Jorge Bucay
20 años hacia adelante
© Jorge Bucay, 2007
© de esta edición: 2007, RBA Libros, S.A.
Pérez Galdós, 36 — 08012 Barcelona
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Primera edición digital: marzo 2010
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Ref.: OEBO030
ISBN: 978-84-92981-11-3
Composición Víctor Igual, S.L.
introducción
Desde que empecé a escribir para otros, hace más de veinte años, y sobre todo desde que alguien decidió apoyar mi osadía publicando lo que yo escribía, he intentado centrar cada una de mis palabras en aquellas ideas, sugerencias y propuestas que he encontrado útiles a lo largo de mi propio camino, y que por esa razón creí que podrían servir de ayuda a otros que transitan por espacios parecidos en su propia búsqueda.
A lo largo de estas dos décadas, intenté hacer en cada libro lo mismo que durante toda mi vida como profesional de la salud: por un lado, encender una pequeña lucecita, quizás ingenua o insignificante, con el propósito de ayudar a otros a iluminar las zonas que encuentran oscuras en su camino, y, por otro, ofrecer el tipo de ayuda que yo necesité en muchos momentos difíciles.
He querido aportar el estímulo externo, a veces imprescindible, para renovar la convicción de que lo que sigue puede ser y será mejor; el pensamiento, la frase o la palabra capaz de actuar como un detonador positivo para cada uno individualmente y, desde allí, para todos en conjunto.
Te propuse tantas cosas, que muchas ya las conocías:
• Repasar lo aprendido para compartirlo con los demás.
• Pensar en ti para después pensar en los demás.
• Anticipar el puedo al quiero, para que el deseo no se viera condicionado por la fantasía de una limitación de tiempos pasados, donde posiblemente otro yo anterior no podía, no sabía o no quería saber.
• Terminar con el tiempo en el que aquellos que fuimos se quedaban dependiendo del cuidado de algunos y de la decisión de otros.
Pero en estas dos décadas creo haberte hecho dos claras propuestas, para mí fundamentales:
• Te propuse que te ocuparas de sentirte cada vez más vivo.
• Te propuse que trabajaras para volverte cada vez más sabio.
No creo que tenga la necesidad de contarte cuáles fueron las herramientas que usé para ayudarte en estos desafíos, lo sabes. He utilizado algunas ideas propias y muchas aprendidas, centenares de cuentos de todas las épocas y de todas las culturas. Pensamiento vivo y vigente de muchos maestros, enredado, expuesto y oculto en miles de relatos, anécdotas y leyendas urbanas que nos confirman una y otra vez que no estamos solos en nuestro camino, ni en el dolor, ni en las creencias, ni en los temores, ni en los buenos momentos.
Historias y conceptos que nos obligan a nuestra primera conciencia gregaria: no somos los únicos que sentimos el deseo de construirnos vidas cada vez más felices y mucho menos los únicos que tenemos el derecho de intentarlo.
Todo se puede simplificar y todo se puede complicar; y las dos cosas se pueden hacer con intención de ayudar a aclarar o como intento de confundir o esconder un fragmento de la verdad.
He querido empezar con este cuento como homenaje a la decisión de aquellos que trabajan a favor de que la ayuda sea ayuda y no solamente información inútil. Es una manera de agradecer a los que, como yo mismo, deciden siempre no complicar la realidad y un reconocimiento a todos los que, generosamente, comparten día a día lo poco o mucho que saben, con amor, profesionalidad y vocación de servir.
Hace muchos años, en plena carrera espacial, Estados Unidos y la Unión Soviética se esforzaban por ser los primeros en llegar a la Luna. La vanidad, el reconocimiento mundial, el prestigio científico y el presupuesto de la NASA y su equivalente ruso estaban en juego.
La tecnología era, por supuesto, la clave.
Tecnología y desarrollo al servicio de cada problema, de cada detalle, de cada situación que, con seguridad, se iba a presentar o que imprevistamente podía llegar a presentarse; sobre todo de cara a los efectos de la ausencia de gravedad y a los demás factores de la vida en el espacio.
La experiencia conllevaba dos grandes pasos, comunes a toda exploración científica: primero, hacerlo posible y, segundo, registrarlo todo. Dado que la informática no contaba todavía con microchips, era esencial que los astronautas realizaran registros exactos en vivo y por escrito de cada vivencia, situación, problema o descubrimiento. Esto condujo a un problema tan menor en apariencia que nadie había pensado en él antes de lanzarse al proyecto: sin gravedad, la tinta de los bolígrafos no corre.
Este pequeño punto pareció ser crucial en aquellos tiempos. El grupo que consiguiera solucionar esta dificultad ganaría, al parecer, la carrera espacial. Nunca antes en la historia del mundo la caligrafía había sido tan importante.
El gobierno de Estados Unidos invirtió millones de dólares en financiar a un grupo de científicos para pensar exclusivamente en este punto. Y, al cabo de algunos meses de tarea incansable, los inventores presentaron un proyecto ultrasecreto. Se trataba de un bolígrafo que contenía un mecanismo de minibombeo que desafiaba la fuerza de la gravedad.
Este pequeño invento permitió, después de destrabar el primer viaje a la Luna, que toda una generación de jóvenes pudiera escribir mensajes obscenos en los techos de sus aulas y en los baños de todo el mundo.
Estados Unidos, en efecto, llegó primero a la Luna, pero no fue porque los rusos no hubieran podido resolver el tema de la tinta. En la Unión Soviética habían solucionado el problema apenas unas horas después de darse cuenta de la dificultad planteada por la ausencia de gravedad... Los científicos rusos simplemente renunciaron a los bolígrafos y decidieron reemplazarlos por lápices.
Sin complicarnos, pero sin perder de vista nuestro objetivo, en las próximas páginas te propondré que nos animemos a dar algunos pasos en la dirección de nuestro crecimiento y autorrealización. Ninguno de estos veinte pasos te resultará desconocido ni novedoso. Si aparecen aquí es, como siempre, para ordenar lo que tú ya sabes y, en todo caso, para invitarte a que ratifiques en cada capítulo que aceptas el reto que, irremediablemente, significa enfrentarse al desafío de volverse uno mismo.
paso 1
trabaja en conocerte
Mientras trazaba un mapa de los conceptos y escribía gran parte de los contenidos de este libro, cumplí cincuenta y siete años. Casi me sorprendió darme cuenta de lo mucho que esta vez me alegró la fecha. En otro momento de mi vida hubiera discutido, como quizá lo hagas tú ahora, el valor del ritual de cumplir años. Hasta no hace tanto, yo sostenía que estas «niñerías» son pertinentes y razonables solamente en el mundo infantil de nuestros hijos o nietos. Para ellos, solía decir yo, el festejo de cumplir un año más se justifica ampliamente si lo pensamos como una mínima compensación anticipada de lo que se avecina con el crecimiento: el desembarco de más responsabilidades, más deberes y cada vez más obligaciones. Pero a nuestra edad, seguía argumentando, esto no parece motivo de ningún festejo.
Nuestro propio lenguaje, a veces tan esclarecedor, parece hacernos saber desde el principio que el día del cumpleaños no trae consigo demasiadas buenas noticias. Combina en su nombre dos palabras que no en vano nos agobia pronunciar: «cumplir» y «años», como si quisiera condenarnos a envejecer y obedecer, haciéndonos olvidar, quizá no tan ingenuamente, lo que sí se debe festejar.
Porque el día del cumpleaños, ese mismísimo día, se festeja nada más y nada menos que un aniversario más del día de nuestro nacimiento. En la mayoría de los idiomas (inglés, francés, catalán, hebreo y chino, por nombrar sólo algunos), la palabra que se usa para cumpleaños se puede traducir literalmente como «día del nacimiento» o «día del aniversario».
Decididamente, no pretendo empezar ninguna rebeldía lingüística para cambiar el idioma, pero quiero conseguir que seamos conscientes de este hecho más que condicionante, para evitar que el peso etimológico de la palabra «cumpleaños» nos arruine la fiesta.
De hecho, sostengo que:
• Si nos hemos dado cuenta de que vivir es una cosa deseable y nos sentimos contentos por ello...
• Si hemos descubierto que queda mucho por hacer y que lo haremos...
• Si podemos sentir más que «muy de vez en cuando» alegría al despertar cada mañana...
Entonces, tal vez podamos recuperar de corazón el deseo de celebrar nuestros cumpleaños, y por qué no, de compartir con otros la alegría de estar vivos un año más.
Y llegados aquí, no será difícil establecer naturalmente esta sana costumbre que recomiendo casi a cada persona que me consulta:
Hacernos, ese día, el regalo que más nos gustaría que
nos hiciera nuestro amigo más cercano e incondicional.
Es muy sugestivo ver cómo muchos vivimos pensando y comprando regalos de cumpleaños para los que queremos y casi nunca lo hacemos con nosotros mismos.
Vuelvo a mi novedosa experiencia.
• Quizá por mi mayor conciencia de una vida más que afortunada.
• Tal vez por la certeza de sentirme transitando el camino que yo mismo elegí para mí.
• Posiblemente por la alegría de que mis años me encuentren embarcado en un nuevo proyecto, el de este libro.
• Seguramente por estar asistiendo, orgulloso, a la madurez de mis dos hijos.
• Probablemente, por la suma de todo lo dicho y más cosas, este año celebré mi 57º cumpleaños.
Fiel a lo que enseño, me regalé la última grabación de Rigoletto en las Arenas de Verona y también una más que discreta reunión, a la que me di el gusto de invitar a mis amigos más queridos, a algunos colegas y a muchos compañeros de ruta a los que hacía mucho tiempo que no veía. Allí, brindando con ellos en la fiesta que me había montado para compartir mi alegría, confirmé lo que sostengo desde hace muchos años: ningún vínculo constructivo con los demás se puede establecer y fortalecer si no se apoya en una buena relación de cada uno consigo mismo. Y este concepto no es más que la mejor expresión de la necesaria cuota de sano egoísmo.
Un camino cuyo último paso coincidirá con la autorrealización, y cuyo primer paso no puede ser otro que el de conocerse, saberse, descubrirse...
• Des-cubrirse, es decir, quitar la cobertura que me impide verme.
• Animarme a dejar de lado las máscaras.
• Mostrarme ante mí y ante los demás tal como soy.
• Asumir la responsabilidad de todo lo que soy; que incluye todo lo que hago y todo lo que digo.
Conocernos es el primer paso si pretendemos dejar de pedirles a los otros que sean observadores de nuestra vida.
Conocernos consiste en tomarnos el tiempo de mirarnos interiormente, conectar con lo que creemos, con lo que pensamos, con lo que sentimos y con lo que somos, más allá de todo lo que a otros les gustaría.
Conocernos es empezar por el principio. Por la primera de aquellas tres preguntas existenciales que acompañan al hombre desde los tiempos más lejanos y que aparecen en todas y cada una de las culturas ancestrales:
¿Quién soy?
¿Adónde voy?
¿Con quién?
Tres preguntas que, como siempre digo, deben ser contestadas en ese riguroso orden, aunque sólo sea para impedir que sea mi rumbo el que determine quién soy y acabe volviéndome esclavo de mi camino. Tres preguntas que, respondidas en orden, una y otra vez, alcanzarán para evitar que mi compañera o compañero de ruta se crean con el derecho o la responsabilidad de decidir por mí el camino que seguir.
Un cuento algo kafkiano nos ayudará en este punto a reírnos de nosotros mismos.
Un hombre viaja en metro.
Está pensando en el trabajo que le espera en la oficina.
De repente alza la vista y le parece que otro hombre en el asiento de enfrente lo mira fijamente.
En su abstracción, ni siquiera nota que lo que ve es solamente su imagen reflejada en un espejo.
—¿De qué conozco a este tipo? —se pregunta al notar que su rostro le es familiar.
Vuelve a mirar y la imagen, como es obvio, le devuelve la sonrisa.
—Y él también me conoce —se dice en silencio.
Por más que intenta dejar de pensar en esa imagen de la cara familiar, no consigue alejarla de su mente.
El hombre llega a su destino y, antes de ponerse de pie para bajar del tren, saluda a su supuesto compañero de viaje con un gesto que, como no podía ser de otra manera, el otro devuelve inmediatamente.
En su trabajo, no puede dejar de preguntarse:
—¿De qué conozco yo a ese tipo?
Cómo le gustaría tener una fotografía de ese hombre para poder mostrársela a sus compañeros. Quizás alguno de ellos podría ayudarle a identificarlo...
Al finalizar su jornada decide caminar hasta casa para darse el tiempo de buscar en su memoria.
Una hora más tarde entra en su apartamento, todavía sin respuesta. Se ducha, cena, mira la televisión; pero no puede prestar atención.
—¿Dónde he visto a ese hombre? —se pregunta todavía al acostarse.
A la mañana siguiente se despierta con una sonrisa...
—Ya sé —dice en voz alta, sentándose de golpe en la cama y golpeándose la frente con la palma de su mano—. ¿Cómo no me di cuenta antes?
Ha resuelto el problema que lo tenía preocupado.
—¡Lo conozco de la peluquería...!
Si no empezamos por conocernos será imposible saber quiénes somos, reconocernos en nuestros actos y hacernos responsables de cada uno de ellos. Nunca sabremos con claridad cuál es el límite entre el adentro y el afuera.
Si es cierto que queremos conocernos, debemos aprender a mirarnos con valentía, decidiendo simplemente ser, aun a riesgo de perdernos por un rato.
Sólo así podremos lograr que sea nada más que lo interior lo que nos defina. Una tarea de por sí difícil, sobre todo si uno pretende afrontarla sin aislarse de los demás, sin renunciar a sus grupos de pertenencia social, familiar o laboral. Y que quede claro que esto no significa ignorar a los demás ni volverse sordo a sus opiniones, entre otras cosas porque sé que necesitamos de sus miradas para completar nuestra percepción de nosotros mismos, para ver todos esos aspectos que se ocultan en puntos ciegos a nuestra mirada; significa no condenarnos a andar por el mundo preguntando a los demás quiénes somos o cómo deberíamos ser.
¿No deberíamos anticipar lo social a lo individual?
Ahora, y aun a riesgo de ser acusado (una vez más) de individualista, sigo sosteniendo que al objetivo del bienestar común le vendría muy bien que cada uno empezara por ocuparse de su propio desarrollo, aunque sólo sea para ayudar de la forma más apropiada, justa y eficaz al prójimo.
Durante la semana el niño había perseguido literalmente al padre por toda la casa con su tablero de parchís debajo del brazo. Quería que el hombre se sentara con él a cumplir su promesa de jugar una partida para estrenar el nuevo tablero que le habían regalado para su cumpleaños.
—Ahora no puedo, Huguito —le había dicho el padre más de una vez—, tendremos que esperar al fin de semana...
Por eso el sábado, apenas se levantó, Hugo vio a su padre sentado en el escritorio, y corrió a su cuarto a buscar el tablero todavía sin estrenar.
—Hoy es fin de semana, ¿no, papi? —preguntó el pequeño.
—Sí, hijito —reconoció el padre—, pero ahora tengo que terminar un trabajo atrasado. Pídele a tu madre que juegue contigo...
—No, no —protestó la pulga de seis añitos—. Tú me prometiste...
—Es verdad. Pero en este momento tengo otras cosas más urgentes que atender...
—¿Y cuándo vas a terminar de atender esas cosas?
—Dentro de dos horas —dijo el padre exagerando, con la intención de desanimarlo.
—¡Buf!... —dijo el niño, y dándose la vuelta salió de la habitación.
La aguja grande había alcanzado a la pequeña justo cuando ésta llegaba al número 12, y eso, según le dijo su madre, significaba que habían pasado exactamente dos horas.
—¿Jugamos ahora, papi?
—No, hijo. Lo siento. Todavía no he terminado con mis cosas...
—Pero tú me dijiste dentro de dos horas... Eso es mentir.
—No seas así, Huguito, tengo trabajo pendiente.
El niño ya empezaba a dejar escapar un par de lágrimas, cuando su padre tuvo una idea. Cogió de su escritorio una revista que mostraba en la tapa un colorido mapa del mundo con división política.
—Mira, hijito, te voy a proponer un juego —le dijo, mien— tras arrancaba la hoja y buscaba en el cajón de su escritorio un par de tijeras.
El hombre hizo varios cortes, transformando la hoja en un montón de papeles de forma irregular.
—Esto es un rompecabezas... Un puzle, como lo llamas tú. El juego consiste en montar el mapa del mundo poniendo cada país en su sitio —dijo el padre—. Cuando termines de montar el mundo, jugaremos al parchís.
El padre sabía que, sin tener idea de cómo era el planisferio, el niño tardaría más de una hora en montarlo y que eso los llevaría hasta el almuerzo. Después de su siesta, quizá podría finalmente sentarse a jugar con su hijo, como le había prometido.
Otra vez resoplando, pero intuyendo que si no aceptaba esas condiciones no habría parchís, el jovencito cogió los papeles que su padre le daba y se fue a su cuarto.
Pasaron cinco minutos, quizá seis, cuando Huguito entró en la habitación con el mapa del mundo perfectamente montado.
Cada país en su sitio y toda la hoja pegada con cinta adhesiva.
—Ya está, papi. ¿Ahora vamos a jugar al parchís?
El padre sonrió, confuso.
—Pero ¿cómo lo has hecho? —preguntó examinando el perfecto resultado—. Si tú nunca has visto un mapa del mundo, ¿cómo lo has montado tan rápido?
—No, papi... Yo nunca había visto un mapa del mundo como éste... Cuando lo recortaste yo ví que en el otro lado de la hoja había una foto de un hombre. Entonces, al llegar a mi cuarto, di la vuelta a los papelitos y coloqué las partes del señor, una al lado de la otra. Fue fácil. Cuando terminé de acomodar al hombre, el mundo se acomodó solo.
Puede que sea una deformación profesional, pero después de tantos años estoy convencido de que solamente trabajando con los individuos será posible que se dé el cambio que queremos para el mundo.
Será por una deformación profesional, pero me pasa con demasiada frecuencia, tanto hablando con un paciente en mi consulta como contestando a las preguntas de un reportaje; sin darme cuenta, me sorprendo hablando de todos cuando yo sólo quería hablar de cada uno. Quizá sea la demostración de que no hay diferencia entre todos y cada uno.
Será por una deformación profesional, pero después de tantos años sigo creyendo que solamente sabiendo quiénes somos podremos empezar el trabajo de ser mejores para nosotros mismos y para la humanidad.
paso 2
decide tu libertad
Si, según hemos dicho, el primer paso es conocerse, el segundo debería ser, sin duda, su necesario acompañante, concederse la libertad.
Y digo concederse y no conseguir ser libre porque me refiero al proceso interno de la autonomía y no al concepto vulgar y mentiroso de creer que la libertad consiste en «poder hacer lo que a cada uno se le antoje». Es muy importante establecer esta diferencia porque, como tantas veces lo he dicho, aquella definición corresponde a la omnipotencia y no a la libertad. Aquélla es sobrehumana y no existe; mientras que ésta es posible, deseable y real. A veces parecería que nos gusta o que nos conviene confundir estos dos conceptos; posiblemente para justificar ante nosotros mismos nuestro «miedo a la libertad» como maravillosamente lo enuncia Erich Fromm en el libro que lleva ese mismo título.*
La libertad, tal como la entiendo y la propongo, consiste nada más (y nada menos) que en la posibilidad o el derecho que tiene cada uno de elegir una (y a veces más de una) de las alternativas que se presentan en un determinado momento.
La libertad es la capacidad de elegir dentro de lo posible.
Esta libertad incluye y necesita, por supuesto, la honestidad de no calificar como imposible lo que no lo es, solamente para negar que descartara todas las otras opciones por mis principios, por mis temores o por mi conveniencia.
La consecuencia de dar este paso hacia nuestra libertad consiste también en aceptar que algunas situaciones donde no podemos elegir son, en realidad, producto de una elección previa. Sin embargo, parece demasiado tentador para muchos decir que no se podía hacer otra cosa para disminuir así su responsabilidad en el resultado de su elección.
Declararse libres es dar el paso hacia nuestra definitiva autonomía, asumir el coste de mis decisiones, aunque hoy me dé cuenta de que me equivoqué, aceptar que era posible hacer todo lo contrario y yo no lo hice, admitir que, de hecho, otros lo hicieron aunque siga pareciéndome de lo más lógico haber hecho lo que hice.
Casi ninguno de los que nos dedicamos a pensar y enseñar los mecanismos que relacionan nuestra vida cotidiana con el deseo de una mejor calidad de vida dejamos de remarcar una y otra vez que este desafío, el de vivir más y mejor, requiere, entre muchas otras cosas, de una cuota nada despreciable de valentía.
Hacen falta coraje y solidez para enfrentarse a los precios que la sociedad querrá cobrarnos casi siempre por la osadía de enfrentarnos a ella, por la frescura de declararnos libres de decidir por nosotros mismos, por el desplante de desconocer la inviolabilidad de sus mandatos o por la insolencia de pedir explicaciones a las actitudes de los más poderosos.
Hace algo más de medio siglo, una fría tarde, en Moscú, el entonces secretario general del partido comunista, Nikita Kruschev, denunciaba en el vigésimo congreso de su partido los horrores cometidos durante el gobierno del despótico hombre fuerte de todas las Rusias, Jusip Stalin, muerto tres años antes, después de haber ejecutado a miles de opositores y mandado matar a todos los viejos compañeros de la Revolución de Octubre, entre ellos al mismísimo León Trotski.
Por primera vez, el premier ruso Kruschev contó frente a un centenar de sorprendidos representantes partidarios cómo, despiadadamente, Stalin había encarcelado y torturado a miles de los que osaron oponerse a su autoridad, había ordenado deportaciones en masa para otros tantos y había mandado recluir a todos los demás de por vida en las cárceles de la helada Siberia. El secretario general relató con detalles los planes siniestros para oprimir a los países satélites de la entonces llamada Unión Soviética, aplastando en cada lugar a las fuerzas rebeldes con el poderío de la fuerza militar del soviet.
Stalin (en realidad, Iósiv Zissariónovich Dzugahsvihli) no había escatimado crueldad para hacer saber al mundo, dentro y fuera de Rusia, que nada frenaría su intención de decidir los destinos de la parte del planeta que quedó bajo su «control» después de los acuerdos de Yalta.
Los que allí estaban contarían más tarde que la situación era tan tensa que, mientras el secretario general leía su minucioso e impresionante informe, podía literalmente escucharse en la sala la respiración de algunos camaradas.
De pronto, una voz se escuchó saliendo de entre las cabezas aglutinadas de los dirigentes. La voz preguntaba casi increpando a Kruschev:
—¿Y dónde estabas tú, camarada, mientras pasaba todo esto?
Todos entendieron lo que la frase insinuaba sin decirlo. Nikita Kruschev había trabajado muy cerca del fallecido tirano, había sido depositario de su confianza, había formado parte de la dirigencia de aquella cruel etapa estalinista de la Unión Soviética.
La pregunta ponía en evidencia que, con su silencio, el ahora denunciante de alguna manera había sido cómplice de las mismas infamias que denunciaba en ese momento.
El secretario Kruschev hizo silencio. La pregunta a viva voz había conseguido callarlos a todos.
—¿Quién dijo eso? —preguntó luego, con firmeza.
No hubo respuesta.
—¿Dónde está el que hizo esa pregunta? —volvió a preguntar, estirando el cuello como buscando una mano levantada entre la multitud.
Rusia no era ya la de Stalin, pero estaba muy lejos de ser un modelo de democracia o un estado que pudiera garantizar la integridad de los que se oponían al régimen. Los servicios secretos del soviet, que luego se convirtieron en la famosa KGB, seguían siendo poderosos y temibles.
Nadie contestó la pregunta de Nikita Kruschev.
Fue entonces cuando el secretario del partido dio la respuesta genial a la incómoda pregunta:
—Ya que no te atreves a decirme dónde estás, voy a contestarte a tu pregunta de manera que no te quede duda de mi respuesta. ¿Dónde estaba yo en aquellos días?... Yo estaba exactamente en el mismo lugar y en la misma posición en la que tú estás ahora.
Todos hemos vivido situaciones en las que nos ha sido muy difícil mantenernos en el centro del escenario para denunciar un atropello o una injusticia... Y con mayor o menor éxito nos hemos planteado si debíamos o no animarnos a tamaña rebeldía.
Reflexionando acerca de esta historia tan real como reciente, uno se queda pensando que podemos y debemos animarnos a hacer, a preguntar, a protestar y a cuestionar, aun en minoría, frente a los caprichos de algunos o las injusticias de muchos; quizá con la única restricción de cuidar de que esa libertad sea ejercida dentro del estado de derecho, que no involucremos en nuestra queja a quien no quiere estar involucrado y que nuestra forma de protesta o de rebeldía no esté diseñada para destruir a los que piensan diferente, sino para sumarlos a todos en la construcción de un mundo mejor.
Como en todas las cosas, los problemas empiezan en las pequeñas cosas.
En nuestra vida cotidiana tú y yo hemos pasado, y seguiremos pasando, por esos momentos en los cuales, sin demasiada conciencia, decidimos renunciar a algunas libertades.
¿Qué me cuesta —pensamos a veces— renunciar a mi elección?
Después de todo —nos decimos— es un tema tan poco importante...
¿Para qué hacer de esto una cuestión de debate? —terminamos argumentando—. Además de ser ciertamente un tema menor... seguramente sea transitorio.
E incluso respiramos hondo antes de dar por cerrado el asunto y nos conformamos con la renuncia a nuestro rumbo, convencidos de que la lucha por la libertad es la batalla de las grandes cosas y no la de las minucias.
Sin embargo, muchas veces estas ideas son el disfraz con el que escondemos la falta de energía que ponemos al defender nuestras libertades.
Es importante ser capaz de desapegarse de algunas actitudes, pretensiones y caprichos, pero habrá que temer a las «pequeñas» renuncias cuando no son elegidas con nuestro corazón, con conciencia y con responsabilidad.
Es necesario recordar que la libertad es tan importante como para no renunciar a ella ni siquiera un momento. El desafío puede sonar casi heroico, pero estoy absolutamente convencido de que todos somos capaces de mostrar esa cuota de sana osadía.
Este paso que te propongo es tan trascendente que para algunos pensadores lo que define el paso de ser un individuo a ser una Persona Adulta (así, con mayúsculas) es justamente nuestra libertad, la capacidad de optar entre dos o más posibilidades y la responsabilidad que se debe asumir después de tomar cada decisión. Y aunque a veces no podremos elegir lo que pasa, podremos elegir cómo actuar frente a ello.
Decía Octavio Paz que la libertad es simplemente la diferencia entre dos monosílabos: SÍ y NO.
Es el derecho que me otorgo de elegir una u otra respuesta lo que me hace libre o esclavo (y no el alto precio que, con frecuencia, debo pagar por mi elección).
Dar este paso será una manera de decidirnos a afrontar nuestra vida con absoluto protagonismo, con responsabilidad sobre todo lo que nos ocurre, entendiendo los hechos de nuestra vida como una consecuencia deseada o indeseable de algunas de nuestras decisiones.
Soy responsable de las decisiones que tomo; por tanto, soy libre de quedarme o salir, de decir o callar, de insistir o abandonar, de correr los riesgos que yo decida y de salir al mundo a buscar lo que necesito.
Una antigua y conocida leyenda cuenta que todas las vivencias y las emociones humanas solían encontrarse en un frondoso bosque mágico para jugar. Allí, el odio, la esperanza, la envidia, el amor y el miedo correteaban riendo sin parar perseguidos por el rencor, la locura, la traición, la alegría y la curiosidad.
Dicen que un día, jugando al escondite, la locura buscaba al amor, que se había escondido entre una montaña de hojas; la traición le acercó un tridente de afiladas puntas y la instó a pinchar el follaje para descubrirlo. Así lo hizo la locura sin sopesar el daño que resultaría de su acción. Cuenta la leyenda que, desde entonces, el amor se quedó ciego y que la locura, llena de culpa, decidió guiar sus pasos.
Mi genial amiga, escritora y cuentacuentos Vivi García dice que, después de tanto andar juntos, el amor y la locura, terminaron haciendo pareja y disfrutaron inmensamente. Pocas cosas son eternas, y llegó un momento en el que el amor, cansado de tanto delirio, descontrol e incertidumbre, dejó a su lazarillo y decidió casarse con la razón.
El amor no se equivocó en su decisión, porque guiado por la razón los peligros desaparecieron y las inseguridades se desvanecieron con ellos.
Nada es perfecto, porque pasado un tiempo el amor empezó a darse cuenta de que en medio de tanta seguridad estaba muy tranquilo pero se aburría como una ostra.
Dice Vivi que, después de mucho pensarlo y consultarlo con su amiga la fantasía, el amor tomó una decisión, o mejor dicho dos: seguiría casado con la razón, pero se daría la libertad de vez en cuando de encontrarse con su vieja y amante compañera, para dejarse llevar por ella y perderse en la locura, por un rato, antes de volver, renovado, a los seguros brazos de la razón.
paso 3
ábrete al amor
El tercer paso consiste en descubrir el amor.
No existe la realización personal si no somos capaces de sentirnos amados y de sentir que amamos a alguien, intensa, comprometida y desinteresadamente.
La palabra «amor» es posiblemente una de las más utilizadas en los últimos doscientos años. A su sombra se han justificado las atrocidades más espantosas y se han explicado las actitudes más solidarias. Los santos, los dictadores, los bondadosos, los asesinos, los sacerdotes y los hechiceros, los eruditos y los analfabetos, los amantes y los desenamorados; todos hablan de amor; aunque muchos no sepan de qué están hablando.
Es cierto que definir sentimientos es un gran desafío y un reto imposible de salvar del todo; sin embargo, podemos aproximarnos, compartiendo algunas ideas acerca de ellos.
Para empezar, vale la pena aclarar que el amor verdadero y trascendente del que hablamos no es el amor «inconmensurable» de las novelas románticas, supuestamente eterno y, por decreto, excluyente.
Tampoco es necesariamente el amor de las tragedias griegas, dramático e irresistible.
No es un sentimiento sublime, reservado para unos pocos, ni tampoco algo que se siente exclusivamente en un momento de la vida frente a una única persona.
El amor al que debemos abrirnos es el amor de nuestro día a día, el sentimiento posible y cotidiano al que nos referimos cuando sentimos que «queremos mucho a alguien».
Si partimos del concepto del querer como el más puro interés por el bienestar de otra persona, será fácil entender que lo que estoy proponiendo como tercer paso es animarnos a sentir con honestidad verdadero interés por lo que le suceda a otros, ya sea tu hijo, tu madre, tu pareja, tu vecino o un alguien anónimo y desconocido.
Estoy convencido de que, para llegar a la meta, es imprescindible que seamos capaces de cosechar por lo menos una relación con alguien que no sólo sea importante para nosotros, sino que además consiga hacernos saber que somos importantes para ella.
Alguien que celebre sinceramente cada uno de nuestros logros.
Alguien que quiera acompañarnos tanto en los momentos fáciles como en los difíciles.
Alguien que sea capaz de respetar nuestros tiempos y nuestras elecciones.
Alguien que disfrute de nuestra compañía sin pretender ponernos en la lista de sus posesiones.
Alguien por quien nos sigamos sintiendo queridos aun en los desencuentros, aun después de esos momentos de discusión o de enfado.
Una persona, en fin, cuyo bienestar siga importándonos, aun en los momentos en los que, furiosa por alguna razón o cegada por su enfado, nos asegure que ya no nos quiere; aun cuando, lastimada y dolorida, se empeñe en prometer que jamás nos perdonará.
Todos los filósofos, pensadores, religiosos y terapeutas de la historia deben de haber creado su propia definición acerca del amor. De entre las que llegaron a mí, elijo la de mi colega Joseph Zinker,* que propone en su libro El proceso creativo...:
El amor es el regocijo por la mera existencia
de la persona amada.
Quizás a ti no te satisfaga.
Quizá prefieras apoyarte en tu propia definición.
Por si acaso, te dejo también mi particular manera de poner en palabras el significado y el alcance del mejor de los amores.
Para mí, el amor es la decisión sincera de crear para la persona amada un espacio de libertad tan amplio, tan amplio, tan amplio, como para que ella pueda elegir hacer con su vida, con sus sentimientos y con su cuerpo lo que desee, aun cuando su decisión no me guste, aun cuando su elección no me incluya.
Quiero compartir con todos mi versión de un cuento que siempre fue muy significativo para mí, una historia escrita hace medio siglo por uno de los grandes de la literatura, que se hizo conocer como O’Henry.
Esta historia transcurre en la Francia de 1900, en los comienzos de un durísimo invierno.
Marie era una niña de once años que vivía en una antigua casa parisina. Desde que el frío se había hecho sentir, ella empezó a quejarse de un intenso dolor en la espalda que se volvía intolerable al toser. Cuando el médico fue a verla, le dio a su madre el diagnóstico que más temía: tuberculosis.
En esa época, todavía sin antibióticos, la infección era casi una garantía de muerte. Lo único que los médicos podían hacer era recetar algunos paliativos para el dolor, cuidados generales, reposo... y fe.
—Estos pacientes, como casi todos —les dijo el profesional—, tienen más posibilidades de curarse si luchan contra la enfermedad; si Marie dejara de pelear por su vida, moriría en algunas semanas. —Y luego agregó, sabiendo que era más un deseo que un pronóstico—: Estoy seguro de que si la mantenemos calentita, bien alimentada y con muchos deseos de vivir, cuando el invierno pase, ella estará fuera de peligro y la tuberculosis será sólo un mal recuerdo.
Cuando el doctor se fue, la madre de la niña miró el calendario. Faltaban todavía dos largos meses para que llegara la primavera...
Sabiendo que ninguno de sus compañeros de clase iría a verla, por el comprensible aunque injustificado temor al contagio, la madre se acercó hasta la escuela de Marie para rogarle a la maestra que fuera a casa a darle algunas clases, no tanto por el aprendizaje como por emplear algo de su tiempo de encierro y aburrimiento. La maestra le dijo que no podía hacerlo. Lo sentía, pero había cuatro niños en el curso en la misma situación, ella no podía ocuparse de ellos, debía cuidar de los que todavía asistían a clase.
Al día siguiente, mientras colgaba guirnaldas caseras por la casa tratando de contagiar la alegría que no sentía por las fiestas, la madre vio la pálida cara de su hija y la tristeza reflejada en su expresión. Fue entonces cuando tuvo la idea. Con la ayuda de la casera, se ocupó esa mañana de mover todos los muebles de la casa para poder llevar la cama de Marie junto a la ventana de la sala que daba al pequeño patio central compartido. Desde allí, pensó la madre, por lo menos verá ese pequeño patio interior, el ciprés en el centro del jardín, las enredaderas en las paredes, las ventanas de lo otros dos edificios. Seguramente, se dijo, se distraerá aunque sea viendo a la gente pasar de ida y de vuelta de sus ocupaciones o de sus compras de fin de año.
Entrado enero, el invierno se volvió más y más frío, y con ello la niña se agravó. Más de una noche un ataque de tos terminó con un vómito de sangre y la consiguiente desesperación de la pobre jovencita y de su madre.
Una mañana, al volver de la compra, la madre encontró a Marie con la mirada perdida de cara al ventanal. Nada tenía que ver ya esa niña con la Marie que ella recordaba de apenas unas semanas atrás. La madre se acercó a preguntarle cómo se sentía esa mañana y la niña le dijo que tenía mucho miedo de morirse. La madre la abrazó con fuerza sosteniendo la cabeza de su hija contra su pecho, tratando de que no se diera cuenta de que lloraba. La niña señaló hacia el patio y le dijo:
—Mira, mami, ¿ves esa enredadera en la pared del edificio de enfrente? Hace semanas estaba llena de hojas, algunas más verdes, otras más amarillas. Mírala ahora qué pocas hojas le quedan. Acabo de pensar que cuando la última de las hojas de la enredadera caiga, mi vida también llegará a su fin.
—No tienes que pensar en eso —le dijo su madre, acomodando las almohadas y secándose las lágrimas de espaldas a la niña—. En primavera, de todas las enredaderas surgen nuevas hojas y la vida verde vuelve a nacer.
«Pero son otras hojas»..., pensó la jovencita sin decirlo.
La enfermedad seguía su curso con altibajos, pero cada vez que el médico iba a visitarla veía cómo el ánimo de la paciente decaía en la misma magnitud que su estado general.
Hasta que una mañana la madre descubrió a Marie muy interesada, mirando hacia arriba por la ventana. Sin querer interrumpir, la madre se acercó con cuidado tratando de ver qué era lo que llamaba la atención de su hija. Se trataba de un joven pintor que, junto a su ventana en el tercer piso del edificio de enfrente, pintaba con colores vivos imágenes de París: Notre-Dame, Montmartre, el Moulin Rouge...
Por primera vez en muchos días, la madre vio a Marie entusiasmada y alegre. La madre compartía esa alegría; algo por fin había captado su interés, quizás ella pudiera convencer al pintor para que la ayudara.
Esa misma tarde, la madre cruzó hacia el edificio y llamó a la puerta del artista. Cuando el joven y estrafalario artista abrió, le contó que era la madre de una niña que vivía en la planta baja, en el edificio de enfrente, le dijo que padecía una grave enfermedad, y lo que el médico había diagnosticado.
—Lo siento mucho, señora —contestó el pintor—, pero no entiendo para qué ha venido a contarme todo esto.
—Vine a pedirle que se acerque a darle algunas clases de dibujo, o de pintura a Marie. A ella siempre le interesó el arte, ¿sabe usted? Si usted pudiera bajar a casa de vez en cuando a charlar con Marie... yo, por supuesto, le pagaré lo que pida...
—Y con un tono de ruego terminó diciendo—: Su vida, ¿sabe?, quizá dependa de que usted acepte mi encargo.
No por el dinero sino por la pena que le daba la imagen de la niña que ya había visto desde la ventana, el joven artista empezó a bajar un día sí y otro también a casa de Marie, llevando consigo algunas telas, carbones y colores para hablar de pintura y para animar a la joven a que utilizase su tiempo en cama para dibujar y pintar.
Durante las siguientes semanas creció entre ellos una extraña amistad.
Una tarde, cuando el pintor bajó a verla, Marie lloraba en su cama.
—¿Qué sucede, mon cher? —le preguntó.
Marie le contó de su relación con la enredadera y luego le dijo:
—Ayer, después de que te fuiste, hubo mucho viento y muchas hojas cayeron. Cuando la tormenta pasó conté las hojas que quedaban. De las miles que había entre sus ramas sólo quedan veintiocho. Y yo sé lo que eso significa: si se cayeran todas hoy, no habría un mañana para mí.
El pintor intentó convencer a Marie de que esa asociación era una tontería:
—La vida seguirá de todas maneras —le dijo—, no debes pensar así. Tienes que practicar las escalas de colores y dibujar las manzanas que te pedí; si no, nunca llegarás a exponer. De hecho, gracias a haber practicado mucho en mi vida me ha llegado una invitación para exponer mis pinturas en América.
—¿Te irás? —preguntó Marie, sin querer escuchar la respuesta.
—Volveré en mayo como muy tarde —le dijo el pintor—. Entonces, si has practicado iremos a dibujar en la campiña, recorreremos los museos y te enseñaré a pintar con óleo.
—No sé si estaré cuando regreses, pintor —contestó Marie—. Depende de la enredadera.
El artista, encariñado con la jovencita, la abrazó y prefirió no hablar de esa fantasía. Sólo la besó en la frente y le dejó indicaciones de qué hacer para estar ocupada hasta que él regresase.
Cuando se fue, Marie sintió como si el mundo se le derrumbara y en un negro presagio vio cómo, mientras el pintor cruzaba hacia su casa, el viento arrancaba de la enredadera tres hojas de golpe y las dejaba caer violentamente en el patio.
Desde ese día, cada mañana la niña controlaba desde su ventana la cantidad de hojas que quedan en la enredadera... y cada mañana registraba un agudo dolor en el pecho cuando comprobaba que, durante la noche, alguna de sus acompañantes había caído para siempre.
—¿Qué pasa, hija? —le preguntó su madre, después de una agitada y febril noche.
—Mira, mamá —dijo Marie, señalando por la ventana—. Sólo quedan tres hojitas: una abajo junto al cuadro, otra en medio de la pared y una más solita, arriba de todo, al lado de la ventana del pintor. Tengo miedo, mamá.
—No te asustes —contestó la madre, con una convicción que no tenía—. Esas hojitas van a aguantar; son las más fuertes, ¿entiendes? Sólo faltan dos semanas para que llegue la primavera.
La mirada divertida de Marie se transformó en la oscura expresión de un obsesivo control sobre las pobres tres hojitas. Y una noche de febrero, en medio de una feroz tormenta de viento y lluvia, la hoja del medio se soltó de su amarra y voló lejos. Marie no dijo nada pero redobló sus rezos para pedirle al buen Dios que protegiera sus hojitas.
—Mamá —gritó una mañana—. Mamá, ven.
—¿Qué pasa, hija?
—Queda sólo una, mami, sólo una. La de abajo del todo se cayó anoche. Me voy a morir mami, me voy a morir. Por favor, abrázame, tengo miedo, mamita. Mucho miedo.
—Hay que tener fe, hijita —dijo la madre tragando saliva y reprimiendo el llanto de su propio miedo—. Además, faltan pocos días para la primavera y todavía queda una hoja. Es la hoja campeona, ¿sabes?
—Sí, pero hace un rato la vi temblar... Tápame, mamá, tengo frío.
La madre la arropó con sus mantas y fue a buscar unos paños húmedos. La niña tenía mucha fiebre.
Cada momento que Marie estaba despierta miraba por la ventana a la única hoja que todavía resistía. En la punta de la enredadera, la pequeña hoja marrón verdosa se aferraba solitaria a su base, y la niña, al verla, cruzaba instintivamente los dedos pidiéndole que resistiera para que ella también pudiera salvarse. Y la hoja resistía.
Nieve, lluvia y viento.
Pasaron los días y la hoja aguantó...
Hasta que una mañana, mientras Marie miraba su esperanza, vio que un rayo de sol iluminaba la hoja, y descubrió que a su lado y más abajo en la enredadera pequeños botones verdes habían empezado a aparecer.
—Mami, mami, la hoja ha resistido, llegó la primavera, mami. ¿No es maravilloso?
La madre corrió junto a su hija y la abrazó con lágrimas en sus ojos. Ella no pensaba en la enredadera sino en su hija, que también se había salvado.
—Sí, hija, es maravilloso.
Pasaron los días y la niña comenzó a recuperar sus fuerzas muy despacio.
En la primera salida a la calle que el médico autorizó, Marie corrió al edificio de enfrente para preguntar por su amigo el pintor.
La casera se sorprendió al verla, quizá porque no era habitual que alguien sobreviviera a la tuberculosis.
—Me alegro de que estés bien —le dijo mientras la besaba con sincera alegría—. Tu amigo todavía no ha vuelto, pero me ha asegurado que en unas semanas lo tendremos por aquí. Mandó esto para ti.
Y remetiendo la mano en su escote, le alargó una carta para ella: