9

Esa mañana Joe y yo permanecimos largo rato sentados en la cocina, tomando café instantáneo y charlando sobre la importancia de sentirse bien con uno mismo. Sus puntos de vista y sus revelaciones representaban una bocanada de aire fresco para mi mente recalentada, semejante a la brisa estival que penetraba a través de la ventana de la cocina.

Serví una tercera taza para cada uno y tuve la sensación de que su aroma se parecía mucho al del selecto café avellanado que había esparcido por el suelo minutos antes.

—¿Es posible que tenga una alucinación? —dije burlona—. Me apetece tanto saborear un café a la avellana que creo olerlo.

Sin pronunciar palabra, Joe levantó su taza para brindar conmigo, tras lo cual se la llevó a los labios sin apartar la mirada de mi cara.

Tomé un sorbo del aromático y humeante brebaje y decidí relatar mi extraño sueño de la noche anterior. Sin embargo, tras la primera frase me detuve y bajé la vista hacia mi taza. Habría jurado que sabía a café a la avellana, no al barato instantáneo. Pero eso era imposible. O quizá no.

—¿Y por qué no? —inquirió Joe con una sonrisa maliciosa—. Si tiene el aspecto del café a la avellana, huele a avellana y sabe como el café a la avellana, será café a la avellana.

—¿Cómo lo has hecho? —pregunté con expresión interrogante y los ojos abiertos como platos. ¿Acaso sus prodigios no conocían límite? ¿Cuándo dejaría de asombrarme ese hombre?

—Si deseas hablar de prodigios realmente asombrosos —observó con una pizca de orgullo—, deberías haber estado presente el día en que convertí el agua en vino. Lo del café es una minucia. El vino es mucho más delicado porque hay que asegurarse de añejarlo en su punto exacto.

Lo miré boquiabierta.

—Más vale que cierres la boca o te entrarán moscas —aconsejó con sorna y un mohín de malicia—. Vamos, ¿por qué no sigues contándome lo de tu escapada a las alturas? —sugirió.

Tras vacilar un instante, respiré hondo y reanudé la narración. Le hablé de la maravillosa sensación que había experimentado al flotar en el espacio infinito, dejando atrás todas mis preocupaciones. Traté de describirle el bienestar y la paz que me habían embargado, la sensación de libertad absoluta y fusión con el universo. Le expliqué que el delicado cuaderno poseía el poder de dirigir mi vuelo y elevarme tanto como quisiera mientras lo sostenía en mis manos.

Joe escuchaba con atención, sonriendo y asintiendo para alentarme a continuar. Cuando hube terminado, tomé un largo y lento sorbo de café, invitando mentalmente al retorno a los últimos vestigios de mi sueño.

—De veras, Joe, si no fuera porque sé que resulta imposible, habría jurado que anoche realmente volé.

Por unos minutos mantuvo la mirada fija en mis ojos, y luego preguntó muy serio:

—¿Y qué te hace pensar que no fue así?

En vano intenté detectar un deje de ironía o burla en su voz. Hablaba en serio. Pero ¿cómo podía creer que realmente había volado la noche anterior?

—Pues porque esta mañana he despertado en mi habitación, tendida en la cama —respondí con cierto cinismo—, en el mismo lugar donde me hallaba antes de quedarme dormida.

—¿Y?

—Ah no, no, no y no —repliqué meneando la cabeza con expresión de incredulidad—. No conseguirás hacerme creer eso.

Rio abiertamente y se arrellanó en la silla. De repente su estilizada figura se me antojó demasiado grande para que se encontrara cómodo en mi pequeña cocina.

—¿Por qué no? —insistió, testarudo—. Quizá ya va siendo hora de que empieces a abrir tu mente para ampliar el abanico de posibilidades de la vida, Heather.

—Sentémonos en el comedor —propuse, tratando de cambiar de tema. Me negaba a considerar la posibilidad de que la noche anterior hubiera sobrevolado Santa Mónica con un fajo de cuartillas de papel satinado contra mi pecho. Imposible. Serví otra ronda de café y me entretuve preparando una bandeja con rebanadas de pan y queso para untar. De repente me había entrado un hambre atroz.

—Es tu mente la que está hambrienta —me azuzó Joe sonriente, mientras nos trasladábamos al sofá. Tomó asiento a mi lado y prosiguió—: Estás ávida de conocimiento. Te mueres por saber cómo volver a volar. Estás ansiosa por comprender el significado del papel de escritorio que sostenías en ese sueño, por interpretar el sentido de la pluma que besó aquel fajo de hojas.

—No creo en la interpretación de los sueños —repliqué con un gesto de hastío.

—Sí, ya veo —asintió Joe mientras untaba una rebanada con queso—. Supongo que por eso tu vida es un mar de risas.

Ya no pude más; ese comentario hizo aflorar mi vena irlandesa.

—¡Bueno, ya basta! —exploté—. ¡Fuiste tú quien afirmó que la vida no es siempre un camino de rosas, que la clave está en aceptar los retos y crecer! ¿Y ahora me sales con el cuento de la interpretación de los sueños? —Advertí complacida que lo tenía acorralado.

—Pero eso no significa que la vida deba ser horrible —objetó sin perder la calma—. Aprender y crecer puede resultar muy divertido, y la interpretación de los sueños constituye una poderosa herramienta para ello. —Guardó silencio, dubitativo, para luego añadir en un susurro—: Si se adopta la actitud correcta, por descontado.

—Y ahora, ¿qué pasa con mi actitud? —arremetí, con las manos apoyadas en la cadera.

—Oh, nada —contestó entre risas—. Sólo que resulta un poco…, en fin, al estilo de la Costa Este, ¿no te parece?

Quedé apabullada y traté de encontrar alguna objeción, pero tenía la mente en blanco.

—Eso está bien, Heather —aseguró con tono conciliador. Y levantándose del sofá para dirigirse hacia el arca de cedro que había en un rincón de la sala, sentenció—: Una mente en blanco es como un recipiente vacío cuya finalidad última es ser llenado.

Acto seguido se tomó la libertad de abrir el baúl y hurgar en su interior, como si conociera bien lo que estaba buscando. Ni siquiera yo recordaba ya qué guardaba allí. No lo había abierto desde hacía años y, francamente, no estaba segura de querer ver su contenido.

Al parecer, mi opinión al respecto carecía de importancia. Joe revolvió en el arca hasta que sus manos dieron con algo que le provocó una leve sonrisa. Lo sacó con sumo cuidado y lo sostuvo en alto agitándolo delante de mí con una mirada triunfal en su hermoso rostro. Un escalofrío recorrió mi cuerpo cuando posé la vista en el legajo de papeles ajados que tenía en la mano… atados con una cinta azul, idéntica a la que había visto en el sueño.

De ordinario me habría enojado que cualquiera, sobre todo un hombre, se hubiera tomado semejante confianza, pero Joe no era «cualquiera». Por algún motivo confiaba en él de corazón, y hacía mucho tiempo que no confiaba en nadie de esa manera.

—¿Qué tal si hablamos sobre esto? —propuso depositando el elegante paquetito en mi regazo.

—No tengo ni idea de qué hay aquí —afirmé, intentando ganar tiempo, pues sospechaba que se trataba de la colección de poemas que un día escribí.

Joe se acomodó a mi lado en el sofá y observó cómo desataba indecisa el lazo azul y pasaba las amarillentas páginas del fajo. A medida que lo hacía, recordaba con tristeza la época en que iba por el mundo con el corazón en la mano; me resultaba embarazoso pensar que hubiera plasmado por escrito sentimientos tan íntimos. La situación me ponía nerviosa, ya que no deseaba volver la vista atrás hasta este extremo.

Di unos golpecitos en el borde de las hojas sueltas para introducirlas en la desordenada pila y tomé el lazo azul con la intención de atarlas. En ese instante la mano de Joe se posó con delicadeza sobre la mía.

—No hagas eso. No puedes andar siempre liando las cosas en atadijos para luego esconderlos. —Con un movimiento preciso cogió una cuartilla del centro del fajo y la sostuvo en alto para mostrármela—. Este es mi favorito —observó con una cálida sonrisa—. Me llegó a lo más hondo.

Titubeante, se lo quité de las manos y leí las palabras que antaño habían brotado de alguna vieja y dolorosa herida.

VIENDO EL TIEMPO PASAR

El prisionero sentado solo en su celda

rogaba a Dios por el fin de su largo infierno.

Qué desperdicio, encerrado en la flor de la vida,

por haber cometido un simple pecado humano.

Ansiaba la libertad, la luz del sol y las flores,

alguien con cuya compañía llenar sus horas.

Pero su vida se apagaba y ya no había esperanza.

Entonces un gorrión comenzó a cantar tras su ventana.

«Ay, mi querido amigo, cuánto te envidio,

eres libre de elegir hacia dónde dirigir tu vida.»

El gorrión vigilaba inquieto, posado en el antepecho,

al felino que abajo, en el seto, se mantenía al acecho.

«¡Ay! —exclamó desolado el gorrión—,

También yo puedo ser un ladrón.

Si bien nadie puede acusarme de nada,

cada uno a su modo está viendo el tiempo pasar.»

Recordé haber escrito ese poema cuando me gradué en el instituto. Había estado sirviendo mesas en el Vinnie’s Diner y me sentía atrapada, prisionera de esa pequeña ciudad de mala muerte en la que me crie. La gente me resultaba aburrida y sumisa, y me horrorizaba la idea de convertirme en uno de ellos. Fue entonces cuando me juré que algún día llenaría las maletas de mis escasas pertenencias y me largaría a Los Ángeles. Estaba convencida de que Los Ángeles poseía una magia especial y de que por lo menos se me presentaría una buena oportunidad entre el éxito y la belleza que caracterizaban ese lugar.

—¿Y ahora cómo te sientes? —inquirió afectuoso Joe, que al parecer había seguido cada uno de los pensamientos que flotaban en mi mente—. ¿Es Los Ángeles como deseabas que fuera?

—Por supuesto que no —contesté un tanto irritada—. Nada es nunca como lo imaginamos en la infancia. Es muy natural sentirse algo decepcionado.

—¿Sólo sientes eso? —insistió—. ¿Decepción?

Me sorprendí al advertir que se me llenaban los ojos de lágrimas, aunque no me avergoncé de ello.

—Bueno, supongo que aún me siento un poco atrapada —admití al tiempo que las lágrimas se desbordaban y rodaban por mi rostro—. De hecho, me siento muy atrapada. —Ahora lloraba con ganas—. Exactamente igual que en el Vinnie’s Diner… tal vez peor.

Joe se acercó a mí y al pasarme su fuerte y reconfortante brazo por la espalda hizo caer mi rebanada de pan sobre el sofá.

—¡Ostras! —masculló sacudiendo las migas del cojín con la mano libre—. No pretendía ensuciarlo.

—Es igual —musité sorbiendo por la nariz, deseosa de que siguiera con el brazo sobre mis hombros—. Han caído cosas más grandes que migas sobre este sofá.

Nuestras miradas se cruzaron un instante y a continuación prorrumpimos en carcajadas.

—Mi dulce Heather —murmuró acariciándome el cabello—, ignoras la magia que hay en tu interior. Has estado tanto tiempo obsesionada por tu aspecto exterior que no has reparado en tus mayores tesoros.

—¡Oh, no, ya estamos otra vez! —protesté—. Sospecho que ahora me aconsejarás que vaya a la universidad, que estudie una carrera, que haga algo con mi vida. —Me preparé para oír el sermón que yo misma me había soltado un centenar de veces, y del que, por supuesto, haría caso omiso.

—¿La universidad? —repitió Joe, sorprendido de que supusiera que esa sería su recomendación—. ¿De verdad has pensado que iba a sugerirte eso?

—¿Y por qué no? Probablemente es lo más sensato.

—Únicamente puede considerarse sensato si coincide con tus deseos —replicó Joe—. E intuyo que tus deseos no tienen nada que ver con lo que se enseña en un aula. De hecho —añadió con una mueca divertida—, estoy convencido de que serías tú quien podría enseñar un par de cosas a la mayoría de los profesores universitarios.

Alcé la vista hacia su hermoso rostro en busca de una muestra de sarcasmo o doble sentido, pero sólo capté el amor que manaba de las profundidades de sus oscuros ojos castaños y que penetraba en las barreras de mi alma. Por enésima vez me maravillé de que ese hombre me profesara un amor tan verdadero e incondicional.

—Dime, Joe, ¿cuáles son mis mayores tesoros? Explícamelo porque no tengo ni idea.

Posó la vista en las amarillentas páginas de los poemas que permanecían en mi regazo, y su voz sonó suave como un beso cuando finalmente habló:

—Tus cuadros. Posees muchas habilidades, pero tus cuadros constituyen tu mejor aportación al mundo.

—¿Mis cuadros? —pregunté intrigada con el entrecejo fruncido—. ¿Qué cuadros? —Creía haber estado siguiendo el hilo de su discurso, pero de pronto me había perdido. Jamás había cogido un pincel y estaba segura de que no era una de esas personas dotadas de un potencial aún por descubrir en el campo de la pintura. ¿A qué se refería?

—En estos cuadros —prosiguió, volviendo la vista hacia el legajo de poemas—, has conseguido plasmar, de un modo espléndido, poderosas emociones. Y eso no resulta nada fácil. —Me miró de soslayo para comprobar que no me había desmayado, supongo—. Y para conseguirlo te has servido de las herramientas más puras —añadió.

—¿Herramientas? ¿Qué herramientas? —repetí perpleja.

—Sí, Heather —continuó entusiasmado—, has pintado esos cuadros mediante palabras y sentimientos, y más importante aún, con sinceridad. Y me consta que sabes cuán difícil resulta encontrar eso. Sí, Heather, eres una gran artista.

Me sentía confusa, y no vacilé en manifestarlo. Durante años me había considerado una mujer no demasiado lista, incluso algo perezosa si me apuran, y por supuesto sin el menor talento… bueno, por lo menos no en el sentido habitual del término.

Y ahora se presentaba ese ser místico para elogiar mis poemas, denominándolos «cuadros», y calificándome de «artista». Me preguntaba si no estaría tramando algo.

No tardé en conocer la respuesta.

Joe colocó la cinta azul alrededor del fajo de cuartillas, meditabundo, y me tendió el atadillo.

—Cierra los ojos —ordenó, y sin ninguna oposición, sino con la máxima confianza, obedecí—. Ahora, estrecha los poemas contra tu pecho, lo más cerca posible de tu corazón —indicó con ternura—. Así, muy bien —me animó—. ¿Todavía no sientes nada?

—¿Qué debería sentir? —pregunté ignorante, apretando los párpados.

—La magia —se limitó a contestar.

Y entonces, en efecto, la sentí.

De nuevo flotaba en el cielo, como en el sueño. También esta vez utilicé el fajo de cuartillas como timón, y por supuesto funcionó. En tanto mantuviera los poemas contra mi corazón, podría tomar el rumbo que se me antojara. Era una sensación magnífica que me embriagaba de felicidad.

—¡Estoy volando, Joe! —exclamé—. ¡Estoy volando otra vez!

—Ya lo sé —le oí decir desde lo alto—. Me siento orgulloso de ti.

¿Que se sentía orgulloso de mí? ¡Había alguien que se enorgullecía de mí! Qué bien me sentía, no quería que mi aventura acabara jamás. En mi entusiasmo por no perderme nada de cuanto sucedía, abrí los ojos y de inmediato noté que mi cuerpo se precipitaba como una bomba, directo a la Tierra, y aterricé con suavidad sobre el sofá, al lado de Joe.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunté, incapaz de disimular mi decepción.

—Que abriste los ojos —contestó Joe entre risas—. Es una de las reglas capitales para volar en sueños —precisó—. Deduzco que debía haberte advertido.

—¡Pero no estaba soñando! —objeté—. Estaba despierta con los ojos cerrados, eso es todo.

—Cuestión de semántica —repuso.

—Joe, explícame qué significa todo esto —supliqué—. ¿Qué pasa con esos poemas? Primero se me aparecen en sueños, y ahora están aquí, ofreciéndome la posibilidad de volver a escapar a las alturas. ¿Cuál es la lección?

Sin pronunciar palabra, Joe cogió el legajo de poemas de mis manos y lo depositó en la mesa junto con las tazas de café, ya frío, y las rebanadas que no habíamos comido. Se volvió hacia mí y, cogiéndome las manos, las envolvió con las suyas, amplias y cálidas.

—Durante años has creído estar buscando un sueño —explicó mientras escrutaba mis ojos, comprobando la ausencia de cualquier rastro de resistencia—, pero en el fondo eran tus sueños los que te buscaban a ti.

—Pero… —Me asaltaban miles de preguntas y no sabía por dónde empezar.

—Chist —me acalló Joe, cruzándose los labios con un dedo y deslizando el atillo de poemas bajo su brazo. Se levantó del sofá y dirigió sus pasos hacia la puerta principal para, a continuación, girarse sobre sus talones—. Lo que te digo es cierto, ¡créeme! —imploró—. Ha llegado el momento de que tú y tus sueños entréis en contacto. Cuando los engranajes se ponen en movimiento de esta manera, es que ya falta muy poco para que se cumplan tus sueños, ya lo verás. —Y silenciosamente se marchó.

Permanecí sentada un buen rato, perpleja, y de no haber sonado el teléfono, no sé cuánto tiempo habría continuado en ese trance.

Era mi entrenador particular que llamaba para preguntar por qué no había acudido a la cita de esa mañana.

—¡Ah!, he estado ocupada pintando —repliqué.