abuelo y le cogió la mano.
—No pasa nada. Podía haber sido peor.
—Está la bolsa de Naima, en el pasillo —balbuceó débilmente.
Luego se echó a llorar.
Mierda de vida, me dije.
Y sólo me urgía una cosa, que el abuelo volviera en sí, y nos contara. No tenía pinta de ser un acto salvaje de delincuencia, un palizón así. Esto era cosa de profesionales. El abuelo daba cobijo a Naima. Naima había pasado la noche del viernes con Guitou. Y Guitou estaba muerto. Y Hosín Draui también.
Seguro que Naima había visto algo. Estaba en peligro. Estuviera donde estuviera.
No había de qué preocuparse por el abuelo. El médico al que había llamado confirmé) que no tenía nada roto. Ni la nariz. Sólo necesitaba descansar. Escribió la receta al mismo tiempo que le recomendaba a la madre de Murad que fuera a poner una denuncia. Por supuesto, dijo ella, iría a ponerla. Y Marinette, la vecina, le dijo que ella la acompañaba. «Que no son maneras, oiga, venir así, a matar a la gente a su casa». Pero esta vez no hizo alusión a todos esos moros que matan a la gente. No era el momento. Era una mujer sanota.
Mientras el abuelo se bebía un té, yo me tomé una cerveza que me había traído Marinette. De un trago. Justo para que se me templaran las ideas. Marinette se volvió para su casa. Si la necesitábamos, ahí estaría.
Acerqué una silla a la cama.
—¿Está usted para hablar un poquito? —pregunté al abuelo.
Dijo que sí con la cabeza. Se le habían hinchado los labios. La cara se le estaba poniendo morada, roja color sangre en algunas zonas. El hombre que le había pegado llevaba un enorme anillo de sello en la mano derecha, dijo. Sólo le había pegado con esa mano.
La cara del abuelo se me hacía familiar. Una cara demacrada. Pómulos altos. Labios gruesos. Cabello rizado y canoso. Mi padre, tal como podía haber sido hoy. De joven —como había visto por las fotos— parecía un tunecino. «Venimos del mismo vientre», decía. Del Mediterráneo. «Pues claro, cómo no, todos somos un poco moros», contestaba él cuando le hacían bromas sobre eso.
—¿Se han llevado a Naima?
Sacudió la cabeza.
—Ella entraba cuando me estaban pegando. Volvía de clase. Se han quedado sorprendidos. Naima se ha puesto a gritar y se ha marchado. Uno de ellos se ha ido detrás de ella. El otro me ha pegado a lo bestia en la nariz. He notado que se me iba la cabeza.
Por estas callejuelas, un coche no tenía ninguna posibilidad de pillar a una chavala corriendo. Habría conseguido escaquearse. Pero ¿por cuánto tiempo? ¿Y adónde habría ido? Eso ya era otra historia.
—¿Eran dos?
—Sí, bueno, aquí sí. Uno me tenía sentado en la silla. El otro hacía preguntas. El del anillo me había metido la medalla en la boca. Si gritaba, me la hacía tragar, me dijo. Pero no he gritado. No he dicho nada. Sentía vergüenza, señor. De ellos. De este mundo. Ya he vivido suficiente. Creo.
—No digas eso —lloriqueó Murad.
—Mira, Dios se me podía llevar. Ya no hay nada bonito que ver en la tierra, en nuestros días.
—¿Y qué querían saber esos tipos?
—Si Naima volvía todas las noches aquí. Adonde iba a clase. Si sabía dónde estaba ella el viernes por la noche. Si había oído hablar de un tal Guitou… Pero yo no sé nada de nada. Aparte de que vive aquí, conmigo, no sé ni dónde tiene el instituto.
Esto confirmaba mis temores.
—¿Ella no le ha contado nada?
El viejo sacudió la cabeza.
—Cuando volvió el sábado…
—¿Qué hora era?
—Como las siete. Yo me acababa de levantar. Me sorprendí. En principio, no volvía hasta el domingo. Eso me había dicho. Iba despeinada. Con la mirada perdida. Huidiza. Se encerró arriba, en su habitación. No se movió en todo el día. Por la noche, llamé a la puerta para que viniera a cenar. No quiso. Luego bajó. Para ir a llamar. Le pregunté qué pasaba. ¡Ay, déjame, por favor! Volvió al cabo de un cuarto de hora. Se volvió a subir, sin decir palabra.
»A la mañana siguiente se levantó tarde. Bajó a desayunar. Estaba más amable. Me pidió perdón por lo del día anterior. Me explicó que estaba triste por un amigo. Un chico al que quería mucho. Pero que se había terminado. Y que ya estaba mejor. Y me dio un beso muy cariñoso en la frente. Por supuesto, no me creí ni una palabra. Se le notaba en los ojos que no estaba bien. Que no decía la verdad. No quise presionarla, entiende. Me daba cuenta de que era algo grave. Pensé que sería un mal de amores. El novio y esas cosas. Penas de su edad. Le dije simplemente: “Si quieres, puedes contármelo, ¿vale?”. Aún sonrió un poco, sabe. Pero bastante tristona. Estaba al borde de las lágrimas. Me dio otro beso y se fue para su habitación.
»Por la noche volvió a llamar otra vez. Estuvo más tiempo que el día anterior. Bastante más tiempo, porque empecé a preocuparme de que no volviera. Incluso salí a la calle a ver si la veía. Hizo como que cenaba y se fue a la cama. Y ya está. El lunes se fue a clase y…
—Ya no va al instituto —le cortó Murad.
Nos miramos los tres.
—¡Qué no va al instituto! —casi grita su madre.
—No tiene ganas. Está muy triste, me ha dicho.
—¿Cuándo la has visto? —le pregunté yo.
—El lunes. A la salida del colegio. Me estaba esperando. Teníamos que ir a un concierto juntos, por la noche. A ver a Akhénaton, el cantante de LAM. Hacía una historia en solitario.
—¿Qué te dijo?
—Nada, nada… Lo que le dicho la otra tarde, eso. Que ella y Guitou lo habían dejao. Que él se había vuelto a marchar. Que estaba muy triste.
—¿Y ya no quería ir al concierto?
—No, tenía que ver a un amigo de Guitou. Urgente. Era la cosa. Por lo de Guitou y todo eso. Que me pensé yo que a lo mejor la cosa entre ellos no se había acabao tanto. Que lo quería mucho, al Guitou ese.
—¿Y no ha ido al instituto?
—Pues no. Dijo que no iba a ir en unos cuantos días por todas estas movidas. Que no tenía la cabeza pa atender en clase.
—Y a ese otro amigo, ¿lo conoces?
Se encogió de hombros. Sólo podía ser Mathias. Me imaginaba lo peor. Si ella había visto, por ejemplo, a Adrien Fabre. Y si se lo había contado todo a Mathias. ¡En menudo estado debían de estar los dos! ¿Y qué habían hecho luego? ¿A quién se lo habían ido a contar? ¿A Cûc?
Me volví hacia el abuelo.
—¿Abre usted la puerta así, siempre, cuando llaman?
—No. Miro por la ventana, primero. Como hace todo el mundo aquí.
—¿Y por qué les ha abierto?
—No sé.
Me levanté. Me habría bebido otra cerveza. Pero Marinette no estaba. El abuelo se lo imaginó.
—Tengo cerveza en el frigo. Yo bebo, sabe. Una de vez en cuando. En el jardín. Me gusta. Murad, vete a buscar una cerveza para el señor.
—Déjelo. La busco yo.
Necesitaba desentumecer las piernas. En la cocina, bebí directamente a morro. Un buen trago. Me distendió un poco. Después cogí un vaso, lo llené y volví a la habitación. Me volví a sentar al lado de la cama. Los miré a los tres. No se habían movido.
—Escuche, Naima está en peligro. En peligro de muerte. Los que han venido aquí, están dispuestos a todo. Ya han matado a dos personas. Guitou no tenía ni diecisiete años. ¿Lo entiende? Entonces, se lo vuelvo a preguntar: ¿por qué ha abierto a esa gente?
—Reduán… —empezó el abuelo.
—Es culpa mía —cortó la madre de Murad.
Me miró fijamente a los ojos. Tenía unos ojos bonitos. Y en el fondo de ellos, toda la pena del mundo. En lugar de esa chispa de orgullo que brilla cuando las madres hablan de sus hijos.
—¿Por su culpa?
—Se lo he contado todo a Reduán. La otra noche. Después de su visita. Él sabía que usted había venido. Siempre sabe todo lo que pasa. Tengo la impresión de que nos tiene siempre vigilados. Quería saber quién era usted, por qué había venido. Si tenía algo que ver con el otro que había venido a preguntar por él por la tarde, y…
Me sentí cerca del meollo de la cuestión.
—¿Qué otro, señora Hamudi?
Había hablado demasiado. Sentí su pánico.
—El otro.
—El que han matao. Tu amigo, ¿no? Quería saber cosas de Reduán —dijo Murad.
«¿Me planto o sigo?», me pregunté.
En mi cabeza un cartel decía: «Game over». ¿Qué era lo que le estaba diciendo yo a Fonfon el otro día? Mientras sigues apostando, estás vivo. Volvía a jugar.
Sólo para ver qué pasaba.