Capítulo cinco

Los CAMINOS EQUIVOCADOS

Un necio sabe que no sabe.

Un soberbio cree que lo poco que sabe es mucho.

Hasta aquí entendíamos por «autoestima» la posesión y el cultivo de una imagen positiva y engrandecida de nosotros mismos, el ensalzamiento orgulloso de nuestro yo. Ahora deberemos aprender a andar otro camino que conduce hacia otra y más genuina autoestima: la verdadera e inexpugnable autoconfianza.

Esta capacidad de confiar verdaderamente en nuestros recursos consiste, cuando es saludable, en el abandono de la identificación con toda imagen, ya sea positiva o negativa. Es una renuncia voluntaria a nuestra identidad, un salto al vacío que, si bien impide que algunas de nuestras rígidas ideas estorben nuestra acción, también nos desarma dejándonos aparentemente indefensos y vulnerables.

Reconozco que el camino previo invitaba (y con toda razón) a avanzar precisamente en la dirección contraria. Y, sin embargo, siendo un conocedor... todo aquello no importa.

Cuando la confianza no se apoya en saber con qué recursos contamos, sino en la negación de lo que no sabemos o en la ilusión de sabiduría, no estamos yendo por el camino del conocimiento sino por el de la necedad o el de la soberbia.

Se nos pretende convencer de que estamos en una sociedad libre y democrática porque en ella todo el mundo puede llegar; si se lo propone, a tener éxito, a lograr cumplir su sueño.

El único peligro de los sueños es no poder contestar con certeza si esos sueños son propios o ajenos.

La presión social, las expectativas ajenas, nuestra necesidad de sentimos «alguien», el deseo de ser respetados o considerados, nuestro miedo a no hacer las cosas como se debe, el temor a no decir lo que se espera y, quizá, incluso, el miedo a parecemos demasiado a lo que los demás quieren que seamos, surgen ante nuestra mirada superficial como una amenaza a nuestra identidad, y por ello, una amenaza a nosotros mismos.

Así, para seguir sosteniendo nuestro lugar en la sociedad sin perder nuestro descubrimiento, condicionamos nuestro pensamiento a nuestro comportamiento. Y lo hacemos diciéndonos cosas como éstas:

• «Es posible que no disfrute del trabajo que hago, pero me compensa el prestigio, la seguridad o el dinero que me proporciona.»

• «Es posible que no crea en mi relación de pareja, pero la seguridad emocional, la comodidad o el aura social que me aporta este vínculo son ventajas que no estoy dispuesto a perder.»

• «Es posible que tema actuar según mis propias convicciones porque eso podría llevarme a descartar lo que me han enseñado, a cuestionar a quienes fueron para mí figuras de autoridad, y a abandonar las ventajas y los premios que la cárcel social me concede por no rebelarme.»

• «Prefiero callar mis opiniones ante amigos, familiares y compañeros porque me asusta la posibilidad de su desamor, su hostilidad o su desacuerdo...»

• «Si trabajo en esta empresa y quiero progresar es obvio que deberé de vez en cuando adular a mis superiores, aunque ello suponga decir lo que no pienso, expresar lo que no siento y hacer lo que no quiero ni es mi obligación hacer...»

Pocos ven en todo esto un problema. Al contrario, muchos creen que cuando actúo así muestro mi sensatez o mi prudencia. Y me ayudan a no darme cuenta del elevado precio que pago por renunciar a mi verdadero deseo:

Bebo de más, como de más, trabajo de más, me preocupo de más, no me cuido,

no cuido a los que quiero, corro detrás de placeres instantáneos, no me siento feliz, no mido los riesgos,

pierdo conciencia de qué es lo importante y qué lo secundario, vivo pendiente de la opinión de otros.

Escala de valores. El orden

Si un terremoto derribara el obelisco que se yergue en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires, los bloques de piedra

esparcidos por la Avenida 9 de Julio serían los mismos que antes se alzaban al cielo. Pero sólo serían piedras y no un obelisco.

Un obelisco no es la suma de los bloques de piedra que lo componen, sino la forma, el orden, la secuencia en la que están apilados.

El conjunto de elementos que forman un ser vivo puede reunirse en un laboratorio guardando la misma proporción. Sin embargo, en el laboratorio, esos elementos seguirán formando una mezcla inerte.‹a type="note" l:href="#nota27"›[27]‹/a›

¿Qué provoca la diferencia entre una cosa y otra?

Evidentemente, debe tratarse de un peculiar ordenamiento de la materia, pero...

¿Qué diferencia a una persona de otra?

¿Qué hace de alguien un santo y de otro un diabólico personaje?

¿Qué hace a alguien atractivo a nuestros ojos y rechazable a otros?

La respuesta siempre es la misma: un determinado orden.

En este caso, una relación entre lo que percibimos y comprendemos y nuestra escala de valoración de las cosas.

Estos juicios de valor son el filtro a través del cual nos relacionamos con nosotros mismos y con lo que nos rodea. Por ellos, con ellos y debido a ellos juzgamos a las personas presentes y ausentes, conocidas y desconocidas; evaluamos la viabilidad de nuestros deseos e impulsos; medimos y justificamos nuestras acciones, omisiones, características internas y externas o circunstancias; y también con nuestra escala de valores sopesamos la situación social, el mundo que nos rodea y la conducta propia y de nuestros seres más queridos.

Nuestro mundo emocional es el compendio de esos juicios de valor: estados de ánimo positivos, estimulantes o deprimentes; sentimientos de superioridad y de distanciamiento arrogante; de comunión y afecto; de arraigo existencia! o de ausencia y desconexión.

Todas las evaluaciones en virtud de las cuales calificamos algo como «bueno» o «malo», con todas sus variantes —deseable o indeseable, aceptable o inaceptable— se apoyan en nuestros particulares sistemas de creencias, que son, a su vez, sistemas de valores.

Estos sistemas tienen algo en común: todos ellos definen cómo debemos ser y qué debemos hacer; cómo deben ser los demás y qué deben hacer; y, en general, cómo deben ser las cosas. Presuponen, en definitiva, que hemos determinado o creemos saber quiénes somos y qué es el mundo. Por eso, este cuento...

El barco se hunde

Un día en que la mar estaba muy embravecida, el capitán se armó de coraje y anunció a la tripulación:

—Todo parece indicar que no hay posibilidad de salvarse. Así que, por favor, rezad vuestra última oración. El barco se hunde.

Sin dudarlo un segundo, todos se pusieron a rezar, excepto el místico sufí, cuyo silencio interrumpió la plegaria murmurante de los demás. Se habían quedado azorados. No podían soportar esta omisión una vez más. No estaban dispuestos a transigir. Entre todos lo rodearon. Estaban llenos de ira y dijeron:

—Tú eres un hombre de Dios. Te hemos observado y nunca has rezado. Por respeto, porque te tenemos por hombre santo, no hemos dicho nada. Sin embargo, ahora, en esta

situación, es intolerable. El barco se está hundiendo y tú eres un hombre de Dios; si rezas, tu plegaria será escuchada. ¿Por qué no rezas?

El místico respondió:

—Me gustaría que aprendierais algo en esta vida para ahorraros tiempo en la próxima. El miedo no es un buen motivo para rezar. El que reza por miedo no ha comprendido nada, mucho menos a Dios. Por eso yo no rezo.

* * *

Vanidad y soberbia

Y muchos que me despreciaron a mí, y bien por creer ellos o persuadidos por otros, se marcharon antes de lo debido y, al marcharse, echaron a perder lo que aún podían haber engendrado, y lo que habían dado a luz, asistidos por mí, lo perdieron, al alimentarlo mal y al hacer más caso de lo falso y de lo imaginario que de la verdad.

Sócrates

Cuando la vanidad es la única razón para la tarea realizada siempre pasa lo mismo: alguien obtiene el Premio Nobel, alguien es coronado con los laureles de la genialidad en lo que hace, alguien alcanza el máximo escalón de su actividad... Y, luego, nunca más es capaz de producir algo ni siquiera cercano a lo que consiguió cuando nadie lo premiaba.

¿Por qué suceden estas cosas tan frecuentemente?

Cuentan que un grupo de trapecistas jóvenes trabajaba con esmero en un número muy especial. Su entrenamiento estaba a cargo de un viejo hombre de circo, a partir de cuya experiencia transmitía el oficio con singular dedicación.

Este hombre tenía dos actitudes totalmente diferentes. Por un lado, era muy comprensivo con cada error. Estimulaba a los jóvenes a volver a entrenar y corregir cada equivocación una y mil veces, y en cada fracaso les aseguraba que ellos eran maravillosos y que serían los mejores trapecistas. Sin embargo, se convertía en otro maestro cuando todo salía bien. Entonces les decía que la casualidad no era una buena referencia, que ellos eran unos inútiles y que, en realidad, no servían para nada.

Uno de los directores del espectáculo, que había notado esta dualidad, muy preocupado le reclamó por ella y por lo que consideraba una absurda incoherencia.

—El equivocado eres tú —dijo el maestro de trapecistas—, no hay ningún error. Cuando hacen las cosas mal los estimulo porque sé que pueden hacerlo mejor y sé que lo harán. Cuando todo lo hacen a la perfección, yo sé que la próxima vez será peor, porque mejor no puede ser, y entonces los regaño por ello. No están conmigo para ser adulados por lo que hacen bien, que dejen eso para la función.

* * *

Retomando la pregunta, estas cosas suceden porque, primero, si no decidimos ser sabios desde la cima, sólo queda camino hacia abajo; y segundo, porque si desde la cima decidiéramos ser sabios, ya no interesaría mostrarlo. Alcanzada la meta, satisfecha nuestra necesidad narcisista, silenciada la vanidad del ego, ya no quedan razones para ir más allá, ya no hay necesidad de ajustarse a la gente.

Dicho de otra manera: una vez que el autor se hace famoso, quizá decida que puede dejar de escribir.‹a type="note" l:href="#nota28"›[28]‹/a›

La necedad es la condición de aquellos que, habiendo sido buscadores, se asustaron un día de todo lo que no sabían y decidieron negarlo.

El necio reniega de lo que no sabe, y por eso se empecina y se encapricha. Aunque a veces se encapriche de puro necio...

Hoy no tengo brécol

Una mujer va al supermercado a comprar brécol. Se dirige al dependiente del mostrador de las verduras y dice:

—Por favor, ¿tiene usted brécol?

El dependiente contesta:

—No, señora. Hoy ya no me queda. Venga usted mañana. Unas horas más tarde, la mujer vuelve y le pregunta al mismo hombre:

—Por favor, ¿tiene usted brécol?

—Señora, ya le he dicho que hoy no tengo brécol.

La señora se va, pero vuelve un poco más tarde con la misma pregunta. El hombre, que ya está desesperado, le dice:

—Señora... Escúcheme bien... Voy a explicárselo con un juego gramatical.

—A ver... —dice la señora en tono desafiante.

—La palabra «tomate» contiene dentro de sí la palabra «toma», ¿es correcto?

—Correcto-dice la señora.

—Y la palabra «plátano» contiene la palabra «plata»,

¿verdad?

—¡Verdad! —responde la señora.

—Ahora viene la pregunta interesante: la palabra «hoy»,

¿tiene «brécol»?

—No, claro que no —responde ella con prontitud.

—¿Seguro que «hoy» no tiene «brécol»?

—¡Seguro! ¡Hoy no tiene brécol! —afirma la mujer, alzando un poco la voz.

—¡Pues bien, señora, esa es la pura verdad! —dice el dependiente—. ¡Ahora repítalo hasta que usted misma se convenza!

* * *

No te encapriches, eso irrita a la gente sin necesidad.

No pretendas enseñar a quien no quiere aprender y no quieras que te enseñe el que no tiene deseos de compartir lo que sabe.

No pretendas ser mejor que los que intentan ayudarte.

No exijas privilegios ni pretendas ser tratado como alguien especial.

No seas prepotente. No irrites a sabiendas a la gente. Mantenerse en lo que no es posible es la típica actitud de los necios.

Las dificultades, cuando las hay, aparecen por sí solas, no las incrementes.

Si quieres ser el mejor crearás competidores.

Si pretendes ser especial, habrá quienes no lo admitan.

Si vives maltratando, rezongando, despreciando, surgirán discusiones, controversias innecesarias y enemistades.

Tampoco creas que hace falta ser franco y abierto con todo el mundo. No es necesario que tu verdad lastime para ser sincera.

En resumen: evita tanto como sea posible agravar las cosas.

La paciencia de Buda

Hubo un tiempo en que la gente estaba muy en contra de las ideas y la actitud de Gautama Buda. En aquella época, cada vez que él pasaba por un pueblo, solía ser insultado y despreciado por la mayoría, a la que le era imposible comprender lo que Buda estaba enseñando.

Buda escuchaba en silencio y después decía: «¿Habéis terminado? ¿Puedo marcharme? Tengo que ir a otro pueblo y me deben estar esperando. Si no habéis acabado, puedo volver mañana y cuando venga terminaréis vuestro trabajo».

* * *

Si realmente sabes algo que los demás no saben, asegúrate de encontrar en ti el punto mayor de humildad antes de atreverte a enseñarlo.

Y no tardes.

No se puede esconder una luz debajo de un arbusto. Cuando lleguen los que buscan y se reúnan a tu alrededor; verán la luz que escondes y se irritarán contigo por privarlos de la luz. Es cierto que probablemente se enojarán contigo de todos modos, pero ese momento llegará demasiado rápido si no eres cauteloso.

A lo largo de la historia el gran daño lo han hecho los que dijeron «esta es la verdad» y no los que sostenían no saber. La catástrofe siempre siguió a la llegada al poder de los que se creían mejores. Nunca un maestro pudo empujar a un discípulo a un error grave; si lo hizo, no era un buen maestro y no lo movía el amor; por lo menos no el amor a otros...

Recuerdo la parábola del lirio y el pájaro que muchos atribuyen a Kierkegaard.

El lirio y el pájaro

Había una vez un lirio que crecía sano en un lugar apartado, junto a un arroyo. El lirio vestido hermosamente vivía despreocupado y alegre durante todo el día. El tiempo pasaba felizmente sin que él siquiera se diera cuenta. Y sucedió un buen día que un pajarillo fue a visitar al lirio, y habló con él de tonterías y cantó alguna cancioncilla. El pájaro volvió al día siguiente, y al otro, y al siguiente... Después de una semana, de pronto se ausentó unos cuantos días, hasta que al fin otra vez regresó diariamente. Esto le pareció al lirio extraño e incomprensible; pero sobre todo le pareció caprichoso. Pero lo que suele acontecer con frecuencia también le aconteció al lirio: a medida que se alternaban sus visitas con sus ausencias se iba enamorando más y más del pájaro, quizá justamente porque el lirio nunca había conocido a nadie tan caprichoso.

Aquel pajarillo no era un buen pájaro, de buena familia o de buen corazón. En vez de alegrarse por su belleza y regocijarse a su lado con su frescura e inocencia, trataba casi todo el tiempo de darse importancia, utilizando para ello su libertad y haciendo sentir al lirio lo atado que estaba al suelo.

El pajarillo era además un charlatán y narraba al tuntún cosas y más cosas, verdaderas y falsas; contaba cómo en otras tierras había otros muchos lirios maravillosos, junto a los cuales se gozaba de una paz y una alegría, un aroma, un colorido y un canto de pájaros indescriptibles.

El pájaro daba fin a cada historia con alguna variación de la siguiente frase: «Comparado con ellos pareces un don nadie. Eres tan insignificante que no sé con qué derecho te llamas a ti mismo un lirio».

Cuanto más escuchaba al pájaro, mayor era la preocupación del lirio. No podía dormir tranquilo ni despertarse alegre. Se pasaba el día entero pensando que era un desgraciado, que estaba encarcelado y atado al suelo, que no era justo.

El murmullo del agua, que siempre lo había acompañado, se le antojó aburrido y los días se le hicieron cada vez más largos.

Y empezó a hablar consigo mismo:

—Es muy fastidioso esto de tener que oír eternamente un día tras otro lo mismo... Es algo inaguantable. Y encima parecer tan poca cosa como yo... Ser tan insignificante como el pajarillo dice que soy... ¡Ay! ¿Por qué no me tocó existir en otra tierra, en otras circunstancias? ¿Por qué no habré nacido yo en aquella tierra lejana? Yo no aspiro a lo imposible, a convertirme en algo distinto de lo que soy, por ejemplo en un pájaro; mi deseo es simplemente llegar a ser un lirio maravilloso, a lo sumo el más maravilloso de todos.

Mientras tanto, el pajarillo iba y venía, y en cada visita y cada despedida hacía crecer la inquietud del lirio.

Por fin, un día, la flor se confió completamente al pájaro y le contó sus deseos. Le pidió ayuda para cambiar.

Por la mañana temprano vino el pajarillo; con su pico echaba a un lado la tierra que rodeaba la raíz del lirio para que éste pudiera quedar libre. Terminada la tarea, el pájaro

se irguió vanidoso, guiñó un ojo al lirio, sacó pecho y, tomando al lirio, lo levantó en el aire y lo partió.

El pájaro había jurado llevar al lirio allá donde florecían los otros lirios maravillosos; después lo ayudaría a quedarse plantado allí y, gracias al cambio de lugar y al nuevo entorno, sería el pájaro el primer testigo de la transformación.

¡Pobre lirio, se marchitó por el camino!

Si el preocupado lirio se hubiera contentado con ser lirio donde nació, no habría llegado a preocuparse; y sin preocupaciones podría haber permanecido en su lugar, y hubiese sido precisamente ese lirio el mejor lirio que él pudiera llegar a ser.

* * *

El necio actúa como el lirio de la historia, sucumbiendo a las sugestiones del soberbio mal maestro y escapando hacia la necesidad de vivir de comparaciones. Se compara porque mira hacia fuera para saber quién es, cómo debe ser y cuál es su valor.

El hombre sabio, como veremos, es como un niño; no se mide con nada ni con nadie. Se limita a ser lo que es. Y «ser» es siempre gozoso. Quizá no sepa claramente quién es. No tiene una idea exacta de sí mismo ni de los demás, ni necesita tenerla. Está satisfecho con su condición, sea cual fuere.

Hay quienes teniendo poco se sienten ricos y, luego, pasado el tiempo, se creen pobres aunque no tengan menos. Si les preguntas te dirán: «Antes era completo tal y como era, y estaba satisfecho con lo que tenía. Ahora todo me hace saber que aún no soy nada ni nadie comparado con los demás, y lo peor es que me lo creo». Estas personas no deberían preguntarse qué les falta tener, sino cómo perdieron su auténtico ser.

Enrique Borrello

Después de haber transitado el camino del buscador, por un tiempo te enfrentarás inevitablemente con un importante ataque de tu vanidad.

Empezarás, sin querer, a creerte un poquiiito mejor que los demás.

Empezarás a comportarte como un dotado.

Empezarás a sentir y a exhibir que no eres un mortal común y corriente, que eres extraordinario, que no eres de este mundo, que eres trascendente.

Pero, aunque todas estas cosas sean ciertas, y sobre todo porque son ciertas, no alardees...

Un caballo en la bañera

Un día, mi amigo Eduardo caminaba por la céntrica calle de Santa Fe, en Buenos Aires, cuando vio con sorpresa cómo una mujer trataba de empujar un caballo hacia el interior de un más que lujoso edificio. Sin darse cuenta, se quedó de pie mirando la absurda situación. Al notar la presencia del inesperado espectador, la mujer le dice:

—¡Oiga usted, señor! ¿No podría echarme una mano?

Mi amigo Eduardo es ciertamente un caballero, así que con energía se acercó y ayudó a meter a la bestia en el vestíbulo de lustrado mármol del edificio.

—Ya que está aquí —dijo la mujer—, ¿por qué no me ayuda a meterlo en el ascensor?

Eduardo se encogió de hombros y tiró de las correas del caballo al tiempo que la mujer empujaba al animal desde atrás hasta entrarlo por completo en el cubículo.

Atrapado junto a la botonera del ascensor; Eduardo no tuvo más remedio que aceptar la petición de la mujer que le decía desde el otro lado del caballo:

—Pique el piso doce, por favor.

Cuando el ascensor se detuvo, entre los dos entraron al caballo en el lujoso piso de la señora. Mi amigo Eduardo se empezó a sentir incómodo con la situación. Semejante animal en medio de suelos alicatados, paredes enteladas y sillones con brocados...

—Usted debe pensar que estoy loca... —le dijo la señora.

Mi amigo Eduardo es un caballero, esto es innegable, pero tampoco le gusta mentir:

—Esto... Pues sí —le contestó.

—Hagamos una cosa —propuso la señora—. Si me ayuda a llevarlo al dormitorio le doy una explicación.

Eduardo sintió cierto revoltijo en el estómago, pero como es un caballero y además bastante curioso, aceptó. Entre los dos empujaron al caballo hasta el dormitorio. Más específicamente al baño de la suite. Más específicamente a la bañera...

Allí la mujer ató con resolución las riendas a la ducha e invitó a Eduardo a un bien ganado café.

—Le explico —dijo la mujer—. Yo estoy casada con un necio, ¿sabe usted? Y la verdad es que estoy harta de su actitud. Cada vez que le digo «Hugo, son las seis», él me contesta: «Ya sé que son las seis». Yo insisto y le aclaro: «Te lo digo porque quedamos en ir a lo de los Rodríguez». Y él me dice: «Ya sé que quedamos en ir a lo de los Rodríguez». «Claro, pero hoy es viernes y hay mucho tráfico», intento aclararle. Y él me dice burlonamente: «Ya sé que los viernes hay mucho tráficoooo». Me tiene harta...

—No entiendo —dijo Eduardo, que es, definitivamente, un caballero.

—Hoy es martes —explicó la señora—, mi marido vendrá tarde de jugar al tenis, como siempre. Y vendrá apurado para no llegar tarde a la función de teatro a la que tanto quería ir. Entrará casi corriendo por esa puerta, se quitará la camisa en el comedor y los pantalones en el pasillo yendo

hacia el dormitorio... Tirará su ropa por el suelo y entrará rápidamente a ducharse para poder salir enseguida. Unos segundos después saldrá desnudo, cubierto con el albornoz y gritando: «¡¡¡María, hay un caballo en la bañera!!!», y entonces habrá llegado mi gran momento. Lo miraré y fe diré: «Ya séeeeee que hay un caballo en la bañera...»

Eduardo se levantó sin decir palabra y se fue; sobre todo porque Eduardo es un caballero.

Hay que ser muy cuidadoso. El que no se ha dado cuenta de nada puede descuidarse, se lo puede permitir, porque no tiene nada que perder. El camino a la sabiduría es angosto, y justo a su orilla hay un gran abismo. Un simple paso en falso y caerás; y caerás de mala manera. Si te caes andando por una pequeña calle de tu barrio no hay demasiado peligro, pero caerse desde el Everest es muy peligroso: quizá no logres sobrevivir. Puede costarte años recuperarte, o incluso toda la vida...

Y uno de los montes desde el cual puedes caer es la búsqueda de resultados.

La vanidad está siempre orientada hacia los resultados y, como la mente, nunca está interesada en el acto en sí mismo. El interés de ambas es:

«¿Qué se puede ganar con ello?»

«¿Para qué me serviría?»

«¿Cómo podría beneficiarme de cara al futuro?»

«¿Que daño podría evitar?»

Si en cualquier caso se pueden obtener ganancias sin pasar por la acción ni correr riesgos, los canallas y los aprovechados elegirán siempre el atajo.

Los vanidosos se hacen muy astutos, porque son capaces de encontrar atajos. Así han llegado al lugar donde están, aunque ese lugar sea detestable.

Si quisieras ganar dinero de manera legal, puede que te llevara toda tu vida. Pero siempre puedes ganar dinero de otras formas: podrías transformarte en contrabandista, convertirte en ladrón o probar con el juego. Ciertamente podrías intentar convertirte en líder político, en ministro de una extraña religión, en presidente de una empresa dedicada a la estafa de ingenuos o en líder de una secta de salvación.

Aunque los critiquemos y descartemos, todos esos atajos están a nuestra disposición.

Las personas astutas, no necesariamente son sabias. Simplemente se han vuelto listas. A partir de haber leído y estudiado, la persona se educa, espabila y nueve de cada diez veces decide que quiere tener el máximo posible haciendo lo menos posible.

Entre los necios y los soberbios todo se mide en términos de astucia y se evalúa por los resultados.

Si tomáramos como cierto e incuestionable el famoso dicho de la copla «tanto tienes, tanto vales», deberíamos concluir que para valer más hay que poseer más.

Otros sostienen: «Con tiempo y esfuerzo tendré la fortaleza o el poder que no tuve cuando me sentía débil. Repitiendo lo que otros pensaron llegaré a la inteligencia y al conocimiento que no tengo cuando me creo inferior. Sólo siendo mejor de lo que soy hoy, estaré contento conmigo».

Pero la verdad es que por este camino sólo lograré ser cada vez más parecido a aquellos con los que me he identificado.

Cuando alguien planta la semilla de un árbol, no duda que si la tierra cumple un mínimo de condiciones adecuadas, esa semilla llegará a ser un árbol. Esta confianza se basa en el conocimiento de la lógica de la vida que la semilla ya tiene. De algún modo, dicho árbol ya está en ella en potencia. La semilla tiene en sí toda la sabiduría que necesita para su desarrollo.

Ahora bien, imaginemos una semilla más humana...

Un hermoso arbolito crece normalmente. Un día, sin ninguna razón, se queda fascinado por una ramita que le ha salido. Le gusta tanto que se identifica con esa imagen de sí mismo y cifra ahí su identidad. A partir de este momento, al árbol, necio, ya no le basta ser, sino que se empeña en ser de una manera particular, quiere ser de la mejor manera, quiere ser siempre igual a la rama que lo fascina.

Esa bella rama es la que se convierte, paradójicamente, en el freno a su crecimiento natural; es la razón de ser del árbol deforme y enano en el que termina convertido.

Y todo por el equívoco que, al servicio de la vanidad, lo llevó a pensar que él era aquella hermosa ramita... Cuando en realidad era mucho más.

El movimiento de fuerzas y esfuerzos entre lo que creo ser y lo que «debo» llegar a ser; puede llegar a definir el argumento de nuestra existencia mientras vivimos en la ignorancia y arruinar el resto de nuestra vida si lo sostenemos volviéndonos necios o soberbios.