PARA ENTREGAR A MI AMIGA MARIE.

Hola, Marie:

Tal como ves, todo ha pasado.

Para cuando leas esto faltarán días para retomar nuestras clases de pintura.

Yo he comprado nuevos colores y pinceles; así que quiero regalarte los que fueron míos.

Dile a la casera que te abra mi apartamento y llévate mis cosas.

Practica mucho, recuerda las manzanas... y las escalas de colores.

La niña saltaba de alegría. Después de pedir la llave a la casera, subió a la pequeña buhardilla a por sus pinturas.

Una vez allí se acercó a recoger el atril que estaba, como siempre, junto a la ventana. Mirando hacia fuera vio, desde arriba, su propia cama en el edificio de enfrente.

Sin pensarlo, Marie abrió la ventana e instintivamente buscó a su amiga la hoja heroica, la que aguantó todo, la más fuerte de todas las hojas...

Y la vio. Allí estaba en la pared, a un lado, muy cerca del marco de madera de la ventana.

Allí estaba. Pero no era una hoja verdadera, era una hoja que había pintado en el ladrillo su amigo el pintor...

¿Seremos capaces de amar así?

¿Seremos capaces de pintar hojas en nuestras ventanas para inspirar, alentar y acompañar a los que amamos, aunque nosotros estemos lejos?

¿Seremos capaces de dar el gran paso hacia el amor verdadero?

paso 4

deja fluir la risa

Después de haber dado los primeros tres pasos, tan difíciles como trascendentes, sabiendo ahora quiénes somos, sintiéndonos libres y aprendiendo a comprometernos con el amor, deberemos dar este cuarto paso.

Poner la imprescindible cuota de buen humor en nuestra vida... Atención, no es suficiente con «cualquier» buen humor; hablo de un humor particular y específico, de un grandioso buen humor.

Empezar a dar este paso es aprender a levantarnos contentos cada mañana a pesar de enfrentarnos, en cada letra de los periódicos y en cada palabra de las noticias, con los mensajes que los cerebros privilegiados parecen derramar por hábito sobre nuestras pobres cabezas; como si disfrutaran del miedo que nos crean sus temibles visiones del presente y el anticipo de las próximas, y a su parecer inevitables, catástrofes económicas, sociales y ecológicas.

Me refiero a no olvidarse de sonreír aun cuando estos imaginarios del duro mañana parezcan estar cada vez más cerca. Sonreír a pesar de nuestras propias limitaciones, que ahora conocemos y reconocemos, y también, a pesar de las a veces absurdas restricciones que nos imponen costumbres, reglamentaciones y censuras que nos limitan, aunque no recordemos haberlas aceptado.

Hablo de sonreír para actuar con más tino y no para renegar de los problemas o escapar de ellos.

Como bien señala Pescetti, el humor es quien muchas veces nos advierte de que el orden es demasiado estricto, que determinada regla no tiene sentido o que nos hemos dejado oprimir por demasiadas preocupaciones. Nos previene de nuestras torpezas y distracciones, de la estupidez propia o ajena y a veces de la manía de tomarnos las cosas demasiado en serio. Sin lugar a dudas, es bueno, por ejemplo, tener dinero, y es placentero gozar de algunas de las cosas que ese dinero puede comprar, pero también es bueno detenerse una que otra vez a reflexionar, para estar seguro de no haber perdido aquellas cosas que todo el dinero del mundo no puede comprar y que, frecuentemente, están allí, al alcance de nuestra mano.

Hablo de tener aunque sea un minuto cada día para sonreír frente al espejo, por encima del fastidioso recuerdo de nuestro agobiante pasado, sin estar pendientes de los fracasos del presente y sin temblar por nuestras profecías catastróficas. De no dejar de reírnos, a carcajadas si es posible, de los hechos de nuestro «padecer cotidiano», que te aseguro que nos parecerán triviales si los miramos en perspectiva.

La risa es, y los médicos lo sabemos, una de las tres formas en las que el cuerpo es capaz de producir endorfinas. Estas sustancias que produce cada organismo y que, hasta donde sabemos hoy, son específicas para el cuerpo que las elabora, poseen un increíble efecto sanador: reconstituyente, analgésico y antiinflamatorio.

Día tras día, la ciencia descubre cómo los bajos niveles de endorfinas perjudican el funcionamiento armónico del sistema inmunitario. Así, el aumento de endorfinas que conllevan la risa y la carcajada podrían ser capaces, según muchos estudios, de protegernos (o por lo menos ayudarnos) en algunos cientos de enfermedades, desde la úlcera hasta las reacciones alérgicas, y mejorar la evolución de otras tantas, desde el resfriado hasta el cáncer.

Quizá porque nuestro cuerpo conoce estos datos, aunque nuestra cabeza los ignore, asociamos naturalmente el buen humor con la evolución, con el nacimiento de lo nuevo y con la vida. El chiste, la anécdota y el humor siempre nos recuerdan la necesidad de enfrentarnos con lo que no se esperaba y representan en nuestra mente un desafío a lo lógico, lo regulado y lo repetido. En ellos aparece el disparador de una exitosa vuelta al hogar, condecorados con una sonrisa para compartir.

Durante mi infancia aprendí de mi padre a disfrutar del placer de la lectura. Cuando entré en mi primera adolescencia, me fascinaban las historias de caballeros hidalgos. Me encantaba imaginar a mi héroe de entonces, el Príncipe Valiente, mientras liberaba a la bella princesa matando dragones y villanos antes de volver triunfante a su castillo. Después de muchos maestros aprendí que, en realidad, éramos nosotros mismos los que, simbólicamente, debíamos liberarnos, rescatados por nuestras actitudes más nobles y heroicas. Aprendí de otros que sabían más, que la risa es una heroína que se enfrenta al desafío de rescatarnos de las prisiones de la cordura y de la coherencia, para volver al hogar de lo espontáneo, el castillo de la ingenuidad y la frescura de la infancia. Una especie de salto al vacío que nos aterriza en el incomprensible y muchas veces incorrecto universo de lo que nos hace gracia.

Como en las novelas de mi infancia, también a veces algunos villanos se disfrazan de valerosos caballeros y algunos ogros toman la forma de príncipes no para salvar sino para destruir. Hay también «una risa» que no sirve, que no sana, que enferma más de lo que cura. No es una expresión del buen humor sino de la burla, del desprecio o del que humilla a lo diferente.

Siempre me subleva la risa idiota; la que tienen los idiotas cuando se ríen del sufrimiento ajeno, por ser ajeno. Tan diferente de la otra, la de aquellos que son capaces de reírse de la estupidez de otros solamente porque les causa gracia ver en ella su propia estupidez.

Tener la capacidad de reírse de uno mismo es casi condición necesaria para gozar de algunas de las extrañas y absurdas cosas que nos suceden. Es la señal de la madurez que siente el que no necesita ser correcto ni exitoso para estar seguro de sí mismo.

Me contaron esta historia.

Dicen que sucedió en la época de los peores enfrentamientos raciales de la historia de Norteamérica. La época de los salvajes ataques del Ku Klux Klan, el fundamentalista grupo blanco ultraderechista, que perseguía, agredía y mataba a los ciudadanos de raza negra, y también de la lucha de los Black Panthers, el grupo de resistencia de la gente de color.

La anécdota comienza cuando un humilde campesino negro conduce su carreta, tirada por un par de viejos bueyes, hacia su minúscula granja en algún lugar del sur de Estados Unidos.

Un kilómetro antes de llegar al desvío que lo llevará hasta su casita, el carro es alcanzado en la angosta carretera lateral por una ostentosa limusina, donde un poderoso petrolero viaja custodiado por dos motos, de camino a su rancho.

Molesto porque el carro le impide pasar, el magnate ordena a su chofer que haga sonar su bocina para que el campesino se aparte y deje pasar a su automóvil.

Quizá por una coincidencia, quizá por el susto de los animales ante la estridencia del claxon, los bueyes, forzados por el campesino a apartarse, dejan caer en el pavimento sendas tortas de excrementos, que terminan bajo las ruedas de la limusina.

El poderoso ranchero manda detener el vehículo y se baja del automóvil para confirmar lo que sospecha, la hedionda boñiga de los animales pegada a los negros neumáticos. El magnate odia a los negros, de hecho, todos saben que, aunque nunca lo admite públicamente, es uno de los hombres ricos que mantienen económicamente al grupo radical del KKK.

Con los ojos inyectados por la furia, manda a sus policías privados que traigan al campesino ante su presencia.

—Negro de mierda —le dice cuando lo tiene frente a él—. ¿Cómo te atreves a ensuciar con el estiércol de tus bueyes las carreteras de los Estados Unidos de América? Eso es lo único que hacéis con vuestra presencia, ensuciar, arruinar, destruir y dañar todo lo que tocáis con vuestras pestilentes manos.

El campesino se da cuenta de que debe ser cuidadoso. Muchos de su raza fueron apaleados hasta morir por intentar defenderse en enfrentamientos como éste y, por lo tanto, baja la cabeza e intenta resolver el problema.

—Lo siento mucho, señor... Lo que pasa es que los animales se asustaron con la bocina...

—¡Lo único que faltaba!... ¡Que ahora pretendas echarle la culpa a mi chofer!

—No, señor, no es eso... La culpa es de los animales... Le prometo que los castigaré en cuanto llegue a mi granjita.

—Eso..., a los animales hay que castigarlos, para que aprendan. Y como tú no eres más que una bestia igual que tus bueyes, tú también deberás ser castigado por esto.

El pobre negro intenta frenar la paliza que los guardias ya empiezan a darle con los negros palos que están sacando de su cinto.

—No haga que me golpeen, señor... Yo limpiaré las heces de la carretera y la dejaré como estaba, se lo prometo...

—Promesas... No sirven las promesas de los de tu raza... Pero es una buena idea. Ése será el castigo que te corresponde. Tú ensucias, tú limpias.

—Sí, señor..., muchas gracias. Traeré un poco de paja de mi carreta y me ocuparé de dejarlo todo en condiciones, le doy mi palabra.

—Yo me ocuparé de que sea así, yo también te doy mi palabra. —El hombre sonríe con malicia pensando en lo que se le acaba de ocurrir—. Dado que tus animales cagan lo que comen de mi suelo, tú te comerás del suelo lo que ellos cagan, es lo justo, ¿verdad?

Al pobre hombre le cuesta creer lo que está oyendo, pero sabe de sobra que no tiene opción; obedece o es molido a golpes antes de decir una palabra más. Así que, hincándose de rodillas, se dispone a cumplir la orden.

En ese momento, dos coches se detienen detrás de la limusina y de uno de ellos baja el mismísimo reverendo Martin Luther King Jr. Como era costumbre en sus últimos años, el reverendo King viajaba por toda América haciendo campaña contra el racismo, esgrimiendo contra la violencia los argumentos pacifistas del amor y la tolerancia mutua.

También los recién llegados viajan con una guardia privada, pero no es una comitiva armada con pistolas o rifles, sino una serie de reporteros que toman notas de cada evento y sacan fotos de cada presentación del reverendo King.

—¿Qué sucede? —pregunta King al hombre blanco, que lo ve venir impávido.

El sureño sabe perfectamente quién es el reverendo King, su fama y su influencia, pero no está dispuesto a dejarse intimidar por el pastor negro ni a mostrar debilidad delante de sus hombres, así que, redoblando su apuesta, lo encara con prepotencia.

—Sucede que este «negro» —dice recalcando el calificativo para hacer saber el desprecio que siente por él— ha dejado que sus animales ensucien con su estiércol las pulcras carreteras de este país. Por lo tanto, dado que en América el que rompe, paga y el que ensucia, limpia, se está ocupando de dejar las cosas tal como las encontró.

Con mucha calma, el reverendo King lo mira y, con voz muy suave, intenta mostrar su oposición.

—No me parece que haya sido él quien ha ensuciado la carretera, en todo caso fueron sus bueyes, y no creo que esté bien que usted y sus policías tengan que humillarlo o amenazarlo para pedirle que «limpie lo que ensució».

—Te conozco, y sé muy bien qué pretendes —dice el hombre blanco—, pero a mí no me vas a impresionar con tu tono pastoral. Él y sus animales son lo mismo, bestias que conviven con los humanos. Los bueyes, él y tú, sois todos animales y seréis tratados como tales. Todos sois iguales.

—Me alegro que lo diga —acota el reverendo King, con una paz asombrosa—. Hace muchos años que predico tratando de hacer entender esto que usted tan bien resume. Los animales, él y yo somos iguales... Y le digo algo más, también usted es igual a nosotros, sobre todo a los ojos de Dios, aunque algunos hombres todavía no lo sepan. De todas maneras, le doy las gracias por recordármelo... Todos somos iguales... y, por lo tanto... si él come, yo también como.

Y después de decir esto, se acerca al campesino y, arrodillándose frente a él, hunde también su cabeza en el estiércol...

Los fotógrafos empiezan a registrar en sus cámaras la imagen de lo que sucede, ante la desesperación del magnate y de su séquito. No hace falta ser muy inteligente para saber que esas fotografías de Martin Luther King de rodillas, comiendo estiércol, custodiado por su guardia policial privada, podrían destruir para siempre su imagen pública y, con ella, terminar de forma definitiva con cualquier pretensión política que tuviera.

El hombre llama a su escolta y le da instrucciones claras. Deben velar todos los rollos y retirarse inmediatamente.

Así lo hacen. Arrebatan con violencia sus cámaras a los fotógrafos, quienes casi no se resisten. Luego, mientras todos ayudan a los dos hombres de color a ponerse de pie, los uniformados huyen a toda velocidad detrás de la limusina que ya se pierde en el horizonte.

—¿Estás bien? —pregunta el reverendo King—. ¿Quieres que te escoltemos a tu casa, hermano?

—No. No. Estoy bien... —dice el campesino—. Gracias, reverendo.

—Da las gracias a Dios, hermano, a Dios.

Los hombres se estrecharon las manos y, un segundo después, cada uno estaba otra vez en camino. Uno, a sus conferencias en Dallas, otro, a su pequeña granja a un kilómetro de distancia.

Cuando el campesino llegó a su casa, todavía tenía una gran sonrisa dibujada en su rostro.

—Hola —le dice a su esposa apenas la ve, y corre a darle un abrazo mucho más efusivo de lo común.

—Bueno... bueno —le dice la mujer—, parece que hoy debe de haber sido muy especial... ¿A qué se debe esa cara de alegría y esa efusividad? Creo que nunca te había visto tan contento...

—Es que... si te cuento con quién desayuné hoy... no me vas a creer...

Ése es el buen humor que te propongo conquistar. Uno que dibuje una sonrisa en tu cara, sin excusas y de forma permanente, para que sea la señal de tu complicidad con el secreto último de las buenas cosas, con Dios y con la naturaleza.

Un buen humor que te ponga por encima de tus pequeñas frustraciones cotidianas y más allá de lo efímero de tus intereses momentáneos.

Te invito seriamente a dar este cuarto paso, que no tiene nada de serio. Te invito a que sonrías hasta que notes que tu sobriedad y sensatez han desaparecido de tu vida. Que sonrías hasta que provoques la sonrisa en los que te vean sonreír.

Sonríe a los tristes, a los tímidos y, sobre todo, a los aburridos; a los amigos, a los ancianos, a los jóvenes, a tu familia y a tus adversarios.

Sonríe cada vez que puedas y también cuando más te cueste, y entonces aprenderás que si tú no lo permites, nada es capaz de arruinar tu alegría, ni siquiera la tristeza de tener que llorar de vez en cuando por algo doloroso.

paso 5

aumenta tu capacidad de escuchar

El siguiente paso de nuestro camino hacia la superación personal, que podríamos enunciar simplemente como «aprender a escuchar», no debería parecernos tan difícil.

Después de todo, como bien dice el Talmud:

Tenemos dos oídos y una sola boca

para recordar que debemos escuchar

el doble y hablar la mitad.

Sin embargo, para muchos de nosotros, no es sencillo. Sobre todo para los que habitamos en grandes ciudades, como Buenos Aires, Madrid, México D.F. o Barcelona. Hemos nacido y crecido rodeados de supuestos expertos en casi todo y no consiguen deslumbrarnos los relatos de vecinos heroicos protagonistas de hazañas impensables sólo conocidas por ellos mismos. Estamos demasiado acostumbrados a encontrar en cada esquina un enamorado de su propio discurso.

Ésta es la razón por la que, para la mayoría de las personas que he tratado, el quinto paso debería comenzar en un movimiento mucho más primitivo, más obvio, más sencillo y, sin embargo, demasiadas veces, muy poco practicado y casi nunca enseñado. Es necesario «empezar» a escuchar.

Escuchar es ESCUCHAR.

Y no solamente hacer una pausa en lo que digo y permitir que, mientras cojo aire, el otro se dé el lujo de decir algunas palabras.

Escuchar es ESCUCHAR.

Y no es una atenta y selectiva búsqueda más o menos concentrada en el parlamento de otros, de las palabras que me sirvan para enlazar «con arte» mi propio argumento. Como si una conversación fuera un encuentro con un compañero que aportará ideas para permitirme explayar mi pensamiento.

Escuchar es ESCUCHAR.

Y se diferencia de intercambiar turnos de oratoria con otro que tampoco escucha.

Estoy hablando de la activa y comprometida escucha que analiza y comprende lo que haya de acuerdo y de desacuerdo en lo que me dice otra persona, sabiendo que me lo dice en ese momento y que me lo dice a mí. Por lo menos, también a mí.

Dice Hugh Prather en su libro Palabras a mí mismo:*

Nadie está equivocado,

cuando mucho a alguien

le falta un pedazo de información.

Y agregaría yo:

Como es obvio,

sin contar con esa parte de la información,

y negándome a aceptar mi carencia,

toda mi equivocación me parecerá acertada

y la defenderé con la certeza del que sabe que tiene razón.

Como el mismo Prather recomienda, sería bueno que, salvo que yo esté demasiado interesado en mostrarme superior, me centrase en escuchar lo que el otro dice, para recibir así el pedacito de información que debería presumir que me falta.

Si esto es así (y cualquiera que lo piense desde este punto de vista no puede dejar de aceptar que lo es), ¿por qué nos cuesta tanto abrirnos a la comunicación sincera y abierta?, ¿por qué nos resistimos tanto antes de abrir nuestros oídos y nuestro corazón a lo que muchos (y a veces todos) nos dicen?

No parece difícil encontrar la influencia de alguna de nuestras miserias personales en esos momentos en que nos negamos a escuchar.

Nos encerramos en nuestras creencias y, para sostenerlas, nos convencemos de que son certezas absolutas y axiomas fundamentales.