LA ESPOSA SORDA
Apenas me senté, empecé a hablar. Tenía ese día un tema muy claro sobre el que quería trabajar. Mis discusiones con mi pareja.
- Me parece que Gaby está de la nuca. -De la ¿qué?
- De la nuca, chiflada, piantada, loca como una zapatilla… -¿Por…?
- Estuvimos discutiendo toda la semana por el tema de las
vacaciones. Resulta que Gabriela quiere que vayamos todo el
mes a Punta del Este con los viejos de ella, que nos invitaron; y
yo no quiero ir porque me gustaría que nos fuéramos a Mar del
Plata, con un grupo de amigos del club. Yo sé que a ella le
gustaría mucho más el proyecto de Mardel, pero está emperrada
en lo de Punta. Y si hay algo que a mí me pone loco es cuando
Gaby se emperra. Más la veo así y más tozudo me pongo yo.
Hasta que llega un momento en que no puedo hablar más con
ella, porque siento que es absolutamente incapaz de abrir su
cabeza y escuchar otras opiniones.
- ¿Y por qué ella prefiere ir a Punta del Este?
- Por nada, es un capricho.
- Pero ella no dice que es un capricho, ¿o sí?
- No, ella dice que quiere ir a Punta.
- ¿Y tú no le preguntaste por qué?
- Sí, claro que le pregunté, pero ni sé qué pavada me contestó. - Dime, Demi, si no sabes que te contestó, ¿cómo puedes decir que es una pavada?
- Porque cuando Gabriela se encapricha, dice cualquier cosa y no escucha razones. Descalifica todo lo que el otro dice y lo único que atiende son sus propios argumentos. -Descalifica tus argumentos. -Sí.
- Dice, por ejemplo, que lo tuyo son estupideces, o que eres un cabeza dura…
- Eso.
- O que eres un caprichoso. -Sí, también, cómo sab…? -Ayer me contaron un chiste.
Un tipo llama al médico de cabecera de la familia: -Ricardo, soy yo: Julián. -Ah, ¿qué dices, Julián? -Mira, te llamo preocupado por María. -Pero, ¿qué pasa? -Se está quedando sorda. -¿Cómo que se está quedando sorda? -Y si, viejo, necesito que la vengas a ver. -Bueno, la sordera en general no es una cosa repentina ni aguda, así que el lunes tráemela al consultorio y la reviso. -Pero, ¿te parece esperar hasta el lunes? -¿Cómo te diste cuenta de que no oye? -Y… porque la llamo y no contesta. -Mira, puede ser una pavadita como un tapón en la oreja. A ver, hagamos una cosa: vamos a detectar el nivel de la sordera de María: ¿dónde estás tú? -En el dormitorio. -Y ella ¿dónde está? -En la cocina. -Bueno, llámala desde ahí. -MARIAAA… No, no escucha.
- Bueno, acércate a la puerta del dormitorio y grítale por el pasillo.
- MARIIIAAA… No, viejo, no hay caso. -Espera, no te desesperes. Toma el teléfono inalámbrico y acércate por el pasillo llamándola para ver cuándo te escucha.
- MARIAA, MARIIAAA, MARIIIAAAA… No hay caso, doc. Estoy parado en la puerta de la cocina y la veo, está de espaldas lavando los platos, pero no me escucha. MARIIIAAA… No hay caso.
- Acércate más.
El tipo entra en la cocina, se acerca a María, le pone una mano en el hombro y le grita en la oreja: ¡MARIIIAAAA!
La esposa furiosa se da vuelta y le dice: -¿Qué quieres? ¡¿QUE QUIERES, QUE QUIEREEEES?!, ya me llamaste como diez veces y diez veces te contesté ¿QUÉ QUIERES?… Tú cada día estás más sordo, no sé por qué no consultas al médico de una vez…
- Esto es la proyección, Demián, cada vez que veo algo que me molesta en otra persona, sería bueno recordar que eso que veo, por lo menos (¡por lo menos!) también es mío. Bueno, sigamos con lo tuyo… ¿qué me decías de los caprichos de Gabriela?…
- Gabriela siempre se está quejando de que yo no le presento a
mis amigos. Todo el tiempo quiere conocer a los chicos y las
chicas de la facultad. ¡Me tiene harto!
- ¿Y tú le presentas a la gente de la facultad?
- Yo no la oculto. Si nos cruzamos con alguien en la calle o en
una fiesta yo la presento, pero lo que ella quisiera es entrar en
mi mundo de relaciones.
- Que es, si yo entiendo bien, justo justo lo que tú no quieres. -Y… depende… -¿Depende de qué?
- Qué sé yo. Depende. Si la cosa se da naturalmente, está bien. Pero forzar situaciones, no.
- ¿Tú me estás cargando? ¿Qué es forzar situaciones? Que haya una fiesta de la gente de la facultad, que te inviten, y que vayas con tu novia, ¿eso es forzar?
- Sí, claro que es forzar. No tiene nada que ver. Si nadie la conoce.
- Esto parece joda, Demián. Yo tenía un primo que antes de almorzar y antes de cenar se comía un sándwich, porque decía que no podía comer nada con el estómago vacío. -Yo no veo la relación entre el chiste y lo mío. -No, hoy no le ves la relación a nada. Me dices que no le das lugar a Gabriela entre tus amigos, porque ni la conocen y no la conocen porque tú no le das lugar…
- ¿Para qué, Demián? -Porque Gabriela… -¿Para qué, Demián, para qué? -¿Para qué?… Para no mezclar. -¿Cómo es eso?
- Claro, yo no quiero mezclar estos dos grupos de relaciones… Y no creas que me resulta fácil. No sólo Gabriela se enoja, la verdad es que también discuto con mis compañeros de la facu,
también ellos insisten para que traiga a Gaby. Nadie entiende que quiero tener las cosas en su lugar: una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa.
- Pero dime, esta cosa y esta otra cosa y las otras cosas diferentes de estas cosas, ¿no están acaso anidando todas adentro de ti?
- ¿Para qué quieres que no se mezclen? -No sé, gordo, pero no quiero mezclarlas. -No es la primera vez que haces esto, ¿verdad? -¿Cómo que no es la primera vez?
- Claro, ya otras veces me has contado que te ocupas de no mezclar.
- Ah, sí, creo que te hablé alguna vez de no mezclar mi familia con mis amigos, la gente del club con la de la facultad, y no sé cuál otra.
- Yo siento que intentar preservar lugares privados que te pertenecen debe ser útil, es cierto. Pero también creo que encasillar los hechos y las personas de tu vida para que nunca se crucen, es demasiado fatigoso y a veces, yo diría peligroso. -¿Por qué peligroso?
- Porque me parece que poniendo barreras y limitaciones, los otros empiezan a dudar de sus propios lugares y reclaman que les des la posibilidad de compartir contigo tus cosas, sobre todo las que se ve que son importantes. -Ese es su problema, no el mío.
- No te pongas rígido. Será su problema, pero tú eres el que tiene que saber que el otro se queda resentido, se siente excluido y despreciado. Este es el riesgo. Quizás terminas hiriendo al otro "por no mezclar", arruinas tu relación con ellos, por poner vallas.
- Creo que lo hago sólo con mis grupos de amigos, porque son totalmente separados…
- Demi, algunos meses después de empezar terapia conmigo, llegaste de la facultad, te habías quedado sin guita y no querías pedirle a tus viejos. ¿Te acuerdas? Yo, naturalmente, te ofrecí prestarte hasta el mes siguiente, o hasta cuando tuvieras. ¿Sí? -Sí.
- ¿Y te acuerdas qué pasó? -Sí, no la quise aceptar.
- ¿Te acuerdas de tus argumentos? -No, no sé.
- Me dijiste que te sorprendía, que me agradecías pero que "no querías mezclar". ¿No te suena esa frase?
- Bueno, pero tú no te sentiste ni despreciado, ni excluido, ni no sé qué… -¿Estás seguro? -…Casi.
- Mientes. No estás seguro ni un poquito. -Mira, contigo, no estoy seguro ni de cómo me llamo. -Te puedo asegurar, Demi, que a veces no importa cuán claro tengas las cosas. Cuando tú ofreces ayuda de corazón al otro y el otro la rechaza porque es estúpido, orgulloso o simplemente porque sí, no tienes ganas de festejar; la primera sensación es de mandarlo a la mierda. -Es verdad, entiendo. -Para variar te voy a contar un cuento.
Había una vez un señor que tenía un sirviente bastante tonto. El señor no era tan mezquino como para echarlo, ni tan generoso como para mantenerlo sin que hiciera nada, (que es lo mejor que se puede hacer con un tonto!). El caso es que el señor trataba de darle tareas sencillas para que el tonto "sirviera para algo". Un día lo llamó y le dijo:
- Anda hasta el almacén y compra una medida de harina y una medida de azúcar. La harina es para pan y el azúcar para dulce, así que: Que no se mezclen. ¿Me escuchaste? ¡Que no se mezclen!
El sirviente hizo esfuerzos por retener la orden: una medida de harina, una medida de azúcar y que no se mezclen… Que no se mezclen. Tomó una bandeja y partió al almacén.
Camino al almacén repetía para sus adentros "una medida de harina y una medida de azúcar pero que no se mezclen!"
Llegó al almacén:
- Una medida de harina, señor.
El almacenero metió el jarro de la medida en la harina y la sacó colmada. El sirviente acercó la bandeja y el almacenero vació el jarro sobre la bandeja.
- Y una medida de azúcar -dijo el comprador.
Otra vez el almacenero tomó una medida, la introdujo en el gran cajón y la sacó, esta vez llena de azúcar.
- ¡Que no se mezclen! -dijo el sirviente.
- Y entonces ¿dónde pongo el azúcar? -preguntó el almacenero.
El otro pensó un rato, y mientras pensaba (cosa que buen trabajo le costaba), pasó la mano por el lado de abajo de la bandeja "dándose cuenta que estaba vacío" (¿?), así que en una rápida decisión, dijo:
- Acá -Y dio vuelta la bandeja derramando, por supuesto, la harina.
El sirviente dio media vuelta y volvió contento a la casa: una medida de harina, una de azúcar y que no se mezclen.
Cuando llegó el señor de la casa lo vio entrar con la bandeja de azúcar, le preguntó:
- ¿Y la harina?
- ¡Que no se mezclen! -contestó el tonto- ¡Está acá!… y en un rápido movimiento, dio vuelta la bandeja… derramando también el azúcar…
Ese día, Jorge me esperaba con un cuento:
… Y cuando se hizo grande, su padre le dijo:
- Hijo mío, no todos nacen con alas. Y si bien es cierto que no tienes obligación de volar, me parece que sería penoso que te limitaras a caminar, teniendo las alas que el buen Dios te ha dado.
- Pero yo no sé volar -contestó el hijo.
- Es verdad… -dijo el padre y caminando lo llevó hasta el borde del abismo en la montaña.
- Ves, hijo, este es el vacío. Cuando quieras volar vas a pararte aquí, vas a tomar aire, vas a saltar al abismo y extendiendo las alas, volarás.
El hijo dudó:
- ¿Y si me caigo?
- Aunque te caigas no morirás, sólo algunos machucones que te harán más fuerte para el siguiente intento -contestó el padre.
El hijo volvió al pueblo, a sus amigos, a sus pares, a sus compañeros con los que había caminado toda su vida.
Los más pequeños de mente le dijeron:
- ¿Estás loco? ¿Para qué? Tu viejo está medio zafado… ¿Qué vas a buscar volando? ¿Por qué no te dejas de pavadas? ¿Quién necesita volar?
Los más amigos le aconsejaron:
- ¿Y si fuera cierto? ¿No será peligroso? ¿Por qué no empiezas despacio? Prueba tirarte desde una escalera o desde la copa de un árbol, pero… ¿desde la cima?
El joven escuchó el consejo de quienes lo querían. Subió a la copa de un árbol y, con coraje, saltó… Desplegó las alas, las agitó en el aire con todas sus fuerzas pero igual se precipitó a tierra…
Con un gran chichón en la frente, se cruzó con su padre: -¡Me mentiste! No puedo volar. Probé y ¡mira el golpe que me di! No soy como tú. Mis alas sólo son de adorno.
- Hijo mío -dijo el padre- para volar, hay que crear el espacio de aire libre necesario para que las alas se desplieguen. Es como para tirarse en un paracaídas. Necesitas cierta altura antes de saltar.
Para volar hay que empezar corriendo riesgos. Si no quieres, quizás lo mejor sea resignarse y seguir caminando para siempre.
Había estado trabajando muy duro conmigo mismo. Guiado por mi terapeuta y alentado por mi deseo de descubrir todo sobre mi persona, me pasaba gran parte de mi tiempo libre meditando sobre los hechos de mi vida, mis sentimientos actuales o antiguos, mis recuerdos y como había aprendido de Jorge en ese "darse cuenta" que cada vez me sorprendía más. Pero no todo eran rosas. Algunas ideas que habitaban mi mente y sobre todo, algunas emociones que me desbordaban me dejaban triste y derrumbado.
Así fui al consultorio el día que Jorge me leyó su versión del cuento de Giovanni Papini: ¿Quién eres? Por aquel entonces yo me quejaba de la gente. No sabía qué pasaba, pero me parecía que los demás no eran confiables; yo no sabía si era yo el que hacía siempre malas elecciones de las compañías, o la gente era diferente de lo que yo esperaba… El caso es que siempre me sorprendía esperando a alguien que nunca llegaba, o cancelando programas a último momento porque alguien no había previsto no sé qué, o las más de las veces esperando eternamente en lugares de cita a amigos que por ninguna razón estaban dispuestos a llegar a la hora pactada…
Y este es el cuento que mi terapeuta me leyó:
Aquel día Sinclair se levantó como siempre a las 7 de la mañana. Como todos los días, arrastró sus pantuflas hasta el baño y después de ducharse se afeitó y se perfumó. Se vistió con ropa bastante a la moda, como era su costumbre y bajó a la entrada a buscar su correspondencia. Allí se encontró con la primera sorpresa del día:
¡No había cartas!
Durante los últimos años su correspondencia había ido en aumento y era una parte importante de su contacto con el
mundo. Un poco malhumorado por la noticia de la ausencia de noticias, apuró su habitual desayuno de leche y cereal (como recomendaban los médicos), y salió a la calle.
Todo estaba como siempre: los mismos vehículos de siempre transitaban las mismas calles y producían los mismos sonidos en la ciudad, que se quejaba igual que todos los días. Al cruzar la plaza casi tropezó con el profesor Exer, un viejo conocido con quien solía charlar largas horas sobre inútiles planteos metafísicos. Lo saludó con un gesto, pero el profesor pareció no reconocerlo; lo llamó por su nombre pero ya se había alejado y Sinclair pensó que no había alcanzado a escucharlo. El día había empezado mal y parecía que empeoraba con las posibilidades de aburrimiento que flotaban en su ánimo. Decidió volver a casa, a la lectura y la investigación, para esperar las cartas que con seguridad llegarían aumentadas para compensar las no recibidas antes.
Esa noche, el hombre no durmió bien y se despertó muy temprano. Bajó y mientras desayunaba comenzó a espiar por la ventana para esperar la llegada del cartero. Por fin lo vio doblar la esquina, su corazón dio un salto. Sin embargo el cartero pasó frente a su casa sin detenerse. Sinclair salió y llamó al cartero para confirmar que no había cartas para él. El empleado le aseguró que nada había en su bolso para ese domicilio y le confirmó que no había ninguna huelga de correos, ni problemas en la distribución de cartas de la ciudad.
Lejos de tranquilizarlo, esto lo preocupó más todavía. Algo estaba pasando y él debía averiguarlo. Buscó una chaqueta y se dirigió a casa de su amigo Mario.
Apenas llegó, se hizo anunciar por el mayordomo y esperó en la sala de estar a su amigo, que no tardó en aparecer. El hombre avanzó al encuentro del dueño de casa con los brazos extendidos, pero este se limitó a preguntar:
- Perdón señor, ¿nos conocemos?
El hombre creyó que era una broma y rió forzadamente presionando al otro a servirle una copa. El resultado fue terrible: el dueño de casa llamó al mayordomo y le ordenó echar a la calle al extraño, que ante tal situación se descontroló y comenzó a gritar y a insultar, como avalando la violencia del fornido empleado que lo empujó a la calle…
Camino a su casa, se cruzó con otros vecinos que lo ignoraron o actuaron con él como si fuera un extraño.
Una idea se había apoderado del hombre: había una confabulación en su contra, y él había cometido una extraña falta hacia aquella sociedad, dado que ahora lo rechazaba tanto como algunas horas antes lo valoraba. No obstante, por más que pensaba, no podía recordar ningún hecho que pudiera haber sido tomado como ofensa y menos aun, alguno que involucrara a toda una ciudad.
Durante dos días más, se quedó en su casa esperando correspondencia que no llegó o la visita de alguno de sus amigos que, extrañado por su ausencia, tocara su puerta para saber de él; pero no hubo caso, nadie se acercó a su casa. La señora de la limpieza faltó sin aviso y el teléfono dejó de funcionar.
Entonado por una copita de más, la quinta noche Sinclair se decidió a ir al bar donde se reunía siempre con sus amigos, para comentar las pavadas cotidianas. Apenas entró, los vio como siempre en la mesa del rincón que solían elegir. El gordo Hans contaba el mismo viejo chiste de siempre y todos lo festejaban como era costumbre. El hombre acercó una silla y se sentó. De inmediato se hizo un lapidario silencio, que marcaba la indeseabilidad del recién llegado. Sinclair no aguantó más:
- ¿Se puede saber qué les pasa a todos conmigo? Si hice algo que les molestó, díganmelo y se terminó, pero no me hagan esto que me vuelve loco…
Los otros se miraron entre sí entre divertidos y fastidiados. Uno de ellos hizo girar su índice sobre su sien, diagnosticando al recién llegado. El hombre volvió a pedir una explicación, luego rogó por ella y por último, cayó al suelo implorando que le explicaran por qué le hacían eso a él.
Sólo uno de ellos quiso dirigirle la palabra:
- Señor: ninguno de nosotros lo conoce, así que nada nos hizo. De hecho, ni siquiera sabemos quién es usted…
Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos y salió del local, arrastrando su humanidad hasta su casa. Parecía que cada uno de sus pies pesaba una tonelada.
Ya en su cuarto, se tiró en la cama. Sin saber cómo ni por qué, había pasado a ser un desconocido, un ausente. Ya no
existía en las agendas de sus corresponsales ni en el recuerdo de sus conocidos y menos aún en el afecto de sus amigos. Como un martilleo aparecía un pensamiento en su mente, la pregunta que otros le hacían y que él mismo se empezaba a hacer: ¿Quién eres?
¿Sabía él realmente contestar esta pregunta? Él sabía su nombre, su domicilio, el talle de su camisa, su número de documento y algunos otros datos que lo definían para los demás; pero fuera de eso: ¿Quién era, verdadera, interna y profundamente? Aquellos gustos y actitudes, aquellas inclinaciones e ideas, ¿eran suyos verdaderamente? ¿o eran como tantas otras cosas: un intento de no defraudar a otros que esperaban que él fuera el que había sido? Algo empezaba a estar claro: el ser un desconocido lo liberaba de tener que ser de una manera determinada. Fuera él como fuera, nada cambiaría en la respuesta de los demás. Por primera vez en muchos días, encontró algo que lo tranquilizó: esto lo colocaba en una situación tal, que podía actuar como se le ocurriera sin buscar ya la aprobación del mundo.
Respiró hondo y sintió el aire como si fuera nuevo, entrando en los pulmones. Se dio cuenta de la sangre que fluía por su cuerpo, percibió el latido de su corazón y se sorprendió de que por primera vez