3 × 4 = 12... 3 × 5 = 15... 3 × 6... ¡18!

Finalmente, Mortimer tomó la palabra.

—Ya que yo soy el que dio la información, creo evidente el reparto que hay que hacer: cinco para cada uno y las restantes dos para mí.

—En todo caso —dijo el que había trepado—, una para ti y otra para mí, porque si yo no hubiera subido...

—Un momento —interrumpió el tercero—, que si yo no te hubiera sostenido nunca habrías podido coger ni una sola nuez. Así que...

Como no pudieron llegar a un acuerdo, decidieron preguntarle al viejo sabio que vivía en el claro del bosque. Él los ayudaría. Lo encontraron en su cabaña y le explicaron el problema del reparto. El viejo escuchó y preguntó:

—¿Y queréis que reparta las nueces por vosotros?

—Sí —dijeron los tres.

—¿Y cómo queréis que lo haga? —preguntó el anciano—. ¿Un reparto natural o como a mí me parezca...?

—No. Como a ti te parezca no. Queremos un reparto natural, lo más natural que puedas... —dijeron los tres casi a coro.

El viejo contó las nueces y luego las fue repartiendo. Le dio al que había hecho de sostén 11 nueces. Al que había trepado le dio 4 y a Mortimer, sólo 2.

—¿Qué es esto? —preguntaron todos, descontentos por igual—. Te dijimos naturalmente, no como tú quisieras...

—Si lo hubiese hecho como yo quería, hubiese sido más equitativo. Hubiera puesto en manos de cada uno cinco nueces, hubiera abierto las restantes dos, hubiera agregado a vuestra posesión media nuez más para cada uno y me hubiera comido la última mitad en pago por mi participación, para no favorecer a ninguno de los tres. Pero vosotros me pedisteis que fuera un reparto natural. Pues bien, la naturaleza es así, a unos les da mucho; a otros, algo menos, y a algunos no les concede casi nada.

La realidad de la vida no siempre es equitativa, y es más, la mayoría de las veces es bastante injusta. Pero este concepto no debería desmoralizarnos, ni mucho menos ser utilizado como argumento para otras injusticias más «humanas». Por el contrario, debería reafirmarnos en el compromiso vital de cada persona con su entorno. El hombre, gregario por naturaleza, debe actuar, legislar y gobernar teniendo presente la negociación interna entre su pretensión y la realidad, entre sus intereses y los de otros. Esto es casi una obviedad, pero la tarea más importante es otra y mucho más difícil: consiste en la ciclópea tarea de intentar acomodar las distorsiones que plantea el desigual reparto de recursos y posibilidades que el azar distribuye entre las personas. Consiste en luchar por igual por nuestra felicidad y por la de todos.

paso 17

iguala sin competir

Con una regularidad inesperada, siento que me despierto muchas mañanas navegando con dolor en los mares del odio del mundo. Sin terminar de despertarme del todo, últimamente me inquieta comprobar que, viendo las páginas de las noticias, necesito leer el epígrafe de las fotografías para saber si pertenecen a nuestro país, a un pueblo vecino o a hermanos de países más lejanos.

Y lo peor es que, desde hace algunos años, frecuentemente compruebo con espanto que esas imágenes son de aquí. De aquí mismo. La barbarie, el daño, la crueldad o la simple injusticia de una muerte absurda han ocurrido a cinco, a diez o a cuarenta minutos de nuestra casa. La víctima es muchas veces alguien como tú o como yo, alguno de los que, con o sin conciencia, nos encontramos cautivos de un mundo cada vez más violento.

Es triste darse cuenta de que unos y otros, víctimas y victimarios, agresores y represores, opositores y oficialistas, tienen algo de razón en su discurso; y no nos sirve de consuelo reconocer que hemos llevado en nuestra voz algunas de las ideas que hoy se enarbolan para justificar lo injustificable.

Pero es más triste todavía ver que, de alguna manera, estamos todos amenazados por alguno de los fantasmas que asolan las sociedades a punto de destruirse: la resignación, el miedo y el deseo de venganza.

En este recorrido que nos hemos propuesto en dirección al desarrollo de cada persona, el próximo paso será necesariamente el de ayudar a que se dé el cambio que la sociedad necesita, y esto empieza por fuerza hermanándonos con aquellos a quienes la vida castiga hoy más duramente. Hablo, como diría Lima Quintana, de ayudar a los que quedaron rezagados. Y no se trata de encontrar la manera de que nadie tenga paz y entonces obtengamos el consuelo del mal de muchos, sino que estamos en camino y que nuestra lucha es para igualar hacia arriba y no hacia abajo.

En la consulta, un terapeuta confirma con regular asiduidad que ese intento un tanto miserable de igualar en la desgracia a los que disfrutan de un mejor pasar está muy lejos de estar reservado a la lucha de clases o a los que se sienten víctimas de grandes injusticias.

Ella, una atractiva mujer cercana a los cuarenta, se cuestionaba en su terapia la decisión de divorciarse que había tomado casi intempestivamente un año antes. Sin embargo, lo que decía no parecía la expresión del dolor de quien ha perdido o ha visto rota su pareja. A ella le irritaba hasta la exasperación el hecho de que su «ex», como ella lo llamaba, a los seis meses ya «había encontrado otra» y, según sus propias palabras, «se lo estaba pasando demasiado bien». Con este último justificante ella se ocupaba, cada día, premeditada y alevosamente, de molestarlo un poco, con sus reclamaciones, reproches o exigencias, absolutamente impertinentes.

—No puede ser que esté disfrutando de la vida «de lo más campante»... —me decía—, es injusto. Que sufra un poco, como sufro yo.

Podríamos interpretar esta conducta como un intento de llamar la atención de su antiguo marido tanto como podríamos interpretar la conducta extrema de algunos grupos de violentos en la misma línea, pero eso no evitaría, creo, la creciente sensación de intimidación y agresividad en la que vivimos los habitantes de nuestro amenazado planeta.

No es necesario poner más acento en detallar los efectos devastadores que esta inquietud, transformada en estrés crónico, tiene sobre nuestra existencia, psíquica, física y espiritualmente. Los efectos del estrés son muy conocidos en los tiempos que corren, tanto en nuestro rendimiento laboral como en nuestra vida afectiva, y los profesionales de la salud conocemos demasiado bien los mecanismos de deterioro de la calidad de vida y la amenaza a nuestro pronóstico real de años de vida.

Sabemos y hemos confirmado que la primera respuesta de nuestra sociedad, la de aumentar la respuesta represiva para volverla una amenaza frente a los actos de los violentos, no ha dado resultados satisfactorios, y aseguro que no los dará a largo plazo. La ayuda que la corrección de las leyes puede aportar es indispensable, pero no suficiente. La actitud de ignorar a los antisociales, en la supuesta esperanza de que, al verse excluidos, modifiquen su actitud, parece ingenua y peligrosa para nuestra integridad. Nos encontramos, pues, en lo que parece ser un callejón sin salida.

A veces, cuando la seriedad del pensamiento academicista no alcanza, el humor viene en nuestra ayuda. Decía el genial humorista Landrú en un epígrafe de la famosa y tristemente desaparecida revista argentina Tía Vicenta:

«Cuando esté en un callejón sin salida, no sea tonto, salga por donde entró.»

Si la idea planteada de la génesis del problema, a partir de un desvío de la transmisión cultural, tiene algo de verdad, parece obvio que el camino de la solución deberá empezar centrándose en la educación que damos a nuestros hijos.

Y como casi todas las cosas, en educación, cuanto antes, mejor.

No me refiero sólo a la educación formal de la escuela primaria, me refiero a todos los niveles educativos. Hablo de la responsabilidad de los padres, de los docentes y profesores de todos los niveles de la educación, de los empresarios, de los artistas y de los dirigentes. Hablo de trabajar juntos para atacar los condicionamientos de las pautas de éxito comparativo que condicionan nuestra conducta desde el mercado laboral, social, familiar y espiritual. Hablo de la escuela, del periodismo, de la familia, de la pareja, de la televisión y del arte. Hablo de terminar de una vez y para siempre con la idea de la «sana competencia», acomodaticia y falsa justificación de esta distorsión de nuestra sociedad. De hecho, me gustaría dejar por escrito mi posición, por cierto, comprensiblemente discutible. Para mí no existe la «sana» competencia; he aprendido que no es imprescindible y que, difícilmente, se obtenga algo saludable de tal sanidad.

En todo caso, y si debemos aceptar que existe en nosotros una tendencia innata a la comparación con otros, dejemos esos aspectos limitados al deporte. Solamente en ese campo la competencia puede transformarse en un juego liberador de comparación de habilidades y recursos. Sólo a través del deporte se podría sublimar este aspecto nefasto. Una digresión momentánea que nos permita volver a nuestro mundo cotidiano sin necesidad de demostrar que soy capaz de conducir más rápido que nadie por la avenida costanera después del estúpido triunfo que para algunos es haber bebido más que ninguno.

Los ancianos del Consejo de una antigua aldea llegaron hasta la choza de un viejo maestro. Iban a consultar al sabio sobre un problema del pueblo.

Desde hacía muchos años, y pese a todos los esfuerzos del Consejo, los habitantes habían empezado a hacerse daño. Se robaban unos a otros, se lastimaban entre sí, se odiaban y educaban a sus hijos para que el odio continuara.

—Siempre hubo algunos que se apartaban del camino —dijeron los consejeros—, pero hace unos diez años comenzó a agravarse, y desde entonces ha empeorado mes a mes.

—¿Qué pasó hace diez años? —preguntó el maestro.

—Nada significativo —respondieron los del Consejo—. Por lo menos nada malo. Hace diez años terminamos de construir entre todos el puente sobre el río. Pero eso sólo trajo bienestar y progreso al pueblo.

—No hay nada de malo en el bienestar —dijo el sabio—, pero sí lo hay en comparar mi bienestar con el del vecino. No hay nada de malo en el progreso, pero sí en querer ser el que más ha progresado. No hay nada de malo en las cosas buenas para todos, pero sí en competir por ellas. La solución es un cambio de sílaba...

—¿Cambio de sílaba? —preguntaron los del Consejo.

—Debéis enseñar a cada uno de los habitantes del pueblo que si a la palabra competir le cambian la sílaba central PE por la más que significativa sílaba PAR, se crea una nueva palabra: com-PAR-tir... Cuando todos hayan aprendido el significado de compartir, la competencia no tendrá sentido y, sin ella, el odio y el deseo de dañar a otros quedará sepultado para siempre.

Tú ya sabes que, equivocado o no, yo reniego de los méritos que se le atribuyen a la competencia salvaje por ser el mejor, y que incluso en el área deportiva me fastidian las consecuencias de las pasiones fanáticas que algunas veces consiguen trasladar la noticia de un partido de fútbol, de las páginas deportivas, a las crónicas policiales. Sin embargo, puedo reconocer que es imposible convivir en nuestra sociedad desconociendo que cierto grado de competitividad es inherente al entorno profesional, social y familiar.

La lingüística nos ayuda a salvar tal incongruencia cuando nos permite diferenciar el significado de la competencia en el sentido de la rivalidad y de la batalla entre varios por ser los mejores, y la competencia en el sentido de volverse competente en lo que cada uno hace.

En este último sentido podemos hablar de sana competencia. El deseo que, en última instancia, nos llevará, si necesitamos poner un punto de referencia, a ocuparnos, en el mejor de los casos, de mejorar el promedio.

Y, de hecho, en un sentido pragmático, la mayor parte de las veces el éxito en los resultados no nos pide ser los mejores, sino actuar más adecuadamente, más eficazmente o más sabiamente que la mayoría.

Para recorrer este camino de crecimiento (sin rivalidades, sin enfrentamientos, sin la idea del gana/pierde) no es necesario vivir controlando lo que otros hacen o pueden hacer. Para esto siempre, repito, siempre son necesarios el trabajo, la disciplina y el esmero que se mide por el tiempo que dediquemos a mejorar nuestro potencial; la medida en que nos ocupamos de crecer, explorar, intuir, practicar y, a partir de ello, aprender a aprender, como dicen los maestros de Oriente.

Déjame que te cuente una graciosa historia que nos obliga a reflexionar sobre nuestro tercer paso de esta segunda etapa.

Dicen que una vez, en algún lugar de África, un explorador fue capturado por un grupo de soldados mercenarios que, después de desarmarlo, decidieron llevarlo ante el comandante para que éste decidiera su suerte. El extranjero había intentado resistirse, pero el jefe del grupo le había advertido que los acompañara sin forcejeos o le matarían allí mismo.

Rodeado de diez hombres armados, fue forzado a caminar hacia el campamento a través de un extenso llano que empezaba donde desaparecía la selva. Uno de los hombres caminaba unos veinte metros delante del resto señalando el camino.

De pronto, el guía gira sobre sus pasos y corre hacia la selva.

—¡Huyamos! —les grita—. ¡Un leopardo nos ha olido y viene hacia aquí!

La mayoría de los soldados, que conocen la velocidad y agilidad del leopardo, tiran lo que llevan en la mano y empiezan a correr. El explorador, ya sin el control ni amenaza de sus captores, se sienta en el suelo, saca de su mochila un par de zapatillas y empieza a sacarse las botas para cambiarse de calzado. El jefe de los soldados lo mira mientras empieza a escapar y le grita:

—¡Qué idiota eres! Pierdes unos segundos de oro. El leopardo corre a doscientos kilómetros por hora. ¿Qué importancia tiene si corres con zapatillas o con botas?

El explorador acabó de calzarse las zapatillas y empezó a correr mientras le gritaba al mercenario:

—Yo no necesito correr más rápido que el leopardo. Para salvarme de sus dientes, lo único que necesito es correr más rápido que algunos de vosotros... y para eso necesito ponerme las zapatillas.

El paso que propongo consiste en ser capaces de aumentar nuestra idoneidad y volvernos más y más competentes pero menos competitivos. No hemos de confundir el saludable hecho de intentar ser la mejor persona que podemos ser con la gozosa vanidad de acariciarse el ego por haberlos derrotado a todos.

paso 18

no temas al fracaso

Aprender a negociar es, como dijimos, aprender a renunciar a un pedacito de lo que deseamos. Para muchos de nosotros esto es equivalente a un fracaso y, para casi todos, esta palabra equivale a una gran catástrofe personal. Tanto, que solemos enfadarnos, maltratarnos y agredirnos cada vez que algo no sale como queríamos, como si no tuviéramos en cuenta que la frustración es el comienzo del aprendizaje.

El desarrollo personal, que como venimos diciendo es el logro más importante de nuestra vida, representa a la vez meta y desafío, y es condición para la propia realización, así como estación forzosa para descubrir nuestra capacidad de ayudar a otros.

Pero a este crecimiento interno, tal como lo concibo, no se puede acceder más que a través de la experiencia cotidiana de vivir y de equivocarse. Aprender es la cosecha de recrear lo vivido, mucho más que un mero ejercicio intelectual.

De hecho, desde lo pedagógico, sólo se puede aprender desde el error. Si haces algo bien desde la primera vez, puede ser que halagues tu vanidad, pero no aprendes nada. Ya lo sabías. Si está en juego tu vanidosa lucha por el éxito, tus alegrías provendrán solamente del logro de lo perfecto. Si lo más importante está en el aprendizaje, y con él el crecimiento, entonces equivocarse será una parte esencial y deseable del proceso.

Aunque nos equivoquemos, es constructivo haber hecho lo hecho. Al menos alguna cosa habremos aprendido de ese fallo. Tal vez aprendimos que ésa no era la manera; tal vez que ése no era el momento; tal vez que ésa no era la persona o quizá, ¿quién sabe?..., que hacer eso no era tan sencillo.

Mis primeros años en la profesión fueron duros y llenos de todo tipo de necesidades, como para la mayoría de mis compañeros de promoción. Los más cautos supieron esperar su momento, los más inteligentes encontraron más rápidamente su rumbo, los más afortunados se cruzaron con una oportunidad que los llevó a su desarrollo definitivo. La mayoría buscamos durante años la probabilidad de insertarnos holgadamente en nuestro futuro. Yo, que hacía cuarenta y ocho horas de guardia psiquiátrica en una clínica privada y asistía al servicio de psicopatología del hospital Pirovano, sacaba tiempo para algunas actividades adicionales. En paralelo a mi profesión de médico, fui mozo de almacén, taxista, vendedor de libros, agente de seguros y protagonista de alguna que otra pequeña aventura económica (como fabricar bolsos deportivos o comprar coches de ocasión para revenderlos).

Un día conocí en la clínica a un hombre que venía a entregar un material desechable que se necesitaba en la enfermería. Mientras tomábamos un café a la espera de la secretaria administrativa que le daría su cheque, me habló de un proyecto en el que estaba embarcado. Estaba estableciendo contactos con una empresa alemana para la importación de unas cánulas de perfusión, que eran una gran novedad. Dado que no había abastecimiento en el país, el negocio podía ser muy próspero con poca inversión si uno tenía, como él, todos los contactos. De hecho, estaba a la espera de una nota del exterior nombrándolo representante para Argentina y Latinoamérica.

Mientras hablaba, yo me preguntaba qué posibilidades habría de que me permitiera participar, aunque fuera minoritariamente, de la importación. Me pareció una buena idea invitarlo a mi casa a cenar y hablar un poco del negocio con tranquilidad.

Ese viernes nos reunimos sobre las ocho para comer unos tallarines que mi esposa había cocinado. En los postres, mientras el invitado me daba los detalles, Perla me llamó a la cocina para que la ayudara a llevar el café y unos trozos de pastel.

—No hagas negocios con ese tipo —me dijo al pasar.

—¿Por qué? —pregunté—. ¿Qué ha pasado?

—Nada —me dijo—, pero no me gusta.

—¿Qué le has visto? —indagué—. A mí me parece un tipo fantástico.

—No le he visto nada... pero no sé..., no me gusta —insistió, arrugando el ceño como quien huele a podrido.

—No, mi amor —me quejé—. Dame una razón.

—No sé —insistió... Y después de una pausa me dijo—: No me gusta su corbata.

Yo le dije que era ridículo descartar una oportunidad de ganar dinero sólo porque a ella no le gustaba la corbata de quien podía ser nuestro socio.

No vale la pena ahondar en detalles. Finalmente, Perla aceptó lo ilógico de su sospecha y nos metimos en el negocio con una gran parte de nuestros pocos ahorros.

Ya te imaginas el final. La importación, si era cierta, nunca llegó y el señor desapareció del mapa llevándose todo lo que algunos habíamos aportado, dejando tras de sí un montón de papeles inútiles que quedaron como recuerdo de una pequeña y costosa estupidez.

No quiero hablar aquí de mi poco tino, ni de mi poca habilidad para los negocios que acepto y reconozco desde entonces, sino de la importancia de un factor que solemos despreciar: la intuición. A todos nos pasa que, a punto de hacer algo, sentimos que se nos enciende una luz roja o tenemos un inquietante temblor inexplicable. He aprendido que la intuición funciona como la suma de lo que percibimos sin poder expresar en palabras. Vemos sin saber cómo ni por qué algo que nuestra razón no comprende.

En lo personal, yo aprendí con los años que esta capacidad, la intuitiva, no puede ni debe reemplazar a nuestro intelecto ni a nuestra experiencia, pero puede sernos de gran ayuda. El pequeño episodio relatado me ha servido de mucho. Nunca cierro un trato con nadie sin invitarlo a comer a mi casa. Al formalizar la invitación, siempre aclaro que es imprescindible venir con corbata...

Nuestro temor a equivocarnos es el resultado de nuestra educación. Desde la niñez nos han dicho que debemos intentar no cometer errores. Y ésta es una de las enseñanzas más importantes en todas las sociedades del mundo, la más condicionante de las pautas de nuestra cultura y el más dañino de todos los mandatos.

Hoy es casi tarde, pero si hubieras venido a verme cuando tenías cinco años, hubiera sido fácil transformarte en un superdotado. Hubiera bastado con establecer un sistema de premios, donde se te recompensara por cada error que fueras capaz de inventar y cometer.

Como es evidente que sólo se aprende de los errores, te volverías en poco tiempo un niño genial. Es cierto que yo no me hubiera atrevido, pero de todas maneras, no perdimos nada porque tus padres tampoco te hubieran permitido seguir en ese sistema educativo.

Nuestra cultura se distancia mucho de este camino, aunque sostenga que persigue ese fin. Sobrecargamos a los niños con más y más exigencias de acertar y, por eso, lógicamente los condicionamos para creer que necesitan siempre a alguien, más poderoso o más autorizado, que les diga qué es lo adecuado y lo inadecuado de sus creencias. Queremos padres que nos enseñen qué está bien, para protegernos de todo mal; queremos leyes duras que decidan qué debemos hacer y quiénes deberíamos ser, y que castiguen con crueldad a los que no estén de acuerdo; queremos gobernantes celadores que nos carguen de mandatos, razones y amenazas, para que la sociedad no cometa más errores y no tengamos más sorpresas ni sobresaltos. De alguna manera, actuamos como si no quisiéramos crecer; como si nos gustara seguir siendo niños, deseando que algún otro se ocupe de todo; alguien que, desde arriba, en el sentido político, geográfico o divino, nos obligue a todos a hacer «lo correcto» y nos proteja de la soledad, del abandono, del dolor y del desprecio de los que no nos permiten equivocarnos. De muchas formas, estamos entrenados para evitar el error, y sólo haciéndolo y esperando lo mismo de los demás nos sentimos seguros.

Te propongo una vez más que nos riamos juntos de ti y de mí, de todas las veces que actuamos como el protagonista de esta historia.

Un hombre invita a una amiga a ver una película de aventuras. En la puerta del cine le cuenta que él ya la ha visto y que le gustó tanto que ha decidido volver.

A media película, él le dice:

—Qué te apuestas a que cuando llegue al piso, no entra.

—Pero si ya has visto la película... —lo increpa la joven.

—Sí. Qué te apuestas a que no entra en el piso...

La chica no contesta, pero en la película el protagonista entra en su piso y es golpeado salvajemente por los que lo estaban esperando.

El hombre mira a la mujer, que lo contempla sobresaltada y le explica:

—Es que pensé que después de la paliza que le dieron ayer hoy no iba a entrar...

paso 19

vuelve a empezar

Si en el capítulo anterior intentamos rescatar el valor de equivocarse, como parte del proceso de aprender del error, en éste intentaremos jerarquizar la perseverancia y el coraje de aquellos que se animan a volver a empezar. Después de todo, de eso se trata el mecanismo profundo de llegar al lugar deseado, por materialista, mundano, importante o celestial que sea ese lugar.

En el camino de nuestra vida, una y cien veces llegamos a puntos muertos, lugares sin retorno, situaciones a las cuales nos ha conducido un error tan importante que ni siquiera tiene corrección. En esos momentos cabe recordar este paso. La decisión de volver a empezar.

Hace miles de años, Heráclito lo dijo en una sola frase que representa la inapelable verdad de lo obvio: «Nadie se baña dos veces en el mismo río».

Comenzar «de nuevo» y no otra vez, rescatando de nuestro recorrido anterior el registro de lo aprendido al equivocarnos, para intentar encontrar los nuevos errores de este nuevo trayecto.

Este paso se llama «Vuelve a empezar», pero no en el sentido de hacer lo mismo otra vez, sino en el sentido del retorno, del retroceso, de caminar hacia atrás hasta el lugar donde erré el rumbo o al lugar desde el cual no hay camino.

Volver a un lugar en el que ya estuve, sabiendo que la situación ya no será la misma y el espacio será diferente.

Volver con la conciencia de que, aunque todo haya cambiado, yo seré el mismo y, paradójicamente, con la certeza de que en realidad ni siquiera yo seré exactamente el que era...

Hace diez años tuve el privilegio de asistir al congreso de «Comunicación y cambio» que se convocó en Roma. Era la segunda vez que yo pisaba Europa y mi fantasía era, después de finalizado el congreso, aprovechar para conocer Taormina.

Nada que pueda ser dicho en palabras puede describir esa bellísima ciudad de Sicilia.

Los paisajes, la gente, la ciudadela amurallada en lo alto, con calles tan estrechas que no permiten la entrada de automóviles, la vista del Mediterráneo y, por supuesto, el Etna; el volcán que, humeando constantemente, recuerda que está dormido, pero vivo.

Después de caminar un día por la ciudad, uno comprende algunas palabras del genial Luigi Pirandello y de la novela Te acordarás de Taormina de Silvina Bullrich.*

Recordaré por muchos motivos este viaje, pero sobre todo por una pequeña conversación que mantuve con Giovanni.

Este siciliano era un atlético hombre de unos treinta y ocho años que atendía un pequeño bar en Nicolosi, el pueblo que está enclavado en la ladera este del volcán. El Etna tiene dos laderas, una empinada y otra llana: la primera por donde el volcán derrama lava cuando entra en erupción y la otra más segura donde la lava nunca llega. Nicolosi, el pueblo de Giovanni, no está en la ladera segura, está levantado a ocho kilómetros bajo el cráter, en la ladera peligrosa del Etna.

El pueblo tiene calles de lava y fue reconstruido siete veces, una después de cada erupción del Etna, siempre en el mismo lugar.

—¿Por qué reconstruyen este pueblo aquí, una y otra vez?

—pregunté adivinando la respuesta.

—Mire... mire —me dijo Giovanni, apuntando su huesudo dedo al Mediterráneo—, mire el mar y la playa, y mire la montaña, y la ciudad... Éste es el más bello lugar del mundo... Mi abuelo siempre lo decía.

—Pero el volcán... —le dije— está activo... Puede volver a entrar en erupción en cualquier momento.

—Mire, signore, el Etna no es caprichoso ni traicionero, el volcán siempre nos avisa; jamás estalla de un día para otro. —Y como si fuera obvio, siguió—: Cuando está por «lanzar», nos vamos.

—Pero ¿y las cosas?: los muebles, el televisor, la nevera, la ropa... —protesté—, no pueden llevárselo todo...

Giovanni me miró, respiró profundamente apelando a la paciencia que los sabios tienen con los ilustrados y me dijo:

—¡Qué importancia tienen esas cosas, signore!... Si nosotros seguimos con vida... todo lo demás se puede volver a hacer.

A finales de 2005, las fotografías de todos los diarios mostraban las espantosas imágenes de la lava barriendo una vez más Nicolosi.

No había víctimas, el pueblo había sido evacuado antes de que la erupción destruyera cada pared, cada árbol, cada balcón y cada flor.

Nunca más hablé con Giovanni, pero cerrando los ojos puedo adivinar que, pasado el peligro, Giovanni trepó la ladera con sus vecinos y, en pocas semanas, volvieron a reconstruir el pueblo, para empezar su historia, por octava vez.

Este paso debe servir para recordar que, por difícil que parezca, por dura que haya sido la experiencia, por costoso que haya resultado el error, es siempre posible volver a empezar.

Me contaron esta historia... Dicen que sucedió así.

La profesora entró en clase; esa tarde, con una sonrisa muy particular. Con sus idas y venidas, tenía con sus alumnos adolescentes una relación que entre todos habían logrado que fuese agradable. Los primeros meses habían sido duros y varios factores podrían haber hecho que no tuviera arreglo. Trabajar con adolescentes nunca era fácil. Menos aún con esos jóvenes que ya tenían antecedentes de haber conseguido que las dos profesoras de instrucción cívica anteriores a ella pidieran una baja transitoria. Menos aún cuando la suya era la última hora de clase del lunes, momento en el que todos los alumnos deseaban una sola cosa: ¡irse a casa!

Por eso, cuando les dijo que ése era un día muy especial para ella, no mentía.

—Hoy no vamos a hablar de leyes, ni de instituciones políticas. Hoy vamos a empezar un experimento, si me ayudáis.

Los jóvenes habían aprendido a querer y respetar a esa joven docente principiante, que se hizo cargo del curso admitiendo desde su primer día que estaba muerta de miedo.

—He traído estas cintas azules... Son simples trozos de cinta de raso, pero nosotros vamos a decidir que cada una lleva un mensaje oculto, algo que yo tengo para decirle hoy a cada uno.

Y dándole la espalda a la clase, escribió con tiza en la pizarra:

El mensaje es...

Eres importante para mí

Luego los miró a todos y siguió:

—Voy a pediros que salgáis a la pizarra y me dejéis que os ponga una cinta en el pecho a cada uno... Porque cada uno de vosotros ha sido, durante todo este año, y sigue siendo ahora, importante para mí.

Entre sorprendidos y divertidos, los jóvenes se miraron y el primero de la fila de la izquierda se puso en pie y pasó. La profesora le colocó una cinta sujetándola con un imperdible, y después de darle un beso en la mejilla, hizo un gesto para que pasara otro de sus alumnos.

Así toda la clase quedó galardonada con las cintas azules.

Todos se sentían emocionados y agradecidos.

—Gracias a todos por este año de trabajo... —siguió la profesora—. Pero ahora vamos a practicar el experimento. Voy a dar a cada uno tres cintas azules para que os las llevéis. Quiero pediros que, cuando lleguéis a casa, os sentéis un momento a pensar quién, entre vuestras relaciones, es una persona importante para vosotros. Puede ser un amigo, una pareja, un familiar o cualquier persona, con la condición de que no sea de esta escuela. Cuando decidáis quién es esa persona, quiero que os sentéis durante unos minutos frente a ella y le coloquéis una de las tres cintas en el pecho, como yo he hecho con vosotros. Animaos a decirle con sinceridad y sin tapujos por qué es importante su presencia en vuestra vida. Después contadle el experimento y entregadle las otras dos cintas para que continúe con la experiencia...

Casi todos los alumnos salieron de clase muy emocionados. Casi todos pensaban en la continuidad de la tarea. Casi todos sintiendo que una de las personas a las cuales le hubieran dado su cinta era la profesora misma, si ella no hubiera excluido de la elección a la gente de la escuela.

Hacía tres años que Juan Manuel vivía en la ciudad y todas las personas que habían sido importantes en su vida se habían quedado en su pueblo natal. De hecho, sus únicos amigos eran sus compañeros de la escuela. Aparte de ellos, casi no tenía trato con nadie. Sus vecinos de habitación, como el resto de los que vivían en la pequeña pensión de las afueras, eran inmigrantes y apenas hablaban el idioma.

Al joven no le dolía tanto la conciencia de su soledad como la impresión de que, por su culpa, podía fracasar el experimento que la profesora les había propuesto.

Por la noche, mientras las luces de la calle le lastimaban los ojos metiéndose por las rendijas de las ventanas, Juan Manuel pensaba. Pocas horas después sonaría el despertador y él se levantaría para prepararse y salir justo a tiempo para coger el tren, el mismo que cada mañana lo llevaba hasta la estación central.

Y entonces se dio cuenta. Cada mañana, en la estación, el estudiante se encontraba en el andén con un joven ejecutivo que viajaba a la misma hora y bajaba una estación antes que él. Nunca habían tenido una conversación, pero habían aprendido a reconocerse y en los últimos meses la sonrisa mutua se había transformado en un «Hola, qué tal» o en un gesto cómplice que compartían, todos los días, semana tras semana, a la misma hora.

Juan Manuel se dio cuenta de que ese joven del que ni siquiera sabía el nombre era la primera persona con quien hablaba cada mañana. Se dio cuenta de qué diferentes serían sus mañanas si no se lo cruzara nunca más. Se dio cuenta de que, sólo por ese «Hola» o «Buenos días», ese encuentro era importante para él.

Por la mañana, muy temprano, fue a la estación a esperar a su compañero de viaje para entregarle su cinta azul y cederle la responsabilidad de continuar el experimento con las otras dos.

Esa mañana, a causa de la larga charla con el muchacho de la estación, el joven ejecutivo llegó tarde al trabajo. Y cuando su jefe, el señor García, lo regañó, quizá con demasiada dureza, se dio cuenta de que ese hombre temperamental, duro, obsesivo y gritón era importante para él. Había aprendido tanto del señor García... y nunca se lo había hecho saber. La cinta azul era una buena excusa.

El señor García no era lo que se dice un hombre sensible; sin embargo, después de una breve resistencia no pudo evitar agradecerle a su empleado que lo eligiera para darle su cinta.

—Ahora ha de terminar este trabajo, jefe —le dijo finalmente mientras le daba una cinta igual a la que había dejado en su pecho—. Tiene que elegir a una persona que sea importante para usted y darle esta cinta...

El joven ejecutivo se despidió hasta el día siguiente y el empresario no tuvo duda de a quién le pertenecía esa cinta. ¿Cuánto hacía que no le decía a su hijo Santiago cuánto lo quería, lo importante que era para él?

A diferencia de la mayoría de las noches, esta vez salió de la oficina a las siete y media, y condujo por la autopista embotellada hacia su casa.

Una hora después, al llegar, su esposa no podía creer tenerlo en la casa tan temprano.

—¿Te encuentras bien, querido? —preguntó preocupada.

—Sí —dijo el hombre—. ¿Dónde está Santiago?

—En su cuarto, como siempre... ¿Pasa algo?

Sin contestar, subió las escaleras hasta el piso superior y golpeó la puerta de la habitación de su hijo.

—¿Quién es? —preguntó el muchacho desde dentro.

—Soy yo..., papá. ¿Puedes abrirme?

—¿Qué he hecho ahora? —dijo Santiago mientras abría la puerta y se volvía a sentar frente a la ventana, sin quedarse a esperar la respuesta.

—Nada, hijo... No has hecho nada. Nada malo.

Entonces le contó lo del encuentro con su empleado, le explicó la experiencia de la profesora de la escuela, y luego le puso la cinta en el pecho mientras le decía:

—Quiero que sepas que eres muy importante para mí.

Santiago se quedó paralizado, mirando al empresario a los ojos. Ni siquiera pudo contestar al abrazo que su padre le dio con inusual efusividad.

Y entonces se puso a llorar y empezó a decir:

—Perdóname, papá... Perdóname.

—No me pidas perdón, hijo. Soy yo el que debería pedirte que me disculpases mi ausencia de todos estos años.

—Es que yo no lo sabía, papá. Perdóname.

—¿De qué me hablas, hijo? ¿Qué sucede?

El joven abrió el pequeño cajón de su mesita de noche y sacó de allí un frasco de pastillas. Hablaba entrecortado, sin poder parar de llorar.

—Son barbitúricos, papá... Pensaba tomarlos y terminar con mi vida esta noche, porque creía que no le importaba a nadie.

El señor García sacó de su bolsillo un pañuelo, secó con él las lágrimas de su hijo y luego lo puso sobre la nariz del muchacho.

—Sopla —dijo el señor García.

Y ambos rieron juntos como hacía tiempo. De alguna manera, nada sería lo mismo entre ellos. Todo empezaba otra vez, pero esta vez posiblemente para llegar a un lugar mejor.

paso 20

no dudes del resultado final

Déjame imaginar que has leído cada uno de estos pasos y que has querido aceptar esta propuesta que te he hecho desde aquí de caminar hacia una mayor realización personal. Permíteme entonces que piense que te has ocupado de conocerte cada día un poco más, que has conquistado el espacio de su autonomía y que, después de entregarte al mejor amor del que seas capaz, has conseguido reírte de tus defectos. Como te permites escuchar activamente, aprendes con humildad, empiezas a ser más cordial y organizas tu tiempo respetando el ajeno; ahora que sabes cómo ofrecer de una forma más atractiva lo que eres y lo que haces, puedes elegir con más acierto a aquellos de quienes te rodeas.

Déjame que suponga que con este libro has podido ratificar o rectificar algunas cosas que sabías y que has actualizado, has puesto tu creatividad al servicio de tu mejor posesión, que eres tú mismo, y te has dado cuenta de que el mejor sentido de lo equitativo es intentar igualar hacia arriba, aprovechando cada día de tu vida. Por eso trabajas para terminar con tus adicciones condicionantes y tu apego a las cosas y a las personas, corres riesgos evaluados y negocias sólo cuando es necesario, sin ceder en lo que no quieres y sacándole partido al fracaso.

Finalmente no temes volver a empezar, como dice Alejandro Lerner en su canción, o como lo sugiere Hamlet Lima Quintana en su poema «Sin fin»:

[...] Que cada uno cumpla con su propio destino,

elija su rumbo, reconozca sus pozos, riegue sus plantas,

y si cae en la cuenta de que ha errado el camino,

que desande lo andado y reconstruya la casa.

Ahora, después de haber andado y desandado, después de haber asistido a algunas catástrofes y derrumbes producto de algunos errores en el camino, después de decidirnos por la reconstrucción de la casa, nos queda solamente un paso para dar juntos, el último, el fundamental, quizás el más decisivo de esta propuesta.

Podríamos llamarlo de muchas maneras; yo prefiero enunciarlo como aprender a confiar en el resultado final.

Es indudable que aprender a confiar en nuestras habilidades, dones y posibilidades es un recurso de gran ayuda en el logro de cualquier tipo de objetivos.

No hablemos ya de no creernos el menosprecio de otros, como hemos dicho al principio del libro, sino también, y sobre todo, de intentar rodearnos de mensajes de confianza del exterior, fortalecidos y motivados por la propia y renovada apuesta por nosotros mismos.

Quizá sea cierto que no todos pueden conseguir algún logro específico que se nos ocurra, pero a la vez es cierto que cualquiera puede lograr todo lo que pretende, si abandona la urgencia, si persevera actuando congruentemente con el propio deseo, siempre y cuando el deseo sea auténticamente propio y no una necesidad de otros «plantada» en nuestro corazón.

Se suele decir que nuestras frustraciones suelen ser achacables a nuestra impaciencia más que a la falta de posibilidades concretas, y quizá sea cierto.

Cuando se le pregunta al Dalai Lama qué va a pasar con la parte de territorio tibetano que está bajo dominio extranjero, el gran maestro contesta: «Ellos saben que están haciendo algo que no es correcto. Tarde o temprano se darán cuenta de que esa tierra no es propia y la devolverán a su pueblo. Sabemos que eso puede tardar mil años, pero no tenemos prisa. Nos tranquiliza saber que ha de suceder...».

Sin embargo, somos occidentales y no podemos esperar siglos para que las cosas sucedan. Necesitamos intervenir, empujar, torcer, acomodar. Hemos de sentir que somos nosotros los ejecutores de la voluntad del cosmos, o por lo menos creer que, en parte, lo hemos sido. Y no me parece mal. Cada cosa que sucede en el mundo, para bien o para mal, contiene un porcentaje de aportación por nuestra parte. Una participación en ocasiones fundamental y en otras nimia, pero siempre presente. Cómo ignorar nuestra influencia en los sucesos que rodean a todas aquellas cosas que deseamos y pretendemos, con las cuales interactuamos siempre de forma directa o indirecta. Aceptar que cada hecho nos involucra es aprender a sumar en lo personal, lo familiar y lo social, el sueño con la actitud, el deseo con el proyecto, la necesidad con la acción, el merecimiento con el trabajo, la paciencia con la decisión de no perder nunca el rumbo, la perseverancia con la creatividad.

¿Te acuerdas de la historia del postulante número 94 que te conté en el capítulo 9? Aquí va un poco más de lo mismo...

El legendario Bob Hope contaba que, desde niño, su sueño siempre fue el cine. Ser un humorista reconocido y aplaudido en clubes de tercera categoría era importante, pero él soñaba cada semana con la «pantalla de plata».

Un día, alguien que confiaba mucho en él le consiguió un papelito en una película de la Warner Bros. Eran apenas dos frases en una aparición de 52 segundos de los cuales la mitad estaba de espaldas, pero para Bob era el cumplimiento de su más ambiciosa fantasía. Hacerlo le encantó. ¿Cómo conseguir que lo volvieran a llamar?

Hope esperó durante semanas el milagro de un nuevo contrato, pero no llegó. El cine era espectacular pero tenía que hacer algo para ganarse la vida; no podía quedarse esperando que su oportunidad llamara a su puerta; así que aceptó un trabajo como humorista de gira en centenares de bares a lo largo y ancho de Estados Unidos.

Tenía que conseguir que alguno de los directores de casting se fijara en sus virtudes, pero ¿cómo? De pronto tuvo una idea. En cada ciudad en la que trabajara se acercaría al correo local y mandaría dos o tres cartas a la Warner. En todas diría más o menos: «He visto la película “tal” y me ha encantado. ¿Quién es ese joven que aparece al final del filme? Tiene pasta de buen actor. Mis amigos y yo quisiéramos verlo pronto en alguna nueva película». Y luego firmaría con un nombre cualquiera. Semana tras semana, el actor repitió la rutina en cada presentación.

Dice Hope que ese plan significaba gastarse en sellos gran parte de lo que ganaba en sus actuaciones; pero él se decía que no era gasto, era inversión.

Su esfuerzo y su idea tuvieron su recompensa. A los tres meses, cuando llevaba ya más de cuarenta ciudades y más de cien cartas, la Warner lo mandó llamar para ofrecerle un papel en su siguiente película.

El día de la firma del contrato, Hope deslizó un comentario para evaluar el efecto de su estrategia: «¿Qué les hizo pensar en mí?». Uno de los hermanos Warner le contestó: «Cualquiera que viaje tanto y gaste tanto dinero en inventar nombres y mandar cartas merece una oportunidad».

Han pasado veinte años desde que mis apuntes escritos para mí mismo y para mis pacientes se transformaron por primera vez en Cartas para Claudia,* y con ello en mi primer libro. Desde entonces ha sido editado veintiocho veces y ha circulado en el mundo de habla hispana de norte a sur.

A veces me preguntan: «¿Cuál de todos sus libros es el que más le gusta?».

Y yo contesto (y es verdad) que todos me gustan, pero que hay dos que prefiero siempre, como creo que le sucederá a casi todos los autores: el primero y el último. Y es que aquella emoción de recibir en mi casa junto a mi familia aquella primera edición de Cartas para Claudia no se puede olvidar. Setecientos cincuenta ejemplares de hojas escritas en una vieja Olivetti, fotocopiadas en la imprenta de la esquina y pegadas espantosa y descuidadamente antes de ser pegadas dentro de aquella cubierta de cartulina rosa rabioso con desteñidas letras negras.

No había decidido yo editarlo tan precariamente...

Antes había intentado ofrecer mi libro a las tres editoriales que imprimían y vendían en Buenos Aires los libros relacionados con la psicología y con la conducta.

En cada una había dejado una copia del texto completo, escrito y pegado con grapas de metal.

La reacción de cada una fue diferente. La primera ni siquiera quiso recibirlo, la segunda lo recibió y aceptó que yo hablara con el editor en jefe, que me miró y me dijo en actitud muy porteña:

—Mirá, pibe —en aquel entonces yo tenía treinta y dos años—, hay dos cosas que en Argentina no se venden: libros de psicología y libros de poesía. Si querés vender un libro alguna vez, escribí sobre otra cosa.

Muchos años después me enteré de que él, pobre, escribía poesía...

El tercero, el más especial, se rió mucho y mientras me devolvía el texto me preguntó si «sinceramente yo pensaba que esto le podía interesar a alguien».

—No lo sé —le contesté, y le expliqué que me había decidido a intentarlo empujado justamente por mis pacientes, que creían que no sólo les había servido a ellos, sino que lo habían compartido y que...

El hombre se rió un poco más y me habló muy divertido sobre los centenares de proyectos de libros que le llegaban. Cada día venían una docena o más de aspirantes a ser publicados, siempre traían en sus manos el original de un libro que creían poco menos que imprescindible para la humanidad, porque sus familiares y amigos, que lo habían leído, los habían convencido de su genialidad y los habían conminado a que...

Sentí que era inútil explicarle que no me sentía incluido en ese grupo, de hecho, yo también dudaba de que a alguien más le pudiera interesar lo que alguna vez había escrito para mis pacientes.

Aprendí mucho en esas entrevistas. Aprendí que no todo el mundo tiene tiempo y deseo de saber lo que uno hace y cómo lo hace; aprendí que las propias frustraciones deterioran la capacidad de análisis de las cosas de los demás; aprendí que los prejuicios de los poderosos pueden impedir el despertar de otros, y aprendí, finalmente, a calmar mis ansiedades y darle a las cosas el tiempo que necesitan...

Muchas cosas han pasado en mi vida personal y profesional desde entonces. Mucha trascendencia, mucho reconocimiento, mucha realización en lo laboral, muchos cambios en mi forma de ver y de intervenir terapéuticamente, demasiados cambios y todos muy halagadores. Cambios que a su vez han ido interactuando con eficiencia a lo largo del tiempo, con mis propias convicciones y con la confianza que otros muchos depositaron en mí, para ayudarme a ser, en suma, lo que hoy soy.

Te dejo este último cuento...

Hace algunos años, mientras paseaba por una de las playas de ensueño de las islas Baleares, me detuve a charlar con un viejo pescador que estiraba sus redes a lo largo de la costa. Fue él quien me contó esta historia, diciendo que había sucedido allí mismo en una de esas islas.

Hubo un tiempo en que los barcos que recorrían el Mediterráneo, ida y vuelta desde Cádiz hasta Estambul, se detenían en los puertos de las islas. Allí, mientras los cargueros descargaban sus mercaderías y se aprovisionaban de todo lo necesario para seguir su viaje, los marineros repetían el mismo ritual.

Recibían su paga y corrían a la taberna para gastarse hasta el último centavo en vino y mujeres. Y cuando el dinero se acababa, dos o tres días después, los marineros volvían al barco, saturados de alcohol y borrachos de sexo o al revés, para dormir hasta que el carguero volviera a hacerse a la mar.

El pescador me contó que un día, dos marineros cruzaban el viejo puente de madera construido sobre el río, camino a la taberna. Su barco había entrado en el puerto muy temprano esa mañana y la mayoría de sus compañeros se habían adelantado, colgándose, literalmente, de los camiones de transporte para ser llevados al pueblo.

De pronto, el más joven de los dos amigos se quedó mirando por encima de la barandilla, hacia la costa del río.

—¿Qué haces? Vamos...

—Ven aquí —dijo el otro—. Mira... ¿No es hermosa?

El otro miró hacia abajo y vio a una campesina que lavaba la ropa a orillas del río. Pensó que no se refería a ella, jamás usaría la palabra hermosa para describirla, sobre todo porque, dada su edad, su costumbre y su intención, cualquier mujer que aparentara tener más de veinticinco años era una vieja.

—¿De quién hablas?

—De esa mujer... La que lava la ropa. ¿No la ves?

—Sí la veo. Pero no entiendo qué le ves de hermosa. Mira, en la taberna nos esperan decenas de mujeres mucho más jóvenes, mucho más guapas, y, con toda seguridad, con mucho más deseo de complacernos que ella. Vamos, date prisa...

—No —dijo el más joven—, tengo que hablar con ella... Sigue tú, te veré en la taberna...

Dicho eso, empezó a caminar hacia abajo, por el sendero que llevaba al río.

—No tardes demasiado... —le gritó el otro saludándolo desde lejos, y siguió su camino hacia el pueblo, sonriendo, mientras movía su cabeza de un lado a otro negando con el gesto lo que había pasado.

El marinero se acercó hasta la orilla y, en silencio, se sentó en el césped, unos pocos metros por detrás de la joven, sin atreverse a hablarle.

La muchacha siguió durante más de media hora con su trabajo y luego se puso de pie, seguramente para volver a su casa cargando la cesta de la ropa ya limpia.

—¿Me permites que te ayude? —dijo el joven, insinuando el gesto de llevarle la cesta.

—¿Por qué? —preguntó ella.

—Porque quiero —contestó él.

—¿Por qué? —repitió ella.

—Porque quiero caminar un rato a tu lado —dijo él con sinceridad.

—Tú no eres de aquí. Vivimos en un pueblo muy pequeño y aquí no se supone que una mujer soltera pueda caminar acompañada por un extraño.

—Entonces... déjame llevar la cesta para conocerte y que me conozcas.

Por toda respuesta, la muchacha sonrió y empezó a caminar hacia el pueblo.

—¿Cómo te llamas? —se atrevió a preguntar él, después de diez minutos de marcha.

—Nácar —dijo ella, sin pensar si debía contestar.

—Nácar... —repitió él, y luego agregó—: Eres tan hermosa como tu nombre.

Tres horas después, el muchachito entraba en la taberna y buscaba a su amigo entre el mar de gente y la nube de humo espeso que llenaba el tugurio.

Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, vio que su amigo gesticulaba ampulosamente desde un rincón pidiéndole que se acercara. Dos hermosas mujeres casi colgaban de su cuello, riendo con él un poco como consecuencia de sus exagerados y torpes movimientos y otro poco como consecuencia del alcohol que a esas alturas debía de estar alcanzando ya elevadas concentraciones en la sangre de los tres.

—Si tardabas un poco más, te quedabas sin probar el vino

—le dijo cuando lo tuvo cerca. Y luego, mirando a una de las mujeres que lo acompañaban, agregó—: Sírvele un poco de vino a mi amigo, por favor...

—Escúchame... —dijo el joven—, necesito tu ayuda.

—Claro, hombre. Yo pago.

—No me entiendes. Me quiero casar.

—Ah. Yo también. ¿Tú prefieres la morena o la pelirroja?

El más joven sacudió a su amigo suavemente para llamar su atención y conseguir que su mente venciera al vino y pudiera prestarle atención.

—Pretendo casarme con Nácar, la muchacha que vimos hoy desde el puente.Y necesito tu ayuda.

—Estuviste demasiado tiempo navegando —dijo su amigo, entendiendo que el jovencito hablaba en serio—. Es muy común entre los novatos como tú. Después de pasar más de tres semanas a bordo, pisan tierra y se enamoran de la primera mujer que ven. Yo lo entiendo y lo he vivido, pero decidir casarse por eso es una locura...

—Puede ser, pero la vida es, en sí, una locura. El amor es una locura y la felicidad también lo es. Yo no quiero que me juzgues, amigo mío, quiero que me ayudes...

La tarde caía cuando los dos marineros, con su uniforme de ceremonias, llamaban a la puerta de la casa donde vivía Nácar. El ritual de la isla decía que el pretendiente debía concurrir a casa de la novia con su padrino de bodas para pedirle al padre la mano de su hija. Éste pediría una dote, como era la costumbre y, si había acuerdo, se establecería en ese momento la fecha de la boda.

—¿Estás seguro de lo que haces? —preguntó el improvisado padrino.

—Más que de ninguna otra cosa —dijo el pretendiente. Finalmente el dueño de la casa apareció.

El que apadrinaba se adelantó y le dijo, parsimonioso:

—Mi amigo me ha encomendado que le acompañe para pedirle a su hija en matrimonio.

—Ah... Su amigo es muy afortunado de pretender casarse con una de mis hijas. Supongo que venís a por Anna. Ella es realmente una joya única.

—Nosotros...

—A pesar de que apenas tiene dieciocho años es ya toda una mujer —siguió diciendo el hombre sin escuchar a su interlocutor—. Siempre supimos que sería la primera en dejarnos. No sólo es bellísima, sino también hacendosa, sensual y muy saludable. Nunca estuvo enferma... Como comprenderás, nos costará mucho dejarla ir con su amigo, pero veo que sois gente buena... Te la daré por el valor de veinte vacas.

—Es que...

—No, no. Ni una menos. Ella lo vale.

—Yo lo entiendo —dijo el amigo del novio—, pero no es Anna la novia pretendida.

—Oh... Qué agradable sorpresa —dijo el hombre—. Yo creía que ya no quedaban jóvenes que valoraran la inteligencia. Rubí es la más inteligente de las tres. Si bien se puede decir que no tiene el cuerpo perfecto de su hermana menor, lo compensa con una mente brillante. Una sagaz compañera y una amiga fiel. No dudo que será una excelente madre. Por ser vosotros, os la puedo dar por trece vacas. Y no lo dudéis, es muy buen precio.

—Se lo agradezco mucho, señor, pero mi amigo pretende pedir en matrimonio a su hija Nácar.

Aunque trató de disimularlo, un rictus de sorpresa y de incredibilidad pasó por el rostro del jefe de familia.

—Nácar... —balbuceó—. Claro... Nácar.

—Sí. Nácar.

—Me parece... me parece... —El hombre trataba de encontrar una palabra que no conseguía hallar.

»¡Maravilloso! —dijo al fin—. Sólo un hombre inteligente y bondadoso puede ver la belleza oculta en una mujer. Ciertamente tiene mucho que aprender pero también tiene una gran disposición a aprenderlo. Es una buena oportunidad para conseguir una buena esposa a buen precio. Considerando que es la mayor te la daré por el valor de siete vacas... Bueno, quizá seis... pero nada menos.

—Señor —dijo en ese momento el pretendiente—, permítame que le confirme en persona mi decisión de casarme con su hija Nácar. Sólo quiero poner una condición con respecto al precio.

—No abuses de tu futuro suegro, querido joven. El pequeño tema de su cojera es un asunto sin importancia... No se puede conseguir nada por ese precio en esta isla.

—Justamente por eso —dijo el joven— quisiera tomarla como esposa; pero quiero pagar por ella el equivalente a veinte vacas, como pides por la mejor de tus hijas, y no sólo seis.

—¿Qué dices? ¿Estás loco? —dijo su amigo tratando de frenar su estupidez—. Dijo que te la daría por seis. Además cojea. ¿Por qué quieres pagar por ella más de lo que vale?

—Porque no creo que ella valga menos que su bella y joven hermana.

—Trato hecho. Veinte vacas —se apresuró a decir el padre. Y añadió, quizá temiendo un arrepentimiento—: ¡Pero que la boda sea lo antes posible!

Así, los amigos se separaron. Uno de ellos volvió al barco y el otro se quedó en la isla.

Pasaron cinco años antes de que el destino volviera a llevar al marinero al mismo puerto, pero apenas llegó no pudo pensar en otra cosa que en su joven amigo. ¿Qué habría sido de él? ¿Se habría casado? ¿Cuánto habría durado su matrimonio? ¿Estaría aún en la isla?

Preguntando por aquí y por allá, por aquel joven marinero que alguna vez se había casado con la hija del isleño, le dijeron que ahora vivía en una casa muy humilde que se había construido con sus propias manos, muy cerca de la cima de la montaña. Subiendo por el camino del oeste llegaría, después de media hora de marcha, a casa de su amigo.

Su estado físico le habría permitido llegar antes, pero lo detuvo una extraña procesión con la que se cruzó al empezar a subir la cuesta. Decenas de hombres y mujeres bajaban al pueblo. Llevaban en hombros a una bellísima mujer a la que permanentemente tiraban pétalos de flores, cantaban y adulaban. Ella, mientras tanto, parecía irradiar luz; de hecho, sólo pasar a su lado lo hizo sentir mejor. Sonriendo a todos, la hermosa mujer saludaba alargando la mano una y otra vez a los que se acercaban a tocarla.

Tuvo que resistir la tentación de ir tras ellos y sumarse al extraño ritual; pero finalmente llegó a la casa que le habían indicado. Todo parecía tan cuidado y ordenado, que el marinero pensó por primera vez que quizá debiera empezar a pensar en sentar cabeza.

Golpeó la puerta y su viejo camarada abrió en seguida.

—Querido amigo... —le dijo al verlo—. ¡Qué sorpresa encontrarte aquí! ¿Cuándo echaron el ancla?

—Esta mañana... He venido apenas he desembarcado para saber de ti. ¿Cómo estás?

—Ya me ves... Estoy muy bien, muy feliz.

—Cuánto me alegro... ¿Y tu... esposa? —casi tenía miedo de preguntar.

—Ah, qué pena me da que no esté aquí. Hoy es su cumpleaños y la gente del pueblo la vino a buscar para agasajarla; la quieren tanto... La tratan como si fuera una santa. Debes de haberte cruzado con ellos al subir...

—Ah... sí, claro. ¿Cómo iba saber que era ella? Ni siquiera sabía que te habías vuelto a casar.

—¿Yo, volverme a casar? ¿Qué dices? Sigo casado con Nácar, la joven cuya mano pediste para mí.

—Pero ¿no dices que es la que llevaban en andas hacia el pueblo? Ésa no podía ser ella...

—¿Cómo que no podía?

—Perdona, amigo mío, yo la conocí. Nácar era una mujer que aparentaba hace cinco años mucha más edad que la joven de la procesión. Además, ésta era bellísima y tu esposa... Perdona que te lo diga pero no era...

—No, no era... como es. Pero se ha vuelto así como la viste.

—Pero... ¿cómo puede ser?

—Pues no lo sé... Quizá se deba a la dote...

—¿Cómo dices?... No te entiendo.

—Yo pagué por ella una dote de veinte vacas, el precio que se pagaba por las más hermosas, tiernas y maravillosas mujeres; la traté siempre como a una mujer de veinte vacas y la ayudé a que supiese que eso era. Tal vez eso la empujó a convertirse en la fantástica y bella mujer que hoy es...

Pese a las dificultades, con conciencia absoluta de las complicaciones, conociendo los riesgos y a pesar del dolor de lo que no resultó como pensábamos, este último paso nos invita a no dudar de que, al final, el resultado será aquel que hemos previsto y deseado.

En lo personal estoy convencido de que en cualquier camino, el último paso nunca lo es por casualidad y siempre nos carga con la odiosa sensación de que todo lo anterior podría no servir si fallamos en este último momento.

Este vigésimo paso es para mí la puerta que nos permite, en muchos sentidos, dejar atrás lo pasado. Es el pasaporte seguro hacia lo que viene.

En las circunstancias más difíciles y en los momentos en los que nos invade la sensación de haber perdido el rumbo, la certeza del resultado final es justamente lo que podrá hacernos recuperar la fuerza para hacer y para arriesgar; la motivación para avanzar, para desear, para insistir, para valorar el camino recorrido y para seguir luchando por lo que creemos.

Aquest llibre ha estat realiltzat en els tallers de Victor Ibual, S.L., situats al carrer Mallorca de Barcelona durant el mes de març del 2010

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13/09/2011